Buscando a Tara
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About this ebook
«La muerte no puede vencer al amor...». Esta es la frase que pronunció la autora cuando despidió a Tara, una Shih Tzu con la que compartió dieciocho años. Pidió al universo que realizase un milagro; el de permanecer juntas más allá de la vida. Para conseguirlo, viajó por todo el país buscando la esencia de Tara. Exploró bosques sagrados, escaló altas montañas y se adentró en santuarios desconocidos. Si conseguía vencer los miedos que la separaban de su alma, conseguiría entrar en el mundo de Tara y ambas estarían juntas para siempre.
Victoria Calvo
Victoria Calvo nació en 1969 en Cádiz y estudió Graduado Social. Es monitora de deportes, judoka y buceadora titulada por la Federación Española de Actividades Subacuáticas. A lo largo de su vida, ha investigado los arquetipos de la psicología humana y la esencia de las grandes religiones. En el 2007 escribió su primera novela fantástica, Sinkamín Los Invocadores. Fue publicada por Publicaciones del Sur y subvencionada por la Junta de Andalucía. En el año 2009 ganó el primer premio del XII Certamen Literario sobre la Igualdad de Oportunidades en San Fernando con el relato, En casa del herrero... cuchara de acero. Como escritora polifacética, se adentró en otros géneros y en el año 2013 publicó una biografía junto con Cristina Escobar, El compañero de baile, en Amazón Spanish Edition. En honor al bicentenario de la Constitución Española de 2012 escribió Lazos de Inependencia, publicada por la editorial Guadalturia. En 2016 regresó a la novela fantástica, creando la Psicofantasía; un género revolucionario en el que describe los diferentes arquetipos de la mente humana. Su novela, Demonions, editada por la editorial Multiverso, es el máximo exponente de este trabajo innovador. En 2018 publicó Buscando a Tara, con Consciousness Academy; la historia verídica de una búsqueda interior a través de un ser del mundo natural. Ha escrito reseñas en diferentes best-sellers internacionales como Love Unboxed 1 y Love Unboxed 2. En la actualidad, es articulista en la revista digital Blanco Sobre Negro, es tertuliana en programas de radio y colabora con el proyecto internacional Woman 5.0.
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Book preview
Buscando a Tara - Victoria Calvo
Edicion: Consciousness Academy
Corrección: Aida Blanco Sánchez
Diseño y maquetación: Elena García Jiménez
Fotografía: Victoria Calvo
Fotografía de portada: Victoria Calvo, Secuoyas del Monte Cabezón (Cantabria)
Primera edición: diciembre 2018
© 2018 Victoria Calvo
ISBN: 9780463336557
Depósito legal: CA-334-18
A mi familia y amigos, por aceptar y amar a Tara como un miembro más. A José, el padre adoptivo de Tara y fiel compañero en mi búsqueda; sin su apoyo esta novela no hubiera sido posible. A mi mentora, Gema Ramírez, que devolvió la paz a mi corazón con paciencia y esfuerzo. Y en especial, quiero dar gracias infinitas a Tara; mi amiga, mi compañera, mi hermana…
«¿Dónde estás? ¿Adónde has ido? Te siento, pero mis dedos solo tocan el aire. ¡La muerte no puede vencer al amor!».
Victoria Calvo
San Fernando, 16 de junio de 2017
El regalo
Un temblor abrasador sacudió el suelo. Ella estiró el lomo sobre pezuñas de argamasa. Su respiración entrecortada, brisa espesa, calentaba el salón con escalofríos de cera. Dio dos suspiros, tres. Movió la mandíbula, acartonada sobre cojines de fuego. Lo que tocaba, ardía. Su tacto me envolvía como una telaraña de cristal que me atrapaba en un nido caliente del que no quería escapar. El calor que desprendía era más intenso que una noche de verano. Una proeza candente que la mantenía atada a la tierra.
—Tara… —susurré.
Olí el aliento de su boca, su lengua marrón se ocultaba entre dientes de espuma. Era un hálito espeso, una saliva de miel amarga que quemaba mis pulmones y me hacía sudar lágrimas que luego me tragaba; gotas de hielo que bebía para que ella no percibiera los sollozos huecos que sacudían mi pecho. Arrastraba noches en vela, días de recaídas y males que se ocultaban tras una voz, tras un ladrido que me decía que iba a abandonarse en mis brazos definitivamente.
—Solo quiero estar contigo —confirmé lo imposible.
La besé un millón de veces. Dejé de contar los momentos en los que desgasté mis labios. No quería separar mi cara de su largo pelo. Sus vetas blancas y negras conservaban la blancura nívea de las canas, de la ancianidad reposada de años de bienestar. Me resistía a que nuestras miradas dejasen de sentir, a que nuestros cuerpos dejasen de tocarse durante el día, el mediodía y el amanecer; un cariño más allá de lo imaginable.
—Lo más bonito, lo más precioso, lo más maravilloso…
Mis palabras la reconfortaban.
En el exterior, anochecer. En el interior, paz. La calma que desprendía impregnó las paredes y nos regaló su abrazo. Confesé sueños, inquietudes. Pedí un milagro.
—El universo nos concederá el regalo y estaremos siempre juntas. Podemos lograrlo, podemos conseguirlo.
«Porque quiero estar contigo mucho tiempo, porque quiero pensar que podemos cambiar el destino, porque quiero pensar que el amor va más allá, porque quiero pensar que el amor atraviesa murallas invisibles».
Sus patas se abrieron. Era el visto bueno, una afirmación, una señal; la confirmación de un regalo para toda la vida.
—Mi alma te pertenece, te ha pertenecido desde que te conocí. —Quería convencerme, quería pensar que iba a conseguir lo extraordinario.
Al escucharme, intentó levantarse como pudo. Desde la adolescencia, fue capaz de superar las limitaciones de la enfermedad. Arrastraba los síntomas de pertenecer a una raza de altitudes y montes nevados. Una especie que jugaba entre nubes de terciopelo y laderas glaciales. El sol gaditano siempre fue un castigo para ella, y el cambio climático; una sentencia.
Su esfuerzo me dolió más que tocar sus marcados huesos. El desgaste pudo más que la voluntad. Volvió a desvanecerse, a hundirse en dolores de los que nunca se quejaba.
En el exterior, la noche. En el interior, las estrellas soñaban con la madrugada. Acallaban los sonidos veraniegos con la tregua de la calma. Sabían que algo iba a suceder, sabían que una estrella más iba a brillar junto a ellas en el firmamento; un pequeño astro ardiente que iba a dejar su cuerpo animal para compartir su luz con los suyos.
Llegó a casa mi otra mitad. José se acercó al nido de cojines y colchas que había en la pared izquierda del salón. Su barba era de escarcha. Sus ojos se congelaron al verla tan exhausta. José, un hombre de mediana edad alto y fuerte, un hombre que parecía de acero, desgastaba esperanzas, se desvivía ante la posibilidad de una recuperación repentina. Vi las ojeras, las canas incipientes que se clavaban en su frente como alfileres, la mandíbula apretada después de viajes y barcos remotos que revisar. Ambos derrochábamos empeño, esfuerzo, energías. Estábamos agotados, resignados a revivir lo que ya se marchitaba. Tara luchaba, se agitaba inquieta, ni siquiera ladraba. Nos observaba con su único ojito, el que le quedó después de una complicada operación de cataratas. Apenas nos veía. Sabíamos que nos sentía.
Mi marido la levantó con extrema delicadeza. La envolvió en una manta y la acostó encima del sofá rojo en el que tantas veces habíamos compartido siestas. Nuestro sofá. Fui a la cocina y le di un poco de agua con una jeringuilla diminuta. Los líquidos huían de su cuerpo.
La hora de las despedidas. Cogí el teléfono.
—Queda poco tiempo —comuniqué a la familia, a los allegados, a los amigos que siempre están ahí cuando hay una pérdida.
Enseguida llegaron las condolencias, los mensajes de apoyo. Lágrimas que venían para quedarse.
La serenidad llenó la casa. No quería dejarnos desamparados, nos ayudaba a seguir soportando un esfuerzo más, el que teníamos que hacer y que tan necesario era. Tara percibía ese silencio que bailaba, que silbaba traspasando las ventanas, que se arrastraba bajo las puertas de un piso ni grande ni pequeño. No perdía detalle, quería estar despierta hasta el último momento.
Los minutos arrastraban los segundos como si fueran horas y las horas iban consumiendo un cuerpo de Shih Tzu fortalecido por cuidados, horas de paseos interminables y medicinas de nombres impronunciables. Aún tenía ese halo de pureza de la infancia, aún seguía siendo hermosa. Ese día llevaba un lazo rosa con perlitas diamantinas. Su rostro brillaba, eclipsaba el daño medular, un mal fulminante que se propagaba como una epidemia por todo su organismo.
La incertidumbre hizo acto de presencia trajeada de blanco. Arrastró a la noche vestida con el luto de la convalecencia. La espera continuó martilleando nuestros corazones con su ritmo velado.
En el exterior, noche cerrada. En el interior, noche cerrada.
A las nueve, descansaba. A las diez, descansaba. Casi las once; la rigidez se volvió de plomo. Su lengua se desplegaba sobre la mandíbula.
—Está pasando. —Miré a mi marido.
Limpiamos los líquidos que se marchaban. Respetamos la belleza que tuvo desde cachorro, la dignidad que merecía hasta el último minuto. La ternura nos abrió el camino. Debíamos realizar una tarea titánica, la de ayudar a un ser querido a emprender un largo viaje.
—Ya viene. —A José se le encogió el estómago.
Sabíamos quién venía a visitarnos.
Ambos pusimos las manos sobre su costado derecho, miré su ojito velado. Me armé de valor.
—Tranquila, ve despacio. —Acaricié su cabeza.
El corazón seguía latiendo y el mío, latiendo junto al suyo.
—Poco a poco, poco a poco… —La iba guiando hacia lo invisible. Mi marido aguantaba la fuerza de atracción, el revuelo de un alma que debe partir.
Un hormigueo pinchó mis manos. Los latidos seguían su ritmo acompasado. El corazón aún palpitaba por el efecto de la fuerte medicación. Respiramos el silencio pétreo, la humareda fresca. El humor vítreo de su ojito se fue secando. El calor de su mirada traspasó nuestros dedos, nuestros brazos; un corazón dentro de tres cuerpos. El suyo dejó de latir.
El espíritu se iba. La última exhalación.
Reposó su cabeza entre nuestras manos. El tránsito de un mundo a otro olía a frescura caliente, a túnel abierto, a flores huecas. Tu último aliento nos llenó de sosiego, de quietud sin inquietud, de paz duradera. Nos diste el regalo de estar cerca mientras te alejabas, mientras te desprendías del mundo humano al que amaste.
Lo que nos desprende actúa sin intención. Lo que desprende el alma es generoso, ayuda a los que han de volver. Lo que nos desprende es inocente, quiere a todos por igual. Lo que nos desprende es hermoso, deja que la belleza de un último latido ilumine el cielo.
Sabía que iba a llegar, sabía que iba a suceder algún día. Me resistí.
«Ya no podremos pasear juntas cerca de las olas, ni subir montes que se pierden en las nubes. Ya no podremos ver los atardeceres dorados sentadas en la arena, ni abandonarnos a la compañía del silencio. Tara, mi dulce Tara… Los pájaros callan, el viento ha dejado de soplar para ti. Los árboles del parque en el que jugabas se han estremecido. Aquello que desprende la vida me ha dejado a solas con mis miedos, con mis temores rotos; esos que nadie conoce y que te he confesado. Solo tú me alejabas de ese tormento. Me recordabas que debía seguir el sendero del corazón. ¿Qué voy a hacer sin tus caricias, sin tu pelo suave enrollándose en mis dedos?».
Aquello que desprende la vida, aquello a lo que llaman muerte, hizo los honores de dejarte elegir. Elegiste el momento oportuno, el lugar adecuado. Te has ido sobre tu manta, tendida en el sofá rojo donde dormíamos juntas. Te has ido arropada por las personas a las que amabas. Te has ido junto a nosotros y nosotros, cuando dejaste de sufrir, también nos fuimos. Me llevaste a tu mundo y grité:
—¡Te querré siempre!
La seda
Algo había cambiado…
Se acercaba, rodeaba lo visible, venía a buscarme. La transparencia dejó un rastro denso, pesado y a la vez ligero. Atravesaba los objetos cubriéndolos con su manto invisible. Su aliento construía una fortaleza de seda para albergar lo sagrado. La quietud acuosa inundaba las rendijas, los rincones escondidos. Bebí de ese líquido hasta saciarme.
Levantamos su cuerpo del sofá, la depositamos sobre amplios cojines y la tapamos con su colcha de oro. Tara desprendía el aroma del recuerdo. Olí el vaho de las conchas marinas impregnado en su pelo, la frescura del poniente suave sobre su nariz. Respiraba la pureza de una playa salvaje mientras compartíamos caminatas hasta el antiguo templo de Hércules; un titán blanco que sostenía el horizonte con sus brazos de espuma. Se reía de la arena, de las algas varadas entre las rocas, de las carreras de los peces en la orilla, del graznido de las gaviotas que gritaban como cerdos. Su espíritu sonreía y esa risa era contagiosa. La abrazaba y le decía:
—Es el mar. ¿Lo sientes? ¿Lo escuchas? Nuestro mar…
Ella olisqueaba los aromas de la bajamar, los maderos llenos de líquenes encostrados, los trozos de quillas y cangrejas de algún naufragio engullido por las batallas del diecinueve. Los dioses del océano llamaban nuestra atención entonando canciones de salitre y sal. Entonces su hocico apuntaba al horizonte, hacia una casa entre los cumulonimbos y el arcoiris; hacia su hogar. Me revelaba señales que yo no quería descifrar.
«Aún no —pensaba—, aún no». Eras un ejemplar robusto, fuerte, vital; una criatura que abrasaba sin herir. Un espíritu que habitaba en un cuerpo de fuego.
—Lo lograremos. —Besaba su frente—, lo superaremos, siempre lo hemos hecho. Sanaré tus dolores, me ocuparé de ti.
Ella me miraba con su ojito. Las palabras sobraban, me leía el corazón. Después del frenético baile de aromas, se acurrucaba en su bolsita roja de viaje. Paseábamos cerca de las dunas, rodeando las baterías defensivas de siglos pasados. Asomaba la cabeza para