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Hijas y esposas
Hijas y esposas
Hijas y esposas
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Hijas y esposas

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About this ebook

El señor Gibson, viudo, médico de la pequeña localidad de Hollingford, es de los que opinan que «el mundo iría aceptablemente bien sin mujeres». Sin embargo, siempre pendiente de sus pacientes, apenas es capaz de cuidar de su casa y de su hija, a quien empiezan a rondar ya los primeros pretendientes. Pese a todos sus resquemores, decide buscar una mujer con el fin de que gobierne su caos doméstico y cumplir como una madre vigilante para su hija; y contrae segundas nupcias con una maestra de escuela cuarentona, madre a su vez de una muchacha bellísima. La pragmática elección del señor Gibson tendrá, previsible e irónicamente, sus reveses, y la nueva familia no será ajena a una conflictiva trama de secretos, pretensiones, desavenencias e intrigas, en la que los amores y decepciones juveniles, así como los compromisos precipitados, pondrán en peligro muy a menudo el orden deseado.

Hijas y esposas (1864-1866) recuerda a Emma de Jane Austen y anticipa Middlemarch de George Eliot. Aunando el estudio de carácter con el retrato de una comunidad, la última novela de Elizabeth Gaskell es aguda en la observación social, magistral en el tratamiento de los pequeños incidentes, y sorprendente en la creación de sus heroínas. Una de ellas, la inolvidable Cynthia, que no puede evitar atraer a los hombres y se declara «no malvada, pero tampoco virtuosa», constituye una novedosa y casi subversiva aportación a la rígida moralidad de los prototipos femeninos victorianos.

LanguageEspañol
Release dateFeb 2, 2018
ISBN9788490654101
Hijas y esposas
Author

Elizabeth Gaskell

Elizabeth Gaskell (1810–1865) was a British novelist and short-story writer. Her works were Victorian social histories across many strata of society. Her most famous works include Mary Barton, Cranford, North and South, and Wives and Daughters.

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    Hijas y esposas - Damián Alou

    NOTA AL TEXTO

    Hijas y esposas fue publicada por entregas en Cornhill Magazine de agosto de 1864 a enero de 1866. A punto de concluir la novela, Elizabeth Gaskell falleció, y el editor de la revista, Frederick Greenwood, publicó una nota informando sobre los planes de la autora para su final. En 1866, apareció en forma de libro, en una edición en dos volúmenes (Smith, Elder & Co, Londres) con variadas modificaciones que no pueden juzgarse, obviamente, a la luz de la voluntad de la autora. Por esta razón, el texto que se considera más próximo a sus intenciones es el publicado en Cornhill y sobre él se basa esta traducción.

    CAPÍTULO I

    EL AMANECER DE UN DÍA DE FIESTA

    Permítanme comenzar con ese viejo galimatías infantil. En un país había un condado, y en el condado había un pueblo, y en el pueblo había una casa, y en la casa había una habitación, y en la habitación había una cama, y en la cama estaba echada una niña; completamente despierta y con ganas de levantarse, pero no se atrevía a hacerlo por temor al poder invisible de la habitación de al lado: una tal Betty, cuyo sueño no debía perturbarse hasta que dieran las seis, momento en que se levantaría «como si le hubieran dado cuerda» y se encargaría de alborotar la paz de aquella casa. Era una mañana de junio y, aunque era muy temprano, el dormitorio estaba lleno de sol, de luz y de calor.

    Sobre la cajonera que había delante de la pequeña cama con cubierta de bombasí blanco que ocupaba Molly Gibson, se veía una especie de perchero primitivo para capotas, del que colgaba una, meticulosamente protegida del polvo por un gran pañuelo de algodón, de una textura tan tupida y resistente que, si lo que había debajo hubiese sido un fino tejido de gasa, encaje y flores, habría quedado «hecho un zarrio» (por utilizar una de las expresiones de Betty). Pero el gorro era de dura paja, y su único adorno era una sencilla cinta blanca colocada sobre la copa, atada en un lazo. Sin embargo, había una pequeña tela encañonada en el interior, cuyos pliegues Molly conocía a la perfección, pues ¿acaso no los había hecho ella la noche antes con grandes esfuerzos? ¿Y no había un lacillo azul en esa tela, que superaba en elegancia a todos los que Molly había llevado hasta ahora?

    ¡Las seis por fin! El brusco y agradable repiqueteo de las campanas de la iglesia lo proclamó; convocando a todos a su trabajo diario, como llevaban haciendo cientos de años. Molly se levantó de un salto y corrió descalza por la habitación, y levantó el pañuelo y vio de nuevo la capota, símbolo de aquel hermoso día que iba a comenzar. A continuación se dirigió a la ventana y, tras un leve forcejeo con el marco, la abrió y dejó entrar el agradable aire de la mañana. El rocío ya había abandonado las flores del jardín que había debajo de su ventana, pero aún se estaba evaporando de los lejanos campos de heno. A un lado se hallaba la pequeña villa de Hollingford, a una de cuyas calles se abría la puerta principal de la casa del señor Gibson; y ya empezaban a formarse columnas, pequeñas emisiones de humo procedentes de las chimeneas de las casas de campo, donde el ama de casa ya estaba en pie, preparando el desayuno para ese personaje de la familia que se dedica a ganarse el pan.

    Molly Gibson veía todo eso, pero lo único que pensaba era: «¡Oh! ¡Qué hermoso día hará hoy! Tenía miedo de que nunca, nunca llegara; y de que, si llegaba, se pusiera a llover». Cuarenta y cinco años antes, las diversiones de los niños en una localidad rural eran muy sencillas, y Molly había vivido doce años sin que le ocurriera ningún acontecimiento tan importante como el que estaba a punto de suceder. ¡Pobre niña! Cierto que había perdido a su madre, lo que constituyó un duro golpe para el desarrollo de su vida, pero eso no era nada en comparación con el objeto de su impaciencia; además, cuando falleció su madre, ella era demasiado pequeña para ser consciente de lo que había sucedido. Y lo que aquel día esperaba con tanta ansia era su primera participación en una suerte de festival anual que se celebraba en Hollingford.

    Aquella pequeña y dispersa localidad se diluía, en uno de sus límites, en la campiña que comenzaba cerca de la caseta del guarda de un gran parque, donde vivían lord y lady Cumnor: «el conde» y «la condesa», como les llamaban los habitantes de la villa; permanecían aún ciertos vestigios de sentimiento feudal, que se delataban de diversas maneras que hacen sonreír al recordarlas, pero que habían tenido gran importancia en la época. Fue antes de que se aprobara la Ley de Reforma¹, aunque de vez en cuando ya se oían ideas liberales expresadas por dos o tres propietarios ilustrados que vivían en Hollingford; y había en el condado una importante familia tory que, de vez en cuando, se presentaba a las elecciones en competencia con la familia rival whig² de Cumnor. Cualquiera habría dicho que los habitantes de Hollingford que profesaban las ideas liberales que acabamos de mencionar admitían, cuando menos, la posibilidad de votar por los Hely-Harrison, representantes de tales ideas. Pero nada más lejos de la realidad. «El conde» era el señor de aquel feudo, y propietario de gran parte de la tierra sobre la que se levantaba Hollingford; él y su familia debían su alimento, sus cuidados médicos y, hasta cierto punto, su vestimenta a las buenas gentes del pueblo, cuyos bisabuelos siempre habían votado por el hijo mayor de Cumnor Towers, y habían seguido la ancestral tradición de que todos los hombres del lugar dieran su voto al señor feudal, independientemente de su opinión política.

    Este hecho era un ejemplo corriente de la influencia de los grandes terratenientes sobre sus vecinos más humildes en la época en la que aún no había trenes, y bien estaba para un lugar donde la familia que detentaba el poder era de carácter tan respetable como los Cumnor. Estos esperaban que la gente se les sometiera y les obedeciera, y la sencilla veneración de la gente del pueblo era aceptada por el conde y la condesa como un derecho; y se habrían quedado mudos de asombro, con el horrible recuerdo de los sansculottes³ franceses que fueron el coco de su infancia, si algún habitante de Hollingford se hubiera aventurado a manifestar una opinión o una voluntad opuestas a los del conde. Pero, una vez rendidos todos a obedecerles, hacían mucho por la población, y por lo general eran condescendientes, y a menudo atentos y amables a la hora de tratar a sus vasallos. Lord Cumnor era un terrateniente de gran paciencia; a veces le daba un empujoncito al administrador y tomaba las riendas personalmente, para gran enojo de este, quien, de hecho, era demasiado rico e independiente como para que le preocupara demasiado conservar un puesto en el que sus decisiones podían ser anuladas de la noche a la mañana porque a su señor le diera por «mancharse de barro» (en las irreverentes palabras del administrador, expresadas al abrigo de su propio hogar), lo que, al ser interpretado, significaba que de vez en cuando el conde interrogaba personalmente a sus arrendatarios, y se servía de sus propios ojos y oídos en la gerencia de los pequeños detalles de sus propiedades. Pero este hábito le hacía ser aún más apreciado por sus arrendatarios. Lord Cumnor tenía desde luego cierta afición al chismorreo, y le gustaba intervenir personalmente cuando surgía algún conflicto entre el administrador de las tierras y los arrendatarios. Pero la condesa, con su dignidad sin par, compensaba esta debilidad del conde. Una vez al año se mostraba condescendiente. En colaboración con sus hijas había fundado una escuela; no una escuela como las de hoy día, donde a los hijos e hijas de los trabajadores y campesinos se les da una educación intelectual mucho mejor que a otros niños de clase más elevada, sino una escuela de las que llamaríamos «industriales», donde a las niñas se les enseña a coser, a ser excelentes amas de casa, a cocinar primorosamente, y, por encima de todo, a vestir pulcramente con una especie de uniforme de beneficencia diseñado por las damas de Cumnor Towers: toca blanca, esclavina blanca, delantal a cuadros, vestido azul, todo ello acompañado de muchas reverencias y muchos «por favor, señora».

    Pero, como la condesa estaba ausente de Cumnor Towers una gran parte del año, la hacía muy feliz que las damas de Hollingford vieran con buenos ojos esa escuela, y la ayudaran en ella con sus servicios durante los muchos meses que ella y sus hijas estaban fuera. Y las diversas señoras desocupadas de la villa respondían a la llamada de la noble dama, y le prestaban los servicios solicitados, con muchos susurros de admiración: «¡Qué buena es la condesa! ¡Cuánta consideración la suya, siempre pensando en los demás!», etcétera; al tiempo que no se podía decir que un forastero hubiera visto Hollingford «de verdad» sin pasar antes por la escuela de la condesa y quedar debidamente impresionado por aquellas inmaculadas pupilas, y la aún más inmaculada costura que llevaban a cabo. En compensación, cada verano un día, con amable y solemne hospitalidad, lady Cumnor y sus hijas recibían a todas las damas que ayudaban en la escuela en la gran mansión familiar situada en el centro del inmenso parque. El orden de aquel día de fiesta era el siguiente: sobre las diez de la mañana, uno de los carruajes de los Cumnor se dirigía a las casas donde residían las mujeres que habían sido invitadas; las recogían de una en una o de dos en dos, hasta que el carruaje estaba lleno, momento en el cual regresaba, atravesaba de nuevo la verja, rodaba por el terso camino sombreado de árboles y depositaba el grupo de damas vestidas de punta en blanco sobre la imponente escalinata que conducía a las gruesas puertas de Cumnor Towers. Y el carruaje volvía a la ciudad; y recogía a otro grupo de mujeres también con sus mejores galas, y así hasta que todas se hallaban por fin en la casa o en aquellos magníficos jardines. Después de que una de las partes hubiese hecho su ostentación, y la otra respondido con la debida admiración, se ofrecía un refrigerio a las invitadas, al que seguía otra ración de admiración por los tesoros que había en el interior de la casa. Hacia las cuatro se servía el café, señal de que se acercaba la hora en que el carruaje había de devolver a aquellas señoras a su casa; y a ella volvían con la felicidad de un día bien empleado, aunque un poco fatigadas por haber tenido que comportarse con sus mejores modales tanto tiempo y haber tenido que hablar con afectación tantas horas. Y algo de esa misma satisfacción y fatiga afectaba a lady Cumnor y a sus hijas: la fatiga de quien se esfuerza por ponerse al nivel de la compañía en que se halla.

    Por primera vez en su vida, Molly Gibson iba a formar parte de las invitadas a Cumnor Towers. Era demasiado joven para contarse entre las damas que ayudaban en la escuela, y no iba por ese motivo. Pero ocurrió que un día en que lord Cumnor estaba en una de esas expediciones en las que «se manchaba de barro», se encontró con el señor Gibson, el médico del pueblo, que salía de la granja en la que entraba el conde; y, como tenía alguna pregunta de poca monta que hacerle al médico (lord Cumnor rara vez topaba con algún conocido sin hacerle alguna pregunta, aunque no siempre se quedara a oír la respuesta: era su manera de conversar), acompañó al señor Gibson al muro exterior, donde, en una anilla, estaba amarrado el caballo del doctor. Molly también estaba allí, muy modosita a lomos de su pequeño poni, esperando a su padre. Sus ojos, serios, se abrieron como platos ante la proximidad del «conde»; en su imaginación infantil, aquel hombre de cabellos grises, rostro sanguíneo y un tanto torpe, era un cruce entre rey y arcángel.

    –Su hija, ¿verdad, Gibson? Muy guapa. ¿Cuántos años tiene? Este poni necesita un buen almohazado. –Le dio unas palmaditas al animal–. ¿Cómo te llamas, guapa? Por desgracia, y como le estaba diciendo, este hombre lleva mucho retraso en el pago de la renta, pero si es verdad que está enfermo, tendré que hablar con Sheepshanks, que no se anda con contemplaciones. ¿Qué enfermedad tiene? ¿Vendrás a nuestra pequeña celebración del jueves, eh, niña? ¿Cómo te llamas? Mándela, o tráigala, Gibson; y hable con su mozo de cuadras, estoy seguro de que a este poni no le han pasado la almohaza al menos en un año, ¿no cree? No te olvides, niña, el jueves. ¿Cómo te llamas? Es una promesa, ¿de acuerdo?

    Y el conde se alejó con un trotecillo, pues acababa de ver al hijo mayor del granjero al otro extremo del patio.

    El señor Gibson se subió a su caballo, y él y Molly se alejaron. Tardaron un rato en hablar, y fue ella quien dijo:

    –¿Puedo ir, papá? –El tono delataba las ganas que tenía de ir.

    –¿Adónde, querida? –dijo su padre, perdido en pensamientos relacionados con su profesión.

    –A Cumnor Towers. El jueves, ya sabes. El caballero –era demasiado vergonzosa para llamarle por su título– me lo ha pedido.

    –¿Te gustaría ir, cariño? Siempre me ha parecido un jolgorio bastante pesado. Un día bastante agotador. Empieza muy temprano, y el calor, y todo eso.

    –Oh, papá –dijo Molly en tono de reproche.

    –Entonces te gustaría ir, ¿no?

    –Si puedo, sí. Me lo ha pedido. ¿No crees que puedo ir? Me lo ha pedido dos veces.

    –¡En fin! Ya veremos. Sí. Creo que podemos arreglarlo, si tanto lo deseas, Molly.

    Volvieron a guardar silencio. Al poco, Molly dijo:

    –Por favor, papá. Quiero ir… pero tampoco es muy importante.

    –Creo que te contradices, Molly. Pero imagino que lo que quieres decir es que no pasa nada si no vas, caso de que hubiera algún problema para llevarte. Creo recordar que necesitas un vestido blanco; mejor que le digas a Betty que vas a ir, y ella se encargará de que estés bien elegante.

    Pero, antes de que el señor Gibson dejara ir a Molly a la fiesta de Cumnor Towers con la conciencia tranquila, debía hacer dos cosas, y las dos acarreaban pequeñas molestias por su parte. Pero estaba dispuesto a darle esa alegría a la pequeña; así que al día siguiente fue a la mansión, aparentemente a visitar a la doncella, que estaba enferma, pero con la verdadera intención de hacerse el encontradizo con la condesa, y de que ella confirmara la invitación de lord Cumnor. Eligió la hora más conveniente, y decidió obrar con diplomacia, cosa que acostumbraba a hacer en su trato con aquella importante familia. Apareció en el patio del establo a eso de las doce, un poco antes del almuerzo y un poco después de que la señora acabara de despachar la correspondencia. Ató el caballo y entró por la parte de atrás de la casa. Visitó a la paciente, le dio instrucciones al ama de llaves y a continuación salió, con una curiosa flor silvestre en la mano, dispuesto a encontrarse con una de las señoritas Tranmere en el jardín, donde, tal como había calculado, también se hallaba lady Cumnor; en aquel momento esta hablaba con su hija de una carta que tenía, abierta, en la mano, y, al mismo tiempo, le daba órdenes al jardinero en relación con ciertas flores que debía plantar en un macizo.

    –He venido a ver a Nanny, y he aprovechado la oportunidad para traerle a lady Agnes esa planta de la que le hablé, la que crece en Cumnor Moss.

    –Muchísimas gracias, señor Gibson. Mamá, mira. Es la Drosera rotundifolia. Hacía tiempo que la esperaba.

    –Ah, sí. Es muy bonita. Aunque yo no soy botánica. Espero que Nanny se encuentre mejor. La semana que viene no podemos tener a nadie enfermo, porque la casa estará llena de gente. ¡Y encima los Danby también nos anuncian su visita! Una viene buscando un poco de tranquilidad, se deja la mitad del servicio en la ciudad y, en cuanto la gente se entera de que estás aquí, empiezas a recibir cartas sin número, y todos suspiran por venir a pasar una temporada en el campo, y te dicen lo bonito que debe ser Cumnor Towers en primavera; y debo confesar que gran parte de culpa la tiene lord Cumnor, pues en cuanto llegamos aquí coge el caballo y se pone a recorrer la zona e invita a todo el mundo a venir a pasar unos días.

    –El viernes 18 volvemos a la ciudad –dijo lady Agnes en un intento de consolarla.

    –Ah, sí. En cuanto hayamos liquidado el asunto de la fiesta de la escuela. Pero aún falta una semana para tan feliz día.

    –Por cierto –dijo el señor Gibson, aprovechando la oportunidad que se le presentaba–, ayer me encontré a milord en la granja de Cross-trees, y tuvo la amabilidad de pedirle a mi hija pequeña, que estaba conmigo, que viniera a la fiesta del jueves. Creo que a la pequeña le encantaría. –Calló para dejar hablar a lady Cumnor.

    –Oh, bueno. Si mi marido le pidió que viniera, entonces debe hacerlo, aunque me gustaría que no fuera tan exageradamente hospitalario. Pero quede tranquilo, la pequeña será bienvenida. Solo que, ya ve, el otro día conoció a una tal señorita Browning, cuya existencia yo ignoraba por completo.

    –Es una de las señoras que ayudan en la escuela, mamá –dijo lady Agnes.

    –En fin, es posible que así sea, no digo que no. Sabía que había una tal señorita Browning, pero luego me enteré de que había dos, y, naturalmente, en cuanto lord Cumnor se enteró de la existencia de esa otra, le pidió también que viniera. En fin, que el carruaje tendrá que hacer cuatro viajes para traerlas a todas. O sea, que no se preocupe, señor Gibson, su hija puede venir perfectamente, y, por ser usted, estaré encantada de atenderla. Supongo que puede sentarse entre las dos Browning. Arréglelo con ellas, y procure que Nanny se ponga bien para poder trabajar la semana que viene.

    Justo cuando el señor Gibson se disponía a marcharse, lady Cumnor le llamó.

    –Ah, por cierto, Clare está aquí. Se acuerda de Clare, ¿verdad? Fue paciente suya, hace mucho tiempo.

    –Clare –repitió el médico, un tanto perplejo.

    –¿No se acuerda? La señorita Clare, nuestra antigua institutriz –dijo lady Agnes–. Hará unos doce o catorce años, antes de que se casara lady Cuxhaven.

    –Ah, sí –dijo él–. La señorita Clare, que pasó aquí la escarlatina. Una joven bastante guapa y delicada. Creía que se había casado.

    –Así es –dijo lady Cumnor–. Era bastante tontita, y no sabía lo afortunada que era estando con nosotros; todos la apreciábamos mucho. Se fue y acabó casándose con un pobre clérigo, y pasó a ser la señora Kirkpatrick, pero nosotros seguimos llamándola Clare. Y, ahora que su marido ha muerto, y se ha quedado viuda y con una niñita, nos devanamos los sesos para encontrar alguna manera de ayudarla a que se gane la vida sin tener que separarse de su hija. Ahora está por aquí, en algún lugar del jardín, si quiere verla.

    –Gracias, milady, pero me temo que hoy no puedo quedarme más rato. Tengo muchas visitas que hacer, y ya voy con mucho retraso.

    Y, aunque aquel día cabalgó mucho, al final de la jornada fue a visitar a las señoritas Browning, para convenir con ellas que Molly las acompañara a la mansión. Era dos mujeres altas y guapas que ya habían rebasado su primera juventud, y que solían mostrarse en extremo complacientes con el médico.

    –Por supuesto, señor Gibson, que estaremos encantadas de que nos acompañe. No tendría ni que haberse molestado en pedirlo –dijo la mayor de las señoritas Browning.

    –Por las noches no duermo pensando en la visita a la mansión –dijo la señorita Phoebe–. Ya sabe que nunca he estado. Mi hermana sí, muchas veces. Pero, aunque en estos tres años también he ayudado en la escuela, la condesa nunca me había mandado invitación. Y ya sabe que no soy de esas a las que les gusta llamar la atención, y tampoco se me ocurriría presentarme sin que me lo pidieran.

    –Le dije a Phoebe el año pasado –comentó su hermana– que estaba segura de que se trataba solo de un descuido por parte de la condesa, y que esta se sentiría realmente afligida en cuanto se diera cuenta de que Phoebe no estaba entre las invitadas. Pero Phoebe es muy puntillosa, ya lo sabe, señor Gibson, y, a pesar de todo lo que le dije, no fue. Se quedó en casa y a mí me estropeó el día, se lo aseguro, pues mientras estaba en la mansión no dejaba de ver su cara al otro lado de la ventana mientras yo me alejaba. Tenía los ojos llenos de lágrimas, puede creerme.

    –En cuanto te fuiste me entró una buena llorera, Sally –dijo la señorita Phoebe–, pero, a pesar de todo, creo que hice bien en no ir a un sitio donde no me habían invitado. ¿No cree, señor Gibson?

    –Desde luego –dijo el médico–. Y ya ve que este año va a ir. Además, el año pasado llovió.

    –Sí, me acuerdo. Me puse a arreglar los cajones para serenarme. Y tan absorta estaba en lo que hacía que me sobresalté cuando empecé a oír la lluvia golpeando los cristales. «Dios mío –recuerdo que pensé–. ¿Qué será de los zapatos de satén blanco de mi hermana si ha de andar sobre la hierba empapada después de una lluvia así?» Pues me había ocupado de que tuviera un par de zapatos de lo más elegantes. Y este año, para mi sorpresa, va y me compra un par de zapatos de satén blanco igual de elegantes.

    –Molly ya sabe que tiene que llevar sus mejores galas, ¿verdad? –dijo la señorita Browning–. Quizá podríamos prestarle algún collar, o unas flores artificiales, si quiere.

    –Molly irá con un vestido blanco y limpio –dijo el señor Gibson con cierta precipitación, pues no era gran admirador del gusto de las Browning en cuestión de vestimenta, y no estaba dispuesto a que engalanaran a su hija a su capricho. Tenía en más consideración el gusto de su vieja sirvienta Betty, pues era más sencillo. La señorita Browning tan solo dejó asomar una sombra de enojo en su tono cuando se incorporó y dijo:

    –Ah, muy bien. Estoy segura de que es lo más acertado.

    A lo que la señorita Phoebe añadió:

    –Lleve lo que lleve, Molly estará guapísima, de eso estoy segura.

    CAPÍTULO II

    UNA NOVICIA ENTRE GENTE IMPORTANTE

    A las diez de la mañana de aquel señalado jueves, el carruaje de Cumnor Towers emprendió su periplo. Molly estaba lista mucho antes de que apareciera, aunque se había acordado que ella y las Browning no irían hasta el cuarto y último viaje. Se había lavado, frotado y abrillantado la cara; su vestido, sus volantes, sus cintas estaban blancas como la nieve. Llevaba una capa negra que había sido de su madre, adornada profusamente con encajes, que en la niña quedaba extraña y pasada de moda. Por primera vez en la vida llevaba guantes de cabritilla; hasta ahora siempre los había llevado de algodón. Los guantes eran demasiado grandes para sus deditos, pero, como Betty le había dicho que le habían de durar muchos años, no se quejó. Temblaba de emoción, y hubo un momento en que casi se desmaya de lo larga que fue la espera. Por mucho que Betty le dijera que una olla no hierve antes por mucho que la miremos, Molly no apartaba los ojos de la sinuosa calle por donde había de llegar el carruaje, y este, al cabo de dos horas, por fin hizo su aparición. Tuvo que sentarse en el vivo del asiento para no arrugar los vestidos nuevos de las Browning, pero tampoco podía echarse muy hacia delante, por temor a incomodar a la obesa señora Goodenough y a su sobrina, sentadas frente a ella. Y, aparte de no poderse sentar como es debido, había otra cosa que le causaba malestar, y era tener que estar en el centro del carruaje de manera tan visible, expuesta a la observación de todo Hollingford. Era un día demasiado festivo para que las labores de aquella pequeña localidad siguieran adelante como si tal cosa. Las doncellas se asomaban por la ventana; las esposas de los tenderos miraban desde el umbral; las mujeres de los granjeros salían corriendo de su casa, con el bebé en brazos; y las niñas, que aún no tenían edad para saber comportarse con respeto ante la visión del carruaje de un conde, lo vitoreaban alegres al verlo pasar. La mujer de la casa del guarda se cuidaba de que la verja estuviera abierta, e hizo un amago de reverencia a los criados. Y ahora ya estaban en el parque; y ahora ya veían Cumnor Towers, y en aquel carruaje lleno de señoras se hizo el silencio, solo perturbado por un sordo comentario de la sobrina de la señora Goodenough, forastera en la ciudad, mientras se aproximaban al doble semicírculo de escalinatas que ascendían hasta la puerta de la mansión.

    –Creo que a esas escaleras las llaman gradas, ¿verdad? –preguntó.

    Pero la única respuesta que obtuvo fue un simultáneo «chitón». Qué horror, pensó Molly, y casi deseó volver a su casa. Pero, cuando la comitiva desembocó en aquellos hermosos jardines, no tardó en olvidarse de sí misma, pues jamás había imaginado que algo así pudiera existir. Un césped verde y aterciopelado, bañado por el sol, se extendía a cada lado de los hermosos árboles del parque; si había alguna división o zanja entre las blandas y soleadas extensiones de hierba y la triste oscuridad de los árboles más lejanos, Molly no la vio; pero ver cómo aquellas tierras exquisitamente cultivadas se disipaban en el bosque dejado de la mano humana la cautivaba de un modo que no se podía explicar. Cerca de la casa había muros y vallas, pero estaban cubiertos de rosas trepadoras, curiosas madreselvas y otras enredaderas que acababan de florecer. También vio arriates de muchos colores: escarlata, carmesí, azul, naranja; y flores que se abrían sobre el verdor del césped. Molly agarraba con fuerza la mano de la señorita Browning mientras recorrían el lugar en compañía de otras damas, capitaneadas por una de las hijas de los anfitriones, que medio sonreía al contemplar aquella voluble admiración que se volcaba en todos aquellos objetos y lugares. Molly no decía nada, como correspondía a su edad y posición, pero de vez en cuando aliviaba las emociones que henchían su corazón con una honda respiración que era casi un suspiro. Por fin llegaron a una reluciente y larga hilera de invernaderos, donde las esperaba un jardinero que las invitó a entrar. Pero a Molly no le gustaron ni la mitad que las flores que había al aire libre, por mucho que lady Agnes, que era de gusto más científico, se explayara en la rareza de esa planta o en el método de cultivo que exigía esa otra. Al poco Molly comenzó a sentirse muy cansada, y a continuación muy mareada. Al principio, por timidez, no se atrevía a decir nada, pero luego consideró que peor sería el alboroto que se armaría si se echaba a llorar o caía redonda sobre aquellas preciosas flores. Apretó la mano de la señorita Browning y le dijo con voz entrecortada:

    –¿Puedo volver al jardín? Aquí no puedo respirar.

    –Claro que sí, querida. Comprendo que esto te sea difícil de entender, pero es muy elegante e instructivo, y dicen muchas palabras en latín.

    La señorita Browning volvió la cabeza enseguida para no perderse palabra de la conferencia de lady Agnes sobre las orquídeas, y Molly dio media vuelta y salió de aquella atmósfera opresiva. Se sintió mejor respirando aire fresco; y libre ahora, y sin que nadie la observara, fue recorriendo aquellos deliciosos lugares, ya en el parque, ya en algún jardín cerrado, donde el canto de los pájaros y el goteo de la fuente central eran lo único que se oía, y donde las copas de los árboles acotaban un círculo de aquel cielo de junio. Paseó por las inmediaciones sin pensar en ellas más de lo que lo haría una mariposa que fuera de flor en flor, hasta que al fin se sintió agotada y deseó regresar a la casa. Solo que no sabía cómo, y le daba un poco de miedo toparse con todos aquellos desconocidos, ahora que no contaba con la protección de ninguna de las Browning. El sol empezaba a picar, y entonces vio un cedro de amplia copa sobre la extensión de césped hacia la que avanzaba, atrayéndole con el negro reposo que proyectaban sus ramas. Había un rústico asiento a la sombra, y allí se sentó la agotada Molly, durmiéndose en el acto.

    Algo la despertó de su sueño y la hizo ponerse en pie de un salto. Tenía dos damas al lado, hablando de ella. No las conocía de nada, y con la vaga intuición de que había hecho algo malo, y también porque la vencían el hambre, la fatiga y la excitación de la mañana, rompió a llorar.

    –¡Pobrecilla! Se ha perdido; debe ser de alguna familia de Hollingford, no me cabe duda –dijo la que parecía de más edad. Aparentaba cuarenta años, aunque de hecho no tuviera más de treinta. Era de escaso atractivo, y de semblante severo. Vestía con todo el lujo que le permitía la hora del día, y su voz era grave y de escasa modulación, de esas que, en estratos más bajos de la sociedad, se califican de broncas. Solo que una palabra así no podía aplicarse a lady Cuxhaven, la hija mayor del conde y la condesa. La otra dama parecía mucho más joven, aunque de hecho fuera solo unos años mayor. Al principio, Molly se dijo que era la persona más hermosa que había visto en su vida, y sin duda se trataba de una mujer encantadora. Y también lo fue su voz, suave y lastimera, cuando la oyó replicar a lady Cuxhaven:

    –Pobrecilla, no puedes más de calor. Y con esa pesada capota de paja. Deja que te la desate, querida.

    Molly consiguió articular:

    –Soy Molly Gibson. He venido con las Browning. –Tenía miedo de que la tomaran por una intrusa.

    –¿Las Browning? –le dijo lady Cuxhaven a su compañera, como si no las conociera.

    –Creo que son aquellas dos mujeres altas de las que estaba hablando lady Agnes.

    –Sí, es posible. Vi que la seguía mucha gente. –Miró a Molly y dijo–: ¿No has tomado nada desde que llegaste, hija? Se te ve muy pálida, ¿o es el calor?

    –No he comido nada –dijo Molly con voz quejumbrosa, pues ya antes de quedarse dormida tenía hambre.

    Las dos damas hablaron entre sí en voz baja. Al poco la mayor dijo, con un tono de autoridad que siempre utilizaba al hablar con su compañera:

    –Quédate aquí sentada, querida. Nosotras iremos a la casa y haremos que Clare te traiga algo de comer antes de que des otro paso. Debe de haber casi un cuarto de milla.

    Y tras esas palabras se alejaron, y Molly, muy erguida, esperó al mensajero prometido. No sabía quién podía ser esa tal Clare, y ahora tampoco tenía muchas ganas de comer, aunque sí la sensación de no poder andar sin ayuda. Por fin vio acercarse a una hermosa dama, seguida de un lacayo con una pequeña bandeja.

    –Ya ves lo amable que es lady Cuxhaven –dijo la mujer a la que llamaban Clare–. Ha escogido en persona para ti esta pequeña merienda. Y ahora tienes que comer un poco, y ya verás cómo enseguida te encuentras bien… No hace falta que te quedes, Edward. Yo misma te traeré la bandeja.

    Había un poco de pan, fiambre de pollo, jalea, un vaso de vino, una botella de agua con gas y un racimo de uvas. Molly alargó su manita para coger el agua, pero estaba demasiado débil para sostenerla. Clare se la llevó a la boca, y Molly dio un buen trago y se refrescó. Pero fue incapaz de comer; lo intentó, pero no hubo manera: le dolía demasiado la cabeza. Clare parecía perpleja.

    –Toma algunas uvas, te sentarán bien. Tienes que intentar comer algo, de lo contrario no sé cómo te llevaré hasta la casa.

    –Me duele mucho la cabeza –dijo Molly, levantando con tristeza sus pesados párpados.

    –Hija mía, pues es un fastidio –dijo Clare con su voz dulce y amable; no con enfado, sino simplemente expresando una obviedad. Molly se sentía culpable, y muy desdichada. Cuando Clare volvió a hablar, había una sombra de aspereza en su tono–: Pues si no comes y recuperas las fuerzas para ir hasta la casa, no sé qué vamos a hacer. Yo llevo tres horas caminando por el jardín, y estoy cansadísima, y además no he comido nada para almorzar. –Entonces, como si se le acabara de ocurrir una idea, añadió–: Recuéstate en este asiento unos minutos e intenta comerte este racimo de uvas. Mientras tanto, yo me quedaré a tu lado y también tomaré un bocado. ¿Seguro que no quieres pollo?

    Molly hizo lo que le ordenaron, y se reclinó; fue tomando las uvas con languidez y observó cómo la dama devoraba el pollo y la jalea y se bebía el vaso de vino. Estaba tan guapa y elegante en su vestido de luto riguroso que incluso la avidez con la que comía, como si temiera que alguien la sorprendiera en aquel acto, no impidió que Molly siguiera admirando todo lo que hacía.

    –Y ahora, querida, ¿estás lista para ponerte en pie? –dijo Clare en cuanto hubo dado cuenta de lo que había en la bandeja–. Oh, muy bien. Si casi te has acabado las uvas. Buena chica. Venga, ahora me acompañarás a la entrada lateral, y yo misma te acompañaré a mi habitación, donde podrás echarte un par de horas. Una buena siesta y se te irá el dolor de cabeza.

    Y las dos se pusieron en marcha, Clare con la bandeja vacía en la mano, para vergüenza de Molly; pero a la niña le costaba mucho andar, y no se atrevía a ofrecerle su ayuda. La «entrada lateral» era un tramo de escaleras que partía de un jardín privado y desembocaba en un vestíbulo alfombrado, o antesala, a la que daban muchas puertas, y en la que se almacenaban las herramientas ligeras de jardinería y los arcos y flechas de las jóvenes damas de la casa. Lady Cuxhaven debía de haberlas visto acercarse, pues nada más entrar ellas salió al vestíbulo a recibirlas.

    –¿Cómo te encuentras ahora? –preguntó, y al ver los platos y los vasos vacíos, añadió–: Vaya, parece que estupendamente. Bien hecho, Clare, pero tendrías que haber dejado que fuera uno de los criados quien trajera la bandeja. Ya tenemos bastante con este calor.

    Molly no pudo evitar desear que su hermosa compañera le dijera a lady Cuxhaven que había sido ella quien la había ayudado a acabar aquella abundante colación, pero a Clare esa idea ni se le pasó por la cabeza. Lo único que dijo fue:

    –Pobrecilla, todavía no se ha recuperado del todo. Dice que le duele la cabeza. Voy a acostarla en mi cama, a ver si duerme un poco.

    Molly vio que lady Cuxhaven le decía algo a «Clare» medio riendo cuando pasaron junto a ella; y la atormentó la fantasía de que las palabras pronunciadas hubieran sido: «Supongo que se ha empachado». Sin embargo, no tuvo ánimos para pensar en ellas; la pequeña cama blanca que encontró en aquella fresca y hermosa habitación resultaba demasiado tentadora para su doliente cabeza. Las cortinas de muselina se movían de vez en cuando en un susurro casi imperceptible que se abría paso entre el aire perfumado que entraba por las ventanas abiertas. Clare la cubrió con un ligero chal y dejó la habitación en penumbra. Cuando estaba saliendo, Molly se incorporó para decirle:

    –Por favor, señora, no deje que se vayan sin mí. Por favor, que me despierten si estoy dormida. Tengo que volver con las Browning.

    –No te preocupes por eso, querida, yo me encargaré –dijo Clare, dando media vuelta cuando ya estaba en la puerta y lanzándole un beso con la mano a la inquieta Molly. Y entonces se fue y no pensó más en ello. Los carruajes emprendieron la ronda de regreso a las cuatro y media, a instancias y prisas de lady Cumnor, que ya se había cansado de hacer de anfitriona y a quien le fastidiaba la reiteración de tanta admiración indiscriminada.

    –¿Por qué no utilizamos todos los carruajes, mamá, y así nos libramos antes de ellos? –dijo lady Cuxhaven–. Toda esta gente yendo y viniendo por el jardín es más fastidioso de lo que pensaba.

    Así que al final hubo más precipitación que otra cosa, y todo el mundo fue despachado a la vez de manera muy poco metódica. La señorita Browning se había ido en la calesa (o chawyot⁴, como la llamaba lady Cumnor, pues rimaba con lady Hawyot, ya que esa era la ortografía con que su hija Harriet había aparecido en el Peerage⁵), y a la señorita Phoebe la habían obligado a partir precipitadamente, en compañía de otros invitados, en un espacioso carruaje familiar, parecido a esos que hoy en día reciben el nombre de «ómnibus». Tanto la señorita Browning como la señorita Phoebe creyeron que Molly iba en el otro vehículo, mientras ella dormía a pierna suelta en la cama de la señora Kirkpatrick, cuyo nombre de soltera era Clare.

    Las doncellas entraron para arreglar la habitación, y su parloteo despertó a Molly, que se incorporó en la cama e intentó apartarse el pelo de la frente, y también recordar dónde estaba. Se puso en pie rápidamente y se quedó junto a la cama.

    –Por favor, ¿saben cuándo nos vamos? –dijo Molly.

    –¡Por todos los santos! Quién iba a pensar que habría alguien en la cama. ¿Eres una de las damas de Hollingford, querida? Hace más de una hora que se han ido todas.

    –Oh, ¿qué voy a hacer? Esa señora que llaman Clare me prometió despertarme a tiempo. Y papá se preguntará dónde estoy, y a saber lo que dirá Betty.

    La niña se puso a llorar, y las doncellas se miraron la una a la otra con cierta consternación y mucha compasión. En aquel momento oyeron cómo la señora Kirkpatrick se acercaba por el pasillo. Canturreaba una tonadilla italiana con una voz liviana y musical, y se dirigía al dormitorio para vestirse para la cena. Una de las doncellas le dijo a la otra, con una mirada de complicidad:

    –Más vale dejársela a ella. –Y pasaron a otra habitación a seguir con su trabajo.

    La señora Kirkpatrick abrió la puerta, y se quedó pasmada al ver a Molly.

    –¡Vaya, me olvidé de ti por completo! –exclamó–. Vamos, no llores, o no estarás presentable. Debo aceptar las consecuencias de no haberte despertado y, si no puedo conseguir que vuelvas esta noche a Hollingford, dormirás conmigo, y haremos lo posible para enviarte a casa mañana temprano.

    –¿Y papá? –sollozó Molly–. Le gusta que le prepare el té. Además, no he traído nada para dormir.

    –Bueno, no hagamos un drama de lo que ya no tiene remedio. Te prestaré algo para dormir, y esta noche tu padre tendrá que prescindir de ti para el té. Y la próxima vez no te quedes dormida en casa ajena, a lo mejor no encuentras gente tan hospitalaria como la que vive aquí. Venga, si dejas de llorar, preguntaré si puedes ir a tomar el postre con el señorito Smythe y las pequeñas. Irás a la habitación de los niños y tomarás el té con ellos; y luego vuelves aquí para que te cepille el pelo y te arregle un poco. Creo que tienes suerte de pasar una noche en una casa tan estupenda como esta. Sería el sueño de muchas niñas.

    Mientras hablaba, la señorita Clare se vestía para cenar: se quitó el vestido negro que había llevado durante el día, se puso la bata, agitó sus largos y suaves cabellos castaños sobre los hombros e inspeccionó la habitación en busca de lo que iba a ponerse a continuación. Y durante todo el tiempo sus palabras fluidas no dejaron de oírse.

    –Yo también tengo una niña, querida, y te aseguro que daría cualquier cosa por pasar unos días en casa de lady Cumnor; pero, ya ves, ha tenido que pasar las vacaciones en la escuela. Y tú, sin embargo, pareces desdichadísima por tener que quedarte a pasar aquí una noche. Te aseguro que he estado ocupadísima con esas fastidiosas… con esas encantadoras señoras de Hollingford, quiero decir, y ya sabes que no se puede estar en todo al mismo tiempo.

    Molly, que no era más que una niña, dejó de llorar ante la mención de la hija de la señora Kirkpatrick, y se aventuró a decir:

    –¿Está usted casada? Creí que la llamaban Clare.

    La señora Kirkpatrick le replicó de muy buen humor:

    –No tengo aspecto de casada, ¿verdad? Todo el mundo se sorprende. Y ya ves, hace siete meses que soy viuda y no tengo un pelo gris en la cabeza, y lady Cuxhaven, que es más joven que yo, tiene ya el pelo casi totalmente gris.

    –¿Y por qué la llaman «Clare»? –insistió Molly, al ver lo afable y comunicativa que era su interlocutora.

    –Porque cuando vivía con ellos era la señorita Clare. Es un bonito nombre, ¿verdad? Me casé con el señor Kirkpatrick. No era más que un coadjutor, pobrecillo, aunque de muy buena familia, y, si sus tres parientes hubieran muerto sin hijos, yo me habría convertido en la esposa de un baronet. Pero la Providencia decidió no permitirlo, y todos debemos resignarnos a sus designios. Dos de sus primos se casaron, y tienen muchos hijos, y el pobre Kirkpatrick murió, dejándome viuda.

    –Pero ¿tiene una hija? –preguntó Molly.

    –Sí, mi querida Cynthia. Ojalá pudieras verla: ahora es mi único consuelo. Si tengo tiempo, te enseñaré su retrato cuando nos vayamos a la cama, pero ahora debo marcharme. No conviene hacer esperar a lady Cumnor, y me pidió que bajara temprano para ayudar con los invitados. Ahora voy a tocar la campanilla, y cuando venga la doncella le dices que te lleve al cuarto de los niños, y que le diga a la niñera de lady Cuxhaven quién eres. Allí tomarás el té con las niñas, y luego las acompañarás al comedor para el postre. ¡En fin! Siento que te quedaras dormida y te dejaran aquí. Pero dame un beso y no llores. La verdad es que eres una niña muy guapa, aunque no tienes la tez de mi Cynthia. Ah, Nanny, ¿serías tan amable de llevarte a esta jovencita (¿cómo te llamas, querida? Ah, sí, Gibson), a la señorita Gibson, con la señora Dyson, al cuarto de los niños?, y le pides que le deje tomar el té con las niñas, y que luego las acompañe al comedor para el postre. Yo se lo explicaré todo a milady.

    La cara de Nanny, hasta ese momento un tanto apagada, se iluminó al oír el nombre de Gibson; y, tras comprobar que era «la hija del médico», se mostró más diligente a la hora de cumplir las órdenes de la señora Kirkpatrick de lo que era habitual en ella.

    Molly era una muchacha acomodadiza, y le gustaban los niños; y en cuanto estuvo en su cuarto se llevó bien con ellos, se mostró obediente con la todopoderosa señora Dyson, e incluso le fue de ayuda, pues jugó a las construcciones con una de las niñas, con lo que esta no molestó a sus hermanos y hermanas mientras se les vestía con ropajes alegres: encajes y gasa, y terciopelo, y cintas gruesas y de colores vivos.

    –Y ahora, señorita –dijo la señora Dyson cuando todos los niños que estaban a su cargo estuvieron listos–, ¿qué vamos a hacer contigo? No has traído otro vestido, ¿verdad?

    No, claro que no lo había traído. Y, aunque así hubiera sido, no habría superado en elegancia al de bombasí blanco que llevaba ahora. Así que lo único que podía hacer era lavarse la cara y las manos y dejar que la niñera le cepillara y perfumara el pelo. Molly se dijo que habría preferido quedarse en medio del parque toda la noche, y dormir bajo el hermoso y silencioso cedro, que tener que pasar la prueba de «bajar a los postres», que, de manera evidente, los niños y las niñeras consideraban el acontecimiento del día. Por fin fue a llamarles un lacayo, y la señora Dyson, en un susurrante vestido de seda, encabezó el convoy y pusieron rumbo a la puerta del comedor.

    Había una gran reunión de damas y caballeros alrededor de la mesa engalanada, y la habitación resplandecía de luz. Cada uno de los niños fue corriendo hacia su respectiva madre, o tía, o amiga; pero Molly no tenía a quien acercarse.

    –¿Quién es esa chica alta que lleva ese vestido blanco? No es ninguna de las niñas de la casa, ¿verdad?

    La dama a quien se dirigían esas palabras se puso los lentes, miró a Molly y se los volvió a quitar.

    –Supongo que es alguna chica francesa. Sé que lady Cuxhaven estaba buscando una para que diera clase a sus hijas, a fin de que tuvieran un buen acento desde pequeñas. Pobrecilla, parece tan rústica y despistada.

    Y la mujer que hablaba, sentada al lado de lord Cumnor, le hizo señas a Molly para que se acercara, y Molly fue hacia ella en busca de amparo; solo que cuando la dama comenzó a hablarle en francés, Molly se sonrojó violentamente y dijo en voz baja:

    –No entiendo el francés. Soy Molly Gibson, señora.

    –¡Molly Gibson! –exclamó sonoramente la dama, como si eso no fuera explicación suficiente.

    Lord Cumnor captó las palabras y el tono.

    –Vaya, vaya –dijo–. ¿Así que eres tú la que se ha quedado dormida en mi cama?

    Habló imitando la gruesa voz del oso del cuento, que hace esa pregunta a la niña que protagoniza la historia; solo que Molly nunca había leído Ricitos de Oro y los tres osos, e imaginó que su cólera era real. Le entró un leve temblor, y se acercó más a la amable señora que le había ofrecido refugio. A lord Cumnor le hizo mucha gracia su broma, y decidió continuarla; y así, todo el tiempo que las niñas estuvieron en el comedor, dirigió interminables chanzas a Molly, aludiendo a la Bella Durmiente, al enano Dormilón, y a todo personaje que alguna vez se hubiera quedado dormido en algún cuento. No tenía ni idea de lo mucho que sus bromas afectaban a aquella chica tan sensible, que se veía ya como una miserable pecadora por haberse quedado dormida cuando debería haber estado despierta. Si Molly hubiese tenido la costumbre de atar cabos, habría encontrado una excusa a su situación con tan solo recordar que la señora Kirkpatrick le había hecho la promesa de despertarla a tiempo. Pero en lo único que pensaba la muchacha era en lo poco que la querían en aquella gran casa, en cómo la consideraban una despistada intrusa que nada tenía que hacer ahí. Una o dos veces se preguntó dónde estaría su padre, y si la estaría echando de menos; pero pensar en aquella felicidad doméstica le hizo tal nudo en la garganta que se dijo que debía quitarse la idea de la cabeza para no ponerse a llorar. Y tuvo el instinto suficiente para darse cuenta de que, ya que la habían dejado en la mansión, cuantos menos problemas causara, cuanto más desapercibida pasara, tanto mejor.

    Siguió a las niñas cuando estas salieron del comedor, con la esperanza de que nadie la viera. Pero eso era imposible, y se convirtió de inmediato en el tema de conversación entre la terrible lady Cumnor y su amable sobrina.

    –¿Sabes que la primera vez que la vi pensé que era francesa? Como tiene el pelo y las pestañas negros, y los ojos grises, y esa tez descolorida que se puede ver en algunas zonas de Francia, y como sé que lady Cuxhaven estaba buscando una muchacha culta que fuera una compañía agradable para sus hijas…

    –¡No! –dijo lady Cumnor, con un aire severo, pensó Molly–. Es la hija del médico de Hollingford. Vino esta mañana con las señoras de la escuela, se medio mareó con el calor y se quedó dormida en la habitación de Clare, y no se despertó hasta que todos los carruajes hubieron partido. Mañana por la mañana la devolveremos a su casa, pero esta noche debe quedarse aquí, y Clare es tan amable que dormirá con ella.

    En aquel relato se culpaba a Molly implícitamente de lo ocurrido, y ella lo escuchaba como si le pincharan todo el cuerpo con agujas. Lady Cuxhaven apareció en ese momento. Habló con voz grave, en un tono cortante y autoritario, igual que el de su madre, pero Molly percibió, bajo de esa envoltura, una naturaleza más amable.

    –¿Cómo te encuentras ahora, querida? Tienes mejor aspecto que cuando te vi debajo del cedro. Así que esta noche te quedas aquí. Clare, ¿no podríamos encontrar algún libro de grabados que pudiera interesar a la señorita Gibson?

    La señora Kirkpatrick se acercó a Molly, y empezó a mimarla con palabras y gestos amables, mientras lady Cuxhaven dirigía su atención a aquellos gruesos volúmenes en busca de alguno que pudiera interesar a la muchacha.

    –Pobrecilla. Te vi cuando entrabas en el comedor, parecías tan tímida. Quería que te me acercaras, pero no pude hacerte ninguna seña, pues en aquel momento lord Cuxhaven me estaba contando sus viajes. Ah, aquí hay un bonito libro: Lodge’s Portraits⁶. Me sentaré a tu lado, te diré quiénes son y te contaré la vida de todos ellos. No se moleste más, lady Cuxhaven, me haré cargo de ella. Por favor, déjemela a mí.

    Pero esas palabras no hicieron sino aumentar el sofoco de Molly. ¡Ojalá la dejaran en paz y no se molestaran tanto en ser amables con ella! Aquellas palabras de la señora Kirkpatrick parecieron enfriar la gratitud que sentía por lady Cuxhaven por buscar algo que la entretuviera. Pero, naturalmente, se había convertido en un estorbo, pues nunca tendría que haber estado allí.

    Al cabo de un rato llamaron a la señora Kirkpatrick: lady Agnes iba a cantar y ella tenía que acompañarla al piano; solo entonces tuvo Molly unos momentos de solaz. Recorrió la estancia con la mirada sin que nadie la observara, y se dijo que ningún palacio real debía de tener un salón tan imponente y magnífico. Lo decoraban grandes espejos, cortinas de terciopelo, cuadros con marcos dorados, multitud de luces deslumbrantes, y aquí y allá se veían grupos de damas y caballeros, todos espléndidamente vestidos. De pronto Molly se acordó de los niños con los que había entrado en el comedor, a cuyas filas había dado la impresión de pertenecer. ¿Dónde estaban ahora? Se habían ido a la cama hacía una hora, a una sigilosa señal de su madre. Molly se preguntó si también podría irse a la cama: ojalá recordara el camino de vuelta al dormitorio de la señora Kirkpatrick. Pero estaba un poco lejos de la puerta, y a más distancia aún de la señora Kirkpatrick, a quien ahora pertenecía, se dijo, más que a ninguna otra persona. También se encontraba lejos de lady Cuxhaven, y de la terrible lady Cumnor, y de su jocoso y afable marido. Así que Molly decidió sentarse y pasar aquellas páginas que no veía; y el corazón se le iba encogiendo más y más en la desolación de toda esa grandeza. Entró un criado, y, tras mirar unos instantes a su alrededor, se acercó a la señora Kirkpatrick, sentada ahora al piano, en el centro del corrillo musical de la reunión, dispuesta a acompañar a cualquiera que deseara cantar, accediendo a todas las peticiones con una simpática sonrisa. Al cabo de un momento la señora Kirkpatrick fue hasta donde estaba Molly y le dijo:

    –Querida, tu padre ha venido a buscarte, y ha traído el poni para que puedas volver a casa. O sea, que voy a perder a mi compañera de cama, pues supongo que tienes que irte.

    ¡Irse! No había otra palabra en el pensamiento de Molly cuando se puso en pie temblando, radiante, casi llorando. Sin embargo, las siguientes palabras de la señora Kirkpatrick la devolvieron a la realidad.

    –Ahora tienes que ir a darle las buenas noches a lady Cumnor, querida, y agradecerle su amabilidad. Está ahí, cerca de aquella estatua, hablando con el señor Courtenay.

    Ahí estaba, en efecto, a unos veinte metros, pero ¡parecían kilómetros de distancia! ¡Había que cruzar aquel espacio desierto y luego decirle unas palabras!

    –¿Tengo que ir? –preguntó Molly, en el tono más lastimero y suplicante posible.

    –Sí, y date prisa. Tampoco es para tanto, ¿no te parece? –le contestó la señora Kirkpatrick, de manera más brusca que antes, consciente de que la esperaban al piano, y ansiosa de concluir lo antes posible el asunto que tenía entre manos.

    Molly se quedó un momento inmóvil; luego levantó la mirada y dijo con un hilo de voz:

    –¿Le importaría acompañarme, por favor?

    –¡Claro que no! –dijo la señora Kirkpatrick, pues comprendió que, si accedía, la muchacha se iría antes; así que la tomó de la mano, y, de camino, al pasar junto al grupo que rodeaba el piano, dijo, con una sonrisa y con su peculiar amabilidad–: Nuestra pequeña amiguita es tan tímida y discreta que quiere que la acompañe a desearle las buenas noches a lady Cumnor. Su padre ha venido a buscarla, y se va con él.

    Posteriormente, al recordarlo, Molly no supo cómo fue capaz de hacerlo, pero se soltó de la mano de la señora Kirkpatrick al oír esas palabras, y, adelantándose un par de pasos, llegó hasta lady Cumnor, imponente en su vestido de terciopelo púrpura, y le hizo una reverencia casi igual que la que hacían las niñas de la escuela. Le dijo:

    –Milady, mi papá ha venido a buscarme, y me voy con él. Deseaba darle las buenas noches y agradecer su amabilidad. La amabilidad de milady, quiero decir –se corrigió, recordando las instrucciones que le había dado la señorita Browning aquella mañana, de camino a Cumnor Towers, sobre la etiqueta que había que observar con los condes y condesas y su honorable progenie.

    Consiguió salir del salón; posteriormente, al pensar en ello, se dijo que no se había despedido de lady Cuxhaven, ni de la señora Kirkpatrick, ni de «todos los demás», tal como los denominaban, con muy poca reverencia, sus pensamientos.

    El señor Gibson se hallaba en la habitación del ama de llaves, y Molly entró corriendo, para desconcierto de la estirada señora Brown, y se abrazó al cuello de su padre.

    –¡Oh, papá, papá! Estoy tan contenta de que hayas venido.

    Entonces se puso a llorar, y no dejó de acariciar la cara de su padre, como para asegurarse de que estaba allí.

    –Ay, Molly, menuda tonta estás hecha. ¿Creías que iba a permitir que mi niñita se quedara a vivir en Cumnor Towers toda la vida? Por todo el alboroto que armas, se diría que eso es lo que pensabas. Venga, date prisa y ponte la capota. Señora Brown, ¿puedo pedirle un chal, o un gabán o alguna prenda de abrigo con que envolver a la niña?

    No dijo que no hacía ni media hora que había llegado a casa después de una larguísima jornada de visitas, sin cenar y hambriento; ni que, nada más enterarse de que Molly aún no había regresado, montó su agotado caballo y se dirigió a casa de las Browning, a las que encontró consternadas y muertas de remordimiento. No se quedó a escuchar sus pródigas y llorosas disculpas; galopó hasta su casa, hizo ensillar un caballo de refresco y el poni de Molly, y, aunque Betty le persiguió con una falda de montar para la niña cuando aún no estaba ni a diez metros de la puerta del establo, se negó a dar media vuelta, y siguió adelante, como expresó Dick, el caballerizo, «murmurando para sí palabras de reproche».

    La señora Brown ya había sacado su botella de vino y un plato de pastel cuando Molly regresó de su larga expedición a la habitación de la señora Kirkpatrick, «para lo que hay que andar su buen medio kilómetro», tal como el ama de llaves informó al impaciente padre, mientras este esperaba a que su hija volviera ataviada con sus galas matutinas, a las que, sin embargo, faltaba el lustre de lo flamante. El señor Gibson era siempre bien recibido entre los habitantes de Cumnor Towers, como suele ocurrir con los médicos, pues traía esperanzas de alivio en tiempos de angustia y malestar; y la señora Brown, que padecía de gota, le mimaba sin recato siempre que él se lo permitía. Incluso salió al patio del establo a sujetarle el chal a Molly, una vez que esta estuvo a lomos de su poni de pelaje áspero, y aventuró la siguiente conjetura, muy poco arriesgada:

    –Ya verá cómo la niña se sentirá más feliz en casa, señor Gibson.

    Una vez en el parque, Molly espoleó a su caballo para que corriera con todas sus fuerzas. Al final el señor Gibson le llamó la atención:

    –¡Molly! Estamos llegando a una zona de gazaperas, y no es seguro ir a este paso. Párate. –Y ella tiró de las riendas, y su padre la alcanzó–. Estamos entrando en la sombra de los árboles, y es arriesgado ir muy deprisa.

    –¡Oh, papá! No había estado más contenta en mi vida. Me sentía como una vela encendida a la que le ponen encima el apagador.

    –¿Ah, sí? ¿Y cómo sabes lo que siente una vela?

    –No lo sé, pero así me sentía. –Y tras una pausa, añadió–: ¡Oh, estoy tan contenta de que hayas venido! Es tan agradable ir a caballo al aire libre, tan fresco, oliendo la hierba húmeda al aplastarse. ¡Papá! ¿Estás ahí? No te veo. –El señor Gibson se colocó junto a su hija: no sabía si le daría miedo cabalgar en la oscuridad, así que le puso una mano en el hombro–. Oh, me alegra tanto sentir tu mano –dijo, estrujando la de su padre–. Papá, me gustaría tener una cadena como la de Ponto, tan larga que llegara a la casa de tu paciente más lejano, y nos ataríamos uno a cada extremo, y cuando yo quisiera que vinieras a mi lado tiraría de ella, y si no quisieras venir, tirarías de tu extremo. Pero yo así sabría que tú sabías que yo te quería a mi lado, y nunca nos perderíamos el uno al otro.

    –Creo que tu plan me parece más bien confuso, pues los detalles, tal como los cuentas, me parecen un poco desconcertantes. Pero, si lo he entendido bien, pretendes que me pasee por el condado con una traba en la pata trasera, como los burros en los terrenos comunales.

    –No me importa que me llames traba, siempre y cuando estemos unidos por una cadena.

    –Pero a mí sí me importa que me llames burro –contestó él.

    –Yo no te he llamado burro, o al menos no ha sido esa mi intención. Aunque me consuela saber que puedo ser grosera si me lo propongo.

    –¿Es eso lo que has aprendido de toda esa gente importante con la que has

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