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Yo… Migrante
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Yo… Migrante

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En una audaz interpretación de la vida de un inmigrante, el autor relata una historia en el género periodístico de "crónica", digna de una habilidad literaria innata, para ofrecernos con la cabalidad de una autobiografía y a la vez historia humana, los distintos ciclos que le correspondieron vivir en Europa, su país en calidad de inmigrante, con todas las peripecias, experiencias que supo sortear en sus casi 55 años mostrándonos personajes reales y no así ficticios, lo que le otorgan una autenticidad digna de un escrito. La adolescencia, la juventud y la edad madura son los componentes de esta "crónica" que le llevo a escribir como una evidencia de vida y más aún propósito de existencia de un migrante en búsqueda de aventura, del futuro incierto o bien del eslabón perdido, para en lo posterior encontrar el camino deseado de la superación, la profesionalidad y la conformación de una familia como meta elegida por su carácter intrínseco de un ser humano. Una bella historial juvenil y a la vez adulta, de extraordinarias anécdotas, de un espléndido sentido del humor y bien concebido equilibrio intelectual, tiene también trascendencia pedagógica existencial para aquellos lectores que desean comenzar con la lectura y terminar con la satisfacción de una agradable memoria y a la vez documento histórico y humano, en momentos en que el proceso migratorio ha dejado de ser una simple búsqueda de trabajo para transformarse en una razón de existencia y coraje.
LanguageEspañol
Release dateApr 4, 2018
ISBN9788417029920
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    Yo… Migrante - Carlos Meyer Ayala

    BALCANES

    PRESENTACIÓN

    Yo… Migrante es un hecho real. Se ha roto aquella dimensión carcelaria de los personajes ficticios para cambiarla por las personas reales. Existe una intencionalidad como existe un fenómeno que se llama migrante, que lo llevan implícito quienes tuvimos esa vida errante, sin rumbo definido y con un futuro incierto, que nos ha obligado a aceptar todas aquellas contradicciones que tienen los humanos en cada uno de sus países; el choque de culturas, el idioma, la xenofobia, el rechazo a los migrantes, la poca predisposición a integrarlos, hasta el cambio de indumentaria y cuantas otras aberraciones en este acontecer tan antiguo como es la propia humanidad.

    Por otro lado también se rompe esa conservadora y rigurosa tendencia academicista para manejar el idioma, para escribir el castellano, ese castellano que lo hablan los originarios y mestizos del continente suramericano, tan diversificado y rico en sus vocablos y acepciones idiomáticas que después de tiempo han sido aceptadas lentamente por la Real Academia de la Lengua y por los millones de lectores, dándose cuenta de que en el tiempo se perdieron muchas oportunidades para quienes pretendían ingresar a la carrera literaria, no así con los famosos Best Sellers, sino simplemente con acotaciones históricas no publicadas que quizás se perdieron en el olvido.

    El propósito y aludiendo a los géneros periodísticos, Yo Migrante, es una crónica, diríamos viajera como lo fuera en las épocas del colonialismo, con los famosos copistas comandados por los sacerdotes y aquellos marinos que tenían el talento para escribir en situaciones tan embarazosas como riesgosas en su afán colonialista.

    En el contenido literario escrito para la comprensión de niños y adultos en un castellano sencillo, con innumerables citas geográficas, históricas, personales y colectivas, he pretendido mostrar simplemente al mundo, de cuán difícil es ser un inmigrante, la vida dramática y a la vez esforzada, de las peripecias que ha sufrido y de las posibilidades de haber cambiado el estatus, por un futuro más prometedor, bajo un punto de vista de lo que es vivir este fenómeno , hoy en una crisis sorprendente, en países donde las barreras idiomáticas son severas; donde el clima imperante es lo más inadecuado o cuando la gastronomía está basada en componentes tan diferentes o donde la mentalidad es radicalmente opuesta a los elevados principios o genuina sabiduría de quien emigra en busca de un solo objetivo: la búsqueda de una oportunidad laboral para eliminar en sus hogares, esa pobreza o situación económica inestable por la falta de un empleo en su propio país de origen o por tener que huir de las guerras étnicas, civiles o simplemente por el afán aventurero de conocer nuevos mundos, pero siempre con esa incógnita de la ausencia, que desencadena y quiebra la integridad familiar por el abandono del cabeza de familia o bien por la de los hijos que buscan simplemente cambiar de país, diríamos, en la búsqueda de la oferta laboral globalizada, válida para su objetivos concretos.

    En cada uno de los capítulos se narra o se hace historia de un personaje real, en las diversas circunstancias de la vida espiritual, emocional o bien material resumida en simples pasajes del diario vivir, pero siempre enmarcados en el proceso migrante durante los casi cincuenta y cinco años que se describen con este género narrativo mostrando con la hidalguía, sensatez, el conocimiento del idioma y provocando tal vez el interés de quienes lean este documento personal, inédito basado, en lo que antes se estilaba cual era el Diario, aquellas notas interesantes manuscritas que iban sucediendo en el transcurso de la vida y que en mi caso, dio origen para empezar a escribir este libro destinado a quienes les interese conocer la vida real, de quien a sus setenta y ocho años cierra un ciclo a su paso por la tierra con un balance aceptable, una educación profesional efectiva y quizás de enseñanza para otras generaciones, que tal vez en su mayoría ignoran lo que significa verdaderamente la inmigración y que en muchos casos, seguramente la experimentaran por tratarse, como dije, de un fenómeno milenario, pero en cada época con características diferentes en su forma, pero no iguales en el fondo, en razón de que el hombre desde que existe, ha sido humano y ha comenzado a pensar gracias a un contenido cerebral que lo posesiona como  un ser racional y no así limitado en sus aspiraciones históricas. Yo…Migrante, es una autobiografía llena de humanidad y tiene un desenlace como lo tuvo mi padre, que también emigro de su tierra natal, Austria, a las inhóspitas tierras del altiplano boliviano y donde dejo la herencia paterna como muestra de esa voluntad personal, que le indujo a tal propósito en el siglo pasado. Un siglo donde el mundo no entro en una crisis migratoria sino simplemente en un proceso migratorio emergente de las catastróficas guerras, hambrunas, pestes y otros acontecimientos naturales, que sorprendieron a todas las naciones, en especial aquellas receptoras del viejo continente y la consabida norteamericana.

    El Autor

    Email: cancameyer@hotmail.com

    INICIO DE UNA AVENTURA

    Apenas el Astro Rey se hacía ver en el horizonte… ese 25 de agosto de 1960 en el afortunado pueblo del sur, Tarija, por mi delgada figura emergente de un destino que no se había ni sospechado, comencé a sentir el néctar de la despedida de una patria, quizás ausente o producto de lo que los genes traen consigo, con el mero afán de emigrar como animal racional a otros espacios, donde la vida te enseña un sin fin de situaciones, que en el tiempo te dan o no la razón de existir.

    Quien sabe con este alejamiento de mi tierra, de este pedazo de geografía diseñada por manos extraordinarias que modelaron el clima de casi l0 meses de temperaturas medias de 20 grados o el caudal de sus ríos circundantes que nos ofrecían la cualidad y calidad de vida; de un valle pintado con el pincel, que no necesitaba hacer amalgama alguna, por las tonalidades que su propia geografía ofrece a quienes habitan y habitaron esta tierra prometida, de acentuada sencillez humana y mentalidad propia de una existencia sublime, flanqueada por una vegetación natural del sistema que nos alimenta día a día, del oxígeno preciso para pernoctar por siempre en parajes tan naturales y llenos de vida placentera.

    Me alejaba de mi patria, de la ciudad que me cobijo desde niño, de la estructura familiar que deseaba mejores días para mi existencia; quizás me alejaba por mucho tiempo porque el migrante no sabe por qué lapso o espacio abandonará su tierra: ¡quizás por siempre!. Escribo siempre, porque el destino para mi ser, es como pensar en una sombra de mis propios actos y sentimientos. Es hacer cosas que nos conducen a la novedad o bien a vivir el presente sin despertar sorpresas para aquel futuro incierto.

    Eran las 5 y 10 de la mañana, de una tibia madrugada, cuajada de alegría y tristeza por este abandono fortuito o por este dejar la sustancia genética de lo que me dio la firmeza de mi propia existencia. Precisamente,  por esa alejada calle de mi pueblo, de no más de treinta mil habitantes bien criados, sencillos, honestos y dicharacheros, aparecía el camión Internacional, de mediana edad… pero con ímpetu de traspasar la cordillera que separa a este valle florido, del llamado Altiplano. Este camión que lo denomine de la ausencia seria del que me iba a transportar por las sinuosas carreteras y empinadas cumbres de una serranía que son estribaciones de la cordillera de los Andes, famosa en esta parte del sur de Latinoamérica, tierra indómita y de peculiar estructura geográfica.

    Como toda despedida, en especial cuando se trata de los padres y familiares, los ojos se cuajan de lágrimas de la ausencia, que no son similares a las lágrimas del sufrimiento. No podía comprender mi ser tan angustiada situación, de tan inmensa dimensión. No podía caber en mi estructura física saturada de angustia, alguna sonrisa pasajera. Solo el reloj propietario del destino, de esa esfera que nos limita el tiempo y que en esos instantes daba la ultima hora de estadía, en esa mi patria tan querida y especialmente en ese mi pueblo, en el cual mi niñez se nutrió de la energía para sobrevivir, como lo hacen las golondrinas que migran buscando nuevos destinos para su polluelos que verán nacer en el infinito del universo.

    Allí dejaba no solamente a mis padres de edad mediana, amistades de mi joven existencia, sino también el entorno maravilloso que fue artífice de educarme y prepararme para un nuevo destino, quien sabe monótono, incierto, inseguro o desconocido o próspero favorable, afortunado o cambiante y sustentable en el tiempo. Eso solamente conoce quien nos ha guiado desde lo alto del cielo y que, en esos momentos, lo denomine mi Copiloto, el Dios del universo.

    El rudo camión de transporte estaba ya presente en la propia vereda de mi casa solariega, de mi puerta envejecida por el tiempo y de las aceras revestidas de loza trabajada en las canteras de las cercanías y que revitalizaban las pisadas de su moradores, que desde hacía más de cuatro siglos transitaban por las callejuelas de una ciudad que fuera fundaba en 1572, por otros migrantes procedentes de la España mora, de la España romana, de la España monárquica, de aquella España colonialista que se acercaba al mundo hispanoamericano en su afán de expansión, como fueron otros imperios que no solo buscaban descubrir un nuevo mundo, sino favorecer sus arcas con las riquezas emergentes de estas tierras que le dieron solidez a una u otra corona europea.

    El Inter de dos carburadores, macizo chasis y seis toneladas de carga, estaba pintado de rojo con líneas blancas cruzadas en sus compuertas para rematar en unos parachoques de grueso calibre de acero, que si bien protegía la estructura del vehículo eran señal de seguridad contra colisiones u otros accidentes fortuitos. Era precisamente este vehículo el que me tenía que transportar, en cabina, al lado del chofer de turno, hasta la población fronteriza de Villazón distante a 230 kilómetros y unas ocho horas de viaje complicado y monótono, de aquel villorrio situado a más de 4000 metros de altura sobre el nivel del mar y frontera con la vecina República argentina por donde debía transitar para llegar hasta la populosa ciudad de Buenos Aires, que en aquel entonces era conocida por su pujanza y crecimiento acelerado.

    La hora de mi partida permaneció por siempre en mi reloj Omega, entregado por mis padres como un recuerdo de que el tiempo es parte de nuestra existencia y de que en el tiempo debemos rendir un balance de nuestra propia vivencia. Esa hora, las 5:30 de la mañana quedó estigmatizada en mi alma viajera, debido a que el momento de subirme en el camión para abrir la puerta del lado del conductor, mi muñeca quedo atascada y de un golpe accidental, el preciado recuerdo se quedó parado ya que su mecanismo sufrió el desperfecto como siempre sucede con estos elementos que nos acompañan en la vida diaria. Quizás fue también una instructiva sobrenatural para hacerme ver que estaba dejando la tierra prometida, migrando en busca de otras latitudes, donde me recordaría la triste experiencia de la ausencia, de esa quimera que circula por nuestras venas cuando tomamos una decisión de abandonar lo conocido para sumergirnos en lo desconocido.

    En esos momentos sentía profundamente en mis entrañas, la amargura, la tristeza, quizás la desilusión, la nostalgia como también la melancolía.

    Todo esto reunido en un preciso instante de nuestra vida que tampoco no es complicada, más bien llena de experiencias y mutaciones propias del existir de los humanos. Todos estos pensamientos circulaban por mi mente mecánica sin importarle cual sería mi destino ni que placeres estaba abandonando con un viaje que fuera, quizás no planificado, pero si quizás emulado por ser hijo de otro emigrante que fuera mi padre que llego a las américas a sus quince años, luego de abandonar su patria en busca de mejores días o quizás nuevas aventuras juveniles.

    Después de traspasar la cordillera larga y sinuosa apreciamos el altiplano de esta región casi desolada y con riachuelos de gélidas aguas y polvorientas carreteras, sin otra naturaleza que la propia paja andina o brotes de alguna hierba, desafiantes al paramo que significa el altiplano telúrico, el altiplano rodeado de montañas y picos nevados donde la música ancestral se disuelve con la tristeza de sus parajes y escasa fauna y flora.

    Nos adentramos a un pequeño valle denominado Tojo, donde quizás en el tiempo hicieron parada los propios españoles que vinieron a explorar y percatarse de la riqueza minera. Allí en esa dimensión geografía, como siempre sucede fortuitamente me encontré con un gran amigo llamado cariñosamente Pilincho Sanjinés, que trabajaba precisamente en el servicio de caminos de aquel entonces. Esa amistad labrada no dejo esperarse y viendo cuan largo era el recorrido en el pesado y lento Ínter, como buen cristiano me facilito el espacio en la cabina del vehículo oficial para ir juntos hasta el próximo destino Villazón, al cual llegamos a las 10 de la mañana, ahorrando varias horas pero no olvidando que en ese preciso trayecto, la plática, la conversación fue tan amena y cuajada de experiencias, que me fortifico para proseguir con este intento migratorio.

    El era hombre maduro con experiencia profesional y de vida, había estudiado ingeniería en Chile junto a otros colegas suyos.  Este encuentro fortuito, accidental, casual prácticamente imprevisto, sirvió para recibir consejos y escuchar opiniones valederas para mi próximo futuro inseguro como siempre sucede y que es la premisa del inmigrante y de la propia circunstancia del acontecer de la historia. Una plática altamente significativa para el propósito que me impuse desde temprana edad, en el afán de descubrir, esta vez, el lugar y la identidad de mi progenitor, que abandono también su pequeño pueblo de Graz, en la provincia de Steiermark, Austria, para llegar a una Bolivia minera, a una Bolivia desconocida, a una Bolivia llena de sorpresas, pobreza y de genuina estructura altiplánica y amazónica.

    El tiempo estaba de mi parte. Con paso firme y decidido comencé a realizar los trámites obligados para dirigirme hacia la población argentina de la Quiaca, donde debía embarcarme en el ferrocarril Belgrano, con destino a la bulliciosa y cosmopolita Buenos Aires. En el ínterin con mi preciado amigo y otros conocidos, se me hizo una despedida sabiendo que al otro día debía viajar rumbo a la meca del Tango y quien sabe a qué otro destino porque de ahí en adelante solamente tenía en la mente el viaje a Europa, pero sin conocer ni saber la ruta exacta ni los países que verían pasar mi frágil estructura.

    En esa ciudad fronteriza, La Quiaca, polvorienta, con calles anchas, desoladas y comercios precarios que abastecían el contrabando para internarlo a Bolivia y después a distintos puntos geográficos del país, la actividad recién comenzaba a tempranas horas, cuando el astro rey se hizo ver en el horizonte para indicarme que estaba todo dispuesto para embarcarme en el tren del destino, que partiría a las nueve de una mañana fría pero con rayos de luz que parecían ser vigilantes y delimitaban el camino de la fe, que se tradujo en la visita de una iglesia cercana , donde  por  voluntad propia y decidida  encomendé mi alma a Dios, Jesucristo, la Virgen, San Antonio y San Agustín.

    Al primero por haberme dado la posibilidad de existir en la tierra, el segundo por ser el equilibrio del despiadado mundo, a la tercera por la ternura y amor, al cuarto por haberme dado satisfacciones plenas inclusive de haber escuchado las plegarias de mi madre, cuando a mis seis meses estuve a punto de perder la vida por una pulmonía que en aquel entonces no tenía la solución de la penicilina, por ser un fármaco inexistente en el vademécum de la vida artificial.

    Esta visita colmo las expectativas de mi fe para proseguir por el camino que también nos enseñó San Agustín en sus orientaciones filosóficas y llenas de sentido espiritual, néctar preciso que necesita el propio ser humano para deambular y pernoctar en la tierra, que un día como buen cristiano la tenemos que abandonar, porque el hombre no muere, solo abandona la tierra, máxima esta que considero es certera. Al salir de la casa de Dios mis pasos me guiaron automáticamente hasta la estación del ferrocarril, de un ferrocarril antiguo pero con signos de la tradición inglesa, a un andén colmado de viajeros ansiosos de llegar a sus destinos, como yo, que quería ingresar a la playa de inmigrantes anónimos y desembarcar en algún otro andén elegido para continuar viviendo las lindas, penosas y quizás alentadoras experiencias de la vida humana.

    El viaje exigía una mente clara, abierta porque lo que tenía por delante eran tierras vírgenes. Eran más de dos mil kilómetros de distancia hasta el nuevo destino, con una geografía cambiante, mágica, novedosa y quien sabe extraña,  pero nada parecida a lo que me toco viajar en mi patria, llena de montañas y macizos que contrarrestan con la topografía argentina donde las pampas, los valles y las grandes extensiones de tierra fértil y ganadera son una muestra de lo que en aquel entonces se denominaba a Argentina: el granero del mundo. De esa argentina del noroeste con poblaciones por donde transite: Jujuy, Tucumán, luego Córdoba, Rosario, que saludaban a mi paso este acontecer de un miembro más de una familia migrante.

    DESDE VILLAZÓN A CÓRDOBA

    Ahora me correspondía continuar el viaje por otras latitudes, que seguramente no tenía ni idea de la magnitud de lo que fuera el territorio vasto y amplio de la Argentina, en esta parte que ellos denominan el norte y donde la geografía era la antítesis del altiplano boliviano, adornado por macizos y altitudes prohibitivas para la existencia humana. Luego de una travesía por montañas y valles emergentes, que eran las estribaciones de la geografía argentina, de la cordillera y por sinuosas parajes donde atravesaban las vías del tren de trocha ancha, llegamos a la ciudad de Jujuy, un pueblo sencillo con mentalidad andina y conocido por sus características de poseer valles aledaños, con la preciosidad de lo que muchos desean; el aire puro y su folklore al son de las guitarras, la quena, instrumento incaico, que con sus melodías telúricas nos trasladan al pensamiento inicial de la música ancestral.

    Como el viaje era bastante largo, de más de mil setecientos kilómetros para llegar a destino, tuve que comprar un camarote del viejo tren de mi destino. Un camarote compartido con otra persona, pero con las comodidades de un tren inglés. El conductor o más bien dicho el encargado de ubicar a los pasajeros me llevo al espacio solicitado, para dejar mis pertenencias y proseguir con esta aventura que quien sabe cuántas sorpresas me depararía en el tiempo y espacio. Ya era las 11 de la noche y el convoy se prestaba a partir para atravesar en la oscuridad y la madrugada grandes extensiones de tierra plana y productoras de una agricultura, que era el símbolo de la energía y el desarrollo argentino.

    Como siempre nos toca vivir en estas horas de la noche, cerré los ojos y colgué el pensamiento, para adentrarme a los brazos de Morfeo, como alguien califico esta actitud del hombre y sin darme cuenta y quizás sin sueños por el medio, desperté sobresaltado por una sacudida del tren que había ingresado a uno de los andenes de la estación de ferrocarril de Tucumán, de una ciudad protegida por árboles y estancias, donde la industria era la muestra de la vitalidad y energía y de cuyos productos se alimentaba gran parte de la economía argentina.

    El tiempo no era muy largo para poder hacer una visita acompañada ni nada por el estilo, simplemente para darme la satisfacción de conocer una nueva ciudad de esta larga travesía, de un emigrante solitario, sorprendido por la riqueza y la bondad de los habitantes de una Argentina que bien la conocía pero que no la percibía en carne propia y que ahora tenía la oportunidad de estar cerca de todo este gentío, que transitaba por las calles y avenidas de la bonita capital tucumana.

    En el tren del destino también viajaban unos cuantos migrantes que tenían como destino Europa, de distintas edades y sexo, pero llenos de júbilo por que deseaban descubrir lo que yo me había planteado desde hacía tiempo: visitar la tierra de mis antepasados y convivir las experiencias con aquellos miembros de una familia dividida, por el destino, que eran mis tías y tíos que vivían en la vieja Graz, de donde partió un día mi padre, de una ciudad industrial de la pos guerra y vigía permanente de lo que fuera, en sus épocas hasta 1918, el imperio Austro-Húngaro, del cual se origina gran parte de la historia europea y de los aconteceres de tantas monarquías, que se entremezclaron con aquellos habitantes que sufrieron los avatares de dos guerras y la intervención de potencias extranjeras. El dialogo transcurría durante la jornada con todos ellos, algunos de los cuales me orientaban sobre mi estadía en Buenos Aires y la forma de hacer los trámites y adquirir y seleccionar el barco para llegar a la vieja Europa.

    CÓRDOBA

    Una Córdoba bastante grande, con arquitectura típica de Madrid, España, con avenidas espaciosas y edificios no altos pero de solida construcción victoriana y una estación de ferrocarril extensa, era lo que percibía al llegar a esta capital como joven por cumplir los 22 años, sumergido en la aventura migratoria iniciada en mi pequeña ciudad, con calles angostas, edificaciones pequeñas, avenidas cortas y con un estilo entre colonial y tradicional.

    Pero tuve una experiencia distinta y tan acentuada, al volcar mis ojos y sentimientos en esta noble y linda ciudad en la que permanecí por varias horas, suficiente para darme cuenta que el mundo estaba cambiando ante mis ojos; que más adelante iría conociendo otros lugares y países, que fortalecerían mi ánimo de ser un migrante, en busca de aquello que siempre hemos sostenido: la novedad, lo incierto, las culturas distintas a lo que nuestros ancestros nos conculcaron o bien las notas musicales plasmadas de encanto sinfónico o temperamento folklórico. Todo esto circulaba por mi mente mecánica, que luego le dictaba a mi conciencia los pasos que debía tomar para seguir adelante.

    Nuevamente nos embarcamos en el vagón del tren de características inglesas, como si fuera esta una presentación de lo que significaba el colonialismo en esta parte del sur del mundo latinoamericano y una muestra fehaciente de que el colonialismo, significo una etapa histórica más dentro del proceso netamente migratorio y la búsqueda de nuevos horizontes para quienes eligieron este camino o sistema de integración humana. En el andén, como joven con nueva energía me percataba de apreciar algunos rostros femeninos, que como mariposas pasajeras, con la vanidad y coquetería, como elementos de conquista, me hacían recordar a las femeninas que había dejado en mi tierra, aquellas muchachas en flor, que alegraron esta parte de mi juventud y que le dieron el brillo necesario para continuar con el afán de libar en otros jardines floridos del universo.

    En la constante actitud del pensamiento y con la mirada en la lejanía cerré los ojos para adéntrame una vez más, a una noche viajera que me sorprendería al otro día con la llegada al Gran Buenos Aires, la meta terrestre que me impuse conquistar antes de arriesgar mi existencia , en los próximos días, en un mar que no conocía por mi propia situación mediterránea y enclaustrada por el destino, de una infausta guerra con quien poseía alargadas costas y de kilométricas extensiones, como era Chile, vecino de una nación que perdió el litoral por los avatares de la historia guerrera del mundo.

    EL GRAN BUENOS AIRES

    Recuerdo claramente que mi abuelo Guidon, de descendencia española-altiplánica, en épocas donde compartía la morada, como estudiante de secundaria en la capital paceña me aconsejaba, gracias a su experiencia de viajero internacional, que algo que era agradable conocer se llamaba Buenos Aires, esa capital con más de 7 millones de habitantes (1960) y que naturalmente era un crisol de nacionalidades debido a la migración de españoles, italianos, ingleses, árabes, alemanes, yugoslavos y de otros tantos países, que como visionarios de un mejor destino, eligieron al cono urbano bonaerense para sentar sus raíces y trabajar su existencia, favorecida entonces por la situación económico-financiera del granero del mundo y excelente exportador de ganado para todos los confines de la tierra.

    Ese Gran Buenos Aires, provincia Litoral de la República Argentina con más de 307.000 kilómetros cuadrados de extensión (1960) y con una población distribuida muy irregularmente en su geografía, contaba con centros densamente poblados y pampas extensas, casi sin habitantes y de alturas sobre el nivel del mar que no sobrepasaban los 100 metros, para luego descender por el ancho rio de la Plata conectado al Océano Atlántico por el cual navegaríamos, buscando nuevos horizontes con el afán de estudiar y encontrar el ancestro genético de mi familia paterna.

    En esa sierras pampeñas bonaerenses los cultivos extensivos significaban en aquel entonces, del orden de 9 millones de hectáreas que en su momento alimentaban a gran parte de la vieja Europa, con productos cereales como trigo, girasol, especies frutales, maíz fuera de esa importante ganadería vacuna, lanar y caballar, que ocupaban los primeros puestos en el ranking argentino, como también el sector industrial que significaba el 40 por ciento del total (1960) distribuido en las cercanías de la Capital Federal, compuesta por sus 119 partidos de los cuales 18 formaban parte del Gran Buenos Aires donde por los avatares del destino, llegue como un visitante en tránsito a esta bella y enorme Capital de una extensión de 190 kilómetros cuadros y considerada una de las mayores capitales del Mundo.

    Pero grande fue mi sorpresa al descender del tren del destino y apreciar la cantidad de gente que deambulaba por los andenes y pasillos de la vieja estación de Belgrano, donde el mundo parecía una torre de Babel, donde la dinámica del tiempo estaba presente en cada momento y no así como la tranquilidad y la paz que dejamos en nuestra tierra, cuando la manilla del tiempo aún estaba llegando a ser parte de la historia y acontecer citadino.

    Buenos Aires, me pregunte: ¡qué hago yo aquí!, donde el gentío vive para sí solo y egoisticamente; donde el ambiente citadino está marcado de una impresionante celeridad que conduce a la pesadez de la propia metrópoli.

    Eran las 10 de la mañana y debía continuar con el periplo, más aun conociendo que simplemente era una parte más de mi atractivo viaje hacia tierras europeas. Con paso firme aborde un taxi matriculado, para llegar a un modesto hotel del centro de la ciudad para permanecer unos días hasta poder embarcarme hacia Italia, puerto de Génova. Fue en aquella circunstancia que en el mismo hotel me encontré con Víctor Paz Estensoro, ex Presidente de Bolivia y su señora, el primero oriundo de Tarija. Posteriormente la casualidad hizo que se originara el encuentro con otros dos amigos de mi ciudad, Jetón Vargas y Omar Serrano quienes estaban de paso por la gran ciudad.

    BUENOS AIRES

    Esta nueva experiencia viajera favoreció, para que me diera cuenta de que el mundo era chico y que estaba de mi lado, quizás no la casualidad, pero tal vez el azar o la providencia, por tratarse y alternar con habitantes desconocidos y de un mismo origen citadino. La experiencia fue grata en la urbe llena de bullicio, comercios en abundancia, cafés y cafetines y en las afueras, industrias pujantes de la época.

    Pero como buen samaritano, con sangre joven y dispendiosa me atreví, junto a los amigos encontrados a sumergirme en el mundo de la noche bonaerense, cuando la ciudad no duerme, sino que te ofrece las novedades de una gran metrópolis: desde el teatro, la música, hasta los extraordinarios cabarets y revistas musicales, que en ningún momento soñé conocer, en tan poco tiempo de mi vida nobel de migrante.

    Pasamos veladas intensas, llenas de colorido, anduvimos por parques y plazas apreciando monumentos que tal vez no conocía su origen arrebatando al tiempo todo aquello que se puede hacer cuando uno es viajero, cuando eres anónimo, en un complejo y enmarañado núcleo urbano como Buenos Aires, de pintorescas calles, avenidas espaciosas rodeadas de edificios como si se tratara de cordilleras circundantes a la urbe monumental, que en mis apuntes figuraba su fundación, el año 1567.

    En realidad tuve la sensación de encontrarme con algo diferente e inesperado, con aquel matiz extraordinario de una nueva civilización para mis ojos pueblerinos: pero la imaginación retroactiva apostaba mucho más por el entretenimiento de contemplar la naturaleza o escribir poemas juveniles a la vera de un rio o cantar las añoranzas en aquella ciudadela, donde me sentía rodeado de la indiscutible amistad que significan los pueblos pequeños, con identidad propia, con culturas auténticas y amor constante a la naturaleza que nos dio el origen y la templanza como seres de esta comunidad humana.

    Pero no todo se traducía en el transcurrir de las horas o distraer la mente; tenías que proseguir con la aventura, no plan, porque la aventura se diferencia del plan que es esbozado por la imaginación y no así por la mecánica de la mente, que vuelvo a reiterar, es la que nos ordena, nos comprime y nos mantiene en la rutina, para luego ajustarse precisamente a un plan y no así a una aventura, donde podremos vislumbrar la verdadera vivencia, la esencia de la propia existencia  e ir más allá de la novedad, de aquello que todo ser humano desea encontrar y que simplemente se llama felicidad.

    Hacer un trámite en una ciudad pequeña es llevadero, pero realizar gestiones en una ciudad tan grande, populosa, es algo que lleva tiempo, riesgo y más aun sabiendo que uno es inexperto en ese ámbito. Pero el inmigrante tiene que aprender de todo, sortear las dificultades, contratiempos e inconvenientes burocráticos, porque su decisión ha sido migrar a tierras extrañas, con el costo o la carga sicológica correspondiente que significa tomar un paso de esta naturaleza.

    Lo primero, fue poner en orden el pasaporte en las oficinas de migración consular pertinente, para recabar posteriormente las visas a los países donde se desea viajar. Luego de esta acción diplomática, tenía que conseguir la empresa que me posibilitaría viajar en barco hacia Europa. En aquel entonces, la vía aérea era prácticamente un impedimento por  altos y onerosos costos. En 1960 el mundo no estaba globalizado, ni existían las oportunidades del mundo contemporáneo.

    Pero retornemos al pasado mediato. Gracias a la pericia y quizás amistad que tuve con algunas personas del medio local favorecieron, para poder conectarme con la empresa que me podía facilitar el viaje a Génova, Italia. Me extendieron los pasajes para el embarque y así sucedió este siguiente paso, que habilitaría mi propia existencia y estabilizaría emocionalmente mi situación, bastante precaria por la naturaleza de mi propósito y también por mi poca experiencia juvenil en una ciudad millonaria en población.

    Aliste el equipaje, que se traducía en una maleta y algún bolso de viaje. Me embarque en un taxi para acceder al puerto, de aquella enorme ciudad con dársenas distribuidas por todas partes y depósitos de carga extraordinariamente grandes, ya que se trataba de un puerto no solamente para embarcar pasajeros, sino para exportar y recibir mercaderías de todos los confines del mundo.

    Eran las tres de la tarde de un día cualquiera. El barco debía partir a las seis de ese mismo día, para perderse en el océano Atlántico por más de 16 días continuos, como una ciudad flotante y sin saberlo lleno de inmigrantes argentinos y de otras nacionalidades que deseaban llegar a Israel a cooperar con sus familias o con su etnia, en aquella incipiente nación, que luchaba por sobrevivir y demostrar que una raza puede tener historia pero si con la fortaleza humana, recurso humano imprescindible para un objetivo.

    El Trasatlántico que estaba a mi frente en uno de los atracaderos, era inmenso, sobrio y me daba la impresión de ser un fantasma acurrucado entre la neblina y el ambiente gris que rodea estas instalaciones. Alce la vista y pude ver en gigantes letras, el nombre de mi nuevo hogar pasajero: Provence, nave de nacionalidad francesa y que por un azar del destino, estaba realizando el último viaje antes de ir al cementerio de este tipo de naves, que posibilitaron como instrumento flotante, la migración de la raza humana. Era potente, de enorme tonelaje fuera del lujo francés que estaba distribuido por todos los sitios y confines de la nave que después de este crucero se despediría del océano Atlántico y de todos los mares que surco desde su puesta en escena de la vida trasatlántica.

    EL EMBARQUE EN EL PROVENCE

    Litera B, Camarote 92, barco Provence. Salida el 2 de septiembre de 1960 a las 17 horas de la Dársena Norte, sección segunda. Embarque a partir de las 14 y 30. Se informa a los señores pasajeros que una vez revisados por la Aduana se procederá al control del peso del equipaje y la distribución correspondiente en cada uno de los camarotes.

    Todas estas recomendaciones y normas de la Compañía Francesa de Navegación-Navifrance se encontraban escritas en el dosier del pasaje. Mi destino estaba escrito y debía sujetarme a todo ello para proseguir con un viaje inspirado por mi propia mente y subvencionado por mi familia que dio paso a esta ilusión de llegar algún día a Europa, no solamente conocer a los familiares de mi padre sino también a tener oportunidades de superarme como persona y como profesional.

    LA GRAN TRAVESÍA

    Esto fue algo insospechado, algo que no estaba contabilizado en mi destino pero que se hacía realidad. La travesía comenzaba en una nave construida para este propósito y con más de 1500 pasajeros inmigrantes distribuidos en varios pisos de esta enorme fortaleza de acero, similar quizás a aquella que se llamaba Titanic y que reposa en las profundas aguas de un océano que cobro muchas vidas desde que se conoce la actividad naviera.

    En el camarote viajamos cinco personas  dividas en distintas literas, tres de mediana edad; un sacerdote y mi persona, todos con el mismo propósito: migrar a otros parajes del mundo y encontrar nuevos destinos e inquietudes que poseíamos cada uno de nosotros como la mayor parte de los pasajeros, y con un porcentaje significativo, de quienes se propusieron viajar a la tierra prometida Israel, no solo en búsqueda de algo espiritual, sino para coadyuvar en el trabajo y esfuerzo de construir su nueva Patria.

    Las potentes sirenas dejaban oír en todo el puerto, su ruidosa bocanada de vapor que se entremezclaba entre pasajeros y familiares, conocidos y personas que iban y venían por ese andén del muelle encargado de dar siempre la despedida a quienes se van o llegan a su destino. En ese preciso momento, definido, puntual y fijo, las sirenas de la enorme nave francesa se amalgamaban  con el coro que jamás había escuchado de más de mil personas, entonando la canción de la despedida, esa canción eterna que nos lleva al sollozo, al llanto y quizás a sentir la pena que no solamente se aleja con un simple suspiro, sino que permanece como un nudo en la garganta difícil de superar... fue un momento, quizás un instante, pero la piel se sumergía en lo más profundo de mi ser, como de todas aquellas personas que hacían el conjunto humano de la despedida, para unos por siempre; para otros por un tiempo.

    Este conglomerado humano al unísono de la canción de la despedida sentía en sus entrañas el comienzo de una buena vida o el dejar la propia vida en manos del supremo. Personas errantes de todo el mundo, hombres, mujeres, niños y ancianos, sin distinción de razas en esta torre de Babel iban despidiéndose de sus allegados con pañuelos, manos estiradas o saludando con enorme valentía y sin llegar al éxtasis de la despedida. Por mi cuerpo corría la sabia en una enrarecida sangre alborotada por el instante, energizada por mi corazón que como nunca latía estrepitosamente para convertirse en un guerrero con una meta fija: superar la angustia, el miedo y pensar en el mañana, en ese mañana que nos depara el porvenir  y que esta signado por aquello que llamamos la arquitectura de nuestra existencia.

    La partida fue a las siete de la noche, algo más tarde de lo programado. No fue sencilla ni rutinaria, fue como describía; llena de emociones, de ternura, de emotividad, de momentos de pasión, también de temor, de exaltación quizás desconcierto, pero igualmente de entusiasmo, de ese estado de ánimo que nos ofrece el equilibrio humano y que es el límite para comprender las cosas que tienen que ocurrir en el tránsito por esta tierra bendita.

    En ese momento estaba dejando no solamente mi patria, sino la otra parte del continente sudamericano para hacer migas con otro territorio, el europeo. El barco era un mundo, como bien dicen una ciudad flotante con un conglomerado de personas, un espacio vital en el cual me encontraba como un niño asustado. Percibíamos aun al Gran

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