Ocho
By Décio Gomes
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Entre lo terreno y lo etéreo existen muchos misterios. Entre el cielo y el infierno existen innumerables puertas. Entre la vida y la muerte, también, existen innumerables conexiones. Y el número ocho está ligado a cada una de ellas. Ya sea un equilibrio cósmico, un círculo o un cuadrado, ya sea este mundo o uno intermedio: todo está representado dentro de un ocho, que de pie indica cantidad, y recostado incorpora al infinito. Ocho historias. Ocho sentimientos. Ocho formas de decir lo que está por dentro. Ocho miradas. Ocho colores: ocho formas de hablar de dolores y amores.
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Ocho - Décio Gomes
Décio Gomes
OCHO
Incluye los cuentos:
Marco Polo
El coleccionista de máscaras
El mural de las décadas
Río Muerto
La morada de la memoria
Carretera 401
Las almas de los ahorcados
Eterna
Marco Polo
Bienvenido a Marco, Polo
, una apertura más que especial para OCHO. A pesar del título, que remite a la exploración y a la aventura, el siguiente cuento es una historia dulce sobre un animalito. Escrito especialmente para la antología Los animales también van al cielo, de la Editorial Sinna, fue mi primer texto enfocado en el tema, y rápidamente se convirtió en uno de los más especiales para mí, ya que todos los días lucho contra las ganas de traer a casa a todos los gatitos y perritos que encuentro en la calle.
*
Cuando Nara abrió los ojos, lo primero que vio fue el techo blanco del cuarto. La ventana estaba abierta, el sol entraba sutilmente por ella y producía una línea amarilla que llenaba la mitad de la habitación, iluminando el lugar con el calor de una nueva mañana. Su cama matrimonial, cubierta con sábanas y almohadas coloridas, crujió cuando ella se estiró y miró a su lado, encontrando el cuerpo frágil de un niño parcialmente cubierto con las sábanas. Tenía la cabeza completamente escondida debajo de la almohada, mientras su cuerpo se encogía en una mezcla de flojera y buscando una mejor posición para dormir.
—Buenos días, pequeño —dijo la mujer, acariciando el hombro derecho del niño con suavidad. —Ya es hora de despertar.
—No, mamá —respondió una voz infantil, ronca, aún medio dormida. —Todavía es muy temprano.
—¡Yan, tienes que arreglarte para ir a la escuela, o te vas a atrasar!
Con un gruñido, la almohada fue removida y el niño se volvió para mirar a su madre, con los ojos apenas abiertos y tratando de acostumbrarse a la luz. Su rostro era blanco como el techo del cuarto, los labios parecían resecos, las ojeras oscuras circundaban indiscretamente los ojitos al despertar. En la cabeza, ni siquiera un solo pelo.
Se levantó sin ganas, con ayuda de su madre que esperaba de pie al lado de la cama, lista para llevarlo. Una vez de pie, con el pijama que parecía ser del doble de su tamaño cayendo sobre su cuerpo, extendió la mano derecha y la mujer la tomó, sonriendo. Cruzaron el cuarto, dejando atrás una pila de papelitos picados con los cuales el niño jugaba antes de acostarse, y entraron en el pequeño baño que formaba parte del dormitorio.
—¡Bien calientita, mamá! —exigió el pequeño al ver a su madre preparando el agua de la bañera.
—Pero hoy no hace frío. ¿Viste cómo está el sol allá afuera?
—No importa. Me gusta estar en el agua calientita.
—Bueno. Pero no reclames cuando salgas y te mueras de calor.
Poco a poco la bañera se fue llenando, y cuando el vapor caliente ya empañaba el espejo del baño, Nara desvistió a su hijo y lo ayudó a entrar. Él se sentó y su cuerpo quedó cubierto de agua hasta los hombros, y mostrando los dientecitos en una sonrisa, le hizo saber a su madre que la temperatura del baño estaba exactamente como le gustaba.
—¿Puedo dejarte aquí un poco mientras preparo el desayuno? —preguntó ella, secándose las manos en la toalla felpuda que esperaba para ser usada.
—Sí, mamá. ¡Me sé cuidar solito!
—Buen niño.
Levantándose, Nara se alejó de la bañera y se dirigió a la puerta, dando una rápida mirada hacia atrás antes de salir. Vio a Yan meciendo una de sus manos con la intención de crear pequeñas ondas, con las cuales quería hacer navegar por la bañera blanca a un patito de goma de un tono amarillo vivo, tan vivo que evidentemente contrastaba con la piel pálida del niño.
En la cocina el sol también centelleaba por la ventana, provocando un ambiente radiante por el cual Nara se deslizaba de un lado a otro, ya fuera buscando utensilios o colocando el café en la cafetera roja recién comprada. Realizaba las tareas matutinas mientras se mantenía concentrada escuchando el agua de la bañera en movimiento, señal de que todo estaba bien, y así se dejó llevar por el ritmo de un inicio de día completamente normal. Sin embargo, los días de Nara no tenían nada de normal: eran mañanas grises, aun con el sol entrando por la ventana, de una madre soltera que criaba sola a un muchacho aquejado por un terrible y desgarrador cáncer en etapa irreversible.
—¿Marco? —preguntó ella, cuando notó que los sonidos que venían del baño disminuían.
—¡Polo! —Yan respondió pocos segundos después, la débil vocecita se esforzaba por llegar a la cocina.
Era una especie de código que había surgido entre madre e hijo de manera involuntaria: para ella, una necesidad de saber si el niño continuaba vivo; para él, el único medio disponible de mostrarle que no pretendía ir a ningún lugar.
El sonido del noticiario atrajo la atención de Nara, pero luego recordó que no había encendido la televisión. Confundida, escuchó el ronquido de la cafetera, así como el de los huevos friéndose sobre el fuego. De afuera, entraban los ladridos del perro del vecino que sobresalían a todos los demás ruidos, y cuando intentó concentrarse, se dio cuenta de que ya no escuchaba el agua moviéndose.
—¿Marco?
La pregunta nuevamente se deslizó por la habitación, pero esta vez ninguna palabra vino en respuesta. El corazón de Nara pronto se afligió y aceleró, y ella, dejando el desayuno y los ladridos atrás, se movió como un bulto en dirección al baño. Abrió la puerta con una de sus manos, entró, y con ojos atónitos lo único que vio fue una bañera llena de agua y el patito amarillo navegando sin rumbo.
Con los nervios disparados, volvió al cuarto para buscar a su hijo, pero tampoco estaba en la cama. Regresó a la cocina, buscó en la sala de estar, pero Yan no estaba en ningún lugar. ¿Marco?
, repitió, y recibió a cambio solo silencio. Fue solo entonces que, tocada por un recuerdo, decidió buscar en un último lugar de la pequeña casa. Esquivó las otras habitaciones y pronto encontró una puerta blanca abajo de la escalera, una puerta que guardaba un pequeño armario que servía como depósito de libros. Estaba entreabierta, y con los dedos temblorosos hizo que se abriera por completo. Suspiró.
Dentro del armario había una especie de cabaña hecha con libros, donde dos pilas servían como columnas para afirmar una sábana. El tejido era grueso y de hilos muy bien entrelazados, y Nara poco podía ver a través de él. No escuchaba ningún movimiento que viniera de adentro de la cabaña, pero aun así sintió su garganta temblando con el mismo llamado de antes:
—¿Marco?
¡Polo!
, respondió Yan al mismo tiempo en que el despertador sonaba, a las ocho de la mañana, sacando a Nara de aquel sueño que venía siendo el más recurrente durante los últimos dos meses de su vida.
Lo primero que vio al despertar fue el techo blanco del cuarto, pero no había ninguna señal de la luz caliente del sol como en su sueño. Por la ventana entreabierta solo entraba un soplo de viento frío, junto a una luz débil que caía del cielo gris de aquella mañana. A su lado, solo sábanas y una almohada. Yan no estaba allí.
Yan había muerto hace ocho semanas. Su último suspiro, y también su última sonrisa, habían sido en una cama que no era esa. En aquella casa, el patito de goma ya no navegaba en la bañera. Debajo de la escalera, la cabaña de libros permanecía vacía, completamente en silencio. Yan había partido sin tener tiempo de despedirse, durante el sueño, en alguna hora oscura de una lluviosa madrugada. Había dejado atrás sus apenas ocho años de edad, así como a una madre devastada y que ahora era prisionera del luto y la soledad.
El despertador todavía hacía vibrar el celular de Nara sobre la mesita de noche, y para evitar más molestias, lo tomó y lo miró. Sesión a las nueve
, era lo que aparecía en la pantalla con letras rojas. Silenciando el celular, dejó la cama con rapidez al notar que tendría menos de una hora para arreglarse. Fue al baño, se duchó rápidamente con agua tibia y, sin preocuparse del desayuno, salió y dejó la casa donde ahora vivía completamente sola.
*
En la sala de la terapeuta, Nara esperaba sentada en un sillón. Tenía las piernas cruzadas, con la mirada enfocada en uno de los estantes de libros, sintiendo el olor a limpio que el lugar emanaba. Poco después, de una de las esquinas de la sala, apareció una mujer alta, de piel negra y cabellos hábilmente trenzados. Ella traía dos tacitas de té, y luego de entregarle una a Nara, se sentó delante de ella en otro sillón. Tenía una mirada penetrante, pero aun así reconfortante.
—Buenos días, Nara —comenzó, con un acento marcado de alguien que no siempre vivió en Brasil. —¿Cómo estamos hoy?
—Buenos días, doctora Amira —respondió la paciente después de un sorbo de té.
—Solo Amira, ¿recuerda? Nada de títulos aquí.
—Lo había olvidado. Perdón. Ando con la cabeza llena.
—¿No trató de hacer lo que acordamos en nuestra última conversación?
—Claro que sí, lo intenté. Busqué varias cosas para mantenerme ocupada durante las horas muertas, volví a las clases de cerámica, pero no he avanzado mucho.
—De a poco las tareas irán ocupando su mente. Haber decidido volver ya es un gran paso. ¿Sigue sin poder dormir?
—He dormido con mayor facilidad, pero los sueños continúan.
—¿Todas las noches?
—Todas las noches, con muy pocas variaciones.
—Despierta al lado de su hijo, lo deja en la bañera, va a preparar el desayuno, y cuando regresa él ya no está.
—Así es. Siempre está en el armario, debajo de la escalera. Y el sueño siempre termina así, incluso cuando sigo durmiendo. Después no pasa nada.
—Su mente todavía no está lista para olvidar ese hábito que usted tenía todas las mañanas, es lo que parece. Es como un recordatorio de esa tarea que ustedes realizaban todos los días al despertar.
—Pero todavía no logro entender el motivo de él para huir y esconderse en la cabaña de libros. Él hacía eso solamente cuando se sentía solo, cuando yo todavía estaba trabajando y lo dejaba con la niñera. Siempre llegaba a casa y lo encontraba allí, simplemente esperándome. Nunca supe si tenía el mismo comportamiento en el orfanato, antes de que lo adoptara, pero creo que ahora es muy tarde para saberlo.
—La cabaña era como un refugio para la soledad ¿no es así? Sabemos que vino de un hogar comunitario, y tal vez aún tenía algún miedo, algún trauma. Pero ahora, lo que puedo ver es que ese refugio, que antes era de él, ahora parece ser suyo. Sus sueños solo lo convierten en imágenes que usted ya conoce.
—Yo no... no lo sé.
—¿Aún no está lista para desarmar esa cabaña? Tal vez así el sueño cambie. Tal vez Yan no necesite esconderse más si su mente sabe que ese lugar ya no existe.
Nara se llevó una mano a la frente, apoyó la cabeza y suspiró tristemente, sin saber qué responder. Buscaba dentro de sí fuerzas para continuar firme, para no dejar caer sus estructuras que la mantenían sin llorar en público, sin gritar de rabia, sin pasar horas sumergida en una profunda y negra depresión.
—No sé si estoy lista para nada. Ahora todo parece vacío y sin sentido. La casa está hueca sin sus juguetes, sin los papelitos picados en el suelo, sin él con su cabeza escondida debajo de la almohada para protegerse de la luz. Yo no estoy completa sin él allí. No soy nada si él no está conmigo.
—Tal vez él no esté con usted, Nara, pero está en usted. Él vive dentro de su corazón, de sus recuerdos, y las vivencias que tuvieron deben ser más fuertes que el dolor que siente ahora. Él estuvo con usted por