Insectos selectos
By Paco Banjac
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Paco Banjac
Paco Banjac (Francisco Ángel Fernández Sánchez) nace en Madrid, en 1971. Escribe tanto narrativa como guiones cinematográficos o teatro. De este último afirma que es su auténtico oficio, ya que participa no solo en su creación, sino también en la escenificación y el montaje. En su obra literaria se reconoce la influencia de autores tan distintos entre sí como Rafael Azcona, Tom Sharpe, Woody Allen o Enrique Jardiel Poncela.En cuanto a su labor teatral, Banjac emplea rasgos líricos, míticos y simbólicos, y recurre tanto al acervo popular como al referente histórico o aún mitológico. En su teatro, el contenido social, no obstante, es tan importante como la búsqueda de nuevos recursos narrativos.
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Insectos selectos - Paco Banjac
Paco Banjac
Insectos selectos
Insectos selectos
Francisco Ángel Fernández Sánchez
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Paco Banjac, 2017
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
universodeletras.com
Primera edición: septiembre, 2017
ISBN formato digital: 9788417139964
Tribulaciones de escritor
Quise ser escritor al darme cuenta de que no me sentía lo bastante capacitado como para dedicar mi vida a desempeñar ningún trabajo honrado.
Así que recuperé unas rancias gafas de pasta, que llevaban largo tiempo olvidadas en un cajón, me vestí con mi vieja americana de tweed con coderas y compré una botella de whisky. Aunque debo decir que esto último fue una mala idea. El alcohol interacciona con el Tranxilium y con los laxantes y me sienta fatal.
Durante semanas anduve aporreando mi vieja Olivetti con saña, hasta que conseguí arrancarle lo que sin duda será la novela definitiva del siglo XXI ("¡Oh, cielos! ¿Por qué a mí?"), en la que narro, con un fino sentido del humor y una erudición que para sí quisieran muchos best sellers, los conflictos por los que debe pasar un musulmán empleado en una fábrica de embutidos de cerdo para salir adelante en el New York de los años cincuenta.
Huelga decir que intenté vender mi obra por todos los medios pues, si bien es cierto que el aliento de Las Musas separa nuestra condición de la del resto de los mortales; los escritores aún sentimos la incómoda necesidad de nutrir nuestros estómagos de una manera razonablemente regular.
Así que; cuando aquél viejo editor de Bethune Street insinuó que mi manuscrito sería idóneo para engrosar la pila de madera y de papeles viejos que habían de servir de combustible para su chimenea, decidí que era tiempo de buscarme un agente.
Lo encontré encarnado en la persona de Ida Kaufmann, con despacho en Lexington Avenue. Y debo decir que es una mujer encantadora.
Admito que resulta desconcertante que cada vez que entra en una habitación suene música de órgano y se respire un intenso olor a azufre. Y tampoco ayuda, a qué negarlo, que su piel posea un cierto tono violáceo y que su perfil, mirado desde un determinado ángulo, recuerde indefectiblemente a Goebbels. Pero cada vez que dice: Veinte por ciento
, uno no puede evitar que se le ericen los pelos del cogote.
Ida ha sido lo mejor que me ha pasado. Sin duda. Le perdono esa manía, tan suya, de firmar los contratos con sangre. No doy mayor importancia a su colección de muñecos de vudú y disculpo esa excentricidad, tan encantadoramente snob, de aborrecer la luz del sol.
Ida es mi agente.
Gracias a su esfuerzo; yo he sido el redactor de la carta de menús del restaurante Lin Yu.
Si no hubiera sido por sus hábiles gestiones, yo jamás habría escrito la esquela del señor Ibrahim W. Singer, ni el texto que leen los locutores de la cadena de supermercados Marty’s.
Así que, tío Alvy, entenderás que me sienta en deuda con esta mujer, que ha conseguido tornar mis sueños, tal vez fantasías, en realidades.
Sí, de acuerdo, es mío el texto de la nota que leyeron los terroristas.
Pero y yo; ¿Qué sabía?
¿Pueden ponerse frenos a la labor creativa? ¡No! ¡Definitivamente!
¿Que Ida es un monstruo? ¡Tonterías! Es tan sólo un instrumento del Destino, usado para dar a conocer el talento de seres que, como yo, vivimos absortos por y para nuestro arte.
Tío Alvy, te lo ruego, tienes que aclarar este terrible malentendido. Diles que yo nunca he tonteado con el comunismo, que no bailo desnudo bajo los efectos del vodka y que no reniego de ninguna fe (sea la que sea).
Diles que soy, tan solo, un pobre bardo. Bueno; mejor no. Mejor diles que soy mecánico, o panadero.
Y encuentra a Ida. Seguro que ella es capaz de explicar por qué estoy en una prisión de máxima seguridad, vistiendo un mono de color naranja.
Y sobre todo, querido tío; la próxima vez que vengas a visitarme, no me traigas jabón en pastillas. Prefiero un envase de plástico, con dosificador.
La tentación del señor Pransky
Todo comenzó una encantadora mañana de otoño. Volvía a casa, después de haber estado practicando footing con el firme propósito de reducir drásticamente mi esperanza de vida. Me detuve durante unos instantes frente a una de las verjas de Gramercy Park mientras, jadeante, rogaba al buen Dios que hiciera un milagro y acabase con mi sufrimiento; bien con una providencial bombona de oxígeno, bien con una automática del 38. Frente a mí; la vida seguía a su ritmo. Un jardinero cambiaba la maleza de lugar con su rastrillo y unas ardillas discutían acaloradamente porque, al parecer, una de ellas había hecho trampas al póquer la noche anterior.
Cuando hube recuperado mi frecuencia respiratoria habitual y mi pulso dejó de latir al ritmo del chá-chá-chá, crucé la calle y entré en el edificio de apartamentos donde resido. Me detuve a esperar el ascensor. Cierto es que la voz de la señorita que hay grabada me recordaba desagradablemente a la de una novia que tuve en mi juventud y que tenía un notable parecido con el ama de llaves de Rebecca, pero preferí escucharla antes que arriesgarme a morir de un paro cardíaco en mitad de la escalera.
Meditaba acerca de los efectos que podrían provocar un par de patadas, propinadas con la conveniente saña, en el mecanismo de la grabación, cuando una pierna kilométrica, de ésas que vienen normalmente por parejas, obstaculizó las puertas antes de que pudieran acabar de cerrarse.
Con un par de ágiles movimientos, la propietaria de tan portentosas extremidades introdujo su generosa anatomía en el estrecho cubículo y yo di gracias a los Cielos por haber nacido hombre.
—Hola. —Dijo.
—Gla. —Contesté.
—¡Qué suerte! Casi no llego.
—Mmmm...
—¿Dónde?
—Ah, er... al, ehém, al segundo.
—¡Qué casualidad! Yo también. Mi nombre es Vera Williams. Acabo de mudarme. Bueno; en realidad, aún estoy en ello.
—Oh, eh, Miles. Miles Pransky. Encantado.
—Igualmente.
Quise ofrecerme para ayudarla en lo que necesitase; subir bultos o muebles, colocar algún electrodoméstico, llenar su casa de pequeños Pransky Williams...
Pero callé.
La voluptuosidad de un organismo que desafiaba a todas las leyes de la naturaleza y a todo el código deontológico del Colegio de Cirujanos Plásticos del estado de Nueva York, me mantenía mudo.
Al salir del ascensor encontré que nos hallaba esperando mi viejo amigo Max, quien miró a la señorita Williams con la misma cara que pondría un niño si se quedase encerrado en una pastelería.
Mi amigo Max tiene toda la pinta de un zorro astuto. De hecho, podría pasar por un zorro. Es más, su nombre figura en la lista de especies protegidas.
—¡Por las barbas de mi abuelo Arthur! —casí gritó mientras, en el interior de mi apartamento, se pimplaba su segundo vaso de whisky—. Pero; ¿Cómo es posible?
—Qué. Cómo es posible; qué.
—¿Eres vecino de Tracy Angel, y no me has dicho nada?
—¿De quién?
—Angel. Tracy Angel, la actriz. ¡Y no me has dicho nada! Serás...
—¿De qué estás hablando?
—La mujer que subía contigo en el ascensor, y se ha metido en el apartamento de al lado. ¡Tracy Angel!
—No, no. Te equivocas. Se llama Vera Williams.
—¡Y un cuerno, Vera Williams! ¡Esa mujer es Tracy Angel, la actriz! ¡Si lo sabré yo!
—¿Actriz? ¡Actriz! ¿Qué dices? ¿Estás seguro?
—Mmjhemm...
—Pues no me suena... ¿Qué películas ha hecho?
—Las alegres hijas del granjero te trabajan con esmero
, Bacanal en el camping
, Las tres Mosqueteras te enseñan su delantera
... Ya sabes; cine de autor.
Aquello me produjo una fuerte impresión. Casi tan grande como cuando la policía detuvo a la abuela Pransky porque, al parecer, se ganaba unos pavos extra traficando con hongos alucinógenos.
Excuso decir que no hice ni maldito caso a mi amigo Max, en ningún momento de las dos horas largas que duró su visita. Cuando se tienen encima cincuenta años, dos divorcios y una úlcera péptica, la idea de que tu vecina sea una joven y lozana estrella del cine para adultos acapara toda la atención de tu materia gris y acaba concentrando todo el torrente sanguíneo en un punto situado bastante por debajo de tu línea de flotación.
Aquella noche no pegué ojo. Dí vueltas y más vueltas sobre la cama y bañado en sudor, pasé