Una mujer con secretos
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Book preview
Una mujer con secretos - Inglath Cooper
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Inglath Cooper
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una mujer con secretos, n.º 5 - mayo 2018
Título original: A Woman with Secrets
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-572-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
«Incluso los perros saben si han tropezando con ellos o les están dando una patada».
Proverbio americano
Kate Winthrop no había caído más bajo en su vida. Estaba en la ruina, desesperada y a punto de convertirse oficialmente en una ladrona.
Y su ex marido era el artífice de toda esa situación. Estaba decidida a vengarse por lo que le había hecho. Costara lo que costara, iba a conseguir que pagara por todo.
Tomó esa decisión en el jardín de la gran mansión que Karl acababa de comprar en uno de los vecindarios más lujosos y distinguidos de Richmond. Teniendo en cuenta que su ex alegaba que no tenía nada de dinero, esa adquisición era más que insólita. Pero, claro, él tenía el dinero de Kate y parecía que carecía del suficiente sentido común o conciencia como para no gastárselo.
Pasó un coche cerca de ella, las luces la iluminaron durante medio segundo.
Dio un paso atrás para esconderse en las sombras. El corazón le latía con mucha fuerza. Esperó unos minutos después de que pasara el coche para separarse de la pared de ladrillo a la que se había pegado.
Se imaginó los titulares. «Kate Winthrop, hija del multimillonario Hart Winthrop, condenada a pasar entre cinco y diez años en la cárcel por robo y allanamiento de morada».
Sabía que era una locura que estuviera allí, pero no podía reunir la voluntad suficiente como para irse. Karl le había estado robando toda su fortuna poco a poco durante los tres años anteriores. Siempre le sucedía lo mismo, le bastaba pensar en ello para sentirse nuevamente humillada. Todo aquello era muy doloroso.
Se separó un poco de la casa para contemplarla mejor. Karl vivía según la creencia de que más era siempre mejor. La edificación que tenía delante de ella era una prueba de ello.
Una piscina ocupaba la mayor parte del jardín trasero. Estaba rodeada de caros maceteros importados en los que había grandes árboles redondeados por las tijeras de algún jardinero. A un lado de la piscina había una larga fila de tumbonas de hierro forjado con lujosos y cómodos almohadones.
Se imaginó cómo se sentiría después de lanzar cada una de esas tumbonas al agua cristalina. Pero creía que eso no le serviría de nada y había ido hasta allí para encontrar alguna evidencia, algo concreto que pudiera llevar a la policía y demostrar a las autoridades que, tal y como les había dicho, su ex marido era un delincuente y un canalla.
Lo cierto era que no sabía qué buscar. Se imaginó que lo sabría cuando lo viera, pero tenía que encontrar alguna prueba de lo que había hecho Karl, eso lo tenía claro. Le parecía imposible que alguien pudiera malversar millones de dólares sin dejar ningún tipo de rastro.
Se sacó una linterna de su chaleco. Miró el resto de su atuendo. Se había puesto un jersey de cuello alto, guantes, pantalones de campaña y botas. Sonrió al pensar que se había dejado llevar un poco por las películas de espías que había visto.
Unas elegantes puertas de cristal daban acceso a la casa desde la piscina y el jardín trasero. Se acercó a ellas y miró el interior de la casa. El salón estaba a oscuras.
En cuanto se hubo enterado de que Karl y su nueva esposa iban a estar fuera de la ciudad hasta el día siguiente, había llamado esa misma mañana a la casa para decirle al ama de llaves que tenía que entregarle un paquete al señor Forrester.
Berta, el ama de llaves alemana que su ex había contratado, le había dicho que estaría en la mansión hasta las seis de la tarde.
Eran ya las siete y media y estaba claro que no había nadie en la casa. Todas las luces estaban apagadas. A pesar de todo, el estómago le dio un vuelco al pensar en lo que podría pasar si alguien la descubría allí dentro.
Pero le bastó con imaginarse delante del juez que resolvió su divorcio. Recordó cómo éste había fallado en su contra y le había dicho que su marido había tenido el permiso de Kate para hacer lo que quisiera con los bienes del matrimonio.
—El nombre de su marido está en todas las cuentas, querida —le había dicho el juez con desdén y condescendencia en la voz.
Estaba claro que pensaba que era estúpida.
—Puede que su marido haya tomado algunas decisiones financieras nefastas, pero no hay leyes que castiguen eso. Le sugiero, jovencita, que tenga más cuidado la próxima vez a la hora de elegir con quién se casa —había añadido el magistrado.
Lo que había aprendido era que parecía que tampoco había leyes que castigaran a un marido por robar a su esposa.
Sí había leyes, no obstante, que castigaban el allanamiento de morada y el robo. Miró rápidamente en ambas direcciones y golpeó la puerta con la parte trasera de la linterna, a la altura del tirador de la puerta. El cristal se quebró a la primera y un montón de pedazos cayeron al suelo del salón.
Metió la mano por el agujero que acababa de hacer y abrió el cerrojo. La puerta se abrió y de repente se oyó una sirena.
Sobresaltada, dio un respingo. Ya se había imaginado que habría instalado un sistema antirrobo y que la alarma sería muy ruidosa. Era típico de Karl. Le iba lo más grande, lo más lujoso y lo más estridente.
Entró y cerró la puerta. Se ayudó de la linterna para llegar hasta el vestíbulo de la casa.
Se encontró con el panel de la alarma justo donde esperaba, a la izquierda de la puerta de entrada. Tenía cuarenta y cinco segundos para descubrir el código y apagar la alarma antes de que llamara la empresa de seguridad. Esa misma mañana, había pasado casi dos horas pensando en distintas combinaciones que Karl podría haber elegido como código de seguridad.
Después de estar casada con él durante tres años, se había dado cuenta de que sólo tenía tres cosas en la cabeza: el golf, las mujeres y el dinero. Aunque no precisamente en ese orden de importancia.
Se sacó de un bolsillo de los pantalones el papel en el que había escrito las que le habían parecido esa mañana las mejores opciones.
Primero lo intentó con la palabra «golf» y pulsó los cuatro números que correspondían a su mejor puntuación en el campo, 6-2-6-5. Se lo sabía de memoria, su ex no dejaba de presumir y hablar de ello.
Pero la alarma no se detuvo.
Lo intentó con las mujeres y metió los números 90-60, las medidas perfectas de Tiffany, su nueva mujer. Pero la alarma siguió torturando sus oídos.
Se estaba quedando sin tiempo, no debían de quedarle más de diez segundos. Probó con su número de la suerte, el que usaba para comprar acciones. A su ex marido le gustaba jugar en la bolsa de la misma manera que las ancianas jugaban en los casinos de Las Vegas.
Karl comprobaba cada poco en Internet cómo iban sus acciones. Había tenido suerte sólo una vez y había presumido delante de todo el mundo del precio al que había conseguido vender sus participaciones.
Miró el papel de nuevo. Esperaba no equivocarse. Era su última oportunidad. Respiró profundamente y pulsó los números indicados.
La alarma se detuvo de inmediato. Silencio. Todo se quedó por fin en calma.
Entonces se enfadó de nuevo. La elección del código le demostraba una vez más que, para Karl, todo giraba en torno al dinero. Entendía que, sin él, no podría permitirse jugar al golf ni salir con las mujeres que quisiera.
Apoyó la cabeza en la pared y respiró profundamente para intentar recuperar la tranquilidad. Se dio cuenta de que algún vecino podía haber escuchado la alarma y haber llamado a la policía. Cabía la posibilidad de que agentes irrumpieran en la vivienda en cualquier momento.
Respiró de nuevo para calmarse.
Sabía que se estaba volviendo algo paranoica. La casa más cercana a la de Karl estaba lo suficientemente lejos como para que no hubieran oído la sirena del sistema de seguridad. Creía que contaba con tiempo suficiente como para buscar pistas en la casa. Durante toda la noche, si lo creía necesario.
Se giró y miró a su alrededor con ayuda de la linterna. Aún estaba temblando. El salón principal parecía una fábrica de caramelos de Navidad. Las paredes estaban pintadas con rayas rojas y blancas. No pudo evitar que le diera la risa. Le dolían los ojos sólo de mirarlas. Para Karl, era muy importante mantener las apariencias. Se preguntó si proporcionaría a sus amigos gafas protectoras antes de entrar en esa habitación.
Dejó el salón y fue por el pasillo hacia el resto de la casa. Tiffany parecía haber decorado todo con su extravagante gusto. El pasillo tenía rayas blancas y negras. Y se encontró con rayas rosas y blancas o verdes y blancas en otras de las habitaciones que iba pasando. Se dio cuenta de que si conseguía encontrar alguna pista que incriminara a Karl, éste no iba a tener ningún problema de adaptación en la cárcel. Las paredes estaban decoradas como los uniformes de los prisioneros.
Todo estaba a oscuras. No pudo evitar estremecerse. Le daba un poco de miedo estar allí. Pero no quería encender ninguna luz y correr el riesgo de que alguien lo viera y avisara a la policía. Igual que había hecho con el código de la alarma, también había planificado esa parte de la operación. Iba a empezar a buscar en el sitio más obvio, el despacho de Karl. Guiándose con ayuda de la linterna, metió la cabeza en distintas habitaciones hasta que lo encontró.
En ese cuarto, Tiffany parecía haber renunciado a las rayas. Las paredes estaban pintadas. Eran moradas, pero estaba segura de que el pedante de su ex marido se referiría a ese tono como color berenjena o algo así.
Fue hasta la mesa de escritorio, se sentó en el sillón de piel y empezó a abrir cajones. En los primeros tres no encontró otra cosa que no fueran objetos de oficina y sobres llenos de papeles que no le decían nada.
El último cajón estaba cerrado con llave, pero eso no era un problema, había ido muy bien preparada. Sacó de un bolsillo de su chaleco una cajita negra que contenía varias ganzúas y ganchos que había comprado el otro día en una casa de empeños que había en la peor zona de Richmond.
Tomó una e intentó abrir al cajón. Al principio no consiguió nada, pero poco a poco fue entendiendo cómo funcionaba el mecanismo de la cerradura. Con las cuatro primeras ganzúas no consiguió nada. La quinta, sin embargo, consiguió abrir el cajón.
Se encontró con un montón de carpetas muy bien organizadas. Debajo de ellas había una caja de metal. La sacó del cajón.
Le sorprendió que estuviera abierta. No pudo evitar dar un respingo al comprobar que había una pistola en su interior. No entendía para qué podría Karl necesitar un arma. Y era una pistola grande. Había estado casada con él durante tres años y nunca había sido consciente de que tuviera una pistola.
Pensó que a lo mejor a Tiffany y a su ex marido les gustaba jugar con el arma. Sacudió la cabeza para quitarse esa imagen de la mente.
Estaba contenta de haber al menos llegado al punto en el que era capaz de bromear y reírse con lo que había sido la mayor equivocación de su vida.
Cerró la caja de metal y la volvió a meter en el cajón. Se puso entonces a mirar las carpetas. Fue pasando papeles y rezando para poder encontrar algo que incriminara a Karl.
Pero no vio nada.
Pasaron veinte minutos y seguía con las manos vacías. Sólo había encontrado recibos de alquileres de coche, talleres y seguros.
Se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Sabía que tenía que haber algo en esa extravagante mansión que demostrara que era un mentiroso y un estafador.
Pero no quería seguir pensando en él y lamentarse. Quería dejar atrás esa parte de su vida, olvidarse de todo y enterrarlo para siempre.
Ahora que sabía cómo era Karl, le resultaba más fácil entender todo lo que había pasado en los últimos años y le sorprendía no haberse dado cuenta antes. Lo malo era que ya no le servía de nada ser consciente de su enrevesada personalidad.
Con renovada energía, se puso en pie de golpe y fue hasta el dormitorio principal, donde el encaje y los espejos eran la base de la decoración. No entendía cómo podía Tiffany haber recibido un título como decoradora de interiores. Aquello le parecía horrible. Toda la casa era un ataque a los sentidos.
Empezó buscando en las mesitas de noche. Vacío los cajones encima de la colcha negra.
Allí había bálsamo labial, crema de manos, algunos recibos, entradas de teatro usadas… Miró en todos los cajones del dormitorio.
Después buscó dentro del enorme vestidor. Aquello parecía unos grandes almacenes en miniatura. Cerró la puerta por dentro y encendió la lámpara. Allí no había ventanas y nadie podría ver la luz desde fuera de la casa. Buscó en los bolsillos de los trajes, miró debajo de cada jersey y abrió todas las cajas de zapatos.
Nada.
Se dejó caer en el suelo y apoyó la cabeza en las manos. A lo mejor había llegado el momento de aceptar que habían abusado de ella, que había dejado que un hombre la engañara y le robara hasta el último céntimo.
Pensó que quizá debería intentar olvidarse de todo aquello y empezar de nuevo. Podría trabajar de camarera en algún restaurante de comida basura, donde los feos uniformes de poliéster harían poco por resaltar sus femeninas curvas.
Se puso de pie y miró el reloj. Había llegado el momento de admitir la derrota. Le dio una patada a uno de los caros mocasines de piel de su ex. El zapato voló por el aire y golpeó con un fuerte sonido el rodapié del vestidor.
Se quedó mirándolo un momento. O esa pieza del rodapié estaba despegada o se había imaginado el sonido a hueco.
Se arrodilló y metió el dedo detrás de la madera. El rodapié se movió. Apartó el mocasín y tiró de la madera. No le costó demasiado trabajo.
Estaba de nuevo esperanzada. No todo estaba perdido. Podía sentir una descarga de adrenalina recorriendo sus venas.
Apoyó su oído izquierdo en el suelo y miró por el agujero de la pared. Después metió la mano. Encontró algo duro.
Tomó la linterna y alumbró el interior del escondite. Vio que allí había una especie de bolsa de piel.
Con el corazón a mil por hora, plantó los pies a ambos lados de la apertura y, con toda la fuerza que le quedaba, tiró de la madera. La pared cedió y se abrió. Era como la puerta de una cueva o la guarida de un pirata.
Se quedó mirando el oscuro interior unos segundos. Después sacó la bolsa de piel. Desenganchó los cerrojos y