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Tapiz Para Un Pasado
Tapiz Para Un Pasado
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Ebook153 pages1 hour

Tapiz Para Un Pasado

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En esta obra Maria Isabel Mathieu, usa toda la destreza de que es capaz, para poder de una forma biogrfica narrar partes de la vida de una pareja, que habiendo cada uno sufrido fuertes tropezones que los arrojaron al suelo, juntos, de la mano se levantan en medio de la humildad.
La fatalidad les da una estocada mortal, tratando de reivindicar lo hecho con dinero.
Una historia real, matizada con algunas pinceladas de fantasa y datos recopilados de la gaceta.
Algunos nombres y lugares han sido cambiados por razones obvias.
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateJun 27, 2012
ISBN9781463331528
Tapiz Para Un Pasado
Author

Maria Isabel Mathieu

Maria Isabel Mathieu nació en 1953 en Bogotá Colombia. Luego de tres décadas se trasladó a Los Estados Unidos en donde se convirtió en la escritora mayormente de ficción que hoy por hoy, ha publicado con este, 9 libros. Con su forma exquisita de narrar atrapa al lector al punto de hacerle soltar una carcajada como también una furtiva lágrima.

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    Tapiz Para Un Pasado - Maria Isabel Mathieu

    Copyright © 2012 por Maria Isabel Mathieu.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012911257

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

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    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    415467

    Oculto el llanto, es inútil formular preguntas.

    ¿Qué hay se seguro en este mundo?

    Li Tuan, de las trescientas poesías T’ang, Turin 1961

    A los protagonistas las gracias doy

    Han sido mis amigos y lo son hoy por hoy.

    Están dentro de mi vida

    Y en la de ellos estoy.

    Tapiz para un Pasado

    Prólogo

    Andando por los caminos de la vida, recibimos heridas que van dejando cicatrices, que por difíciles de borrar van adquiriendo un delicado y sutil tapiz aterciopelado. Como tapiz al fin, es superficial; por lo que habremos de tener un especial cuidado, pues su delicadeza es comparable con la de una telaraña que al romperse en cualquiera de sus pespuntes, podría facilitar el escape del alma.

    En algún momento sin que lo percibamos, habrá llegado el tiempo que nos ayuda a resignarnos y aceptar los designios que nos haya trazado el destino.

    Pero durante ese tiempo difícil para unos, otros tergiversan los acontecimientos, tejiendo una red de malos entendidos e intrigas, enrolándose en causas sin provecho y la razón es la envidia.

    El único escudo para que la inflexibilidad de unos nos permita vivir un tiempo bello, es mantenernos adheridos a nuestras convicciones, lo cual es un buen síntoma de firmeza.

    Tapiz para un Pasado

    Siete personas de las cuales tres eran niños. Tres generaciones, y todos trataban de sobrevivir a una vida adversa, en un suburbio de Pereira.

    En un muy pequeño rancho de guadua, techo de paja, ventadas destapadas, pero allí tenían que pagar una mensualidad, y rezar mucho para que en épocas de lluvia, la vivienda no se les viniera abajo, o que en un mal momento los niños no resultaran oliendo pegamento, para vivir más relajados y pasar el hambre, pues abundaba droga y vendedores de la misma, pero irónicamente, su condición económica los salvaba de caer en esa desgracia. Otros jóvenes en cambio, hacían lo que tuvieran que hacer tal como robar o matar con tal de conseguirla.

    Tres niños. Orwell, Isabel y Harley, hijos de Fulvio Godinez con Yamile de Godinez, y los padres de ésta última Bernardo y Luisa. Como fuera se acomodaban y claro, a los niños era fácil acomodarlos en lo que debería ser la sala que era pequeña, pero ellos lo eran más.

    Afuera había troncos de madera que les servía de comedor, allí mismo tenían un fogón, sólo cortaban leña, y lo ponían a funcionar.

    Detrás del ranchito se encontraba la letrina, y a unos pasos de allí había un pozo del que sacaban el agua que luego hervían para poderla tomar, medio bañarse, y usaban el jabón de la tierra preparado por la abuela.

    Se trataba de una familia católica, más que humilde. Carecían de educación, pero honestos y limpios de corazón, diferentes al resto de los vecinos de aquel lugar, en donde había que estar alerta para conservar la vida.

    Yamile muy parecida a su madre, una mujer de natural belleza, buena estatura, linda figura, saludable, pero sometida a su marido, al punto de prácticamente olvidar su apellido materno, pues lo usó solamente cuando fue a bautizar a sus hijos. No obstante que vivía con sus padres, ellos eran llamados por ella, papá y mamá, cuando el yerno se les dirigía eran don Bernardo o doña Luisa, y los chicos les decían abuelo y abuela. La esposa de Fulvio era modista autodidacta pero lo único que podía hacer, eran zurcidos a mano; la ropa que había sido, primero de alguien, luego de Orwell y cuando pasaba a manos de Harley ya daba lástima. No teniendo una máquina de coser, ni tampoco lugar en donde colocarla, su trabajo era remendar cuando se podía. Atender el cuchitril amasando harina para hacer arepas y bien delgadas. Preparando agua de panela que serviría casi fría, pues si la servía caliente, las arepas nunca eran suficientes, pero eso era cuando la situación estaba buena y cuando no, los hombres iban al matadero, cada uno de ellos con una jarra u olleta vacía, y regresaban con las vasijas llenas de sangre de res, la cual unas veces la tomaban pura, y otras veces entre Yamile y Luisa su madre, preparaban algo a lo que llamaban claros y daba la impresión de ser claras de huevo batidas; por que huevo, comían una vez al año.

    Isabel en cambio, disfrutaba de trajes nuevos hechos de retazos de los vestidos viejos de su madre y abuela, pero a su medida, y ella los estrenaba.

    La situación era supremamente precaria. Fulvio trabajaba poniendo hebillas, suelas, medias suelas, tapas, tapitas, remontas completas, en fin, todo lo que hace un zapatero, pues eso era; no es que hubieran muchos clientes, entonces lo que ganaba apenas si le alcanzaba para pagarle al dueño de la casa y con la gran suerte de que no pagaban luz eléctrica, simplemente por que no la había, así que a las siete de la noche ya tenían que estar acostados, pues la luz de la luna no les alcanzaba ni para verse los unos a los otros y no podían malgastar las velas. Además, por que dormidos el hambre no se sentía tanto.

    Cacharrero de profesión, Bernardo ejercitaba mucho sus piernas caminando todo el día, para tratar de vender lápices, encendedores, coladores, navajas, pilas, rayadores, abre-latas, corta-uñas etc. Era quien más aportaba para los gastos, sobre todo en lo que se refería a sus nietos. Pero la plata, casi no se veía, no alcanzaba y casi nunca había, por lo que era mejor emigrar para la capital.

    En Bogotá habría más oportunidades de trabajo. En una ciudad tan grande hay más gente, al haber más gente, pues tendría que haber más zapatos que remontar, y por consiguiente, más personas para venderle los cacharros de Bernardo. Luisa y Yamile podrían hacer arepas para vender, quizá los capitalinos no las conocían, y tendría que haber mucha gente necesitando quien les haga remiendos. Los niños podrían seguir yendo a escuelas públicas. Y todo arreglado.

    Llenos de sueños, se prepararon para el cambio de vida. No había mucho que llevar. Fulvio vendió sus herramientas y no pagó ese mes de arriendo al dueño de la pocilga. Así que cada uno con su bultito al hombro, la familia completa viajó en flota para Bogotá.

    Se instalaron en una casa de inquilinato que al ser comparada con el rancho al que estaban acostumbrados, era una mansión; en otro antro, pero en un suburbio capitalino el cual carecía de nombre, pero al que con el tiempo llamaron El mierdero nombre éste otorgado en honor a los malos olores que emanaban por todo el vecindario. Era otra olla inmunda, repleta de pillos y vendedores de droga, pero quizá de mejor calidad que la que se conseguía en San Judas.

    Construida en bloques de concreto, pintada con cal blanca y puertas verdes. De dos plantas, con el patio en el centro, los cuartos alrededor; los del primer piso desprovistos de ventanas excepto el de la dueña. Cinco cuartos dormitorios en la planta baja y ocho arriba, enmarcaban los pasillos asegurados con barandas y columnas de madera pintadas de color naranja brillante. En medio de cada poste guindaba un helecho, también su respectiva telaraña, dándole a la casona un toque bastante pintoresco.

    El lugar constaba de dos baños, pero uno era privado para la dueña del sitio; el otro lo compartían el resto de inquilinos. La cocina era en común también, con una gran estufa de ladrillo que funcionaba con carbón, que daba fuego a las seis de la mañana, y se apagaba a la hora que se enfriaba la ceniza; así que cada inquilino debería aprovechar para preparar sus alimentos mientras hubiese combustible. En el patio central había unas cuantas mesas redondas vestidas con manteles plásticos, y en el centro de cada una, un pequeño florero con alguna flor plástica que al tocarla, se pegaba en los dedos por la grasa acumulada de quien sabe cuantos años al igual que dichos manteles, y el adorno, puesto sobre un cenicero, por si alguien necesitaba usarlo.

    Cada inquilino debería dejar la mesa en orden y limpia tal y como la encontrara. En todas las paredes de la casona, había avisos escritos en cartulina y pegados en las cuatro puntas con cinta adhesiva que decían:

    No tirar basura en el suelo. Favor no dejar que los niños rayen, ni peguen los mocos y los chiles debajo de las mesas. Cada inquilino que cierre su cuarto con candado, pues no respondemos por lo que se pierde. Pagar el arriendo a tiempo, o busque pa’ donde irse. Hasta en el baño había un letrero. Orine feliz y contento, pero orine adentro. Todos y cada una de estas advertencias estaban firmadas por la administración.

    Carecían de nevera, por lo que cada persona luego de preparar sus alimentos, se veía en la obligación de llevar sus vasijas y cubiertos, con o sin comida al cuarto, pues como decía el aviso, nadie se hacía responsable si algo se perdía. Así pues que el olor que había en cada habitación del lugar era bastante peculiar, y cada cuarto olía diferente pues uno que otro

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