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Arte y oficio del actor: La técnica Meisner en el aula
Arte y oficio del actor: La técnica Meisner en el aula
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Arte y oficio del actor: La técnica Meisner en el aula

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About this ebook

Muy pocos profesores de interpretación han logrado desarrollar un método detallado que forme actores verdadera-mente creativos: Sanford Meisner, fallecido en 1997, fue uno de ellos. Su técnica toma al artista como materia prima y construye, partiendo de cero, las habilidades que necesita para despuntar en la interpretación. Sin embargo, sus enseñanzas se han ido desvirtuando con el tiempo y, a pesar de algunos intentos, no han podido ser compiladas y explicadas en profundidad hasta ahora. Discípulo y mano derecha de Meisner, William Esper ha transmitido y ampliado su técnica durante décadas, en las que ha sido maestro de intérpretes como John Malkovich, Kim Basinger, William Hurt y Kathy Bates. En Arte y oficio del actor, con la ayuda de Damon DiMarco, uno de sus discípulos, Esper nos sumerge en el aula y nos permite asistir, como un alumno más, a uno de sus fascinantes cursos: aquí participamos de animados debates, contemplamos el reto de la improvisación, y escuchamos divertidas anécdotas sobre grandes actores. Al tiempo que somos testigos privilegiados de todo el proceso de formación de un grupo de actores, se van desvelando ante nosotros, de forma lúdica y sencilla, los conceptos y ejercicios fundamentales de una técnica única.

La esencia de este libro es como el propio William Esper: amable/claro, atento/generoso, apasionado/elegante, brillan-te/profundo. Inspirador. Inestimable. Jeff Goldblum

LanguageEspañol
Release dateFeb 7, 2018
ISBN9788490654071
Arte y oficio del actor: La técnica Meisner en el aula
Author

William Esper

<p>William Esper nació en 1932. Estudió en la Western Reserve University y en la Neighborhood Playhouse School of Theatre, en Nueva York. Se formó como actor y profesor bajo la tutela de Sanford Meisner (1905-1997), el creador de la técnica Meisner, con quien después trabajaría durante quince años, en los que llegó a ser director asociado del Departamento de Interpretación de la Playhouse School. En 1965 fundó en Nueva York el William Esper Studio y en 1977 puso en marcha el Programa de Entrenamiento de Actores Profesionales en la Universidad Rutgers de Nueva Jersey; en ambos espacios se formaron y siguen formándose actores de renombre tanto en las tablas como en la gran pantalla: John Malkovich, Kim Basinger, William Hurt, Kathy Bates, Olympia Dukakis, Jennifer Beals, Larry David, Calista Flockhart, Aaron Eckhart… En 2006 y 2007 fue elegido mejor profesor de interpretación de Nueva York por la revista <i>Backstage</i>.</p>

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    Arte y oficio del actor - William Esper

    william esper y damon diMARCO

    Arte y oficio del actor

    La técnica Meisner en el aula

    Prefacio

    David Mamet

    Traducción

    Daniel de la Rubia

    ALBA

    Para Suzanne, Michael y Shannon

    Prefacio

    Hace cuarenta años tuve un golpe de suerte. Entré a estudiar en la Neighborhood Playhouse y conocí a un gran profesor. Sanford Meisner era el director de la escuela, y todos dábamos clase con él; pero el gran profesor era Bill Esper. Si dices su nombre delante de cualquiera de los alumnos que ha tenido todos estos años, verás cómo se le iluminan los ojos.

    La lectura de este maravilloso libro me ha recordado mi época de estudiante: los mismos consejos, las mismas preguntas socráticas, sutiles e inteligentes, guiando al alumno hacia una mayor comprensión.

    Me he pasado la vida trabajando con actores. Para eso hacen falta unas pocas herramientas fundamentales que cuesta toda una vida de abnegado esfuerzo dominar: paciencia, minuciosidad y concisión, así como la capacidad de alentar, sugerir, alabar y escuchar. El primer ejemplo de todas esas virtudes lo encontré en la figura de Bill Esper, y estoy muy agradecido por ello.

    David Mamet

    Prólogo

    Si de verdad se quiere dominar un arte, el conocimiento de la técnica no es suficiente. Se debe trascender la técnica, a fin de que el arte se convierta en un «arte sin artificio» que nazca del subconsciente.

    Maestro zen D. T. Suzuki

    En mi último año de universidad, un profesor de teatro me dijo en un aparte:

    –Sé que quieres ser actor, y tienes mucho talento. Pero el talento es como el agua: sin un recipiente que lo contenga, no sirve de nada.

    –¿Cuál es el recipiente para el talento? –pregunté.

    Mi profesor respondió:

    –La técnica.

    –Está bien –dije–. Entonces aprenderé la técnica. ¿Dónde tendría que ir para eso?

    –Si estás decidido, lo mejor es aprender de los mejores y estudiar con un gran maestro.

    –Dígame dónde están los grandes maestros y estudiaré con ellos.

    Y así fue como, unos días después, le pedí prestado el coche a un amigo y me encaminé a la Universidad Rutgers, en New Brunswick, Nueva Jersey, donde se encuentra la Escuela de Arte Mason Gross. Iba a conocer a Bill Esper.

    No era como me había imaginado. Supongo que había dado en pensar que un gran maestro de la interpretación tenía que ser un libertino con boina y bigote mefistofélico. Imaginen mi sorpresa cuando me encontré, en cambio, con un hombre entrecano, de apariencia plácida y afable, que me invitaba por señas a entrar en el pequeño despacho que ocupaba en el Teatro Levin de Mason Gross. ¿Era ese el famoso Bill Esper? Imposible. Era un tipo normal y corriente con una perilla bien recortada, gafas y mirada penetrante.

    Estuvimos hablando unos cuarenta y cinco minutos, y estoy seguro de que me esforcé demasiado en causarle buena impresión, porque, sinceramente, no recuerdo nada de lo que dijo. Solo una cosa, en realidad. Hacia el final de nuestra charla, me preguntó:

    –¿Qué te ha traído hasta aquí? ¿Por qué quieres estudiar conmigo?

    –Aprendí algunas cosas de la técnica Meisner en la universidad, y me ayudaron mucho. Ahora quiero estudiarla en profundidad.

    Bill no respondió. Se limitó a mirarme. Por fin, con voz muy calmada, dijo:

    –Si vienes aquí, no aprenderás la técnica Meisner; aprenderás mi técnica, la técnica Bill Esper. Y cuando te marches, si Dios quiere, lo harás con tu propia técnica. ¿Entiendes eso?

    La verdad es que no, no lo entendía. Pero era joven. Y mentí. Asentí con la cabeza y dije:

    –Sí.

    Ahora, más de diez años después, Bill me ha pedido que vaya a visitarlo. Abro la puerta de su estudio y recorro el pequeño vestíbulo con las paredes pintadas de rojo que conduce directamente a su despacho. Es un cuarto estrecho y abarrotado, y lo primero que llama mi atención es el paragüero metálico de la entrada. Además de tres paraguas, hay en él un maltrecho bastón de vodevil, un bate de béisbol Louisville Slugger y una espada negra. No cabe duda de que es el despacho de un actor.

    Echo un vistazo. La pared que hay detrás del escritorio de Bill está cubierta hasta el techo por estantes de madera que se comban por el peso de los libros. Los cuadernos de espiral están allí encajados en ángulos imposibles. Carpetas de papel manila sobresalen como si fueran lenguas, rebosantes de lo que parecen reflexiones garabateadas a lo largo de toda una vida. En los estantes también hay souvenirs de todo el mundo. Algunos de ellos probablemente hayan formado parte de la utilería de alguna obra de teatro: un brazalete de cuero adornado con joyas de cristal, un tocado de plumas, un florero acanalado con una sola rosa de seda surgiendo de él como un brillante cometa rojo. Al lado de una minúscula caja metálica, hay una manoseada copia encuadernada en azul del Webster’s Unabridged English Dictionary; y, repartidos aquí y allá, unos cuantos caballos tallados en madera que parecen los pequeños guardianes de esta ecléctica biblioteca.

    Mi profesor está sentado detrás de su abarrotado escritorio, leyendo el periódico de la mañana. Alza la vista.

    –Espero que podamos trabajar bien aquí –dice sin más preámbulo, pese a que llevamos años sin vernos.

    –A mí me vale –digo. Es evidente que este despacho es un santuario para la imaginación y, por lo tanto, un sitio idóneo para empezar la tarea que nos ocupa–. ¿Y a ti?

    Bill sonríe.

    –No estoy seguro. Nunca he escrito un libro.

    –Es fácil –le digo– si uno sabe por dónde quiere empezar. Dediquemos un momento a presentarte. –Saco de mi bolsa una grabadora de microcasete, la pongo en marcha y la dejo en el escritorio–. En primer lugar, ¿por qué quieres escribir este libro? ¿Qué quieres contar?

    Bill tarda un buen rato en pensarlo. Entonces dice:

    –He tenido la gran suerte de poder dedicar estos últimos cuarenta años de mi vida a continuar el legado de Sandy Meisner. Eso me ha dado la oportunidad de depurar su técnica y, en algunos casos, de ampliarla, una labor que ha sido para mí fuente de placer y fascinación. Yo mismo fui alumno de Sandy durante diecisiete años cuando estaba en la cúspide de su carrera. Después trabajé casi treinta más experimentando con su técnica, destilándola, aplicándola en terrenos a los que Sandy no había podido llegar, como, por ejemplo, los clásicos. Obras con un lenguaje elevado. A Sandy le encantaban el estilo y la teatralidad, pero nunca tuvo tiempo para trabajar a fondo estos aspectos como profesor.

    –Permíteme que haga por un momento de abogado del diablo –dije–. Hay muchos profesores de interpretación. ¿Qué tienes que decir que sea tan especial?

    Bill asiente con la cabeza.

    –Hoy en día la mayoría de quienes dicen ser profesores de interpretación lo hacen porque ofrecen anécdotas y consejos útiles a actores que buscan desesperadamente auténtica formación. Yo no creo que eso sea enseñar. A mi modo de ver, muy pocos profesores han hecho lo que hicieron Lee Strasberg y Sandy; muy pocos profesores han desarrollado un método concreto y detallado para formar actores realmente creativos: un sistema que toma al artista como materia prima y construye, partiendo de cero, las habilidades que necesita para despuntar en su arte.

    »El oficio, o la técnica, si lo prefieres, es de vital importancia para el arte, pero muy pocos entienden esto. La idea más errónea que he oído sobre técnica actoral es que restringe el talento del artista. ¡Eso es ridículo! La técnica no reprime los instintos: los libera.

    –¿Cómo se aplica esto a la técnica Meisner?

    –Aprender a actuar se parece mucho a construir una casa. Primero tienes que elegir un buen sitio para construirla y despejar el terreno. Después hay que excavar para sentar unos cimientos sólidos y protegerlos contra los elementos. Esos son los primeros pasos; y quizá sean también los más importantes. Si los cimientos de una casa no se han puesto como es debido, la estructura se derrumbará al primer golpe de viento. La técnica Meisner es coherente con esta analogía y se vale de una serie de ejercicios para crear los cimientos; una base firme sobre la que construir nuestro arte.

    –Normalmente trabajas con los actores durante un período de dos años –le digo–. ¿Cuánto tiempo de tu programa dedicas a sentar esos cimientos?

    –Con el método Meisner –dice Bill–, mis alumnos se pasan todo el primer año de su formación convirtiéndose en instrumentos de interpretación creíbles. Si lo prefieres, podría decirse que el objetivo del primer año es formar al actor en los recursos esenciales que exige la interpretación profesional.

    –Haré otra vez de abogado del diablo. Muchas escuelas de interpretación consideran que los recursos esenciales para actuar son la voz, la dicción y el movimiento. ¿Tú qué opinas?

    Bill desecha esta observación con un gesto de la mano.

    –La voz, la dicción y el movimiento son aptitudes externas. Muy importantes para actuar, sí, pero no tanto como para estudiarlas hasta el punto de descuidar la vida interior del actor, su núcleo emocional. Un actor sin núcleo emocional es como la silueta de un ser humano recortada en cartón.

    »Hoy en día el consejo más habitual que se le da a un actor es sé tú mismo. Naturalmente, esto le lleva a hacerse la siguiente pregunta, inevitable: ¿Quién soy?. En mi opinión, si un actor no ha aprendido a trabajar desde el núcleo de su propia verdad, lo único que puede conseguir entrenando sin descanso la voz, la dicción y el movimiento es convertirse en una marioneta técnicamente perfecta. Yo no quiero formar autómatas. ¡Quiero formar actores que sean especiales! ¡Que estén vivos!

    »Los pintores crean su arte con pinceles, lienzos y colores. Los escultores trabajan con arcilla, bronce, piedra y escayola. Los escritores utilizan pluma y papel, y, más recientemente, ordenadores. Los músicos tienen sus instrumentos. Pero ¿qué utiliza un actor para crear su arte? Habrá quien diga que nada, pero eso no es cierto. En realidad, el actor se vale del instrumento más complicado de todos: ¡de sí mismo! Sus experiencias, su imaginación, su sensibilidad. Su cuerpo y sus observaciones. Todo lo que, sumado, conforma la humanidad de una persona es parte del instrumento del actor. Como dijo una vez Eleonora Duse: Lo único que puedo ofrecer como artista es la revelación de mi alma.

    –Eso suena mucho a Stanislavski –digo–. ¿Por qué no, sencillamente, utilizar su trabajo?

    –Por varios motivos –dice Bill–. La enseñanza del método Stanislavski no funciona con los actores contemporáneos. La realidad a la que se enfrentan los actores del siglo xxi es totalmente distinta de aquella a la que se enfrentaban los actores rusos del xix. En el mundo de Stanislavski, si los actores querían ensayar una obra tres años, podían hacerlo. Los actores de ahora, en cambio, tienen que adaptar constantemente su trabajo a las exigencias de los distintos medios, y hacerlo con la dificultad añadida de contar con muy poco tiempo para ensayar. Esto ocurre sobre todo en las industrias del cine y la televisión, donde los actores pueden sentirse afortunados si les dan tres minutos para ensayar antes de empezar a grabar. Las películas de ahora suelen hacerse en veintiocho días o menos. Y los plazos en televisión son aún más apremiantes.

    »Una de las razones por las que estoy tan convencido de que el método Meisner es el mejor para formar actores es que puede aplicarse a cualquier desafío al que estos se enfrenten. Crea actores capaces de ofrecer una interpretación de gran calidad en cualquier medio.

    »El arte de la interpretación no ha dejado de cambiar un instante desde el día en que se creó. Esto se debe en buena parte al modo en que evoluciona la sociedad, pero también está muy relacionado, curiosamente, con la tecnología. Por ejemplo, en el siglo xix los actores se formaban para actuar en el teatro; trabajaban la proyección de la voz y la creación de un repertorio de gestos que transmitiera su vida emocional a la última fila de un auditorio grande y abarrotado. Después, a principios del siglo xx, el cine mudo les abrió otra salida laboral, y de pronto tuvieron que resolver el problema de actuar sin sonido. Y más adelante, con la llegada del cine sonoro, se enfrentaron a la enorme dificultad de lograr la verosimilitud y la sutileza en el tipo de interpretación que este nuevo cine exigía.

    »Cuando estudiaba con Sandy en los cincuenta, la televisión era un medio que empezaba a despuntar. Fíjate en cuántos actores trabajan ahora en televisión. Entonces, en 1963, el Teatro Guthrie abrió sus puertas e inauguró el movimiento del teatro regional. De pronto había una acuciante demanda de actores que fueran capaces de manejar el lenguaje y el estilo de los clásicos, que presentan enormes dificultades para el actor.

    –Pero ¿acaso no te preparan todos los métodos de formación de actores para esos medios?

    Bill niega con la cabeza:

    –No. Ni mucho menos. Hoy, elijas el camino que elijas para adentrarte en el arte de la interpretación, hay escuelas por ahí que te cobrarán una matrícula y te abrirán sus puertas. Pero ¿los que estudian en ellas salen igual de preparados para hacer cine y televisión que para hacer teatro clásico? Casi nunca. Porque sus sistemas no están tan bien organizados como el de Sandy. Un actor bien preparado, tal y como yo lo concibo, es alguien que puede aplicar con la misma facilidad lo que le han enseñado a una película contemporánea y a un obra de Shakespeare; alguien que puede actuar en una obra de Eurípides, de Shaw, de Brecht o de O’Neill y, a renglón seguido, hacer un papel en una telenovela.

    –Eso es poner el listón muy alto.

    Bill me mira.

    –Desde luego.

    –Pero ¿por qué escribir otro libro sobre la técnica Meisner? ¿No basta con el de Sandy?

    Bill arquea las cejas.

    –Sandy escribió un libro maravilloso. Pero, por limitaciones de tiempo y energía, quedó incompleto. Hay muchos aspectos importantes de su técnica que no tuvo oportunidad de tratar en Sanford Meisner on Acting. Me gustaría explorar esos detalles perdidos. Por otro lado, la difusión de la técnica Meisner ha acabado por desvirtuarla. Muchos profesores de todo el país aseguran que enseñan la versión auténtica del trabajo de Sandy, pero no es verdad. Una característica engañosa de la técnica Meisner es que los primeros ejercicios son fáciles de aprender y fáciles de enseñar. Esto atrae a muchos profesionales poco cualificados que trabajan a su modo la Repetición y dicen estar aplicando el método Meisner, pero no llegan a las siguientes etapas, todas necesarias para formar actores realmente consumados que sean capaces de crear personajes con una profunda y convincente vida interior.

    Carraspeo y desvío la mirada a la pared.

    –Bill, tengo que confesarte una cosa.

    Por el rabillo del ojo lo veo esperar, paciente. Bill Esper participa de la economía expresiva de los poetas. Solo dice lo esencial. Se siente increíblemente cómodo con el silencio. Si hubiera elegido hacer carrera en la literatura en lugar de en la interpretación, sospecho que no habría tenido mucho futuro como escritor de novelas baratas. En cambio, habría escrito unos haikus fabulosos.

    –He empezado a dar clases.

    La noticia despierta de inmediato su interés. Salta a la vista lo mucho que le complace.

    –¡Excelente! –dice–. Siempre he pensado que podías hacerlo.

    –De excelente nada –digo con brusquedad. Bill ni se inmuta ante mi reacción. No me juzga. Por la expresión de su mirada, me doy cuenta de que ya ha intuido mi caso: dar clases me colma de frustración–. Cuanto más actúo y enseño, menos seguro estoy de las razones por las que lo hago.

    –Cuesta un poco acostumbrarse –dice Bill.

    –Llevo ya once años.

    Suelta un resoplido.

    –Vuelve aquí cuando lleves treinta más. Entonces veremos lo que has aprendido. –Pero a continuación asiente con la cabeza–. Esto es bueno. Yo quiero escribir un libro sobre formar actores, y tú quieres aprender más sobre enseñar a actores. ¿Por qué no vienes mañana? Hay una clase nueva que tiene su primera sesión. Empezaremos desde el principio y trabajaremos siguiendo todo el proceso.

    –Estaría bien –digo–. De verdad. Sería fantástico.

    Bill sonríe.

    A lo largo del siguiente año y medio, observé a Bill dar clase a sus alumnos de primer curso y trabajé con él en este libro. Decidimos que no era probable que en una sola clase se diesen todas las situaciones que normalmente surgen en el aula, ni que se mostrasen las múltiples formas en que la técnica puede ayudar a cada alumno en particular con problemas específicos. Optamos, en cambio, por contar un primer año representativo de una clase ficticia compuesta por alumnos que respondiesen a los perfiles habituales y en la que se diesen las situaciones con las que Bill se ha encontrado todos estos años. Ninguno de los alumnos descritos en este libro se corresponde con una persona real. Nos hemos inspirado en mis observaciones y en las décadas de experiencia de Bill para recrear una clase y ofrecer a los lectores la representación más instructiva posible de la técnica puesta en práctica.

    La clase de Bill. 8 hombres / 8 mujeres

    1) Trevor: un joven barbudo de sonrisa contagiosa y con una espesa mata de pelo negro.

    2) Amber: una inglesa rubia y guapa con cierto gusto por la ironía y el absurdo.

    3) Vanessa: una afroamericana menuda con un espíritu que se contradice con su tamaño.

    4) Joyce: una mujer mayor que trabajó durante años como actriz de teatro regional hasta que decidió dejarlo temporalmente para formar una familia. Su mirada directa y la irónica curvatura de los labios la hacen atractiva e imponente al mismo tiempo.

    5) Dom: un tipo esbelto y apuesto de espeso pelo negro y con una expresión franca que resulta inquietantemente directa y, a la vez, vulnerable. Tiene los ojos grandes, negros y cristalinos.

    6) Kenny: un hombre delgado como un alambre y de pelo rubio rizado, con voz sarcástica y una sonrisa permanente.

    7) Quid: un joven afroamericano larguirucho con un eterno mohín.

    8) Reg: un hombre afroamericano con el físico de Zero Mostel, un bigote no más grueso que un lápiz y una ligera cadencia sureña al pronunciar las vocales.

    9) Mimi: una mujer que conoció el estrellato en los ochenta por su papel en una sitcom.

    10) Tyrone: un latinoamericano musculoso con áspera voz de bajo. Debe de dormir con una mancuerna en cada mano. Sus brazos tienen el tamaño de una paleta de jamón.

    11) Jon: un hombre de baja estatura, robusto y medio calvo. De Dinamarca. «Mi familia –dice– piensa que estoy en las nubes. No dejan de repetirme: Nunca serás actor. Madura. Busca un trabajo de verdad. Aterriza de una vez

    12) Cheryl: una chica joven de una zona rural de Illinois. Muy inocente y amable.

    13) Melissa: una mujer alta y ágil con cuerpo de bailarina y unos ojos despiertos que brillan en un rostro que esconde muchos secretos. Tiene tendencia a reprimir sus emociones.

    14) Donna: una mujer de casi treinta años y tez muy morena. Dejó un trabajo bien remunerado como asesora financiera para volver a su gran amor: la interpretación.

    15) Uma: piensen en Kathy Bates, pero más joven. Puede que tenga ascendencia de Europa del Este. Da la impresión de ser vergonzosa pero extremadamente inteligente. Sus ojos son dos piedras brillantes bajo el flequillo negro, y está siempre atenta. Apenas habla, pero lo asimila todo.

    16) Adam: tiene la complexión robusta de un leñador. El pelo rubio casi blanco y los ojos azul claro invitan a pensar en una posible ascendencia escandinava. Pero su apellido es italiano, y, de hecho, él es de Sicilia.

    1. Empieza de nuevo: vacía tu taza

    ¿Cómo es posible que los niños sean tan inteligentes y los adultos tan tontos? Tiene que ser cosa de la educación.

    Alexandre Dumas

    Dieciséis alumnos esperan a que llegue Bill, ocho hombres y ocho mujeres. Estos actores han sido cuidadosamente seleccionados por su talento, su potencial y su firme determinación. Vienen de diferentes puntos de Estados Unidos y de otras partes del mundo. El currículum de algunos da cuenta de una trayectoria repleta de méritos notables; otros solo han actuado en teatros pequeños. Muchos han estudiado con varios profesores con planteamientos distintos del arte de la interpretación. Todos parecen tener talento. En las entrevistas de admisión, sin embargo, revelaron problemas concretos: dificultades y obstáculos que les han impedido sacar el máximo partido de su talento.

    Todos sonríen con nerviosismo pero sinceramente. Van presentándose unos a otros. Esperamos.

    Las paredes del estudio están pintadas de gris neutro. No hay ventanas y solo tiene una puerta. Los alumnos están sentados en sillas colocadas sobre unas gradas de poca altura arrimadas a la pared del fondo y de cara a la puerta. Entre la puerta y las gradas, un espacio despejado. Las gradas forman el anfiteatro de los alumnos. El escritorio de Bill está situado en un lado, también de cara a la zona del escenario.

    No hay nada en el suelo, a excepción de dos colchones encima de dos somieres bajos, uno pegado a la pared de la izquierda, y otro a la de la derecha. A un lado hay una estantería llena de objetos de utilería: botellas de bebidas alcohólicas, jarrones, libros, platos, utensilios de cocina, luces de Navidad, tazas de café y una máquina de escribir que podría ser de los años cuarenta; todo a mano de quien quiera utilizarlo.

    La puerta del estudio se abre y entra Bill. Enseguida se hace el silencio. Bill se dirige a su mesa sin detenerse y farfulla un «hola» al que los alumnos responden con entusiasmo. Se sienta, coge el listado de su nueva clase y no tiene prisa en leerlo. A continuación, aparentemente satisfecho, levanta la vista y empieza a hablar.

    –Había una vez un alumno que estaba ansioso por aprender cosas del budismo zen, por lo que fue a casa de un gran maestro zen. El maestro, en un gesto de inusitada amabilidad, lo invitó a entrar.

    »Se sentaron a tomar una taza de té y el maestro le preguntó: ¿A qué has venido?. El alumno abrió la boca y de ella salió un torrente de palabras: testimonios de su insaciable curiosidad, de su pasión, de lo que entendía y lo que no de la filosofía zen. Habló sin freno un buen rato. El maestro lo observó al principio con asombro y después empezó a preparar el té. Sacó las tazas, trituró las hojas de té e hirvió agua mientras el alumno seguía hablando.

    »El joven no calló hasta que el maestro empezó a servir el té. El anciano llenó la taza hasta que el líquido hirviendo llegó al borde y empezó a rebosar y a derramarse por toda la mesa. ¡Dios mío! –gritó el alumno–. ¿Qué está haciendo?

    »El anciano dejó de verter té y dijo: Tu cabeza es como esta taza. ¿Cómo voy a poner nada en ella si ya está llena? Si quieres aprender zen, tienes que traerme una taza vacía.

    Bill se queda callado, observando, mientras la clase asimila la historia.

    –Ahora, decidme: ¿por qué estáis aquí?

    Al principio nadie habla. Hasta que, por fin, se oye decir a alguien de la última fila:

    –Para aprender a actuar.

    Bill se toma un momento para pensarlo.

    –Sí, pero ¿qué es exactamente actuar? Si queréis aprender a hacerlo, conviene tener claro lo que es.

    Todos guardan silencio, así que Bill dice:

    –Está bien. Lo plantearé de otra forma. Imaginad que vais andando por Manhattan y os encontráis con un marciano. Uno de verdad; un marciano de pura cepa recién llegado de Marte. Sabéis que es un marciano por su corta estatura, la piel verde y las antenas moviéndose de un lado a otro. –Echo un vistazo y compruebo que todos escuchan absortos–. Como es natural, sentís curiosidad, ¿verdad? Pongamos, pues, que entabláis conversación con ese tipo. «¿Cómo es la vida en Marte?» «Bueno, no está mal. Y por aquí ¿qué tal?» Cosas así. Llega un momento en que el marciano os pregunta: «Y usted ¿a qué se dedica? Es decir, ¿cuál es su profesión?». Y vosotros le decís, con orgullo, espero: «Pues soy actor».

    »El marciano dice: "¿En serio? ¿Actor? ¿Qué es eso? En Marte no tenemos actores". ¿Cómo le explicaríais qué hace exactamente un actor?

    Un joven delgado y barbudo de sonrisa contagiosa y con una espesa mata de pelo negro levanta la mano. Por las presentaciones del principio, sé que se llama Trevor. Bill lo señala, y Trevor dice:

    –Actuar es vivir en un mundo ficticio.

    Bill arquea las cejas.

    –Hum. No vas mal encaminado. Cuando dices «ficticio», supongo que intentas tocar el tema de la imaginación, ¿verdad?

    Trevor lo piensa. Asiente.

    –Bien. Porque la imaginación es muy importante para los actores, y vamos a recurrir mucho a ella. Pero dejémosla a un lado de momento y ya volveremos a ella más adelante. ¿Alguien tiene alguna otra idea?

    Una mujer rubia y guapa con un leve acento británico levanta la mano. Se presenta como Amber. Bill la señala.

    –¿Tú qué opinas? ¿Qué es actuar?

    –Actuar es una forma de entretenimiento –dice.

    Bill tuerce el gesto.

    –Vale –dice–. Pero también lo son los fenómenos de feria, las partidas de cróquet y la lucha libre. Si a eso vamos, hasta jugar a las canicas es una forma de entretenimiento. Tenía la esperanza de que aquí aspirásemos a algo un poco más elevado. No pretendo ser desagradable, pero tiene que haber algo más que entretenimiento. Mucho más. De lo contrario, seríamos todos humoristas en vez de artistas.

    Vanessa, una afroamericana menuda, dice:

    –¿Sabes lo que le diría yo a ese marciano? Le diría que actuar es interpretar un personaje de una historia.

    Bill lo piensa.

    –Vale –dice–. Pero veamos si te he entendido bien. Esa historia de la que hablas… se desarrolla en un escenario, ¿no? Por lo tanto… ¿es real?

    Vanessa lo piensa un momento y niega con la cabeza.

    –No, no lo es –dice Bill–. En otras palabras, es producto de la imaginación. Así que vamos a parar de nuevo al tema de la imaginación. –Vuelve a mirar a Trevor, que asiente con un gesto–. Parece que hemos llegado

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