Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Nunca dejes de bailar
Nunca dejes de bailar
Nunca dejes de bailar
Ebook385 pages6 hours

Nunca dejes de bailar

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

 Maya es espontánea, feliz, despreocupada, fuerte… Encara la vida con positividad, buscando la felicidad en los pequeños momentos, sin agobiarse con el rumbo que puedan tomar sus decisiones. Aunque la vida le aseste golpes, ella siempre consigue quedarse con la mejor parte de lo ocurrido. Cuando conoce al misterioso Prometeo, la curiosidad la induce a acercarse a él, hasta que sus sentimientos se desbocan.
Prometeo es un hombre que guarda muchos secretos, tiene el alma herida, y tanto su pasado como su futuro son dolosos. Oculta su identidad, intenta parecer duro, no alterarse con nada porque no puede hacer promesas a largo plazo, pero conocer a Maya desatará a un hombre pasional en su interior, le enredará en una historia intensa con fecha de caducidad y se llevará para siempre una parte de él.
¿Existe un amor capaz de perdurar más allá del ahora o siempre será víctima del tiempo?
LanguageEspañol
PublisherZafiro eBooks
Release dateNov 15, 2018
ISBN9788408197188
Nunca dejes de bailar
Author

Pat Casalà

Pat Casalà nació en 1972 en Barcelona, donde siempre ha residido. Estudió Empresariales y durante trece años trabajó en la empresa familiar, tiendas de moda, donde compaginaba sus tareas entre la atención al público y la parte contable, administrativa y fiscal. Allí, entre clienta y clienta, se decidió a desarrollar su verdadera vocación: novelar los mundos imaginarios que la acompañaban desde la infancia. En la actualidad trabaja como directora del área económica en una consultoría de empresas. Encontrarás más información sobre la autora y su obra en: Facebook:www.facebook.com/PatCasalaOficial Twitter: https://twitter.com/Patcasala Google Plus: https://plus.google.com/+PatCasalà YouTube:www.youtube.com/channel/UCrjQIAcswGXUZcZyz_Qqhkw Pinterest: https://es.pinterest.com/patcasal/ Instagram:www.instagram.com/patcasala Goodreads: https://www.goodreads.com/author/show/6577730.Pat_Casal_ Web:www.patcasala.com Blog: http://patcasala.blogspot.com.es/

Related to Nunca dejes de bailar

Titles in the series (100)

View More

Related ebooks

Contemporary Romance For You

View More

Related articles

Reviews for Nunca dejes de bailar

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Nunca dejes de bailar - Pat Casalà

    9788408197188_epub_cover.jpg

    Índice

    Portada

    Sinopsis

    Portadilla

    Dedicatoria

    2011

    1. Maya

    2. Prometeo

    3. Maya

    4. Prometeo

    5. Maya

    6. Prometeo

    7. Maya

    8. Prometeo

    9. Maya

    10. Prometeo

    11. Maya

    12. Prometeo

    13. Maya

    2017

    14. Prometeo

    15. Maya

    16. Prometeo

    17. Maya

    18. Prometeo

    19. Maya

    20. Prometeo

    21. Maya

    22. Prometeo

    23. Maya

    24. Prometeo

    25. Maya

    26. Prometeo

    27. Maya

    28. Prometeo

    29. Maya

    30. Prometeo

    31. Maya

    Epílogo

    Agradecimientos

    Biografía

    Referencias a las canciones

    Créditos

    ¡Encuentra aquí tu próxima lectura!

    Gracias por adquirir este eBook

    Visita Planetadelibros.com y descubre una

    nueva forma de disfrutar de la lectura

    Sinopsis

    Maya es espontánea, feliz, despreocupada, fuerte… Encara la vida con positividad, buscando la felicidad en los pequeños momentos, sin agobiarse con el rumbo que puedan tomar sus decisiones. Aunque la vida le aseste golpes, ella siempre consigue quedarse con la mejor parte de lo ocurrido. Cuando conoce al misterioso Prometeo, la curiosidad la induce a acercarse a él, hasta que sus sentimientos se desbocan.

    Prometeo es un hombre que guarda muchos secretos, tiene el alma herida, y tanto su pasado como su futuro son dolosos. Oculta su identidad, intenta parecer duro, no alterarse con nada porque no puede hacer promesas a largo plazo, pero conocer a Maya desatará a un hombre pasional en su interior, le enredará en una historia intensa con fecha de caducidad y se llevará para siempre una parte de él.

    ¿Existe un amor capaz de perdurar más allá del ahora o siempre será víctima del tiempo?

    Nunca dejes de bailar

    Pat Casalà

    Dedicado a todas las personas que adoran el baile,

    a cualquiera que desee soñar con la existencia de segundas oportunidades,

    a quien cree en el amor predestinado

    2011

    1

    Maya

    No aguanto el pitido insoportable del despertador del móvil, me perfora los oídos y estalla en mi mente obligándome a abrir los ojos y a parpadear. Pero no quiero hacerlo. Necesito descansar hasta pasado el mediodía para recuperar las horas de sueño perdidas. Dormir es un bien muy preciado, vendería mi alma al diablo por seguir un ratito más en la cama.

    Mi mente no para de increparme, con esa vocecita insistente que me avisa de mis obligaciones. Debo prepararme para mi primer día de trabajo. Estoy aquí por decisión propia y la hora de llegada del vuelo de anoche no puede influir en mis decisiones mañaneras.

    Me tapo con la almohada intentando reducir al máximo el sonido, pero el móvil me conoce demasiado bien y sube de intensidad cada medio minuto, instándome a levantarme para iniciar esta aventura.

    Gruño, alargo el brazo y agarro el teléfono para apretar la tecla que lo enmudece. Este simple gesto me desvela del todo, como siempre. No falla, abro los ojos, miro la pantalla y soy incapaz de volver a coger el sueño.

    Soplo con fuerza, incorporándome. Estoy feliz por la decisión que tomé hace un par de semanas, por haberme subido a ese avión, por apuntarme a esta idea loca antes de dar el paso decisivo que debe encauzar mi vida. Y ha llegado la hora de darlo todo.

    Hace un calor sofocante. He dormido sobre la sábana, con la ventana abierta y el ventilador del techo a toda potencia. Oigo el zumbido de las aspas al girar y me deshago de la malla antimosquitos que rodea la cama para arrastrar mis pies hasta el baño.

    ¡Cómo echo de menos el aire acondicionado! Ahora mataría por ponerlo a máxima potencia. Este calor pegadizo es muy molesto.

    Todavía es pronto para echar de menos a mis padres, sin embargo, siento un poco de vértigo en el estómago. Es la primera vez que estoy lejos de ellos y debo valerme por mí misma.

    Les mando un mensaje de buenos días asegurándoles que he llegado bien y que estoy a puntito de iniciar el nuevo y excitante día. Ellos no tardan ni dos segundos en contestar con la efusividad de siempre. Me tocó la lotería de los padres, está claro.

    La decoración del baño es acorde a la de la habitación: sencilla y funcional. Paredes de color amarillo combinadas con otras de ladrillos, suelo de baldosas marrones y muebles blancos exentos de distintivos ni filigranas. La ducha es pequeña, tiene una cortina que la rodea y que mucho me temo dejará escapar una buena cantidad de agua.

    Pongo en el móvil mi lista de música latina de iTunes, lo dejo sobre la repisa y gradúo el agua de la ducha para que salga fresquita.

    La primera canción es Hoy lo siento, de Zion & Lennox, uno de los ritmos que más han sonado estos últimos meses. Entro en la ducha siguiendo la letra con un tarareo feliz mientras mi mente termina de despertarse. Bailo al ritmo de la música, contoneando mi cuerpo con emoción. Bailar es mi pasión, a través de los movimientos consigo expresarme, dejar fluir esa maraña de sentimientos propios de las personas, por eso lo voy a convertir en mi profesión algún día.

    Cuando cierro el grifo me doy cuenta de que la toalla es bastante pequeña, apenas me llega para rodearme el cuerpo. Resoplo con resignación, me seco como puedo y salgo al dormitorio sin dejar de bailar.

    Ayer apenas tuve tiempo de deshacer la maleta, así que meto las manos en ella y rebusco entre la ropa hasta hacerme con unos shorts cortitos de algodón, una camiseta ceñida de tirantes y las zapatillas Adidas, el único capricho que me permití comprarme con el dinero ahorrado tras trabajar durante un par de años. Son preciosas, cómodas y con una suela preparada para bailar.

    El calor es húmedo, se me pega a la piel llenándola de pequeñas gotas de sudor mientras me visto sin dejar de tararear ni de contonearme. Utilizo la silla para colocarme las zapatillas de deporte antes de caminar de nuevo hasta el baño y maquillarme y peinarme frente al espejo al ritmo de la última canción de Prince Royce.

    Guardo el iPhone 4 en el bolsillo trasero de los shorts, me coloco unos auriculares para seguir escuchando la lista, cojo el Kindle y muevo mis Adidas azul eléctrico por el pasillo balanceándome al son de la melodía, sin dejar de canturrear.

    —¿Maya? —Alguien me toca el hombro al llegar al final del pasillo.

    Tiro del cordón de los auriculares mientras levanto la vista. Es Gabriela, la jefa.

    —Buenos días. —Saco el móvil con rapidez del bolsillo trasero para apagar la música sin perder la sonrisa—. Ahora iba a buscarte.

    —Veo que te gusta bailar. —Arquea los labios en una sonrisa con un guiño de ojos—. Muchas noches organizamos fiestas en la terraza, podrías apuntarte. También vamos un par de veces por semana a León, a La Olla Quemada. Es un bar donde hay música en directo.

    —¡Me encantaría! ¡Gracias por pensar en mí!

    Me conduce hasta la cocina para presentarme al resto de mis compañeros mientras tomamos el desayuno. El café es un bien muy preciado por mis neuronas a estas horas porque funciona como catalizador, despertándolas por completo. Pruebo un par de guisos típicos del lugar y me integro en una conversación amena mientras respiro la serenidad del trópico. La compañía es muy agradable y enseguida sé que mi estancia aquí será genial.

    Al terminar de desayunar, Gabriela me acompaña a la terraza donde pasarán mis horas a partir de ahora, explicándome cada detalle referente a mi trabajo.

    —En el hotel hay quince huéspedes en este momento —informa—. Es pequeño, sólo tenemos doce habitaciones y raras veces estamos al completo.

    —Este lugar es una maravilla. —Agrando los ojos llenándolos con los colores de la playa y el océano—. ¡Me encanta!

    La terraza es una tarima de piedra colocada a medio metro sobre la arena, con ocho mesas de madera alargadas y un par de hamacas mirando al mar. La mitad de las mesas están cubiertas por un porche, y las otras, bajo el sol que empieza a quemar.

    —El desayuno para los empleados se sirve a las siete, media hora antes de empezar tu turno —prosigue sin atender a mis gestos emocionados—. Trabajarás de siete y media de la mañana a ocho de la noche, con una hora de descanso antes de cada turno. Libras lunes y martes. Si no hay clientes puedes sentarte a descansar un rato entre los servicios, pero sin perder de vista la terraza. —Me mira dedicándome una sonrisa—. ¿Tienes alguna pregunta?

    —Nada, acabas de repetirme lo que me pusiste en la solicitud de trabajo. —Cojo el delantal que me ofrece—. Voy a preparar las mesas.

    Una vez me explica dónde están las cosas, se marcha dejándome sola.

    Coloco los individuales para servir los desayunos cuando aparezcan los primeros huéspedes mientras doy vueltas a mis últimas decisiones. Dentro de dos meses empiezo mi curso en el Millennium Dance Complex de Los Ángeles para sacarme el Certificate Program. Sonrío al pensarlo. Es mi sueño y por fin se hará realidad.

    Doy un par de pasos de baile y me paro un segundo bajo el tejadillo piramidal construido con cañas, con la mirada perdida en cada detalle, aspirando el aroma del caliche. Ayer apenas tuve tiempo de admirar esta belleza, acompañada por la suavidad de las olas meciendo la orilla, preparándose para recibir a los surferos, los lugareños en la arena, la serenidad de las horas junto al mar…

    Me giro despacio y mis ojos se pierden en un chico de unos veinticinco años que se ha sentado a una de las mesas protegidas del sol. Es alto, musculoso, con el brazo izquierdo lleno de tatuajes, el pelo rapado al uno, gafas oscuras, barba de dos días bien cuidada, una camiseta ceñida con los brazos al descubierto que le marca unos pectorales alucinantes, y una expresión áspera.

    —Buenos días. —Me acerco a él—. ¿Qué te apetece desayunar?

    —Gallo pinto con huevo, un café con leche y una botella de Bacardí. —Su voz es dura, como si no le apeteciera hablar con nadie. Mantiene la atención en el océano, sin girar ni un segundo la cara para mirarme.

    —¿Ron a estas horas? —Levanto las cejas.

    No me contesta y me alejo de ahí subiendo los hombros extrañada. Al llegar a la barra, Óliver curva los labios en una sonrisa con una botella de Bacardí sobre el tablero.

    —Veo que has conocido a Prometeo.

    —Es un poco borde. —Tuerzo los labios—. Ni se ha dignado mirarme.

    —¡No se lo tengas en cuenta! —Ensancha la sonrisa—. A veces tenemos este tipo de clientes. Pagan cinco mil dólares en efectivo para que no hagamos preguntas, nos dan un nombre falso y se quedan un tiempo en el hotel.

    —¿Y todos son tan antipáticos?

    —Los hay de todo tipo. —Baja la voz—. Llevo tres años en el hotel y han pasado ocho tipos sin identificación. La mayoría son poco sociables, están por aquí sin molestar demasiado y se pasan gran parte del tiempo en su habitación o haciendo ejercicio en la playa. Prometeo llegó hace una semana y siempre está ahí sentado mirando el océano. —Señala el ron—. Suele terminarse una botella al día.

    —Quiere un gallo pinto con huevo. —Le dicto el pedido con la mirada ausente, dándole vueltas a sus palabras.

    Cuando Óliver desaparece para pedir la comida a la cocina, me acerco a la puerta para repasarlo de nuevo con disimulo. Sigue en la misma postura, con las piernas enfundadas en unos vaqueros de tiro bajo, la silla dirigida al mar, las manos sobre la mesa y la espalda recta apoyada en el respaldo.

    Noto una corriente eléctrica encender mis sentidos. Es muy guapo, desprende atractivo y tiene un aura de alma herida que me alcanza como si fuera una onda expansiva. Enseguida siento el impulso de preguntarle acerca de su vida, de sus dolores, de su necesidad de proteger su identidad mientras deja pasar el tiempo sin vivirlo.

    —Aquí tienes. —La voz de Óliver me sobresalta—. ¡El pedido completo!

    —Gracias. —Coloco un vaso, la botella, el café y el plato del desayuno en la bandeja mirándolo con curiosidad—. Voy a llevárselo.

    —Vigila con ese tío. No es de fiar, te lo digo yo. Nadie se esconde sin una razón.

    —¿Sabes de dónde es?

    —Colombiano. Todos lo son.

    Salgo a la terraza con una de mis mejores sonrisas, aparcando los mil interrogantes que mi mente formula acerca del misterioso Prometeo. Siempre me pierde la curiosidad, esa manía de descubrir los secretos ajenos para hacerme una composición realista acerca de su interior.

    Tras un par de años trabajando en lugares atestados de gente, servir una sola mesa me parece una bendición divina. Aspiro el aroma del gallo pinto y me relamo. Es un plato a base de frijoles y arroz que estoy desando probar desde que descubrí su existencia.

    Mientras le sirvo, me fijo en el pendiente de su oreja izquierda. Es un brillante con forma redondeada. Brilla muchísimo. Y parece muy caro…

    —Este lugar es precioso —digo observando el océano—. ¿Vas a quedarte mucho?

    Llena un vaso con un poco de ron, se lo lleva a los labios y se lo acaba de un trago antes de empezar a comer sin mostrar ni un ápice de interés por responderme.

    Paso unos instantes esperando en un tenso silencio, hasta que me doy media vuelta y desaparezco rumbo a una mesa donde acaba de sentarse un grupo de chicos jóvenes.

    Durante el resto de la mañana sigue sin relacionarse con nadie ni variar su rutina. Tras retirarle el plato vacío, pide otro café y la terraza se llena de clientes. Al ser el único hotel en muchos metros a la redonda, también se acercan lugareños en busca de la primera comida del día.

    Una de las tormentas tropicales de la zona arranca a mitad del turno y mis compañeros me ayudan a vaciar las mesas no cubiertas con rapidez. Por suerte, sólo dura media hora.

    A las diez y media puedo tomarme un pequeño descanso. No queda nadie en la terraza aparte de Prometeo, y no parece desear mi ayuda. Camino hacia una de las dos hamacas de madera colocadas al final de la tarima con vistas al océano, pongo un poco de música en los auriculares y me siento durante diez minutos con el Kindle para sumergirme en mi última lectura. Es apasionante descubrir historias a través de las letras impresas, suele arrebatarme el corazón y ofrecerme aventuras increíbles sin necesidad de moverme de la silla hasta que aparecen nuevos clientes y debo atenderlos.

    La comida con los compañeros en la cocina es muy agradable. Son divertidos, tienen chispa y no dejan de contar anécdotas del hotel que me llenan de risas. Les cuento un poco mi vida dándole un toque gracioso y acabo bailando al ritmo de sus palmas.

    —Esta noche podríamos organizar una fiesta de bienvenida —propone Marisol, la cocinera—. A los clientes les encantan y, si les repites esos movimientos, van a aplaudir hasta que les duelan las manos.

    —¡Buena idea! —corean mis compañeros.

    —Me apunto —contesto con una sonrisa.

    Al terminar, salgo a la terraza cargada con la bandeja y sin perder el buen humor. Hay cuatro mesas llenas. Reparto el menú entre los comensales tarareando una canción. Este lugar me encanta, en él se respira paz. Aspiro una bocanada de aire mientras tomo nota a una de las mesas y camino hasta la de Prometeo.

    —¿Qué te apetece tomar?

    —Sopa de mondongo.

    Sigue con su manía de no mirarme a los ojos mientras recita el pedido.

    —Es de muy mala educación no prestar atención a la camarera —digo antes de darme media vuelta para pasar el encargo a Óliver.

    La sopa de mondongo tiene una pinta exquisita. Está hecha con estómago de res, repollo, ayotes, naranjas agrias, quequisques, chayotes, arroz, elotes cortados en trozos, cebolla y chilotes. La llevo en la bandeja y me imagino sentada frente al mar con este plato sólo para mí. Huele exquisito.

    Prometeo únicamente se mueve para llevarse el vaso a los labios. Durante la mañana, la botella ha bajado casi a la mitad. Se sirve otro vaso sin girarse cuando le coloco el plato frente a él.

    —Gracias —musita moviendo un poco la cabeza.

    No le veo los ojos por culpa de las gafas de sol, pero juraría que por una vez se han posado en los míos. Aunque su mandíbula es reacia a arquearse en una sonrisa, sigue apretada, como si le molestara estar aquí.

    ¿Qué lleva a un hombre joven a esconderse en un hotel perdido frente a la playa? ¿Y a beber hasta caer casi en coma etílico? Me niego a creer que alguien sea capaz de acabarse una botella de ron al día sin emborracharse muchísimo.

    Este hombre me intriga. Daría lo que fuera por conocer su historia, seguro que es jugosa.

    Mientras sirvo a los demás clientes lo observo con disimulo. Come sin dejar de mirar al océano, como si contuviera algo muy importante para él, y vacía la botella sin dificultad, llenándose el cuerpo de alcohol, como si esperara anestesiar así sus sentimientos.

    Cuando la terraza vuelve a quedarse vacía, Prometeo levanta el brazo llamando mi atención.

    —Tráeme otro café. —Vuelve un poco la cabeza para mirarme y le respondo con una sonrisa.

    —¿De verdad piensas seguir bebiendo? —Señalo la botella—. Yo en tu lugar estaría arrastrándome.

    Gira la cara sin contestarme ni molestarse en observarme.

    Me alejo con el plato vacío para conseguir el café. Quizá si le doy un poco de conversación deja de beber y me cuenta las razones poderosas que impulsan a un hombre atractivo como él a emborracharse sin remedio día tras día. Tengo una curiosidad insana por conocer hasta la última coma de su vida.

    —¿Puedo hacerte un poco de compañía? —pregunto al regresar de la barra—. La terraza está vacía y tengo un ratito de descanso.

    No me apetece tomar más el sol ni estar sola en una mesa y muero por sonsacarle algo, lo que sea, pero sólo tengo veinte minutos antes de la hora de la cena comunitaria.

    Apenas mueve un músculo ni se inmuta cuando ocupo una silla frente a él, cojo el Kindle del bolsillo del delantal, lo enciendo y empiezo a leer. Le doy un sorbo al vaso de limonada fresca que me he traído y compongo una sonrisa al descubrir un giro interesante en la novela.

    —Este sitio es una maravilla. —Levanto la vista hasta sus ojos—. Deberías cambiarte de ropa y darte un baño.

    —¿Te pedí que me regalaras tu voz? —pregunta en tono hosco.

    —No hace falta, se nota a la legua que necesitas compañía.

    —Prefiero la soledad.

    —Si te emborrachas y pones esos morros es que tienes penas de amores. O de algo peor. —Me muerdo el labio dejando el Kindle sobre la mesa—. ¿Sabes qué hago yo cuando estoy agobiada o triste?

    —Me importa una mierda. —Sigue sin girarse, pero veo cómo una de sus piernas repiquetea nerviosa en el suelo.

    —Cuando estoy de bajón, bailo. Es una terapia cojonuda.

    —Podrías largarte a bailar por ahí. —Su voz se tiñe de enfado—. No tengo interés alguno en tu vida ni en saber qué haces cuando estás jodida.

    No me voy a dar por vencida, mayores témpanos de hielo he derretido, y éste no va a ser diferente. Con el móvil en la mano, accedo a mi biblioteca de iTunes, conseguida a cambio de una pequeña fortuna, y busco una canción marchosa. Me decido por Danza Kuduro, de Don Omar, con la participación de Lucenzo.

    Me levanto y empiezo a bailar, cantando a viva voz:

    Sigo la música con ondas de mis caderas, sin perder la conexión con el lugar ni dejar de canturrear al ritmo de los movimientos.

    Tarda un rato, pero al final Prometeo se gira para observarme. Su cara sigue tensa, sin mostrar ni un ápice de emoción. Coloca un codo sobre la mesa, apoya la barbilla en la mano y mueve el pie siguiendo el ritmo. Pero no puedo verle los ojos que esconde tras las gafas de sol.

    Quizá no sea un caso perdido.

    Cuando la canción termina, vuelvo a la mesa, me siento en una de las sillas con las piernas dobladas sobre ella y lo miro resollando.

    —¿No te gusta bailar? —pregunto—. Es la mejor terapia para los malos rollos y los corazones rotos. Esta noche me van a organizar una fiesta de bienvenida, si te apetece podrías acompañarme en la pista.

    —No me interesa. —Vuelve a su posición inicial y le da un largo trago al café.

    —Tú te lo pierdes.

    Me termino la limonada haciendo ver que le presto atención al libro, pero en realidad me dedico a repasarlo en silencio. No sé qué me ha impulsado a bailar delante de él, ha sido una idea repentina, de esas que suelo seguir para no perder nunca la impulsividad.

    Debería dejarlo en paz porque a su lado se huele el peligro. Ha pagado para ocultar su identidad, está solo, lleva ese brillante en la oreja y un Rolex de oro en la muñeca izquierda. No es un cualquiera, eso queda clarísimo, y según lo que me ha contado Óliver no es de por aquí…

    —¿Acabaste? —Se gira levantándose las gafas para mirarme con unos ojos negros que me despiertan un suspiro—. ¡Lárgate de una vez!

    —Maleducado y borde, ¡menuda combinación!

    —Nadie te pidió que te sentaras en esa silla. —El tono agresivo se acompaña de un nuevo movimiento para volver a mirar al océano.

    Esbozo una de mis mejores sonrisas para combatir la tensión de sus gestos.

    —Ha sido un placer. —Me levanto recogiendo el vaso vacío de limonada—. Esta noche te espero en la pista de baile.

    Gruñe a modo de respuesta y le da un sorbo al vaso de ron.

    Entro en el recinto del bar y me enfrento a la mirada de Óliver.

    —¿A qué ha venido eso? —pregunta—. Te dije que ese tío es peligroso. Colombiano, rico, solo… ¿Te sugiere algo?

    —Que está pasando por un mal momento.

    —No te enredes en una historia sin pensar en las consecuencias.

    —Sólo quería darle un poco de plática.

    La cena con mis compañeros vuelve a ser perfecta. Marisol ha preparado un delicioso indio viejo, un guiso de carne de res, cebolla, ajo, chiltoma y tomate, y lo degusto junto a una conversación amena, conociéndolos a base de anécdotas divertidísimas.

    Antes del turno de la cena, paso un momento por mi habitación a darme una ducha y me cambio de ropa. Elijo un vestido suelto, con un poco de vuelo para bailar latino.

    El servicio me pasa rápido. Hay más clientes que al mediodía, ha corrido la voz de la fiesta y la gente del lugar desea participar, así que aparecen a tomar algo antes del baile.

    Prometeo encarga un indio viejo mirándome. Las gafas han desaparecido de sus ojos y ahora los veo con facilidad. Tienen un aura melancólica, como si arrastrara una herida profunda, y me hablan de amargura, dolor y ansiedad.

    Lo observo mientras trabajo. En más de una ocasión nuestros ojos se encuentran, pero él reacciona con gestos bruscos, como si le molestara.

    Cuando los clientes empiezan a concentrarse cerca de la improvisada pista de baile frente al océano, me acerco a él para un segundo intento de hacerlo hablar.

    En otra vida debí de ser periodista o psicóloga o algo parecido, porque me interesa su historia, quiero descubrir la razón de su mirada triste, de esa pose dramática, de su necesidad de beber hasta caer exhausto. Por muy acostumbrado que esté al alcohol, es imposible que una botella de ron al día no lo tumbe antes de echarse en la cama.

    2

    Prometeo

    Todavía me queda un cuarto de botella para acabar lo suficientemente borracho y dormir sin enterarme de las pesadillas. El tiempo pasa demasiado rápido, ojalá encontrara la forma de detener las agujas del reloj para siempre. Aunque soy gilipollas porque, en vez de vivir al límite esta tregua, estoy aquí sentado mirando el océano.

    Apenas se distingue el color oscurecido del agua. Bajo el techo de cañas hay varias luces distribuidas para crear una atmósfera agradable en la zona del restaurante. En las mesas han puesto las velas antimosquitos que consiguen iluminar la madera con esas formas fantasmagóricas de las llamas danzando al son de un aire invisible.

    La camarera vuelve a sentarse a mi lado sin pedir permiso. Tiene una sonrisa preciosa, un culo prieto que se mueve con una gracia increíble, una voz suave, unos labios jugosos, un cuerpo de curvas perfectas, un pecho bien colocado, aunque sea pequeño, y el color de piel un poco oscurecido.

    Sus enormes ojos negros me buscan.

    —¿Vas a bailar? —pregunta con una sonrisa—. Me dijeron que los colombianos lleváis el ritmo en el cuerpo.

    —Piérdete.

    Su voz es sensual, me encanta cómo suena. Es una mezcla entre una tonalidad latina con una europea, aunque su discurso no tiene tintes latinos completos, como si se hubiera criado con unos padres españoles.

    Y esa sonrisa perenne…

    Es como si mis ataques no la ofendieran, pero no pienso rebajarlos porque en mi vida no tiene lugar nadie más.

    Mantengo la mirada en el océano, ahora no llevo las gafas para protegerme. La única manera de seguir cuerdo es terminarme la bebida y arrastrarme a la cama hasta mañana.

    Suena Rabiosa, la primera canción de la noche.

    —¿Te gusta Shakira? —Sigue la música que se reproduce por los bafles de la terraza moviendo la cintura—. Esta canción que canta con Pitbull tiene fuerza. A mis padres les encanta bailarla pegados. Son unos bailarines impresionantes.

    Giro un instante la cabeza hacia la pista de baile, donde unos cuantos clientes siguen el ritmo con el cuerpo. Luego la miro a ella. Mueve los hombros, la cintura, los brazos y los pies en el suelo. Los labios cantan la letra con una voz suave, melódica y muy sexy.

    Necesito apartarla de una vez o esta noche se convertirá en una mierda.

    —¿Te dije que me interesa hablar de tu familia?

    —Mi padre es profesor de buceo en un hotel de Santo Domingo y mi madre enseña bailes latinos y es animadora. —Alarga la mano para coger mi vaso—. Él es dominicano y ella española, de Madrid. Su historia es preciosa. —Suspira con teatralidad—. Es amor con mayúsculas. ¿Te apetece escucharla? Se quieren muchísimo…

    Huele el ron antes de llevárselo a los labios y darle un sorbo. No puedo evitar una sonrisa cuando la veo arrugar la cara un segundo antes de la inevitable explosión de tos.

    —¡Ecs! —suelta con la nariz encogida—. ¡Esto está malísimo!

    —No es para niñas. —Utilizo un tono mordaz.

    —Técnicamente, ya no soy una niña. —Consigue rebajar el acceso de tos y componer una de sus sonrisas—. Cumplí dieciocho hace dos meses. Ya soy mayor de edad y puedo considerarme una adulta.

    —Sigues siendo una niña —digo en un tono airado.

    Vuelvo a dirigir mi atención al océano. Ha conseguido derretirme un segundo, pero no voy a volver a sonreír ni de coña. Mi vida es jodida y nada puede cambiarla. Es mejor emborracharme mientras me convenzo de que seré capaz de olvidar lo sucedido y seguir con los planes trazados para mí sin que atenten contra mi ideal de futuro.

    —¿Por qué

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1