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Quiero tu amor
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Quiero tu amor

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About this ebook

Delia Dupuis había encontrado el lugar perfecto para esconderse. Aquel apartado hotel a la orilla del río Hudson era el último lugar en el que su ex la buscaría. Allí, Delia podría decidir cuál sería el siguiente paso para continuar con su vida sin ningún tipo de ataduras.Lástima que Max Mitchell, el encargado del mantenimiento del hotel, estuviera haciendo que se replanteara la decisión de marcharse. Su tranquilidad y la dulzura con la que trataba a su hija suponían una tentación para Delia, que sentía ganas de quedarse y explorar la química que había entre ambos. Pero ¿debía ponerlo en peligro con sus secretos?
LanguageEspañol
Release dateAug 9, 2018
ISBN9788491888789
Quiero tu amor
Author

Molly O'Keefe

Molly O'Keefe sold her first Harlequin Duets at age 25 and hasn’t looked back! She has since sold 11 more books to Harlequin Duets, Flipside and Superromance. Her last Flipside, Dishing It Out, won the Romantic Times Choice Award. A frequent speaker at conferences around the country she also serves on the board of the Toronto chapter of Romance Writers of America.She lives in Toronto with her husband, son, dog and the largest heap of dirty laundry in North America

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    Quiero tu amor - Molly O'Keefe

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2008 Molly Fader

    © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Quiero tu amor, n.º 97 - agosto 2018

    Título original: A Man Worth Keeping

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

    I.S.B.N.: 978-84-9188-878-9

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Índice

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Si te ha gustado este libro…

    Prólogo

    ¿Aquello era… una rana?

    Max Mitchell intentó aclarar su visión, pero el dolor y la sangre se lo hicieron imposible. La rana, si la mancha verde en el techo era eso, parecía moverse y gritar al ritmo de su corazón galopante.

    Max se moría y la sangre le salía a borbotones de su cuerpo, bajo aquella rana voladora y aulladora. ¿Estaría en estado de shock?, se preguntó.

    Su cerebro envió a sus nervios el mensaje de que levantara la mano para limpiarse la sangre de la cara, pero no sirvió de nada. Los nervios no respondieron.

    Escupió la sangre que ponía un sabor caliente a cobre en su boca y gimió a causa del esfuerzo.

    Y entonces se dio cuenta de pronto de que los gritos no procedían de la rana, sino de la niña que había en la cuna debajo de la rana.

    Finalmente, Nell tomó a la niña en brazos y los gritos cesaron.

    Max se sintió aliviado y los latidos de su corazón se calmaron un poco. O tal vez fuera la pérdida de sangre. Fuera lo que fuera, Nell había sobrevivido y él estaba muy cansado.

    —¡Mitchell!

    Alguien gritó su nombre y él intentó girar la cabeza, pero la agonía se lo impidió y los bordes oscuros del mundo empezaron a cerrarse alrededor.

    —Mitchell, ¿me oyes?

    La cara barbuda de su compañero reemplazó a la rana.

    Bien. Nell, la niña y Anders seguían con vida.

    —Tienes una bala en la entrepierna y parece que otra te ha rozado el cuello y la mejilla —Anders intentaba sonreír, pero Max sentía que su compañero usaba las dos manos y todo su peso para detener la sangre que salía de su cuerpo.

    —Duele.

    Anders se echó a reír.

    —Imagino que sí.

    —¿Entrepierna?

    —Hay mucha sangre, pero vivirás.

    —¿Dónde…? —la sangre le dificultaba hablar, pero escupió una poca más y volvió a intentarlo—. ¿Dónde está Tom?

    —¿Tom?

    —El padre. Hombre adulto.

    Anders miró un instante tras de sí, donde unas sombras azules, los gritos y la rana estaban fuera de la visión de Max.

    —La esposa está herida, pero no grave. La niña está bien, pero hemos llegado demasiado tarde para el padre. La primera bala le atravesó el pecho. Murió en el acto.

    Max pensó que la justicia era demasiado complicada.

    Se acercaron los sanitarios de la ambulancia y apartaron a Anders. Pero éste no era una persona que se dejara apartar fácilmente y se asomó por encima del hombro del sanitario.

    Max se alegró. No quería morir solo.

    —¿El chico? —preguntó, cuando los sanitarios lo colocaban en la camilla. Pinchazos calientes de dolor le atravesaban el cuerpo procedentes de la pierna. Gritó, entró sangre caliente en su boca y se atragantó.

    —¡Por Dios, tengan cuidado! —ladró Anders, y los sanitarios se apresuraron a sacar a Max del cuarto infantil que se había convertido en un baño de sangre.

    —¿El chico? —preguntó, luchando contra los bordes negros que intentaban atraerlo con una promesa de alivio.

    —Le has dado —contestó Anders, con una mezcla de alivio y pena en la voz—. Está muerto.

    Max había hecho su trabajo. Finalmente, se dejó ir y el mundo se volvió completamente negro.

    Capítulo 1

    Dos años más tarde…

    Max Mitchell dejó la tabla sobre el caballete de aserrar y sacudió la nieve de la sierra, pero cayeron más copos para reemplazar a los que había expulsado.

    Sólo eran las nueve de la mañana y el pronóstico del tiempo había vaticinado nieve todo el día.

    Invierno. No tenía nada de bueno.

    Por supuesto, pasar todos los minutos del día al aire libre era un modo seguro de potenciar que no le gustara el frío. Pero últimamente las paredes, por lejanas que estuvieran, y los techos, por altos que fueran, le parecían demasiado cerrados. Como ataúdes.

    Los gruesos guantes marrones no espantaban al frío, así que dio una palmada y asustó a los mirlos que había en el árbol a poca distancia de él.

    Hasta el esqueleto de la estructura que había pasado los últimos meses construyendo pareció temblar y estremecerse en la fría mañana de diciembre.

    Miró su edificio y, por centésima vez, se preguntó qué iba a ser.

    No era una de las cabañas que había pasado la primavera anterior construyendo para la posada de su hermano.

    Demasiado pequeño para eso. Demasiado simple para su hermano Gabe, el dueño del complejo de lujo situado en el parque natural de las Catskills.

    Max decía a todo el mundo que iba a ser un cobertizo para el equipo, porque necesitaban uno. Pero estaba tan lejos de los edificios que había que mantener y el césped que había que cortar, que sería muy pesado mover el equipo desde allí.

    Aun así, lo llamaba «cobertizo» porque no sabía de qué otro modo llamarlo.

    Además, la construcción le mantenía ocupadas las manos y vacía la cabeza. Y unas manos ocupadas y una cabeza vacía bloqueaban lo peor de sus recuerdos.

    Se le erizaron los pelos de la nuca y se giró, con una mano en la cadera donde había estado su pistola durante diez años. Pero, por supuesto, la cadera estaba vacía y, detrás de él, mirándolo en silencio, bajo un anorak rosa cubierto de nieve, había una niña.

    —Hola —dijo él.

    Ella lo saludó con la mano.

    —¿Estás sola? —él miró a su alrededor en busca de un progenitor.

    Ella asintió.

    No parecía muy habladora.

    —¿De dónde has salido? —preguntó Max.

    La niña señaló con el pulgar la posada, situada al otro lado del bosque.

    —¿Eres una huésped? —preguntó él, aunque era lunes y la mayoría de los huéspedes llegaban el domingo—. ¿En la posada?

    Ella se encogió de hombros.

    —¿Te has perdido? —preguntó Max.

    Ella negó con la cabeza.

    —¿Puedes hablar?

    Ella asintió con la cabeza.

    —¿Y vas a hablar?

    Ella negó con la cabeza y sonrió.

    Max sintió calor en el pecho, a pesar de las horas de frío.

    —¿Crees que alguien estará preocupado por ti?

    La niña dejó de sonreír y miró detrás de ella, a los edificios apenas visibles a través de los pinos.

    —¿Quieres que volvamos? —preguntó él.

    Se apartó de su proyecto para olvidar y su movimiento hizo que la niña saltara hacia la izquierda, apartándose del sendero. Max se detuvo.

    Ella era como un ciervo dispuesto a salir huyendo. Y puesto que más allá de él ya no había nada, supuso que haría bien en retenerla allí hasta que alguien fuera en su busca.

    —Está bien —dijo—. No tenemos por qué ir a ninguna parte.

    La niña señaló con un dedo enguantado el edificio que había detrás de él.

    —Es una casa —explicó Max.

    Ella se echó a reír.

    —¿Crees que es demasiado pequeña? —preguntó él. Y ella asintió vigorosamente con la cabeza.

    —Es para una familia pequeña —se acercó levemente hacia ella—. De mapaches.

    Crujió una rama bajo su pie y ella se metió más entre las sombras. Ahora él no podía verle la cara. Se detuvo.

    Dos años fuera del Cuerpo y había perdido facultades.

    —¿Quieres jugar a un juego? —preguntó; y como ella no respondió, decidió que aquello era una afirmación—. Voy a adivinar cuántos años tienes y, si acierto, vamos dentro. Aquí fuera hace mucho frío —se estremeció con dramatismo.

    De nuevo no hubo sonido ni movimiento.

    —Está bien —él cerró los ojos y se frotó las sienes—. Ya me viene. Puedo ver un número y tienes… cuarenta y dos.

    Ella se echó a reír. Pero cuando él dio un paso, la risa se detuvo, como cortada por una navaja. Él se quedó inmóvil.

    —¿Me he quedado corto? ¿Eres más mayor?

    La mano enguantada de ella salió entre las ramas del árbol que la escondía y señaló hacia abajo con el pulgar.

    —¿Eres más joven? —él fingió sorprenderse—. Vale, voy a probar… ¿ocho?

    Ni risa ni mano.

    Durante un verano delicioso de su malgastada juventud, Max había sido adivinador de edad y peso en Coney Island. Tenía una gran intuición para esas cosas y aquel verano eso lo había ayudado a acostarse con más chicas de las que quería contar.

    Ah. Juventud malgastada.

    —¿He acertado? —preguntó.

    Ella salió de debajo del árbol con el rostro inmóvil y una mirada nerviosa.

    —¿Tienes miedo de volver?

    Ella negó con la cabeza y miró el extremo de su bufanda brillante rosa y naranja.

    —¿Simplemente no quieres volver? —preguntó él.

    Los ojos de la niña se posaron en los suyos y él vio un dolor que comprendía muy bien. A ella no le gustaba lo que había allí atrás.

    —Es difícil —murmuró.

    —¡Josie! —el grito cruzó el bosque silencioso—. ¡Josie! ¿Dónde estás? —era una voz de mujer y sonaba asustada.

    —¿Tú eres Josie? —preguntó él. Y la expresión culpable de la niña fue respuesta suficiente—. ¡Está aquí! —gritó—. Siga el sendero y…

    Una mujer bajita y pelirroja apareció entre los árboles y salió casi tropezando al claro. Sus ojos asustados registraron la zona hasta que se posaron en Josie, pequeña, con su anorak rosa y con aire de querer desaparecer.

    —¡Oh, Dios mío! —la mujer se arrastró por la nieve hasta que prácticamente cayó de rodillas delante de Josie—. ¡Oh, estaba tan preocupada! —examinó a la niña y posó sus manos en las mejillas de la pequeña. La mujer ni siquiera llevaba abrigo—. ¿No te he dicho que no te alejaras? No puedes hacer esto. No puedes asustarme así.

    La mujer tomó a Josie en brazos, pero siguió de rodillas, con los vaqueros probablemente empapados ya.

    No llevaba abrigo ni guantes y ahora además estaría mojada.

    Él carraspeó.

    —Estaba con…

    Antes de que pudiera terminar, la mujer estaba de pie, con la niña secuestrada detrás de ella. Parecía preparada para la batalla, como un oso que protegiera a su cachorro. Max respetaba mucho aquella faceta concreta de la maternidad y no tenía ningún deseo de meterse con ella.

    Se alejó un paso de las dos féminas y miró a los ojos a la mujer en un esfuerzo por calmarla. Abrió la boca para decirle que no era su intención hacerles daño, pero las palabras murieron en su garganta.

    Había un zumbido en el aire y el vello de los brazos se le puso de punta bajo el anorak.

    Miró los ojos azules radiantes de la mujer. Los hombros tensos y los labios temblorosos contaban su historia mejor que nada de lo que ella hubiera podido decir. Aquella mujer estaba aterrorizada de algo más que de perder momentáneamente a su hija. Se trataba de una mujer, una mujer hermosa, que luchaba con grandes miedos.

    Y los grandes miedos parecían ganar la batalla.

    Ella achicó los ojos y él apartó la vista, preocupado de pronto porque pudiera leer en él tan claramente como leía él en ella. Aunque no sabía lo que detectaría en él… telarañas y rincones oscuros, probablemente.

    —¿Quién es usted? —preguntó ella.

    —Max Mitchell —repuso él con calma, pese a que su corazón corría a un kilómetro por segundo.

    Necesitaba que aquella mujer saliera de allí inmediatamente. Que tomara a su hija silenciosa y se largaran.

    —¿Su hermano es Gabe? ¿El propietario? —él asintió y ella se relajó un poco—. Ha dicho que está usted al cargo de las operaciones.

    —Corto el césped —Max se encogió de hombros—. Retiro la nieve con pala —señaló los zonas húmedas en los vaqueros de ella y la nieve que cubría trozos de su jersey azul. Un jersey azul brillante muy ceñido. Una mamá osa con ropa provocativa—. Más vale que regresen. Se va a enfriar.

    La mujer y la niña formaban una imagen hermosa, rodeadas por la nieve blanca y los árboles verdes. Eran puntos brillantes, casi eléctricos. Le resultaba difícil apartar la vista.

    —Soy Delia —dijo ella, con acento del sur. Tal vez de Texas.

    Una pelirroja de Texas. Sólo podía significar problemas. Y una mujer de Texas sin abrigo de invierno ni guantes sólo podía ser una huésped.

    La niña tiró de la mano de su madre y Delia le pasó un brazo por los hombros.

    —Y ésta es mi hija, Josie.

    Josie saludó a Max con un dedo y él sonrió.

    —Ya nos conocemos.

    A Delia eso no le gustó. No le gustó nada. Apretó los labios y su piel pálida, y sin duda fría, enrojeció.

    —Vamos a volver. No se moleste en mostrarnos el camino.

    Él asintió con la cabeza y no se movió.

    Ellas regresaron hacia el sendero y Max se obligó a no mirar mucho rato el extraordinario trasero de la mujer que se alejaba.

    —¿Qué te he dicho de hablar con desconocidos? —oyó que preguntaba.

    —No he dicho ni una palabra, mamá —repuso la niña.

    Max no pudo evitar soltar una carcajada.

    Aquellas dos significaban problemas.

    La madre de Delia Dupuis era francesa, su padre un perforador de pozos de petróleo de las llanuras del oeste de Texas. Dependiendo de la situación, Delia podía personificar a cualquiera de los dos. Y en ese momento, su hija de ocho años era demasiado lista para su bien y necesitaba una muestra de amor duro de la escuela de hombres.

    —Eso no tiene gracia, Josie. No conozco a ese hombre y podía haber sido peligroso.

    —Era simpático —protestó Josie.

    Cierto. Era más que simpático y su instinto se correspondía con las palabras de Josie. Pero Delia no se fiaba mucho de su instinto últimamente. Tenía además la impresión de conocer a Max. Conocerlo de verdad. Por un momento, había sentido una chispa de algo, como si la rozara una corriente eléctrica, y cuando lo miraba a los ojos sólo podía pensar que podía fiarse de aquel hombre.

    Había visto mucha tristeza en sus ojos, aceptada pero presente, como una herida que no se curara. Esa tristeza y el modo en que sostenía la cabeza y hablaba con Josie, el modo en que le había mostrado más respeto en esos cinco segundos del que ella había recibido en el último año de su matrimonio, hacían que todo su cuerpo ansiara que fuera uno de los buenos.

    Lo cual, por supuesto, era ridículo. No podía saber eso por una conversación de cinco segundos, por una mirada rápida a un par de ojos negros. Y el hecho de que su instinto le dijera que el hombre atractivo y misterioso era bueno probablemente indicaba que no lo era.

    Su instinto era así.

    Delia se volvió

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