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Vetas De La Memoria: En Real De Catorce, México De Pasiones
Vetas De La Memoria: En Real De Catorce, México De Pasiones
Vetas De La Memoria: En Real De Catorce, México De Pasiones
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Vetas De La Memoria: En Real De Catorce, México De Pasiones

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About this ebook

Mara Jess Barrera es una escritora experimentada que sabe utilizar los recursos de la narrativa moderna sin confundir al lector. Con Vetas de pasiones ofrece su obra ms madura y nos introduce a un pasado de Mxico, lleno de magia y colorido.
Wolfgang Vogt
Con Vetas de pasiones, de Mara Jess Barreta, Real de Catorce conmemora su abandono con buena literatura
Miguel Garca Ascencio

Todos fueron cmplices del crimen murmura Lorenzo. Se sostiene en el bastn de alma de hierro con cabeza de oro. Necesita reconstruir la historia de Catorce. En l estn las voces de cada uno de los personajes que lo han habitado. Los hechos pasados cobran sentido a travs de su tono. El Real es una caja sonora. Lorenzo evoca la sonoridad tersa y cadenciosa de su abuela Pascuala, que fue medio adivina y comadrona. Atendi el parto en el que l lleg al mundo. Augur:
Naciste de pies, Lorenzo; tendrs buena suerte Lo dijo un cuatro de octubre, da de San Francisco de Ass, durante el festejo de un aniversario ms de la fundacin de Catorce.
A sus seis aos las palabras de su abuela produjeron en Lorenzo enorme placer. Feliz vio el chisporrotear de la fogata rodeada de hombres. Ese da Ramn, historiador aficionado, cont como fue el inicio de Catorce
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateMar 1, 2012
ISBN9781463319090
Vetas De La Memoria: En Real De Catorce, México De Pasiones
Author

María Jesús Barrera

María Jesús Barrera Vázquez nació en Nueva Rosita, Coahuila. Actualmente radica en Guadalajara, Jalisco. Es Licenciada en Pedagogía y Letras Hispanoamericanas, y Maestra en Lengua y Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara y 1er. Semestre de Doctorado en Estudios Lingüísticos y Literarios (UDG). Formó parte de la antología Cuento y poesía; De color barrovino (1984); en 1989 la Editorial Joaquín Mortiz editó su novela Otra vez lunes. Fue premiada en el Concurso de Cuento FIL/SEP (1991), con su obra Manos juntas. Es miembro fundador de la revista Perfiles, del Grupo Literario Rosario Castellanos, de la Mesa Literaria y SOGEM. En 1998 la Editorial Plaza y Valdes publicó su novela Vetas de la memoria, misma que en 2008, publicó la Secretaria de Cultura de Jalisco en su 2da. Edición. Llevó taller literario, entre otros escritores, con: Juan José Arreola, Agustín Monsreal, Edmundo Valadés, Juan Antonio Ascencio, Elena Poniatowska, Eraclio Zepeda, Juan Bañuelos. Ha participado en la creación colectiva, publicando cuentos en la Colección Perversitudes: La mentina (1998) El encargo de López (1999) El pelícano (2000); Extraño amor (Amatoria, Secretaría de Cultura de Jalisco, 2006); Delante de la luz cantan los pájaros, 2007. Participó en el III Concurso Colección de Escritores Coahuilenses que convocó en el 2009 la Universidad Autónoma de Coahuila, ganando con su novela, “Tres Piernas”, misma que la Universidad Coahuliense publicó en el 2010.

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    Vetas De La Memoria - María Jesús Barrera

    Índice

    Prólogo

    I

    II

    III

    A

    Daríta Vázquez, mi madre, que me trajo al mundo de pies.

    El Teniente Coronel Dn. Silvestre López Portillo haze presente a V. A. sus servicios y eficacia en el descubrimiento y formación del RI de Catorce, que en servicio del Rey acertaron las providencias de V. A. con las que cumplió con la mayor exactitud…

    Real de Ntra. Sra. de la Concepción de Guadalupe de Álamos de Catorce, San Luis Potosí y julio de 1772.

    Prólogo

    Cuántas lápidas se necesitan para atestiguar que aquí se alzaba un pueblo que sostuvo el oro, que el oro—como Dios—era un ente invisible para muchos, y pedestal de pocos.

    Dónde es Real de Catorce en los mapas del tiempo, en la yerba tronchada tantas veces por las botas de Lorenzo y las plantas de Pascuala. Ninguna huella queda de Teódulo y Justina.

    Aquí anduvo María Jesús Barrera indagando el prodigio de tanta ausencia. Se metió por las cuevas de nombres y apellidos, de alianzas y tragedias lloradas con la sangre de un montón de palabras que se hicieron novela.

    Ante su propio pasado, los personajes de Vetas de la memoria comienzan a decir lo que los muros cómplices se guardaron, urgidos de dar voz a lo desconocido. Aquí desfila el tiempo secuestrado en los armarios. Los escenarios privados se vuelven públicos, los secretos se ponen a orear, haciendo del pueblo un perenne presente transitado por espectros.

    Cada lugar de la memoria es veta colectiva, prostíbulo y calle, traspatio de la mascarada, ancho corredor que desemboca en la estructura donde cabe todo el universo de una caja de Pandora: crímenes anónimos, nacimientos apresurados; caldo de cultivo para el mito, la leyenda, la novela latinoamericana.

    Fuerza en pugna, tiranía, complot, codicia, amor, venganza, vergüenza y orgullo de clase, justicia y traición. De todo esto se hace Vetas de la memoria. No más folclor ingenuo ni retrato de costumbres. Pero un sí contundente a mostrar lo regional como perteneciente al mundo de todos los hombres, sin renunciar a la emoción: el agua honda que permea novelas como Pedro Páramo, y que en ésta de María Jesús Barrera tiene afluente sutil.

    Nuestra literatura se volvió revolucionaria cuando dejó en paz a las revoluciones. En los polos del cambio está el lenguaje y la intención, el punto de vista de los nuevos autores que sustentan el armazón novelístico en la apertura, en el desaniquilamiento, en la anarquía que plantea el nuevo orden en la pluralidad.

    Vetas de la memoria recoge, en este inicio de milenio, la estafeta que Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Juan Rulfo—entre otros—establecen en Latinoamérica a mitad del siglo XX como un sistema de sincronía frente al declive de la novela europea.

    La verdadera realidad, la única, no existe más que en la medida en que la ficción la vuelva verosímil. María Jesús Barrera nos lanza, en esta novela, fuera del cautiverio del tiempo y del espacio. Nos pone a soñar en todo aquello de México que fue nuestro, pero que no pudimos tocar ni ver. Hace posible la ilusión. Y eso es bastante.

    Patricia Medina

    I

    CENIZA Y OLVIDO

    y el nombre y la memoria

    son un poco de ceniza y olvido

    en esa entraña que sueña.

    Octavio Paz, "El desconocido".

    …Y entonces los rayos del sol, igual que potros de una misma manada, empiezan a extenderse por el cielo de Real de Catorce.

    En la habitación de una casa situada atrás de la iglesia de San Francisco, el viejo Lorenzo Sandoval despierta. Lo confunde la ausencia de sonidos. Inmóvil en el lecho tiene la mirada sin dirección concreta. Perdida. Extraña el ruido que Catorce tuvo en el pasado: ¿cómo puedo vivir en un pueblo silente?, piensa añorante. Duele. El dolor es tan intenso como los recuerdos que se apoderan de su mente y fluyen con el ordenamiento cronológico de la historia de Catorce: del amanecer al ocaso.

    En la memoria de Lorenzo está la figura recia de Ramón, su padre, pronunciando las palabras que le dejarían, nítidamente, el sabor a desamparo que todavía lo acompaña. Lorenzo tenía cinco años de edad cuando Nazaria, la mujer que lo engendró—no la nombra mamá—se fue. Era una noche helada, común en el mineral, y Ramón, con esa voz ronca, algo ríspida, con la que cantaba una canción o decía una proclama lo despertó:

    —¡Levántate, hijo! Vamos con tu abuela Pascuala.

    Tuvo miedo; Ramón, entonces generalmente tranquilo, parecía endemoniado: con su pelo en desorden cojeaba como balanceándose y despedía fuerte olor a alcohol. Lorenzo preguntó: ¿Qué pasa, papá? Ramón enfurecido gritó haberse resbalado bajando la sierra de Catorce. El descenso más serio de Ramón lo ocasionó el traspié de su corazón. Eso no podía comprenderlo Lorenzo, y molesto por haber sido sacado del sueño y de la calidez de la cama, fue llevado a la casa de su abuela Pascuala que los recibió llena de pasmo. Ramón enfático y al mismo tiempo violento aseguró:

    —¡Hay mujeres capaces de ocasionar calamidades a un hombre enamorado, mamá!—Buscó los brazos de ella.

    Lorenzo continuó sin entender: medianoche, frío, oscuridad… La abuela, de igual manera que acostumbraba consolarlo cuando sufría alguna caída propia de sus juegos infantiles, acarició a Ramón y limpió sus lágrimas. Cree que él también lloró. Las lágrimas, como la risa, a veces brotan por contagio. Aunque bien pudieron salir por aquella confesión airada:

    —¡Tu madre se fue con un hombre!

    Ante la reacción del pequeño, Ramón sin pestañear continuó—: ¡No hay por qué hacer aspavientos, Lorenzo! ¡Qué!, ¿tu madre nos dejó?, ¡a quién le hace falta! Tenemos a Pascuala; mamá basta y sobra para los dos.

    No lo contó. ¿Quién entiende el terrible desamparo de un niño que sufre la pérdida de su madre? Debía ser sincero: duró meses reprochándose las desobediencias que le había hecho a Nazaria en su formalmente malcriada niñez. Entonces, interiormente rogó su regreso para pedirle perdón. Su madre nunca volvió. De Nazaria, Lorenzo guarda una imagen borrosa. Para él hay personas prescindibles que es mejor olvidar. Otras, como Pascuala, permanecen en su memoria. Ella era eficiente en todo y vino a ser una buena madre con él.

    Pasó el tiempo. Lorenzo se casó con Victoria Darqui, y a la primera hija que tuvieron le puso por nombre Pascuala en honor a su abuela; la llama Lala.

    Lala duerme en la habitación contigua a la de Lorenzo. Ella y él, se cuentan entre los pocos habitantes de Real de Catorce. Viven en una casa centenaria. Pese a los altos techos, la habitación se mantiene cálida; Lala, anoche colocó en la chimenea algunos leños, ahora convertidos en ceniza.

    En la casa no hay más ruido que el lamento del cuerpo de Lorenzo; sobre todo por las mañanas sus movimientos son topes al abandonar el lecho. En ropa de dormir se apoya en el bastón de alma de hierro y puño de oro y con una humildad que en su juventud nunca tuvo, vacilante emprende la maravillosa hazaña de avanzar a pasos cortos hasta un sillón frente a la ventana de su habitación. Los viejos tenemos que aprender a conformarnos con estos pequeños triunfos, se dice, y cae sentado sobre el sillón con la cabeza colgándole sobre el cuello sudoroso. Cada día disfruta más su victoria. Frente a la ventana con cortina descorrida, la claridad del amanecer lo perfila en el cristal: es una cara vieja con cabello despeinado. Afuera el tiempo ha hecho estropicios en el paisaje mudo, solitario. ¡Catorce ha muerto!

    —Todos fueron cómplices del crimen—murmura Lorenzo.

    Se sostiene en el bastón de alma de hierro con cabeza de oro. Necesita reconstruir la historia de Catorce. En él están las voces de cada uno de los personajes que lo han habitado. Los hechos pasados cobran sentido a través de su tono. El Real es una caja sonora. Lorenzo evoca la sonoridad tersa y cadenciosa de la abuela Pascuala, que fue medio adivina y comadrona. Atendió el parto en que él llegó al mundo. Auguró:

    —Naciste de pies, Lorenzo; tendrás buena suerte.—Lo dijo un cuatro de octubre, día de San Francisco de Asís, durante el festejo de un aniversario más de la fundación de Catorce.

    A sus seis años las palabras de su abuela le produjeron enorme placer. Feliz, vio el chisporrotear de la fogata rodeada de hombres. Ese día, Ramón, historiador aficionado, contó cómo fue el inicio de Catorce.

    —Cuando el mundo soñaba con la plata, el Real fue la meta anhelada de multitud de buscadores del metal, entre los que llegó el Negro Ventura Ruiz.

    Lorenzo, incapaz de imaginar lo desconocido preguntó:

    —¿El Negro, padre?

    —El Negrazo, más bien, porque dicen, Lorenzo, que era grande y fuerte como ropero y tenia cabello de matorral; negro como su suerte.

    Negro como la suerte de Catorce, calcula Lorenzo. Abre por completo los ojos. A causa de sus muchos años y poca vista, sólo distingue colores: blanco, azul, marrón, gris, amarillo, negro, naranja, rojo, verde, violeta. Frunce los párpados. Los ojos, agudos como rendijas, no logran percibir las facciones de los personajes pintados en el cuadro que cuelga de una pared de su habitación. No hay necesidad de mirar lo que tiene grabado en la memoria. El lienzo, pintado por Alzívar, es de la época de la Independencia de México. Allí están sus abuelos: David Sandoval, de pie con casaca y sombrero tricornio y Pascuala de León Mexicano, sentada, viste traje netamente mexicano.

    En la mente de Lorenzo, emerge nítidamente, el rostro de su abuela y le produce repentina sensación de felicidad. Poco a poco la reconstruye en el recuerdo cada vez más claro, más real. Nunca, en su larga vida, volvió a ver una mujer más hermosa que Pascuala: su boca, de fácil y luminosa sonrisa, exhibe unos dientes blancos, pequeños y uniformes; en su rostro ovalado, los ojos negros, grandes y de tupidas pestañas, parecen dos trozos de obsidiana brillante en su cara de piel lisa y bronceada. La cabellera, de color entre caoba y ocre, larga, tupida y de ligero rizo, cae sobre su espalda como cascada de cobre. Los tonos que su abuela Pascuala incorporó a la historia de Catorce fueron definitivos: los calificaron de otro mundo y los guardaron en los archivos de la parroquia de San Francisco y del palacio municipal. Considerable cantidad de testimonios produjeron un matiz de sospechosa santidad alrededor de su abuela.

    El único sentido de Lorenzo que goza de cabal salud, es el auditivo; escucha el pasado con una correspondencia exacta a los episodios que marcaron su vida: tono de lamento, belicoso, sensible, fúnebre, alegre, entusiasta, maternal, que mágicamente adormecieron su niñez y adolescencia. La mente de Lorenzo Sandoval se convierte en una caja sonora. Un golpeteo vibratorio se instala en sus oídos: es la voz armoniosa, musical, de Pascuala de León Mexicano. Le cuenta cómo llegó ella a Catorce.

    Cuando yo tenía quince años, Lorenzo, andaba con mis padres recorriendo la sierra; veníamos de Zacatecas. Llevábamos semanas de agobio hasta que un día, el que te estoy contando, el destino me trajo a Catorce.

    Ese día iniciamos la jornada al amanecer con poco alimento en el estómago y mucha zozobra en el corazón.

    El Capitán Cristóbal de León, mi padre, nos ordenó a Felícitas Mexicano, mi madre, y a mí, montar nuestros caballos y él, sin intercambiar otra palabra se quedó mirando la sierra un rato. El sol despuntó e iluminó el rostro de piel blanca del Capital Cristóbal de León, y yo retuve en mis pupilas su nariz aguileña, cabello rizado, largo, color cobre y sus pobladas patillas. Luego, decidido montó en su animal, miró en todas direcciones y finalmente nos señaló con el brazo extendido la ruta de nuestro peregrinar. Lo seguimos.

    A media mañana, mi madre, cansada de tanto trotar masculló:

    «¿Adónde nos lleva, Cristóbal?»

    «Todavía no sé el camino, Felícitas; Dios proveerá», dijo.

    Él, buscaba, como a tantos españoles que vinieron a América, encontrar una mina.

    «Pronto lo sabremos», dije. Mi padre me miró molesto por haber empezado con mis cosas; así llamaba él a mis premoniciones y con el ceño adusto, con látigo de cuero fustigó a las bestias.

    Aun así, marchamos lentamente.

    El viento sopló sin descanso. El viento de la sierra, lo sabes Lorenzo, es helado y violento. Yo, envolví mi rostro en un lienzo dejando sólo descubiertos mis ojos. El polvo se metió entre mis vestiduras lastimado mi piel. Las patas de los caballos levantaban la tierra seca y arenosa; nos empolvó de pies a cabeza.

    Con cuánto trabajo ascendimos y descendimos zigzagueando las pendientes en busca de pisada segura. La ladera de la montaña traicioneramente se desmorona y más de una vez miré cómo las piedras, de tamaño grande, caían rodando al fondo del abismo.

    Al mediodía enmudecimos de terror al ver los voladeros. Los rayos del sol nos cayeron encima dificultando más nuestro camino. Madre y yo teníamos sed y hambre. Encorvadas sobre los animales, de tramo en tramo erguíamos la cara para enviarnos sonrisas alentadoras al intercambiar miradas. Nuestras vestiduras raídas, rasgadas por los huizaches del camino, ondeaban agitadas por el viento. Cuando crezcas sabrás de qué te estoy hablando: la montaña impone. La dominarás, hijo. A fuerza de la inveterada costumbre del hombre de buscar oro o plata, a machetazos han abierto peligrosos caminos para recorrer la cordillera. Aun así te sobrecoge la soledad, las soberbias águilas que vuelan sobre tu cabeza, los profundos voladeros te provocan vértigo y la acechanza de víboras te mantiene en alerta.

    Íbamos ensimismados sorteando los peligros cuando en un recodo apareció un hombre joven, quizá de veinticinco años, que cubierto con un abrigo, calzaba botas altas y se asustó al vernos.

    Mi padre detuvo la marcha. Descendió de su caballo y preguntó:

    «¿Se ha perdido, amigo?»

    El sujeto sonrió y movió la cabeza negando. Receloso miró a mi padre. No puso atención en mi madre, ni en mí, que sólo tenía mis ojos descubiertos. Fuera de nosotros, no había rastro de vida humana.

    El hombre bajó del burro y sin soltar la rienda de su animal se encaminó hacia mi padre y dio sus generales. Dijo llamarse Ildefonso Anteparazuleta, oriundo de Cádiz. Que era uno de esos indianos en busca de plata, con España, su tierra natal a cuestas; permanentemente añorándola y por lo que sus ojos miraban, felizmente había topado con mi padre que, a ojos vistos, sin duda español peninsular.

    En un santiamén se armó la algarabía.

    «Qué gusto encontrar en medio de la nada otro aventurero español que como yo, llegó a América para enriquecerse», dijo mi padre.

    Los hombres se abrazaron. Madre y yo sin bajar de la cabalgadura, escuchamos con atención.

    Ildefonso Anteparazuleta contó que venía de San Luis, donde se enteró que un hombre apodado Negro Ventura Ruiz, había descubierto en Catorce un magnífico filón. Que la noticia del descubrimiento se corrió, como era natural, de voz a voz. Mi padre se impacientó; caminó alrededor mientras Ildefonso daba pormenores del mulato. Que era un don nadie de escandalosa estatura y apretada a la cabeza el oscuro rizo y la ilusión de hallar una mina.

    «Abrevie, amigo—pidió mi padre—. ¿La halló?»

    Ildefonso, metido en la anécdota como si la hubiese presenciado, explicó que el Negro, sin mucho avío montó en su mula y guitarra en mano desperdigó notas por la Sierra de Catorce. Durante una jornada la mula aguantó viento y carga. Al terminar el día, el ingrato camino la dejó exhausta. Ni los reclamos a su ineptitud ni la voz tierna, de la increíble cordialidad del último esfuerzo, sirvieron. ‘Vamos chiquita, ¿por qué me haces esto?’, le había rogado el Negro a la mula.

    «¡Abrevie, amigo!—Insistió mi padre—. ¡¿Qué pasó?!»

    Ildefonso bebió agua de su odre, se limpió la boca con el puño de su blusa y advirtió que si quería saber, escuchara el chisme completo, Capitán. ¿En qué iba? ¡Ah, sí! Y continuó contando al detalle, que la mula del Negro cerró los ojos y durmió. Y que Ventura, buscando dónde pasar la noche le encontró un resquicio a la sierra. Se arrimó lo necesario para hacer una fogata dentro de la gruta y agotado como su mula, durmió a pierna suelta. A la mañana siguiente, el calor del fuego dejó al descubierto los lagrimones de plata que escurrían de las paredes. Haciendo alusión a su nombre, la llamó Buenaventura.

    «¿Y produce?», preguntó mi padre.

    «Por lo que se cuenta, sí, y el Negro la explotó».

    Luego, Ildefonso dijo que por desgracia, el Negro, ya rico, se aficionó a vestir capa y recargarla con bordados de oro y plata. Como estaba prohibido que indios y negros vistieran a la usanza española y no obstante haberse hecho artista en el arte del disfraz, de nada le valió la maestría cosmética que fue adquiriendo, probando en su piel polvos que se la blanquearan. Fue el juego de nunca acabar. Lo reconocían, lo apresaban, requisaban su capa y le cobraban la multa. En tanta capa, en cuestión de meses se le acabó la buena suerte.

    «El asunto se resolvió a ráfaga de pólvora.—Ildefonso tocó su barbilla y dijo—: A nombre del Poder Real, el Negro fue fusilado. La ofensa no era para menos, ¿no cree, Capitán?»

    «¿Y la mina descubierta?», preguntó mi padre.

    «Nadie sabe el sitio exacto en donde está. El Negro se llevó el secreto a la otra vida—dijo Anteparazuleta. Añadió—: Tratándose de un desarrapado ignorante, a lo mejor ni siquiera la denunció y la fortuna se halla arrumbada para cualquiera de nosotros, ¿no cree, Capitán?»

    «¿Tiene pistas? ¿Sabe por qué rumbo encontró el Negro la mina?», preguntó mi padre.

    «Dicen que en Real de Catorce. Hacía allá me dirijo. Tengo un mapa para poder llegar», confesó Ildefonso y señaló la alforja que descansaba en el lomo del burro. La abrió y mostró un papel arrugado, sucio de grasa, donde estaba dibujada la Sierra de Catorce, plagado de cruces, círculos y asteriscos.

    Mi padre revisó detenidamente el mapa y preguntó:

    «¿En qué sitio nos encontramos?»

    Ildefonso, con un dedo lo señaló. Luego, entusiasmado aclaró que ya casi habíamos llegado al mineral marcado en el mapa, en color rojo.

    Mi padre, el Capitán Cristóbal de León, en ese momento enloqueció. Ante nuestro miedo, papá sacó de entre sus ropas un cuchillo, tomó a Ildefonso del cuello de la blusa, le colocó la punta del arma en el cuello. Gotas de sangre aparecieron manchando el abrigo de Anteparazuleta que asustado trató de defenderse pero mi padre lo derribó, arrebatándole el mapa. Luego, de pie con las piernas separadas, pensativo acarició una de sus largas y abundantes patillas y blandiendo el cuchillo en su

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