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Girándula en la niebla
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Girándula en la niebla

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About this ebook

Una noche sin luna. Saturno, devorador, reina en el cielo. En un cuartucho sin ventanas, un escritor intenta olvidar su simpatía por el diablo y plasmar sobre el papel una historia inolvidable. Mientras, una oruga roja le observa y repta, dibujando un círculo sin fin. La girándula de la vida no cesa. ¿Qué relatos surgirán de ella?

Incluye los siguientes cuentos:
La girándula de la vida [Jilguero]
El demonio verde [Iliria]
Te daré las estrellas [Alberto Luna]
La sonrisa del perdedor [José Cruz]
Una casa, una mujer y un sueño [Martín Lexequías]
La puerta estaba cerrada [El fenicio Valentín]
Saturno, el devorador [Ángela Piñar (Berlín)]
Malos hábitos [Rafael González]
Beath la Roja [Dama Luna]
Carne muerta [Alejandro Diego (Desierto)]
La fábrica [Rubén Monclús Hernández]
Días de niebla [Nieves Muñoz de Lucas]
Vías cruzadas [Onomatopeya]
La tempestad [Paraná]
Espuma y sal llegan juntos en la marea [Anika Ortiz]
Consejos para Verde de la Oruga Roja [Meiko]
Vu..in..do [Landra]
Marcel’s Salon [P. J. Martínez]
El hombre de la guerra [Ismael Manzanares]
Condición especial [José Luis Melon Taín (prófugo)]
La verdad de las mentiras [Edgardo Benítez]
Cascarón [Ángel Cruz]
Simpatía por el diablo [Gavalia]
Sombras [Yolanda Boada Queralt]
El ángel de Harlem [Yolanda Galve]

LanguageEspañol
Release dateMar 29, 2018
ISBN9781370903795
Girándula en la niebla
Author

¡¡Ábrete libro

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    Girándula en la niebla - ¡¡Ábrete libro

    Girándula en la niebla

    ¡¡Ábrete libro!!

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, informático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso expreso, escrito y previo del autor.

    Todos los derechos reservados.

    Copyright 2018 © los respectivos autores

    Primera edición: 2018

    Diseño y foto de portada: Ángel Cruz© 2018

    Edición a cargo de: Lucía Bartolomé y Yolanda Boada

    Índice

    La girándula de la vida [Jilguero]

    El demonio verde [Iliria]

    Te daré las estrellas [Alberto Luna]

    La sonrisa del perdedor [José Cruz]

    Una casa, una mujer y un sueño [Martín Lexequías]

    La puerta estaba cerrada [El fenicio Valentín]

    Saturno, el devorador [Ángela Piñar (Berlín)]

    Malos hábitos [Rafael González]

    Beath la Roja [Dama Luna]

    Carne muerta [Alejandro Diego (Desierto)]

    La fábrica [Rubén Monclús Hernández]

    Días de niebla [Nieves Muñoz de Lucas]

    Vías cruzadas [Onomatopeya]

    La tempestad [Paraná]

    Espuma y sal llegan juntos en la marea [Anika Ortiz]

    Consejos para Verde de la Oruga Roja [Meiko]

    Vu..in..do [Landra]

    Marcel’s Salon [P. J. Martínez]

    El hombre de la guerra [Ismael Manzanares]

    Condición especial [José Luis Melon Taín (prófugo)]

    La verdad de las mentiras [Edgardo Benítez]

    Cascarón [Ángel Cruz]

    Simpatía por el diablo [Gavalia]

    Sombras [Yolanda Boada Queralt]

    El ángel de Harlem [Yolanda Galve]

    Agradecimientos

    A los foreros,

    por hacerlo posible

    La girándula de la vida

    Jilguero

    Para Mar Hache

    Cuando llegaba el otoño y los árboles perdían las hojas, los domingos por la tarde la fotógrafa acudía sin falta a su cita en el nacimiento del Sorgue. Llegaba al atardecer, justo en ese momento en que la luz se vuelve más cálida, el trino de los pájaros se torna frenético y las fragancias se hacen más sugerentes. Se detenía detrás del plátano mutilado que había al borde del agua y, tras un reiterativo ritual, apretaba el disparador de la cámara. Con una fidelidad asombrosa buscaba siempre el mismo encuadre: el árbol más viejo, a la derecha; el trozo de vereda de la otra orilla y el árbol más joven ―el mutilado―, a la izquierda. Justo en el centro de la imagen, el muñón de la rama que había cortado su padre. Siempre desde la misma perspectiva y siempre un único clic. Un clic al que seguía ese instante de calma perfecta en el que los pájaros dejaban de cantar, el agua se aquietaba y los efluvios desaparecían. Esas habían sido las reglas de su padre, y esas debían ser también sus reglas…

    El juego había empezado hacía mucho tiempo. Demasiado ―pensaba ella en los momentos de desánimo―. Su padre era aficionado a la fotografía y daba la impresión de estar obsesionado con retratar el otoño en el nacimiento de aquel río. De pequeña, ella lo había acompañado casi todos los domingos. Los preparativos antes de capturar la imagen duraban mucho. Luego, en cambio, en cuanto sonaba el clic ―solo uno, nunca más―, su padre la cogía de la mano y regresaban enseguida a casa.

    En el sótano tenía instalado un laboratorio fotográfico cuya puerta estaba siempre cerrada con llave. Solo en una ocasión la había dejado entrar. El olor era penetrante, muy distinto de los del resto de la casa. Pero lo que más llamó su atención fue una especie de remolino enorme que su padre había dibujado en la pared pegando teselas rectangulares. Tenía dos ramas en espiral y la mayoría de las teselas estaban aún vacías. Solo las del extremo exterior de uno de los brazos estaban ocupadas ya con fotografías del nacimiento del Sorgue. Cuando le preguntó qué era aquello, su padre no dudó en responderle que eran los brazos en hélice de la galaxia M74 simbolizando la girándula de la vida. En cambio, cuando quiso sonsacarle por qué estaba pegando las fotos en la pared, él se limitó a encogerse de hombros. Aquello despertó aún más su curiosidad y, con un denuedo inexplicable, le comunicó su deseo de ser fotógrafa. Aunque la noticia pareció enorgullecer a su padre, le adelantó que no sería su maestro, que aprendería con un amigo suyo de Lagnes.

    Desde aquel día, la fotógrafa no había vuelto a entrar en el laboratorio. De ahí que ver la llave sobre la mesilla de noche, al despertarse aquella mañana, le produjese tanta ilusión. La prisa por hablar con su padre le hizo bajar la escalera deslizándose a horcajadas por el pasamanos. En la cocina solo encontró a su madre. Tenía los ojos enrojecidos de haber llorado y, cuando le preguntó dónde estaba su padre, se tapó la cara con las manos y no le respondió. Le urgía saber si la entrega de una llave significaba que en adelante compartirían el laboratorio y bajó al sótano para preguntárselo.

    Al abrir la puerta, lo primero que vio fue el respaldo del sillón orejero y pensó que su padre estaría sentado en él contemplando la girándula de la vida. Pero el asiento estaba vacío y eso la intranquilizó. Miró entonces hacia la pared y observó ciertos cambios en la galaxia M74. Las teselas de uno de los brazos se encontraban todas ocupadas ya por fotografías, mientras que las del otro brazo y la que ocupaba el ojo del remolino continuaban estando vacías. No obstante, al acercarse un poco más a la pared comprobó que en cada hueco libre su padre había anotado una fecha. Intuyó entonces lo que podía haber ocurrido y corrió en busca de su madre. Confiaba en que esta le dijera que estaba en un error. No fue así y también ella se puso a llorar.

    La fecha del siguiente domingo figuraba en la tesela más externa del brazo vacío de la girándula y, aunque la marcha de su padre la había dejado desamparada, decidió acudir puntualmente a la cita. Encontró sin dificultad la posición desde la que él solía hacer las fotos, pero al mirar por el objetivo comprobó que su estatura era menor. Construyó una pequeña plataforma con varias piedras, se subió encima y volvió a mirar a través del objetivo. El encuadre era perfecto y, sin más dilación, pulsó el disparador. Había notado, sin embargo, que al plátano de la izquierda le faltaba uno de los dos brazos principales y, antes de marcharse, se aproximó al tocón. La herida estaba fresca. Eso le recordó que el domingo anterior había visto a su padre alejarse de la casa con un hacha en la mano; y que había regresado del río oliendo a tierra mojada y a savia. Se dijo que un amante de la naturaleza no habría mutilado un árbol sin tener una buena razón. Trató de imaginarse cuál podría haber sido esta, pero no la halló.

    Cansada de esperar al ausente, la madre decidió regresar a la vivienda solariega que tenían sus padres en Aviñón. La fotógrafa no deseaba traicionar la confianza de su padre dejando su encargo a medias ―en el sótano la girándula de la vida seguía estando incompleta― y se negó a abandonar la casa. Era ya mayor de edad y la madre no pudo impedir que se quedara a vivir a orillas del Sorgue. Llegó el día de la separación y, cuando la fotógrafa vio alejarse el coche de su madre, se sintió todavía más huérfana.

    Poco después de quedarse sola se casó con un escritor que llegó a Fontaine de Vaucluse tras la huella de Petrarca. En su compañía, la fotógrafa volvió a sentirse segura y protegida. Pese a que no había vuelto a saber nada de su padre, siguió acudiendo al río cada domingo y rellenando con sus fotos las teselas vacías. En el primer otoño de casados, hubo atardeceres en los que su marido la acompañó a la ribera del Sorgue. Al comprobar la rigidez del ritual, intentó convencerla de que sería más interesante variar el encuadre un poco cada vez. Ni que decir tiene que ella se negó. Molesto con su terquedad, decidió que en adelante se quedaría escribiendo en casa. Se inició así otro ritual igual de inflexible: cuando la fotógrafa regresaba del río, sin abrir la boca, con un simple levantamiento de cejas, su marido le preguntaba el porqué de su obstinación. Y ella, mirándolo desde el azul indescifrable de sus ojos, se encogía de hombros.

    Aquel atardecer, sin embargo, no era como cualquier otro. La fotógrafa cumplía años y, para colmo, la fecha coincidía con la que figuraba en la tesela central de la galaxia. En cuanto pegara la foto de esa tarde en su hueco, la girándula de la vida estaría completa y el juego se habría acabado. Le asustaba perder la complicidad que durante tanto tiempo había mantenido en secreto con su padre y acudió a la cita con cierta aprensión. Y, quizá por esa causa, ver el bulto flotando en medio del visor le produjo más inquietud que sorpresa.

    Estaba varado en la otra orilla y asomaba justo por encima del muñón del plátano ―si su padre no hubiese cortado la rama no lo habría visto, pensó―. Desde aquella distancia no podía distinguir bien qué era y, saltándose las reglas, recurrió al zoom. Lo vio entonces con más nitidez y ya no le cupo la menor duda: bocarriba, el rostro lívido pero sereno, mostrándole ese inconfundible perfil que tantas veces había recorrido con su dedo siendo niña…

    La fotógrafa sintió miedo y eso le hizo quitar el aumento enseguida. La visión acabó siendo tan fugaz que ni siquiera estaba segura de haberlo visto. Se aferró a esa leve duda y, con una entereza de la que su padre se habría sentido orgulloso, buscó el encuadre acostumbrado y accionó el disparador. El clic sonó igual al de cualquier otro domingo; la quietud posterior, en cambio, le pareció esa vez más perfecta, como si hubiera sido la propia vida la que hubiera contenido por un instante la respiración.

    Cuando regresó a casa, en lugar de responder al arqueo de cejas de su esposo con el habitual encogimiento de hombros, la fotógrafa se acercó a él y lo besó en la mejilla. A continuación estuvo en el laboratorio revelando la última fotografía y la dejó secando. Tras la cena bajó de nuevo al sótano y colocó el positivo en la única tesela que quedaba vacía: la del ojo del remolino. Luego se sentó en el sillón orejero de su padre y empezó a recorrer con la mirada la girándula de la vida.

    Al principio lo hizo de manera desordenada y los cambios demasiado evidentes entre una fotografía y otra le produjeron cierto desasosiego. Decidió entonces avanzar por los brazos de la galaxia en orden cronológico, empezando por la primera instantánea hecha por ella ―la situada en el extremo exterior del brazo tapizado con sus fotografías―. Desde allí se dirigió hacia el centro de la galaxia deteniendo la mirada en cada una de las teselas. Cada atardecer era más reciente que el anterior y eso hizo que la intensidad de la fragancia y de los sonidos fuese cada vez mayor. Revivir esas tardes de domingo a orillas del Sorgue le produjo una pesadez extraña, como si todos esos otoños se les estuviesen agolpando sobre los hombros. Y cuando llegó a la tesela del centro y el azul asustado de sus ojos vio la sombra varada en la otra orilla, el canturreo de los pájaros cesó y notó un cierto tufo a ciénaga.

    Deseosa de escapar del recuerdo del mal momento vivido hacía unas horas a orillas del Sorgue, la fotógrafa huyó del centro de la espiral por el otro brazo. En sus teselas se hallaban pegadas las fotografías de su padre y, al mirar la primera de ellas ―la última foto hecha por él―, el plátano mutilado recuperó de golpe su rama; y en las siguientes, a medida que ella fue reviviendo atardeceres cada vez más lejanos, el árbol se fue poco a poco rejuveneciendo y los olores y los sonidos se volvieron más tenues. De igual forma, el azul de sus ojos se fue tornando cada vez más candoroso y, cuando llegó a la tesela ocupada por la fotografía más antigua de toda la girándula ―la primera hecha por su padre en la Fontaine de Vaucluse―, su mirada recuperó la pureza de su primer encuentro con el mar. Comprendió entonces el sentido de aquel juego y sintió una gran gratitud.

    El motivo por el que su padre había elegido escapar de la vida nunca podría saberlo ―también ella tenía cajones cerrados en los que nadie debía hurgar―. Pero la decisión debió tomarla mucho antes, cuando ella era todavía una niña indefensa y él era su dios. Un dios con los pies de barro, sin duda. Mas también un dios que lo había planeado todo con suma paciencia y con precisión de relojero a fin de que su fragilidad no dañase nunca a su hija. De la mano la había llevado los domingos a las orillas del Sorgue para enseñarle cómo los ritos refuerzan los vínculos. Y cuando fue necesario, no dudó en sellar el pacto entre ellos convirtiendo la rama del plátano en ara de sacrificio: aquel tocón estaba destinado a señalar en el futuro el punto exacto en el que se entrelazaban sus caminos para siempre en la girándula de la vida. Esa especie de yoyó, construido entre ambos, que le permitiría en adelante agarrarse de la mano de su padre cada vez que le hiciese falta…  

    Clareaba cuando la fotógrafa entró en el dormitorio y, sin hacer ruido, se metió en la cama. Se aovilló de espaldas a su marido y, en cuanto cerró los ojos, comenzó otra vez a recorrer mentalmente la doble espiral de la vida. Al notar su presencia, él se giró y se pegó a ella como si fuera el segundo ramal de una misma galaxia ―a vista de pájaro, sus cuerpos mostraban en ese momento cierto parecido con los dos brazos de la M74―. Apoyó la nariz en su nuca y aspiró con fruición. Esa noche el pelo de su mujer tenía la fragancia de los atardeceres de otoño: olía a musgos y a helechos; pero al fondo, muy al fondo, había también un tufo tristón a ciénaga.

    Y a lo mejor por eso, cuando poco después se volvió a dormir, soñó que estaba flotando en el agua helada del venero y que desde la otra orilla su mujer presionaba el disparador de la cámara. Escuchar el clic le despertó y, al verla acurrucada a su lado, tan cerca pero al mismo tiempo tan inalcanzable ―en ese instante, la fotógrafa caminaba ya hacia su niñez gracias a los atardeceres fotografiados por su padre―, la abrazó y volvió a olisquearle el pelo. De nuevo halló allí el otoño, pero ahora entremezclado con el vaho a savia fresca que exhalan las ramas cuando se quiebran. Y al fondo, muy al fondo, en lugar del hálito sombrío a agua estancada, lo que él descubrió esa vez fue el olor a algas y a salitre de cuando era niño y vivía junto al mar.

    El demonio verde

    Iliria

    El joven caballero luchaba en vano contra sus temores. A medida que avanzaba por pasillos mal iluminados, cuyas corrientes amenazaban con extinguir la trémula llama de las velas, la sensación de incertidumbre parecía cada vez más remisa a abandonarlo. A punto de entrar en la estancia se obligó a guardar la compostura: «¿Acaso no ha accedido a recibirte?». Sin embargo, no era ella quien le causaba inquietud, sino aquello que pudiera revelarle.

    —Acercaos, Jurian Faramin. Os estaba esperando.

    No era la voz modulada por la mansedumbre que había esperado escuchar, pero para sorpresa del joven transmitía un leve atisbo de ternura, acaso de melancolía. El caballero entró en el locutorio en el momento en que la mujer se puso en pie. Éste inclinó la cabeza en un respetuoso gesto.

    —Agradezco que hayáis aceptado este encuentro, hermana Royse.

    —Sentaos, os lo ruego.

    Ocuparon el sencillo banco de madera destinado a los visitantes. Jurian observó con timidez a la mujer: vestía el humilde hábito pardo del resto de religiosas, el cual sólo dejaba al descubierto un rostro apenas en la treintena, redondeado y de facciones armoniosas en el que destacaban unos ojos negros, idénticos a los del caballero. Éste comenzó a acariciar el suave bozo que le permitían sus diecisiete años.

    —Soy yo quien debo agradeceros que traigáis noticias, aunque las que ya tengo sean harto luctuosas —repuso la monja ante los ropajes blancos que el joven llevaba en señal de duelo—. Lamento la muerte de vuestra madrastra. Dios la tenga en su Gloria.

    Ambos se santiguaron. Tras unos momentos de silencio, el caballero se aventuró a hablar:

    —Como os informé, he traicionado al mismo hombre del que ahora preciso me habléis.

    La hermana Royse pareció sonreír levemente a la tierra apisonada del suelo.

    —Leí vuestra misiva y os complaceré con gusto, mas antes decidme: los vuestros continúan en su bando, ¿no es así?

    —Estáis en lo cierto. Todos acordamos frenar los desmanes del monarca. El reino no podía seguir en manos de una mente veleidosa y trastornada. Pero... no, no creo que fuera necesario tal ensañamiento, y ahora lamento que mi padre putativo y los demás nobles me empujaran también a ello. No debo relataros tan fidedignamente en qué condiciones retiene Gunio Daffron

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