Jenkins & Sinclair. La máquina de Atwood
By D. D. Puche
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About this ebook
Navidad de 1896. Amanda Jenkins, una eminente profesora universitaria, recibe una carta póstuma de su viejo mentor, el Dr. Atwood. En ella relata unos hechos terribles acerca de una ominosa máquina que ha construido para el malvado barón Hoffmann. Si no la encuentra a tiempo y detiene su puesta en marcha, la ciudad de Port Heaven podría estar en peligro. Puede que hasta el destino del mundo se juegue en los siguientes días. Para ayudarla, Atwood le sugiere a la Dra. Jenkins que busque al Dr. Sinclair, un viejo compañero de estudios, que resultará ser mucho más que un simple erudito. Juntos, reconstruirán los últimos días de vida de Atwood para resolver el misterio que encierra su máquina.
'Jenkins & Sinclair. La máquina de Atwood' es una novela que aúna el horror lovecraftiano con elementos steampunk y un toque de humor, en la que una pareja de científicos se enfrenta a unos poderes que van mucho más allá de su compresión de la realidad.
Primera entrega de la serie JENKINS & SINCLAIR. INVESTIGADORES DE LO SOBRENATURAL.
D. D. Puche
D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.
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Jenkins & Sinclair. La máquina de Atwood - D. D. Puche
I
17 de diciembre de 1896
Estimada Dra. Jenkins,
Le escribo esta carta con motivo de una cuestión de máxima urgencia e importancia capital para todos nosotros. Como Ud. ya sabe, los últimos años trabajé incansablemente en un proyecto científico relacionado con la generación y transmisión de energía. Mi objetivo, en colaboración con el profesor Bauer, del Departamento de Ingeniería Aplicada de la Universidad Central de Port Heaven, era proveer a la ciudadanía de un caudal de electricidad abundante y barato, siempre en aras del progreso y el avance de la sociedad. Ud. sabe que ése y no otro fue siempre mi propósito. Que Dios me perdone. Embebido en una soberbia que nació de mi débil naturaleza humana, fui más allá de todo lo razonable en mi búsqueda de tal prodigio científico. Y así, ayudado por la actual capacidad de la ciencia, alcancé cotas de saber que pueblos pretéritos sólo vislumbraron puntualmente, exceptuando quizá a los antiguos egipcios.
Me imagino que, como todo el mundo en esta universidad, sabrá que el profesor Bauer abandonó el proyecto tras dos años de trabajo juntos. Si ha oído rumores al respecto, sólo puedo confesarle que todos ellos son ciertos: mi colega y amigo se retiró de nuestra común empresa debido a mi obsesión cada vez más voraz y enfermiza, llegando a perder tantas horas de sueño, de trabajo, y lo que más lamento de todo, de pasar tiempo con nuestras familias, que el Dr. Bauer decidió no proseguir en el mismo camino a la autodestrucción. No puedo culparle; antes bien, él logró darse cuenta tempranamente de lo que yo no pude, o no quise ver. Y así, salvó su vida de lo que ahora estimo una locura, una infame blasfemia contra la humanidad. Mi arrogancia me llevó a la perdición.
Debo explicarle que, tras la marcha de Bauer, no hice sino caer en una fiebre aún más intensa y enfermiza, ayudado tan sólo por becarios del Departamento y algún otro personal contratado por mí, que apenas duraban un par de meses a mis órdenes al no poder aguantar lo que les exigía; y también viendo lo que era, seguramente para toda mirada clara y cuerda, una inmensa calamidad anticientífica. Me veía obligado a reponerlos continuamente, hasta que ya no encontré a nadie más que colaborara conmigo. Mis problemas con la universidad fueron en aumento, debido a mis constantes ausencias a las clases, hasta que finalmente fui despojado de la financiación, de un lugar destinado a mi investigación, y por último, de mi puesto como profesor.
Fue entonces cuando, de manera propicia, y ahora sé que calculada, apareció en mi camino quien habría de ser mi mecenas el último año y medio. Supongo que no la llevará a sorpresa saber que tal hombre era el acaudalado barón Hoffmann, uno de los hombres más ricos de Port Heaven gracias a sus negocios financieros y en la industria del acero y el carbón, así como en la naviera, con su propio astillero en el puerto de la ciudad. Viéndome protegido por su inagotable caudal de inversión, y provisto de todo cuanto necesitaba, pasé el siguiente año sumergido en mis experimentos sin mayor intervención ni preguntas del barón, salvo puntuales reuniones de cortesía para comentarle mis avances.
No fue hasta hace aproximadamente seis meses cuando comenzó a interesarse más y más por mi investigación, haciéndome partícipe de ciertos deseos suyos y exigiendo plazos para determinados logros del asunto que tratábamos. Sólo puedo decirle que, si entonces no me percaté de la sutil desviación del terreno que yo investigaba hacia otros de mayor interés para Hoffmann, fue hace unas semanas cuando adquirí plena consciencia de que su protección económica había estado desde un principio encaminada a lograr un objetivo perfectamente planificado por él.
Y lo peor de todo que debo confesarle, es que alcancé ese objetivo. Que Dios me perdone. Sumido los últimos meses en la más atroz enajenación, la sinrazón me poseyó en una especie de sueño cientifista y contra natura del que no podía despertar; apenas comiendo, perdiendo peso, salud y hasta mi propia identidad, sólo estaba centrado en terminar el proyecto que ahora, despertado de esa perversa pesadilla, con plena conciencia, puedo reconocer como un grotesco e infame atentado contra la humanidad. Sólo puedo describir como una abominación lo que, llevado por mi voluntad de conocer más, de lograr lo que nadie había logrado antes, creé para el barón, y de lo que me arrepiento de todo corazón. Ojalá haya clemencia para mí.
Siento no poder darle más explicaciones, querida Amanda. Siempre fue mi más aventajada alumna, mi estudiante de doctorado más capaz, aun siendo la única mujer en un terreno colmado de hombres. Pero nunca conocí un ingenio como el suyo, que ahora necesito desesperadamente. Pues llevo desde hace días siendo vigilado constantemente, perseguido por miradas inquisitivas allá donde voy, y debido a ello vivo semiencerrado en un pequeño apartamento del centro, donde me he ocultado últimamente. Temo que pueda pasarme lo peor, y no confío en nadie más que Ud. Si hace años fue mi mejor alumna, creo que ahora podrá desentrañar la cuestión que me ocupa, y que me ha llevado al peor de los destinos, traicionando a la humanidad entera.
Por favor, busque al profesor Sinclair, del Northeastern College. Vive en Yorickshire, a pocas millas de aquí. Es un viejo amigo con quien estudié en mi juventud, experto en ciencias naturales y parapsicología, y creo que estará en disposición de ayudarla. No confíe en nadie de nuestra universidad, no hable con nadie de esta ciudad. Siento ponerla en esta situación, pero la ocasión es de una prioridad absoluta. Nuestro destino depende de ello.
Sé que estoy siendo vigilado. Ya vienen a por mí. Trataré de despistarles como pueda, para poder echar esta carta al correo, pero no sé si tendré mucho tiempo. Vienen en mi busca, lo sé. Aguardan la ocasión de terminar conmigo, para no dejar cabos sueltos. Él los ha enviado, son sus esbirros. Reconocí a uno de ellos tras una esquina, cerca de mi apartamento: un bruto con una cicatriz en la cara. Cuídese de tales elementos. Sospecho que mi fin está próximo. Si algo me pasara, haga lo que le he dicho, busque al profesor Sinclair. Busque la infernal máquina que construí para Hoffmann. Acabe con ella, por lo que más quiera. Que Dios me perdone.
Mucha suerte.
Robert Atwood
II. 21 de diciembre
La Dra. Jenkins dobló de nuevo la hoja de papel y la dejó sobre la mesita del salón, al lado del periódico de hacía dos días. La conmoción por lo que había leído, sumada a las últimas noticias que había tenido de su viejo mentor y amigo, la obligó a sentarse en el sillón. Había leído la carta de pie, nada más entrar en su apartamento, en cuanto vio el remitente, y el contenido le había dejado muy afectada. Tras darse unos instantes para recuperarse de tan aciaga lectura, acudió a la cocina y se echó un vaso de agua: tenía la boca seca y necesitaba beber algo. Quizá algo más fuerte. Volvió al salón y tomó de nuevo la carta, casi con temor, como si aquella inofensiva hoja de papel pudiera hacerle algún daño. Volvió a leer la fecha del encabezado: 17 de diciembre. Había sido escrita cuatro días antes. Eso hizo estremecer aún más a la Dra. Jenkins. Tal vez ella había sido la última persona con la que comunicó el Dr. Atwood. Acababa de regresar de su entierro.
Tres días antes, la noche del 18 al 19, su viejo maestro había sido encontrado muerto en la calle por un cochero, que casi le pasa por encima con sus caballos. La noticia había salido en las páginas de sucesos. Así es como la Dra. Jenkins se había enterado de lo sucedido; aunque aquella mañana, en la universidad, ya todo el mundo hablaba de ello: el otrora prominente matemático y científico, fallecido pocos años después de haber sido echado de la universidad. Todos los rumores, en los despachos y pasillos, hablaban de unos turbios últimos años del Dr. Atwood, sumido en una progresiva enajenación debido a su trabajo con la electricidad. Aquello, ese utópico proyecto de transmitir un casi inagotable caudal de energía por todo el mundo, le había llevado a la perdición.
Pero para Jenkins, quien había sido alumna suya durante la carrera y después tutelada por él en su doctorado, Atwood era el hombre más sabio y juicioso del mundo académico. Había aprendido de él cuanto sabía de física y biología, ya que, dotado de una excepcional comprensión científica y filosófica, Atwood logró un dominio poco usual del saber de su tiempo. Y si bien es cierto que en los últimos años no había visto demasiado a su viejo maestro, en parte debido a cierto distanciamiento por las diferentes ocupaciones de ambos, le seguía profesando un gran respeto e incluso cariño. Años atrás, solían quedar al menos una vez al mes para tomar un café y hablar de sus respectivos progresos. Pero la introspección de Atwood se había ido acentuando, hasta que abandonó todo compromiso social. Cada vez más huraño y huidizo, y embebido en sus experimentos, apenas le vio en los dos años previos a su muerte, y ciertamente, daba muestras de fobia social y de una inquietud paranoica de que alguien le robara su trabajo.
Pero ahora, leída la carta, la Dra. Jenkins se preguntaba si todo aquello no estaría motivado, más que por un sobreesfuerzo intelectual y unas incansables jornadas de trabajo, por esa apropiación abyecta de sus ideas por parte del mecenas de Atwood, el barón Hoffmann. ¿Habría algo de racional en todo aquello? ¿Estaba Atwood realmente recuperado de su febril investigación los últimos días, cuando redactó la carta, o seguía aún sumido en ese maremágnum de ideas torturadas a las que la excesiva dedicación a su máquina le habían abocado?
Jenkins examinó de nuevo la carta. No había duda de que estaba escrita con la elegante letra de Atwood, con una caligrafía recta y firme, aunque con los trazos ciertamente más alargados y nerviosos de lo que ella recordaba, especialmente hacia el final de la hoja. Tal vez la letra del profesor hubiera cambiado un tanto con los años, aunque la impresión que daba, y más si cabe por el contenido de la misiva, era que a Atwood le preocupaba realmente algo, o bien sentía un temor bien fundado de que estaba siendo acechado. ¿O sería todo ello también prueba de un trastorno ya incurable, una deriva hacia la locura que encontró su última manifestación en las inexistentes maquinaciones que describía en su contra?
Tras un rato dándole vueltas a la carta, con excesiva preocupación y ciertamente afectada por los acontecimientos, Jenkins se quitó la falda y la blusa negras, así como el sombrero