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Ceix y Alcíone
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Ceix y Alcíone

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Noelia y Martín son dos jóvenes de muy distintos ambientes sociales que por casualidad se conocen y se enamoran. Son felices, tanto que, tal y como relata la leyenda de Ceix y Alcíone, su dicha parece enojar a Zeus y Hera quienes celosos emprenden una venganza cruel e implacable contra ambos.

La novela está ambientada entre Barcelona y Santa Coloma de Gramenet, y describe una relación sentimental imposible con un final tan inesperado como espeluznante.

LanguageEspañol
Release dateAug 3, 2018
ISBN9781386038276
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    Ceix y Alcíone - Iñaki Iraolagoitia Iza

    Introducción

    8 de diciembre de 2010

    ––––––––

    Supongo que te habrá sorprendido leer el título de este manuscrito porque jamás sentí interés, ni tan siquiera curiosidad, por la mitología griega, romana o escandinava, tampoco por las leyendas, fábulas y supersticiones, y menos aún por las gestas y epopeyas. Y, por encima de todo, siempre he aborrecido las tragedias clásicas, tan lejanas de la realidad que no hace mucho me parecían el súmmum de la estupidez. Pero al poco de tu muerte cayó en mis manos un pequeño libro de escasas cien páginas con un resumen de algunas de las tragedias clásicas griegas. Era un ejemplar algo ajado que encontré por casualidad en la librería Canuda de Barcelona. Abrí el libro por su mitad y el azar quiso que me topara con la tragedia de Ceix y Alcíone. Nada más leer dos páginas sentí que el aire no llegaba a mis pulmones y me tuve que dejar caer con suavidad en el suelo de madera y luego hacerme un ovillo en una esquina de la librería. En la tienda no hacía calor, tampoco había un exceso de humedad, el aire no estaba enrarecido y apenas nos encontrábamos dos personas ojeando entre todos los montones de libros.

    ¿Qué demonios me ocurrió?

    Descubrí que en realidad Ceix eras tú y Alcíone era yo.

    Inmediatamente compré aquel libro por cinco euros y sin perder el tiempo me dirigí a la cafetería más cercana para leer con más sosiego la tragedia.

    Aquella vieja leyenda me atrapó de tal manera que hasta no hace mucho estuve buscando con ahínco, incluso puede que de forma obsesiva, un cuadro pintado en 1915 por un pintor británico de la era victoriana llamado Herbert Draper. Este artista especializado en temas mitológicos pintó un lienzo que representa el mito de Ceix y Alcíone, pero, por desgracia, hoy su cuadro pertenece a una colección privada y no es posible observarlo de cerca. Cuando entendí que ningún museo abierto al público lo colgaba de sus paredes, me propuse comprar una lámina para consolar la frustración de no poder disfrutar del lienzo original, pero tampoco lo conseguí, por lo tanto me dirigí a Internet. En la red consulté decenas y decenas de páginas de arte hasta que pude hacer una burda impresión en color de una fotografía que encontré en ese universo etéreo tan desordenado. El lienzo recoge el instante en el que Alcíone contempla el cuerpo inerte de Ceix y se dispone a consumar su infausto destino. Ciertamente, la fotografía no es una imagen perfecta, es incluso más pequeña que un folio, pero al no encontrar nada mejor no dudé en imprimirla a todo color (es un decir porque los colores se encuentran bastante apagados), y hasta ceñí la lámina con un sencillo marco. La imaginación de Herber Draper dibujó la figura de Alcíone con un brazo alzado y reclinado sobre su cabeza. Supongo que la postura de Alcíone intenta expresar dramatismo, desesperación, dolor extremo... Bajo mi opinión ese gesto tan exagerado no representa ni por asomo el dolor que Alcíone siente. En el lienzo acompañan a la muchacha, rodeándola, cinco ninfas, y todos los personajes construyen un extraño esquema compositivo. La técnica de Draper es exquisita, pero aún no sé qué pretende significar ese gesto tan cacareado de Alcíone. Con franqueza, espero que algún día su actual propietario ceda la obra a alguna galería o pinacoteca para que sea expuesta al público, puesto que me gustaría poder contemplar el cuadro a la distancia de un aliento.

    (Deseo añadir un comentario personal: el arte debería ser socialista; no concibo una aberración más egoísta que disfrutar en exclusiva soledad de cualquier expresión artística). 

    El día que cumplí los veintidós años celebramos mi cumpleaños en un bonito restaurante del Borne. Solos tú y yo. Recuerdo que ese aniversario cenamos en una terraza una ensalada templada y calamares a la plancha con un vino blanco catalán. Hacía suficiente calor para tomar la cena a cielo descubierto a pesar de que el calendario acababa de perder la hoja del mes de marzo. Esperando el postre brindamos por nosotros con una copa de cava y acto seguido, con sigilo, me arrimaste un regalo. Era una cajita rectangular con un precioso envoltorio que en su interior contenía un objeto rígido; tenía toda la pinta de albergar un estuche. Enseguida supuse que sería una joya y esa presunción me hizo sentir un cosquilleo en la barriga. Rasgué con esmero el cuidadoso envoltorio y descubrí una fastuosa pluma. Qué chasco. No recuerdo que cara puse, supongo que la cara que pone una chica cuando espera una joya y al instante desenvuelve una pluma estilográfica (perdona mi frivolidad, Martín). Sin ánimo de herirte te propuse con mucha delicadeza que devolvieras aquel objeto tan caro que habías comprado esa misma mañana en una conocida tienda de escritura cercana a la Plaza de Urquinaona. Era un lujo para nuestra maltrecha economía y, la verdad, no me hizo especial ilusión. Yo me hubiera decantado por un bolso marrón que me hiciera juego con unas botas de mosquetero que me había comprado recientemente. Además, dónde iba yo con una pluma Montblanc si a mí lo que me gustaban eran los bolígrafos Bic cristal. Pero supongo que tú no notaste mi desilusión. Por entonces vivíamos juntos en Sant Andreu y tal vez ya tenías algún hábito de marido acomodado. A pesar de todo lo que insistí, no cediste un milímetro para que no me quedara con aquella pluma carísima, y ya ves, hasta hoy no la he utilizado. «La utilizarás, algún día la empuñarás, ya verás, Noelia», vaticinaste.

    Ahora mismo estoy empuñando la pluma estilográfica. La miro y es preciosa.

    Martín, estamos a las puertas de la Navidad. Ha pasado ya un mes desde que me dejaste y he decidido sentarme ante un cuaderno azul y empuñar la pluma estilográfica que me regalaste cuando cumplí veintidós años. Sabías perfectamente que odiaba escribir con pluma —lo ponía todo perdido de chorretones de tinta— y en la facultad siempre utilizaba bolígrafos Bic, y, además, me encantaba exprimirlos hasta la última gota para posteriormente darles reposo, transparentes por la ausencia de tinta, en una vieja caja metálica de galletas de mantequilla. «Un antojo sin una consecuencia práctica», hubiera opinado tu pensamiento pragmático de saberlo. Pues bien, ayer mismo, en plena mudanza del piso de Sant Andreu, rescaté del fondo de una estantería una caja olvidada que, nada más tocarla, ensució las yemas de mis dedos con el polvo grisáceo que marca el paso del tiempo. Sí, era la caja de galletas, pero no sé decirte por qué me la llevé a Sant Andreu, supongo que mi propósito era continuar dando sepultura en ella a todos los bolígrafos de la carrera. El caso es que la abrí y de inmediato conté diecisiete bolígrafos. Recuerdo que solía consumir cuatro o cinco por cada año de carrera; por lo tanto, diecisiete entre cinco da como resultado, traducido en extensión de tiempo, tres años y medio. «La estadística nunca miente», solías decir a todas horas en un tono pedante. Por descontado, tú eras un tipo que profesaba la religión de los números y yo una apasionada militante de letras, pero, en efecto, los números correctamente utilizados jamás engañan y con asquerosa frialdad revelan y demuestran que a mediados del cuarto año de carrera lo dejé. Y abandoné los estudios porque era incapaz de arrastrar mis pies hasta la facultad de Derecho.

    Cuando tomé la firme resolución de abandonar Derecho, tú aún no habías muerto, pero desde el día en que ingresaste en el sanatorio (incluso un poquito antes) yo ya no tenía ganas de seguir estudiando y dije basta. En realidad no tenía ganas de seguir haciendo nada de lo que hacía antes de que todo pasara: no tenía ganas de estudiar, de ir al gimnasio, de ponerme a trabajar, de salir, de comer... Volviendo a la decisión voluntaria de abandonar la carrera de Derecho, a partir de tu ingreso en el hospital no quise decirte la verdad porque sabía el empeño que tenías para que me licenciara, aunque quizá entonces ya no te importara tanto. «Noelia, serás una buena abogada», solías decir en los buenos tiempos. Recuerda que tú también dejaste la carrera, lo hiciste unos meses antes que yo, pero ésa es otra historia.

    Un maldito día rompimos y lo hicimos cuando más felices éramos.

    Nuestra relación se rompió en un instante en un sentido exacto y propio, y se despedazó sin que ni tú ni yo la hiciéramos trizas. ¿Qué extraño suena verdad? Fue a raíz de nuestra ruptura cuando me plantee dejar de estudiar. Aquella maldita facultad de Derecho me recordaba a ti. Puede parecer ilógico, pero de todos los lugares que me deberían recordar a ti —por ejemplo, el barrio de Sant Andreu, la zona del Borne que tanto frecuentábamos para alternar, el barrio de Gracia, aquel teatro de la Gran Vía que nos gustaba visitar para ver funciones y musicales, la sala Apolo donde asistimos al concierto de Glen Hansard...—, era dentro de la facultad donde más sufría al ser asaltada por los recuerdos. Ni yo misma sé por qué me atizaban tan duro aquellas paredes si jamás compartimos ni carrera ni facultad. Pero por absurdo que parezca sólo tenía que entrar por la puerta, pisar las primeras baldosas y de inmediato ponerme a llorar sin poder contenerme, tanto que más de una vez se me acercó alguien para preguntarme si me encontraba bien o por si necesitaba ayuda. Yo les decía que no me pasaba nada, que muchas gracias por su interés y preocupación, que de verdad me encontraba bien, que todo era por culpa del polen o por una inoportuna conjuntivitis, pero a menudo observaba de reojo cómo, después del paso de varios minutos, ellos aún seguían recelosos con la vista fija en mí. Debía dar mucha penita.

    Luego te mataste y todo fue a peor.

    Al poco de tu fallecimiento fui una mañana a la facultad para devolver un libro prestado a su dueño. No te imaginas lo mal que lo pasé. Todo el mundo me miraba, o eso me pareció, y rompí a llorar. Estoy segura de que la poca gente que me conocía me señaló con el dedo cuando me vieron llorar, e imagino que en los corrillos cuchicheaban que yo era tu novia. «Mirad, la novia del suicida», supongo que dirían, pero ellos desconocían lo que nos había sucedido, ni siquiera lo sospechaban. Creo que la gente todavía chismorrea por ahí que tú te mataste porque estabas tarado. El caso es que esa mañana no pude soportarlo más y me puse a dar alaridos en mitad de la facultad. Haciendo bocina con mis dos manos grité lo más fuerte que pude que tú no estabas loco, que tenías motivos para hacer lo que hiciste y que eras inocente. Después de ese episodio eché a correr y ya no volví más a la facultad.

    Ahora ha pasado un poquito de tiempo desde que te fuiste y me encuentro algo mejor. Anochece temprano en diciembre y escribo bajo la luz de un flexo sentada en el escritorio del cuarto que siempre he compartido con Cristina en la vieja casa de Santa Coloma, y en la siniestra mano del Diablo empuño la pluma estilográfica sin su capuchón. Es curioso, escribir las primeras cuartillas me ha conferido paz y serenidad. Temía no poder borrajear más que unas pocas líneas, temía sucumbir al llanto, temía por la firmeza de mi pulso, temía poner la primera cuartilla perdida de lágrimas, temía sufrir un arrebato de rabia y despedazar los folios y acto seguido barrer todo lo que hubiera sobre la mesa con mi antebrazo. Y no ha ocurrido nada de eso. Hoy estoy decidida a escribir nuestra tragedia. Creo que soy capaz de hacerlo.

    Por fin he logrado reunir el coraje suficiente para ponerme a escribir, pero de ningún modo quería empezar sin la pluma estilográfica y no había manera de que pudiera recordar dónde demonios guardé tu regalo. El caso es que no he podido hacer memoria así que me he resignado a que la pluma aparezca durante la mudanza. Ayer por la tarde comencé a sacar los trastos del piso de Sant Andreu y he terminado hoy por la mañana. Sabía que la faena sería muy dura —ya sabes, volver al piso, removerlo todo, abrir los armarios, tirar recuerdos, guardar recuerdos...—, pero con la ayuda de papá y Cristina hemos terminado rápido y lo he soportado con bastante entereza. La semana pasada hablé por fin con el casero y le anuncié que abandonaba el piso. Desde tu fallecimiento no había pisado el apartamento, sin embargo, he pagado el último mes sin rechistar (no me apetecía ponerme a discutir con el casero por una cuestión de dinero). No creo que vuelva por el barrio en mucho tiempo. Un par de días antes de tu muerte regresé a Santa Coloma, pero dejé pendiente la mudanza además de arreglar el asunto del alquiler con el casero. En un principio no tenía intención de demorar tanto el desahucio del piso, pero no te imaginas lo hecha polvo que he estado. Algunas cosas he tirado —quizá demasiadas—, pero por ejemplo tu ropa la he entregado en una organización de caridad. Sólo me he quedado con una bufanda de lana a rayas para ponérmela cuando haga frío; olía a ti y la primera vez que me abrigué con ella —no hace mucho porque este invierno los primeros fríos se han sentido tarde— noté un estremecimiento. Poco a poco está desapareciendo tu olor de ella, pero aún queda algo. Volviendo a la pluma, esta misma mañana la he encontrado en el fondo del segundo cajón de la mesilla de noche (ha sido una de las últimas pertenencias que he embalado en la última caja de cartón), y todavía conservaba una tira protectora de plástico dentro de su estuche aterciopelado. Seguramente la noche que me la regalaste la guardé sin sacarla de su funda. He retirado de sus tripas el viejo cartucho porque la tinta estaba cuajada. Luego, tras limpiar la pluma con agua tibia sumergiendo el plumín hasta que se ablandaran los restos de tinta negra, he secado bien la pieza y he colocado otro cartucho de repuesto, pero éste de tinta azul. No veas cómo escribe ahora.

    Siempre me ha chiflado escribir con tinta azul y, por supuesto, todos aquellos bolígrafos que guardaba en la caja de galletas eran de tinta azul. En la misma papelería del barrio donde he comprado los repuestos de tinta azul (he adquirido media docena de cartuchos porque quizá escriba mucho), también he elegido, de una montaña desordenada, un par de cuadernos de tapa gruesa de color azul marino armados con hojas ambarinas de un gramaje de noventa gramos. No eran precisamente baratos, pero me han parecido preciosos; sobre todo me han cautivado las gruesas hojas cosidas con hilo de lino para escribir sobre ellas.

    Me temo que llegado el caso tendré que escribir lo que descubrimos el pasado mes de septiembre.

    En realidad poquísimas personas saben lo que descubrimos el cinco de septiembre. Mi psiquiatra sí que lo sabe. Con la doctora hablo todas las semanas; a veces me pide que reduzca a lo más esencial las respuestas y yo obedezco, otras veces prefiere que sea menos concisa, incluso hay tardes que hablamos de cosas que no tienen qué ver, pero la doctora siempre marca los tiempos y fija los modos, y cuando converso con ella de ti y de mí, de toda la miseria que hemos dejado atrás, nuestra forma de hablar no se parece en nada a una conversación entre dos buenas amigas compartiendo mesa y café en cualquier cafetería. Sé que yo sólo soy una paciente, sé que ella es una simple doctora, sé que en realidad acudo a su despacho para someterme a la psicoterapia, pero me molesta su frialdad... hasta que recuerdo dónde estoy. Hay tardes que lloro en la consulta y entonces la doctora no me abraza ni me besa como lo haría una amiga, sino que anota apuntes en una libreta.

    Una tarde Rosa me pidió que resumiera mi pasado con una sola palabra y de súbito pronuncié «Hecatombe». No lo dudé y además lo dije con un tono fuerte. A continuación la doctora se puso a escribir notas, escribió mucho, estuvo anotando vete tú a saber qué mucho más tiempo que otras veces. Esa tarde dudé en preguntar si mi respuesta tenía algún significado importante, pero luego pensé que aquellas anotaciones me importaban un pimiento. En una fecha cercana había leído que hecatombe es una palabra derivada del Griego que significa «el sacrificio de cien bueyes», y supongo que fue lo primero que se apeó de mi cabeza. Hecatombe es una bonita palabra —claro está, sin atender a su crudo significado— por la rotunda sonoridad de sus cuatro sílabas. Se me ocurre que bien podía haber dicho «Holocausto». En realidad holocausto es una palabra mucho más horrible que hecatombe, tanto por su sonoridad como por su significado (otro término derivado del Griego que significa «la cremación del todo»). Durante el juicio de Núremberg se generalizó el uso del término holocausto para referirse al genocidio judío, y las naciones aliadas esgrimieron ese vocablo porque pensaron que lo ocurrido debía ser representado por la expresión más abominable que existiera. Todavía hoy me resulta extraño que Rosa no preguntara por qué dije esa palabra.

    Con frecuencia intento sonsacar a la doctora alguna pista sobre mi cuadro depresivo, incluso a veces pregunto abiertamente si es posible que algún día me cure. Ella dice que sí, pero sé que no le gusta que lo pregunte. Por si las moscas yo indago cuidadosamente su mirada cuando lo asevera y parece creerse sus palabras, pero en todo caso afirma que será necesario que por mi parte añada sacrificio y fortaleza. Luego ella propone la terapia... y también me convida a toneladas de droga. Desde hace semanas tomo un cóctel diario de antidepresivos que responden a las frías siglas de ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina), o si lo prefieres SSRI en inglés. He adelgazado muchísimo y si me vieras desnuda no me reconocerías. Estoy espantosamente famélica, estoy mucho más desmejorada que el último día de tu vida.

    El último día de tu vida cayó en martes y acudí a visitarte. El médico había establecido que por el momento fuera una única visita por semana, y enseguida, en cuanto se confirmara tu supuesta mejoría, pasarían a ser dos visitas semanales, y luego tres; incluso entonces podrían visitarte mis padres y también Cristina. Recuerdo que aquella tarde te llevé La Vanguardia, el suplemento dominical que guardaba todos los domingos para ti, una revista de motor y también dos CDs con música de Franz Ferdinand. Nada más desvestirme la chaqueta charlamos un poquito sobre la reciente visita del Papa a Barcelona (ese mismo día, mientras tú y yo conversábamos, el Papa retornaba a Roma desde el aeropuerto del Prat): yo reproché su discurso crítico con el avance de la secularización y la rápida disminución de la práctica religiosa en Occidente y, sobre todo, la comparación mezquina que hizo vinculando el laicismo de la España actual con el anticlericalismo de la Segunda República. Tú permaneciste callado y sumiso a mis palabras. Creo que ni me escuchabas. Entonces debí olerme que tu mejoría era fingida. A continuación, comenté la cercana convocatoria de elecciones al Parlament catalán, pero tú seguías callado. Nada parecía interesarte. También mencioné el derby futbolístico con el Real Madrid que coincidía en fechas con las elecciones autonómicas, y entonces sí añadiste un pequeño comentario sobre lo complicado que sería para el nuevo Barça de Guardiola ganar títulos esta temporada. Dejaste caer que no tenías mucha confianza en el nuevo entrenador y luego ya no quisiste decir nada más. Rápidamente pasaron los sesenta minutos y la enfermera, con mucho tacto, me pidió que abandonara la habitación. Me despedí dándote un beso en la mejilla y rozando con mi mano la punta de tus dedos te prometí que el martes siguiente volvería puntual para visitarte.

    En ese instante me pareció notar que tus dedos permanecían más tiempo del normal en contacto con los míos. Parecías querer retenerme. Aquel gesto podía desprender un significado: tal vez era una despedida. Sí, hoy estoy segura de que, en efecto, era tu manera de decirme adiós. También me sonreíste y creí ver una expresión diferente en tu rostro. Durante unos segundos tuve una sensación extraña, incómoda: sentí un temor indescriptible y pensé que tu mejoría no trascurría por el camino correcto. En el pasillo, fuera del alcance de tus sentidos, le confié mis temores a la enfermera, pero ésta me tranquilizó y me pidió que confiáramos en el doctor. Y así lo hice.

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