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Un paseo por los mundos de Delibes
Un paseo por los mundos de Delibes
Un paseo por los mundos de Delibes
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Un paseo por los mundos de Delibes

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Era Miguel Delibes un hombre de una curiosidad insaciable, muy amigo de contrastar directamente sus hipótesis con la realidad de los campos, pueblos y ciudades de Castilla, Europa y América, por lo que sus páginas están llenas de sugerentes opiniones de variado tipo: cinegéticas, gastronómicas, antropológicas, políticas, medioambientales... Sus libros de no ficción son de un gran atractivo, no solo por su contenido, sino porque la claridad de su exposición refleja la claridad de su pensamiento, y también por los valores artísticos de su prosa. En las páginas que siguen se tratan en pie de igualdad las obras de ficción de Delibes y sus libros cinegéticos, de viajes o ensayísticos, en los que el escritor muestra una admirable capacidad de observación y raciocinio, sin que perdamos de vista que, frecuentemente, estos abordan asuntos coincidentes con los de sus relatos más conocidos. Después de su lectura, el lector comprenderá mejor el universo del escritor, sus mundos intrahistóricos o agonizantes, apelando a su contexto lingüístico, geográfico y literario. En definitiva, y en palabras de su autor: “Un sincero homenaje, hecho a través de Miguel Delibes, a la literatura en español, al castellano y a quienes nos lo legaron”.
LanguageEspañol
Release dateJun 5, 2018
ISBN9788490974995
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    Un paseo por los mundos de Delibes - Luciano López Gutiérrez

    Luciano López Gutiérrez

    Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis sobre Donaires del Parnaso, corpus de poesía satírica y burlesca del escritor tordesillano Alonso de Castillo Solórzano. Desde el año 1984 simultanea su labor docente en varios institutos de Madrid con la dedicación al estudio de la literatura del Siglo de Oro y de las variedades solariegas del castellano, en especial del vocabulario de Delibes. Fruto de esta tarea investigadora y de divulgación es la elaboración de decenas de artículos para diferentes revistas de prestigio internacional como Revista de Literatura (CSIC), Dicenda, Boletín de la Real Academia Española o La Perinola, así como la publicación, entre otros, de los libros Portentos y prodigios del Siglo de Oro y En torno a las palabras de Delibes. También colabora en La Opinión de Zamora con artículos sobre el léxico del castellano y figura en varias antologías de relato breve.

    Luciano López Gutiérrez

    Un paseo por los mundos de Delibes

    este libro ha sido realizado con el apoyo de la fundación miguel delibes

    patronato fundación miguel delibes

    DISEÑO DE CUBIERTA: marta rodríguez panizo

    © Luciano López Gutiérrez, 2018

    © LOS LIBROS DE LA CATARATA, 2018

    FUENCARRAL, 70

    28004 MADRID

    TEL. 91 532 20 77

    WWW.CATARATA.ORG

    © fundación miguel delibes, 2018

    UN PASEO POR LOS MUNDOS DE DELIBES

    ISBN: 978-84-9097-413-1

    E-ISBN: 978-84-9097-499-5

    DEPÓSITO LEGAL: M-3.370-2018

    IBIC: dsk

    ESTE LIBRO HA SIDO EDITADO PARA SER DISTRIBUIDO. LA INTENCIÓN DE LOS EDITORES ES QUE SEA UTILIZADO LO MÁS AMPLIAMENTE POSIBLE, QUE SEAN ADQUIRIDOS ORIGINALES PARA PERMITIR LA EDICIÓN DE OTROS NUEVOS Y QUE, DE REPRODUCIR PARTES, SE HAGA CONSTAR EL TÍTULO Y LA AUTORÍA.

    PRESENTACIÓN*

    Era Miguel Delibes un hombre de una curiosidad insaciable, muy amigo de contrastar directamente sus hipótesis con la realidad de los campos, pueblos y ciudades de Castilla, Europa y América, por lo que sus páginas están llenas de sugerentes opi­­niones de variado tipo: cinegéticas, gastronómicas, antropológicas, políticas, medioambientales...

    Sus libros de no ficción, por ejemplo, son de un gran atractivo, no solo por su contenido, sino porque la claridad de su exposición refleja la claridad de su pensamiento, y también por los valores artísticos de su prosa, ya que la calidad prosística no es patrimonio de la literatura, pues puede encontrarse, aunque cada vez va siendo más raro, en obras sobre asuntos diversos.

    El propio Delibes señaló que él empezó a sentir interés por la palabra escrita a partir de la lectura del Curso de Derecho Mercantil, de Joaquín Garrigues, porque gracias a su estilo sencillo, directo, desnudo, casi ascético, alejado de la artificiosidad barroca, comenzó a valorar los libros no solo por lo que decían, sino por cómo lo decían.

    Aprendió bien la lección el aventajado discípulo. Sus libros cinegéticos constituyen un verdadero alarde de precisión en el uso de la palabra: cada ser tiene su nombre. Se proscriben los desangelados términos generalizadores y la realidad se muestra vívida y rutilante a nuestros ojos:

    La escarcha, en la sombra de los terrones, asumía un tono semejante al azul débil de la pechuga de perdiz, lo que unido al ocre de los barbechos acentuó el mimetismo normal del pájaro con el medio. Mi primera perdiz, abatida en un rastrojo lampiño, tardé cinco minutos en dar con ella (Las perdices del domingo, p. 133).

    Y en sus obras de viajes menudean los hallazgos estilísticos, como cuando describe Nápoles, el más bello suburbio del mundo, y, después de aludir al valor pictórico de sus montones de basura, a la docilidad de sus gatos, al acento inimitable de sus gentes, nos sorprende diciendo que las mujeres de los barrios napolitanos cuando llaman a los niños, parece como si soltaran una pelota de colores que fuese rebotando de muro en muro hasta llegar al mar.

    En las páginas que siguen se tratan en pie de igualdad las obras de ficción de Delibes y sus libros cinegéticos, de viajes o ensayísticos, en los que el escritor muestra una ad­­mirable capacidad de observación y raciocinio, sin que perdamos de vista que, frecuentemente, estos abordan asuntos coincidentes con los de sus relatos más conocidos por el gran público.

    El ensayo que el lector tiene entre sus manos está dividido en tres partes. En la primera, se estudia el reflejo de la Castilla tradicional en la obra de Delibes: una Castilla de sembrados y barbechos, de afanes y faenas, de algarabía en las eras y bullicio en los rastrojos, de ciegos de guitarra y zanfona, de romerías, cruces y capirotes, de magia, miedos, chascarrillos, fiestas y canciones.

    En la segunda, se examinan los contrastes y las concomitancias, que no necesariamente influencias, entre los escritos de Delibes y los de otros autores españoles, como Cervantes, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Jorge Guillén, José Jiménez Lozano...

    Y por fin, en la tercera parte, se aborda el estudio de palabras características del autor, se trata de aproximar a los lectores a su vocabulario, pero de forma amena y rigurosa.

    La crítica señala constantemente el valor de las palabras de Delibes, intuye su importancia en la obra del autor castellano, pero suele quedarse ahí, y, salvo honrosas excepciones, los trabajos sobre su léxico, aunque tengan alguna repercusión mediática, pecan, a veces, de frivolidad y no resisten un examen medianamente serio.

    El que esto suscribe ha oído desde la cuna muchas de las palabras que usa el escritor, y se ha preocupado de documentarlas en diccionarios antiguos y modernos, en repertorios dialectales, en la literatura española y en conversaciones con pastores, labradores y cazadores de pueblos de tenadas, tapial, adobes y espadañas coronadas por nidos de cigüeñas.

    Además, no se limita a dilucidar el significado frío y ob­­jetivo de los vocablos, sino que ofrece a los lectores sus sugerencias, sus huellas a lo largo de la literatura y lexicografía es­­pañolas, y, sobre todo, sus potencialidades estilísticas.

    Evidentemente, este ensayo va dirigido a los lectores interesados en Castilla, en el castellano y, en especial, en la obra de Delibes, y persigue que, después de que lo hayan leído, puedan comprender mejor el universo del escritor, sus mundos intrahistóricos o agonizantes, por lo que no está elaborado empleando ningún tipo de jerga filológica, ni intenta una interpretación, más o menos esotérica, de las obras en cuestión, ni repite lo consabido, ni se engolfa en consideraciones estructurales ni formales, muy bien hechas en algunos casos, esta vez sí, por críticos solventes, como Ramón Buckley, Francisco Umbral, Alfonso Rey, Gonzalo Sobejano, Manuel Alvar, Pilar Palomo o Amparo Medina-Bocos, entre otros. Tan solo pretende ayudar a entender en sentido cabal y recto lo que dijo Delibes, apelando a su contexto lingüístico, geográfico y literario.

    No puedo ocultar, ni debo, que este libro también se plantea como un sincero homenaje, hecho a través de Miguel Delibes, a la literatura en español, al castellano y a quienes nos lo legaron: los labriegos que cultivaban los tesos de trigales, amapolas y alondras; los viticultores que se desriñonaban podando las viñas; los pastores de burro y cayado, que conducían sus rebaños por trochas y cañadas; las bíblicas y esforzadas espigadoras; los cazadores de zurrón de cuero sobado, gozques bulliciosos y viejas escopetas, que buscaban las liebres por su carne... vale.

    primera parte

    CASTILLA EN SEPIA: LA TRADICIÓN

    LA COCINA Y LA ESCRITURA DE DELIBES

    A MODO DE INTRODUCCIÓN

    En los últimos tiempos, y desde distintos ámbitos culturales, se está subrayando la importancia que tiene la cocina para el hombre. El antropólogo Claude Lévi-Strauss, por ejemplo, en su obra Mitologías, apunta a la pertinencia del rasgo de lo cocido frente a lo crudo para oponer lo salvaje a lo civilizado: el fuego que el titán Prometeo roba a los dioses para ofrecérselo a los mortales aleja a estos de la barbarie, porque les posibilita tener a raya a los animales y forjar los metales, pero también porque les permite aplicarlo para cocinar los alimentos, un claro indicio de su civilización.

    En este mismo sentido, el biólogo español Faustino Cordón, en su libro Cocinar hizo al hombre, sostiene la teoría de que el dominio sobre el fuego posibilitó a los homínidos entregarse a las actividades culinarias, que fueron previas a la adquisición de la palabra y de las técnicas que posteriormente desarro­­llarían.

    Este interés por la cocina explica los estudios sobre el tema que se han venido realizando en las últimas décadas en torno a escritores españoles antiguos o modernos, o en torno a determinadas épocas históricas. Ciertamente, los investigadores han ido rastreando alusiones culinarias en los libros más variados, e incluyendo desde luego obras de literatura, porque no se puede negar que en nuestras letras no son escasas las referencias a las comidas.

    Sin embargo, en los últimos lustros, en determinadas novelas, por ejemplo, la cocina se presenta como un elemento vertebrador de la narración, no como algo anecdótico, y, asimismo, son frecuentes las reflexiones que incluye el narrador sobre la gastronomía o su posicionamiento con respecto a las tendencias existentes en el mundo de los fogones, en especial tradición contra vanguardia.

    Ya en 1921 el escritor asturiano Ramón Pérez de Ayala, en su novela Belarmino y Apolonio, nos ofrece una interesante meditación sobre la diferencia de comportamiento que tienen el hombre y los animales con respecto a la alimentación:

    Los animales comen el alimento crudo. El hombre hace pasar el alimento por la cocina: lo condimenta, lo sazona, le infunde sabores varios y sutiles. El buey come hierba como en la edad de piedra, y la rumia como entonces, sin haberle añadido complicaciones ni gustos nuevos. En cambio, la ciencia y el arte culinarios son evolutivos y perfectibles. En Maxim, de París, no se come como se comía en las cavernas (p. 65).

    Semejante entusiasmo por la gastronomía ha ido acentuándose en nuestras letras a medida que nos acercamos a nuestros días y vamos encontrándonos con gastrónomos que escriben, como José María Castroviejo, Néstor Luján, Joan Perucho o Álvaro Cunqueiro que, en su obra La cocina cristiana de Occidente, dirige a los lectores las siguientes palabras:

    Y conviene decir que ha sido en la cocina donde el hombre —el civilizado, el que viene desde Platón hasta Proust; el que construyó las catedrales, fundó las Universidades, hizo las Cruzadas e inventó el soneto— puso más imaginación, mucha más que en el amor o que en la guerra (pp. 11-12).

    Por su parte, Manuel Vázquez Montalbán, en sus novelas en torno al detective Pepe Carvalho, emplea la afición a la gastronomía del personaje como un rasgo caracterizador del mismo, pues la expectativa de degustar algún plato es uno de los pocos alicientes que sacan al investigador de su actitud escéptica y desengañada ante la vida. De ahí que no sea raro que verdaderas recetas de cocina ilustren sus páginas, como la del salmis de pato que transcribo a continuación, extraída de La soledad del manager:

    Ponerse a guisar un salmis de pato a la una de la madrugada es una de las locuras más hermosas que puede cometer un ser humano que no esté loco. En el horno se asa el pato joven deshaciendo sus propias grasas como en una cura de adelgazamiento y bronceado. Mientras, en la cazuela Carvalho obtenía la grasa de unos dados de tocino en la que rehogaba cebolla y champiñones, para añadir después vino blanco, sal, pimienta y un pedacito de trufa picada con parte de su propio coñac de conserva (p. 106).

    En esta misma línea, la escritora mexicana Laura Esquivel, en Como agua para chocolate, nos presenta a una joven condenada a permanecer siempre soltera por ser la hermana menor y tener la obligación de cuidar a su anciana madre. La muchacha, Tita, se las arregla para comunicar a su amante sus sentimientos por medio de los platos cocinados cada día, por lo que cada capítulo de la novela comienza con la transcripción de una receta.

    Evidentemente, la cocina no desempeña un papel tan fundamental en la obra de Delibes, ni en la de ficción ni en la ensayística, pero sí tiene la suficiente importancia como para dedicarle algunas observaciones.

    HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DE LA COCINA CASTELLANA

    A lo largo de la obra delibiana nos topamos con textos en que el novelista vallisoletano muestra su interés por la cocina. Por ejemplo, en el artículo El cine y la buena mesa, incluido en Pegar la hebra, comenta elogiosamente las películas Dublineses, de John Huston, y El festín de Babette, de Gabriel Axel, no solo porque en ambas el hecho de compartir mesa y mantel da la oportunidad a los personajes, unos seres condenados a la soledad y al aislamiento, de romper sus ligaduras y lograr por fin comunicarse, sino también por la plasticidad sensual con que en ambos filmes se presentan las materias primas que constituyen los platos, así como su preparación, condimento y adorno.

    Por su parte, en el capítulo El asado, de Castilla habla, don Miguel realiza una caracterización muy precisa de lo que para él es la cocina castellana, que considera que se distingue por su austeridad y por la búsqueda de sabores puros y esenciales, desdeñando los manierismos, los condimentos excesivos y la mezcolanza preponderantes en otros países.

    Es una cocina basada en productos fáciles de conseguir, cuyas recetas sencillas distan bastante de las demasiado sofisticadas que se elaboran a partir de una materia prima y unas especias casi inaccesibles para el gran público, como las que comienzan, según señala en Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo, con las palabras Cuézanse dos colas de langosta en dos botellas de champán francés:

    La austeridad castellana se manifiesta preferentemente en la cocina. A la cocina castellana no le va el barroquismo, la miscelánea, ni esos rizados y poéticos adjetivos con que los franceses suelen adornar sus menús. En rigor, la gastronomía castellana ha destacado siempre en los dos elementos fundamentales: pan y vino. Con pan y vino se anda el camino, reza el refrán, pero es obvio que si el pan es lechuguino, de cuatro canteros, y el vino de Rueda o Vega Sicilia es posible que el camino se haga dos veces y hasta sin sentirlo (p. 108).

    Y en este mismo sentido, en Por esos mundos, un libro de viajes sumamente interesante por presentar un careo entre dos visiones muy diferentes de la realidad, la de Castilla y la de la lejana América, el cronista, es decir, el propio autor, señala, concretamente en un capítulo titulado La cocina criolla es tan compleja como contradictoria, su prevención hacia la gastronomía chilena por prevalecer en ella una condimentación excesiva:

    Para mí constituyó un descubrimiento poco grato el uso y abuso que los co­­cineros chilenos hacen de la cebolla, el perejil, el ají y el maíz, que los criollos llaman choclo. Antes de empezar a comer, ya le presentan a uno un platito de ajís para abrir boca. Luego irá llegando la comida y en cada plato, bien sea de sopa, bien de pescado, bien de carne, apuesto a que no faltarán ni cinco veces de ciento la cebolla y el perejil (cebolla cortada en grandes rodajas y con esa suavidad un tanto repulsiva que le da la cocción; perejil espolvoreado no como elemento ornamental, sino perejil por las bravas, un perejil excesivamente sabroso, cuyo gusto prevalece sobre todo otro condimento). ¿Y qué decir del choclo? Uno no probó el maíz, sino transformado en gallina, hasta llegar a Chile (p. 104).

    Por su parte, en Dos viajes en automóvil, el escritor se queja de que una especia le ha privado al congrio de su sabor propio en una cena celebrada en un restaurante de la Grand Place de Bruselas. Una vez más, el cronista va a la búsqueda de los sabores puros y en contra del enmascaramiento que supone un plato excesivamente especiado:

    La sopa y el congrio estaban en su punto, pero alguna malhadada especia, una excesiva condimentación, privó al pescado de su sabor propio (Obras completas, VII, p. 936).

    En esta misma línea, quizás uno de los personajes delibianos que muestra mayor interés por la cocina sea el cascarrabias de don Eugenio Sanz, el veterano periodista jubilado, que se erige en decidido defensor del recetario de siempre (si bien con una actitud intolerante que no concuerda con la de Delibes). Don Eugenio considera que buscar una adecuada materia prima, rechazar todos los sucedáneos, no saltarse la tradición a la torera y ser capaz de encontrar el punto a los guisos son las claves que explican la bondad de los platos, que cada vez es más rara en el mundo moderno por diversas razones que, en su opinión no exenta de machismo, explican la degradación de la cocina, uno de los síntomas que marca la decadencia de Occidente:

    Soy un convencido de que uno de los síntomas más obvios de la decadencia de Occidente reside en el progresivo desdén por la cocina. A las muchachas de hoy no es infrecuente escucharlas que ellas no pierden el tiempo cocinando. ¿Cree usted, señora, que el tiempo que se emplea en la cocina es tiempo perdido? La cocina, hasta hace poco, ha sido uno de los pilares culturales que aún respetábamos, pero de unos años a esta parte ¡qué degradación, señora mía! La sustitución de la cocina económica por el gas y la electricidad, las parrillas de alcohol, la olla a presión, ¡qué nefastos inventos! Y, por si fuera poco, la ceba artificial del ganado, el enlatado, la congelación... Pero lo grave del caso es que todo esto se nos presenta como un avance, como una conquista, cuando, en realidad, la salazón de carnes y pescados es un recurso tan viejo como el mundo. ¿Dónde estriba la novedad?, pregunto yo, ¿dónde el progreso?

    Mi difunta hermana Eloína, que gloria haya, veinte años mayor que yo, guisaba primorosamente, pero a la antigua. Nunca utilizó otro procedimiento que la cocina económica. Mediante la leña y el carbón y una sabia manipulación del tiro, conseguía el punto de los alimentos. Ese era todo su secreto. Y no se piense usted, señora, que en nuestra casa se condimentaran selectos manjares, porque lo que hace de la cocina un arte es precisamente lo contrario, halagar el paladar con lo sencillo, darle el punto requerido a lo cotidiano: un cocido castellano, unas sopas o unas lentejas (Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, pp. 10-11).

    Ya en Diario de un cazador, en un frío siete de diciembre, la cuadrilla de caza tiene que interrumpir la jornada por la caída de aguanieve y ello permite que, dentro de la casa del guarda del coto, se desarrolle una interesante conversación (¡en los años cincuenta!) sobre cómo el uso de abonos inorgánicos y piensos compuestos, a juicio de algunos interlocutores, está adulterando el sabor del vino y de los huevos:

    El Pavo empezó a ponerle pegas al vino, pero a mí me sabía bueno. Dijo el guarda que ahora todas las cosas tienen un sabor raro, por los abonos. Melecio dijo que sí y el guarda cogió humos y dijo que entre un huevo de sus gallinas y un huevo de granja hay más diferencia que entre un filete de ternera y otro de caballo (p. 59).

    En USA y yo, otro de sus libros de viajes, el propio escritor, sin ningún tipo de intermediario, critica la cocina americana por abusar de lo precocinado, de la elaboración de los platos en dos etapas; por basarse en la premura, en el ahorro de tiempo, en el engaño del gusto a través de la vista, de la decoración del plato:

    Y, en definitiva, la comida americana no es otra cosa que una comida improvisada; una función en la que una mujer —o un hombre— no necesita invertir (entre pelar patatas, desplumar un pollo, picar una cebolla y calentar el aceite) ocho de las veinticuatro horas del día. Para eso está el supermercado. El supermercado nos brindará todo a punto o medio a punto: las patatas a medio freír, el puré de patatas deshidratado (solamente a falta de agua o leche), los macarrones cocidos y las chuletas envueltas en una capa de manteca. Un envase de aluminio —que una vez concluida la comida irá a la basura— facilita el recalentamiento, o el asado en su caso. Es obvio añadir que la comida fraguada en dos etapas nunca podrá adquirir la misma riqueza de matices que una comida elaborada en una sola, minuciosa y sosegada etapa […]

    La cocina americana está muy bien como recreo visual, para comerla con los ojos. La cocina americana ha dejado de ser un arte culinario para pasar a ser un arte plástico; tiene mucha vista pero poco paladar. De ahí que si uno se conforma con ingerirla por los ojos, no se sacia. Mas una vez en la boca, ya es otro cantar. Las viandas comportan esa insulsez, ese registro insípido de lo fabricado en serie, sin personalidad (pp. 100 y 102).

    LA DIETA DE LOS PUEBLOS DE ANTAÑO

    En el capítulo Pueblos envejecidos, de Castilla habla, el autor enumera por boca de su interlocutor, el señor Darío, de Sedano, los alimentos en los que se basaban las comidas de los pueblos castellanos de antaño, algo que también se refleja en los relatos delibianos de ambientación rural, en alguno de los cua­­les no se desdeñan las ratas de agua ni los lagartos como animales comestibles:

    Luego, el marrano; matábamos un chinillo cada uno, el que podía de cien kilos, de cien; el que podía de ciento cincuenta, de ciento cincuenta. Y con el marrano y la huerta nos pasábamos el año, que entonces no había vicio; ni carnicería ni fresco. O sea, nadie co­­mía merluza aquí más que algún señorito, una colilla a la semana a todo tirar. Pero como estábamos enseñados a esto ni nos costaba (p. 27).

    Se trata, pues, de una cocina de autosuficiencia en que la cría del cerdo y las legumbres, verduras y hortalizas de la huerta, junto con los huevos, el queso, el pan y el vino constituyen la base alimentaria, si bien Delibes señala en ocasiones que las capas populares están refinando su gusto culinario, lo que explica la progresiva pasión que se aprecia hacia productos como las setas, los cangrejos o los caracoles, incluso hacia la propia caza y la pesca en general, que antes no despertaban tal entusiasmo. Llama la atención, no obstante, en esa vieja cocina castellana, la casi ausencia del pescado, hasta tal punto que el vocablo fresco servía para referirse al pescado al natural, en oposición al escabechado o en salazón, de más consumo en los pueblos de Castilla, ya que ambas técnicas permitían su conservación para llegar a lugares cuya lejanía con respecto al mar, agravada por las comunicaciones deficientes, hacía difícil y encarecía su presencia en la dieta cotidiana.

    La llegada de los fresqueros, o vendedores ambulantes de pescado, constituía un pequeño acontecimiento que rompía la monotonía. En sus camiones o furgonetas, anunciaban a bocinazos su mercancía (sardinas, boquerones, sable, congrio, bertorella…), guardada en cajones de madera entre helechos y hielo a medio derretir, escena que Delibes evoca en su novela El tesoro:

    En la plaza de Gamones, las mujeres, con platos y fuentes de loza en las manos, hacían cola ante la furgoneta del pescado que acababa de llegar y anunciaba a bocinazos su presencia (p. 44).

    Este predominio del porcino en la alimentación campesina explica que en Las ratas, uno de los relatos de Delibes de ambientación rural, haya un episodio relativo a la matanza del cerdo en que se aprecian las pautas que han de seguirse para aprovechar al máximo las delicias que nos reserva ese animal, casi totémico en muchas zonas de la península ibérica.

    El sacrificio del marrano constituye una fiesta para los aldeanos y es casi un ritual que contribuye a su cohesión, pues se ayudan unos a otros juntándose los

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