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El conocimiento del amor: Ensayo sobre filosofía y literatura
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El conocimiento del amor: Ensayo sobre filosofía y literatura

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Martha C. Nussbaum toma como punto de partida la filosofía de Aristóteles para establecer la pertinencia de la lectura y estudio de las obras literarias al abordar los problemas éticos. Si los textos filosóficos han planteado estas cuestiones en términos de principios y reglas universales, abstractas, Aristóteles, a diferencia de Platón, concibió estos principios y reglas como "bosquejos" que debían llenarse con un contenido que se encuentra en las experiencias particulares. Experiencias y emociones que relatan las novelas y que la autora estudia en las obras de Henry James y Proust (cuya relación con Albertine da título al libro), Dickens y Beckett, en la relación entre dos de los miembros más famosos del Grupo de Bloomsbury, Dora Carrington y Lytton Strachey. El libro termina con el que quizá sea el más brillante ensayo entre los escritos por la autora: un análisis de la Odisea y, en concreto, de las razones que movieron a Ulises a rechazar la propuesta de la diosa Calipso: un amor eterno, que implicaba la inmortalidad y la felicidad. Ulises, como es sabido, prefiere volver con Penélope y la vida propia de los hombres, prefiere un proyecto de vida humana.
No necesitamos solo ejemplos filosóficos (que solo contienen unas pocas características que el filósofo ha decidido que son las de mayor relevancia para su argumento); también necesitamos novelas sobre la forma de vida global de la gente que realmente cree y vive la vida de la conmensurabilidad; sobre cómo llegaron ahí y cómo lidian consigo mismos y con los demás. Necesitamos aceptar esas obras, y otras obras sobre gente que vive y valora de manera diferente, para abordarnos no solo en y a través del intelecto, sino evocando respuestas no intelectuales que tienen su propia forma de selectividad y de veracidad. Cualquier teoría social que recomiende o emplee una medida cuantitativa del valor sin haber ejercitado antes la imaginación por este camino me parece completamente irresponsable.
LanguageEspañol
Release dateJun 21, 2018
ISBN9788491141594
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    El conocimiento del amor - Martha C. Nussbaum

    cuatro

    1

    Introducción: Forma y contenido, filosofía y literatura

    Ma dì s’i’ veggio qui colui che fore

    trasse le nove rime, cominciando Donne ch’avete intelletto d’amore.

    E io a lui: "I’mi son un che, quando

    Amor mi spira, noto, e a quel modo

    ch’e’ ditta dentro vo significando".

    [Mas dime si el hombre que aquí veo

    es aquel que publicó el nuevo poema, que empieza

    Mujeres que tenéis el conocimiento del amor.

    Y yo le dije: "Yo soy uno que, cuando Amor

    me inspira, toma nota. Y del mismo modo

    que dentro me dicta, así me voy expresando".]

    Dante, Purgatorio, Canto XXIV

    ¿Cómo se debería escribir, qué palabras se deberían elegir, qué formas, estructuras y organización, si lo que se busca es comprensión? (Es decir: ¿si se es, en este sentido, un filósofo?) A veces, esto se considera una cuestión trivial y sin interés. Yo sostendré que no lo es. El estilo hace por sí mismo sus afirmaciones, expresa su propia noción de lo que importa. La forma literaria no se puede separar del contenido filosófico sino que es, por sí misma, parte de ese contenido; una parte esencial, pues, de la búsqueda y de la exposición de la verdad.

    Pero esto sugiere, además, que es posible que haya algunas concepciones del mundo y de cómo se debe vivir en él (concepciones que hacen énfasis, especialmente, en la sorprendente variedad del mundo, su complejidad y misterio, su incompleta e imperfecta belleza) que no pueden exponerse de manera completa y adecuada en el lenguaje de la prosa filosófica convencional, un estilo extraordinariamente plano y falto de asombro, sino solo en un lenguaje y en unas formas por sí mismas más complejas, más connotativas, que presten más atención a los detalles. Y quizá tampoco en la estructura expositiva habitual en filosofía, que se propone expresar algo y entonces lo hace sin sorpresas, sin incidentes, sino solo en una forma que por sí misma dé a entender que la vida contiene sorpresas significativas, que nuestra tarea, como agentes, es vivir como los buenos personajes de un buen relato, preocupándonos por lo que pasa, haciendo frente a cada novedad con habilidad. Si estas concepciones constituyen serios candidatos a la verdad, concepciones que la búsqueda de la verdad debe tener en cuenta en su andadura, entonces parece que este lenguaje y estas formas deben entrar a formar parte de la filosofía.

    ¿Y qué ocurre si lo que se intenta comprender es el amor, ese extraño e inabordable fenómeno o forma de vida, fuente a un tiempo de esclarecimiento y confusión, de sufrimiento y belleza? ¿El amor, en sus múltiples versiones, y en sus enmarañadas relaciones con la vida humana buena, con la aspiración, con el interés social general? ¿Qué partes de uno mismo, qué método, qué escritura, se debería escoger entonces? ¿Qué es, en resumen, el conocimiento del amor, y qué escritura dicta al corazón?

    A) PLANTAS EXPRESIVAS, ÁNGELES PERCEPTIVOS

    Escogió incluir las cosas

    que unas en otras se incluyen, la total,

    la complicada, la amontonada armonía.

    Wallace Stevens

    Notes Toward a Supreme Fiction

    En su prefacio a La copa dorada, Henry James describe la selección, por parte del autor, de los términos y frases adecuadas mediante dos metáforas. Una es la metáfora del crecimiento de la planta. Al centrarse en su tema o idea, el autor hace que «florezca ante mí en los únicos términos que lo expresan de manera honorable»¹. Y en otros prefacios James compara con frecuencia el sentido de la vida del autor con la tierra, y el texto literario con una planta que crece de dicha tierra y expresa, en su forma, la naturaleza y composición de la tierra.

    La segunda metáfora de James es más misteriosa. El texto totalmente imaginado se compara a continuación (según parece en relación con algún otro lenguaje más simple, más inerte, menos adecuado que pudiera haber existido, antes de su invención, para abordar el asunto en cuestión) con ciertas criaturas del aire, quizá pájaros, quizás ángeles. Las palabras imaginadas del novelista se denominan «la enorme hilera de términos, perceptivos y expresivos que, tras la forma que he indicado, en la frase, el párrafo y la página, miraron simplemente por encima de los términos establecidos, o, más bien quizá, como atentas criaturas aladas, se posaron en aquellas cumbres rebajadas aspirando a un aire más puro»².

    Estas dos metáforas apuntan a dos afirmaciones sobre el arte del escritor que parece que vale la pena investigar. Investigarlas y defenderlas es el propósito principal de estos ensayos. La primera es la afirmación de que existe, con respecto a cualquier texto cuidadosamente escrito y totalmente imaginado, una conexión orgánica entre su forma y su contenido. Determinados pensamientos e ideas, un determinado sentido de la vida, alcanzan su expresión en una escritura que tiene una determinada configuración y forma, que emplea determinadas estructuras, determinados términos. Tal como la planta brota de la tierra sembrada, tomando su forma de la naturaleza conjunta de la semilla y la tierra, así la novela y sus términos florecen de, y expresan, los pensamientos del autor o la autora, su noción de lo que importa. Pensamiento y forma están ligados entre sí; encontrar y conformar las palabras es cuestión de dar con el ajuste apropiado y, por así decirlo, honorable entre pensamiento y expresión. Si el escrito está bien construido, una paráfrasis muy diferente en forma y estilo no expresará, generalmente, la misma idea.

    La segunda afirmación es que determinadas verdades sobre la vida humana solo pueden exponerse apropiada y precisamente en el lenguaje y las formas características del artista narrativo. Respecto a determinados elementos de la vida humana, los términos del arte del novelista son atentas criaturas aladas, perceptivas cuando los romos términos del habla ordinaria, o del discurso teórico abstracto, son ciegos; agudas cuando estos son obtusos; aladas cuando estos son toscos y torpes.

    Pero para entender completamente esta metáfora es necesario relacionarla con la primera. Pues si bien los términos del novelista son ángeles, también son terrenales y del mismo barro de la vida y los sentimientos humanos finitos. Según la concepción canónica medieval, los ángeles y las almas separadas, al no sumergirse en formas de vida terrenales, y al carecer de cuerpo, que es una condición necesaria para esa vida, solo son capaces de aprehender esencias abstractas y formas generales. Al carecer de imaginaciones sensoriales concretas, no pueden percibir los particulares. En la tierra, como afirma Tomás de Aquino, solo tienen una cognición imperfecta, «confusa y general»³. Aquí, James alude a esta concepción y la invierte. Sus seres angélicos (sus palabras y frases) son seres no sin imaginación sino de la imaginación, «perceptivos y expresivos», salidos de la experiencia de vida concreta y profundamente sentida en este mundo y entregados a la delicada interpretación de la singularidad y complejidad de esta vida. Su propuesta es que solo un lenguaje así de denso, así de concreto, así de sutil, solo el lenguaje (y las estructuras) del artista narrativo, puede contar adecuadamente al lector lo que James cree que es verdadero.

    Los ensayos que se encuentran en este volumen examinan cómo determinadas obras literarias han contribuido al análisis de algunas cuestiones importantes sobre los seres humanos y la vida humana. Su primera afirmación es que en dicha contribución la forma y el estilo no son características secundarias. Una concepción de la vida es contada. El contar mismo, la selección del género, las estructuras formales, las frases, el vocabulario, de la manera en que encara el sentido de la vida del lector: todo ello expresa un sentido de la vida y del valor, una noción de lo que importa y de lo que no, de lo que son el aprendizaje y la comunicación, de las relaciones y conexiones de la vida. La vida nunca es meramente presentada por un texto; siempre es representada como algo. Este «como» puede, y debe, ser visto no solo en el contenido parafraseable sino también en el estilo, el cual expresa por sí mismo elecciones y selecciones, y provoca en el lector determinadas actividades y transacciones en lugar de otras⁴. De este modo, la responsabilidad del artista literario, tal como James lo concibe y como lo concebirá este libro, consiste en descubrir las formas y los términos que expresan adecuada y honorablemente, que formulan apropiadamente las ideas que el autor o la autora pretenden proponer, y tratar de hacer que el lector, llevado por el texto a una actividad artística compleja «en su propio medio, mediante su propio arte», sea activo de un modo que corresponda a la comprensión de aquello que tiene que ser comprendido, con aquellos elementos que se ajusten al cometido de comprender. Y debemos tener presente que todos los que escriben sobre la vida son, en la opinión de James, artistas literarios, excepto aquellos que son lo bastante descuidados como para no preocuparse de sus elecciones formales y de lo que estas expresan: «el vidente y el orador del linaje del dios es el poeta, sea cual sea su forma, y deja de serlo cuando su forma, da igual si nominal, superficial o vulgarmente, es indigna del dios: en este caso, reconoceremos de inmediato, no es digno de hablar de nada»⁵. El escritor o la escritora de un tratado filosófico, si el tratado se narra con esmero, expresa en sus elecciones formales, tanto como el novelista, una concepción de qué es la vida y de qué tiene valor.

    Esta primera afirmación no es exclusiva de James. Como enseguida veremos, está profundamente enraizada en la tradición filosófica occidental, en la «vieja disputa» entre poetas y filósofos introducida en la República de Platón y continuada en muchos debates posteriores. Pero, para limitarnos de momento a los protagonistas modernos de nuestra recopilación, podemos señalar que Marcel Proust desarrolla, explícita y detalladamente, una tesis muy similar. Marcel, el héroe de Proust, sostiene que una determinada idea sobre qué es la vida humana encontrará su expresión verbal apropiada en determinadas elecciones formales y estilísticas, en un determinado uso de los términos. Y puesto que concibe el texto literario como la ocasión para una actividad compleja de búsqueda y comprensión por parte del lector, Marcel también sostiene que una determinada concepción de lo que son la comprensión y la auto- comprensión se muestra de manera apropiada en determinadas elecciones formales encaminadas a un tiempo a expresar adecuadamente la verdad y a suscitar, en el lector, una interpretación inteligente de la vida.

    Pero Proust y James, y estas páginas con ellos, afirman algo más. La primera afirmación nos conduce a buscar un estrecho ajuste entre forma y contenido, y la forma se concibe como la expresión de una concepción de la vida. Pero esto ya nos lleva a preguntarnos si no podría ocurrir que ciertas formas fueran más apropiadas que otras para la representación precisa y verdadera de diversos elementos vitales. Todo esto depende, obviamente, de cuáles sean o cuáles puedan ser las respuestas a diversas preguntas sobre la vida humana y sobre cómo llegamos a conocerla. La primera afirmación implica que cada posible concepción irá a asociarse con una forma o formas que la expresan como corresponde. Pero en este momento, tanto James como Proust hacen una segunda afirmación, la afirmación expresada en la segunda metáfora de James. Esta afirmación, a diferencia de la primera, depende de sus peculiares ideas sobre la vida humana. La afirmación consiste en que solo el estilo de un tipo determinado de artista narrativo (y no, por ejemplo, el estilo propio del tratado teórico abstracto) puede expresar adecuadamente ciertas verdades importantes sobre el mundo, incorporándolas en su forma y estimulando en el lector las actividades que son apropiadas para captarlas.

    Se podría, por supuesto, sostener que las verdades en cuestión pueden expresarse adecuadamente en el lenguaje teórico abstracto y, además, sostener que, en el caso de un tipo determinado de lectores, se transmiten con mayor eficacia mediante una narrativa colorida y conmovedora. Los niños pequeños, por ejemplo, suelen aprender ciertos contenidos de matemáticas con mayor facilidad mediante problemas divertidos que mediante cálculos abstractos. Pero esto en absoluto supone que las verdades de las matemáticas tengan en sí mismas alguna conexión profunda o intrínseca con la forma del problema, o que estén expresadas deficientemente en su forma abstracta. Respecto a nuestras preguntas sobre cómo vivir, se ha hecho una afirmación similar en relación con la literatura: se considera que esta desempeña un papel instrumental en la transmisión de verdades que podrían, en principio, expresarse adecuadamente sin literatura y ser captadas así por una mente madura. Esta no es la postura que adoptan Proust y James, ni este libro. De hecho, la literatura puede desempeñar un papel instrumental en la motivación y en la comunicación, y esto ya es importante; pero se le exige mucho más. Mi primera afirmación insiste en que cualquier estilo hace, por su parte, una afirmación: un estilo abstracto teórico hace, como cualquier otro estilo, una afirmación respecto a lo que es importante y lo que no, respecto a qué facultades del lector son importantes para el conocimiento y cuáles no. Por otra parte, puede que haya determinadas concepciones plausibles del carácter de ciertas porciones relevantes de la vida humana que no pueden alojarse en ese estilo sin generar una extraña contradicción implícita. De este modo, la segunda afirmación es pues que para una interesante familia de dichas concepciones, un cierto tipo de narración literaria es el único tipo de texto que las puede expresar total y debidamente, sin contradicción.

    Esto se tornará más claro con dos ejemplos. Supongamos que se cree y se quiere afirmar, como hace el proustiano Marcel, que las verdades más importantes de la psicología humana no pueden comunicarse o captarse únicamente por medio de la actividad intelectual: las emociones fuertes desempeñan un papel cognitivo de irreducible importancia. Si se sostiene esta idea mediante una forma escrita que expresa solo actividad intelectual y que se dirige solo al intelecto del lector (como es habitual en la mayor parte de los tratados filosóficos y psicológicos), surge una cuestión: ¿el escritor o la escritora cree de verdad lo que sus palabras parecen expresar? Si es así, ¿por qué ha elegido esta forma en lugar de otras, una forma que de por sí implica una idea diferente de lo que es importante y de lo que es prescindible? Se podría dar con una respuesta que salvara al autor de la acusación de inconsistencia. (Por ejemplo, el autor puede creer que el argumento psicológico no figura entre las verdades que se captan por medio de la actividad emocional. O la autora puede creer que se encuentra entre esas verdades, pero le resulta indiferente si el lector las capta o no.) Sin embargo, parece plausible, por lo menos prima facie, suponer que o bien el autor ha sido extrañamente descuidado, o que es claramente ambiguo respecto a la idea en cuestión. Por el contrario, el texto de Proust expresa en su forma exactamente lo que se expresa en su contenido filosófico parafraseable; lo que el texto dice acerca del conocimiento compromete al propio texto en la práctica, alternando el material emotivo y reflexivo en la forma precisa que Marcel estima apropiada para decir la verdad⁶.

    Consideremos, de nuevo, la creencia de Henry James de que la atención delicada y la buena deliberación requieren una compleja y matizada percepción, así como una respuesta emocional ante los rasgos concretos del propio contexto, incluyendo personas y relaciones particulares. De nuevo, se podría intentar expresar esta postura de manera abstracta, en un texto que no manifieste interés por lo concreto, los lazos afectivos o las percepciones afinadas. Pero entonces surgiría la misma dificultad: el texto está realizando una serie de afirmaciones, pero sus elecciones formales parecen estar realizando otra serie de afirmaciones diferente e incompatible. Resulta prima facie plausible sostener, como sostuvo James, que los términos del arte de la novela pueden expresar lo que James denomina «la moralidad proyectada» con mayor adecuación que otros posibles términos⁷. De nuevo, queda mucho por decir, especialmente en relación a Aristóteles, cuyas afirmaciones sobre lo singular se encuentran muy cerca de las de James, pero en un estilo muy diferente (véanse §§ E, F). Pero el sentido general de la segunda afirmación, espero, ya se empieza a esclarecer.

    La tendencia predominante en la filosofía angloamericana contemporánea ha sido o ignorar completamente la relación entre forma y contenido o, si no ignorarla, negar la primera de nuestras dos afirmaciones, tratando el estilo como algo en buena medida decorativo, irrelevante para la expresión del contenido y neutral frente a los contenidos que se pudieran trasmitir. Cuando el estilo de la filosofía no se ha ignorado ni se ha declarado irrelevante ha hecho aparición, de forma ocasional, una postura más interesante, respetuosa con la primera afirmación. Esta concepción consiste en que las verdades que el filósofo tiene que decir son tales que el estilo simple, claro, general y no narrativo que se encuentra con más frecuencia en los artículos y tratados filosóficos es de hecho el estilo más adecuado para expresar todas y cada una de dichas verdades⁸. Ambas posturas se discutirán en este libro. La primera (el rechazo de la cuestión general del estilo) será mi principal objetivo. Quisiera demostrar la importancia que tiene tomar en serio el estilo en sus funciones expresivas y declarativas. Pero la segunda postura también debe ser abordada si nos proponemos hacer sitio, dentro de la filosofía, a los textos literarios. Ya que si realmente todas las verdades (o candidatos a la verdad) significativas sobre la vida humana son tales que el estilo filosófico abstracto las expresa al menos en la misma medida en que lo hacen los estilos narrativos de escritores tales como James o Proust, entonces incluso la aceptación de la primera afirmación no hará nada en favor de aquellos estilos, excepto vincularlos con la ilusión. Difícilmente podemos esperar plantear aquí el problema de la verdad en cuestiones de tanta importancia, ni siquiera investigar más de una pequeña porción de los temas en que se suscita la cuestión de la verdad y del estilo. De modo que la propuesta, más limitada y modesta, de estos ensayos será que con respecto a algunas cuestiones interrelacionadas del área de la elección humana, y de la ética entendida en un sentido amplio (véanse §§ C, E, G), existe un conjunto de posturas que constituye un serio candidato a la verdad (y que merece, pues, la atención y el examen de cualquiera que considere seriamente estas cuestiones) cuya encarnación completa, apropiada y (como diría James) honorable se encuentra en los términos característicos de las novelas aquí investigadas. (Por supuesto, hay diferencias entre las novelas, y las investigaremos también.) A lo largo de este libro, me referiré al autor y al lector: de manera que, para empezar, es preciso un breve comentario para clarificar qué quiero decir con esto y qué no. Concibo estos textos literarios como obras cuyo contenido figurativo y expresivo surge de intenciones e ideas humanas. Este rasgo, de hecho, se representa de manera destacada en las novelas aquí estudiadas; en todas ellas se debe escuchar la voz de una conciencia autoral, y en todas ellas la elaboración del texto es un tema explícito de la propia narración. Más aún, todas ellas (especialmente en James y Dickens) relacionan estrechamente la postura del autor y la postura del lector, cuando la presencia autoral ocupa la posición del lector en su pensamiento y sentimiento al preguntarse lo que el lector es capaz de sentir y pensar. Aquí, es importante distinguir tres figuras: (1) el narrador o personaje-autor (junto con esta concepción del personaje del lector); (2) la presencia autoral que alienta el texto tomado como un todo (junto con la correspondiente representación implícita de lo que un lector sensible y bien informado experimentará); (3) la vida del autor (y del lector) en-la-vida-real, que en buena medida no tendrá relación causal con el texto ni relevancia para la lectura correcta del mismo⁹. El primer y el segundo par son los que me van a interesar aquí: esto es, mi interés se centrará en las intenciones y los pensamientos que se desarrollan en el texto y que pueden verse de manera apropiada en el texto, y no en otros pensamientos y sentimientos que tengan el autor y el lector en-la-vida-real¹⁰. Tanto James como Proust insisten en la diferencia entre la vida real, cotidiana, de un autor, con sus rutinas, sus descuidos, sus parcelas de desolación, y la atención más concentrada que produce y alienta el texto literario. Por otro lado, advierten correctamente que el lector, a su vez, puede fracasar de muchas maneras, y puede no estar a la altura de lo que el texto exige. A mí me interesa lo que está encarnado en el texto y lo que el texto, por su parte, requiere del lector. Así pues, nada de lo que aquí digo del autor da a entender que los enunciados críticos que formula el escritor tengan alguna autoridad especial en la interpretación del texto. Pues dichos enunciados pueden disociarse perfectamente de las intenciones que en realidad se ven cumplidas en el texto. Y tampoco, al referirme a las intenciones que se cumplen en el texto, estoy pensando simplemente en los propósitos conscientes de hacer una obra de arte de tal y tal tipo. En efecto, un concepto de intención de este tipo nos alejaría del examen de todo lo que de hecho se desarrolla en el texto; y las nociones de intención así de restringidas han hecho caer en descrédito a toda la noción de intención¹¹. Solo estoy interesada, pues, en cada uno de esos pensamientos, sentimientos, deseos, actividades y otros procesos que son los que realmente se pueden encontrar en el texto. Por otro lado, ver algo en un texto literario (o, en su caso, en una pintura) no es como ver formas en las nubes, o en el fuego. En este caso el lector o la lectora es libre de ver cualquier cosa que su fantasía le sugiera, y no hay límites para lo que puede llegar a ver. En la lectura de un texto literario hay un criterio de corrección, establecido por el sentido de la vida del autor, a medida que este se abre camino a través de la obra¹². Y el texto, abordado como la creación de intenciones humanas, es una cierta parte o un cierto elemento de un ser humano real, incluso si el escritor o la escritora alcanza a ver lo que ve solo en su obra.

    Parece que el modo en que me sirvo de los prefacios de Henry James plantea un problema. Al apelar a los prefacios desde las novelas, ¿no estaré, después de todo, confundiendo al autor-en-el-texto con el autor en-la-vida-real, y dando así, a las afirmaciones de este último, una autoridad indebida? Aquí se pueden aducir tres cosas. La primera, el autor no tiene por qué ser un mal juez sobre lo que de hecho ha desarrollado en su texto. Esto ocurre muy a menudo, por complejas razones psicológicas; pero existen excepciones, y creo que James es una de ellas. En segundo lugar, no trato los prefacios como si fueran infalibles. Al igual que la mayoría de los críticos, a veces los encuentro imprecisos en sus afirmaciones sobre el punto de vista del lector y sobre otras cuestiones relacionadas. Pero siguen siendo extraordinariamente perceptivos y constituyen útiles guías para las novelas. Finalmente, James sugiere firmemente que, una vez publicados junto con las novelas, ya forman parte de la empresa literaria que presentan. Quizá sea demasiado simple verlos como comentarios del autor en-la-vida-real. Están estrechamente vinculados con la conciencia autoral de las novelas, y sitúan las novelas en una estructura narrativa mayor, con partes discursivas y narrativas, y con una presencia autoral que sirve por sí misma de conexión. Sugiero, pues, que al reunir la obra de su vida y al vincular sus partes constitutivas con una discusión más o menos continua sobre el arte literario y su «moralidad proyectada»¹³, James se ha movido en la dirección en la que se mueve Proust al crear su propio texto híbrido, combinando comentario y narración en una totalidad mayor.

    B) LA VIEJA DISPUTA

    Mi padre había dejado una colección de libros en una pequeña habitación de la planta de arriba, a la que yo tenía acceso (por ser contigua a la mía), y por la que nunca se preocupó nadie más en nuestra casa. De esa bendita habitación salieron, gloriosa hueste, Roderick Random, Peregrino Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, el vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe para hacerme compañía. Mantuvieron viva mi imaginación y mi esperanza en algo más allá de aquel tiempo y lugar; ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas me hicieron ningún daño... Este era mi único y mi constante consuelo. Cuando pienso en ello, siempre surge ante mi espíritu la imagen de una tarde de verano, los niños jugando en el cementerio y yo, sentado en mi cama, leyendo como si la vida me fuera en ello. El lector ahora comprenderá, tan bien como yo, todo lo que yo era al llegar a este punto de mi historia de juventud que ahora reanudo.

    Charles Dickens, David Copperfield

    Para mostrar con mayor claridad la naturaleza de este proyecto filosófico/literario, será de ayuda (puesto que es en cierto modo bastante anómalo) describir sus comienzos y sus motivaciones, el suelo del que ha brotado. Brotó, pues, inmediata y recientemente, de mi percepción de la fuerza y necesidad de determinadas cuestiones y de mi perplejidad al encontrar que estas, en general, no se abordaban en los contextos académicos con que me he encontrado, una perplejidad que no ha hecho más que incrementar mi obsesión con estas cuestiones. Sin embargo, remontándome en el tiempo, su origen se encuentra, me imagino, en el hecho de que, como David Copperfield, yo era una niña cuyos mejores amigos fueron, en general, novelas; una niña seria y, durante mucho tiempo, solitaria¹⁴. Puedo recordarme sentada durante horas en el lúgubre y silencioso desván, o entre la hierba alta de algún campo que había salido indemne de la fría y desahogada opulencia que Bryn Mawr solía brindar, leyendo con entusiasmo, y pensando en muchas cosas. Gozando enormemente por estar en un campo abierto leyendo, perpleja, con el aire soplando sobre mis hombros.

    En mi colegio no existía nada que las convenciones angloamericanas hubieran denominado «filosofía». Aun así, las cuestiones que aborda este libro (que denominaré, en sentido amplio, éticas) se planteaban y se investigaban. Allí, la búsqueda de la verdad consistía en una cierta reflexión sobre la literatura. Y la forma que adoptaban las cuestiones éticas, tal como las raíces de algunas de ellas brotaron en mi interior, solía ser la de sentir y reflexionar sobre un personaje literario concreto, una novela concreta, o, a veces, sobre un episodio de la historia, pero tomado como material para una trama dramática de mi propia imaginación. Por supuesto, todo esto se concebía en relación con la vida misma, que por su parte se consideraba, cada vez más, de formas que de algún modo estaban influidas por los relatos y el sentido de la vida que estos expresaban. Aristóteles, Platón, Spinoza, Kant: estos nombres todavía me eran desconocidos. Dickens, Jane Austen, Aristófanes, Ben Jonson, Eurípides, Shakespeare, Dostoievski: eran mis amigos, mis ámbitos de reflexión.

    Encuentro, en diversos trabajos de mi temprana adolescencia (releyéndolos con un sentido más de continuidad que de ruptura), el germen de algunas preocupaciones posteriores. Encuentro un trabajo sobre Aristófanes, donde se discuten las formas en que la comedia antigua presenta cuestiones sociales y políticas e inspira reconocimiento en la audiencia. Encuentro un trabajo sobre Ben Jonson y sobre la representación del carácter y el motivo en la «comedia de humor». Encuentro, algo después, una larga obra sobre la vida de Robespierre, centrada en el conflicto entre su amor por ideales políticos generales y su afecto hacia seres humanos concretos. La trama se ocupa de su decisión de enviar a la muerte a Camille Desmoulins y a su mujer, dos amigos queridos, por el bien de la revolución. Hay una profunda simpatía, y amor, hacia el ascetismo y el incorruptible idealismo de Robespierre, aunque al mismo tiempo horror ante su habilidad para perder de vista lo particular y, al haberlo perdido, hacer cosas terribles. Las cuestiones de «Percepción y Revolución» estaban ya ahí, disponiéndome, sin duda, a una cierta ambivalencia frente a los movimientos revolucionarios con los que poco después tropecé. Por último, hay un largo trabajo sobre Dostoievski y la cuestión general de si la mejor forma de vida es aquella que busca la trascendencia de la propia humanidad finita; aquí, una vez más, encuentro algunos de los problemas e incluso distinciones que todavía estoy examinando.

    En cuanto a Proust, en mis cursos de literatura francesa sondeamos meticulosamente los siglos, uno por año, llegando en el duodécimo curso al siglo XIX; de modo que no llegué a conocerlo. Y ahora, Henry James. Leí Retrato de una dama demasiado pronto, solo con un entusiasmo moderado. La copa dorada, que me prestó un profesor, reposó en mi escritorio durante dos años, con su cubierta en blanco, negro y dorado, y la copa, claramente agrietada, silenciosa, atemorizada, evocando en su curva las manzanas del jardín. Lo devolví, sin leer, cuando me gradué.

    Lo que me resulta más llamativo de esta época es, en primer lugar, la naturaleza obsesiva de mi atención, entonces como ahora, sobre determinadas cuestiones y problemas, que parece que surgieron espontáneamente y que, desde entonces, parece casi imposible que yo hubiera sido capaz de no pensar en ellos. Y, en segundo lugar, el hecho de que me pareciera, entonces como ahora, que recurrir a las obras literarias era la forma más natural e incluso más fructífera de abordar estos problemas. Examinaba cuestiones que habitualmente se denominan filosóficas; de esto no cabe duda. Y cada uno de estos ensayos de juventud contiene una gran cantidad de análisis general y de discusión. Pero me parecía que era mejor discutir esos temas en relación con un texto que representaba vidas concretas y contaba una historia, y discutirlos de manera que diesen cuenta de esos rasgos literarios. En parte, esto pudo deberse a la ausencia de textos alternativos; en parte, a la ambición de los profesores de mi exigente y feminista escuela de niñas, potentes intelectos un tanto limitados y constreñidos por su papel de profesores de instituto, que trataron de traspasar las fronteras de lo que entonces se consideraba una educación literaria apropiada para jovencitas.

    En la universidad, fascinada ya por la literatura griega antigua, aprendí griego. Y, aunque inicié el estudio de los que son admitidos como filósofos (especialmente Platón y Aristóteles), me centré sobre todo en la épica griega y en el drama griego, donde hallé problemas que me conmovieron profundamente. Aprendí a mirar con atención las palabras y las imágenes, las estructuras métricas, la narración y la composición, la referencia intertextual. Y siempre quise preguntar: ¿qué significa todo esto para la vida humana?, ¿qué posibilidades admite o rechaza? También aquí, como en mis primeros estudios, alenté estas preguntas, ya fuera como una forma adecuada de acercarse a un texto literario, ya como un lugar adecuado para abordar mis propios intereses y perplejidades filosóficas.

    Sin embargo, en el postgrado la situación fue diferente. En mi esfuerzo por dedicarme a ese complejo interés filosófico/literario me topé con una triple resistencia: por parte de las concepciones de la filosofía y de la filosofía moral entonces dominantes en la tradición angloamericana; por parte de la concepción dominante sobre lo que era la filosofía antigua y qué métodos debían emplearse en su estudio, y, por último, por parte de la concepción dominante en el estudio literario, tanto en Clásicas como en otros ámbitos. Esto ocurrió en Harvard en 1969; pero estos problemas eran, de hecho, típicos de su tiempo, y en ningún caso exclusivos de Harvard.

    Comenzaré con la resistencia de la literatura, que es la que me encontré en primer lugar: entonces, las obras literarias antiguas eran estudiadas con la mirada puesta en cuestiones filológicas y, hasta cierto punto, estéticas, pero no se hacía hincapié en sus conexiones con el pensamiento ético de los filósofos o, incluso, no se consideraban fuentes de reflexión ética de ningún tipo. Es más, las obras éticas de los filósofos ni siquiera figuraban como una parte esencial de la licenciatura en Clásicas. En la lista de lecturas, de Aristóteles solo estaba la Poética, que se consideraba una obra que se podía estudiar con provecho sin familiarizarse con otras obras aristotélicas; de Platón, solo aquellas obras, por ejemplo, el Banquete y el Fedro, que se consideraba que tenían importancia para la historia del estilo literario, y que no se concebían en ningún caso como obras filosóficas. (La mayoría de los filósofos está de acuerdo con esto.) En el ámbito más amplio del estudio literario al que Clásicas ocasionalmente estaba ligado, las cuestiones estéticas se consideraban (siguiendo, en general, criterios establecidos por el formalismo de la Nueva Crítica) más o menos separadas de las cuestiones éticas y prácticas. Casi nunca se encontraba otra cosa que no fuera desprecio por la crítica ética de la literatura¹⁵.

    Por el lado de la filosofía también hubo resistencia. En esto Harvard fue más plural que la mayoría de los principales departamentos de filosofía, especialmente puesto que Stanley Cavell ya era profesor allí y empezaba a publicar algunos de sus notables trabajos en los que tiende un puente entre la literatura y la filosofía. Pero gran parte del trabajo de Cavell sobre literatura fue elaborado pasada esa época, y en ese momento su trabajo (donde se ocupa bastante de Wittgenstein) no trataba él mismo de manera explícita temas de filosofía moral, ni influyó en el modo en que otros enseñaban o escribían la filosofía moral¹⁶. Por estas razones, durante algunos años permanecí más o menos ajena al trabajo de Cavell, y centré mi atención en las posturas dominantes en ética. Por aquel entonces, el movimiento positivista/metaético en ética, que por algún tiempo desmotivó el estudio filosófico de teorías éticas sustantivas y de temas éticos prácticos, limitando la ética al análisis del lenguaje ético, vivía sus últimos momentos. De hecho, el renovado interés por la ética normativa, que hasta ahora ha suscitado tanto trabajo excelente, empezaba a surgir de la mano de John Rawls¹⁷. Pero los enfoques más destacados de la teoría ética en aquel renacimiento fueron el kantismo y el utilitarismo (posturas que fueron, por razones internas de peso, hostiles a la literatura). Se consideraba que estos dos enfoques copaban más o menos exhaustivamente el campo de la ética.

    En el estudio de la filosofía antigua el clima se presentaba todavía menos favorable para un estudio filosófico de las obras literarias. Mi director de tesis, el maravilloso académico G. E. L. Owen¹⁸, no sentía ninguna veneración por los métodos de aprendizaje convencionales en el mundo académico. Para el estudio de la dialéctica, la lógica, la ciencia y la metafísica antiguas, adoptó un método de estudio preciso y dotado de una perspectiva histórica profunda, y un temperamento iconoclasta. Frecuentemente, subvirtió distinciones y métodos muy apreciados con el fin de realizar un estudio de los pensadores antiguos que fuera a un tiempo más rico históricamente y filosóficamente más profundo que los que en aquel momento aparecían. Pero Owen tenía poco interés por los problemas éticos, o, de tener alguno, solo lo tenía en relación con la lógica del lenguaje ético. Siendo así, nunca se preguntó si la manera convencional de escribir la historia de la ética griega era realmente correcta y provechosa.

    Dicha manera, que a estas alturas resulta familiar para muchas generaciones de estudiantes, consistía en comenzar la ética griega con Demócrito (quizá volviendo la vista atrás hacia Heráclito y Empédocles) y avanzar con Sócrates y los sofistas; centrar la atención principalmente en Platón y Aristóteles, y terminar con apenas una ojeada a los filósofos helenísticos. La contribución ética de las obras literarias no se consideraba que formara parte del pensamiento ético griego como tal sino, como mucho, formaba parte del trasfondo de «pensamiento popular» contra el que los grandes filósofos trabajaban. El «pensamiento popular» se consideraba que era un tema muy diferente de la ética filosófica, y tampoco se creía que esta materia requiriese un estudio detenido de las formas literarias o de obras literarias completas¹⁹. El interés por las obras literarias se concebía pues como un interés «literario», lo cual quería decir que era un interés estético y no un interés filosófico. Así, Aristóteles entraba dentro de la formación filosófica mientras que Sófocles quedaba fuera. En el caso de Platón, este estaba convenientemente escindido en dos partes o dos conjuntos de temas, que se estudiaban en dos departamentos diferentes, con diferentes directores, cuyo intercambio intelectual era generalmente nimio. Algunas obras enteras (e.g., El banquete)²⁰ fueron consideradas, de este modo, literarias en lugar de filosóficas; las otras se consideró que contenían tanto argumentos notables como adornos literarios; se creyó que estos dos elementos podían, y debían, estudiarse de forma independiente y por diferentes personas²¹.

    Pero por aquella época yo ya estaba demasiado acostumbrada a esta situación como para encontrarla desconcertante e inquietante. Mi interés por determinadas cuestiones filosóficas no disminuyó, y seguía considerando que esas cuestiones me llevaban a las obras literarias tanto como a las obras de filosofía admitida como tal, y en cierto sentido, todavía más. Pues buscaba en los poetas trágicos griegos cierto reconocimiento de la importancia ética de la contingencia, una percepción profunda del problema de las obligaciones en conflicto y un reconocimiento del significado ético de las pasiones, algo que solo encontraba ocasionalmente, si es que lo encontraba, en el pensamiento de los admitidos como filósofos, fueran antiguos o modernos. Y, a medida que leía más y con más frecuencia los escritos de estilo filosófico, empecé a sentir que existían conexiones profundas entre las formas y estructuras características de la poesía trágica y su habilidad para mostrar lo que de hecho muestra con tanta lucidez.

    Así pues, cuando se me aconsejó abordar el estudio del conflicto ético en Esquilo acudiendo, como director de mi trabajo, a un experto en literatura del Departamento de Clásicas, me sentí a un tiempo de acuerdo y en desacuerdo. En desacuerdo, porque estaba convencida de que se trataba de cuestiones filosóficas, lo que quiera que esto signifique; por lo menos, algunas preguntas sí eran las mismas que los filósofos estaban discutiendo, si es que no se trataba también de las mismas respuestas. Por tanto, me parecía que tenía sentido abordarlas justamente ahí, en conversación con los filósofos, y no en cualquier otro departamento, y más cuando los métodos y objetivos que prevalecían en el estudio literario impedía que este tipo de preguntas suscitase algún interés entre los expertos en literatura. En desacuerdo, además, porque me fascinaba la filosofía en todas sus formas, y sentía que estas cuestiones se enfocarían con mucha más claridad, incluso en lo que a la literatura respecta, si se estudiaban en diálogo con otro pensamiento filosófico. De acuerdo, no obstante, porque me daba cuenta de que un buen estudio de estas cuestiones en la tragedia debería tratar a los poetas no solo como personas que podrían haber escrito un tratado pero que no lo escribieron, ni tampoco como depositarios del «pensamiento popular», sino como poetas-pensadores cuyo mensaje y elecciones formales están estrechamente ligados. Para cumplir este propósito iba a resultar esencial un estudio detenido del lenguaje y la forma literaria.

    Pero aún más definitivo que mi propia ambivalencia frente a estas divisiones disciplinares fue el hecho de que mi estudio de los griegos ya me mostraba que la mayoría de ellos habría encontrado artificiales y confusas dichas divisiones. Para los griegos del siglo V y de principios del siglo IV a. C., en el área de la elección y la acción humana no había dos conjuntos independientes de cuestiones, unas estéticas y otras filosófico-morales, sobre las cuales escribirían y estudiarían colegas separados en departamentos diferentes²². Así, tanto la poesía dramática como lo que ahora denominamos investigación filosófica en el campo de la ética se encuadraban, vistas como vías para la investigación, en una cuestión singular y general, a saber: cómo deberían vivir los seres humanos. Para esta cuestión se consideraba que, tanto poetas como Sófocles y Eurípides, como pensadores como Demócrito y Platón, proporcionaban respuestas; a menudo, las respuestas de los poetas y las de los no poetas eran incompatibles. La «vieja disputa entre poetas y filósofos», como se decía en la República de Platón (por usar la palabra «filósofo» en el propio sentido de Platón), podía llamarse «disputa» solo porque giraba en torno a un único tema. El tema era la vida humana y cómo vivirla. Y la disputa era una disputa tanto sobre forma literaria como sobre contenido ético, sobre formas literarias en cuanto comprometidas con ciertas prioridades éticas, ciertas elecciones y valoraciones en lugar de otras. Las formas de escribir no se veían como vasijas en las cuales se podían verter indistintamente diferentes contenidos; la forma constituía en sí misma una afirmación, un contenido.

    Antes de que Platón entrara en escena, los poetas (especialmente los poetas trágicos) eran concebidos por la mayoría de los atenienses como los principales maestros y pensadores éticos de Grecia, las personas hacia las que, por encima de todo, la ciudad se dirigía, y estaba en lo correcto, con sus interrogantes sobre cómo vivir. Acudir a un drama trágico no era asistir a una fantasía o un entretenimiento, en el transcurso del cual uno suspendía sus inquietudes prácticas. Era, más bien, participar en un proceso común de investigación, de reflexión, y de sentimiento en relación con fines cívicos y personales importantes. Y esto estaba fuertemente condicionado por la propia estructura de la representación teatral. Cuando vamos al teatro, normalmente nos sentamos en un auditorio oscuro, que crea la ilusión de un magnífico aislamiento, mientras la acción dramática (separada del espectador por la concha del proscenio) se baña de luz artificial como si estuviera en un mundo independiente de fantasía y misterio. Por el contrario, el espectador de la antigua Grecia, sentado a plena luz del día, veía a través de la acción representada los rostros de sus conciudadanos al otro lado de la orchestra. Y todo el acontecimiento tenía lugar durante un solemne festival cívico/religioso, cuyo boato permitía que los espectadores fueran conscientes de que se estaban examinando y comunicando los valores de la comunidad²³. Participar en estos acontecimientos era reconocer y compartir una forma de vida, y una forma de vida, debiéramos añadir, en la que se destacaba el debate público y la reflexión en torno a cuestiones éticas y cívicas²⁴. Participar de pleno en una representación trágica comportaba tanto reflexión crítica como sentimiento, y ambos estaban íntimamente unidos entre sí. La idea de que el arte existe solo por el arte, y que la literatura debe ser abordada con una actitud estética distante, depurada de todo interés práctico, se desconocía en el mundo griego, por lo menos hasta la época helenística²⁵. Se pensaba que el arte era práctico, que el interés estético era un interés práctico; un interés por la vida buena y en la autocomprensión comunitaria. Reaccionar de una determinada manera ya era moverse hacia esta mayor autocomprensión.

    En cuanto al estudio de los temas éticos por parte de aquellos que actualmente llamamos filósofos, también estos lo consideraban una empresa práctica y no solo teórica. Se veía como se veía la tragedia: como algo que tenía como objetivo la vida humana buena para la audiencia. Desde Sócrates y Platón hasta las escuelas helenísticas, existía un profundo acuerdo en torno a que el objeto del discurso y la indagación filosófica en el área de la ética era mejorar, de alguna manera, el alma del alumno, acercar al alumno lo más posible al logro de la vida buena²⁶. Se consideraba que este cometido requería gran cantidad de reflexión y comprensión; de modo que suscitar comprensión era ya una parte importante del proyecto práctico. Los filósofos estaban, pues, obligados a preguntarse, y se preguntaron: ¿cómo busca y obtiene el alma del alumno comprensión ética?, ¿qué elementos tiene que promuevan y dificulten la comprensión y el desarrollo ético bueno?, ¿cuál es el estado del alma cuando reconoce una verdad? y ¿cuál es el contenido de las verdades valorativas más importantes que debe aprender? Habiendo llegado a algunas conclusiones (al menos provisionales) acerca de estos asuntos, entonces pasarían a componer discursos cuya forma se adaptaría a la tarea ética, dando vida a aquellos elementos de las almas de los alumnos que parecían ser las mejores fuentes de progreso, moldeando los deseos de los alumnos conforme a una concepción correcta de lo que importa, enfrentándolos a una imagen precisa de lo que tiene importancia.

    Así pues, tanto los filósofos éticos como los poetas trágicos creían de sí mismos que acometían ciertas formas de actividad educativa y comunicativa, lo que los griegos llamaban psycag_gia (conducción del alma)²⁷, donde las elecciones metodológicas y formales por parte del maestro o del escritor se estimaban muy importantes para el resultado final: no tanto por su papel instrumental en la comunicación cuanto por los valores y juicios que por sí mismas expresan y por su función en la exposición adecuada de un pensamiento. Un discurso ético dirigido al alma expresa en su propia estructura ciertas preferencias y prioridades éticas; representa la vida humana de una o de otra manera; bien construido, muestra la forma de un alma humana. ¿Son certeras y esclarecedoras estas representaciones? ¿Es esta el alma que, como maestros, queremos poner frente a nuestros alumnos? Esta es la cuestión que engendró la vieja disputa.

    En el ataque de Platón a los poetas hay una clarividencia profunda: que todas la formas de escribir características de la poesía trágica (y en buena medida de la épica) estaban comprometidas con una determinada, si bien muy general, concepción de la vida humana, una concepción de la cual se podía discrepar²⁸. Las tragedias expresan esta concepción en la forma misma en que construyen su trama, captan la atención de la audiencia, y emplean ritmo, música y lenguaje. Entre los elementos que integran esta concepción se cuentan al menos los siguientes: que los acontecimientos más allá del control del agente son verdaderamente importantes no solo por sus sentimientos de felicidad o satisfacción, sino también en lo que toca a si logra vivir una vida completamente buena, una vida que incluya varias formas de acción loable. Que, por tanto, lo que ocurre por casualidad a las personas puede tener una enorme importancia para la cualidad ética de sus vidas; que las personas buenas están en lo correcto al preocuparse a fondo por dichos acontecimientos casuales. Que, por estas mismas razones, la compasión y el temor de una audiencia ante los acontecimientos trágicos son reacciones valiosas, reacciones que ocupan un lugar importante en la vida ética, ya que encarnan cierto reconocimiento de verdades éticas. Que otras emociones son igualmente apropiadas, y están basadas en creencias correctas sobre lo que tiene valor. Que, por ejemplo, está bien amar ciertas cosas y personas que están más allá de nuestro control, y sufrir cuando mueren esas personas, cuando se suprimen esas cosas. La propia estructura y forma literaria del género trágico depende de estas creencias: puesto que suele contar a personas buenas pero no invulnerables relatos sobre acontecimientos fortuitos (peripecias), y los cuenta como si fueran asunto de todos los seres humanos. Y la forma provoca reacciones en la audiencia, en concreto provoca compasión por los personajes y temor por uno mismo, lo cual presupone un conjunto similar de creencias. Esto alimenta en el espectador la tendencia a identificarse con el héroe que llora de manera incontrolable sobre el cuerpo de un ser querido, o que enloquece de ira, o que se atemoriza ante la prepotencia de un dilema insoluble.

    Pero es posible que se acepten o no estas creencias, esta idea de la vida. Si se cree, con Sócrates, que una buena persona no puede sufrir daño²⁹, que lo único que de verdad tiene importancia es la virtud, entonces no se pensará que los relatos de «peripecia» tengan un hondo sentido ético, y no se querrá escribir como si lo tuvieran, o mostrar como héroes valiosos personas que creen que lo tienen. Como en la República de Platón, si queremos enseñar que la persona buena es autosuficiente, obviaremos las lágrimas de Aquiles por la muerte de Patroclo³⁰. Y tampoco querremos que haya obras que conecten con la audiencia mediante las emociones, toda vez que todas ellas parecen descansar en la creencia (en la falsa creencia, desde este punto de vista) de que estos acontecimientos exteriores en verdad tienen trascendencia. En definitiva, nuestras creencias sobre la verdad ética determinan nuestra idea de las formas literarias, vistas estas como enunciados éticos.

    Entonces me pareció, y todavía hoy me lo parece, que este viejo debate abordó estos temas con un nivel de profundidad apropiado, al plantear las preguntas adecuadas sobre la relación entre formas de discurso y concepciones de vida. Por el contrario, me parece que el tratamiento angloamericano contemporáneo de algunos elementos de esta disputa (un tratamiento que compartimenta las formas del discurso de tal modo que no parece que haya debate ni disputa) impidió que se plantearan y discutieran adecuadamente estas cuestiones cruciales. Me parecía importante empezar a recuperar, para el estudio de la filosofía griega antigua, un examen de estas cuestiones en relación con la fortuna, y de su repercusión en la forma filosófica. Me empeñé en esta tarea. Una parte de este proyecto se convirtió en La fragilidad del bien; en este momento estoy trabajando en la continuación helenística de este debate ético.

    En esta obra Aristóteles ha desempeñado un papel central, el filósofo no literario que más me fascina, y que genera, en el núcleo de este proyecto, claridad y un enigma³¹. Pues Aristóteles defiende la idea de que la tragedia dice la verdad, y su propio punto de vista ético, tal como he argumentado, se encuentra próximo a las concepciones que pueden encontrarse en las tragedias. Y sin embargo Aristóteles no escribe tragedias. Escribe comentarios filosóficos y explicativos que son concretos, cercanos al lenguaje común, intuitivos pero, aun así, no literarios en su estilo. Esto me hizo preguntarme si no podría haber una forma de escritura filosófica que fuera diferente de las formas literarias expresivas y, al mismo tiempo, su aliado natural; una forma explicativa en lugar de ser ella misma expresiva, pero que a la vez estuviera comprometida con lo concreto, que nos obligara a prestar atención a los particulares en vez de mostrarlos ella misma en su desconcertante multiplicidad. He intentado ejemplificar este tipo de forma (véanse las dos últimas páginas del apartado F de este capítulo).

    Pero mi interés por ese antiguo debate se vio alentado por un interés en problemas filosóficos cuya fuerza sentía, y siento, en la vida. Por eso, mientras investigaba estos temas históricos, empecé a buscar líneas de continuación del viejo debate en el contexto filosófico contemporáneo. El debate antiguo me ayudó a articular buena parte de lo que mucho tiempo atrás había sentido en relación con las novelas de Dickens y Dostoievski, de lo que en ese momento estaba descubriendo en Henry James y Proust. Y mediante la investigación de esas relaciones, una continuación del debate empezó a tomar forma, una forma en la que el lúcido desconcierto y la precisión emotiva de estos escritores entablaría una conversación con los diferentes estilos y formas que fueron y son los más comunes en la investigación filosófica de las cuestiones de las que también se ocupan las novelas. Acabé por leer La copa dorada en un apartamento en la Lincoln’s Inn, en Londres, el día de Navidad de 1975, sola. Y la compasión y el pavor de esas indelebles líneas finales se hicieron, desde entonces, inextricables y expresivas de mi reflexión sobre la tragedia y su sentido, sobre el azar, el conflicto y la pérdida en la vida privada.

    En este momento yo empezaba a enseñar filosofía. Y volviendo al panorama de la filosofía contemporánea con estos intereses sobre la forma y el estilo, seguía descubriendo allí pocos que los abordaran. El debate ético se hacía más complejo; se empezaban a dejar oír interesantes críticas tanto al kantismo como al utilitarismo (a veces con un llamado a las cuestiones y debates de la antigua Grecia). Pero en lo que tocaba a la forma de un escrito ético, no había mucho más trabajo. Era posible observar, en las elecciones literarias, una extraña mezcolanza de fondo antitrágico y formalismo irreflexivo. Esto es, por un lado, se veía en ciertos filósofos morales del pasado entonces influyentes (en Kant, Bentham y Spinoza, por ejemplo, y también en los más agudos de sus seguidores contemporáneos) una preocupación por la adecuación de la forma al contenido, combinada con una concepción ética que nunca encontraría su debida expresión en las novelas o en los dramas trágicos: esto es, la aceptación de mi primera afirmación, combinada con un rechazo de la segunda. En las elecciones estilísticas de estas personas se pueden ver cuestiones íntimamente relacionadas con las antiguas³².

    Por otro lado, sin embargo, la mayoría de los discípulos y descendientes de estos filósofos en el panorama contemporáneo no daban (y siguen sin darla) la impresión de haber elegido sus estilos teniendo en cuenta estas cuestiones filosóficas sobre el estilo. Y tampoco los adversarios de estas posturas éticas, que podría parecer que tenían una razón especial para reflexionar sobre estas cuestiones. Independientemente de que las ideas de Kant sobre la inclinación fueran defendidas o atacadas, que las emociones fueran elogiadas o censuradas, el estilo convencional de la prosa filosófica angloamericana contemporánea generalmente prevaleció: un estilo correcto, científico, abstracto, asépticamente pálido, un estilo que parecía considerarse una especie de disolvente universal con el que temas filosóficos de cualquier tipo podían esclarecerse con eficiencia, resolverse todas y cada una de las conclusiones con habilidad. Que pudiera haber otras maneras de ser preciso, otras concepciones de la lucidez y de la completud que se pudieran estimar más apropiadas para el pensamiento ético, esto, en general, ni se afirmaba ni se negaba.

    Esta situación era en parte el resultado del predominio de las concepciones éticas que sí apoyaron el estilo convencional; tanto es así que por entonces este se convirtió en una segunda naturaleza, como si fuera el estilo de la ética. Tal situación debió mucho, también (y esto difícilmente se puede sobreestimar) a la fascinación todavía vigente de la filosofía occidental por los métodos y el estilo de la ciencia natural, que en muchos momentos de la historia ha parecido encarnar la única clase de precisión y de rigor dignos de ser cultivados, la única norma de racionalidad digna de ser emulada, incluso en la esfera ética. Este es un asunto tan viejo como el debate entre Platón y Aristóteles sobre la naturaleza del conocimiento ético. Y sin duda es posible construir un argumento sólido para afirmar que la verdadera naturaleza del dominio ético es tal que encuentra su mejor expresión en el estilo que habitualmente asociamos a las matemáticas o a la ciencia natural. Esto lo hizo, por ejemplo, Spinoza, con una gran fuerza filosófica; de un modo diferente, el mejor pensamiento utilitarista también lo hizo.

    Pero se comete un error, o cuanto menos una falta de precisión, cuando se toma un método y un estilo que se han demostrado provechosos para la investigación y la descripción de determinadas verdades (sea el caso de las de la ciencia natural) y se aplica sin ulterior reflexión o argumento a una esfera muy diferente de la vida humana que puede tener una diferente geografía y requerir una especie diferente de precisión, una norma diferente de racionalidad. La mayoría de la filosofía moral con que me he encontrado carecía de esta ulterior reflexión y argumentación. Y a menudo las elecciones estilísticas parecían haber sido dictadas no por una concepción sustantiva, ni tampoco por el modelo de ciencia, sino por el hábito y la fuerza de la convención: por la reticencia maniática y apasionada angloamericana, y sobre todo por la academización y profesionalización de la filosofía, que lleva a todo el mundo a escribir de la misma manera, con vistas a hacerse respetar y a verse publicados en las revistas de siempre. Gran parte de los filósofos profesionales, me parece, no comparte la concepción antigua de la filosofía como un discurso dirigido a muchos tipos de lectores no expertos que vuelcan sus preocupaciones, sus preguntas, sus necesidades más perentorias en el texto, y cuyas almas pueden verse alteradas en el transcurso de esta interacción. Al haber perdido esta concepción han perdido, también, la idea del texto filosófico como una creación expresiva cuya forma debería formar parte de su pensamiento, revelando en la forma de las frases los lineamientos de una personalidad humana que alberga un determinado sentido de la vida. Como escribe Cora Diamond con asombrosa claridad: «el placer de leer lo que ha sido escrito bajo la presión de la forma que configura el contenido, una forma esclarecedora del contenido, tiene que ver con la percepción del alma del autor en el texto, y... es tal placer, y tal percepción del alma del autor, precisamente lo que es irrelevante o está fuera de lugar en la escritura de los profesionales para profesionales»³³.

    De manera que a medida que estas cuestiones se perdían de vista se encontraban (de forma creciente conforme aumentaba la crítica al kantismo y al utilitarismo) escritos en los que parecía haber la suerte de autocontradicción entre forma y tesis que acabo de señalar. Un artículo, por ejemplo, argumenta que las emociones son esenciales y centrales en nuestros esfuerzos por obtener comprensión de cualquier materia ética, y, sin embargo, está escrito en un estilo que solo expresa actividad intelectual y que sugiere enérgicamente que es solo esta actividad la que cuenta en el lector o la lectora en su intento por comprender. Tenía que haber alguna razón interesante para escribir de esa manera; pero, normalmente, en este tipo de casos, la cuestión simplemente no se había planteado. Tales artículos se escribían de esa manera porque ese era el modo en que se escribía la filosofía, y a veces porque un estilo emotivo o literario provocaría críticas, o incluso el ridículo. A veces, también, porque los filósofos no estaban acostumbrados a escribir de esa manera, y no querían admitir que les faltara una pieza relevante del equipo. De hecho, estaba claro que no se podían recuperar las antiguas cuestiones relativas al estilo para nuestra comunidad sin emprender aprendizajes por vías profesionalmente irrelevantes y, a la vez, sin exponerse al ridículo; aun así ya aparecían valientes pioneros, especialmente Stanley Cavell, que asumían el riesgo.

    El bando de la literatura tampoco era, por aquellos días, más hospitalario. Pues, una vez más, había cambios; pero, de nuevo, las concepciones que reinaban por aquel entonces (cuando declinaba la Nueva Crítica y el Deconstruccionismo tomaba el relevo) seguían siendo muy hostiles a la idea de considerar una vasta gama de preocupaciones humanas en relación con el análisis literario. La vieja disputa se rechazó por estimarse pasada de moda y sin ningún interés, así como el trabajo de algunos escritores modernos, como F. R. Leavis y Lionel Trilling³⁴, que intentaron continuarla. Se asumió que cualquier obra que pretenda formular a un texto literario preguntas sobre cómo deberíamos vivir, que manejara la obra como si se dirigiera a los intereses y las necesidades prácticas del lector, y como si tratara de algún modo sobre nuestras vidas, sería de una ingenuidad redomada, reaccionaria e insensible a las complejidades de la forma literaria y de la referencia intertextual³⁵.

    A decir verdad, la «vieja disputa» a veces mostraba deficiencias en su interés exclusivo por lo práctico. A veces ignoraba el hecho de que la literatura tiene tareas y posibilidades aparte de arrojar luz sobre nuestras vidas. (Deberíamos, por tanto, recordar que el concepto antiguo de lo ético era extremadamente amplio e inclusivo, y se extendía a todas las formas por las que los textos conforman la mente y el deseo, y transforman la vida mediante el placer.) Y en muchos casos, además,

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