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Cerré los Ojos y Otros Relatos de Ayer
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Cerré los Ojos y Otros Relatos de Ayer
Ebook92 pages1 hour

Cerré los Ojos y Otros Relatos de Ayer

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Una historia grande o chica es un suspiro de palabras, es un sendero que se ilumina con los ojos del lector, y ese sendero puede ser fugaz o dilatado pero en cualquier caso debe propender a fascinar la imaginación. Eso es lo que persigue esta obra, reconocer -a través del desafío- la autoridad de la imaginación como protagonista de cualquier ficción que se exhiba.
La prosa y el verso, -conjugados traviesamente- sirven de mecanismo inductor a estas páginas en las que el recuerdo y el pasado se entienden de forma apacible, circulando de un lado a otro a partir de las primeras líneas con la singularidad de una propuesta alternativa dentro de la narración misma.
El contenido de los diecinueve relatos es heterogéneo, como es la inspiración divergente, original y temeraria del autor. Algunos pueden ser tildados de relatos policíacos efímeros. Otros, pueden abarcar una confesión íntima, un sentir ajeno o una manifestación ingenua.
De acuerdo a su extensión, la mayoría de las composiciones se inscriben dentro del relato breve, y esta es la dinámica preponderante a lo largo de sus páginas en los que relatos como “Daniela”, “Romina”, “Las arrugas”, y “La mosca”, son ejemplos del trazo de un lápiz espontáneo y simplificado.
Los relatos “Benjamín” y “Mi vida, en manos de Chaplin”, se convierten en una excepción curiosa a la regla antes referida, retando con la ramificación de sus párrafos a la filosofía de aquellas mentes impacientes que procuran más laconismo.
El relato “Episodio de un soldado” merece mención aparte, por su prolongación y por lo que está encerrado en sus letras. Constituye un relato denuncia sobre la realidad venezolana.
En fin, este libro de narraciones transitorias es el tercero de este tipo en la carrera del autor, luego de haber publicado “El Señor Ralph y otros relatos” (2014), y “Relatos de un caribeño que se bañó en el mar dulce” (2015).

LanguageEspañol
Release dateAug 2, 2018
ISBN9780463508688
Cerré los Ojos y Otros Relatos de Ayer
Author

Francisco Antonio Soto

Francisco Antonio Soto nació en Caracas en 1961, se graduó de Abogado en 1984, especializándose en Derecho Penal Militar y obteniendo más tarde una Maestría en Derecho Penal y Criminología. Ingresó a la Fuerza Aérea Venezolana como oficial asimilado en 1989 realizando varios cursos de adaptación castrense, y desempeñándose como Asesor Jurídico, Investigador de accidentes aéreos y terrestres, Fiscal militar y Juez militar hasta el momento de su retiro, en el año 2004. Trabajó como Abogado en la Sala de Casación Penal del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, y también como Juez Superior Penal en el Circuito Judicial del Área Metropolitana de Caracas. Ha sido instructor universitario y tutor de decenas de trabajos de grado en Criminología, en Derecho Penal y en otras materias afines. Tiene amplia experiencia deportiva, y también en actuación teatral y en locución. En el campo literario es autor de los libros “El Señor Ralph y otros relatos” (Editorial Libros en Red, Buenos Aires. Año 2014), “Relatos de un caribeño que se bañó en el mar dulce” (Ediciones Ediquid, Caracas. Año 2015) y “Cerré los ojos, y otros relatos de ayer”, otro libro de relatos, todavía sin publicar.

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    Cerré los Ojos y Otros Relatos de Ayer - Francisco Antonio Soto

    Supuse encontrarlo lleno de maleza, barro, escombros como siempre; repleto de roedores, cucarachas, topos salseros y gatos malolientes. Se trata del gran patio trasero de la casa Walter. La casa azul y gris de la última esquina del barrio. Un viejo fantasma, treinta ventanas, veinticinco cuartos y apenas una entrada inexpugnable.

    Aquella casa permanece obstruida desde hace más de siete décadas. Ahora, ahora puedo consentirme con ese espacio inaccesible, secreto, incomprensible para todos nosotros, para los niños traviesos y sudorosos del lugar. A pesar de todo conseguí entrar pero no es el sitio que conjeturé. No sigue así. El turno de mis días ha cambiado las cosas.

    En el cielo brillan juntos cuatro astros: el sol, la luna y dos asteroides diminutos y relucientes, chispeantes, prestados sin retorno por el buen Saturno antes de su cesión definitiva a un nuevo planetoide cercano a la constelación de Orión. El patio está repleto de plantas y árboles de diferentes espesores, colores y sabores. Antes era sombrío, tenebroso, ahora es bullicioso, vívido.

    En el centro, un árbol de cedro muy grande, como de cincuenta metros, con un poco de nieve en su cima y sus ramas extendidas en sentido horizontal, tronco oloroso, con mil años de antigüedad, sirviendo de hotel a varias familias de pelícanos anaranjados y a unos cuantos pingüinos de color rosado con narices de apio manchado, que vinieron desde Ushuaia a vacacionar dentro de la estancia tropical.

    En el lado derecho en correcta formación, uno detrás del otro, un bucare de treinta metros de altura con corteza musical y flores rojo escarlata; un pino muy chico con copa piramidal; un chaguaramo de cuarenta metros lleno de drupas cuidadas singularmente por una guacamaya de diez colores; un araguaney albino, que no acepta en ninguna de sus ramas el paso cortés y sabio de las hormigas gemelas.

    A la par un apamate morado, gigante y puntiagudo que alcanza los ochenta metros, desde cuya sombra se observa el lado derecho del huerto poblado por muchas verduras, hortalizas, yerbas y varias plantas que nunca había visto tan cerca. Azaleas sonrientes, rosas con espinas de goma de mascar, cayenas con jugo de papelón, tulipanes de queso paisa, violetas que obsequian cotufas acarameladas, trinitarias de hojas dulces que no cesan de charlar, helechos acompañantes y palmas aceiteras que saltan de lado a lado.

    Las raíces de todos los vegetales penetran libres y amistosamente con sumisión a la tierra húmeda que evoca ventura, y sus apéndices seguros y cómodos cruzan una gran distancia: kilómetros y kilómetros hasta llegar a otro continente, donde los hongos se columpian jadeantes durante las mañanas sinuosas y desiguales de los días con vida transparente.

    Casi no siento la tierra, y al cabo de unos segundos parece más bien un abrazo imperceptible y enhiesto que busca apretar los pies, para que no me vaya sin probar de alguna manera aquello que está aguzando mis sentidos. Veo la grama brillante, suave y celeste; cuidada con esmero y regada constantemente por una nube pequeña con forma de cambur, que se coloca en lo más alto y se traslada de aquí para allá.

    De vez en cuando se asoma, en lo alto de la menuda nube con forma de cambur, un ganso plateado con alas curvas que llora un poco para dejar caer sus lágrimas alegres, refrescando con tal irrigación la misma nubecita, los árboles y las plantas del lugar. Por las tardes, los gatos de tres narices y tres patas, ataviados con sombrero de copa estrecha, asidos con libreta y lápiz de apoyo, le prodigan al ganso plateado cuenta sumamente exacta de cada gota derramada con el fin de establecer la dimensión de aquel llanto frecuente.

    En la corteza del pino, que es el árbol más bajo, existe una pequeña puerta tallada con un timbre que expide una onda sonora, fluctuante en los oídos como caricias de serafines. Una vez abierta la puertecilla, atendió un pájaro carpintero blanco en cuyas manos portaba un plato de arcilla que contenía una rara carne mechada, aliñada con laurel, escoltada con tostones de plátano pintón, desprendiendo una emanación que despierta el fisgoneo de los demás habitantes del lugar. El pájaro carpintero blanco terminó su comida y mostró un pañuelo pequeño con forma de pera, saludando a una ixora aragüeña con grandes flores amarillas y rojitas, posicionándose luego en un vuelo lento, justo en la puerta grande de entrada. Desde allí me miró por un santiamén sin pestañear.

    Sí, claro que sí. Setenta años de ausencia cuando mi vida acaba, cuando el ímpetu juvenil no existe, cuando ninguno de mis amigos enredadores de esquina y barrio queda. Sin embargo, por fin logro conocer el vergel terrenal. De repente, un mochuelo de lomo negro batió sus alas redondeadas, me acoplé a su voluptuosa cintura e inmediatamente subí, elevándome para echar un último vistazo aerodinámico a este magnífico y sublime lugar. Luego del paseo por el cielo el mochuelo me bajó en la casa de al lado, la de mi amigo Santos, que también se fue del suburbio dejándome solo con mis andanzas y letargos incorpóreos de supervivencia. Entré en la gran sala para intentar conocer su afamada mesa azucarada, la mesa de dulces. El mochuelo se confesó diabético y se despidió saliendo por una ventana alterna, y llevando consigo lo que queda de mis lentes regordetes.

    En el acto, vislumbré la mesa cuadrada de madera de samán elaborada en la población de Villa de Cura, color marrón oscuro y con un borde acanalado siempre amable con sus veinticuatro sillas bien colocadas en los diferentes puntos cardinales. Repleta de dulces desemejantes grandes, medianos y pequeños.

    Chocolates trigonométricos y rectangulares, caramelos romboidales y masticables de coco y guanábana, gomitas corrugadas de color ladrillo, alfajores invisibles de menta y limón, rosquillas gordinflonas, barquillas nocturnas muy crujientes, panelitas con listones alargados, galletas de vainilla, de albahaca y de ron con pasas, una factura confitera como gran invitada. Frascos con golosinas esponjosas, envases con dulce de guayaba, recipientes con tortitas de zanahoria, vasos con jugo de manzana y como cincuenta botellitas de chicha, abiertamente dispuestas a ser cariñosas cuando vas a saborearlas frente a las playas de Aragua, sobre todo las de Choroní.

    Al lado de la mesa se encuentra un ancho perchero traído hace dos siglos desde la población de Magdaleno.

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