¡Qué bello es vender! Enamórate y descubre el abc de las ventas con la historia de este vendedor de cursos inglés.
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El libro para los que desean conocer por dentro el maravilloso mundo de las ventas a través de una experiencia real, emocionante y divertida, que despertará la pasión por una profesión que no siempre tiene el reconocimiento que sin duda merece.
¿Estás pensando en cambiar de profesión y tienes miedo a dar el paso? ¿Crees que una alternativa profesional sería hacerte vendedor y te asaltan dudas? A mí me pasó y me salió bien, muy bien. Actualmente ejerzo como director comercial en una reconocida multinacional, pero no siempre fue así. Como todo hijo de vecino tuve que ser monaguillo antes que fraile y esto no siempre fue fácil. Decidí dar el salto a las ventas sin saber si me gustaría, si encajaría en un mundo que nada tenía que ver con lo que yo había vivido hasta ese momento y, sobre todo, si serviría para ello. Este libro cuenta una historia real en clave de humor, a modo autobiográfico, del profesor que un día fui y de cómo me convertí en vendedor dentro de una gran cadena de academias de inglés. Este libro tiene dos objetivos principales:
1)Enseñarte el mundo de las ventas a través de una experiencia real, porque es a través de experiencias reales y concretas que aprendemos las cosas y no mediante manuales cargados de teoría y exentos de contexto. Quiero que te pongas en mi piel, contagiarte de esa ilusión que suponen los nuevos retos, que sientas el miedo que conlleva no saber que habrá detrás de esa puerta que quizá no te lleve a ninguna parte, que conozcas de primera mano los sentimientos encontrados que se agolpan en tu mente al descubrir todo lo que hay detrás de una venta. Quiero hablarte de la ansiedad que suponen los objetivos, de cómo podemos relativizar ese estrés mediante una buena planificación del trabajo. En definitiva, deseo que cargues en tu mochila vital la experiencia que me marcó el camino y que algún día puede llegar a ser el tuyo.
2)Rendir un sentido homenaje a todos los profesionales de la venta. A vosotros, Gladiadores del siglo XXI, de carácter forjado en la adversidad, luchadores en el gran circo de la vida, que salís cada día a la arena con la determinación propia de los héroes; a vosotros os digo: Fuerza y honor.
Ramón López Sánchez, Sr
Soy director comercial de CITIZEN WATCH ESPAÑA, una importante multinacional de relojería. Estudié filología inglesa y al poco tiempo me di cuenta de que mi verdadera vocación eran las ventas. Al principio todo eran prejuicios sobre esta profesión, tenía mis dudas como todo hijo de vecino que se enfrenta a un cambio de estas características.
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¡Qué bello es vender! Enamórate y descubre el abc de las ventas con la historia de este vendedor de cursos inglés. - Ramón López Sánchez, Sr
Índice
Título
Copyright
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
EPÍLOGO
¡QUÉ BELLO ES VENDER!
Enamórate y descubre el ABC de las ventas con la historia de este vendedor de cursos de inglés
RAMÓN LÓPEZ
Copyright
© Ramón López, 2017
Autor: Ramón López
Titulo original: ¡Qué bello es vender!
Publicado por: Ramón López
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
INTRODUCCIÓN
Como otros tantos adolescentes, nunca supe que quería ser de mayor. Sin vocación definida, había llegado el momento de decidir qué estudios quería cursar, o lo que es lo mismo, a qué me quería dedicar. Probablemente una de las decisiones más importantes de mi vida y allí estaba yo en un mar de dudas en el cual me ahogaba. Tenía claro que quería cursar una carrera universitaria pero no sabía cuál. Me decantaría por una carrera de letras pues las asignaturas optativas que había elegido durante el bachillerato eran de humanidades. La elección, años antes, de elegir las letras por encima de las ciencias no se había basado en mis pasiones sino más bien en mis capacidades intelectuales. Mi mente no era matemáticamente brillante así que la naturaleza ya había decidido por mí. Ahora, sin embargo, tenía que ser yo el que diera el siguiente paso. Me empecé a hacer preguntas que me ayudaran a conocerme a mí mismo y así ver en qué profesión podría sentirme más a gusto; pero claro, ni realmente me conocía a mí mismo ni mucho menos conocía el tipo de trabajo que implicaban esas profesiones. Después de grandes reflexiones que me condujeron a ningún lugar opté por el pragmatismo que siempre me ha definido: ¿qué carrera podía estudiar cerca de casa que me ofreciera una salida profesional?
La respuesta fue Filología Anglo-Germánicas: los idiomas siempre serían una buena salida laboral. El nombre me impresionaba, especialmente por el desconocimiento de todas y cada una de sus tres palabras. En primer lugar no sabía qué significaba Filología aunque con la ayuda del diccionario salí de dudas: Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de sus textos escritos
. En cuanto al inglés tenía también un gran vacío, en el instituto había estudiado francés así que mi única relación con el idioma hasta la fecha había sido de dos o tres cursillos impartidos por el INEM, actual SEPE. Ni que decir tiene que si el inglés no lo llevaba muy bien el alemán simplemente no lo llevaba. Lo había oído de pasada alguna vez en verano, en esos bares de costa de clientela alegre y moral distraída pero nada más. La buena noticia es que la universidad, Rovira i Virgili, se encontraba en Tarragona, a unos cuarenta kilómetros de mi casa. Tras sopesar detenidamente los pros y los contras opté por matricularme haciendo acopio de una buena dosis de valentía. Recuerdo claramente que uno de los primeros días nos hicieron una prueba de inglés para saber cuál era nuestro nivel del idioma a modo orientativo (de alemán no era necesario, daban por hecho que ninguno de los allí presentes teníamos idea alguna y por eso se empezaba de cero). Al cabo de unos días me llamó la profesora a su despacho y con escasa sutileza me invitó a que estudiara otra cosa, mis resultados habían distado mucho de ser los adecuados. Como el resultado no era vinculante decidí hacer caso omiso a su sugerencia. Este hecho, lejos de amedrentarme, me proporcionó una causa por la que luchar: reparar el orgullo perdido. Inmediatamente me puse manos a la obra y empecé a hacer clases particulares, intercambios con profesores ingleses que me enseñaban inglés a cambio de enseñarles yo español, viajes a Inglaterra y EE.UU., visionado continuo de películas en versión original, lectura de obras también en versión original, etc. Mi falta inicial de competencia la suplí con una entrega implacable que me llevó a superar todos los cursos a su debido tiempo y con unos resultados especialmente admirables al final de la carrera. ¿Qué aprendí de todo esto? aprendí que el ser humano está preparado para hacer lo que se proponga siempre y cuando tenga una motivación y una meta claras. Lo demás es cuestión de esfuerzo.
Me licencié en el año ´95 y procedí a saldar las deudas que tenía con el Estado. Fue entonces cuando me fui a darlo todo por la hoy más que nunca denostada Patria. Sí, me fui a hacer el servicio militar, la ya extinguida mili
. Pasé nueve meses de mi vida en Madrid, concretamente en el Cuartel General de la Armada. Pertrechado con un sello de caucho en una mano y un bolígrafo BIC en la otra anduve clasificando documentos en la oficina de Relaciones Exteriores. ¿Qué fue lo mejor de la experiencia? la gente. Me gustaba la riqueza social que suponía tratar con gentes tan dispares unidas por un objetivo común: la pérdida de tiempo. Dejando a un lado esta visión un tanto irónica y totalmente subjetiva de objetivo común, la verdad es que me apasionaba conocer gente, cuanta más mejor.
Y como lo que todo empieza todo acaba, llegó el día en que nos liberaron. No pudiendo posponer más la entrada al mundo real, aquel en el que tienes que ganarte el pan y el queso con el sudor de tu propia frente y no con la de tus padres, me puse a buscar empleo. A través de un contacto, un amigo de antiguas andanzas, encontré un trabajo como traductor de manuales de informática. Las largas horas de intimidad entre el ordenador y yo sin dejar de mirarnos el uno al otro no acababan de satisfacerme, no me enamoraba, ni yo a él. Encontraba que era una profesión solitaria en exceso y eso poco o nada tenía que ver con mi forma de ser. Así pues, decidí buscar otra cosa.
Y otra cosa encontré. Echando un vistazo a la sección de anuncios clasificados del periódico La Vanguardia (en aquella época el medio por excelencia de búsqueda de empleo en Cataluña) vi un anuncio que llamó mi atención: se buscaban profesores de inglés para un nuevo proyecto de gran envergadura que implicaba la apertura progresiva de varias academias de inglés por todo el país, tanto propias como posteriormente franquiciadas. Envié mi currículum vitae a la dirección indicada y al cabo de pocos días recibí una llamada en la que se me invitaba a participar en el proceso de selección. Tras varias entrevistas finalmente me ofrecieron una de las plazas vacantes.
Era septiembre de 1996 cuando esta cadena, cuyo nombre omitiré por no ser éste género periodístico sino literario-didáctico, con los matices que ello conlleva, abrió su primer centro en la Rambla Cataluña de Barcelona. Por aquel entonces no tenía ni la más remota idea de cómo este nuevo proyecto iba a cambiar por completo mi vida.
CAPÍTULO PRIMERO
Vender o no vender, esa es la cuestión
El centro era simplemente espectacular, se diría que un templo para el estudio del inglés de color naranja que transmitía alegría y diversión. Todos los detalles habían pasado por el tamiz de la mercadotecnia. Ningún detalle quedaba al azar, todo había sido pensado para vivir una experiencia única que te hiciera vibrar, que te hiciera sentir, que despertara tus emociones. El personal, sin excepción, estaba formado por gente joven y de carácter extrovertido que derrochaba felicidad por todos los poros de su piel. Todos estábamos ilusionados con el nuevo proyecto, el ambiente allí creado cautivaba a alumnos y trabajadores por igual. La apertura fue un éxito rotundo y rápidamente se llenó de alumnos.
El sistema de enseñanza se dividía principalmente en dos partes: por un lado estaban las clases de tipo multimedia en las que el alumno aprendía con un ordenador de forma autodidacta y por otro las clases de tipo tradicional donde éste ponía en práctica todo lo aprendido.
En cuanto al personal docente, también se encontraba dividido en dos: los profesores no nativos y los nativos. Los no nativos (de lengua inglesa, claro, porque nativos de algún lugar somos todos) en cuya categoría me encontraba yo, teníamos como función principal estar en la sala multimedia resolviendo cualquier duda que pudiera surgirle al alumno durante su trabajo con el ordenador. Podríamos decir que la máquina era el profesor y nosotros sus asistentes (que por el camino que vamos, es como veo que vamos a acabar: siendo esclavos de las máquinas). Los profesores nativos, por otra parte, se encargaban de impartir las clases de tipo tradicional, o sea aquellas en las que no había PC de por medio. Ellos sí ejercían de profesor en toda regla. Si extrapoláramos esta situación a un restaurante diríamos que por un lado estaban los cocineros y por otro los pinches de cocina.
Yo había estudiado para cocinero así que la asignación del papel de pinche no me hacía ninguna gracia. Esa situación era inamovible: no ser nativo te perpetuaba a ser una mera comparsa durante toda la vida, o al menos la parte de vida que estuvieras allí. No entraré en un debate sobre la idoneidad o no de un profesor nativo en el aprendizaje de un idioma pero desde luego habría mucho que decir al respecto. ¿Por qué entonces únicamente podían entrar en el Olimpo de los Dioses
aquellos profesores de procedencia anglosajona? La respuesta era bien sencilla: ser nativo vendía. Y sigue vendiendo a día de hoy. Para alguien neófito en la materia seguro que Smith, Jones, Brown... lo hará mejor que López, Pérez o Rodríguez; seguro. De hecho, posteriormente descubriría que ese era un fuerte argumento de ventas. Todo esto no me hubiera importado si no fuera que yo me apellido López y, claro, repercutía directamente sobre mi persona. Algo tendría que hacer al respecto, mi autoestima no me permitía semejante agravio.
Estaba claro que no me iba a erigir en defensor del producto nacional por encima del de importación pues de nada iba a servir y además yo nunca tuve vocación de mártir. Tenía que pensar en otra alternativa. Un día, estando en la sala de ordenadores