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Un Hombre Atrapado
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Ebook328 pages4 hours

Un Hombre Atrapado

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About this ebook

Un hombre de futuro incierto, se ve encumbrado a un mundo donde el dinero hace milagros. Vive disfrutando de una opulencia impensable, pero la intranquilidad por lo que pueda durarle, merma su placer y le roba el sueo.
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateNov 21, 2011
ISBN9781463312633
Un Hombre Atrapado
Author

Carlos Pastrana Nogales

El lector, es más fácil que se interese hojeando el libro que tiene entre las manos, que leyendo la pomposa biografía de su autor.

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    Un Hombre Atrapado - Carlos Pastrana Nogales

    Un hombre Atrapado

    Carlos Pastrana Nogales

    Copyright © 2011 por Carlos Pastrana Nogales.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso

    de EE. UU.:  2011960767

    ISBN:        Tapa Blanda           978-1-4633-1262-6

                    Libro Electrónico     978-1-4633-1263-3

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

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    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    368145+

    Contents

    - 1 -

    - 2 -

    - 3 -

    - 4 -

    - 5 -

    - 6 -

    - 7 -

    - 8 -

    - 9 -

    - 10 -

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    - 26 -

    Epílogo

    Nota del autor

    Los primeros párrafos de esta historia son copia exacta del manuscrito original. El resto, los increíbles sucesos que se registran, la confesión de miedos reales o intuidos y los pueriles alardes de hombría, han de ser considerados un resumen fidedigno del prolijo Diario de Pedro L. Iniesta. Téngase en cuenta que el protagonista era, y quizás sigue siéndolo, un hombre dado a la especulación incontrolada. Algo pesado, diría yo.

    Génesis personal imaginada por Pedro L. Iniesta.

    "El combate que mantuve para ser el primero en perforar el óvulo materno, debió ser de tal dureza que me dejó agotado y todavía no consigo explicarme de dónde saqué la fuerza suficiente para vencer a tanto competidor esforzado en el mismo empeño.

    Gracias al confortable alojamiento uterino de que dispuse durante los doscientos ochenta días –uno más uno menos – que precisé para formarme, mantuve una actitud tan sosegada y discreta que mi madre no llegó a enterarse de lo que en su cuerpo se gestaba hasta alcanzar el séptimo mes, cuando el volumen alcanzado por su vientre no podía justificarse como una retención de gases.

    Como consecuencia de la absoluta quietud en que permanecí durante el período de gestación, pude beneficiarme de un mejor aprovechamiento de los nutrientes. Nací a disgusto y mi figura, excepcional en fortaleza que no en gordura, siempre estuvo muy por encima de la talla media de mis coetáneos. Enlacé la infancia con la pubertad en un óptimo proceso de desarrollo que continuaría hasta la edad adulta. Habría podido ser el arquetipo de la perfección si no me hubiera quedado una vergonzosa secuela científicamente denominada como "hipersensibilidad emocional extrema". Una patología en la que el enfermo percibe agravios y amenazas reales que a personas menos sensibles les pasan desapercibidos. Una especie de minusvalía que nos deja como cangrejo en muda. Descubro malas intenciones e intuyo engaños y desamores con increíble rapidez; no necesito soportar la experiencia de un largo trato para saberme bien apreciado o malamente caído.

    Esta facilidad de penetrar en el oculto sentir de cada persona con la que haya de relacionarme puede ser considerada, por quienes carezcan de ella, cómo un precioso don para moverse en sociedad con anticipación y acierto. Así lo utilicé hasta hace unos años en los que, harto de descubrir traiciones y monstruosidades, hube de desechar el uso de esa gracia para no caer en impermeable misantropía. El procedimiento fue fácil: tuve amigotes ocasionales, pero no amigos; incluso evité profundizar en el alma de la mujer que había elegido para que fuese mi pareja durante una temporada, y si ahora me muestro más abierto y confiado es precisamente por eso, he dominado mi querencia a la indagación gratuita y sólo la utilizo en el caso de sentirme realmente amenazado. Ello me ha permitido esconder lo que creo es el punto débil de mi carácter: la ternura emocional que, para disimularla, he contado con la ayuda de un cuerpo musculoso y de los viriles rasgos de mi rostro.

    También el hecho de nacer, el pasar por ese doloroso trauma del que la mayoría de los seres humanos sale sin lesiones gracias a una oportuna cesárea, yo, venido al mundo por conducto natural, quedé incapacitado para asumir grandes responsabilidades y con una marcada inclinación al ocio. En cambio, fui dotado de inteligencia suficiente para presentar un carácter equilibrado, con las inevitables oscilaciones entre la bondad y la maldad, conceptos ambos que mi conciencia interpreta a su gusto y hace que me incline hacia el que me resulta más cómodo.

    Raramente discuto con mi conciencia. Considero inútil hacerlo contra quien, en última instancia, decide todos mis actos."

    Estas reflexiones, primeras de las memorias que nos dejó Pedro L. Hiniesta, empiezan en una aldea asturiana y terminan a miles de kilómetros, en el Atlántico, en la playa de Hout Bay. Este es el resumen que hago, en atención al lector, de las primeras y soporíferas treinta y dos páginas iniciales del relato original.

    *     *     *

    - 1 -

    Con el propósito de no aburrir a quién esto lea con la farfolla retórica que nuestro hombre utiliza para adornar o enmascarar su personalidad, me limitaré a dar cuenta de los testimonios que obtuve de personas que lo conocieron. De cómo él se ve a cómo lo ven los demás no existen notables diferencias. Debió dominar el arte del disimulo.

    Pedro tuvo un nacer complicado. Se negó a esperar el arribo a puerto y asomó a la vida en una noche de plenilunio con el mar enfurecido y una importante avería en los motores del buque. Los hechos se sucedieron en el siguiente orden: la aterrorizada madre fue asistida en el parto por un engrasador de máquinas padre de seis hijos, que nacieron cuando él estaba embarcado, pero como su mujer le contaba al detalle todo el proceso y el hombre era un buen escuchador, supo hacer uso de sus conocimientos infusos con habilidad y fortuna.

    Un remolcador llevó el barco a puerto, repararon la avería, el niño fue bautizado en la iglesia presbiteriana, que era la única del lugar, le impusieron por nombre el mismo del improvisado comadrón y zarparon con la mar en calma.

    Pedro dio sus primeros pasos sobre la cubierta de un barco y puede decirse que no pisó tierra firme hasta llegar a la edad escolar. Seis años tenía cuando sus padres lo dejaron bajo la tutela de un caballero con el que se ignoran los lazos que les unían, un hombre agnóstico y bondadoso que se desviviría por cuidarlo lo mejor posible, darle una educación liberal y satisfacer todos sus caprichos.

    Los padres del niño, tras penosa despedida volvieron al barco que, en la primera singladura y a menos de cincuenta millas de la costa, fue embestido accidentalmente por un submarino que navegaba casi en superficie. A los pocos minutos, los tripulantes del barco ya estaban clamando ayuda desde las frías aguas. Inútilmente. El comandante del submarino, atendiendo a la norma establecida respecto a que los navíos de las grandes potencias que tengan orden expresa de ir a defender los legítimos intereses de su patria no deben perder ni in segundo solucionando problemas ajenos, subió a la torreta, adoptó la posición de firme, hizo un marcial saludo y pidió disculpas a los náufragos. Eran treinta y dos hombres y no pudo salvarse ni Coco, el perro maltés, el muy querido exterminador de ratas.

    Pedro aceptó su orfandad con la indiferencia propia en un chico de su edad, pero su tutor consideró la desgracia como un regalo providencial ya que, gracias a aquel dramático accidente, pudo convertirse en padre del hijo ansiado y que por motivos que no vienen al caso no había podido tener. El caso es, que abandonó su proyecto de avecindarse en la India, donde esperaba alcanzar el nirvana, y se entregó en cuerpo y alma a atender las exigencias que demandaba su acogido.

    Residía este caballero en un bonito pueblo serrano, pero al ver como el niño (cumplidos los siete años), languidecía y preguntaba por la mar, recorrió con él toda la costa norteña y, en el lugar donde pudo percibir que más entusiasmaba al rapaz, allí fijó el nuevo domicilio.

    Pedro empezó a ir a la escuela, pero no a diario. Era muy grande su interés hacia todo lo que le rodeaba para centrarse exclusivamente en los estudios. Aprendió a ordeñar vacas, a recoger las mazorcas de maíz y a colgarlas en el hórreo; sentía una profunda atracción hacia todas las formas de vida y se afanó en desvelar sus secretos. Con esta actitud adquirió infinidad de conocimientos que no le servirían para mucho, pero sí para ganarse la simpatía de los aldeanos que, desde el caliente refugio de sus casonas, se admiraban de la constancia del chico en su inmóvil observación del mar, encaramado sobre el risco más alto del acantilado los días que bramaba la galerna. Allí permanecía hora tras hora, insensible al viento y a la lluvia, siguiendo con la mirada el ondulado avance de las enormes olas y sus rabiosos intentos de trepar sobre las rocas, asedios que fracasaban en un caos de espumas. Entonces, creía ser parte de la piedra. Se fundía a ella.

    El padre adoptivo idealizaba este comportamiento atribuyéndolo al nostálgico recuerdo de sus padres biológicos, pero los lugareños le respondían que no, que no era por eso, que el chico nació en la mar y que la mar lo llamaba. Esta opinión vino a confirmarse cuándo llegado a la edad exigida ingresó en la Escuela Náutica con el propósito de alcanzar la categoría de Tercer Oficial, paso previo para ascender a empleos superiores.

    En su afán de atesorar conocimientos hizo dos cursos en la Facultad de Medicina y uno en la de Filosofía, como oyente, donde adquirió variada instrucción, pero ni un modesto certificado. En amoríos sí; y no es que hayamos encontrado titulación de esta asignatura, pero aún puede andar por ahí alguna que otra ancianita, asidua a triduos y novenas, que guarde vivo el recuerdo de su persona y pueda dar fe de los amoríos que, muy de pasada, se reseñan en este diario.

    Su generoso padre adoptivo jamás le recrimino estas veleidades y permitió que siguiera viviendo a su gusto hasta que el dinero se acabó. Cuándo el pobre hombre planteó la situación a Pedro, este dio muestras de su hombría y le aseguró que no tenía por qué preocuparse, que estaba preparado para ganar el sustento de ambos.

    Del dicho al hecho: indagó sobre las posibilidades de trabajo que se le ofrecían y sólo se le presentó una: embarcarse como timonel en un pesquero que zarpaba hacia Terranova a la marea del bacalao.

    A los tres meses escasos de su marcha, el santo varón que había gastado sus ahorros en darle tan caprichosa educación se sintió culpable de no habérsela podido completar y, por culpa del berrinche y muy a su pesar, abandonó este mundo.

    *     *     *

    - 2 -

    Pedro llegó a Gijón en el día menos indicado para iniciar con ánimo gozoso la nueva etapa de su vida, pero ni aquel lluvioso y frío atardecer del mes de febrero fue capaz de rebajar su entusiasmo.

    Dispuesto a administrar lo mejor posible su menguado capital se hospedó en una modesta pensión situada en la parte alta del barrio viejo. Desde el ventanuco de su habitación veía el mar y una parte del puerto pesquero, visión que le resultaba placentera pero no lo suficiente para compensarle de las incomodidades de una casa vieja y del fuerte olor a orín de gato que se respiraba en la escalera.

    Dedicó la mañana del día siguiente a la búsqueda de un nuevo alojamiento, sin conseguir encontrarlo. Todo lo que vio era muy superior en precio y bajo en calidad a lo que ya tenía, por lo que al recordar como su delicado olfato se insensibilizó al hedor de las vísceras de bacalao durante el tiempo que estuvo embarcado, pensó que lo mismo se habituaría al de las meadas gatunas. En vista de ello decidió quedarse dónde estaba, ajustó con la patrona el precio del hospedaje por mensualidades y pagó una por adelantado.

    No encontró nada que le pareciese conveniente para embarcarse y aceptó un puesto como agente de ventas. Se le dio bien el negocio y a los pocos meses bien pudo trasladarse a un mejor alojamiento, sin embargo, como a los servicios convenidos con la dueña de la pensión: desayuno, comida, cena y lavado de ropa, se añadió la particular atención nocturna que le dedicaba la camarera más joven, Pedro prolongó su estancia en aquel cuchitril.

    Se había enamorado. Enamorado de verdad. Porque Pedro sólo disfrutaba en plenitud del sexo cuándo se enamoraba o cuando llegaba al fácil convencimiento de que efectivamente lo estaba. En cualquiera de los casos era imprescindible que desde los primeros restregones surgiese un algo espiritual que ennobleciera la animalidad de la función.

    Ahora, vino a prendarse de aquella moza de carnes prietas y boca ansiosa que, sin aviso previo, una noche fría se coló en su lecho. Un cuerpo núbil y ardiente que calentó las insecables sabanas de los lluviosos días del invierno gijonés.

    Lástima que el exagerado sentido crítico de Pedro estropeara el romance. Si al principio creyó tener entre los brazos para su exclusivo solaz, una deidad venida del Olimpo, esta opinión fue degradándose a lo largo de tres meses, hasta llegar a la fatal conclusión de que aquella exuberante y retozona mocita no era la mujer ideal para compartir una cama de ochenta centímetros de anchura. A tenor de esta conclusión provocó el enfado de la nena y, luego, mostrando aires de galán desairado (en el nobilísimo intento de dejar a salvo el orgullo de la jovencita), abandonó la pensión y se trasladó a un confortable hotel de tres estrellas.

    Enumerar las mujeres de las que disfrutó y a las que hizo disfrutar en los distintos concejos asturianos, le haría correr el riesgo de ser encasillado en la fauna de seductores vocacionales, en un coleccionista de virginidades (¡Líbresele de este etiquetado!).

    Sí. Fueron muchas las mujeres a las que amó. (Algunas también le amaron; otras, simplemente lo gozaron). Imposible fijar el número. Podría haber alcanzado más alta cifra si su conducta sexual no se hubiese regido de forma tan estricta por la Moral Natural y por un puntilloso concepto de la Lealtad, normas que le inculcó su tutor y de las que, una de las principales, le obligaba a permanecer fiel a su pareja durante el periodo de convivencia prefijado.

    Después de cada ruptura seguía un largo período que podría calificarse erróneamente de promiscuo; era el dedicado a las pruebas selectivas de donde habría de surgir la nueva compañera. Durante esta fase Pedro vivía en un extraño desasosiego, obsesionado con la idea de que pudiera ocurrirle un accidente y no tuviera algún allegado a quién avisar. Le aterraba la idea de morir sin que nadie fuera detrás de la carroza fúnebre, en la misma medida que el dormir en soledad.

    Duele pensar lo que habría podido sufrir aquel hombretón a causa de sus aficiones intelectuales, físico armónico, gentil y delicado en sus maneras, si en aquellos tiempos de machismo exacerbado que propiciaban malévolos rumores no hubiera dejado bien probada su virilidad. En cada ruptura adoptaba el aire de doliente y callado perdedor, pero a veces solía tropezar con una histérica que, desesperada por haber perdido sus favores, le armaba el alboroto; gracias a ello acreditaba su hombría y enmudecía a esos lenguaraces que interpretan los modos refinados de la gente cultivada como una procaz invitación a la sodomía.

    El que la actividad amatoria de Pedro fuese rica y variada, no supone que el que transcribe con cuidadoso orden sus mal hilvanadas memorias lleve en su ánimo convertirlas en novela erótica (camino trillado y expuesto al anatema), por lo que omitiré en todo lo posible la relación detallada de ese tipo de relaciones. Declarada esta intención, no puede pasar por alto un hecho en apariencia trivial, pero que sería determinante en el porvenir de Pedro:

    Cierto día, hubo de ceder el paso a un anciano de extrema flacura, pero imponente aspecto, al que acompañaba una bellísima joven.

    La pareja salía de una joyería y, de inmediato, fueron rodeados por ocho fornidos guardaespaldas que les cubrieron la marcha hacia una de las dos limusinas aparcadas frente al establecimiento. El anciano subió al vehículo, y la mujer, cuando iba a hacerlo se detuvo, enderezó la figura y sostuvo la mirada sorprendida de Pedro durante unos segundos, unos segundos que parecieron eternidad. Cuando desapareció en el interior del coche, los escoltas subieron al otro vehículo y, Pedro, impresionado por lo inusual de la escena vio como se alejaban. ¿Con quién le habría confundido aquella bellísima dama?

    Durante tres noches seguidas la protagonista de sus sueños tuvo en los ojos reflejos áureos, pero, ya a la cuarta, la inconstancia del soñador los cambió por otros de color verde esmeralda.

    Próximo a cumplir los treinta años conoció a Elvira, profesora de lenguas muertas, dos años menor que él. Sobre esta prójima podemos anticipar que era una chica bastante rara. Una paradoja viviente. Feminista a ultranza conjugaba los más duros ataques contra el machismo con la sumisión absoluta al hombre amado. Por lo menos esta era su disposición hacia Pedro.

    Hasta entonces, Elvira ocupaba una modestísima habitación en calidad de realquilada con derecho a cocina. El exiguo uso que daba al fogón se podía confirmar mediante un análisis de su sangre, en el que resultaría demostrado que la cifra de glóbulos rojos recontados era proporcional a lo alimentos que guisaba. Sólo quedaba preguntarse si era debido a la insensata determinación de una anoréxica o, lo más triste; a la escasez de recursos económicos.

    Los tres motivos que, según Pedro, los animaron a esta mutua entrega, fueron los siguientes:

    En primer lugar, porque a él le agradaban las estructuras corporales no muy cargadas de carne y, en aquella ocasión, estaban de moda las siluetas opulentas.

    En segundo, porque ella estaba pasando por ese periodo en el que la apremiante llamada de la madre naturaleza hace que a muchas doncellas les arda el primario instinto y opten por ofrecer su virginidad ante de que se les apergamine.

    Tercero y último: la oportunidad que se le presentaba a la bellísima flaca de cambiar el oscuro cuartucho donde malvivía para trasladarse a un piso pequeño, coquetón y luminoso, junto al hombre que más que amar adoraba, porque era hermoso, bueno, y atendía con sabiduría e insólita frecuencia su voracidad; voracidad de todo, porque no solo le permitió recuperar el tiempo perdido de forzosa abstinencia, sino que puso a su disposición una despensa bien surtida con la que evitarle ayunos.

    Por encima de los dos motivos citados que animaban la entrega de Elvira, Pedro admitía la posibilidad de que dominara sobre ellos ese poderoso estímulo que en el pasado espoleaba a las mujeres: la búsqueda del hombre que les solucionase el futuro, pues les estaba vedada cualquier otra salida, aparte del matrimonio con ser humano o divino, en la que, sin grave escándalo, pudieran subsistir con un mínimo de holgura. El acostumbrado problema moral que afectaba, muy en especial, a la clase media

    Elvira esperaba mantener en secreto este arreglillo durante los previsibles seis meses que Pedro concedía a la pupila de turno. Lo creía tiempo suficiente para conocer de pleno los placeres de la carne e incluso reponer la perdida de energías que este juego conlleva. Sin embargo, pasó ese tiempo y estaba a punto de cumplirse un año sin que, para asombro de unos y enfado de otras, se pudiese atisbar un solo indicio de próxima ruptura. Quizás influyera en este hecho el segundo placer que Elvira proporcionaba a Pedro: la traducción al castellano de textos arameos.

    Meses antes de emparejarse con Elvira, había alquilado un apartamento frente a la playa. La visión del mar llenaba sus horas de ocio. Una tarde, ya de anochecida, mientras su compañera encabezaba una exigua manifestación callejera que protestaba por la ablación del clítoris a las niñas de cierto país africano, Pedro cumplía con el rito diario de leer en El Comercio, la sección de anuncios por palabras. Estaba inmunizado contra la decepción de no encontrar nada nuevo y plenamente convencido de que al día siguiente surgiría la oferta deseada.

    Esa tarde, cuando Elvira llegó a casa dispuesta a contarle las anécdotas habidas en la manifestación de turno –tema que él escuchaba siempre con el mayor respeto –, observó asombrada cómo, abstraído, ni siquiera se percataba de su presencia.

    Pedro, con expresión radiante y los ojos muy abiertos, dejó discurrir su mirada en vaga trayectoria que, casualmente, fue interrumpida por el paso de la mujer.

    —¡Ah! ¿Ya estás aquí?

    —Creo que sí. ¿Qué te ocurre?

    —Algo inesperado. Escúchame –leyó con entusiasmo—: Para yate transoceánico se necesitan oficiales. Presentarse Hotel Sajonia. Señor Bermúdez.

    —¿Y qué? ¿Piensas irte? –preguntó con aparente indiferencia aunque profundamente alarmada.

    —Bueno… –respondió inseguro – yo había pensado en los dos.

    —Ya. –Tomó asiento frente a él –. Tú de capitán y yo de fregona.

    —¡No digas disparates, mujer! Nada de Capitán, me conformaría con un empleo ajustado a mi titulación.

    —¿Y crees que me admitirían como invitada?

    —No. Pero si la idea de viajar por esos mundos no te seduce…

    Elvira consideró que no valía la pena entrar a discutir el asunto; ya había tenido la oportunidad de conocer a su amante en esta animosa actitud más de una vez y después de mucho alboroto la cosa quedaba en nada.

    —Lo que tú digas, vida mía –le susurró zalamera—. Pero, ¿por qué no te presentas a las oposiciones para conserje del Ayuntamiento?

    Pedro, aparentemente complacido, como si no hubiera oído la última observación, la atrajo hacia él y la sentó sobre sus rodillas.

    —Verás: Le he dado muchas vueltas al asunto. Tu podrías aspirar a… si tienen niños. Pero si no los tienen, también es un empleo muy digno. Digno y respetado.

    —¡Acaba, Pedro!

    —También podrías ser ayudante de cocina.

    —Quieres decir, ¿friegaplatos? –Inquirió con sorna.

    —No, no. Puedes hacerte cargo de la repostería.

    —Si se conforman con arroz con leche y fabada.

    —La fabada es solo una muestra de tu buena mano culinaria, y si la repites con tanta frecuencia es porque yo te lo pido. ¿Piensas que la tripulación iba a protestar si se la sirvieses a diario? Cuando yo estuve embarcado… Claro que… –su escrupulosa conciencia le impidió ocultar la recién nacida duda – Es posible que en climas cálidos… Pero no tiene importancia, cariño. ¿A qué viene ahora discutir este detalle? Confío en tu inteligencia y, en el caso de que me acepten como tercer oficial, lo primero que haré será el tratar de enchufarte. Te compraré un libro de cocina y, hasta la fecha de embarque, te dedicas a hacer prácticas, por si acaso… ¿Un besito?

    Pedro sabía que estaba disparatando, pero no le desagradaba hacerlo, le parecía romper la rutina de aquellas veladas grises que solo cogían color cuando llegaban a la cama. Contempló cómo Elvira se alejaba hacia la cocina y entonces se aproximó al ventanal. La noche calma y templada lo animó a salir a la pequeña terraza. Volvió a entrar para coger los prismáticos. Los enfocó hacia el oscuro cielo a fin de eludir el impacto luminoso de las luces del Paseo Marítimo y, luego, de manera pausada recorrió el amplio panorama que la elevada altura de su piso permitía. Vio en primer término los verbeneros faroles de un barco butanero que señalaba su posición con un amenazador halo de color naranja y, más allá, las luces de innumerables lanchas de pesca artesanal que, al titilar la luz de sus fanales, parecían un enjambre de luciérnagas marinas.

    Muy pocas noches parecidas a esta ofrecía el irascible Cantábrico, en las que asemejándose a un monstruo dormido se conformaba con inflar su inmenso vientre en un movimiento mecedor y rítmico. Pedro no compartía igual sosiego. En primer lugar, la lectura del anuncio alteró su ánimo haciendo que se debatiera entre ilusas esperanzas y el riguroso escepticismo que exige la objetividad. ¡Qué bobada! Incitar a Elvira para que le acompañara. ¿Es que lo deseaba realmente? . . . ¡De ninguna manera! Bueno, tampoco era cuestión de adoptar una postura negativa. Tenerla su lado le evitaría soportar horas de soledad y deseos insatisfechos durante muchas singladuras. Era

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