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Los hijos de Robespierre. Francia: de la OAS a la intervención en Libia
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Ebook172 pages1 hour

Los hijos de Robespierre. Francia: de la OAS a la intervención en Libia

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Esta obra se ocupa de trazar, a grandes rasgos, el itinerario de una tradición que hizo de la ocupación y de las cruentes formas de represión, un hábito sostenido por siglos. Así recorre desde los sueños expansivos de Richeliu y Colbert hasta la presencia en el sudeste asiático y la vergonzosa derrota a manos de los vietnamitas; desde el crudo colonialismo en Argelia hasta la instauracion de la "escuela' de tortura y terrorismo que constituyo la OAS.

LanguageEspañol
Release dateNov 8, 2013
ISBN9781940281469
Los hijos de Robespierre. Francia: de la OAS a la intervención en Libia

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    Los hijos de Robespierre. Francia - Gabriel Glasman

    A pesar de la bajada de la presente obra, trataremos de esbozar un recorrido más amplio que el que va de la Organisation de I'Armée Secréte u OAS (Organización del Ejército Secreto) a la intervención en tierra libia con la posterior muerte de Gaddafi. Intentaremos mostrar, en este limitado espacio, cómo desde hace siglos cierto gen colonialista, intervencionista e incluso imperialista ha lanzado a la tierra de la Libertad, Igualdad y Fraternidad a traicionar y contradecir estos postulados allende los mares.

    Este modo de actuar, sin embargo, parece menos evidente o paradigmático que, por ejemplo, el de Estados Unidos, y gracias a los niveles de desinformación globales (producto del oculta- miento y la tergiversación) tendemos a presuponer impoluta a la tierra del Iluminismo y las libertades individuales. En México, por ejemplo y sólo para citar un caso, es asombroso cómo la cercanía y la conflictiva relación con sus vecinos gringos genera una mirada casi única hacia el norte y un vacío de conocimiento o de interés sobre lo que acontece del otro lado del Atlántico.

    Nos parece ocioso aclarar que éste no es un libro antigalo. Es, vale repetirlo, un intento por marcar una constante que no por poco sonora para las grandes masas consumidoras de información de todo el mundo es inexistente, o poco palpable en sus métodos y resultados, que, justo es decirlo, son también patrimonio de otras naciones de Occidente. Pero es más común que se hable, y se escriba, sobre los piratas ingleses o los invasores yanquis, cuando hay toda una historia que compromete a otras naciones europeas, y la que por cierto, con irregular vigencia en el tiempo, incluyó a España, Portugal, Holanda o Alemania.

    Francia pareció haber hecho suyo aquel ideal expuesto en Boston, el 27 de abril de 1898, cuando el senador estadounidense Beveridge dijo, en medio de un discurso:

    Las fábricas norteamericanas producen más de lo que el pueblo americano puede utilizar; el suelo norteamericano produce más de lo que se puede consumir: el destino nos ha trazado nuestra política; el comercio mundial debe ser y será nuestro. Y nosotros lo adquiriremos como nuestra madre (Inglaterra) nos ha enseñado. Estableceremos sucursales comerciales por la superficie del mundo como centros de distribución de los productos americanos. Cubriremos los océanos con nuestros barcos comerciales. Edificaremos una marina a la medida de nuestra grandeza. De nuestras sucursales comerciales saldrán grandes colonias que desplegarán nuestra bandera y traficarán con nosotros. Nuestras instituciones extenderán nuestra bandera sobre las alas del comercio. Y la ley americana, el orden americano, la civilización americana y la bandera americana serán enarboladas sobre las costas, y estos auxiliares de Dios las harán en lo sucesivo magníficas y deslumbrantes.

    Francia tiene también su Destino manifiesto. Y en el caso de su política colonialista, los niveles de violencia con que ha ejercido su dominio no sólo son paradigmáticos, sino que, literalmente, han creado escuela, como veremos en un capítulo dedicado a la labor de los instructores militares franceses en América Latina en general y en Argentina en particular.

    En un prólogo al libro Los condenados de la tierra (Les damnés de la terre) de Frantz Fanon, Jean Paul Sartre, que no puede ser acusado de antifrancés, dijo:

    La violencia colonial no se propone sólo como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres sometidos; trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por la nuestra, para destruir su cultura sin darle la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. Desnutridos, enfermos, si resisten todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se dirigen contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan en su tierra y con el látigo lo obligan a cultivar para ellos. Si se resiste, los soldados disparan, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar su personalidad.

    Una última acotación. Este libro debe considerarse como funcionando en tándem con otro de esta misma colección y editorial, El cetro y el bolsillo, de Hugo Montero, que abunda en datos concretos de gobernantes corruptos de Asia y África, de su respaldo y asociación con (y en varios casos posterior defenestración a cargo de) sucesivos gobiernos franceses.

    El petróleo u otras riquezas naturales son señalados por Montero como la maldición que países pobres en superficie pero ricos en subsuelo deben acarrear de por vida, y que les importa la exacción por parte de empresas y gobiernos occidentales en general, y galas en numerosos casos. Al ser su análisis tan preciso, nos abstuvimos aquí hasta de mencionar esos casos, prefiriendo marcar rasgos generales donde ese libro bien podría enmarcar los casos que tan bien detalla.

    El caso libio, reiteramos, aún está por definirse a la hora de entregar nuestro original al editor. La presente obra, esperamos, servirá para aportar nuevos elementos de análisis a un caso vivo, y para, en relación con él, entender mejor lo pasado y tener mejores medios de juicio, de análisis o de prevención en lo futuro. Así sea.

    Capítulo 1 El desarrollo colonial de Francia

    Si las mercancías no pueden cruzar las fronteras, lo harán los soldados.

    Frederic Bastiat, economista francés

    Los orígenes del imperio colonial francés se remontan al siglo XVI, siglo de notable desarrollo de las exploraciones y conquistas de nuevas tierras en territorios escasa o completamente desconocidos para las principales metrópolis imperiales del Viejo Mundo.

    Si las conquistas europeas durante la Edad Media (cruzadas mediterráneas y contra los eslavos) supusieron una confrontación relativamente pareja en términos militares, en la Edad Moderna dicha confrontación se caracterizará por una completa desigualdad a favor de los europeos, quienes contaban con un considerable desarrollo tecnológico en comparación al alcanzado en las sociedades a colonizar. El completo dominio de las artes de la navegación dará, finalmente, la voz de inicio para la ocupación de espacios distantes a miles de kilómetros, con gran apetencia de riquezas, y con imprevisibles pero entusiastas previsiones de beneficios no sólo en materia económica.

    Los ibéricos van a constituir la vanguardia de esta oleada colonialista, en consecuencia con cierto predomino alcanzado también en la propia Europa, y su presencia será dominante en el continente americano. Portugueses y nórdicos también se apresurarán a poner proa hacia las riquezas ultramarinas, seguidos con algún retraso por ingleses y franceses.

    Por entonces, las expediciones exploratorias, conquistadoras y coloniales no sólo albergaban grandes expectativas, sino también una vasta serie de condicionamientos insalvables. Los viajes desde España hacia América suponían no menos de cinco meses en alta mar, soportando inclemencias que en numerosas ocasiones daban por tierra con las pretensiones de los que se aventuraban a ellos.

    El historiador Alberto Tenenti señala que en aquel periodo inicial, cerca del 15% de las naves portuguesas terminaron en el fondo marino, naufragadas a causa de una consistencia inapropiada para soportar grandes tormentas marinas.

    A las pérdidas materiales, además, les correspondían pérdidas humanas, que se multiplicaban según la complejidad y extensión de las travesías. Así, en un viaje de dos años de duración, entre 15 y 25% de la tripulación no alcanzaba a sobrevivir, y dicho índice aumentaba hasta de 20 a 35% en un viaje de tres años; la proporción se duplicaba cuando el recorrido implicaba atravesar todo el Océano Pacífico.

    Estas alternativas y peripecias conspiraban con el involucra- miento de los europeos en las empresas marítimas, calculándose que de una población continental de cien millones de habitantes, apenas el 0.2% de ésta se atrevió a dichas aventuras.

    Los galos se lanzan a la conquista

    Con la plena iniciativa en manos españolas, Francia ingresará a las campañas marítimas de manera tardía, aunque finalmente emprenderá numerosos viajes hacia América del Norte y del Sur, en buena parte en busca de rutas convenientes hacia el Pacífico.

    Entre sus precursores se contará Giovanni da Verrazano, italiano de origen, quien en 1524 recorrió toda la franja entre la Florida y la isla de Terranova. En su itinerario, Verrazano bautizó Francesca y Nueva Francia a los territorios entre Nueva España, Terranova y Labrador, y recomendó al rey Francisco I la explotación comercial de las riquezas descubiertas. De hecho, en breve la zona sería escenario de la competencia entre ingleses y franceses por la captura de los cardúmenes de bacalao que abundaban en Terranova.

    Las expediciones continuarían diez años más tarde. En esa oportunidad, la monarquía envió a Jacques Cartier a proseguir la exploración de la costa de Terranova y el río San Lorenzo. La nueva empresa se vería coronada en agosto de 1541, cuando finalmente se estableció una colonia fortificada, bautizada Charlesbourg-Royal, en el emplazamiento que en la actualidad ocupa la ciudad de Quebec. Las intemperancias del clima, la carencia de una adecuada infraestructura sanitaria y la beligerancia de los nativos conspirarían no obstante contra su desarrollo, y finalmente la colonia sería abandonada.

    La presencia francesa en la región se renovará en los inicios del siglo siguiente, cuando el 27 de julio de 1605 se fundó Port Royal, también en el actual territorio de Canadá. Mentor de esta experiencia fue Samuel de Champlain, quien años atrás había hecho su primer viaje a la región involucrado en el promisorio comercio de pieles. Poco después, en 1608, el mismo Champlain fundará la ciudad de Quebec, centro neurálgico de la colonia mercantil de la Nueva Francia.

    Por su parte, las pretensiones galas en América del Sur quedaron rápidamente limitadas por la celosa guardia montada por españoles y portugueses, quienes defendieron sus privilegios de iniciados a capa y espada. Los intentos franceses de fundar colonias en Brasil, a donde habían llegado ya en 1510, sucumbieron penosamente en 1555, cuando proclamaron en Río de Janeiro la denominada France Antarctique, proyecto que no prosperaría.

    Empero, hacia fines del siglo XVI, los franceses darían un nuevo impulso a sus pretensiones en la región, estableciendo en Brasil una compañía originaria de Ruán, que sostuvo una sólida competencia contra los portugueses. Además, mantuvo relaciones comerciales con Guinea y Angola, plazas africanas que los galos no tardaron en priorizar.

    Pocos años después, en 1601, una expedición francesa alcanzará Bantam, en Java, y tres años más tarde se establecerá una primera Compañía Francesa de las Indias Orientales, aunque de vida efímera.

    El pujante Richelieu

    La llegada al poder del cardenal Richelieu dinamizará como nunca antes las pretensiones galas ultramarinas. Primer ministro de Luis XIII desde 1624, Richelieu desplegó una estrategia tendiente a consolidar la monarquía francesa hacia el interior, a la vez que emprendió una encendida confrontación contra la dinastía austrohispánica de los Habsburgo, entonces reinante en España y Alemania. Dentro de esta estrategia, apoyó decisivamente la expansión ultramarina francesa en América, Asia y África.

    Richelieu apoyó a Champlain en Canadá, fundando en 1628 la Compagnie des Cent Associés, y más tarde, en 1641, levantando la ciudad de Montreal, junto al río San Lorenzo. El cardenal-ministro incentivaría, además, la expansión colonial en el Caribe, promoviendo asentamientos en las Antillas, en 1626, y

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