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Arcana, Ciudad Escalera
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Arcana, Ciudad Escalera

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About this ebook

La detective psíquica Nix Ber-Merat recibe el encargo de encontrar a la hija adolescente de los gobernadores de Arcana, la Ciudad Escalera, desaparecida el día de su cumpleaños tras provocar una explosión en un ala del palacio familiar. Pero cuando la propia gobernadora, Lidochka, empieza a poner trabas en la búsqueda, Nix se encuentra con un turbio secreto familiar que podría dinamitar su gobierno.

Mientras, Arcana se despliega a través de un frenético desfile de sombras y personajes: una compañía de Teatro Verdadero, una persona repartida en dos cuerpos, una stripper que se desnuda en una pecera, una ilusionista que camina sobre las aguas, un grupo de rock que perdió a su batería en arenas movedizas. Todos se arrastran irremediablemente hacia el Caos que provocará la joven desaparecida.

LanguageEspañol
Release dateJan 22, 2019
ISBN9781386115168
Arcana, Ciudad Escalera

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    Arcana, Ciudad Escalera - Tamara Romero

    Arcana, Ciudad Escalera

    Primera edición: Enero 2014

    Segunda edición: Enero 2019

    Publicado por Sociedad Júpiter

    Copyright © Tamara Romero, 2014

    Barcelona // www.tamararomero.com

    Todos los derechos reservados. Quedan prohibidos, sin la autorización escrita del titular del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra. Si necesita reproducir algún fragmento de esta obra, póngase en contacto con la autora.

    Otros títulos:

    La estatua que tiembla

    Saciante apoteosis (relato)

    Cuerno Quemado (relato)

    Atena Telurian y la combustión espontánea

    Brebaje

    Brújula y murciélago

    Cuarto acercamiento al ovni

    La momia y la niñera

    Arcana,

    Ciudad Escalera

    Tamara Romero

    PRIMERA PARTE

    LAS PSÍQUICAS

    1. Como si caminara entre tumbas

    La noche que alteró la frecuencia en los latidos del corazón de Moira Belis empezó con algo tan insignificante como un martilleo de bolígrafo sobre la tapa negra de un cuaderno. Hacía dos horas que había comenzado su turno en La Gárgola y solo habían entrado dos clientes. Apuntó la mirada en dirección a las falsas paredes de madera junto a la puerta, hacia una rendija por la que se colaba un fragmento del mundo exterior, y percibió el brillo de una cortina de lluvia. Era Séptimo Día y sería una noche larga y previsiblemente vacía.

    Moira paseó la vista por el local con los codos apoyados en la barra y el bolígrafo mordido entre los labios. La luz roja que expulsaban los neones inundaba todo el bar, incluidos el billar del fondo y los taburetes recién comprados. Todo en aquel antro era de un rojo agobiante que erosionaba la madera, así que estar allí era como ser tragado por el diablo y trabajar entre las paredes de su estómago. Moira ya se había acostumbrado al sonido intermitente de los trenes que circulaban sobre una vía suspendida cerca del techo. Las dos pequeñas locomotoras recorrían todo el local, entraban en la sala recreativa por un túnel del tamaño de una boca abierta y salían de su escondite victoriosas, un minuto después, por el otro extremo del bar. Lo primero que hacía al llegar cada noche a La Gárgola era activar los trenes mediante un interruptor.

    Hacía dos meses y medio que Moira Belis trabajaba en La Gárgola como camarera y solo tres que se había instalado en un ático en Arcana, en la zona de Misterios. Un ático era una palabra generosa para referirse a la buhardilla de la calle Diamantina en la que había conseguido hacer sitio a sus escasas pertenencias: una bolsa con ropa y enseres personales, una voluminosa maleta llena de libros y su gata Morgana.

    Ella siempre había soñado con irse a vivir a Arcana, conocida como la Ciudad Vertical, un inabarcable estado-montaña donde la existencia vivía a los pies de empinadas cuestas y escaleras mecánicas que parecían la vía directa hacia las estrellas. La Ciudad Escalera.

    Misterios, en la base de la montaña, era el distrito donde tenía lugar la mezcla humana más apabullante de toda la ciudad. Allí convivían bajo una inquietante paz simulada galeristas, pintores, estudiantes, músicos o Los Artífices, actores que representaban obras en mitad de la calle, en plena Plaza de la Duda, y que eran incapaces de despojarse de su personaje hasta mucho tiempo después de haber acabado su representación. Todos, en su esencia, desconfiados animales nocturnos.

    Las sensaciones de Moira durante los primeros días tras su llegada a la ciudad no eran abiertamente positivas. Era la primera vez que dejaba su casa, tenía solo veinticuatro años y por tanto poca experiencia en el manejo de expectativas, pero la instantánea ubicación en un mapa arcanés de un lugar llamado Misterios fue suficiente para, por una vez, tener claro que allí estaría su próximo hogar, al menos durante un tiempo.

    La Casa Siempre Alerta, un albergue de piedra blanca inmaculada regentado por una mujer llamada Thérèse, fue el primer lugar al que arrastró su maleta. Todo el mobiliario que había en su habitación era una vieja cama cubierta de óxido y un escritorio que no necesitaba silla, pues desde la cama se podía utilizar sin problemas. La siguiente prioridad para Moira fue buscar un sitio estable en el que vivir, que pudiera pagar con sus menguantes ahorros, y un trabajo nocturno que le dejase tiempo para ella misma, para reorganizarse y decidir qué hacer. La noche era un decir, pues en aquella época del año, Arcana, cuando aún era calurosa y húmeda, dormitaba la mayor parte del día en la penumbra.

    En el primer día de su llegada a Misterios, Moira echó un vistazo con resignación a su habitación diminuta de La Casa Siempre Alerta, pero ni aquella imagen poco alentadora logró aplacar las corrientes eléctricas que sentía en el estómago, fruto de la excitación. Salió a la calle, que estaba iluminada por farolas sucias, a buscar algo de comida y café, y algún periódico local en el que pudiera buscar un sitio donde vivir y un trabajo.

    Ya libre de los bultos que la habían acompañado desde la estación de tren de Marilyn, intentó verificar a simple vista si todo lo que había leído sobre Arcana era cierto o tan solo formaba parte de absurdas leyendas.

    Parecía como si los viejos edificios de piedra de la ciudad hubieran caído por casualidad alrededor de la montaña y hubieran echado raíces en lugar de tener cimientos. Como si cada casa, cada parque, cada piedra del pavimento, hubieran sido partículas de estrellas desprendidas del cielo de manera accidental y se hubieran depositado desordenadamente en las laderas de una montaña. Moira tan solo había dibujado un mapa mental del lugar en el que había decidido instalarse, Misterios, pero sabía que en la ladera sur, mucho menos abrupta, había una zona de altos rascacielos en la que se movían gran parte de las actividades empresariales, que en la norte había bosques impenetrables y que en el este vivían las familias más acaudaladas.

    Tendría que empezar por explorar la zona oeste, en la que se encontraba. Misterios, uno de los distritos más grandes y meridionales de Arcana, le pareció en sus primeros paseos bullicioso aunque acogedor, jalonado de cuestas y escaleras que conducían a niveles superiores de la ciudad e incluso algunas completamente verticales, como la que utilizaba para subir a la casa del árbol del jardín que le había construido su padre cuando era una niña.

    Misterios era una de las zonas más vivas de Arcana. Reunía a la población más joven de las cuatro laderas y en cada calle había algún bar o club. Moira comprobó en su primer día que aquella parte de la ciudad estaba repleta de salas de teatro y de conciertos, tiendas de discos antiguos y ropa, y acogedoras cafeterías. Había puestos de comida oriental y hierbas medicinales por todas partes. Tomó nota de los comercios que le llamaron la atención. Tal vez en algún sitio necesitaran una camarera o una dependienta. El distrito inmediatamente superior en la falda de la montaña, hacia la cima, era conocido como La Zona y allí vivían la mayoría de artesanos y psíquicos.

    Moira había aprovechado el trayecto en el tren interestatal hasta la ciudad para conversar a ratos con una periodista de La Voz que regresaba a Arcana tras sus vacaciones. Le explicó que en los últimos tiempos las calles de La Zona, donde la reportera vivía, se habían llenado de mercados ambulantes y de adivinos, brujos, médiums y todos los farsantes bundos de la ciudad-estado. Arzela Lod, que era como se llamaba la reportera, le contó que, hacía ya un tiempo, un aire incierto de desasosiego vagaba por cada esquina, por cada callejón de la ciudad. No solo en La Zona. Toda Arcana se había sumido en la incertidumbre y la circunspección tras la desaparición de la hija pequeña del gobernador, Yuri Vorlake.

    —No se sabe qué sucedió. La familia del gobernador vive en la residencia que está en la cima de la ciudad y desde allí dominan todo lo que acontece en las cuatro laderas. No conozco a nadie que haya estado dentro del Palacio de los Cielos. Cuando alguno de mis compañeros ha ido a cubrir noticias políticas, las recepciones han tenido lugar siempre en los jardines —le detalló Arzela, bajando el tono de voz a medida que hablaba hasta hacerse prácticamente imperceptible—. El caso es que un buen día nos llegó a la redacción de La Voz la noticia de la desaparición de la hija de quince años, Libet. Se esfumó sin más hace varias semanas. Las brigadas la buscan, claro está, pero nadie ha visto nada, ni ha dejado atrás ninguna pista, por mínima que sea. Es como si se la hubiera tragado la tierra. Eso es lo que han contado en la versión oficial, claro. Adivina qué pasa ahí en realidad…

    Moira mordisqueó una nuez dulce mientras escuchaba con atención el relato de su compañera de compartimento. Arzela parecía una mujer inteligente y muy perspicaz, capaz de llegar al fondo de los asuntos si empleaba toda su energía y sus dotes de investigadora. Tenía el pelo de un tono gris uniforme y llevaba unas gafas de ojos de gato que le daban aspecto de institutriz, aunque Moira dudaba que fuera mucho mayor que ella. Morgana empezó a maullar en su cesta.

    —Al parecer Lidochka, la mujer del Rapsoda (así llamaban también al gobernador Vorlake), no es la misma desde que desapareció su hija. Es lógico, pero lo que me parece más curioso de este caso es la serenidad con la que ha aparecido en las entrevistas en el circuito cerrado de televisión, como si tuviera el convencimiento de que su hija está perfectamente y se hubiera marchado por voluntad propia.

    —¿Y el gobernador qué dice? —preguntó Moira, alentando a su interlocutora.

    —Yuri Vorlake está prácticamente ausente. Toma decisiones, está claro, pero apenas comparece en público. Esta desaparición no podría haber llegado para él en peor momento, justo cuando le surgen algunos opositores y su hijo mayor, de quien decían que iba a sustituirle al frente de la cima, se ha echado atrás y ha dejado el palacio. Además, Yuri ya ha tenido algunos achaques.

    —¿También ha desaparecido su hijo?

    —No, simplemente se ha marchado del palacio. Anda vagando por los bares de Misterios sin hacer nada bueno y sin ser un claro apoyo para su familia en estos momentos difíciles. ¿Pero todo esto a qué venía?

    —Me estabas hablando de la gente que vivía en La Zona.

    —En realidad no hay mucho más que contar: desde que la niña desapareció todos los psíquicos de La Zona creen tener la clave para encontrarla y dicen que Lidochka abandona el palacio a menudo para visitarlos y consultarles. Supongo que son solo cuentos para atraer más clientela. He estado unos días fuera de vacaciones, así que seguro que me encuentro con alguna novedad.

    Arzela se sumió en el minuto de silencio más prolongado desde que había entrado en el compartimento que Moira había convertido prácticamente en su hogar, tras casi ocho horas de viaje, y le había preguntado si el asiento estaba libre. Sin embargo la periodista bajaba una estación después, por lo que tuvieron que despedirse de forma precipitada, ya que Moira paraba en la estación de Marilyn, el principal intercambiador de trenes de la ciudad, y Arzela seguía hasta El Nido del Halcón, la última parada del tren interestatal que iba hacia Arcana y que quedaba en la parte oeste de La Zona.

    Arzela la ayudó a recoger sus cosas apresuradamente y se despidió con un apretón en el brazo demasiado efusivo, a juicio de Moira. Le molestaba un poco no haber podido estar sola en el momento de su llegada, algo que había esperado durante tanto tiempo.

    —Tal vez nos encontremos en algún momento. A veces me gusta pasear por Misterios.

    No tenía claro si Arzela Lod le había caído bien o mal.

    Moira reordenó por tercera vez en aquella noche las botellas que se amontonaban en las estanterías, tras la barra desde la que dominaba el gran salón rojo de La Gárgola. Se aseguraba, por puro aburrimiento, de que las etiquetas estuvieran bien alineadas, como si mostraran una sonrisa a la clientela inexistente. Un espejo desgastado destelleaba tras los líquidos estancados. Había estado un buen rato garabateando en su cuaderno negro. Al jefe, al que todo el mundo llamaba Arcángel, no le hacía ninguna gracia que escribiera o leyera en sus horas de trabajo, ni siquiera si el bar estaba vacío.

    —Esto no es una oficina, Moira —le decía—. Si te aburres puedes quitar el polvo de las botellas.

    No siempre acertaba con su nombre. Maira y Marla habían acabado por gustarle y también respondía al oírlos. Aquella noche Arcángel andaba por ahí, seguramente durmiendo en el sofá del almacén, y el portero, Roru, charlaba en la puerta con los vecinos a pesar de la lluvia.

    De repente la puerta del bar se abrió y una figura encapuchada, envuelta en una capa negra que parecía flotar sobre un cuerpo, se deslizó hasta la barra con suma delicadeza a pesar de sus voluminosas botas, como si caminara entre tumbas. La figura llevaba un bolso colgado en bandolera, que acto seguido pasó con un gesto ágil y certero por encima de su cabeza encapuchada. Decenas de gotas de agua saltaron de la tela negra como pequeños proyectiles. Dejó el bolso sobre un taburete y se sentó en el de al lado. Moira se acercó al recién llegado y tan solo acertó a ver la mitad inferior de su rostro. Tenía los labios finos pero bien delimitados y una piel lisa y brillante, algo pálida. No pudo bajo ningún concepto establecer contacto visual con el cliente, pero Moira se plantó tras la barra en su habitual postura interrogante, manteniéndola cinco segundos antes de preguntarle qué tomaría.

    —Un vaso de ajenjo, por favor —respondió el encapuchado.

    Moira se dio la vuelta y buscó una botella de ajenjo verde que recordaba haber limpiado tan solo dos minutos antes. Cuando se giró hacia el inesperado cliente, botella en mano, este se había desprendido de su capa.

    Era una chica.

    Había esparcido sobre la barra del bar parte del contenido de su bolso: cerillas, papel de fumar, un paquete de picadura de tabaco París y una carpeta de la que asomaban muchos papeles desordenados. Por un momento a Moira le pareció demasiado aparatoso prender el ajenjo delante de la clienta, pensando que tal vez todas sus pertenencias arderían al instante en uno de sus habituales descuidos. Pero la chica vio cómo Moira traía todos los artilugios y echó a un lado sus cosas.

    Moira dejó sobre la barra la botella verde, la bonita copa esmaltada que utilizaban para servir el potente licor y una pequeña cuchara de plata. Buscó un terrón de azúcar bajo la barra y trató de escrutar el rostro de la chica con disimulo, mientras esta le ofrecía una de sus cerillas para completar el ritual.

    Era guapa, pero tenía un rostro duro. Los ojos claros emitían un brillo sobrenatural y tenía el pelo muy corto y rubio, casi platino. Un mechón rabioso bailaba sobre sus finas cejas, líneas perfectas que ponían de manifiesto la extrema intuición de la joven clienta. Moira calculó que era unos tres o cuatro años mayor que ella. Tal vez tenía veintinueve, pero no podía asegurarlo. Las arcanesas le habían parecido en general bastante aniñadas. Podría ser incluso algo mayor. Tenía un brazo tatuado, pero la luz de fuego de La Gárgola no le dejaba apreciar bien las formas del trazo sobre la piel. Moira vertió el líquido verde en la copa y puso el terrón de azúcar humedecido en la cucharilla en equilibrio sobre los bordes. Cogió la cerilla encendida que le tendía la clienta y la acercó al azúcar, que prendió con consistencia. Una gota de fuego se derramó en el vaso y contagió al resto del elixir. Moira buscó una jarra con agua y calmó la sed del ajenjo verde, hasta que desapareció la última lágrima de fuego.

    —Gracias —dijo la clienta, tomando la ardiente copa casi al instante—. ¿Eres nueva?

    Moira era consciente de su poca soltura con la ceremonia del ajenjo, algo que al parecer Arcángel había decidido pasar por alto.

    —Solo llevo aquí dos meses y medio.

    La clienta echó mano del tabaco París y asintió.

    —Hacía tiempo que no pasaba por La Gárgola ni por Misterios en general. Esto está un poco muerto.

    —La lluvia, supongo —contestó Moira.

    —¿Hoy no está Sho?

    —Es su día libre. ¿Eres amiga suya?

    —Somos conocidas. Me llamo Nix.

    —Yo soy Moira.

    —No eres de Arcana, ¿verdad?

    —No, llegué hace un tiempo.

    Moira restregó su mano por un paño rugoso que colgaba de una de las cajas de cervezas vacías bajo la barra y la extendió hacia la clienta, que la agarró con firmeza. Había considerado invitar a la recién llegada, si era amiga de Sho. Tenían ese código implícito de invitar a los amigos del resto de camareras si Arcángel no estaba a la vista, pero Nix ya había extendido un billete sobre la barra y de todas formas había especificado que «eran conocidas», así que Moira tomó el billete de diez blacs y regresó con el cambio. Intentó averiguar con una simple mirada si Nix era de las clientas que iban a beber solas a los bares, buscando refugio en sus propios pensamientos o, por el contrario, deseaba conversación. A La Gárgola no iban muchas chicas solas y las pocas que acudían a sentarse en la barra y beber hasta olvidar solían regresar a casa acompañadas por alguno de los habituales del local.

    Pero no parecía que Nix estuviese allí para ligar. La rubia clienta lió un cigarrillo y abrió la pequeña carpeta, de la que salieron despedidas algunas notas. Pareció perderse en aquel mar de papeles, mientras iba dando algunos sorbos insignificantes a la copa de ajenjo. Moira se desilusionó un poco. Por lo general, le gustaba interactuar con los clientes de La Gárgola. Cuando venían en parejas o en grupo, y aunque no fuera de lo más correcto, se apoyaba con disimulo en la barra, si no había demasiado trabajo, y escuchaba sus conversaciones. Le agradaba atender sus historias, o captar alguna frase que garabatear en su cuaderno. En general, ser camarera, si no había demasiado trabajo, podía resultar muy aburrido. No conocía a mucha gente todavía y aquella chica de la capa había captado toda su atención.

    La observó mientras manejaba sus papeles desde el fondo de la barra. Llevaba una camiseta negra de tirantes y el pelo casi blanco y marcial refulgía en el espectral salón principal del bar. Nix se llevó el cigarrillo a los labios y contempló cómo uno de los trenes pasaba por encima de su cabeza, a tan solo unos palmos de distancia. Tenía una estructura ósea curiosa, fuerte y consistente. Los brazos parecían modelados por el deporte —tal vez hacía pesas—y los tatuajes, sin embargo, eran coloridos y vívidos. La clienta reordenó por última vez los papeles en la carpeta, la cerró haciendo restallar las gomas y la guardó de nuevo en su bolso. Vio que Moira la miraba y le hizo una señal para que se acercara de nuevo.

    —¿Conoces todos los bares de esta zona? —le preguntó Nix.

    —Algunos. A veces salgo con Sho en las noches que coincidimos aquí. Nos vemos un rato antes y tomamos un café. O paso por algunos sitios de los que me hablan los clientes. Muchos hacen una ruta intensiva por todo Misterios y los conocen bien.

    —¿Has estado en el Tenebre?

    —No. Tengo entendido que se necesita una clave para entrar.

    —Me han hablado bien de ese sitio, me gustaría ir. ¿Sabes esa clave o cómo se consigue?

    Moira también había oído hablar largo y tendido del Tenebre a los clientes ofuscados que no habían conseguido entrar y a su propio jefe, Arcángel, que protestaba enfurruñado porque decía que desde que lo inauguraron había perdido la supremacía nocturna en la zona. La Gárgola, todos coincidían, ya no era lo que había sido. Se había retirado el pequeño escenario en el que se ofrecían conciertos y el alcohol era más caro. El Pantera o el Mist, sin ir más lejos, programaban actuaciones de magos y monologuistas de Pie de Palacio, el distrito circular en el norte de la ciudad, casi todas las noches. Pero lo del Tenebre y su selectiva admisión era todo un misterio.

    Decían también que el hijo del Rapsoda prácticamente vivía allí con su séquito. Hacía un par de semanas dos chicos gemelos habían entrado en La Gárgola para comprar una botella de bourbon entera que, por supuesto, Arcángel no le permitió vender y Moira había intuido que venían del Tenebre. Los chicos, idénticos, le habían llamado la atención al momento. Eran hermosos. Altos, esbeltos, con unos pómulos marcados, casi esculpidos, con la cabeza rapada. Llevaban ropa de vinilo negra y ajustada.

    Arcana tenía una altísima tasa de gemelos. Era una de las anomalías de la ciudad, algo inherente a aquella roca. Prácticamente, tres de cada diez partos en la ciudad era de gemelos y esta era solo una de las decenas de peculiaridades que Moira había leído antes de llegar a Misterios. Y lo comprobó enseguida. Era perturbador ver tantos clones por todas partes.

    —No sé la clave para entrar y no tengo ni idea de quién la puede tener. Es muy posible que la vayan cambiando —contestó Moira. Por un momento su devoción imaginaria por Nix se diluyó en el ambiente rojo y eso que ni siquiera había llegado a fantasear con la idea de que ella fuera una de las asiduas del Tenebre.

    —Creía que todas las camareras de la zona tendríais ciertos privilegios en los bares de Misterios.

    —Siento desilusionarte, pero intento huir de aquí cuando no estoy trabajando —mintió Moira, en un esfuerzo vano por resultar interesante—. ¿Por qué te interesa tanto ir al Tenebre? ¿Qué tiene de especial? —En realidad, a Moira le encantaba recabar información sobre aquel lugar y Nix había cambiado su comportamiento taciturno por una inesperada locuacidad inquisitiva.

    —Tengo curiosidad por ver a Los Estoicos.

    Moira abrió la boca para replicar, pero Nix había mirado su reloj de pulsera y se había levantado del taburete de un salto. Se echó la capa por encima y cogió el bolso.

    —Necesito un poco de aire. Vuelvo enseguida.

    Y sin mediar más palabra se dirigió a la puerta de La Gárgola y la abrió de manera enérgica. Miró a izquierda y derecha y se cubrió con la capucha, a pesar de que la lluvia parecía haber cesado. Moira se encogió de hombros y retiró la copa de ajenjo vacía y la cucharilla en el momento en que Arcángel, sobresaltándola, se asomaba por una ventanilla que se comunicaba con el salón interior del bar, que a su vez lo hacía con el almacén.

    —¿No ha venido nadie todavía? —le preguntó mosqueado.

    —Solo una clienta.

    Refunfuñó de nuevo y volvió a desaparecer en las profundidades del local, con un ejemplar de La Voz bajo el brazo.

    A Moira no le preocupaba demasiado la azarosa vida nocturna del distrito, ni que el hijo renegado del gobernador, o el Rapsoda, como todos le llamaban, se pasara la noche sembrando el caos y la gloria en el Tenebre. Todo eran habladurías. No se había trasladado a Arcana para salir por las noches ni para dejarse abrumar por la farándula. Solo aspiraba a un cambio en su rutina, saber exactamente qué le pasaba y alejarse de sus problemas.

    No le gustaba demasiado que la puerta de La Gárgola estuviera cerrada. Prefería ver la calle y atisbar durante dos segundos quién pasaba por delante, o quién se asomaba sin decidirse a entrar. Pero Roru a veces la cerraba y eso hacía que Moira se ahogara más aún en la luz roja. Se sentía el único miembro de la tripulación de un submarino aunque, obviamente, nunca había estado en uno. Cogió su cuaderno y apuntó: «Mierda de Astronauta». El título de la canción que sonaba.

    De repente la puerta de La Gárgola se abrió de un golpe seco y apareció Roru sujetando a alguien que parecía estar a punto de caer al suelo. No, no era Nix, que había salido hacía tan solo unos minutos. Era un joven  que parecía aturdido, o demasiado borracho, o tal vez había sufrido un accidente. Moira se asustó un poco ante la escena. Parecía semiinconsciente, pero Roru lo hacía caminar, sujetándolo por las axilas y arrastrándolo hacia la barra. Lo sentó en un taburete ante Moira y el chico pareció recomponerse por momentos. Tenía un fuerte golpe en una ceja y sangraba un poco, pero parecía estar bien, tal vez solo algo desorientado. Moira empezó a buscar el botiquín bajo la barra y llenó un vaso de agua. Aquella estaba siendo, al fin y al cabo, una noche movida. Roru se dio la vuelta y volvió al exterior rápidamente, tratando de avistar a alguien que, al parecer, había salido corriendo.

    Mientras volvía en sí, Moira observó al joven con atención, cogió un trapo de una de las cajas de warg, lo humedeció y lo apretó contra su ceja. No tenía mucha idea de cómo atajar heridas, pero el muchacho pareció reaccionar y se llevó la mano a la cabeza, sujetándolo él mismo. Llevaba una camiseta blanca bajo una cazadora de piel de color marrón, humedecida por la lluvia y ahora salpicada con algunas gotas de sangre. Tenía el pelo de color castaño y un tupé como armado con alambres que apenas se había movido tras el incidente.

    —¿Qué te ha pasado? ¿Te has caído? —preguntó Moira. La calle en esa zona de la ciudad empezaba a ser empinada y estaba realmente resbaladiza cuando llovía. Era un peligro.

    —Me han asaltado.

    —¿Te han robado algo?

    —Sí. Mi maletín —contestó, agobiado.

    En ese momento Nix volvía a entrar en el local, se retiró al instante la capucha y se acercó de nuevo a la barra. Observó la escena y comprendió que algo iba mal.

    —¿Qué ha pasado?

    —Le han atracado. ¿Aquí delante? —preguntó Moira.

    —Unos metros más abajo, frente a la tienda de antigüedades. Alguien ha venido por detrás corriendo y me ha empujado contra la pared. Me he caído y no lo he visto irse. Solo he notado un tirón y se han llevado mi maletín. ¡Mierda! Tenía cosas importantes dentro.

    —Déjame ver la herida —dijo Nix, acomodándose de nuevo junto a la barra.

    La frente del chico estaba empezando a adquirir un tono liláceo alrededor de un pequeño abismo de sangre. Nix revolvió con seguridad el contenido del botiquín y localizó una tirita. Habló con una segura actitud de enfermera.

    —Si no te encuentras mal, ni estás mareado, tapamos la herida y ya está. No parece seria. Pero mañana a primera hora no estaría mal que vieras a un médico.

    —Deberías denunciar el robo a las brigadas —apuntó Moira.

    —No quiero saber nada de las brigadas —contestó el chico mientras hacía gestos de dolor bajo las manos ágiles de Nix.

    Moira no había notado la zona particularmente amenazante en aquellos días y, además, las brigadas pasaban por allí a menudo. Al parecer, había un grupo dedicado en exclusiva a buscar a la hija desaparecida del Rapsoda en aquella zona, o al menos eso era lo que le había dicho Arcángel. Moira llegaba a casa sola con frecuencia bien entrada la madrugada y jamás había tenido ningún problema, ni se había sentido insegura.

    —¿Quieres tomar algo? —le preguntó Moira al chico, echando un vistazo a la ventana por la que solía asomarse Arcángel—. Te invito.

    —Te lo agradezco, pero es mejor que me vaya. Gracias por curarme, a las dos. Mi nombre es Lirón, por cierto.

    Nix tomó la palabra y las presentó a ambas. Lirón —aquel no debía ser su nombre real— parecía preocupado por algo y aturdido todavía por el golpe. Moira se preguntó si diez minutos después se acordaría de ellas.

    —Mis amigos me están esperando. Estamos en el Tenebre, ¿lo conocéis? ¿Por qué no pasáis por allí más tarde?

    —¿No se necesita una clave para entrar? —preguntó Nix.

    Lirón sonrió al mismo tiempo que se levantaba. Se dirigió hacia la puerta despidiéndose con la mano, de espaldas. Tan solo se giró veinte grados para contestarle:

    —Solo tenéis que decirle al portero que Lirón os ha invitado.

    2. Tenebre

    Nix y Moira se miraron al instante y supieron, en especial Moira, debido a su extrema empatía, que su encuentro aquella noche no había sido del todo casual. La camarera pareció no recordar su cansancio repentino y pensó que era la mejor de las ideas ir a ese sitio del que tanto había oído hablar. Aún quedaba una hora para cerrar La Gárgola y Nix volvió a su sitio en la barra, ante sus papeles. Pidió otro vaso de ajenjo y no intercambió más palabras con ella durante un buen rato. Entraron dos clientes, Loy y Sensei, habituales en una noche de Séptimo Día. Loy se acercó a Nix y le preguntó si quería jugar con ellos al billar. Ella lo sopesó unos instantes y accedió, bebiéndose al mismo tiempo el último trago que quedaba en su copa.

    Cuando Arcángel emergió del sótano y accionó el interruptor para apagar la luz roja y devolver un halo de realidad amarillenta a la estancia, Nix volvió a la barra, donde había dejado su bolso abandonado. Sonreía. Moira había visto desde la distancia cómo su técnica perfecta con el billar había desarmado a Loy, quien ahora la miraba a lo lejos, sin saber si disparar sus últimos cartuchos e intentar volver a casa acompañado aquella noche.

    —¿Vamos al Tenebre? —le preguntó a Moira.

    —¿No es un poco tarde? —Moira se hizo de rogar, sin éxito.

    —Haz lo que quieras. Yo voy a ir.

    Moira solo pensó durante dos segundos, estiró del bolso que guardaba bajo la barra y salió disparada.

    —¡Espérame, voy contigo!

    Fuera, en la calle Zénit, la noche era de nuevo pesada y calurosa tras la lluvia. Eran las dos y media de la madrugada. En el cielo refulgían las estrellas que formaban la palabra HUNDLO. Aquella extraña constelación solo era visible desde Arcana y algunos cientos de kilómetros alrededor de la montaña. Pero únicamente desde allí parecía una palabra escrita en el cielo sin sentido alguno.

    La calle Zénit era estrecha y casi siempre algo maloliente, pero las dos chicas no repararon en nada fuera de lo común, ni siquiera en las palabras de Roru,

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