No le digas a la mama que me he ido a Mongolia en moto
By Ricardo Fité
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About this ebook
Un día, el autor vio en Internet un vídeo sobre una loca competición llamada Mongol Rally, que cruza Europa y Asia para acabar en Mongolia. Decidió participar y, para que fuera un reto mayor, lo haría con su antigua Yamaha de 250. Así inició un viaje a Ucrania, Rusia y el corazón de Asia Central hasta la patria de Gengis Kan. Desiertos y aventuras, pero también policías corruptos, tatuadores inmisericordes y chicas pasadas de rosca. Esta es la narración de una emocionante aventura por el Lejano Este del siglo XXI, la nueva frontera.
"Libertad, aventura no exenta de riesgo y un gran sentido del humor. Un libro de viajes ameno, divertido y, en ocasiones, inquietante" (Sito Pons, bicampeón del mundo de motociclismo).
"Viajero de estos tiempos, el libro de Ricardo te divertirá y ayudará a emprender tu propia ruta" (Emilio Scotto, récord Guinness por el viaje más largo en moto).
"La vida sólo se vive una vez, el mundo es para disfrutarlo y la aventura la llevamos dentro por todos nuestros antepasados, que eran aventureros y guerreros. Muy bueno el libro, el documental y la experiencia. Te felicito" (Jordi Arcarons, participante del Rally París-Dakar en 16 ediciones).
"Una aventura con mayúsculas, disfrazada de hecho mundano, un viaje como los de antes, perlado de peripecias y situaciones rocambolescas" (Roberto Naveiras, director del programa 'Viajo en moto').
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Reviews for No le digas a la mama que me he ido a Mongolia en moto
3 ratings2 reviews
- Rating: 5 out of 5 stars5/5Excelente historia de una experiencia de vida. Fue bueno leerlo.
- Rating: 5 out of 5 stars5/5Una verdadera aventura en moto perfectamente relatada. Libro recomendado para todo aquel que tenga alma de viajero, si es en moto mejor.
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No le digas a la mama que me he ido a Mongolia en moto - Ricardo Fité
1. La preparación
¡¡¡Crack!!! Escucho un ruido seco y, de repente, shhhhhhhh… La moto va en punto muerto y, por más que doy gas o trato de bajar marchas, no responde. Por suerte, los frenos sí que funcionan y consigo detenerme en mitad de la pista. Paro el motor y echo un vistazo a mi alrededor. Hay poco que ver, estoy en mitad del desierto de Mongolia y lo único que se oye es el sonido de mis movimientos y el viento soplando de fondo. Está claro que he roto la cadena pero, lejos de preocuparme, el cansancio hace que me encuentre en ese estado de paz interior en el que todo me da igual ya. Voy a buscarla, ha caído unos cincuenta metros más atrás. Está en el suelo, rebozadita de arena. Al recogerla, tengo claro que no se puede reparar y, ni mucho menos, cortarla más veces.
Llevo casi dos meses de viaje y todavía me encuentro a unos 500 kilómetros de la línea de meta. Mi única esperanza es que pase algún camión que vaya hacia la capital y esté dispuesto a recogerme. He perdido ocho kilos por una fuerte diarrea que arrastro desde hace semanas y lo mejor que puedo hacer es tumbarme en el suelo a descansar y esperar. Cuando consigo ponerme algo cómodo, miro al cielo, es de un azul espectacular. Me pregunto cómo he llegado hasta aquí, rendido en mitad de la nada y despreocupado de todo.
Como si fuera un espejismo, me viene la imagen del bar Tinta Roja. Recuerdo que fue el 27 de febrero de 2010, hace un año y medio, cuando acudí a la presentación del Mongol Rally. La empresa organizadora —The Adventurists— había escogido ese pintoresco lugar para la presentación del programa de la sexta edición, ya que una de las salidas de aquel año iba a ser desde la ciudad de Barcelona.
—¿Cuántos de vosotros tenéis pensado correr el Mongol Rally?
Todo el mundo levantó la mano menos yo.
—No puede ser —me dije—. A ver Ricardo, es imposible que todos los que están aquí se puedan permitir dejar de trabajar durante más de un mes y tengan el dinero necesario para una aventura de este calibre.
Yo había ido tan sólo con ánimo de informarme pero en mi interior sabía que, si en algún momento veía que era una expedición factible, haría lo todo lo posible por apuntarme a la siguiente edición.
—De momento, calma —traté de sosegarme—. Tú escucha y ya veremos qué pasa.
La primera vez que oí hablar del Mongol Rally fue un año antes, en una de esas tardes de cervezas con amigos, en las que no paras de ver vídeos y más vídeos en YouTube. Aquel día nos dio por buscar rutas en moto por el Himalaya, y de ahí pasamos a ver viajes por los sitios más inhóspitos del planeta, hasta que uno de ellos despertó especialmente nuestra atención. Aparecían coches que habitualmente puedes ver por la ciudad, sin ningún tipo de preparación extra, circulando a todo trapo por Mongolia. En una de las imágenes se podía leer «Mongol Rally», así que buscamos en Google. Fue el descubrimiento de una aventura increíble. En 2004, un grupo de amigos se propuso viajar a Mongolia conduciendo. Sólo eran seis coches, pero lo consiguieron. Cuando llegaron, se quedaron sobrecogidos al comprobar las necesidades de los niños que vivían en las calles de Ulán Bator, así que se les ocurrió que podían organizar un rally benéfico para crear un orfanato con los fondos recaudados.
¿Seríamos capaces nosotros de participar? Estábamos entusiasmados, nos imaginábamos ya rodando por el desierto con la vieja Renault Kangoo de mi madre. Ninguno teníamos un puesto de trabajo demasiado estable, ni una relación de pareja lo bastante formal como para tomarla muy en serio. Yo llevaba varios veranos alternando contratos basura como socorrista y monitor de piscina con trabajos que no me despertaron nunca mucho interés. Justo ese año, estaba trabajando como operario de mantenimiento de un gimnasio de lujo y me encontraba en pleno conflicto laboral con la empresa, así que deseaba salir de todo aquello cuanto antes. Viajar en moto había sido siempre una de mis grandes pasiones. Había hecho rutas por Marruecos, Turquía o Cabo Norte, pero hacía tiempo que me invadía el deseo de hacer algo especial. Tenía ganas de ir lejos de una vez por todas, pero lejos de verdad, y pensé que tal vez había llegado la oportunidad de materializar todas aquellas inquietudes.
Hay ocasiones en las que, incluso los más escépticos, no podemos evitar pensar en las leyes del destino. Recuerdo que, por aquellos días, recibí un e-mail de Bernardino Rosendo, el célebre motorista español que en los años 80 dio la vuelta al mundo en moto, entre otras muchas aventuras. Hacía tiempo que había entrado en contacto con él después de escribir un correo a la revista SoloMoto, en la que publicaba artículos sobre sus vivencias. Tenía curiosidad por saber si seguía viajando y dónde se encontraba. La redacción de la revista había ido más allá y nos puso en contacto. Rápidamente nos hicimos «ciberamigos». Yo le escribía de tanto en tanto, y Bernardino respondía amablemente. Me contó que vivía y trabajaba en Holanda, y que ya le quedaba poco tiempo para viajar por placer.
Aquel día sin embargo, me envió un correo que, sin saberlo entonces, acabaría dando un vuelco a mi vida. Me contó que la organización del Mongol Rally le había invitado a Barcelona a la presentación de la edición de 2010 y me sugirió que asistiera para así conocernos en persona. Por fin iba a poder encontrarme, cara a cara, con la persona que despertó mi interés por los viajes en moto siendo yo un adolescente. Y encima, iba a poder informarme de primera mano en qué consistía realmente aquel rally por Mongolia con el que me había topado por Internet pocos días atrás.
El Tinta Roja es uno de esos locales entrañables del Pueblo Seco barcelonés. Aquella noche estaba a rebosar, pero todo el mundo escuchaba en silencio atentamente. De repente un hombre subió al escenario, cogió el micrófono y empezó a hablar:
—Buenas noches a todos y bienvenidos. Ante todo, tenéis que saber que el Mongol Rally no es una competición, sino un viaje de aventura y un proyecto benéfico. El orden de llegada no se tiene en cuenta, tan sólo importa llegar a Ulán Bator. La ruta que sigáis y el tiempo que tardéis depende de cada uno de vosotros. Una vez allí, el vehículo será subastado y ese dinero será parte de vuestra donación benéfica, además de los 900 euros de inscripción y los 1.500 que se pagan como aportación a una ONG.
El organizador era un tipo que no pasaba de los cuarenta, pelirrojo y tremendamente pecoso, que se expresaba en un castellano forzado, con un acento a lo Dennis Noyes, el popular periodista de motos norteamericano. Nos explicó que ese año habría tres salidas previas en Europa, una desde Londres y dos más en Milán y Barcelona.
—En tres días tendréis que llegar a Klenová, un pueblo cerca de Praga. Allí nos reuniremos con todos los equipos que vienen del resto del mundo, y se os entregará la documentación oficial. Se harán todas las verificaciones y, después de una noche de fiesta, empezará realmente el rally. ¿Alguna duda o pregunta?
Nadie decía nada, era como si todo el mundo lo tuviera claro, menos yo.
Sobre el tipo de vehículos que estaban permitidos, nos aclaró que se aceptaban coches de menos de diez años, que no pasaran de los 1.300 c. c., y motos de hasta 125 c. c. sin importar la antigüedad. Por otro lado, también se admitía un tercer grupo de vehículos que pudieran aportar un servicio a la comunidad, desde ambulancias hasta camiones de bomberos e incluso autocares. Estaba claro que la organización no se hacía responsable de lo que pudiera suceder durante el viaje por Europa y Asia.
—Esto no es una carrera pero tampoco una caravana organizada, así que los problemas que os vayan surgiendo durante la ruta los tendréis que resolver vosotros mismos, sin nuestra ayuda. Nosotros os gestionamos todo el papeleo para que podáis salir de Mongolia. Recordad que hay unos drop off points, lugares dentro del país donde dejar el vehículo en caso de que os sea imposible continuar hasta la meta, así que, si os quedáis tirados en mitad del desierto, lo mejor que podéis hacer es intentar llegar como sea a alguno de esos puntos.
Poco podía imaginar entonces que un día me tocaría recordar esas palabras.
—Que nadie se engañe, esto es divertido pero peligroso. Debéis entender dónde os estáis metiendo. Si os roban o tenéis algún percance durante el camino, la organización no se hará responsable. Pensad que en muchos de los países que cruzaréis, la policía es corrupta y eso es una dificultad añadida. Las carreteras son bastante peligrosas así que escoged bien vuestra ruta, no conduzcáis de noche y hacedlo con mucha precaución. ¿Alguna duda?
—¿La organización nos ayuda con el tema de los visados? —preguntó un chico sentado en la última fila con voz tímida.
—Por supuesto, pero es sólo un servicio opcional que ofrecemos y que se paga aparte. Si alguien quiere gestionarse los visados por su cuenta no es ningún problema. También sois libres en ese sentido. ¿Más cuestiones?… OK, entonces os dejo con la exposición de Bernardino. De todas formas, yo estaré por aquí y si queréis preguntarme algo no dudéis en hacerlo —fue entonces cuando me percaté de que tenía a Bernardino Rosendo a mi lado. Nos saludamos muy rápidamente, contentos de conocernos por fin, y se dirigió a realizar un pase de diapositivas con las que ilustró algunas de sus aventuras.
Al poco de terminar la presentación, se me acercó un hombre para preguntarme cómo pensaba ir yo. Era un hombre de pelo blanco y barba que rondaba los sesenta. Lucía una abultada barriga y unas gafas para ver de cerca que le colgaban del cuello. Vestía para la ocasión, con un chaleco color beige tipo fotógrafo de safari… sólo le faltaba el gorro de Indiana Jones y los prismáticos para completar el kit del perfecto aventurero urbano. Le respondí que ese año me era imposible y que sólo había acudido para informarme.
—¿Usted en qué va a ir? —pregunté por cortesía.
—Vamos dos personas en una ambulancia que nos ha dejado a buen precio una empresa.
—¿Y qué presupuesto tienen? —eso era en realidad lo que más me preocupaba de la aventura.
—Entre una cosa y otra unos once mil euros.
Estaba claro que ese equipo no iba a ser mi fuente de inspiración, pero aproveché para resolver otra duda que me invadía, ya que no tenía ni la más mínima idea de cuánto se tardaba desde Barcelona hasta Mongolia.
—Un mes más o menos… bueno, de hecho tendremos que hacerlo en menos, pues mi compañero no va a poder conseguir tantos días de vacaciones.
Su respuesta me hizo sonreír, porque empezaba a sentir que aquella odisea podía ser factible. Así, me animé a charlar con más gente, aunque no conocía a nadie. Una pareja me contó cómo el año anterior se habían quedado a 300 kilómetros de Ulán Bator, cuando la cadena de distribución de su viejo Renault Twingo dijo basta. Según me dijeron, ni siquiera le habían hecho ningún tipo de preparación previa como cambios de amortiguación o neumáticos especiales. Tan sólo se preocuparon de conducir con cuidado y no llegaron a sufrir ni un pinchazo.
Al cabo de un rato, conseguí quedarme por fin a solas con Bernardino y disfrutar de sus aventuras tomando unas cervezas, hasta que apareció mi futura ex novia, a la que había convencido para que viniera después de trabajar. A ella le debía el poco ruso que hablaba, porque era originaria de Moldavia. La sigo recordando guapísima, con una melena rubia y una sonrisa encantadora, aunque cuando te miraba seria, sentías la presión del mismísimo KGB en tus huesos. Intenté contagiarla del espíritu aventurero que me embriagaba en aquel momento. Trataba de preparar el terreno para confesarle que ya había tomado la decisión de correr esa aventura en un futuro más que inminente.
Poco a poco se fue incorporando más gente y, entre cervezas y anécdotas, decidimos ir a cenar a una pizzería que había al lado del bar. Allí conocí a Manuel, un chico de Cádiz muy simpático que no debía tener más de 30 años. Me explicó que él iba a hacer el rally en moto y que se llamaría «Equipo Mosquito». Enseguida me di cuenta de que ése sí era mi hombre.
—¿En qué moto vas?
—Una Yamaha XT 125. De ahí lo de Equipo Mosquito, por el ruido del motor.
—Ja, ja, ja… ¿Has viajado mucho en moto?
—¡Aún no me he sacado el carnet de conducir! Esta será la primera vez. Hasta ahora lo más cerca que he estado de viajar en moto ha sido de Cádiz a Los Caños de Meca con una Vespino SC. Iba con un amigo, los dos en traje de neopreno y yo de paquete llevando dos tablas de surf, una debajo de cada brazo. Cuando nos vio la Guardia Civil, nos dio el alto… pero acabamos entre risas y ni tan sólo nos multaron.
Ese tipo sí que los tenía bien puestos, me encantaba. Se había embarcado en una aventura como aquella sin ninguna experiencia. Me vi a mí mismo dando demasiadas vueltas a las cosas, siendo demasiado prudente. A veces, basta con dejarse llevar y después ya se verá. Terminamos de cenar con la sensación de haber compartido una gran velada. Me despedí de todos ellos calurosamente, en especial de Bernardino, con quien no sabía cuándo volvería a coincidir. Al resto del grupo no lo vería ya hasta el día de la salida del rally en el puerto de Barcelona.
Cuando llegó el día en que comenzaban su aventura, fui a despedirlos. Por nada del mundo me hubiera perdido aquel momento. Me sentía emocionado por el reencuentro y, aunque aquella mañana me quedé con las ganas de partir con ellos, me prometí que haría todo lo posible por intentarlo el verano siguiente. A partir de entonces, a diario encendía impaciente el ordenador para saber cómo les iba al bueno de Manuel y a su amigo Ati, un motorista madrileño que había optado por correr el rally con una Yamaha TW. La esperada noticia apareció en las redes sociales un mes después aproximadamente: «Hola a todos… Os informo que, aunque no os lo creáis, ¡¡he conseguido llegar a Ulán Bator!! Y para colmo, junto con Ati (equipo Kame House) hemos sido los primeros en hacerlo en moto. Un abrazo a todos».
¡Lo habían logrado en un mes y sin experiencia alguna! Era fantástico, me alegré mucho por ellos. Verles alcanzar el objetivo me dio el empujón que necesitaba. Ese mismo mes de septiembre, realicé el ingreso de la inscripción en cuanto se abrió el proceso para apuntarse a la siguiente edición.
—Ya no hay vuelta atrás —pensé−. ¡A Mongolia en moto el próximo año! Y entonces sonó el teléfono.
—Hola, cariño. ¿Qué tal? ¿Todo bien? −era mi novia.
No sabía si se trataba del momento apropiado para confesarme, pero me cuesta mucho mantener un secreto y necesitaba contárselo como fuera.
—Mira… verás, es que me he apuntado a lo del Mongol Rally. Como este verano tú trabajarás de guía turística y no podíamos irnos de vacaciones juntos… pues eso… que me he apuntado.
—Sabía que lo acabarías haciendo… ve si quieres ir.
El acento soviético es difícil de interpretar, además en mi caso, admito que me cuesta leer entre líneas, especialmente cuando se trata de una mujer, por aquello de la idiosincrasia femenina: que si dicen que no, pero es que sí; o bien dicen «tú ve», pero realmente quieren decir que mejor no vayas… En fin, esas cosas que algunos hombres nos resistimos a comprender. No me sentía culpable, ni mucho menos, pero notaba que ella no acababa de entender lo que estaba tratando de expresar. Yo deseaba seguir adelante, costara lo que costara, aunque el precio que tuviera que pagar fuera alto. Opté por llevar la conversación hacia lo cotidiano y salir como pudiera de aquella incomodidad. Durante los meses siguientes, mi novia me acompañó con paciencia soviética, pero a mi regreso su despedida fue también fría y dura como el invierno moldavo.
Ese domingo tocaba anunciar la noticia a mi familia que, como siempre, ofreció su mejor cara frente a mis propuestas.
—El verano que viene me voy a Mongolia en moto, me he apuntado a una carrera benéfica—lo solté así, en mitad de la comida, sin previo aviso.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Una carrera? —a mi padre le gustaba la idea, pero le asustó que fuera su hijo quien la hubiera tenido.
—¿A Mongolia? Yo no sé dónde está eso pero me suena muy lejos. Haz lo que quieras —mi madre estaba resignada—. Yo por la noche me relajo, respiro hondo y me voy a la cama… Ya lo he aprendido de otras veces: si no llaman por teléfono, es que todo va bien.
—¡Qué pasada! —mi hermano mayor opinaba muy distinto.
Les hice un resumen de lo que era el Mongol Rally, tratando de transmitirles mi ilusión y de restar todo el dramatismo posible. Bien pensado, creo que la empresa organizadora podría contratarme como comercial de la competición. Pero nadie te conoce mejor que tu propia familia, te han visto hacer tanto el cafre que a ellos ya no les engañas fácilmente. Cuando creía haberles convencido, me miraban como diciendo: «Mira, vamos a poner cara de que nos creemos que no es peligroso, pero a nosotros no nos engañas, eso es peligroso de cojones».
Las horas y los días sucesivos fueron de máxima excitación, y eso que aún faltaban prácticamente diez meses para la salida. No podía desconectar, estaba tan motivado que cada día miraba vídeos de ediciones anteriores y no paraba de leer sobre otras personas que ya lo habían hecho. Siempre que podía, hablaba por teléfono con Manuel, del «Equipo Mosquito», para consultarle todas las dudas que me iban surgiendo.
Mi proyecto de aventura se convirtió en tema recurrente en las cenas con los amigos. Una noche Manu, taxista desde hacía veinte años, nos comentó que estaba decidido a dar un giro a su vida y vender la licencia. Movidos por la euforia del momento, se nos ocurrió que para celebrarlo podríamos ir todos