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Nana para una monja
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Nana para una monja

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Nana para una monja, es el segundo volumen del trabajo que el autor Josu Sorauren ha calificado como "Trilogía apostólica".
Tras el primer volumen, la "Hija del Abad", se espera el tercero, que verá la luz en los próximos meses: "La amante de fray Teophile".
Los relatos se sustentan en las guerras y entreguerras, del XVIII hasta la contienda civil española.
Se contemplan las vicisitudes que ha de soportar el pueblo vasco tras los crónicos ataques desde el exterior contra Euskalherria con la idea de quemar sus raíces.
Básico el papel de la iglesia en toda la narración.
"Nana para una monja", es la historia de una humilde irundarra. Un imprevisto embarazo le aleja de su ambiente.
Su vida pasa por una auténtica odisea. Las circunstancia le obligan a ingresar en el claustro. Marcha a ultramar. Conoce que su hijo vive… Su regreso a la península le lleva a Gernika… Luego, ha de vivir en una Iruña donde el fanatismo carlista campa a sus anchas… etc.
LanguageEspañol
PublisherLibros Indie
Release dateNov 30, 2018
ISBN9788417721091
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    Nana para una monja - Josu Sorauren

    trabajo.

    Sorteando la angustia

    Los primeros días, tras el abandono del maco, una vez cumplimentados los saludos de rigor, con familiares y amigos más íntimos, traté de escabullirme hasta de mi existencia. Fueron unos días de loco empeño por oxigenar tanto el ámbito de mi alma, como la red de mis venas…

    Muchos días, sin más explicaciones que un agur, me esfumaba pidiendo clemencia a las pupilas sorprendidas de mi ama… Le hubiera gustado descubrir mis andanzas, por otra parte bien simples. Afortunadamente, ella comprendía que yo necesitaba no dar explicaciones. Y por supuesto, mi necesidad de perderme durante unas horas en el olvido. Era suficiente con que supieran que existía y que pululaba por allí…

    De alguna forma me sentía absolutamente libre como nunca en toda mi vida… Ni quería, ni necesitaba en aquellos momentos estar pendiente de nadie… Antes de sepultarme en la trena, la novia aquella me juró amor eterno… Pero uno sabe de sobra que no es fácil vivir seis años de amor eterno, sin que se enreden las epidermis de los amantes…

    En aquellos primeros días de un junio, tan iluminado como preñado de aromas vírgenes para un servidor, me sentaba a la vera del puente de San Pedro. Pasé muchas horas fijándome en aquellas piedras que rompían el silencio y la tersura del agua. Muchos momentos pensando en nada.  Adormilado, indolente, e incluso saboreando el aburrimiento, pero eso sí, experimentando la sensación de un tiempo exento de normas…

    En el penal, siempre tuve la sensación, de que la peor calamidad de un recluso, podía resultar el sometimiento a la dictadura de los horarios…

    A veces, los peores infortunios que han crucificado tu vida, sudas por ignorarlos. Intentas reducirlos a una mala noche en una mala posada. En vano.

    En este caso no era así. Aquellos seis años de maco, habían supuesto para mí como el paso por una facultad. La universidad de la cárcel, me aportó un sustrato ascético, en el que germinó una persona más crítica, mas estoica, más racional, y sobre todo más solidaria…

    Y he aquí la razón de mi aprendizaje. Debo confesar, que parte de éste logro, siempre se lo deberé a la profunda amistad de mi compañero Pello.  Difícilmente encontraré un hombre tan sensato, agudo, ingenioso y sobre todo leal…

    Así pues, aquellas horas, bajo el murmullo adormecedor de las hojas de la alameda del Runa, replicando a las aguas incesantemente quebradas, resultaron el mejor trasfondo de mis recuerdos.

    Ahora, de alguna forma, era como si necesitara revivir todas mis vivencias para asegurarme que eran reales. Es decir, que ya quedarían para siempre encarnadas en mi yo existencial.

    Cuando conecté con Pello, sentí como que en el puro fangal que me parecía el mundo carcelario, encontraba  una pequeña ínsula de tierra firme.

    El hecho de que en el trullo, los reclusos vascos habitualmente constituyeran una pequeña comunidad, por cierto, al menos en mi época, bastante bien considerada y respetada, ya en sí, era mucho. Ya se sabe, en las cárceles, si quieres sobrevivir, no tienes más remedio que refugiarte en algún  clan.

    En mi caso, aún teniendo en cuenta esa elemental protección que nos suponía a los independentistas vascos el amparo grupal, fue la amistad de Pello lo que mi hizo más soportable aquel infierno. Incluso llegó un momento en que la rutina carcelaria dejó de molestarme especialmente.

    La primera lección que me dio mi amigo Pello, fue la de procurar ocultar lo mejor que pudiera mis sentimientos, mi forma de pensar, mis deseos etc… Incluso, cuando sin que nadie me lo preguntara, intenté explicarle las razones de mi reclusión, me cortó por lo sano.

    —Ixilik mutil. Hemen inork aitortzen ditu bere arazoak… (Calla chaval. Aquí nadie canta sus faenas).

    Con el tiempo y cuando la confianza llegó a romper entre nosotros casi todas las barreras, llegamos a comportarnos como dos auténticos hermanos. Incluso aún mejor, como dos confidentes. Los demás, de vez en cuando nos enviaban sus tiradillas. Normalmente amigablemente, porque Pello, sin ser el jefe (vamos a decir político, que de alguna forma lo había), era un poco la vaselina de aquella pequeña célula. La persona que habitualmente, engrasaba las articulaciones de aquel minúsculo ingenio comunitario.

    Yo ni siquiera me esperaba que me soltara sus cuitas. El sabía perfectamente en que consistían mis crímenes. A un servidor se le había enchironado por colocar una ikurriña el día del aberri eguna, en el mástil de una bandera. Y lo más grave, por haber acogido en mi casa durante dos días a dos amigos de la uni. Amigos —lo intuía—que resultaron ser parte de un comando de E.T.A.

    Lo de la bandera, evidentemente no tenía contestación. Era meridianamente clara mi acción subversiva. En cuanto a aquello de colaboración con banda armada y no se qué conceptos más que embarullaban una sentencia que a duras penas entendí…¿qué iba a decir? En aquella época, evidentemente era un abertzale convencido. Sin embargo mi mayor actividad se desarrollaba en las incipientes comunidades de base. Eso era todo.

    La razón de hospedar a mis amigos, fundamentalmente era una acción de amistad y al propio tiempo de solidaridad cristiana. ¡Épocas aquellas!

    Eso había sido todo. Como vulgarmente se dice,  me endiñaron ocho años. Algo —por eso me alucinaba—, como sin comerlo ni beberlo. Eran las burradas, o si se quiere crímenes jurídicos, que tanto en el franquismo como en el postfranquismo, se han cometido y se cometen contra los vascos…

    Pello tenía bastante más mejunje. Así, un buen día, y cuando menos me lo esperaba, me lo desembauló.

    Su cante fue honesto, sincero y absolutamente creíble.  Yo jamás dudé de él. De los cuatro crímenes que le habían envainado, realmente solo era responsable de uno. Los otros tres, pura invención de las caricias y maniobras policiales y de la aludida ingeniería de los jueces franquistas. La habitual  del estamento jurídico de la dictadura, donde justicia era a equidad, como democracia a tiranía.

    Me confesó, que los años, no acababan de liberarle de aquel laberinto moral en que se encontraba. Trataba de aclararme, o quizás de aclararse.

    Había llegado a la convicción de que en definitiva la muerte de un enemigo, como se trataba en su caso, políticamente no resolvía nada y moralmente, al menos en aquellos momentos, le resultaba inaceptable.

    Pero con todo, el ajusticiamiento de aquel guardia civil, auténtico torturador de su novia, hoy su mujer y de muchos amigos suyos, nunca le produjo remordimientos, ni le quitó sueños. Como él decía, era una auténtica alimaña. Probablemente hoy no atentaría contra él, y sin embargo, tampoco se arrepentía… En fin, que como me reiteró varias veces, aquel asunto se lo comía y vomitaba, vomitaba y volvía a tragárselo. Ciertamente aquello le resultaba un irreductible galimatías…

    Cuando me largué de aquel mundo, en el que jamás debí haber penetrado, pero que gracias a mi amigo no me descompuso, como a tantos otros, su abrazo me estremeció.

    —Saindu, azti…! (cuídate brujo…) Últimamente, así me apodaba cariñosamente.

    Pello intentaba despedirse con  un semblante  natural, incluso alegre. Pura ficción. Una simple mirada a sus facciones y sobre todo a sus pupilas te indicaban que en aquel momento, por dentro  algo le quemaba. Llevaba 10 años y le faltaba una eternidad. Y para más Inri, le esperaba una hija de unos pocos meses y su mujer. Como él me dijo una y mil veces, ¡tanta añoranza de los abrazos de tu fiel compañera, resulta insoportable! Lo más penoso de aquel penar sin fin…

    Pero nunca se arrepintió de su militancia.

    —Se podrían cambiar muchas cosas por supuesto, porque con el tiempo es fácil analizar los acontecimientos… Hicimos las cosas lo mejor que supimos y pudimos. Teníamos delante un monstruo despiadado, aquel brutal fascismo,  y muchos no veíamos otra alternativa… No pudimos vislumbrar que se trataba de una hidra con múltiples cabezas… Era porque se trataba de una bestia alimentada con la sangre de un gigantesco genocidio que no parecía cesar… Mira —en cierta ocasión analizaba con rabia—mi mujer que es de un pueblo de tierra Estella, tenía una tía abuela de nombre Teresa, a la que así, sin más explicaciones, un buen atardecer se llevaron a su marido y al hermano de éste. Y ya no aparecieron más. Ahí los dejaron, en el trágico silencio de las cunetas. Sin ni siquiera la más mínima explicación, viuda y con cuatro hijos la dejaron. Y por si esto fuera poco le decomisaron toda la pequeña cosecha de grano… Criminales y sádicos… En ese mismo pueblo, a otro paisano, probablemente el más mísero del pueblo, viudo y con cuatro hijos… Un pobre peón que con cuatro caracoles, y algún raquítico salario trataba de malvivir, y que todo sus crímenes consistían en arrimarse a algún sindicato simplemente para poder recibir alguna ayuda… y fíjate hasta donde llegaría su indigencia que el propio pueblo, no sin sarcasmo, le cantaba: "Dimas Pardo fue a cazar/ y cazó una mariposa/y la puso pa cenar/porque no tenía otra cosa". Pues nada, como a un perro le echaron un dogal al cuello, y allí que se lo llevaron, mientras sus hijos le gritaban llorosos desde la gatera de  su desvencijada morada… Y casos como este, a cientos. ¿Que digo a cientos?, a miles en tu misma Nafarroa… ¿Tú crees que estos, criminales, que jamás se arrepintieron de semejantes fechorías,  bueno, lo de fechorías, más propio  horribles crímenes con los que usurparon el poder, se han arrepentido alguna vez…? ¿Qué país medianamente democrático puede soportar tamaña impunidad, cuando tan brutalmente nos castigan a los independentistas vascos?¿Y que sean estos quienes hayan de juzgarnos y tratarnos como a los mayores criminales del mundo mundial? Por eso —trataba de calmarse—, a veces no me parecen tan graves nuestras acciones armadas… Evidentemente, ya te he dicho por activa y por pasiva, que dudo de su eficacia, que en definitiva lo único que hacemos es copiar su iniquidad, y por ese camino, ya ves que es lo que, al menos aparentemente, hemos conseguido… Sí…sí, ya se que la historia nos juzgará… y que con el tiempo, quizás los hechos adquieran otra dimensión… quizás, pero lo que es por ahora…

    Estas consideraciones, eran el pan nuestro de cada día. Cabría pensar, que de puro manidas podrían haber llegado a conducirnos a la náusea, pero nunca fue así. De alguna manera, había que estar siempre pendientes de hallar, tanto en el fondo de nuestras conciencias, como en la marcha de la política, alguna justificación a nuestra lucha…

    Por otra parte,  nos resultaba difícil entender, que la mecánica de la insurgencia no siempre obedece a un claro proceso científico. No siempre de la configuración de una determinada lucha con intenciones renovadoras, se desprenden resultados liberadores…

    No se si era necesario haber traído a colación todas esta referencias y episodios. Espero que sí. Bueno, aquí quedan, con la certeza de que dotarán de un mayor interés al relato.

    Y es que, una vez que llegó a mi conocimiento que en cuestión de días se tramitarían los papeles de mi excarcelación, no perdí ni un segundo en comunicar la buena nueva a Pello.

    Buena Nueva ciertamente lo era, aunque no del todo. De alguna forma, abandonar la compañía de Pello, obstaculizaba cierta felicidad plena.

    Eran muchas horas, y eso que no estábamos en la misma celda, compartiendo cuitas, penas y tristezas, esperanzas, ilusiones, incluso proyectos…

    —Lo sabía Azti. Ya me imaginaba que estaría madura la condicional… Entre unas cosas y otras, la redención de penas… Incluso me atrevería a asegurar que han tardado bastante más de la cuenta y que te han birlado bastantes días… En fin, ya sabes como nos tratan a los vascos. Eso que parecía que tras la muerte del dictador iban a cambiar  las cosas… ¡Pamplinas!… La eterna cuestión vasca… Pero en fin, todo llega. Escúchame con atención porque es el momento de pedirte un favor. Un grandísimo favor… Espérame unos momentos…

    Fue a su celda y en pocos minutos se presentó ante mí con una carpeta en cuyas entrañas se depositaba un pequeño legajo de cuartillas. En aquellos momentos, como luego explicaré, he de confesar que quizás no mostré excesivo interés. Pensaba que podría tratarse de algún documento o trabajo sin más relevancia, no como posteriormente descubrí, de unas memorias…

    En los primeros días pues que sucedieron a mi excarcelación,  intentaba recuperar todo aquel complicado mosaico de mi vida carcelaria. Paulatinamente, fui considerando que era fundamental pasar página e inaugurar nuevos caminos y crear nuevos horizontes. Incorporar las enseñanzas de la cruel experiencia y permitir que afloraran nuevos sentimientos y sobre todo nuevos proyectos.

    Quizás debido a este nuevo ajetreo vital, fui dejando a un lado el compromiso que había adquirido con Pello.

    Jamás me planteé abandonarlo. Eso hubiera sido una deslealtad con mi amigo, simplemente bien por pereza o simplemente por desinterés o quizás por no considerarlo urgente, fui dilatando la encomienda.

    El bueno de Pello había confiado en mí, porque según él, no se sentía capaz de dar forma a sus papeles.

    El creía, que dada mi facilidad —eso decía— a la hora de expresar las ideas o de redactar un artículo o de relatar cualquier suceso, que sería el indicado para poner y dar forma a su legajo.

    Decía que seguramente me habría de resultar hasta interesante. Que era como una asignatura pendiente para él. Que de alguna forma se había comprometido con rescatar del olvido a un personaje vital para la saga familiar, pero que hasta ahora, lo único que había conseguido era aquello. Es decir una serie de datos, anécdotas y vivencias de una mujer, su bisabuela, un personaje axial en su linaje…

    Pasaron dos lustros. Unos años en que todas las expectativas de una transición, con demasiada rimbombante propaganda oficialmente considerada modélica, se fueron al traste. Porque realmente la España postfranquista hablaba de una democracia que nunca pasó de la pura fantasmada, mera propaganda, bien vergonzosa.

    Allí seguían incólumes, los mismos capitostes de la judicatura, de las fuerzas armadas y de alguna forma de la política. Las mismas familias amusgadas en las grandes empresas públicas o privadas, dirigiendo el rumbo del grueso de los españoles… Las mismas policías con sus mismos inveterados hábitos en lo relativo a la tortura, a la leña al mono vasco o republicano… Y para colmo, el incordio nacional que suponían Sus Reales Altezas y toda la insoportable parafernalia económica, rancia, anacrónica, etc…etc…

    Es decir la misma esencia de la dictadura, ahora travestida de Estado de Derecho, pero con corona y todo…

    El hecho de que Pello pudiera alcanzar la libertad, evidentemente no se debió a que las estructuras de la justicia  o de la política se hubieran humanizado un ápice. En absoluto. Fue la solidaridad del pueblo vasco, quien con su lucha y sobre todo sus aportaciones económicas, logró que el tribunal supremo revisara las sentencias. Unas sentencias, que ya desde su pronunciamiento, los abogados de mi amigo calificaron de erróneas y sobre todo manipuladas…

    Finalmente, el tribunal supremo no tuvo más remedio que anularlas,  ignoro si por defecto de forma, o por alguno de eso subterfugios o potingues parejos, que para oficiar sus paridas, alumbraban.

    Debido a la distancia, allá quedaba Puerto de Santa María, desde nuestra separación, no nos habíamos visto. Pero esa no era la razón principal, aparte de mis ocupaciones laborales, de que yo no acudiera al ongi etorri que unos pocos, cierto, tristemente tan sólo unos pocos, le tributaron.

    Probablemente, alguna culpa de este tacaño recibimiento, hubo de ser su postura política, algo crítica con la movida abertzale. No es que sus ideas independentistas, como posteriormente tuve ocasión de comprobar, se hubieran desvanecido. En absoluto. Simplemente, se trataba de que mantenía unos postulados éticos y por decirlo de alguna forma logísticos, disidentes con lo políticamente correcto…

    Algo más de un año habría pasado desde su excarcelación, cuando topé con él. Fue en una de las muchas manifestaciones, que por alguno de lo múltiples motivos se celebraba en Bilbo. Caían como vulgarmente se dice, capuchinos de punta. Imposible una casualidad más casual. Ahí, embutidos hasta las orejas en nuestros berokiak…(anorak) Y sobre todo hundidos bajo los paraguas.

    —Aizu, azti bizi da…! (Oye, que azti vive) —detrás de mi alguien me apresaba afablemente el hombro.

    Todavía hoy día no he sido capaz de precisar con exactitud, lo que en aquel momento embargó mi ser. Vergüenza, sorpresa, malestar, alegría, interés… Imposible. Lo cierto es que lo primero que me vino a las mientes fue una promesa incumplida. En aquel momento se que podía esperar cualquier reconvención por parte de mi amigo. Por cierto, absolutamente merecida.

    No fue así. En principio, en aquella burrumba (estruendo) insurgente, entenderse suponía un absoluto milagro. Como pudimos, presentamos a nuestras respectivas compañeras y a su hija que aferrada al brazo de Pello, me miraba inquisitorial.

    No conocía a su mujer y difícilmente podría describirla, embuchados como íbamos todos en los atuendos propios contra el frío y la pertinaz humedad de aquel Enero. Destacaba en él óvalo de su rostro, sus pupilas como dos almendras azabache y sobre ellas, un rizo atezado, que seguramente debido a la humedad, se desparramaba sobre ellas.

    Quedamos para juntarnos tras la manifestación. Imposible, porque como de costumbre, la movida acabó como el rosario de la aurora. Ya se sabe, el habitual sálvese el que pueda que la madera está encendida. Y que en tales circunstancias, todos, niños, mujeres, ancianos, rencos y ciegos… todo quisqui, como vulgarmente se dice, constituíamos para las fuerzas del desorden, carne de horca.

    Quisiera haberme excusado ante él de lo que no parecía ofrecer muchas excusas. Por supuesto, ya había decidido que contra viento y marea —ya estaba bien una descortesía de diez años—,  me entregaría a la redacción de ciertos papeles que su madre Maite Ecay le había entregado.Y así fue.

    Verdaderamente me resultaba endiabladamente difícil dar forma al legajo. Por una sencilla razón. La sustancia de aquel relato era de una ternura tan profunda y sutil, que de alguna forma me sentía como un vulgar profanador manipulando aquellas vivencias.

    Un año después del breve y fortuito encuentro con Pello, me enteré por la prensa del adiós que en Tolosaldea se ofreció a sus cenizas. Nada del otro mundo. Tan solo acudieron sus más fieles amigos y sus más próximos familiares. Quizás porque así lo preparó él, siempre tan ajeno a todo lo que sonara a ritualismo rutinario.

    Nunca quedó claro, si fue el maldito tumor o las secuelas de una vida de tormentos, lo que transformó su alma en cenizas.

    A los días escribí una carta a su mujer. Le pedía mis disculpas por mi actitud, quizás por mi falta de gratitud. Le aseguraba que sus vivencias con él habían sido vitales para mi vida. Me exculpaba diciendo que ni yo mismo era capaz de analizar por qué ambos, tras nuestra experiencia carcelaria, no resolvimos profundizar y continuar nuestras relaciones… Eso sería algo que siempre permanecería en una de esas incompresibles indefiniciones que surgen en nuestras vidas. Lo que existió, ahí quedaba para siempre, cierto… Y sin embargo…

    Finalmente le prometí que me iba a entregar en cuerpo y alma a formatear, algo que su marido me había entregado y que en el momento en que alcanzara este propósito, se lo entregaría. Sería mi mejor tributo a la gran amistad que me unió a Pello. Un hombre valiente y entregado, de profundas ideas y  para mí, muy honesto. 

    La historia como a todos, juzgará sus hechos, errores y virtudes. Lo que, de cualquier modo, parece obligado y justo afirmar, es que su amor a Euskalherría, para los que le conocimos de cerca, fue el eje de su vida.

    Casi a vuelta de recibo me contestó su compañera. Breves palabras, pero suficientes. Probablemente no se necesitaban más.

    Decía en su comunicado, que Pello, una vez excarcelado, siempre trató de ignorar su vida de penado. Que ella en tal caso poco tenía que decir. Que estaba segura de que para Pello, cada momento vivido tenía su contexto, su propia dimensión, como si se tratara de un capítulo cerrado, uno más en el libro de su vida. Eso sí, que puesto que la redacción del libro era un compromiso con él, que gustosamente y con toda ilusión lo aceptaría, como todo lo referente a los hechos tocantes con su memoria…

    Y eso fue todo…

    Eran las pupilas de Gernika

    El furgón, como baldado o quizás indeciso, traqueteaba por el viaducto de Oka. Aquella mañana, las nieblas se abrazaban negruzcas a las laderas. Los robles a duras penas sugerían sus tímidas esmeraldas primaverales, como si la fría humedad les amenazara…

    El tren se detuvo en la estación de Múgica. La señora de pelo blanco y lentes con montura de concha, extrajo de su bolso de piel negra, el pequeño envoltorio de algún piscolabis. Era de ver la parsimonia con la que mordisqueaba aquella galleta de manteca. Visto su desinterés y desgana, se diría que la obligación, más que la necesidad, le impulsara a la abúlica colación.

    Al "mutil" de enfrente, el de los raídos pantalones a rayas y jersey verde con las mangas zurcidas, se le ensalivaban hasta los ojos…

    La señora se apercibió. Sin mediar palabra le ofreció la galleta.

    El niño, alargó la mano con cierta prevención mientras miraba a la amatxo. De alguna forma, aquella señora de ojos tan azules, con aquel refinado vestido crema y la esmerada chaqueta de blanco perlé, aún sin intentarlo, deslumbraba.

    —Sabino "eman eskerrak emakumeari"(da las gracias a la señora)

    Sin duda, la dama poco o mucho debió entender. A las claras estaba que el niño no parecía precisamente bien nutrido.

    —Tengo bastantes más, amiga. La verdad, no me apetece… Pero le aseguro que son excelentes. Sin duda, al chico le aprovecharán más que a mí. Llévese todas que yo ya me he hartado. Además, que una ha de cuidarse…

    La amatxo, con mil agradecimientos, excusas, e indisimulada satisfacción, las aceptó.

    Se dirigía a Pedernales con el fin de echar una mano a su cuñada en las labores del baserri.

    Cuando el convoy llegó a Gernika, la señora de pelo blanco ya se había enterado de algunos pormenores. Al parecer, según la madre del jovencito, ahora bien dicharachera, en su jerga castellana mechada de vizcaínismos se explayaba sin rebozos. El pueblo efectivamente contaba con varios médicos. Ella no los conocía porque a ellos les atendía el de Pedernales.

    Cerca de las cuatro, en aquella tarde turbia de un 26 de Abril, aquella mujer de elegantes modales, descendía en Gernika-Lumo.

    Probablemente, a deducir por sus misteriosa estampa y su enigmática mirada, en su alma se agitaba alguna crítica ebullición…

    Con su aparente templanza, extrajo una nota de su bruñido bolso. Se dirigió al jefe de estación que acababa de emitir el pitido de partida del tranvía y con una leve inclinación de agradecimiento, abandonó la estación.

    La villa foral estaba bastante animada. Los días de mercado en los jardines del ferial y sus aledaños, la gente ejercitaba sin contemplaciones sus instintos gregarios. Imposible encontrar mejor excusa, que aquella variopinta síntesis del dinamismo rural e industrial de la región.

    La señora de blanca cabellera parecía pensarse la ejecución del cometido que le había traído desde la estación de Atxuri de Bilbao. Miraba de vez en cuando la nota que portaba entre sus dedos. Era como si tratara de memorizarla. Javier Ecay, calle Alhóndiga… Se decía para su coleto, que quizás aquella dirección no fuera la correcta… Incluso que la persona  que trataba de localizar, no respondiera a sus anhelos… ¿Cualquiera lo sabía?

    Por un momento, tuvo la sensación de que todos los resortes que impulsaron su viaje y en definitiva el cambio de vida, se le habían anquilosado. Ahora que por fin estaba a las puertas de  comenzar a descorrer alguno de los oscuros velos tendido contra su voluntad en el trayecto de su vida, se estremecía. Se estremecía, o se asustaba o simplemente se acongojaba.

    ¡Ella, que endurecida por las vicisitudes de su existencia tan difícilmente se arredraba!

    —¡Qué estúpida eres —se dijo para su caletre—. Superar un mundo de penalidades, encontrar por fin la paz, la estabilidad e incluso el amor, y renunciar a todo ello por algo que muchos tacharían de pura utopía… ¿Te vas a poner ahora a replantear, algo que está mas rumiado que la pura letanía?¿Qué diría, después de tantas vueltas y revueltas mi querido galeno del alma? Que no se abandona así como así, a un amigo como el Dr. Stephen… Que nunca sabrá una que hubiera sido de su vida, sin su ayuda, aquel temple…Y sobre todo sus dotes de comprensión…

    Entre estas cavilaciones se amansaba el tiempo. Por fin, decididamente se acercó al portal marcado en la dirección que portaba la nota.

    Era bastante probable, que el hecho de estar en plena efervescencia el mercado, fuera la explicación más coherente al hecho de que nadie respondiera al  insistente picaporte.

    Permaneció fuera del edificio unos instantes mientras con disimulo contemplaba la fachada ocre de aquel edificio de piedra gastada. Miraba los cristales de aquellas ventanas, por si entre algún visillo se colaba alguna silueta…

    Ya volvería. En el ínterin aldraguearía por el mercado. O aún mejor, por si acaso, ¿quien sabe?, trataría de instalarse en alguna fonda próxima. Justamente en los aledaños de la estación, había visto una que la había parecido tan discreta como respetable.

    Se detuvo frente a la fachada de la casa de juntas. Allí, el mítico roble se erguía altanero. Aunque no parecía decirle gran cosa aquel pequeño remedo del Partenón, no pudo evitar una inexplicable agitación interior. Sin duda, algo bastante próximo al meollo de lo arcano.

    Con parecida cachaza, como si cualquier tipo de acicate no tuviera cabida en su existencia, se dirigía hacia los jardines del Ferial.

    Serían las cuatro y media cuando  desde el fondo sur de la villa, un leve zumbido acabó convirtiéndose en el feroz rugido de un Junker. Dibujó algún giro por la villa y soltó tres potentes bombas explosivas.

    Tras los inesperados estallidos, se oyó un imponente silencio de muerte. Como si el corazón de la villa se hubiera desintegrado.

    La mujer se acurrucó inmóvil en un soportal. No hubiera podido constatar el tiempo que permaneció quieta, como sumida en aquel escorzo de pánico.

    Se irguió despaciosamente. Como si temiera despertar de nuevo bajo aquel monstruo de muerte.

    Hacia el cielo se disparaban  disparadas, densas columnas negras. Algunas personas, como enloquecidas y sin rumbo corrían con la mirada desencajada. No bien acababa de preguntarse ella misma, qué dirección tomar, un nuevo zumbido, esta vez si cabe más intenso, múltiple y disperso se aproximaba hacia las entrañas de la villa. Delante de sus ojos se erguía  la espadaña de un templo. Pero el terrorífico traqueteo de las ametralladoras de los Heinkel le paralizaban el cuerpo y el alma. Quien le iba decir, cuando en la arcadia del pequeño dispensario a orillas del lago Atlitlán optó por nuevos horizontes, que se vería en semejante trance…

    Sus años tendría aproximadamente, aquella mujer que levantaba el brazo gritando improperios contra uno de los pilotos… Era su vuelo tan rasante que hasta se le podían ver perfectamente sus anteojos. Lo que jamás pudo suponer —quizás lo intuyó y no se arredró—aquella ciudadana, era que el piloto giraría y con un aborrecimiento atroz la acribillaría a puros metrallazos.

    Entonces, la dama de pelo blanco, pudo ver como en la suma impotencia, la mujer baleada se retorcía en un charco de sangre, mientras a su alrededor se esparcía  el cesto de la compra, verduras, quesos fiambres…

    No era la única que yacía o quizás agonizaba desparramada por los viejos adoquines. Unos metros antes se esparcían rotos varios cuerpos. Pero ¡Dios Santo!, ¿Cómo era posible aquello? Ya sabía que la maldad del ser humano no tiene límites… Y sobre todo cuando la maldad parte de los poderosos, los auténticos dioses o gestores del mal y del bien, de lo humano y lo divino, de códigos, leyes, premios y condenas…

    De repente sus ojos se clavaron en una estampa que de alguna forma la sentía como un estallido de sus vísceras. Entonces, la mujer de blanca cabellera, como si ya hubiera aceptado que en aquellas circunstancias, su propia vida careciera de valor alguno, salió del soportal en el que a duras penas se había guarecido.

    Abandonó sin miramientos el bolso petate que almacenaba todas sus pertenencias, y como una exhalación acudió en ayuda de una joven madre…

    La estampa era desgarradora. Se trataba de una mujer joven. No podía moverse. Su falda se enrojecía a la altura del muslo… 

    —No por favor, señora, atienda primero a mis hijos, —gemía la amatxo—. La buena samaritana, trató de apaciguarla.

    —Esté tranquila amiga, sus hijos parecen estar perfectamente. Está usted en buenas manos. Soy enfermera. Pero no podemos seguir aquí. De alguna forma hemos de ponernos a cubierto. No parece que esos demonios tengan intención de parar hasta convertir la villa en un infierno…

    La niña miraba a la señora con unos enormes ojos, tan interrogantes como suplicantes… A la señora le hubiera gustado desaparecer en aquellas pupilas azules, tan húmedas, tan implorantes y desasistidas… Sin duda eran las pupilas de Gernika…

    El niño, de puro terror o de puro niño, solo acertaba a suspirar con entrecortada profundidad. Sin duda le atenazaba un aturdimiento integral que le impedía modular el llanto. ¡Aquel gesto de desorientación existencial, expresado por su índice apresado entre sus labios abandonados…! ¡Aquella  manecita izquierda olvidada en  el bolsillo del pantalón! 

    La mujer de blanca cabellera, jamás sospechó que almacenara tanta fuerza. Levantó lo mejor que pudo a la mujer herida y evidentemente encinta, y se dirigió a la Iglesia.

    —Déjemela señora —se trataba del cura que llegaba en el preciso instante—. Tome su bolso y si es tan amable acompáñeme. Por favor, hágase cargo de los niños y démonos prisa que ya están otra vez aquí.

    Era fuerte aquel sacerdote, porque la joven madre era una buena moza. Pero poco podía colaborar porque perdía fuerzas en la misma medida que sangre. La niña dejaba escapar silenciosas lágrimas. Su protectora, la dama de traje de crema y chaqueta blanca de perlé, le apretaba la mano con tal unción, que sintió como si una vena de fuego, algo jamás experimentado granara en todas sus carnes…

    Superar la escalinata dejó al clérigo en el puro resuello. No por eso se detuvo y sólo descansó una vez vio a la joven amatxo recostada en uno de los varios reclinatorios de terciopelo. En aquel momento, la niña de coleta rubia y bellos ojos azules, se abrazó a su madre con enormes sollozos. El niño, que no tendría más de cuatro años, por fin se dejó arrebatar por el llanto. Entonces aquella señora, vio que una mancha intensamente roja se extendía por la blusa aguamarina de la amatxo.  Se abrazó a los dos niños, los separó suavemente de la amatxo, y los atrajo  cobijándolos en su halda. Lloraba. Probablemente pensó, que nunca había sabido lo que era un llanto auténtico…

    —D. Eusebio. —Que así le llamaban de todas partes—, está muy mal. Se muere. Necesitamos urgentemente algún tipo de apósito.

    —¿Apósitos amiga mía? Esto es la peor de las hecatombes… Y como puede ver… pues eso, que nos ha pillado completamente desnudos… ¡Si rezar sirviera para detener esta barbarie! ¡Si por lo menos se acercara algún médico! Pero me imagino que  el hospital de sangre de las carmelitas, será un auténtico holocausto. No creo que estas circunstancias, debamos confiar en un médico, al menos por el momento. Por ahí anda el párroco, pero el pobre se ve sobrepasado. No es lo mismo colocar a la gente en una ceremonia litúrgica, que  organizar semejante aglomeración de heridos, Aunque mas acertado sería decir de muertos y heridos.

    Dos horas habían transcurrido desde el primer ataque y los cazabombarderos seguían impenitentes. Inagotables en su afán de matar, quemar, arrasar…

    —¿Para esto has creado al hombre? ¡Dios…! —decía una mujer absolutamente desquiciada, que había visto morir a la hija y al marido—. Porque este Dios, una de dos, o no es bueno, o es absolutamente estúpido… 

    Por fin un médico que por decoro se había despojado de su bata antes de entrar, penetró bajo la estructura gótica de Andra Mari. No pareció extrañarse ante el espectáculo de muerte, sangre y roncos gemidos, porque probablemente venía de otro infierno más infernal.

    Aquel rostro tan frío como roto, se dirigió sin el menor resquicio de expresividad hacia Don Eusebio Arronategi. No fueron demasiado explícitos. No era preciso serlo en semejantes circunstancias.

    El médico dirigió su mirada hacia el amasijo de cuerpos destrozados, donde se encontraba la señora de blanca melena. Nada más llegar se arrodilló para estrechar a sus hijos. Así permaneció, hasta que tras ver la mirada nublada y perdida de su mujer, se encaminó hacia ella. Analizó su pulso. Miró a la señora que atendía a sus hijos… La faz del doctor se había  transformado para encuadrar una mirada desgarradora… Ya casi sin aliento, asió tembloroso con todo el agradecimiento del mundo,  la mano de la señora entre las suyas. De su voz entrecortada brotó un escueto Esker mila, andrea! (Muchas gracias señora)

    Luego con extrema delicadeza sostenía la cabeza de su mujer y depositaba en sus labios un inacabable beso hecho de dolor y miedo… Mucho miedo ante un futuro tan incierto para sus hijos…

    Geldi hemen…ez zaitez joan maitia… Geldi nere bihotza… (Quédate aquí, no te vayas mi vida…)

    Entre varias personas la subieron a una especie de parihuela y la trasladaron a una estancia del templo, donde provisionalmente colocaban a los difuntos.

            Luego se dirigió en perfecto castellano a quien todavía se ocupaba de sus hijos.

    —Si usted pudiera… He podido saber por D. Eusebio que usted es enfermera… Ahí afuera es tan urgente mi presencia…

    —Lo entiendo. Acuda usted… Mientras pueda yo me ocuparé de sus hijos… y veré lo que puedo hacer… No lo dude.

    —En cuanto a mis hijos… D. Eusebio es como parte de mi familia. El se hará cargo de ellos… Va a ser terrible cuando salgan del tremendo shock que va a suponer la constatación de la ausencia de su…

    Nora eramaten dute amatxoa, aita… —susurró la neskatxo—(¿donde se llevan a la amatxo aita?)

    El médico se apartó con ellos tras una de las sombrías columnas. Se supone que trataría de que sus hijos  no se derrumbaran ante la cruel  tragedia que irrumpía tan súbitamente en sus delicadas vidas.

    —¡Pero Dios mío!, ¿será posible?...! Si es mi vivo retrato de cuando yo era niña —decíase para sí la señora al contemplar aquella desvalida muñequita…

    El rugido de la aviación enloquecía hasta el paroxismo los corazones del paisanaje. La tarde se quemaba sobre los edificios reventados. Mucha gente optaba por topar con la muerte en las rúas, ante el sofoco asfixiante de los refugios… Huir resultaba casi imposible, ya que la saña de los cazas les perseguía con sus ametralladoras, como a ratas. "Homo homini, lupus".

    Las casas y los edificios, se hundían aplastando niños, ancianos, jóvenes atrapados entre sus muros. Los que a duras penas encontraban el empedrado de las calzadas, perecían bajo el fuego enlatado y vomitado desde un cielo sucio y ardiente. Y los aviones iban y regresaban incansables, escupiendo sus tubos metálicos preñados de muerte. Siempre buscando algún barrio intacto… La idea era enterrar a todos los vascos de Gernika en sus refugios. Cada veinte minutos se acercaban con sus vientres ebrios de odio. Y ahí, entre explosión y explosión, los chorros  de metal derretido, enrabietados por arrasar todo a su paso.

    Ese era el relato de los pocos que a última hora, tras lograr sobrevivir, se refugiaban en  Andra Mari eliza…

    La bata de la Señora de límpida cabellera blanca, prácticamente había velado de sangre su inicial nitidez. En su prolongada estancia, fundamentalmente en Centroamérica, había sido testigo de la huella genocida de la España imperial. La impronta deshumanizadora, la desestructuración social y económica que había supuesto la perversa colonización, no tenía visos de ser superada. Y sin embargo…

    Eso le hizo comprender muchas lagunas de su historia. Sobre todo, el hecho de que aquel genocidio que contra la peor de las carnicerías previsibles presenciaba, no fuera algo tan casual, tratándose de España…

    Cuando  el último eco de la legión de la muerte más infernal en toda la historia de los cielos de Euskalherría, se perdió tras los riscos de Amboto, entró un seminarista. Se dirigió a D. Eusebio y enseguida al párroco.

    —Hijos míos —gritó el párroco en euskera, con un deje cargado de horror y agotamiento—, no tengo palabras. Y es que a todos nos faltan las palabras. Solamente deciros que parece que se han ido y que espero que nunca mas vuelvan a penetrar en nuestro amado cielo de Gernika. Pero sin duda detrás de estos, en días, quizás en horas, vendrán los franquistas a destruir la escasa dignidad que nos han dejado en pie. Por eso es urgente que las mujeres jóvenes, sobre todo las que tengan niños a su cuidado, salgan bien por su propio pie, bien por cualquier otro medio de Gernika. Aquí nos quedaremos todos aquellos que podamos echar una mano en… Bueno…ya entendéis hijos…

    No pudo articular más palabras. La señora, a pesar de llevar tantos años sin utilizar su lengua madre, prácticamente le entendió todo. A ella se aproximó D. Eusebio.

    —Es impresionante su entrega, señora… Por cierto, todavía no se como debiera llamarle…

    —Eso no tiene la menor importancia, llámeme mujer, hermana, amiga… hoy nos debiera bastar con olvidarnos del tu o del yo y preocuparnos tan sólo de recuperar nuestra cualidad de seres humanos, porque parece que la hemos aniquilado…

    —Señora, lo que usted dice es estremecedor, pero lo siento como ve usted, ni siquiera para estas consideraciones tan profundas nos queda algún espacio… Tengo que pedirle un gran favor. No se cuales serán sus planes… pero me voy a atrever a pedírselo… Mire a esos niños que usted ha atendido como si  fuera su propia madre. Su padre es doctor y en estas condiciones cualquier sanitario es poco. Por lo que me han dicho, lo que se ve por ahí fuera es peor que el peor campo de batalla, es como si se tratara del altar mundial de los sacrificios… ¿Sería usted capaz de poner a buen recaudo a estos niños, de hacerse cargo de ellos? Y no se preocupe por el idioma. Su padre se esmeró para que usarán correctamente el castellano…

    El cometido de la señora en Gernika, era muy otro. Se trataba de dar con alguien, cuya existencia había ignorado durante algunas decenas de años. Sin embargo, en aquel momento, volvió de nuevo a mirar los ojos absolutamente abandonados e interrogantes de aquellos niños, ¡ay aquellas miradas tan henchidas de miedo e incertidumbre!

    —Dígame usted —se expresó con absoluta resolución—, mis cometidos pueden esperar ante el dolor y el desamparo de unos niños. No esperemos más. ¿Qué he de hacer D. Eusebio?

    Lo del idioma —pensó— no era ningún problema, evidentemente. Como iba a serlo si era la lengua de su madre. Ya se esforzaría en superar aquel trauma de su juventud. Porque trauma le supuso el que la Madre Eudes le prohibiera hablar aquella lengua, por ser propia de incultos campesinos e ignorantes porqueros…

    —Le entregaré este sobre. Dentro tiene usted algún dinero y algunas indicaciones.  Hay que escaparse de aquí. Pronto entrarán los nacionales y lo que estos puedan hacer… Mejor no se lo cuento. Creo que usted ya me entiende…

    —Le entiendo perfectamente D. Eusebio. Insisto, ¿qué he de hacer?

    —Eso… que uno ya no sabe que hacer y se lía… ¡Ramiro, etorri hona! (ven aquí) —llamó al seminarista—. Coge el bolso de la señora y llévatelos pues a los tres… Mire amiga, el las llevará cerca de aquí, no se preocupe, las pondrá a buen recaudo. Se trata de llegar hasta Deva. Allí, le viene en la nota del sobre, le acogerá una señora que prácticamente es como si se tratara de una tía de los niños, mas que  una tía… Allí esperará al doctor. Difícil predecir cuanto tendrá usted que esperar viendo las cosas… Espero que tenga usted paciencia. En todo caso Rufina Zamarbide, Rufi la llaman los niños, se hará cargo de todo…

    Cuando abandonaban la iglesia, la señora conducía a los niños. Les arrastraba con un trotecito ligero, mientras trataba

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