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Intergaláctica (La Trilogía Completa)
Intergaláctica (La Trilogía Completa)
Intergaláctica (La Trilogía Completa)
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Intergaláctica (La Trilogía Completa)

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About this ebook

La Trilogía Completa de la serie de CiFi-militar y Space Marines a un precio increíble de $0,99. A precio reducido por tiempo limitado. No te pierdas esta oferta.

Incluye: Torragami, Alastar, y Ronin.

Año 2095. La tercera guerra mundial ha estallado. Después de sesenta años de bombas nucleares, el mundo ya no es lo que era. Es un desierto sin vegetación, sin animales.

Los estados confederados en la Megaschín avanzan para imponer su régimen comunista en todo el planeta. Si nadie los detiene, la libertad también se extinguirá para siempre. Los poderes aliados se han unido en la ÆTAS para derrocar el totalitarismo de la Megaschín.

Me llamo Argo. Soy uno de los millones de desafortunados que ha nacido bajo el signo de la guerra, en el bando ocupado por los comunistas. La ÆTAS está reclutando soldados. Se rumorea que la contienda ha llegado a su clímax, que la balanza está a punto de decantarse a un lado.

Podemos esperar a que nos borren de la faz de la Tierra o unirnos a la batalla y darlo todo. Mi padre, lo intentó. Yo le seguiré los pasos, y espero conseguirlo. Me acompañan mis mejores amigos, la única familia que me queda ya.

Nos vamos a la guerra y ¡lucharemos hasta la muerte!

LanguageEspañol
Release dateJan 4, 2019
ISBN9780463869093
Intergaláctica (La Trilogía Completa)
Author

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    Intergaláctica (La Trilogía Completa) - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Intergaláctica

    —La Trilogía Completa—

    Incluye:

    Torragami

    Alastar

    Ronin

    Por:

    Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Todos los derechos reservados 2019

    Descubre: Héroes de Leyenda (Literatura Juego de Rol)

    Te invito a descubrir la nueva serie Héroes de Leyenda. Es una obra que mezcla la fantasía con la cifi que toma lugar en un universo vasto. Combina elementos de Juego de Rol con fantasía épica y ciencia ficción. Encuéntra el primer libro aquí:

    Héroes de Leyenda (books2read.com)

    Ver el trailer (pincha aquí)

    axe-ebook

    Derechos

    Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

    Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

    Los Artistas

    Una obra creada por Pablo Andrés Wunderlich Padilla.

    Edición por Nieves García Bautista.

    Arte de portada: Gabriele D’Aleo.

    Torragami

    TORRA ESPANOL

    —1—

    —Por favor no lo hagas. Es la muerte segura —dice Mario, mirando a los lados—. Argo, bien sabes que después del intercambio de bombas nucleares y la pérdida de la guerra multidrónica, la ÆTAS ha quedado sin esperanza. Esta guerra se gana con drones, amigo, y la Megaschín tiene a más de mil millones. Estamos perdidos.

    Mario tiene razón en un aspecto: la Megaschín es poderosa. Cómo no serlo si es fruto de la unión entre la confederación de Rusia, China y sus tierras conquistadas, incluyendo la mayor parte de Asia, y por supuesto toda Latinoamérica desde México hasta la Patagonia.

    Cuentan los viejos que durante la tercera guerra mundial, Estados Unidos, la gran potencia hegemónica por aquel entonces, estaba distraída defendiendo a Europa. Fue entonces cuando Leonardo Chávez, con la ayuda de un ejército de drones facilitado por China, conquistó Latinoamérica de un zarpazo.

    La batalla que conquistó Latino América durante la guerra mundial tres duró menos de un mes. Después, el bastardo bautizó su imperio como ESLA: Estados Socialistas de Latinoamérica.

    —Argo, escucha —continua Mario sin dejar de escudriñar los alrededores—. En estos días no hay que fiarse de nadie. La SEDISU tiene ojos en todas partes. El gobierno paga bien a sus espías y envía a los rebeldes a los fríos calabozos. Todos odian a la CCR y pronto acabarán con ella. Argo, mírame a los ojos: no hay esperanzas. Lo mejor que puedes hacer es mantener la cabeza gacha y desear que la puta guerra finalice.

    La CCR… Coalición de Ciudadanos Rebeldes: un verdadero fracaso. Fue el último intento por parte de las naciones sometidas bajo la nueva ESLA de detener a Leonardo Chávez. Pero el caudillo, apoyado por la Megaschín y en posesión de un arsenal de drones y de la inteligencia satelital, ya era imbatible.

    Los viejos todavía hablan de los días de la Gran Rebeldía, cuando muchos de los que se opusieron murieron.

    —¿Y dejarás así sin más que gane el totalitarismo? ¿Estás loco o qué? —Creo que he hablado demasiado alto y me giro para observar la reacción de los demás. Algunos me devuelven el gesto inquisitivo. Son tiempos de suspicacia generalizada.

    —¿Sigues creyendo que la libertad y la democracia vencerán? ¿Por qué crees que se formó la ÆTAS? Se creó cuando los aliados perdieron la guerra multidrónica. Se dice que ya no tienen drones.

    —¿Y qué si no tienen drones? —escupo hastiado.

    —Desde el año 2030 las guerras se libran con drones. ¡Y ahora están enviando a soldados de carne y hueso para defender la tierra madre! ¿Y a quién crees que ponen en primera línea de combate?

    —Pues… a todos por igual —contesto.

    —Estás ciego. Alguien te ha metido en la cabeza esta maldita aventura, Argo. Tuvo que haber sido Carmen, la tía que te trae de los huevos. Ella jamás te soltará ni un pelo —me recrimina con un gesto ofensivo.

    Mario tiene razón. Todos sabemos, por la propaganda, que la ÆTAS está reclutando extranjeros y eso solo significa que no disponen de un buen suministro de soldados para oponerse al avance de la Megaschín.

    —Confío en ti, Mario —le susurro y espero a que un par de enfermeras pasen de largo—. Ya sabes que no tengo a nadie en Guatemala.

    Nací en el año 2070, cuando la antigua Guatemala ya era parte de la ESLA y el invierno nuclear bloqueaba el sol. Las nuevas generaciones ya le llamaban casa a ESLA.

    —Tío, puedes confiar en mí. Pero te digo: me cabrea que te enroles solo porque Carmen y Jorge lo hicieron —repuso Mario con burla—. De verdad, ten cuidado. Considera lo que la ÆTAS te pide a cambio a migrar: diez años de servicio militar. ¡Diez putos años!

    —Pero cuando cumples la década de servicio egresas con dinero y libertad. Yo te entiendo. Eres un cobarde.

    —Carmen se ha encargado de lavarte el coco —replica Mario llevándose un dedo a la sien—. Admítelo. Lo estás haciendo por ella.

    —No seas hijo de… A veces me enojas… Pero somos amigos. No hay nada pendiente entre nosotros. ¿OK?

    —Lo que tú digas, compa.

    Como cada día, una comitiva de oficiales de la SEDISU comienza a inspeccionar el hospital seguidos por dos androides y dos avispones. Esos drones siempre consiguen revolverme las tripas; a veces hasta se me han aflojado los esfínteres. Quizá sea por su presencia intimidatoria, con ese blasón de la Megaschín en el centro de sus corazas negras, que representa un puño rojo rodeado por una estrella del mismo color.

    Pero no se trata solo del aspecto. Según Mario, los creadores de drones buscaban dos cosas: un diseño barato que facilitara la producción a gran escala y que fueran letales. Lo habían logrado con los androides y los avispones.

    Un robot de dos metros de altura pasa a nuestro lado caminando sobre dos patas. Se desplaza con movimientos gruesos y deliberados, acompañados por el ligero siseo de sus tuercas y pistones. La cabeza gira en derredor, estudiando el terreno. Por brazos llevan dos M50 capaces de reducir a un grupo de cien personas a carne molida con un par de ráfagas.

    Los avispones, por el contrario, son del tamaño de un torso humano. Tienen un cuerpo ahusado, en forma de avispa, con cuatro hélices: dos delante y dos detrás, con el fin de dotarles de mayor agilidad en el vuelo. El avispón es el drone más común. Puede derribarlo un rifle hechizón y he visto a rebeldes lograrlo incluso con piedras. Sin embargo, cuando se unen en grupos de cincuenta o más, literalmente parecen una maldita colmena. Y vaya si son destructivos.

    Dos oficiales de la SEDISU en uniforme verde oscuro me dedican una mirada amenazadora. Siguen de largo al percatarse de que drones no han reparado en mí.

    No existe peor cosa que un drone se interese en ti. Me ha pasado dos veces en mis veinticinco años de vida en esta podrida nación de socialistas. Y las dos veces me oriné.

    —Es lo único bueno de ser médico en este puto país —le digo a Mario en un susurro—, que por lo menos te respetan un poquito los perros de la SEDISU.

    Sedición. Disolución. Supresión. Eso significa su bastardo acrónimo.

    Estoy seguro de que planificaron la muerte de mis padres en el accidente en el metrocable. Jamás los perdonaré. Yo tenía quince años. Tuve que crecer solo, en mi pequeño apartamento en la zona 10 de Guatemala. Fue en aquel entonces cuando me uní a la escuela de medicina.

    Los androides detienen a un ciudadano sin razón aparente.

    —Papeles, por favor. Identifíquese de inmediato o será fusilado — dice la voz mecánica del robot.

    —Espero que no huya —señala Mario—. Es lo peor que podría hacer.

    —Creo que…

    Maldición. El tipo se asusta, como cualquiera que tuviera que enfrentarse a semejante máquina con dos metrallas.

    El infeliz no corre ni diez metros cuando el avispón lo derriba con una ráfaga de plomo.

    Carne molida. Es lo que parece un cuerpo humano cuando es acribillado por los drones.

    —2—

    El zumbido de varios aerocorazados me sobresalta. Elevo la mirada para estudiar la trayectoria de las gigantes naves sobrevolando el Hospital Nacional de la región. No puedo evitar sentir un escalofrío.

    Las calles están llenas de transeúntes que tratan de seguir con su vida y sus rutinas mezclados con las patrullas de androides y abejorros.Estoy llegando a casa. Vivo en lo que antes se conocía como la zona 10 de Guatemala, lo que los viejos que vivieron la transición de la democracia al comunismo conocían como la zona más adinerada del país.

    Ahora, en cambio, es una auténtica ruina tras tanto bombardeo. A los lados de las carreteras se apilan un sinfín de automóviles eléctricos hechos carcacha tras las guerras. Nadie se ha preocupado nunca de moverlos de ahí. Mucho menos el gobierno instalado en la vieja Venezuela.

    Suspiro y continúo andando a paso ligero, protegiéndome la piel para prevenir un linfoma o una leucemia mortal. La constante capa grisácea que tenemos por cielo hace difícil distinguir el día de la noche sin un reloj digital.

    Cuando iba a doblar la esquina y enfilar el último tramo hasta mi casa, me llegó el delicioso aroma del gaucho cercano y no puedo resistirme a la idea de comerme un buen pedazo de carne de alimaña. Al llegar a la pequeña carreta saludo al cocinero. También hay tres viejos que comen y hablan a regañadientes. Me observan un instante con desinterés y continúan platicando en susurros. Uno de ellos tiene la nariz hecha un globo rosado, efecto evidente del invierno nuclear.

    —¿Qué pues? ¿Cuánto, papaíto? —pregunta el cocinero de cara carcomida a causa del exceso de radiación.

    —Uno de rata con salsita especial —respondo—, con el pan de elote bien tostadito. Gracias.

    —Tres dólares, papá —dice el cocinero mientras se afana con la carne.

    —¡TRES! —grito—. ¡Eso es absurdo! ¡La semana pasada estaban a uno con cincuenta lenes!

    El cocinero, un tipo con sombrero blanco y un delantal ensangrentado por destripar tanta alimaña, me devuelve una mirada de compasión. —Ha subido el precio, papá. Fíjese que la rata está cara estos días. Hubiera pedido pichón o lagartija. Hay bastante paloma en las viejas iglesias y esas siguen baratas, pero… es así.

    Solté aire con desconsuelo. Con menos de mil dólares venezolanos como estipendio mensual, un citadino como yo apenas lograba pagar la renta, por lo que conseguir comida que pudiera costear era una misión imposible. Claro, siempre está el quintal gratis de maíz genéticamente modificado que el gobierno amablemente te otorga, pero te cansas de comer lo mismo todos los días.

    Tengo amigos que se dedican a la cría ilegal de ratas para comer, pero yo jamás me he atrevido a desafiar al gobierno y sus leyes… Bueno, no hasta ahora que pienso migrar a la ÆTAS.

    Saco un fajo de veinte billetes de a uno y le entrego tres al cocinero. Los viejos se giran hacia mí con renovado interés. Nervioso, guardo el resto de los billetes lo más rápido posible.

    Espero algo ansioso por mi rata. Alguna vez hubo perro asado, pero los viejos cuentan que los canes se extinguieron cuando se convirtieron en la carne más popular. Mucho antes desaparecieron el pollo, el cerdo y la res. Pero eso fue hace demasiado tiempo, no tiene sentido pensar en ella. A mi parecer, nadie puede decir que la carne de rata o de pichón no es deliciosa, porque realmente que son mejor que las putas arepas.

    —Un gaucho de rata.

    —Gracias —digo. Pago y tomo el pan entre las manos para salir de allí enseguida.

    Cuando voy a darle el primer bocado a la rata, otro grupo de aerocorazados pasa en formación sobre la ciudad, con sus reactores nucleares emitiendo el clásico zumbido. Me viene a la cabeza que Mario suele decir que la Megaschín está a punto de iniciar la exploración espacial más allá de la atmósfera de este pútrido planeta. Con semejantes máquinas no me extrañaría que conquistaran el espacio e iniciaran lo que la propaganda llama La Colonia.

    No sé nada del espacio ni me interesan los planes de la Megaschín de colonizar el universo inhabitado. Para ser sincero, en realidad prefiero que esos cabrones jamás colonicen nada, y que la ÆTAS los extermine cuando gane la guerra.

    Me concentro en el guacho para gozarlo al máximo. Nunca sabes cuándo volverás a comerte otro y no todos son tan deliciosos.

    Mierda. Me están siguiendo, creo que son tres. Acelero en los últimos metros para alcanzar las gradas a mi apartamento. Paso por delante del elevador en desuso, como todos en la ESLA tras el inicio de la tercera guerra mundial.

    —¡Argo! ¡Detente! ¡Argo!

    Me doy la vuelta esperándome lo peor. La sangre me vuelve al cuerpo cuando veo que son Carmen y Jorge. Los acompaña un asiático al que no conozco.

    —Argo… Por fin te hallamos —dice Carmen. Va vestida con un sencillo vestido gris y lleva el cabello castaño como siempre, recogido en una cola de caballo. Está guapísima. Se me acelera el corazón cuando me topo con esos ojos color café.

    —Qué tal, compa —me saluda Jorge y nos damos un apretón de manos—. El momento ha llegado. Creo que la SEDISU nos tiene pillados y no tardan en ya sabes qué… —advierte con el rostro pálido. Su cabello y sus ojos oscuros no esconden el miedo.

    —¿Me das una mordida? —me pide Carmen—. Estoy que me muero del hambre.

    Me arrebata el preciado gaucho y con dolor observo cómo le dedica una apetitosa mordida. Me devuelve menos de la mitad.

    Si no fuera Carmen, ya le habría gritado sus verdades. Me resigno y me meto el resto en la boca, no sea que a alguien más se le ocurra pedirme una mordida.

    —Te presento a Xi —dice Jorge—. Nuestro piloto hacia la libertad.

    —Muchachos, acabo de recibir un informe sobre los pasos de la SEDISU —dice Xi—. Están bastante cerca. Debemos marcharnos ya mismo.

    El corazón me palpita a toda velocidad. Con la boca llena logro preguntar: —¿Y mis pertenencias? No podemos irnos así sin más…

    —No hay tiempo para empacar nada de nada —contesta Carmen—. Nos vamos con la carne y los huesos, y eso es todo lo que necesitamos —añade con una sonrisa.

    Jorge también sonríe, aunque se le nota nervioso. Solo Xi permanece tan serio como yo.

    —¿Ahorita? —quiero asegurarme, tragando pesado.

    —Es ahora o nunca —insiste Xi.

    A mis espaldas, está mi apartamento. Me giro y me despido con una última mirada, deseando que ningún drone nos intercepte. Xi se pone en cabeza y nos guía a través de varios túneles. Cruzamos un viejo sótano y llegamos a un aerocorazado.

    Voy hacia uno de los lados, para averiguar a quién pertenece la máquina: a la ÆTAS. Además, parece que la nave de guerra de la alianza está equipada con toda clase de misiles, cañones y metrallas. Los reactores nucleares, en marcha, despiden polvo y arena. Cuando entramos, veo que hay más gente. Dos soldados me sientan y me aseguran el cierre. Atrás no queda más que un sótano vacío.

    —¡GO! ¡GO! ¡GO!

    —3—

    Tras un precipitado despegue, la nave sale disparada a una temible velocidad. Aferrado al casco de la nave, siento la poderosa fuerza g revolverme la rata en el estómago.

    —Esta es la parte más peligrosa —anuncia el tipo frente a mí. Al lado de él se sienta Jorge y a mi lado Carmen.

    —¡Sujetaos! —anuncia el piloto desde la cabina.

    —¿Por qué? —pregunta Carmen.

    —Tenemos que hacer todo lo posible para evitar que los radares y los autodrones nos pillen y den caza.

    —¿Autodrones? —pregunto.

    Ese tipo me irrita, no sé por qué. Quizá por su cuerpo delgado y atlético bajo la túnica de campesino, o por su sombrero de mimbre, pero a duras penas puedo mantener la serenidad frente a él. Es moreno de tez, de cejas espesas y ojos de gavilán. Parece que no se le escapa una. La mandíbula cuadrada y los labios pequeños le dan ese toque del hombre que puede con todo.

    —Ya sabes, los drones automatizados que patrullan los perímetros de la ESLA. Especialmente los destructores, los jets automatizados.

    No me explico cómo este campesino está enterado de ese tipo de cosas, pero sí estoy seguro de una cosa: me va a caer en los huevos.

    —¿Cómo sabes tanto? —se me adelanta Carmen, que parece intrigada.

    —Mi familia viene del campo. Nos dedicamos a cultivar el maíz genéticamente modificado que suministra la ESLA. Desde que comenzó la guerra mundial, mis familiares han huido al norte, a la ÆTAS, para enrolarse a la militar. Es una tradición familiar, diría yo —dice con una sonrisa encantadora, y me arde que le hable así a Carmen.

    —¿Qué hace un campesino tan lejos del campo? —ataco con sorna.

    Los ojos del tipo, oscuros y profundos como la noche, me escrutan un instante. Ha sido breve, pero me ha bastado para notar la furia contenida en ese cuerpo delgado. Desvío la mirada y me siento como idiota.

    —Soy Gabriel Pérez —dice el campesino, recomponiéndose rápidamente—. Mucho gusto, compas. De ahora en adelante seremos camaradas.

    —Yo soy Carmen Johnson.

    —Yo, Jorge Mérida. Los tres somos médicos. Y él, el huraño y gruñón, es Argo Herrero.

    Joder, hasta Jorge está impresionado con el campesino.

    La nave comenzó a temblar y la sacudió una turbulencia. El ladrido de una metralla llenó el ambiente y vimos llamaradas a través de los ventanucos del aerocorazado. Me aprieto el cinturón y trato de doblarme para protegerme. Gabriel y Carmen se asoman para averiguar qué está ocurriendo.

    —¡Mira! ¡Dos aerocorazados de la ÆTAS nos escoltan! —exclama Carmen.

    Oigo el silbido de un misil que nos roza. La nave vira con brusquedad, pero pronto se estabiliza. —Estamos a salvo —dice Xi desde la cabina del piloto.

    Un holograma cobra forma, suspendido en el aire, frente a la cristalera de la nave. Se trata de un tipo con un parche en el ojo izquierdo y tocado con una boina militar. —¡General Wrath! ¡Teniente Xi, presente! —dice el piloto.

    ¡Teniente! Vaya, todo este tiempo había pensado que Xi, el piloto de la nave, era un simple coyote, pero al parecer es un militar de la ÆRMY.

    —¿Cuántos esta vez, teniente? —inquirió el militar de alto rango.

    —Solo cuatro, mi general.

    La imagen en el holograma muestra desilusión.

    —Algo es algo. Tráelos al punto Río Grande. Los elefantes se encargarán de ellos.

    La imagen se desvaneció.

    —¿Comprendiste algo? —pregunta Carmen a Gabriel—. ¿Por qué esa falta de entusiasmo?

    —La ÆTAS depende de inmigrantes para llenar los espacios vacíos en la militar.

    —¿En la ÆRMY? —pregunto incrédulo. Bajo la mirada cuando Gabriel me atraviesa con los ojos.

    —Los inmigrantes no estamos invitados a la ÆRMY —prosigue Gabriel—. Esos rangos están reservados para los nacionales de los países que conforman la ÆTAS. Nosotros vamos a la ÆLA.

    ***

    El aerocorazado desciende en picado y aterriza verticalmente sobre piedra árida. El entorno estéril de la falla, sin vegetación, nos protegerá de una emboscada por los drones.

    —¡Vamos! ¡Al elefante! Dos soldados nos desabrochan los cinturones.

    —¡Seguidlo a él! —gritan.

    Sin perder tiempo, vamos tras Gabriel, que ya ha alcanzado una de las tres gigantescas naves con las compuertas abiertas. Dos soldados de la ÆRMY nos gritan en inglés.

    Una ráfaga de viento me pega en el rostro. El hedor a campo olvidado y radiactivo me llena la nariz, pero pronto se me olvida la repugnante sensación. Dos soldados gringos me empujan al interior del casco del elefante y me aseguran el cinturón en el asiento. —¡Nos vamos ya! ¡Cinco destructores y una flotilla de aerocorazados de la ESLA han sido detectados! ¡Hala! ¡Hala! ¡Let’s move it, soldiers!

    En cuanto la compuerta se cierra, el elefante empieza a vibrar, los propulsores gruñen y con una explosión salimos despedidos como desde una catapulta. Siempre me he preguntado cómo harán para mover semejante totoposte con tanta facilidad. Cuando la nave toma altura, me pongo a observar alrededor. Frente a mí hay un puñado de individuos; inmigrantes, como yo. Lo sé por sus rostros afligidos y las lágrimas que algunos tratan de disimular. Todos dejamos nuestra vida atrás para unirnos a la ÆLA.

    Los soldados de la ÆTAS son gigantescos comparados con los latinos. Me estudio los brazos y delgados, nada que ver con las tenazas de esas bestias.

    Los soldados de la ÆRMY charlan entre ellos y nos dirigen miradas lobunas. Me siento de menos y aparto la vista para seguir estudiando a los demás.

    —¡Bienvenidos, soldados! —Un holograma se había formado en el centro de la cabina—. ¡Es un honor para la ÆTAS que hayáis decidido participar en la ÆLA para batallar a la Megaschín! ¡Sin vosotros esta lucha sería imposible! —Bienvenidos a la Alianza Estratégica contra el Totalitarismo, el Anarquismo y el Socialismo. Los soldados ahora pasarán con un pad digital, donde podrán firmar el contrato que les une de hoy en adelante y por diez años a la ÆLA.

    Los soldados comienzan a pasar. Los dos que están delante de mí firman sin leer. Cuando me llega el turno recuerdo que mi tía abuela siempre decía que no firmara nada sin leer y eso mismo iba hacer.

    —Firme aquí.

    —Eeeh… —Estudio el pad. No hay documento, sino solo un espacio en blanco para grabar mi firma con el dedo. —Firme aquí —insiste el soldado.

    —¿Puedo leer las condiciones y todas esas legalidades?

    El soldado bufa y me dirige una mirada amenazadora.

    —¿Puedes creer que este sudaca quiere leer el maldito contrato?

    —¿Hasta ahora? —dice otro soldado con burla.

    —Argo… Argo… —interviene Carmen—. Tuviste que haberlo leído antes de abordar. ¿No lo hiciste? Te lo mandé a tu e-mail…

    Se me había olvidado. Y ahora estoy aquí, entre la espada y la pared. No puedo continuar sin saber a qué atenerme. —Firma aquí ahora mismo o aterrizamos y te bajas, pequeña cucaracha —me amenaza—. Los que suben al elefante se suponen que leyeron y aceptaron las condiciones. Esta firma es solo una formalidad.

    Maldigo entre dientes, me muerdo los labios.

    En un arrebato tomo el pad y firmo rápido y sin pensar. Después me cruzo de brazos y cierro los ojos, y así permanezco hasta que llegamos a la base militar.

    —4—

    ¡ALERTA ROJA! ¡ALERTA ROJA!

    —¡Soldados! ¡Fuera del elefante! ¡Estamos en guerra! ¡Vamos!

    Los cinchos se desabrochan por métodos electrónicos y quedamos libres para actuar.

    La luz roja de la sirena ilumina el terror de los inmigrantes y aumenta la histeria general que acaba de estallar. Intento serenarme en el tumulto y me topo con Gabriel. Parece que sabe lo que hace, así que me aferro a él. Descendemos de la nave hacia una plataforma gigante de concreto donde hay varios helicópteros y tanques aparcados. Los elefantes cierran las compuertas y sus reactores vuelven a escupir un chorro de energía para regresar a los cielos y desaparecer.

    —¡Bienvenidos seáis a la ÆLA! Ya estáis ganando cincuenta dólares la hora desde el instante en el que pisasteis terreno de la ÆTAS y seréis liberados a su debido tiempo. De ahora en adelante, sois soldados de la ÆLA, el Ejército Latinoamericano.

    Tengo la sensación de que somos liebres acorraladas por lobos. El que nos ha arengado es un soldado de base, con sencillos cuarteles de un solo nivel. Miro alrededor y me doy cuenta de que la plataforma en la que nos han colocado parece una pista de aterrizaje. —Estáis en Nuevo Miami, base militar de preparación para reclutas como vosotros. La instrucción durará cuatro semanas y después iréis al campo de batalla. Aquí aprenderéis a luchar, tanto con las manos como con el fusil viper, el arma estándar de la ÆTAS. Como ya habréis oído, en la ÆTAS ya no tenemos drones y necesitamos a personas que libren la guerra.

    Observo a los oficiales que rodean al grupo de inmigrantes. Son dieciocho en total, fornidos y serios. Llevan boina militar y hacen gala de una mirada de depredador.

    —Soy el capitán Charles Simmons y estoy a cargo de vosotros; es decir, de ahora en adelante formáis una compañía dentro del ejército. Para los novatos que no conozcan las divisiones, lo explicaré una sola vez: cuatro soldados hacen una escuadra, seis escuadras hacen un pelotón, ocho pelotones hacen una compañía, tres compañías hacen un batallón, tres batallones hacen un regimiento, tres regimientos hacen una división, tres divisiones hacen un cuerpo militar. ¿Entendido? A cargo de todo el ejército, incluyendo la ÆRMY y la ÆLA, está el general Rasu Wrath.

    El capitán Simmons se pasea delante de nosotros y clava la mirada en los ojos de cada uno, como buscando si alguno reacciona a su explanación. Probablemente, solo vio miedo. —Vale. Que empiece la fiesta. Os organizaréis en grupos de cuatro. ¡Empezad! ¡Escoged bien a vuestros camaradas, que de ellos dependerá vuestra vida o vuestra muerte!

    Como gallinas agitadas por un súbito disparo, los reclutas empezamos a movernos, en busca de los amigos con quienes habíamos venido. Por suerte, yo me había mantenido cerca de Gabriel. Suelto aire aliviado al comprobar que Carmen y Jorge habían hecho lo mismo. Desde que decidí enrolarme, en ningún momento imaginé que la ÆLA fuera a permitirnos elegir a nuestro propio pelotón, estar con nuestros amigos. Por fin, una grata noticia. —Los cuatro chapines —dice Gabriel con una sonrisa. ¿Cómo podía sonreír el malparido entre tanto caos?

    —¡Escoged a un líder de escuadra! ¡Él o ella será el punto cardinal de la unidad básica de la militar! ¡Elegid! —grita el Capitán.

    Mi instinto me empuja a proponer a Gabriel como líder, pero me retuerzo con solo pensar que tendría que rendirle cuentas. —Voto por Carmen —digo finalmente, con fingida naturalidad.

    —¿Yo? ¿Estás loco, Argo?

    —De acuerdo, voto por Carmen —me hace eco Gabriel.

    Jorge se encogió de hombros.

    —Parece unánime. Voto por ti, Carmencita. Te lo has ganado.

    —Partida de cabrones… ¿Yo? En todo caso Gabriel es el único que parece saber lo que está haciendo. Él debería ser el líder, no yo.

    El capitán Simmons vuelve a vociferar instrucciones.

    —¡Seis líderes de escuadra, uníos para formar un pelotón! ¡Vamos!

    Carmen sale disparada hacia un grupo de líderes de escuadra y enseguida se integra en el grupo con toda naturalidad. En poco tiempo, se forman ocho pelotones.

    —Excelente. Molestaos en conocer bien a vuestro pelotón, porque de hoy en adelante será como vuestra familia. ¡Tenientes! ¡Elegid a un pelotón!

    Ocho de los oficiales que nos habían rodeado empiezan a caminar y elegir. Un tipo de estatura mediana, rostro cuadrado y ojos maléficos se dirige hacia nosotros. Sus andares confiados, pausados, me hielan la sangre. —¡Formación! —exclama el teniente con un español de España.

    A su orden, nos movemos y formarnos en fila india.

    —¡Así no es la formación! ¡Diez despechadas! ¡Ahora! ¡Uno!… ¡Dos!…

    Todos nos vamos al suelo. Joder, no solo llevo años sin hacer ejercicio; ni siquiera he calentado los músculos.

    —…¡Nueve!… ¡Diez! ¡De pie! ¡De pie! ¡Formación!

    Al terminar, no sé de dónde saco fuerzas para ponerme en pie. Y encima nadie parece cómo hay que formar. Mierda. El teniente se me acerca y me empuja con fuerza de vuelta al suelo.

    —¡Vamos, maldito sudaca! ¡Quiero veinte despechadas más! —me berrea en la oreja—. ¿Acaso eres un mamapollas de la puta ESLA? ¡Vamos, cucaracha! ¡Diecinueve! ¡Veinte! ¡De pie!

    Obedezco, pero al levantarme me entra un mareo. Siento algo que se me revuelve en el estómago y me doblo por la cintura. Por la boca me sale la rata que me había comido antes de embarcar. Me limpio la boca como puedo y me dispongo a formar con un fuerte dolor de pecho que trato de disimular. —Soy el teniente Octavio Cotillas. A partir de este momento seremos uña y carne, y yo seré vuestro papá, vuestra mamá y vuestro único tormento. ¡Sí o sí!

    —¡Sí!

    —¡Se dice: sí, señor! ¡Despechadas por incompetentes! ¡Cucarachas sin redención! ¿Acaso es esta la escoria que nos va a salvar de la invasión de la Megaschín? ¡Vamos! Menudas ratas…

    Maldición. Los veinticuatro de nuestro pelotón gruñen por lo bajo mientras se colocan de nuevo en el suelo. A todos nos cuestan estas despechadas, a todos excepto a Gabriel y un grandullón de pelo rubio, que trabajan cómodamente y a una velocidad difícil de creer cuando yo ni siento ya los brazos.

    Echo un vistazo a los lados y me doy cuenta de que somos el único pelotón haciendo despechadas. Los demás corren o se dedican a otras actividades menos dolorosas.

    —¡Quién soy!

    —¡Teniente Cotillas! —respondemos con dificultad.

    Vomito una vez más. Ahora, solo saliva.

    —Excelente. Por lo menos obedecéis, partida de ratas inservibles, malditos fetos parturientos sin nacionalidad ni honor. Abandonasteis lo que era casa para venir a meter las narices a la militar. ¡Formación por escuadra, hombro con hombro!

    Me paro al lado de Carmen, pegada a Gabriel. Al otro lado de Gabriel, está Jorge. Formamos en un rectángulo de cuatro por seis personas. Apesta a vómito. No solo he sido yo. —¡A correr! ¡El que rompa la formación hará diez despechadas! ¡Vamos!

    Comenzamos a correr en un perfecto rectángulo, pero pronto se oyen quejidos y varias personas tosen. —¡Despechadas! ¡A correr!

    ***

    —¡Pelotón Cotillas! —llama el teniente, que nos ha bautizado con su apellido. Genial—. Este será vuestro cuartel. Hay seis grupo de cuatro literas cada uno, un grupo por escuadra. Primero os quitáis la porquería de ropa que traéis y echáis a la basura todas vuestras pertenencias. Luego ponéis el uniforme que encontraréis en la litera. ¡Vamos, cucarachas! ¡A cambiaros!

    El teniente se acerca a una mujer con el cuerpo en forma de durazno y pelo canoso. Me temo lo peor.

    —¡Apresúrate, vieja malparida o te zambullo el puño entre la boca para que te salga por el culo! ¿Vas a llorar? ¡Llora, pedazo de mierda parida por un brontosaurio! ¡Que la vida no es suave y aquí los blandos son convertidos en una pasta de carne y hueso!

    El teniente se aparta de ella y se para frente a todos.

    —Cuando la mierda pega, pega recio y sin piedad —nos instruye el teniente—. Aquí los suaves se morirán de paro cardíaco y me valdrá pedo cuando vea el cadáver de un sudaca convulsionando por falta de aire. ¡Así que vamos, canallas! ¡La piedad se quedó con vuestros calzones cuando dejasteis a Chávez sonriendo por vuestra asquerosa ausencia! ¡Que ni la ESLA os deseaba en su puto país y por eso les vale madre que estéis aquí!

    No quiero entretenerme en contemplar el cuartel, no me atrevo, pero al entrar vislumbré que se trataba de un cuarto muy sencillo con una única entrada, una única ventana y seis conjuntos de literas. En una pared cuelga un reloj digital gigante con números rojos. Y nada más.

    —¡La ropa interior también a la mierda, partida de lombrices! Vuestro uniforme ya incluye un par.

    —Teniente, pero las mujeres que estamos en nuestro periodo…

    —¿Se atreve a cuestionarme, soldado? ¡Despechadas!

    La señora con forma de durazno va al suelo. Sus brazos enclenques hacen lo posible para completar el castigo.

    —¿Acaso crees que a un drone le importa un pedo volarte la cabeza con sus metrallas si tienes las bragas manchadas? ¡Los drones te atravesarán con sus fusiles veinte mil veces antes que puedas decir ay! ¡Vamos! El siguiente en cuestionarme se tragará mi bota y la lustrará con sus intestinos.

    Nos desnudamos con todo el pudor que existe, escondiendo los genitales con las manos. Lanzo miradas de soslayo a Carmen. Consigo verle las piernas por un breve segundo. Por dios que está buenísima. No es la única guapa del pelotón, pero ninguna como Carmen.

    Gabriel, a diferencia de los demás, se cambia con toda naturalidad, exponiendo las joyas al público. El hijo de su madre está rajado. Se le marcan todos los músculos del abdomen, incluyendo un pecho partido. Hijo de su madre. Carmen le estudia las joyas, y otras mujeres, e incluso un tío con aspecto afeminado. Nadie me volteó a verme a mí.

    —Todos los días os cambiaréis de uniforme tras daros un baño a exactamente las cuatro cincuenta y cinco horas. A las cinco os presentaréis en la plataforma de aterrizaje. La primera semana de instrucción será una tortura física para vosotros, tenemos que preparar vuestros patéticos cuerpos de sudacas malparidos. Tengo que convertir a cucarachas en auténticas máquinas de guerra. ¿Y sabéis cómo lo lograré? ¡Con mi voz!

    Cotillas se pasea delante de nosotros, las manos en las caderas, la espalda recta, los hombros hacia atrás. No deja de mirarnos. Se para con las manos cruzadas a la espalda.

    —Venga, las reglas de la casa. El desayuno es a las siete, el almuerzo a la una y la cena a las seis. La comida es una hydrapack, una gelatina creada en los laboratorios de la ÆTAS con los nutrientes necesarios para vuestro trabajo. Compartiréis todo, excepto los genitales. El que ose follar, chupar genitales, tocar o masturbar a otro u otra, será flagelado en público. ¿Comprendido?

    No entiendo cómo alguien puede follar en estas condiciones y en literas tan pequeñas, pero obviamente no digo nada.

    —La instrucción física durará una semana. Después iniciaremos el entrenamiento con el viper y aprenderéis a batallar contra drones.

    Al fin, la voz del teniente se calma. Incluso su cuadrado rostro se tranquiliza. Observo que tiene los ojos color café, pequeños, coronados por unas cejas espesas. Sus labios son pequeños y la nariz exhibe una prominente joroba. A pesar del grueso uniforme, se nota que ahí debajo hay unos músculos bien entrenados. —¡Formación! —grita otra vez, y su voz retumba como un terremoto—. ¡A correr alrededor de la plataforma hasta que os sangren los dedos del pie!

    —Eh…. Teniente… Quizá haya algo de comer o algo… —digo con pena.

    —¿Alguien te dio permiso para hablar, soldado?

    —Pues…

    La bofetada me vira la cara. Quedo viendo estrellas. Esa mano llena de callos es tan dura como el hierro.

    —¡Despechadas!

    Maldición. Mientras siento que los brazos me queman otra vez, me imagino a Mario riéndose de mí, burlándose de mi maldito sufrimiento.

    —¡A correr!

    —5—

    Creo que durante un segundo llegué a ver el reloj digital antes de caer en mi litera y quedarme dormido nada más tocar la almohada. Juraría que eran las cuatro y treinta y cinco. ¡ALERTA ROJA!

    ¡ALERTA ROJA!

    Me levanto de zarpazo. Entre el cansancio, la falta de sueño y la sensación de alarma, no me acuerdo de que me tocó la litera más elevada y, al bajar, me estampo contra el suelo. Por suerte, ha ocurrido el milagro y no me he roto nada, pero me duele todo. Corro a darme una ducha y mis movimientos me parecen los de un zombi. Es raro estar desnudo frente a un puñado de hombres, algo que jamás he experimentado, pero estoy tan cansado que me valió madre. Y me parece que no soy el único. Llegamos a la plataforma de aterrizaje a las cinco y cinco.

    —¡La tardanza es castigada con severidad! ¡Hoy os quedaréis sin desayuno!

    —Puta mierda. No hemos ni cenado —se oye a alguien. Se me encoge el cuerpo al ver a Cotillas caminar hacia el pelotón.

    —¡Tú! ¡Ven aquí!

    Un tipo de cabello ondulado da un paso adelante.

    Cotillas le pega un puntapié en el plexo solar y luego le ordena cien despechadas.

    —En el campo de batalla no hay peros, ni perdón, ni un puto porqué. Solo hay una cosa: órdenes. El que desobedece, muere. Cuando alguien muere por insubordinado se lleva consigo a varios inocentes. Gracias a este pedazo de mierda llamado… ¡tu nombre, soldado! —José Gutiérrez, señor… —responde. No parece tener más de veinte años de edad.

    —Gracias a Gutiérrez ahora el pelotón Cotillas no obtendrá ni desayuno ni almuerzo. ¡A correr! ¡Vamos, ratas condenadas al eterno desconsuelo! ¡Que no hay gloria sin sufrimiento!

    Cotillas echa a correr frente al pelotón a una moderada velocidad. Al cabo de algunas horas, queda claro que Cotillas está en plena forma y que no se va a cansar nada pronto.

    —¡Despechadas! ¡A correr!

    En la fila del comedor, a la hora de la cena, no hago más que salivar pensando en mi primer hydrapack. Por fin, me llega el turno y me entregan una bolsita que cabía en la palma de mi mano. La abro mordiendo una esquina y me lanzo a por el primer bocado. Y el único. Creo que ahora tengo más hambre que antes de zamparme esa gelatina desabrida. Al menos puedo tomar toda el agua que desee. —¡A correr! ¡Despachadas!

    Maldito Cotillas. A dormir a las cuatro y veintitrés. Despertar a las cuatro y cincuenta y cinco. Ducharme. Cagar. A correr.

    Dolor… dolor… dolor…

    Estado: zombi.

    ***

    —¿Ha pasado un año? —le pregunto a Carmen mientras reposo mi cabeza sobre su pierna. Ella está sentada a la orilla del camarote.

    —No, Argo. Apenas una semana. Pero parece que ha pasado mucho.

    Solía pasar el tiempo con Carmen de esta manera, compartiendo memorias o incluso discutiendo antiguos manga del destruido Japón. Pero ya no es lo mismo. Siento que Carmen está cambiando, mientras yo me quedo atascado en el pasado. Me parece que ella se está adaptando con mayor rapidez. Y su atención se centra en Gabriel, quien se lo pasaba hablando con Jorge y otros chicos de otras escuadras.

    Yo soy el único que no ha logrado hacer amistades. Francamente, no sé cómo alguien tiene ganas de hacer vida social tras tanto ejercicio.

    —Ya vengo —dice Carmen. Se levanta y me deja a solas, acostado sobre la cama.

    —Yolanda Napamuceno —oigo a mi derecha.

    Es un soldado de la ÆTAS. Una tía alta, rubia, de ojos celestes se para y sigue al soldado.

    Carmen está hablando con un grupo de chicas, todas guapas. Una es una mulata, Alejandra Moteijo, de Brasil. Otra es Brenda Salinas, de Bolivia. Las otras dos son las gemelas Wagner, Anna y Nancy, de Paraguay. Son de poca carne pero con carita de ángel. Las gemelas jamás se separaban.

    Se forman grupitos por todos lados. Como yo, hay una escuadra que no se integra con los demás, pero por razones diferentes: esos cuatro son los más antipáticos de nuestro pelotón. El grandulón rubio de ojos azules se llama Dimitri, de Argentina. Es de esos tipos que se sienten la mamá gallina. Sus tres compañeros son Konstantin, Nolasco, y Natalio.

    Los vetustos tampoco se mezclan. Entre ellos hay una pareja de San Salvador, el señor y la señora Cáceres; la señora Rodríguez, la del cuerpo con forma de durazno, y un tipo barbudo llamado Joco Alonzo.

    —¿Cómo te fue, Dimitri? —pregunta Konstantin al líder de su escuadra cuando el grandulón entra. Le han rapado la cabeza. Su precioso cabello rubio a la basura.

    —Ché, estuvo sensacional —contestó Dimitri—. Los boludos te dan una droga que te relaja y, cuando sientes, terminó la madraza. Sencillo.

    Esa actitud de fortachón me da asco. Mira alrededor y sonríe cuando divisa a Gabriel. Se le acerca.

    —¿Y vos, Gabrielcito, qué pasa? —Adorna la pregunta con manierismos exagerados, con ese puto acento que tanto me cabrea. Gabriel cesa de hablar con Jorge y José, y se vira hacia Dimitri.

    —Rapadito como buen simio —responde Gabriel.

    Nos reímos porque, sin su cabello dorado, en verdad Dimitri parece un gigante simio albino.

    —Eso dice el negrito de Guatemala. Sos un maldito hijo de esclavo. He visto cómo te las llevas de ser un boludo de mierda —le espeta a pocos centímetros de su cara—. Aquí, el principal, el líder, el más fuerte soy yo. Y tú, pájaro de carroña, sos mi esclavo. ¡Ja, ja, ja!

    —¿Qué ondas con ese tipucho? —dice Carmen en su corro con las chicas.

    —Se las lleva de man, pero no es más que un brincón —replica Nancy Wagner.

    Dimitri le saca cabeza y media a Gabriel. Y es de hombros anchos y brazos fuertes. El pelotón entero guarda silencio. Se huele la bronca.

    —Soy moreno y con orgullo, hijo de puta. Esclavo de las mujeres, quizá, porque aquí nadie más que yo tiene pegue con las chicas. Pero a ti, gigante maricón, te gusta que tus amiguitos Natalio y Konstantin te la metan ya sabes dónde. Así que vos, cerote, andate hasta la quinta mierda y déjame de chingar.

    El rostro de Dimitri, pálido como la leche, se ha vuelto rojo como la salsa de tomate. Gabriel se da la media vuelta y, despreocupado, se aleja del grandulón. Sé que Dimitri guarda maléficas intenciones. Casi le grito a Gabriel que tenga cuidado, pero sus felinos reflejos entran en juego mucho antes. Dimitri le lanza un anzuelo que le habría arrancado a Gabriel la cabeza de los hombros. Pero mi compañero, un combatiente nato, se agacha, da media vuelta y le encaja un puñetazo en la garganta. El rubio se tambalea y cae de culo, agarrándose la tráquea con los ojos abiertos del terror. No puede respirar.

    —¡Se está muriendo! —exclama una chica. —¡Vas a pagar por esto, Gabriel! ¡Lo pagarás! —aúlla Konstantin, otro rubio que pronto acabará rapado.

    —¡Orden! ¡Formación! —ordena Cotillas.

    Todos nos paramos como resortes en una perfecta formación de cuatro por seis, hombro con hombro. Dimitri sigue en el suelo.

    —¡Ágaslov! ¡Formación dije! —Cotillas camina hacia él y ahí mismo, en el suelo, comienza a darle patadas. —¡Las cámaras de seguridad me indican que tú, maldito sudaca, has estado instigando a Gabriel desde el día uno! ¿Acaso te gusta el tío? ¡Despechadas!

    En ese momento entra Yolanda, con la cabeza rapada y una gran sonrisa.

    —¿Qué ha pasado? —pregunta a sus compañeros, pero no se olvida de apresurarse a formar. —La próxima vez que encuentre a dos camaradas aporreándose, ambos serán flagelados.

    Cotillas sale del cuartel y entra otro soldado de la ÆTAS.

    —Argo Herrero, le toca.

    —No pasa nada. Da impresión verse sin pelo, pero nada más —me consuela Gabriel, quien obviamente ya ha debido de pasar por eso. Con una sonrisa nerviosa seguí al soldado hacia el cuarto de interrogación.

    ***

    —Tome asiento, por favor —me indica un soldado de la ÆTAS.

    Es un tipo bastante grande, de mandíbula cuadrada. Sus ojos azules, muy claros, contrastan con su piel cobriza, como el cuero. Son los efectos del invierno nuclear.

    Me siento en un sillón reclinable y otro soldado me inyecta una sustancia. La punzada duele y, después, viene un ligero ardor, pero pronto la droga me sosiega, y el cuerpo y la mente se dejan llevar por la calma tras una semana de infierno.

    —Es un sedante hipnótico que tiene los efectos de sustraerle la verdad.

    —¡Excelente! —replico con entusiasmo. Me siento high.

    —El soldado procederá a raparle la cabeza al ras. Le colocaremos estos cables, conectados al programa Cerebris, que nos ayudarán a conducir el interrogatorio y verificar que en efecto dice la verdad.

    —¡Buenísima mierda! —exclamo.

    —Cada persona reacciona diferente al psicofármaco. A algunos les da un high natural y jovial. Otros no reaccionan muy bien.

    —Bien. Iniciemos el ejercicio.

    Observo al soldado que me rapó descolgar un casco con varios cables. Parecen los tentáculos de un pulpo. Muchos no saben qué es un pulpo, ni quiera saben que una vez existió esa especie marina, pero yo sí porque lo vi en un libro muy antiguo que encontré en casa de mi tía abuela.

    —¿Su nombre es Argo Herrero?

    —¿Y qué otro, estúpido? —respondo con una seguridad desconocida en mí.

    —Limítese a responder sí o no, soldado.

    —OK.

    —¿Tiene veinticinco años de edad?

    —Sí.

    —¿Vivía usted en la ESLA?

    —Sí.

    —¿Ha venido a la ÆLA por volición propia?

    —Sí.

    —¿Le atrae sexualmente Carmen Johnson?

    —Ufff, demasiado.

    —Un sí o no basta.

    —OK.

    —¿Es usted un espía de la SEDISU?

    —No, imbécil. —Me río con ganas—. Qué pregunta más tonta.

    —Sí o no basta, soldado.

    —OK.

    —¿Ha matado voluntariamente a una persona?

    —No.

    —¿Ha matado involuntariamente a una persona?

    —Sí.

    —¿Fue por un exceso de quimioterapia?

    —Sí.

    —Bien, está limpio —dice el soldado a otro—. Trae al siguiente.

    El soldado me quita los cables y me conduce de vuelta a los cuarteles, aún en el mismo estado de high. Enseguida me reuní con Jorge y José, y sencillamente les sonreí.

    —Es lo mejor que te puede pasar, man. Esto es un pedo.

    —¡Vale! ¡Hay que relajarse de vez en cuando! Soy José Gutiérrez, alias el Tico. Soy de Costa Rica.

    —Argo Herrero, de Guate.

    —Alejandra Monteijo —llamó el soldado.

    La mulata se levanta y sigue al soldado. Mientras marcha hacia el cuarto de interrogatorios, estudio ese vaivén de caderas.

    —¿Buena? Brasileña —dictamina el Tico.

    Jorge también la observa. Sonríe.

    —Hay buenas pavas por aquí —dice Jorge—. Mírate a aquella. Yolanda Napamuceno. Ya le hablé. De México dice que es. Tiene un acento que… ¡uush!, te derrite.

    En una esquina se ha quedado Dimitri rodeado por sus amiguitos. Deben de estar tramando averías .

    —Se dice que con Cerebris han prevenido catástrofes, identificando a espías infiltrados de la SEDISU —dice de pronto un tipo que no conozco. Es bajo de estatura y de ojos castaños—. Rudy Cuestas a las órdenes. De Colombia.

    —Hace sentido —añade el Tico—. Una gran cantidad de inmigrantes conforman la ÆLA y somos la mayoría del ejército de la ÆTAS. Como para que no quisieran desmantelar esta operación.

    —Eso es correcto —replica Rudy con una sonrisa.

    Una chica grita. Todos nos viramos, alarmados por el escándalo, para ver a Cotillas caminando hacia la plataforma de aterrizaje arrastrando a la mulata de Brasil. La lleva del cuello del uniforme como si fuera una alimaña llevada al matadero.

    —¡Compañía en formación! —resuena la voz del capitán Simmons.

    Los tenientes organizan a sus pelotones. Se forman ocho rectángulos de cuatro por seis soldados. A simple vista se aprecia que uno de los pelotones cuenta con un recluta menos. Nuestro pelotón.

    —No es primera ni será la última vez que los espías de la SEDISU intenten infiltrarse en el Proyecto Zürich, donde los inmigrantes son entrenados para la guerra. En una ocasión, uno de ellos hizo auténticos estragos. Causó la muerte a más de mil soldados. Pero ahora contamos con el programa Cerebris, que los detecta enseguida. Y nosotros los despachamos sin misericordia.

    La mulata se retuerce sin poder zafarse de Cotillas, que sigue tirándole del uniforme. El teniente español es demasiado fuerte. Está apretando tanto los dientes que hasta se le notan los músculos de la mandíbula. —Solo hay un castigo: la muerte —aclara Simmons y se dirige a Cotillas—. Teniente.

    Cotillas desenfunda una pistola ceñida a la cintura y sin apuntar, sin misericordia, ahí mismo le disparó en la cabeza. Su salvaje rostro queda salpicado de sangre.

    Después de la brasileña, descubren a otros dos espías. Ignoro si comprueban o no su identidad. Sencillamente los eliminan. Después de esto, me queda bien claro que los soldados de la ÆTAS no se andan con ningún juego. No, señor. Y yo voluntariamente me enrolé en este puto ejército.

    —6—

    Parece que Cotillas no tiene alma. Tras la bestial ejecución de los tres acusados, arrojó los cadáveres al procesador nuclear de basura. Tras limpiarse el rostro con la mano, enfunda la pistola y empieza a ladrar.

    —¡Pelotón Cotillas! Hoy es vuestro octavo día en Nuevo Miami. ¡Partida de cucarachas inservibles, malditas ratas ineficientes con olor a feto abortado! Hoy seré bueno y os subiré la categoría, de cucarachas a sabandijas. Tenéis madera, pero la escultura que tengo que forjar de vosotros está lejos de lo ideal. Hoy comenzáis un nuevo entrenamiento, el del combate a cuerpo… Y os presentaré al viper. Sargento Ichigoya.

    Los ocho pelotones restantes no habían dejado de observar y sus tenientes habían escuchado a Cotillas con respeto.

    —El viper es el fusil automático de asalto estándar de la ÆTAS —explica el sargento Ichigoya, originario de la antigua Japón.

    Es alto y, aunque muy delgado, de músculos tan marcados como los otros superiores. Al hablar me recuerda a una marioneta. Su mirada penetra el infinito.

    —El viper 4172 utiliza municiones de calibre cinco coma cincuenta y seis por cuarenta y cinco milímetros. Puede perforar un acorazado ligero, gracias a su velocidad tope de mil seiscientos metros por segundo y por su punta de titanio. Cada cartucho contiene cincuenta balas. Con un barril de veinte pulgadas y un peso neto de cinco libras, adquiere una distancia efectiva máxima de cuatro mil metros.

    El sargento traga saliva y carraspea antes de continuar.

    —El viper 4172 posee la adaptabilidad de un fusil versátil. Se le puede instalar un cañón de cincuenta pulgadas exclusivo para francotirador; se le puede adaptar un lanzagranadas. El viper de factoría incluye una montura holográfica con un x2, x5, y x10 como máximo. Posee un electrosable debajo del cañón, que se activa con este botón auxiliar.

    El sargento muestra cómo activar el zoom holográfico. Pulsa un botón cerca de la mira y emerge un holograma de color azul pálido. Prosigue con la demostración del electrosable. Pulsa otro botón, al lado de la tolva, que al instante genera un río de electricidad bajo el cañón.

    —El electrosable consume mucha energía. Si no hacéis buen uso de él, consumirá la batería y no podréis usar el holograma. El electrosable es útil para mutilar enemigos de carne y hueso, pero es especialmente útil contra drones de tamaño mediano, como minitanques, androides y avispones. Haré una demostración. Sargento Castillo.

    Castillo trae un avispón mediante un mando a distancia.

    —Bien, ya tenemos al avispón.

    Me tiemblan un poco las rodillas. He visto a esas máquinas en acción, convertir a gente en carne molida. Me aterraron toda mi juventud.

    El sargento Ichigoya activa el electrosable y un chorro eléctrico sale disparado hacia el avispón. La máquina cae al suelo, cortocircuita y queda inservible.

    —Fin de la demostración.

    —Gracias, sargento Ichigoya —dice Cotillas—. El viper será vuestra salvación, el icono que reemplazará a todo símbolo religioso. Será vuestro billete a la libertad. Hoy se os entregará el viper que os acompañará durante los próximos diez años. Estos rifles fueron creados para resistir el paso del tiempo. Os aseguro que el rifle seguirá funcional incluso tras vuestra muerte.

    Oír hablar así al teniente Cotillas me hace tener ganas de acoger en mis brazos a mi viper.

    —En el centro de la plataforma hay un cajón con veinticuatro viper de práctica —señala Cotillas—. Digo de práctica porque poseen balísticas hechas de plastilina electrificada, diseñada para incapacitar a un ser humano durante unos segundos. Poneos en vuestras marcas.

    —¿Qué está pasando?

    —Listos…

    —No puede ser que se refiera a…

    —¡Fuera!

    Los ocho pelotones estamos congelados, incapaces de creer que el primer ejercicio con el viper sería una batalla libre.

    —¡Sabandijas! ¡La escuadra que sobreviva se llevará un premio! ¡A luchar se ha dicho! —exhortó Cotillas con una sonrisa en el rostro.

    Gabriel está quieto, como yo, pero reacciona rápido y sale disparado hacia el cajón. Carmen le va a la zaga y, tras ellos, un mar de soldados nos abalanzamos hacia las armas. Mientras corro, sacando codos, hago la multiplicación en mi cabeza: ocho pelotones veinticuatro soldados, excepto los tres espías que Cotillas ejecutó. Eso son ciento ochenta y nueve cabezas. Y solo había veinticuatro rifles. Esto va a ser fratricida. Un chico llega el primero y coge un rifle. No está cargado. Dimitri le asesta un puñetazo en la nariz tan fuerte que lo noquea.

    —¡Hay que cargarlo! —advierte Gabriel. Tira del perno y empieza a disparar.

    Dimitri se vuelve loco y también se pone a disparar a libertad. Dos chicas abren fuego en mi dirección. Logro agazaparme tras un par de compañeros y evito que la ráfaga me alcance. Desde mi escondrijo, contemplo los efectos de esas balas de práctica. Los reclutas caen al suelo como trapos y son pasto de las convulsiones. Después, se quedan como sedados, gruñendo del dolor.

    Reina el caos. Las balas silban por doquier. Mientras, los oficiales se resguardan tras un tanque matándose de la risa.

    La señora Cáceres recibe un disparo en la cabeza. Se desploma como un juguete roto.

    Gabriel se movía igual que una pantera. Apunta a Dimitri y le descarga dos balazos en el pecho.

    Busco a Carmen y veo que también está lanzando tiros.

    Los cuerpos siguen cayendo como marionetas a las que les han cortado los hilos. Bajo uno de los cuerpos hay un rifle. No lo pienso, salgo del escondite y corro. Levanto el cuerpo y agarro el arma. Comienzo a disparar con frenesí. Alcanzo a dos reclutas. Una bala me da en la frente.

    —¡Alto! ¡Cese al fuego! —anuncia Cotillas.

    El teniente se adentra en el caos de cuerpos tendidos, pisando a varios en su camino, y llega al centro. Allí están Gabriel, Carmen y un puñado de soldados sonrientes.

    —¿Bueno? ¿Y qué es esto?

    Aún me duran los efectos del balazo en la frente, así que no me puedo mover, pero percibo con claridad lo que está ocurriendo. Por suerte, las convulsiones no fueron tan horribles como me pareció en los otros. Al menos, ahora puedo descansar en el suelo.

    —Hemos vencido —dice Gabriel con una sonrisa.

    —Sois seis —advierte Cotillas.

    El teniente coge un rifle y lo carga. Abre fuego a quemarropa, sin clemencia, y derriba a Gabriel, Carmen, y los otros cuatro que se habían proclamado ganadores.

    —¡Sabandijas estúpidas! ¡Aquí nadie ha ganado hasta que quede un solo vencedor! ¡Ese es el premio!

    Suspiro. Parte de mí está en pleno regocijo porque Gabriel sufre como el resto. Pero Carmen sí me duele. Aun así pienso que esto es la guerra; supongo que estas cosas suceden. Voy sintiendo el cuerpo otra vez. Me pongo en pies con dificultad, igual que los demás reclutas, que gruñen a medida que van recobrándose. Algo no va bien. Hay tres cuerpos que continúan tendidos. Uno de ellos es la señora Cáceres.

    El señor Cáceres corre hacia su esposa inmóvil y la menea.

    —Vamos, cariño… Ha finalizado el ejercicio… ¡Ayuda, no tiene pulso!… ¡Ayuda! ¡No le noto el pulso!

    Cotillas permanece inmóvil. Si siente alguna emoción, su cara de póquer la mantiene perfectamente oculta.. Jorge y Carmen acuden a ayudar.

    —Este tampoco se mueve… —dice alguien.

    —Ella tampoco.

    Carmen y Jorge asisten a la señora Cáceres con un masaje cardíaco y respiración boca a boca. Ponen empeño, pero sus esfuerzos parecen no dar resultado. —Lo siento… —dice Carmen, rendida—. Ha pasado a mejor vida…

    El señor Cáceres se derrumba y se pone a berrear inclinado sobre el cuerpo de su esposa. Tres muertos durante un ejercicio… sumados a tres ejecutados. La compañía que inició con ciento noventa y dos reclutas ahora estaba formada por ciento ochenta y seis. Y apenas pasaba una semana. ¿Qué ocurriría al cabo de las cuatro semanas de instrucción? Me pregunté cuántos quedaríamos. O cuántos quedarían. Dos sargentos se llevan el cadáver de la señora Cáceres, mientras que de los otros dos cuerpos se encargan los camaradas de los difuntos.

    Por un momento me parece que el señor Cáceres va a matar a Cotillas. O a intentarlo, al menos. Respiro tranquilo cuando el señor de San Salvador logra calmarse, aunque sus ojos siguen derramando un torrente de lágrimas.

    —¿A dónde va, soldado? —le pregunta Cotillas al señor con una voz pesada como el plomo.

    —Se acaba de morir mi esposa, teniente —contesta a regañadientes, temblando mientras trataba de contener la rabia —. Quiero ir a descansar y superar el hecho a solas.

    —No tienes permiso, soldado. Regresa a tu puesto de inmediato. ¡Formación! ¡A correr con el viper entre las manos! ¡Sargentos! ¡Repartid los viper con las balas de entrenamiento.

    —¡Sí, señor!

    Nos formamos: ocho pelotones perfectamente organizados hombro con hombro. Cada teniente, firme frente a su pelotón. Los sargentos nos reparten los rifles de práctica.

    El soldado Cáceres no se ha movido. Está a unos veinte pasos, con una mirada derrotada —Lo siento, teniente, pero va a tener que disculparme. ¡Mi esposa se acaba de morir, por dios! ¡Mínimo sienta compasión o algo, maldito españolete!

    —La muerte, soldado, es el castigo de la insubordinación —amenaza Cotillas con una mirada que fusila al señor Cáceres.

    «No lo retes, por favor. No lo retes», rezo, parado en perfecta formación gracias al impecable acondicionamiento.

    —Esta es una maldita farsa, señor Cotillas. Aquí nos traen de la ESLA y, ¿para qué? ¿Someternos a un entrenamiento inhumano? No, señor. No permitiré que me violen los derechos más básicos de la humanidad. Con su permiso, me retiro a descansar.

    —¡Soldado! —Cotillas desenfunda la pistola y le apunta a la cabeza.

    —Da otro paso hacia los cuarteles y te vuelo los sesos.

    Tira del martillo sin que le tiemble un solo músculo. El señor Cáceres parece reflexionar. El silencio es doloroso.

    —He dicho que usted no me violará los derechos.

    Se vira. Da un paso. El señor Cáceres nunca dio el segundo paso. Se desploma como un árbol talado. Un charco de su propia sangre le baña el cuerpo.

    Se oyen sollozos. No me atrevo a ver quién está llorando.

    Ya somos ciento ochenta y cinco.

    —7—

    Después de cenar la hydrapack en menos de cinco minutos, nos esperan más instrucciones. Cotillas nos ordena correr con los rifles sobre la cabeza. No sé cuánto tiempo llevamos así, pero estamos sudando tanto que parece imposible. El sudor hasta se me mete en los ojos y me arden. No aguanto los brazos ni las piernas, solo deseo descansar. Pero todos seguimos. Sabemos qué pasa si Cotillas se enoja.

    —¡Apuntar! ¡Dominadas! ¡De pie! ¡Correr! ¡Apuntar! ¡Despechadas! ¡De pie! ¡Correr!

    La secuencia se repite como un bucle hasta el infinito. El ardor muscular es sobrenatural, pero mucho peor es imaginarme el castigo de no cumplir con las órdenes. Cotillas nos tiene atemorizados. Somos sus criaturas, somos de su posesión. Tras verlo fusilar al señor Cáceres, nadie se atrevería a retarlo.

    —¡Rifles al suelo! ¡Haced un círculo!

    Por fin, el entrenamiento cambia de ritmo. Dejo caer el rifle, aliviado, moviendo los brazos para soltar la tensión acumulada.

    —Herrero, González: al centro. Manos arriba. En guardia… ¡Pelea!

    Cruzo miradas con el Tico, incapaz de imaginar que nos daríamos a tacos. Tampoco somos amigos, pero ambos sabemos qué significa desobedecer. Nuestra nueva religión tiene a Cotillas por dios y señor. Empezamos a rebotar como si fuéramos luchadores de boxeo. Golpe. Golpe. Empujón.

    —¡Dejad de amagar! ¡Aporread al oponente!

    González se mueve con mayor agilidad que yo. Sin preverlo, me lanza un golpe directo que me da de lleno en la nariz y me aturde. Otro. Otro. Veo luces. Caigo de rodillas. Me agarro la nariz, de la que mana un hilo de sangre. El Tico eleva los brazos en plena celebración.

    —¿Y qué ha pasado? ¿Dejarás que se recupere? ¡Aporréalo! ¡Vamos, sabandija infeliz!

    Al Tico se le borra la sonrisa. Lo ha entendido. Camina hacia mí con una mirada de depredador. Me pongo en pies lo más rápido posible y subo la guardia. Esta vez me lanza una patada al plexo solar, eleva la rodilla y me siento un crac en la nariz. Sé que esto aún no ha terminado. El Tico me empuja al suelo, se monta encima y empieza a vapulearme. Cierro los ojos para recibir la paliza. Cada golpe es como un martillazo pero, poco a poco, dejan de doler y solo siento una ligera presión. Una deliciosa sensación me acoge. Creo que estoy de vuelta en casa.

    Revivo la época en que era niño e ignorante de las tragedias del mundo. Estábamos en el jardín, mi madre alentándome para que caminara hacia sus brazos abiertos. Mi padre celebraba… ¿Qué edad tendría? ¿Cómo diablos me acordaba de aquello?

    —Levantadlo —oigo que dice Cotillas—. Bien hecho, González. Bien hecho, Herrero. Siguientes: Rodríguez y Napamuceno.

    La señora Rodríguez, aquella con cuerpo de durazno, comienza fuerte la pelea y noquea a la mexicanita. Después, les toca a las gemelas Wagner; se muerden la nariz hasta que una le reventó la cabeza contra el pavimento a la otra. Dimitri acaba con Rudy Cuestas; Gabriel doblega a Konstantin y a Nolasco.

    Los combates continúan hasta que al final quedan tres combatientes: Carmen, Dimitri y Gabriel.

    —Ágaslov y Johnson. Vamos.

    Me acuerdo de los señores Cáceres, de la brasileña Monteijo. Eran de nuestro pelotón. Ahora,

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