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Jazmines a Flor De Labios
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Jazmines a Flor De Labios

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Jazmines a Flor de Labios por Enrico di Fornerino

Los hechos se desarrollan en la primera mitad del siglo XVI en Apulia al Sur de Italia, un grupo de labriegos lucha contra los abusos de falsos inquisidores, a sus luchas se une un grupo de monjes basilianos de una abada en Otranto, la cual haba sido blanco de una reciente ocupacin turca. Ocurren una serie de asesinatos misteriosos de personas vinculadas a la Inquisicin en las que se involucra el rey de Inglaterra Enrique VIII, enemigo acrrimo del papa Clemente VII por haberle ste negado su divorcio. Finalmente los escenarios se trasladan a Calabria. Las rebeliones hacen metstasis en casi toda Italia hasta que un sacerdote inquisidor es proclamado papa en Roma.
LanguageEspañol
PublisherPalibrio
Release dateMar 28, 2012
ISBN9781463322144
Jazmines a Flor De Labios
Author

Enrico Di Fornerino

El Autor Enrico di Fornerino es el pseudónimo de Jaime Enrique Guerra, escritor y dramaturgo venezolano. Ha concentrado en esta obra muchos de los matices de una terrible época, para contarnos el sufrimiento y el arrojo de un grupo de hombres que luchaban por ser libres. Realizó sus estudios en la Universidad de Varsovia, Polonia y en la Universidad de Uppsala en Suecia en donde obtuvo el grado de PhD. Es investigador retirado de la Universidad Central de Venezuela en donde es profesor titular desde 1968.

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    Jazmines a Flor De Labios - Enrico Di Fornerino

    Copyright © 2012 por Enrico Di Fornerino.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012904321

    ISBN:   Tapa Blanda   978-1-4633-2213-7

                Libro Electrónico   978-1-4633-2214-4

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivadas de los mismos.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    399034

    Contents

    1 En Algún Lugar De Apulia 1532

    2 … Otrantoabadía de San Nicolás de Casole

    3 Aparece un nuevo monje

    4 La mujer de Treviño es arrestada

    5 Un hermano es confinado

    6 Un novicio enloquece

    7 Desaparece uno de los soplones

    8 Al rescate de la prisionera

    9 Otra comisión inquisidora llega a la abadía

    10 Ejecutan a un hombre en la hoguera

    11 El curandero escapa

    12 Unas extrañas notas son dejadas al Abad

    13 Escape a Calabria en las carretas de Gaetano

    14 En algún lugar de Calabria

    15 Comisarios ante un cadáver con el jazmín

    16 Hallazgo de un cadáver en circunstancias extrañas

    17 Quema de herejes

    18 Encuentran drogado a otro novicio

    19 La vieja canción Mille Regretz es entonada

    20 El asesino se expone

    21 Enrique VIII detrás de la conspiración

    22 El atentado al Papa

    23 Capturan a los conspiradores

    24 Fragmentos diabólicos en el scriptorium

    25 Busisis y Stasi parten a Bohemia

    26 Huida del obispo Bastidas

    27 Reaparece Montreaux

    28 Stasi & Busisis Buscan Refugio Con Moises

    29 Caraffa se impone

    A Jolanta…..

    1

    En Algún Lugar

    De Apulia 1532

    Hacía ya tiempo que Eustaquio Rivera se había quedado solo. Su mujer Jacinta, recién había muerto cuando se fracturó la cabeza al resbalarse mientras recogía setas en un bosque cercano a su casa. Su hijo Alejandro, un tiempo atrás había emigrado buscando otra suerte y nunca más lo había vuelto a ver.

    Ya viudo y muy a su pesar, consignó a los clérigos de una abadía cercana a su otro hijo varón - Esteban -, el único miembro de la familia que le quedaba a su lado.

    Ahora, en la oscuridad de la noche, se sentaba frecuentemente sobre un peñasco cercano a su casa mientras acariciaba a su fiel perro: un anciano labrador que había perdido las ganas de ladrar a esas alturas de su vida.

    De vez en cuando, Eustaquio gustaba de recordar con amargura aquellos tiempos en la cual toda la familia habitaba a su lado en aquella destartalada casona.

    Había tenido seis hijos en total: cuatro varones y dos hembras pero una epidemia de peste le arrancó cuatro de ellos a muy temprana edad, donde él mismo casi pierde la vida al postrarlo la enfermedad en su cama, donde solo un milagro y la esmerada atención de Jacinta lograron salvarlo después de un par de meses de delirio.

    La cosecha ese año había sido mala, casi no había llovido y el par de animales que lo ayudaban -unas fatigadas mulas famélicas-, parecían estar ya muy enfermas.

    Los rastrillos hechos de palos y bejucos que tan útiles les habían sido para desmoronar la tierra y apartar las hojas secas ya estaban muy deteriorados y los insectos pululaban por su tierra como Pedro por su casa.

    Sus fuerzas ya eran casi nulas para lo exigente que era el trabajo en el campo a pesar que su voluntad seguía siendo la misma que años atrás.

    Con sarcasmos lamentaba que los emisarios del Rey no iban a tener nada que llevarse ya que todo parecía augurar una hambruna en la zona.

    Tampoco las guerras habían acabado. Desconocidos habían arrasado la aldea sin nombre, donde Eustaquio habitaba, llevándose consigo un puñado de jóvenes en edad de combatir, privando a sus familias de una necesaria mano de obra.

    Por otra parte las frecuentes incursiones de bandoleros que se hacían llamar inquisidores, buscando herejes, brujas y hechiceras hacían vivir a sus pobladores en una permanente zozobra.

    Alejandro había emigrado quién sabe adónde, llevándose el único mulo que poseía uno de sus vecinos, a quién se lo pidió prestado. Para entonces, era un muchacho muy huraño y antisocial. Amotinado por pequeñeces y fue quizás su rebeldía y descontento permanente que lo llevó a tomar aquella determinación de dejar todo. Jacinta entonces lloraba desconsoladamente día tras día, y en cada nuevo amanecer se asomaba en el umbral de la puerta a ver si lograba verlo.

    - Hoy debe regresar, seguramente viene cansado-, decía para sí.

    Mientras vivió con sus padres frecuentemente circulaban fuertes rumores donde se le señalaba de conspirador y ser el responsable de la aparición de unos pasquines en los cuales se incitaba a la gente a amotinarse contra el Rey y el Papa.

    Él había negado tales rumores cada vez que le hacían comentarios sobre el particular, argumentando al mismo tiempo que eran chismes de gente sin oficio, que sus acusadores carecían de pruebas y lo que hacían era propagar lo que escuchaban sin detenerse a evaluar su certeza.

    Temiendo que la fuerza de esos murmullos y el perspicaz oído de los falsos inquisidores lo involucraran en actitudes prohibidas, pensó que no tardarían en venir a arrestarlo.

    -Me quieren ver confesando lo que no hice y convertirme en un eterno fugitivo- decía.

    Cuando se fue maldijo también a sus progenitores, Eustaquio y Jacinta, que prefirieron no contestarle para no exacerbar sus ánimos. Les dijo que en parte eran culpables de la atmósfera de inseguridad por él vivida y tal como estaban las cosas, él no tenía ninguna otra opción sino largarse lejos y no volver más nunca, tampoco quería que lo anduviesen buscando. Lo primero que hizo fue cambiarse el apellido Rivera por Di Giurdignano, pensando quizás que de esa forma confundiría a quien lo buscase, aunque dada su naturaleza contradictoria él mismo se encargó posteriormente de vociferar que el Giurdignano era una especie de remoquete que se había añadido voluntariamente a su apelativo.

    Tal como había presagiado Alejandro, los soldados de la falsa Inquisición no tardaron en llegar justo a los pocos días en que él se había marchado de la aldea.

    Revolotearon los pocos cachivaches que había dejado y sometieron a Eustaquio y a Jacinta a un cruel y largo interrogatorio.

    No faltaron las amenazas y los insultos de todas clases lanzados por aquél grupo de bandoleros contra los padres de Alejandro. En tono amenazante le hicieron saber que si descubrían que ocultaban algo, seguro volverían y los arrestarían sin ningún tipo de miramientos.

    Mordiéndose la lengua para no estallar en improperios contra aquellos vagabundos que usando el nombre de una llamada Sagrada Congregación de la romana y Universal Inquisición aterrorizaban a los pobladores con sus pillajes y desmanes, solo alcanzó a decirles

    -¡Dejen ya de perseguirlo! ¡Ese muchacho es inocente! -, en un arranque emocional y llenándose de valor; pues tales pronunciamientos eran considerados como desafíos para aquellos desalmados. El comentario más inocuo hecho aún durante un momento de ira podía bastar para ser arrestado por los falsos inquisidores, todos tenían que cuidar lo que decían y ante quien lo decían.

    -Cuida tus palabras anciano; perseguimos a un criminal, nos importa un bledo si es tu hijo y te juro lo atraparemos más pronto que tarde-, le contestó uno de los bandidos del grupo de jinetes quien andaba ataviado como un fraile.

    Luego de ese impasse, algunos pobladores se alejaron más de los Rivera y quizás por miedo de caer en desgracia, sólo tenían el contacto básico en el mercadeo de sus productos de cosecha. Aludían a las repentinas y cada vez más frecuentes extravagancias de Eustaquio con actos que muchas veces rayaban en la locura y eran objeto de mofa entre los aldeanos.

    Jacinta no murió enseguida luego de aquél resbalón que le destrozó la cabeza, milagrosamente aún respiraba en el lugar donde cayó tendida. Entre él y Esteban la llevaron hasta su aposento en donde pasó cuatro días de agonía en medio de un estado febril angustioso en la que deliraba incoherencias que hacían llorar a su hijo. Solo tuvo un par de minutos de lucidez el mismo día que se murió, comenzó a dar gritos pidiéndole a Dios que le devolviera a Alejandro y que lo cuidara donde quiera que estuviese, incluso para asombro de todos pudo empinar medio cuerpo sobre su cama, luego miró fijamente a un punto al lado de Esteban quien estaba de pie frente a ella y a viva voz emitió un estruendoso grito:

    -¡Alejandro, hijo mío! ¡Por fin has regresado! ¡Mírame, soy tu mamá!….., -justo antes de expulsar una baba verde por su boca y retorcer los ojos hasta quedar sin signos de vida con una vaga mirada y una leve sonrisa en su rostro.

    -Es la alegría del tísico que no le duró nada-, decía para sí un Eustaquio abatido, refiriéndose al corto instante de renovada energía que tuvo Jacinta justo antes de morirse.

    Los falsos inquisidores volvieron y llegaron minutos antes de sepultar a Jacinta y procedieron a abrir la caja con los restos de la difunta para cerciorarse que no estaba Alejandro metido en aquel cajón mortuorio, luego entraron en la casa a interrogar a Esteban quién no había estado presente en su primera visita. De nuevo volvieron a registrar la casa y se marcharon frustrados sin decir nada y sin antes pegar un papel en la puerta donde escribieron la fecha de aquél día, pidiendo no arrancarlo. Eustaquio les dijo -esa vaina se va a mojar con la lluvia si es que las ventiscas no se lo llevan antes.

    En las noches, Eustaquio solía caminar con su perro por los oscuros senderos de la aldea lleno de secos pajonales y zigzagueantes trochas, lo que hacía a menudo para vencer el miedo natural que según él todo hombre tenía.

    En una ocasión, en uno de los tantos paseos nocturnos, un hombre se cruzó en su camino. La oscuridad de la noche era total, casi no permitía ver bien sus facciones. El extraño era un hombre alto y corpulento de mentones salientes que con la rigidez de su rostro daban a su fisionomía un aspecto inhumano. Al menos eso era lo poco que se destacaba en aquella penumbra.

    -¡Buenas noches Don Eustaquio! ¿Se acuerda de mi?- Dijo el forastero a un lado del camino.

    Eustaquio Rivera saludó con un gesto involuntario la extraña sombra que sus ojos alcanzaban a divisar antes de mascullar:

    -No,… no me acuerdo menos en esta noche tan negra, ¿Cómo carajo quieres que te reconozca? ¿Quién eres?

    - Basilio Antonasakis - contestó el forastero

    Al oír aquél nombre Eustaquio se estremeció ligeramente y guardó unos minutos de silencio abriendo más los ojos para escudriñar a aquél extraño en la negrura de la noche.

    -Me suena, me suena, pero no logro recordarte- dijo sin disimular su sorpresa.

    -Hombre, ¡pero si anduvimos junto tantos años en Uggiano la Chiesa!, me llamaban el griego ¿te acuerdas? replicó el forastero mostrando una leve sonrisa en su rostro.

    -Lo siento pero no te recuerdo- dijo tajante Eustaquio haciendo un ademán para seguir su camino.

    El extraño lo detuvo un instante.

    -Αναµένεται - le dijo el forastero en griego -. Recién ayer llegué al poblado y me comentaron que vivías cerca y justo iba a visitarte.

    -¿visitarme a mí? ¿A medianoche?- contestó Eustaquio con extrañeza-.

    Perdona pero no te recuerdo, además, aunque sé que está cerca, jamás he estado en Uggiano la Chiesa ni entiendo nada de griego, creo que me ha confundido con otra persona -insistió Eustaquio con expresión firme y alejándose rápidamente.

    -Eustaquio le dijo algo inaudible a su perro y ambos se regresaron por el mismo camino.

    Apresuró su paso hacia su casa, mascullando todo el tiempo improperios y lamentándose del reciente episodio protagonizando con aquél hombre.

    Mientras caminaba de regreso a su casa, escupía frases sueltas, lanzaba maldiciones y añadía incoherencias que poco tenían que ver con el extraño encuentro con el supuesto amigo cuando finalmente dijo algo con más sentido.

    - ¿Qué lógica tendría encontrarse con un supuesto viejo amigo por un camino en una olvidada aldea en una noche oscura y que repentinamente me reconozca? -¡ninguna!, eso no tiene ni pies ni cabeza- decía, como hablándole al canino. -¡No sé que andan buscando! Quieren sacarme el paradero de Alejandro cuando yo mismo no lo conozco.

    Eustaquio siguió murmurando durante todo el trayecto.

    -Las depravaciones de estos bribones parecen no terminar. Juegan con la inteligencia de los demás. Subestiman a todos. Se meten en la cabeza que somos iguales de pendejos que ellos.

    En ese momento se dio cuenta que rodeado de gente falsa debía duplicar su cautela.

    -los amigos de ese puñado de bandoleros me van a tener el ojo puesto- farfullaba.

    -Debe haber más de uno de esos idiotas diseminado por la zona.

    Todas esas artimañas a las que recurrían sus enemigos para poder atrapar a su hijo prófugo lo pusieron en guardia y su instinto le enseñó a desconfiar hasta de sí mismo.

    En el transcurrir de los días Eustaquio aprendió amar la soledad.

    Ya no quería hacer paseos tan largos por temor a encontrarse de nuevo con el griego o con alguna otra sorpresa desagradable. Se le veía invariablemente arreglando el jardín frente a su casa o sentado ante el umbral de la misma mirando siempre hacia el cielo como si estuviese esperando que cayese algo de arriba.

    Pero lo que verdaderamente preocupó a los aldeanos más cercanos a él eran sus frecuentes caminatas en círculos alrededor de su perro asiendo con una mano un palo, dibujando en la tierra surcos de su trayectoria. Al principio el pobre canino se lo quedaba viendo impasible pero pronto se fastidió del juego obstinado de las locuras de su amo y comenzó a ladrarle con unos gruñidos desafinados dada su condición de perro viejo.

    Entonces se empezó a rumorar que la arterioesclerosis se lo estaba comiendo.

    -Lo peor no es que se vuelva loco sino que vuelva loco al perro. Esas vainas terminan por contagiarse, -dijo un aldeano refiriéndose a Eustaquio.

    Otras veces, se lo veía a gatas tratando de ladrarle a su propio perro y de allí se levantaba con un intenso dolor en la espalda y las rodillas que comenzaba a frotar con un aceite maloliente que conservaba en un cuenco.

    Basilio Antonosakis no se dio por vencido y volvió a buscarlo un par de meses después de su último encuentro, en esta ocasión llegó hasta la casa de Eustaquio y quiso convencerlo que se mudara a vivir al monasterio donde estaba su hijo Esteban.

    -No te conozco -le dijo de nuevo Eustaquio quien con asombrosa lucidez lo enfrentaba-. No quiero que te preocupes por mí, no sé qué fines perversos persigues, si quieres saber de mi otro hijo Alejandro te diré que no tengo noticias de él desde que se fue. Ahora déjame tranquilo. No necesito de tus consejos ni de nadie más.

    Antonosakis, hombre oscuro e impenetrable, cuya personalidad no estaba acostumbrada a implorar, sin decir ninguna otra palabra, recogió sus macundales

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