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El autor a escena: Intermedialidad y autoficción
El autor a escena: Intermedialidad y autoficción
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El autor a escena: Intermedialidad y autoficción

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Este libro parte de la siguiente hipótesis: la autoficción responde a una tendencia general en el arte contemporáneo, pues, asumida la imposibilidad de un referente estable –incluido el propio autor–, los creadores siguen afanándose en plasmar sus identidades, aun fragmentaria y precariamente, con más intensidad incluso que en otros periodos históricos. Por ello, este volumen se ocupa de confirmar la operatividad teórica de la autoficción en otras artes distintas de la narrativa.

Además de rastrear la obra de cineastas y dramaturgos, fundamentalmente del ámbito hispánico, los trabajos que aquí se incluyen se interesan también por la dimensión intermedial del fenómeno, observando cómo se intersecan la representación del yo –su inevitable figuración– con procesos, cada vez más frecuentes, de hibridación discursiva: así, destacan la convergencia de distintos géneros, la diversificación de las formas de la autorrepresentación –desde lo figurativo a lo performativo–, la problematización de la dualidad factualidad-ficción y, de manera muy particular, la inclusión de nuevos soportes y medios.
LanguageEspañol
Release dateFeb 26, 2018
ISBN9783954875931
El autor a escena: Intermedialidad y autoficción

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    El autor a escena - Ana Casas

    autores

    Presentación

    ANA CASAS

    El presente libro aglutina los resultados del Proyecto del Plan Nacional La autoficción hispánica. Perspectivas interdisciplinarias y transmediales, 1980-2013 (FFI2013-40918-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad y desarrollado en la Universidad de Alcalá con la participación de investigadores españoles y extranjeros. Con dicho proyecto hemos tratado de responder a la necesidad de abordar de manera conjunta el estudio de la representación autorial en la narrativa, el audiovisual y el teatro. Para ello partimos de la siguiente hipótesis: la autoficción responde a una tendencia general en el arte contemporáneo, pues, asumida la imposibilidad de un referente estable –incluido el propio autor–, los creadores siguen afanándose en plasmar sus identidades (aun fragmentaria y precariamente) con más intensidad incluso que en otros periodos. Emprenden así una búsqueda que va del cauce introspectivo –en el que prima la representación de lo íntimo– a formulaciones que se vinculan a la memoria colectiva y el testimonio. Entre ambos polos, tienen lugar otras manifestaciones de carácter eminentemente lúdico (que no vacío de significado), cuyos contenidos son metanarrativos, o metateatrales, y humorísticos o paródicos. Dichas constantes –como expresión del llamado giro subjetivo–evidencian cómo la ficcionalización de lo real desafía los modos tradicionales de representación del yo –y del mundo que lo circunda–, al tiempo que manifiesta de manera palpable el rechazo a ciertas formas más o menos canónicas de la autobiografía, el testimonio o el ensayo.

    Nuestro objetivo ha sido, por lo tanto, confirmar la operatividad teórica de la autoficción en otras artes distintas de la narrativa. Tras rastrear la obra de cineastas y dramaturgos, fundamentalmente del ámbito hispánico, concluimos que el concepto de autoficción sí puede resultar oportuno –a pesar de su inflación teórica, ya subrayada en otros trabajos nuestros– para reflexionar sobre las proyecciones artísticas del autor en este momento preciso de nuestra historia. Con ese fin hemos querido observar cómo se intersecan la representación del yo –su inevitable figuración– con procesos, cada vez más frecuentes, de hibridación discursiva: así, destacan la convergencia de distintos géneros, la diversificación de las formas de la autorrepresentación –desde lo figurativo a lo performativo–, la problematización de la dualidad factualidad-ficción y, de manera muy particular, la inclusión de nuevos soportes y medios.

    Por este motivo, la primera parte del volumen reúne cuatro trabajos en torno al cine y el teatro autoficcionales, ámbitos relativamente poco atendidos por los teóricos y críticos de la autoficción. Desde una perspectiva panorámica, el texto de Iván Gómez traza los hitos de la tradición del yo filmado a partir de algunas manifestaciones aún no muy conscientes de la (des)figuración del yo autoral, como las que proponen las comedias de Charles Chaplin o Buster Keaton, el cine onírico de las vanguardias norteamericana y europea o algunas formas híbridas del documental contemporáneo. El trabajo de Gómez también se interesa por los mecanismos autoficcionales del documental subjetivizado –del que Mapa, de Elías León Siminiani, es un cabal ejemplo– ahora sí, desde la plena conciencia de lo autobiográfico como discurso construido. Ana Casas, por su parte, analiza algunos productos audiovisuales, en especial series de televisión en las que, por distintas vías, el yo autorial se identifica, en mayor o menor grado, con el personaje protagonista, tal y como sucede en la serie española ¿Qué fue de Jorge Sanz? Ambos estudios reflexionan sobre los nuevos retos que, desde el ámbito audiovisual, plantea la representación ficcional del yo, a causa, en primer lugar, de la identificación problemática entre autor y personaje –¿qué entendemos por autor en obras de autoría colectiva como puedan ser los productos cinematográficos?– y, en segundo lugar, dados los procedimientos retóricos empleados, específicamente espectaculares, que apelan a la imagen y no solo a la palabra.

    En buena medida, los capítulos a cargo de Mauricio Tossi y Manuel Pérez Jiménez sobre el teatro autoficcional vienen a ofrecer respuesta a estas cuestiones. Para Tossi, la evolución del paradigma actoral moderno –sobre todo las técnicas de trabajo que anteponen la corporeización del actor a la encarnación del personaje, potenciando la autorreferencialidad escénica– pone las condiciones de lo que él denomina la autoficción performativa: desde esta práctica el cuerpo del actor constituye por sí mismo una entidad sígnica que favorece la expresión yoica, tal y como se observa, por ejemplo, en los montajes de Angélica Liddell. En otro extremo metodológico, Manuel Pérez Jiménez se ocupa de las diversas categorías del Teatro Verbo –dominio estético que, entre otros, identifica como prevalente en el panorama actual–, el cual se caracteriza por ser ante todo discursivo –los elementos verbales se imponen a los escénicos–, y entre cuyas variantes hay una –la que exhibe una referencialidad autorrefleja cuando el discurso identifica dramaturgo, director e intérprete– que a menudo deriva en la autoficción.

    Pero la construcción escénica del yo trasciende el ámbito estrictamente teatral, como ponen de manifiesto las performances de un buen número de artistas visuales. Por este aspecto se interesa Julio Prieto, ya en la segunda parte del libro, dedicada al ciberespacio, a propósito de la obra del performer chicano Guillermo Gómez Peña, cuyas producciones artísticas poseen una importante dimensión iconotextual, además de incorporar tecnologías digitales. En su caso, la práctica intermedial –especialmente en los fotologs y vídeo-collages del autor– posee una intención política, al exhibir –y ficcionalizar– el cuerpo del artista como respuesta transfronteriza y transcultural (chicana) a los estereotipos identitarios generados por los discursos dominantes.

    El fuerte componente autorreferencial de las manifestaciones autoficcionales –tanto las que ponen el acento en los mecanismos disruptivos tales como la metalepsis o la mise en abyme, como aquellas otras que adoptan una modulación humorística– no va en detrimento –como a veces se ha querido ver– de la profundidad y la capacidad reflexiva de buena parte de estas obras. Muy al contrario, la indagación introspectiva que a menudo conduce a la construcción de avatares –como puesta en jaque de los aprioris identitarios– lleva a los autores a adoptar posiciones de compromiso con respecto a lo real: por citar dos casos paradigmáticos, no cabe solipsismo en las radicales propuestas de Angélica Liddell –su cuerpo se convierte en la escena de un sacrificio a través del cual emerge una verdad, no por subjetiva menos auténtica– o en las fotografías perfomativas de Gómez Peña y su denuncia –también desde esa misma poética del cuerpo–de las injusticias cometidas por razón de género, raza u origen.

    Por ese motivo, la tercera parte del volumen –cuyo objeto es estudiar las narrativas autoficcionales como espacio de lo intermedial– se inaugura con el ensayo de Angélica Tornero sobre la narrativa de la violencia producida en Latinoamérica. Las novelas del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa o del colombiano Juan Gabriel Vázquez, entre otros, combinan las ficciones del yo con elementos del documento histórico-social, desdibujando los límites entre realidad y ficción, y configurando subjetividades que dialogan con un lector implícito con el cual los autores comparten parecidas condiciones contextuales. La perspectiva de la interdiscursividad también está presente en los otros trabajos de la sección. José Manuel González Álvarez estudia algunas novelas del mexicano Jorge Volpi, el argentino Damián Tabarovsky y el cubano Pedro Juan Gutiérrez, atendiendo al papel desempeñado por los paratextos –en especial las fotografías que rodean las obras y también las que se encuentran insertas en ellas– en la construcción retórica del yo-autor. Por su lado, Javier Ignacio Alarcón aborda el análisis del único libro de cuentos del malogrado escritor venezolano Domingo Michelli, insistiendo en el perfil paródico de los paratextos que colaboran en la creación de la postura de autor –de manera particular, las fotografías del escritor que aparecen en la solapa y la portada del libro–, así como en otras estrategias especulares como la mise en abyme. Por último, y en el marco de la narrativa española contemporánea, Bénédicte Vauthier analiza las formas de textualización empleadas en obras, caracterizadas como fábulas del yo, de Juan Goytisolo, Juan Robert-Cantavella y Agustín Fernández Mallo, haciendo hincapié en los efectos metalépticos en combinación con las propuestas intermediales de dichos autores –con la particularidad de que en los más jóvenes estas se vinculan a los medios de comunicación, la cultura pop y las nuevas tecnologías–. Toda esta tercera parte de libro insiste, pues, en las conexiones de la narrativa autoficcional –especialmente la más reciente–con otros medios –fotografía, cine, música, televisión, espacios digitales–, con los que interactúa aportando densidad retórica a la idea de autor, cuya imagen aparece, a menudo y de manera paradójica, fracturada o diluida en el calidoscopio intermedial.

    El volumen se cierra con dos trabajos de perspectiva comparatista desde los que se abordan las relaciones entre literatura y otras artes a través del carácter ensayístico, inevitablemente (auto)reflexivo de la autoficción. Enric Bou desarrolla la noción de latencia –cuando el tiempo se retiene, dando paso a un momento de reflexión y de autoconfiguración–, palpable en obras de naturaleza intermedial aunque dispares, como el film-ensayo Francofonia, de Alexander Sokurov, en torno a la importancia de la pintura en la cultura europea; las inclasificables prosas del Dietari de Pere Gimferrer; o el documental performativo de José Luis García La chica del Sur, donde dialogan medios distintos como el vídeo analógico y el vídeo digital. Como involuntario contrapunto a la propuesta de Bou, el trabajo de Patricia López-Gay se ocupa de las relaciones intermediales entre textos literarios y obras artísticas desde la fiebre de archivo, advirtiendo en dicha compulsión no un deseo de parálisis del tiempo sino, al contrario, un deseo de bios o ansia de habitar el tiempo, idea que ilustra con la obra de los artistas visuales Isidoro Valcárcel Medina y Montserrat Soto, y con novelas de Enrique Vila-Matas y Javier Marías.

    Si bien creemos prácticamente agotada la reflexión en torno a las relaciones entre la autobiografía en sentido estricto y la autoficción –aquella que Serge Doubrovsky inaugurara en 1977–, estamos, en cambio, convencidos de que la confluencia de la autorrepresentación –cada vez más habitual en las producciones artísticas de todo tipo– y del diálogo intermedial puede abrir nuevas vías de trabajo desde las que examinar las obras de hoy.

    I. CINE, TELEVISIÓN, TEATRO

    Espejos audiovisuales.

    Autofiguraciones del yo en el cine contemporáneo

    *

    IVÁN GÓMEZ

    Universidad Ramon Llull (Barcelona)

    Un día la poesía será hecha por todos.

    (Lautreámont)

    LA AUTOFICCIÓN: UNA TRADICIÓN CINEMATOGRÁFICA

    Cuando rastreamos el origen de la autoficción cinematográfica muchas son las cuestiones que requieren un nuevo análisis y más a la luz de los últimos años de teoría cinematográfica y literaria. Al bucear en ese cine de los orígenes deberíamos preguntarnos en qué medida ese mundo silente de los primeros tiempos tuvo en algún momento una auténtica consciencia autoficcional sin que lo hayamos percibido así. Debemos pensar que ese cine de los inicios estaba tan entremezclado, sus propuestas eran tan variadas y la línea que separaba realidad de ficción era tan fina, que es posible haber pasado por encima de obras autoficcionales sin prácticamente habernos percatado de su importancia. Es la comedia, sin duda, la que nos da más pistas sobre este particular. ¿No son acaso artistas como Max Linder o Roscoe Fatty Arbuckle algunos de los primeros en potenciar la identificación entre personaje representado y persona que habita tras la máscara? Max Linder es un nombre artístico, que se comió al auténtico, pero Roscoe es el nombre real del actor. Los cómicos del mudo ya usaron esa identificación como una de sus principales herramientas humorísticas. La construcción de un personaje reconocido por los espectadores les podía llevar años. Lo trabajaban, lo pulían, lo habían probado frente al duro público del veaudeville, en teatro itinerante, en las variedades de toda la vida. Eran gente muy curtida. Charles Chaplin, Buster Keaton, los Hermanos Marx, Laurel y Hardy, Harold Lloyd –en menor medida este último– jugaron a ser ellos mismos en la pantalla. ¿No podemos hablar de autoficción? ¿Acaso no querían estos autores jugar voluntariamente al despiste anulando la línea entre realidad y ficción por el bien de sus perdurables obras? La forma final de dichos personajes era el resultado de una mezcla de elementos en donde también tenían cabida los datos reales, sus propios tics y experiencias, y un aspecto físico concreto y reconocible, por lo que el espectador llegaba a identificar al personaje con el autor que había detrás. Se diría que la herencia de estas técnicas unidas al mundo del humor ha perdurado. Pensemos en Woody Allen o en el televisivo Louis C. K.

    Sin embargo la inmensa mayoría de estos cómicos siempre se han movido en un cine de masas, para un público amplio, por lo que cualquier presencia de elementos autoficcionales en la obra no está pensada para elaborar un estudio del yo ni de sus complejidades fundamentales. Digamos que estas obras no problematizan la existencia de ese yo fílmico por muchos puntos en común que tenga con el yo autor. Seguramente el hecho de que estas películas estén pensadas y ejecutadas según un modelo narrativo que busca algún tipo de clausura narrativa –algo evidente cuando vemos las películas de Woody Allen o de Charles Chaplin y menos obvio si atendemos a rarezas como Sopa de ganso– impide que se conviertan en auténticos dispositivos indagatorios sobre la naturaleza de ese yo.

    Pero esos ecos autoficcionales se reforzaron en otros ámbitos y el yo se convirtió en una magnitud objeto de honda exploración cuando las vanguardias irrumpieron en el panorama cinematográfico. Con un cierto, y lógico, retraso cronológico respecto a las artes plásticas, las vanguardias cinematográficas anduvieron un fructífero camino, el de la autorrepresentación del artista abocado al fracaso y la búsqueda perpetua. Hicieron del ojo que todo lo ve uno de sus motivos visuales predilectos y, sin auxilio de las voces que entrarían con el sonoro, intentaron convertir el yo en centro de un problema que ya acuciaba a no pocos creadores y filósofos: ¿quién es ese yo realmente? ¿De qué está hecho? ¿A quién pertenece? La sinfonía urbana El hombre de la cámara (Dziga Vertov 1929) arranca con una declaración muy ilustrativa: An excerpt from the diary of a cameraman. Más bien un documental ensayístico que un diario propiamente dicho, El hombre de la cámara es muy reconocible por la constante presencia del camarógrafo, el propio Vertov, que recorre inquieto la ciudad desde su ilusionante despertar y que no duda en mostrarnos su trabajo al frente del equipo de filmación. Esta película, como otras similares –Rien que les heures (Alberto Cavalcanti 1926) o À propos de Nice (Jean Vigo 1930)– se abren a diferentes cronologías y ritmos que nos permiten apreciar la integración de lo personal –el camarógrafo– y lo social –la ciudad que lo rodea–, un rasgo muy visible en el cine de las primeras vanguardias (Corrigan 2011: 131).

    Directores como Jean Vigo, Jean Cocteau, Germaine Dulac, Buñuel, Dalí o Man Ray salpican sus obras cinematográficas de referencias personales o imágenes de ellos mismos en momentos clave. Utilizan algún elemento autobiográfico en ficciones exploratorias que suelen adentrarse de formas muy imaginativas en la psique del ser humano. Ensoñaciones, realidades construidas, recuerdos y memorias van entretejiendo pequeñas maravillas visuales a medio camino entre la fascinación recreativa de los primeros años de cine y la madurez expositiva alcanzada por las vanguardias plásticas. Germaine Dulac representa la idea de la duplicidad psicológica en La coquille et le clergyman (1927) mediante una imagen especular partida de uno de los personajes que aparecen, perfecta metáfora visual del sujeto escindido que monopoliza tantas ficciones de la modernidad. Las ensoñaciones de Vigo, los sueños reprimidos de Buñuel y Dalí o los infiernos de Cocteau nos han obligado a transitar el largo camino de la multiplicidad psicológica, hecho este que acaba por contradecir definitivamente la idea de la centralidad y la posición dominante del sujeto como espectador privilegiado del mundo (De Felipe/Gómez 2014: 94).

    La vanguardia norteamericana de posguerra heredó de la Europa de los años veinte este discurso exploratorio, bien visible en dos obras capitales como son Meshes of the Afternoon (Maya Deren 1943) y Fireworks (Kenneth Anger 1947). Se trata de dos obras profundamente marcadas por la personalidad artística de sus autores y cuyo contenido constituye una exploración en clave metafórica de sus respectivas psiques. Meshes of the Afternoon es una ensoñación cíclica protagonizada por la propia Deren. La película, en palabras de la autora, reproduce la forma en la que el subconsciente de un individuo desarrolla, interpreta y elabora un incidente en apariencia simple y casual transformándolo en una experiencia emotiva crítica (en Sánchez-Biosca 2004: 173). El hecho de que la autora sea la intérprete de la cinta ha reforzado algunas interpretaciones en clave autoficcional: ¿es el subconsciente de la propia Maya Deren el que vemos en acción? ¿Fomenta la autora esa confusión interesada? Algo parecido podemos decir de Fireworks, una fantasía sadomasoquista en la que Anger libera una serie de fuerzas internas que acaban construyendo la representación de una psique torturada y asediada por una violencia explícita y no tan elíptica como la vista en la película de Deren.

    Lo relevante es que ambas exploraciones nos devuelven la imagen de una psicología acosada, fracturada y amenazada –las fantasías violentas son demasiado explícitas como para obviar su significación– en grados diversos pero muy marcadas por la personalidad y la vida de sus autores.

    Todo esto ocurre antes de la irrupción del término autoficción. Pero es imposible obviar la interrelación existente entre la esfera biográfica y personal de los creadores citados y su obra audiovisual. Lo personal se va deslizando en esas creaciones tan dispares en apariencia pero que comparten un rasgo no menor: todas ellas están construidas sin atender al sistema de lógica y clausura narrativa que constituye la fórmula dominante en la representación cinematográfica, y que lo ha sido de manera muy clara desde mediados de los años diez.

    EL DOCUMENTAL Y LA AUTOFICCIÓN: UN PROBLEMA DE DEFINICIÓN

    Empecemos por lo evidente. Las tecnologías digitales han alterado de una manera radical nuestra percepción de la subjetividad y de la intimidad. Las cámaras ligeras lo han invadido todo y han reconfigurado nuestro concepto de lo privado. Hace unos años el director Mike Figgis afirmaba en su sintético e iluminador Cine digital que el Mozart del futuro sería una niña de cinco años con una cámara digital en las manos. Y si bien puede que no hayamos encontrado todavía a ese genio camuflado entre miles de horas de vídeo digital sí sabemos que la accesibilidad y la facilidad de manejo de los nuevos medios de registro han permitido a creadores amateurs y profesionales explorar nuevos caminos expresivos.¹

    Muchos años antes un visionario François Truffaut aventuraba en 1957 que el número de espectadores que tendría una película sería proporcional al número de amigos que tuviese el joven director (en Rascaroli 2009: 110). Cesare Zavattini ya había imaginado una revolución cámara en mano operada por jóvenes cineastas que atraparían con sus plumas audiovisuales lo que les rodeaba y lo que les ocurría. Hoy, el neorrealismo digital en el que vivimos posibilita que todo un día sea grabado en 360º desde la perspectiva subjetiva del portador de la cámara. Y que además luego podamos transitar esa grabación a nuestro antojo.

    Pero no hace falta insistir mucho más sobre la importancia que la tecnología digital ha tenido en la transformación profunda del panorama de la producción cinematográfica española, aunque sí hay que resaltar que ha provocado un «cambio fundamental en las relaciones entre cine y autobiografía» (Sánchez 2013: 162). En su iluminador Hacia una imagen no-tiempo: Deleuze y el cine contemporáneo, Sergi Sánchez traza una serie de reflexiones sobre la importancia que dicha tecnología ha tenido en la reformulación de lo que podríamos llamar el yo fílmico, amplia categoría que para el autor engloba desde el diario filmado hasta ciertas manifestaciones del cine-ensayo. Y ese yo fílmico parte de un primer gesto necesario y peligroso que es, como bien recuerda Sánchez, girar la pantalla de la cámara digital hacia uno mismo y verse atrapado en el encuadre, lo que determina que el sujeto que graba y el sujeto grabado es la misma persona (Sánchez 2013: 162). Así que finalmente el sujeto enunciador y el objeto de su enunciación acaban coincidiendo en algún punto, de la misma manera que lo hacen en la autobiografía escrita o en el diario. Esté constituida de palabras o de imágenes, esa autobiografía no deja de ser la evocación sobre un yo y un pasado, actualizado por el acto de lectura de un destinatario que asiste al proceso de reconstitución de ese tiempo anterior. En este punto concreto literatura y cine funcionan de una manera muy similar. Así se nos presentan, por ejemplo, creaciones contemporáneas del panorama cinematográfico español como El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004), Nadar (Carla Subirana, 2008) o Mapa (Elías León Siminiani, 2012), si bien estas películas plantean diferentes estrategias de puesta en escena, lo que origina productos muy distintos entre sí.

    Recordemos brevemente que la autobiografía literaria ya había generado discusiones sobre su estatuto y valor. Algunos autores, como Paul de Man, insistieron desde posiciones deconstruccionistas en el carácter ficcional de todo relato del yo, incluida la autobiografía. El yo-autor sería así una entidad textualmente construida con los mimbres y recursos de la ficción. Otros autores defendieron una posición contraria, dándole un valor necesariamente autorreferencial al ejercicio autobiográfico, sin perjuicio de que el estudio del texto revelase distancias entre lo contado y lo realmente acontecido, elaborando así una aproximación más pragmática sin por ello negar el carácter problemático que tiene un yo textualmente construido. Posiciones que, como recuerda Pozuelo Yvancos (1993), no son necesariamente incompatibles.²

    Varios son los problemas que, a su vez, algunos teóricos como Elizabeth W. Bruss han querido ver en la categoría autobiografía aplicada al cine. Según Bruss, el cine ha planteado dificultades a la hora de construir un mismo espacio de expresión para enunciador y enunciado cuando el acto de escritura fílmica se acomete en clave autobiográfica. Según la autora, falta la necesaria distancia que la literatura ofrece en este punto –la mediación textual– y que el cine es incapaz de conceder. Sobre estos problemas se pronuncia también Philippe Lejeune en su artículo Cine y autobiografía, problemas de vocabulario (en Lejeune 2008: 13), quien, a diferencia de Bruss –y como bien nos hace notar de manera perspicaz Sánchez (2013: 163)– escribe tras la explosión del cine autobiográfico de los setenta y ochenta, que ha acostumbrado al espectador a un cine en primera persona, ya sea el diario filmado de Jonas Mekas o la crónica familiar de Alan Berliner.³

    Es Philippe Lejeune quien repasa, en el artículo mencionado más arriba, las objeciones planteadas a la autobiografía fílmica y sus múltiples variantes. Hablando del problema de la verdad comenta la distancia necesaria que existe entre la expresión escrita, carente, según él, de referente, y la expresión fílmica, apegada a la realidad referencial que la imagen nos traslada. O lo que es lo mismo: lo que aparentemente sería una ventaja frente a cualquier otro medio (la materialidad de la imagen) se acaba convirtiendo en un obstáculo insalvable, ya que la autobiografía actúa conforme a la lógica de la recuperación de un pasado, mientras que la imagen cinematográfica está apegada, en su referencialidad, a un presente perpetuo. Esta cuestión, discutible por otro lado, nos llama la atención sobre un detalle ciertamente insoslayable: que la referencialidad de la imagen cinematográfica es algo que el espectador no pasa por alto, acostumbrado como está a identificar casi cualquier imagen con algo cierto o verdadero. Y más cuando el enunciador del relato cinematográfico traslada al espectador la voluntad de autoexpresión reforzada por su declaración de que está contando la verdad y nada más que la verdad; declaración que, como sabemos, constituye un elemento clave de la autobiografía.

    En su momento, Elizabeth W. Bruss ya defendió la idea de que el sujeto autobiográfico estaba en plena desintegración, advirtiendo de la naturaleza construida de todo proceso de identidad textual(izado). A la autora no le quedaba otro remedio que repudiar igualmente la autobiografía filmada, más peligrosa si cabe que la textual por cuanto el espectador, psicología cognitiva mediante, identifica la imagen con algo verdadero y materialmente existente en una realidad profílmica.

    ¿Cómo podría recuperar así un pasado ya finiquitado mediante imágenes que en tantas ocasiones plantearían la diferencia entre su propia referencialidad y el uso que el autor le diese como elemento de su autobiografía fílmica? Y aún más problemático: ¿qué obstáculos adicionales añade el hecho de que actualmente tantas de las películas que se estrenan con la etiqueta autobiográfica estén rodadas en digital, formato de grabación que carece del soporte fotoquímico que en otros tiempos fue garantía de autenticidad?

    Posiblemente las afirmaciones de Elizabeth W. Bruss deban ser revisadas a la luz de los últimos años de creación cinematográfica. La autora fallece en 1983 y los más de treinta años de cine transcurridos desde su muerte han sido especialmente fructíferos para la expresión del yo en el ámbito cinematográfico. No obstante, el punto sobre el que Bruss nos llama la atención no debería pasarse por alto. El cine funciona con un sistema de doble referencialidad donde el valor de la imagen como copia del mundo se junta, se entremezcla o se añade, según sea el caso, al valor que la imagen adquiere como elemento de una larga cadena de significación, la película en este caso, en la que pueden intervenir, entre otros elementos, el texto insertado, el sonido, la música o la voz en offdel narrador. Y la disonancia que en ocasiones provoca esa doble referencialidad pone sobre aviso a Bruss, que duda sobre la posibilidad de equiparar literatura y cine.

    Puede que desde un punto de vista pragmático esta discusión sea más bien estéril. ¿Por qué negar al cine lo que, realmente, también puede hacer, que es documentar la propia vida del autor? ¿Es imposible utilizar la imagen como se utiliza la palabra? Sin embargo, el aviso nos obliga a ser cuidadosos con las diferentes etiquetas y categorías que utilizamos para evitar equívocos innecesarios. Efrén Cuevas (2005: 222-223), en su texto Diálogo entre el documental y la vanguardia en clave autobiográfica, comenta que en el ámbito cinematográfico, el carácter referencial de la autobiografía resulta aún más patente, por el efecto de realidad que provoca el registro audiovisual, al tiempo que su carácter construido es evidenciado por el protagonismo de la mediación subjetiva del cineasta. Y nos advierte de una cuestión fundamental, y es que la autobiografía fílmica encuentra su hábitat natural en la práctica documental, pues solo ahí se puede hablar en sentido estricto de registro autobiográfico (Cuevas 2005: 222). Para hablar de autobiografía en cine tenemos que hablar de documental. Y sabemos que el documental ha sido durante largo tiempo el terreno de la verdad (o de los hechos verídicos y constatables). A partir del papel que las vanguardias cinematográficas desempeñaron desde los años sesenta hemos sido capaces de pensar el documental como un discurso abierto y en perpetua mutación, receptivo también al Yo como un elemento posible –y problemático– del marco enunciativo. Y si hay un momento en el que el documental se volvió más complejo y poliédrico, asumiendo dudas sobre su propio estatuto como práctica discursiva verídica fue precisamente con los cambios de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, que trajeron la práctica del Cinéma Verité, el documentalismo de los autores del Free Cinema y el cine antropológico de Jean Rouch. El documental se aproximaba más que nunca a un discurso sin mediación (pensemos en el Cinéma Verité o su formulación estadounidense como Direct Cinema) para acabar descubriendo que su praxis era un discurso tan construido como cualquier otro y que en su seno también había cabida, sin dejar de ser documental, para los experimentos de un Jerome Hill o un Ross McElwee, un Jonas Mekas o un Stan Brakhage.

    Así las cosas parece que estamos intentando argumentar algo con lo que no todos los creadores que hemos citado hasta este punto estarían de acuerdo: que la autoficción es una forma narrativa algo esquiva que puede aparecer en las prácticas documentales híbridas o en determinadas ficciones que apelan a la autenticidad de parte de lo que cuentan. No de cualquier documental, sino de aquel estrechamente vinculado a la subjetividad de su creador o cuando menos del protagonista principal. Esto excluye una gran parte de la práctica documental, que salvaría así su posición como garante de la realidad, pero irradia una sombra de sospecha sobre cierto tipo de cine ensayo, los diarios filmados, las cartas fílmicas, las home movies y los autorretratos y autorrepresentaciones. En definitiva, sobre formas del documental subjetivizado. Sin que en ningún caso el documental autobiográfico y la autoficción documental sean la misma cosa. En algún punto se encuentran pero sus propósitos distan de ser los mismos. Por un lado del esquema tendríamos los documentales que (auto) ficcionalizan, aunque sea en parte, a ese yo creador. Por el lado contrario tendríamos las ficciones que utilizan los hechos y datos reales para construir un yo que no es ajeno a la realidad del autor. El objetivo final dependerá de las estrategias de puesta en escena y del tratamiento que dispensen a ese magma que llamamos yo, pero en algún punto es posible decir que pisar hasta difuminar la línea que separa la realidad de la ficción bien puede ser la consecuencia del trabajo tanto de una vanguardista Agnès Varda como de un lúdico Louis C. K.

    ¿QUIÉN SOY YO?

    Cualquier forma artística que juegue con lo biográfico está pisando un terreno resbaladizo. Casi diríamos doblemente resbaladizo porque la representación de la subjetividad es un problema que ha ocupado a los autores desde tiempos muy antiguos. Nuestro pensamiento suele ser veloz, fragmentario, desordenado y repetitivo en grados variables, pero lo que es seguro es que carece de un sistemático sujeto y predicado. Por ello autores como Virginia Woolf o James Joyce optaron por técnicas rupturistas, que trataban de

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