Dios existe. Yo me lo encontré
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No es frecuente en nuestros días que el relato en primera persona de una conversión alcance tantas ediciones, y pueda todavía encontrarse en las librerías después de más de cuatro décadas.
Su autor, André Frossard, ha sido uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX en Francia. Este libro mereció allí el Gran Premio de la literatura católica, y es ya un clásico del género autobiográfico y testimonial.
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Dios existe. Yo me lo encontré - André Frossard
Portada
portada.jpgDIOS EXISTE
YO ME LO ENCONTRÉ
André Frossard
DIOS EXISTE
YO ME LO ENCONTRÉ
Vigésima quinta edición
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
Título original: Dieu existe, je l’ai rencontré
André Frossard. Librairie Arthême Fayard, París, 1970
© 2014 by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.
28027 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-321-4466-0
ePub producido por Anzos, S. L.
NOTA DEL EDITOR
No es frecuente en nuestros días que el relato en primera persona de una conversión alcance tantas ediciones y pueda encontrarse aún en las librerías después de casi tres décadas. Este es el caso de Dios existe, yo me lo encontré. Su autor, André Frossard —de la Academia Francesa, fallecido en 1994—, ha sido uno de los intelectuales más influyentes de Francia durante el siglo XX.
La vivencia que este libro describe es atrayente y luminosa, pues las conversiones «paulinas» no son muy frecuentes. En la mayoría de los casos, la apertura a la religión no está provocada por una experiencia personal insólita o extraordinaria.
Sin embargo, el caso de Frossard se incluye claramente en este tipo de conversiones, fruto de una gracia que algunos escolásticos llamarían «tumbativa». El propio autor, con sincera serenidad, describe su caso de esta manera: «Habiendo entrado a las cinco y diez de la tarde en la capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra».
Frossard tiene entonces veinte años, es hijo de un comunista, vive en el único pueblo de Francia que no tiene iglesia y ha sido educado en el más recalcitrante jacobinismo laico y ateo —aquel que ni siquiera se plantea la existencia de Dios—, y por lo tanto, no sentía la menor curiosidad por la religión.
El cambio es tan evidente que su padre le lleva a un psiquiatra amigo, competente y... ateo. Y el médico le asegura que no tiene por qué inquietarse, pues lo que le ocurre a André es tan solo «un efecto de la gracia». Aquel psiquiatra tenía catalogada la «gracia» como un síntoma propio de los neurópatas y no contaba con más terapia para su curación que un despreocupado «ya pasará...».
Afortunadamente, el pronóstico no se cumplió, porque, como escribe Frossard: «Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios».
Tal vez el éxito de este libro pueda atribuirse a que ofrece al lector uno de los testimonios más sinceros y conmovedores sobre ese fenómeno tan gratuito y a la vez laborioso que es una conversión. Mereció el Gran Premio de la Literatura Católica en Francia y se ha convertido en un clásico del género autobiográfico y testimonial.
«Si algunas de las ramas fueron desgajadas, y tú, siendo acebuche, fuiste injertado en ellas y hecho partícipe de la raíz, es decir, de la pinguosidad del olivo, no te engrías contra las ramas. Y si te engríes, ten en cuenta que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti. Pero dirás: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuera injertado. Bien, por su incredulidad fueron desgajadas, y tú, por la fe, estás en pie, no te engrías, antes teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a ti te perdonará».
SAN PABLO (Rom 11, 17-21)
A mis padres.
«Los convertidos son molestos», dice Bernanos.
Por esa razón, y por algunas otras, he diferido mucho tiempo el escribir este relato. Es difícil, efectivamente, que uno hable de su conversión sin hablar de sí, y más difícil aún hablar de uno mismo sin caer en la complacencia o en aquello que los antiguos llamaban propiamente «ironía», forma disimulada de apartar el juicio ajeno atribuyéndose algunos defectos más de los que la verdad exige. Esto carecería de importancia si el testimonio no estuviera ligado al testigo, el uno apoyándose en el otro, de tal manera que corren el riesgo de ser recusados juntos.
He terminado, sin embargo, por persuadirme de que un testigo, incluso indigno, que acaba de saber la verdad sobre un proceso, está obligado a decirla en la esperanza de que ella obtendrá, por sus propios méritos, la audiencia que él no puede esperar de los suyos.
Pues bien, sucede que, sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.
Me lo encontré fortuitamente —diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura—, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar inesperada que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.
Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar —hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas—, volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.
Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba en torno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantigado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: este libro no cuenta cómo he llegado al catolicismo, sino cómo no iba a él cuando en él me encontré. Este no es el relato de una evolución intelectual, es la reseña de un acontecimiento fortuito, algo así como el atestado de un accidente. Si creo necesario hablar de mi infancia con bastante detenimiento, no es, dignaos creérmelo, por sacar provecho de mis antecedentes, sino para que quede bien sentado que nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como querría que lo estuviese en seguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión.
Pero no basta con decirlo, hay que probarlo. He aquí los hechos.
La aldea de mi padre