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Celia en la revolución
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Celia en la revolución

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Acerca de la primera y única edición, hasta este momento, de 'Celia en la revolución' dice Andrés Trapiello en su prólogo: "lo que sucedió con (este) libro fue misteriosísimo, un caso único. Apenas publicado, desapareció de las librerías y únicamente en el mercado de viejo ha ido apareciendo desde entonces, con cuentagotas, algún que otro ejemplar, siempre a precios fabulosos, de todo punto infrecuentes en un libro reciente, lo que habla de su carácter excepcional".
Libro por tanto, buscado, rebuscado y perseguido por lectores y coleccionistas de la serie de 'Celia' pero que también, por su calidad, su calidez, su emoción y su justeza histórica y humana, libro que puede cautivar, que cautivará a cualquier lector exigente de literatura y no precisamente infantil. Novela sobre la guerra civil, escrita poco después del fin de la guerra, en 1943, no hay en ella lugar para la distorsión ni la idealización de lo vivido. Estas páginas no solo nos cuentan la vida difícil y llena de peripecias de una adolescente Celia en un Madrid sitiado, entre la supervivencia y la revolución, son también una suerte de crónica autobiográfica de la propia Elena Fortún.
LanguageEspañol
PublisherRenacimiento
Release dateMay 11, 2016
ISBN9788416685455

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    Celia en la revolución - Elena Fortún

    978-84-16685-45-5

    LA NOVELA DE UNOS Y OTROS

    (A propósito de Celia en la revolución)

    Que se publique este libro en la editorial Renacimiento de Abelardo Linares no tiene ningún misterio. ¿En qué otra tendría más sentido?

    Todo empezó cuando hace un cuarto de siglo Abelardo Linares trajo de una de sus incursiones libreras americanas A sangre y fuego de Chaves Nogales. El libro, desconocido aquí, se publicó por mediación suya en las obras completas que se estaban preparando por entonces en la Diputación de Sevilla, mientras se subrayaba su importancia en Las armas y las letras, estudio sobre el comportamiento de los escritores en la guerra civil publicado por entonces también. Pasados unos años A sangre y fuego se publicaría en Renacimiento, donde han aparecido igualmente La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor, y España sufre, los diarios de guerra de Morla Lynch. Todos ellos constituyen el corpus fundamental de lo que hemos dado en llamar la tercera España, del que sólo faltaban dos libros, uno, el ensayo Democracias destronadas, de don José Castillejo, y otro, este Celia en la revolución, de Elena Fortún. Conociendo la tenacidad del editor, no sería extraño que en breve les hiciera compañía el de Castillejo.

    Un cuarto de siglo hemos tardado en descubrir la tercera España, la demócrata y liberal, republicana o no, que, como la carta de Poe, teníamos delante sin verla, víctimas como fuimos del viejo mito de las dos Españas, sostenido interesadamente por los autoritarios de una y otra parte, los fascistas por un lado y los comunistas y demás por otro. Sólo hubo algo en lo que esas dos Españas se pusieron de acuerdo desde el principio: en detestar, calumniar y perseguir a cualquiera que se negara a pertenecer a cualquiera de las dos.

    La característica común de estos cinco libros es que fueron escritos durante la guerra civil o al poco de ella. Dos, el de Campoamor y el de Chaves, se publicaron cuando la guerra no había terminado aún, uno en Francia (en francés) y el otro en Chile, y se reeditaron en España sesenta años después. Los de Castillejo, Morla y Fortún habían permanecido inéditos, y se publicaron en España también por las mismas fechas, es decir, muchos años después de ser escritos.

    ¿Por qué no se editaron o reeditaron antes? Porque nadie los echaba de menos. Sólo cuando algunos empezamos a desconfiar y sospechar del relato de los usufructuarios del mito, llegamos a esos y otros libros parecidos. Desde entonces todo ha empezado a ser mirado de otro modo, y las piezas de este penoso puzzle han empezado a encajar.

    El de Chaves, que llevaba un prólogo memorable al que su autor debe su justa celebridad póstuma, es un libro de relatos, aunque no sabríamos decir si ha de adscribirse al género de ficción o al de la crónica, y a la novela de Fortún le sucede lo mismo que al de Chaves, ya que puede considerarse una crónica autobiográfica.

    La novela de Fortún se publicó en 1987 en Aguilar, la editorial que había editado todas las entregas de Celia antes y después de la guerra, y lo que sucedió con ese libro fue misteriosísimo, un caso único. Apenas publicado, desapareció de las librerías y únicamente en el mercado de viejo ha ido apareciendo desde entonces, con cuentagotas, algún que otro ejemplar, siempre a precios fabulosos, de todo punto infrecuentes en un libro reciente, lo que habla de su carácter excepcional.

    SU AUTORA

    Encarnación Aragoneses, Encarna: una mujer llamada a hacer feliz a miles de lectores habiendo sido ella misma profundamente desdichada.

    Nació en Madrid en 1886. Se casó a los veinte años con Eusebio de Gorbea, un militar de profesión y autor teatral y actor más que aficionado: una obra suya de teatro recibió el premio Fastenrath en los años veinte y como actor formó parte de las compañías de Valle Inclán y en la de El mirlo blanco, que activaba Ricardo Baroja. El seudónimo Elena Fortún lo tomó Encarna de una de las obras de su marido y lo usó desde sus primeras colaboraciones periodísticas. Tuvieron dos hijos, el menor de los cuales murió en 1920 a la edad de diez años, y según su biógrafa, Marisol Dorao, el suceso desquició a los padres (a la madre se le diagnosticó una dispepsia nerviosa). Tras esas muerte empezaron a buscar consuelo y comunicación ultraterrena en sociedades teosóficas y mesméricas. La misma biógrafa señala dos hechos significativos, uno más o menos deducido y otro acreditado de sobra, y seguramente relacionados ambos: uno, la posible condición de lesbiana de Elena Fortún y otro, el completo fracaso de su matrimonio. Pese a ello, Elena Fortún jamás quiso, según ella por una mezcla de piedad y cobardía, divorciarse de su marido, tal y como confesaría reiteradamente en su correspondencia a sus amigas íntimas.

    Después de la ambulancia natural, siguiendo a su marido por distintos destinos militares, se instalaron en Madrid, donde Elena Fortún se apuntó, como era costumbre en las mujeres progresistas de entonces, en toda clase de asociaciones femeninas: la de Amigas de los Ciegos, la de Servicios Sociales, la Liga Femenina por la Paz y, la más conocida, el Lyceum Club, que dirigía María de Maeztu, donde conocería a María Rodrigo, a Carmen Baroja, a María Lejárraga…

    Los testimonios personales de estas mujeres suelen ser tristísimos, y hablan de la dificultad de sus luchas sociales, de la incomprensión de las gentes, empezando en muchos casos por la de sus propios maridos, que las hicieron infelices a casi todas ellas, de la soledad en que vivían y en el caso de las que eran lesbianas, de las penalidades que originaba su secreto… Elena Fortún no fue la excepción: ya el año 24 reconoce que habría tenido que separarse de Eusebio de Gorbea.

    No obstante, sabía que la emancipación empieza por un trabajo remunerado, y Elena Fortún empezó a multiplicar sus colaboraciones en periódicos y revistas.

    Cuando en 1928 María Lejárraga, tras leer algunos de sus escritos para niños, la anima a publicarlos y le presenta al director de Abc, estaba cambiando su vida. Empiezan a aparecer entonces, 1928, sus primeros relatos de Celia en el semanario Gente Menuda, y en muy poco tiempo esos relatos la hacen célebre, al tiempo que la carrera de su marido se oscurece y opaca: «Entonces me empezó a odiar Eusebio, que siempre se había dado mucha importancia conmigo».

    La familia, con el desahogo económico, se compra una casita en Chamartín de la Rosa (la misma que aparece en Celia en la revolución), y Elena empieza y acaba los estudios de bibliotecaria en la Residencia de Señoritas, donde también imparte clases de literatura y las recibe de inglés y francés, al tiempo que se prodiga en toda clase de activismos pedagógicos, sociales y feministas.

    En 1934 conoce al editor Manuel Aguilar que edita en libro algunos de los relatos de Celia aparecidos en Gente menuda, y el éxito es arrollador. «Hace con mis libros un gran capital», dirá Elena, y ese éxito se traducirá en nuevos títulos y en aumento de las tiradas. En verdad los libros de Elena Fortún supusieron un pequeño fenómeno sociológico, «un éxito fulminante», dirá Martín Gaite, una de sus mayores apologetas.

    Y en esto estalló la guerra.

    Elena Fortún, como su marido, no militaron en ningún partido, pero tenían profundas convicciones republicanas. En Celia en la revolución se sugiere, no obstante, que estarían próximos a Izquierda Republicana, el partido de Azaña, desoyendo las invitaciones de unos y otros a hacerse comunistas, una de las modas del momento (pensemos, sin ir más lejos, en la muy esnob y aristócrata Constancia de la Mora). En cuanto estalló la guerra, su marido pidió el reingreso en el Ejército Popular (acabaría destinado en Barcelona como instructor) y Elena se quedaría viviendo en Chamartín, un tanto al margen de todo, pero sin desentenderse en absoluto de su familia (consiguió que su hijo, funcionario y destinado en Albacete, donde vivía con su mujer, se fuese también a Barcelona, y pasó temporadas en Albacete, Valencia y Barcelona, visitándolos). Sólo cuando supo que su marido y su hijo y su nuera habían pasado a Francia, Elena se decidió a abandonar Madrid y su queridísima casa, desoyendo a quienes, como su editor, se lo desaconsejaron vivamente, conociendo la verdadera naturaleza de sus relaciones con su marido. Pero se impuso el deber conyugal (en la novela se traspasa esa tribulación a Celia, en relación a su padre). Logró al fin salir en el último momento en un barco desde Valencia a Francia, y de allí a pocos meses partió con su marido a Buenos Aires, mientras su hijo y su nuera se exiliaban en los Estados Unidos.

    Las dificultades económicas de los primeros tiempos fueron solventándose poco a poco, gracias en parte a las liquidaciones que le hacía desde España Aguilar, hasta que la censura franquista acabó prohibiendo no sólo el Celia nuevo, sino los antiguos, retirándolos de la circulación en 1944. Seguramente Aguilar, un hombre del régimen, logró arreglar ese asunto, porque en 1948 Elena Fortún regresó a España (ya entonces sus libros habían vuelto a las librerías), y lo hizo sobre todo para allanar el peliagudo regreso de su marido, al fin y al cabo teniente coronel del ejército republicano. No hubo necesidad de ello. Eusebio de Gorbea, hombre depresivo, en cuanto se vio solo en Buenos Aires, abrió la llave del gas y se quitó la vida (años después también su hijo acabaría suicidándose). El hecho sumió a Elena en una profunda tristeza, despertó en ella muchos sentimientos encontrados y quebrantó su salud. Esto, unido al ambiente que encontró en España, hizo que adelantara su regreso a Buenos Aires. La entrada en el piso familiar, en el que se había quitado la vida Eusebio, cerrado por orden judicial hasta su llegada, la impresionó vivamente e intentó entonces la vida en los Estados Unidos, Orange, Nueva Jersey, con su hijo y su nuera, adonde fue en 1949, pero la convivencia no resultó, y volvió a Madrid en 1950. Pero el Madrid que ella había conocido antes de la guerra, luminoso y esperanzado, se parecía poco a aquel Madrid de los vencedores, derrotado y sombrío (las amigas que querría ver, no están, y las que están no le dan ninguna compañía), y se instaló en Barcelona. Dirá para animarse que allí no le parece estar en España, pero lo cierto es que la conciencia de su soledad va en aumento y le hace sentirse de ninguna parte: «A veces voy por la calle y veo mi sombra en el suelo y pienso que así la veré ya, sola siempre», escribirá por aquellos días.

    La presencia de la muerte, que ve por todas partes, la opresiva vida española, los recuerdos y la edad hacen que recupere la fe y vuelva al seno de la religión católica: «Sí, querida mía, aunque te parezca extraño, es preciso pertenecer a una religión y sujetarse a sus dogmas. De otra manera no hay nada estable en la conciencia», le escribirá a su amiga Carmen Laforet en 1951. Se aproximaba el final: pasa algunos meses en un sanatorio antituberculoso, y vuelve a Madrid, donde tras una agonía de cuatro meses, y cuidada por sus amigos, muere en 1952.

    Las pocas gentes que la recordaron entonces, hablaron de una mujer maravillosa, agradable, delicada, sencilla, con un don especial para comunicarse con los niños y escribir de su mundo con exactitud y magia. De su obra, en especial los relatos de Celia y Cuchifritín, se han escrito grandes elogios (principalmente de las tres Cármenes, Laforet, Bravo Villasante y Martín Gaite, autora esta de un extenso y magnífico estudio sobre ella), como lo mejor de la literatura infantil de aquel tiempo.

    LA NOVELA

    A la chita callando Elena Fortún escribió, con Celia en la revolución, una de las grandes novelas de la guerra civil.

    Es la novela que hubiera querido escribir Baroja, y no pudo: le faltó conocimiento de primera mano para hacerlo, y la que habría querido escribir Max Aub, y no supo, al estar preso él, como tantos otros, de prejuicios y «razones históricas», ya que al fin y al cabo Max Aub formaba parte de una de las dos Españas. A Elena Fortún ninguna de las dos le servía ni ella les sirvió tampoco, lo que explica en parte que esta obra tardara cincuenta años en editarse: nadie la necesitaba, decíamos.

    «Hoy, 13 de julio de 1943, termino de poner en borrador Celia en la revolución» escribe en la última cuartilla Elena Fortún.

    ¿Había un manuscrito anterior, pasó al borrador algunas notas? Según su primera editora, y biógrafa, Marisol Dorao, no hay en él, más allá de algunos pequeños desajustes, cosas poco dignas de señalarse en lo que hace a cuestiones formales o de fondo. La novela, aunque sea un borrador, puede darse por acabada.

    ¿Hizo Elena Fortún algunas gestiones para publicar el libro? Pudo haberlo publicado en Buenos Aires. Pero sin duda le habría granjeado la repulsa de la mayor parte de los exiliados, aunque todos ellos pudieran corroborar los hechos que se narran en él. ¿Y en Madrid? El Régimen estaba deseando esa clase de documentos para usarlos como propaganda. Recordemos las memorias de la «arrepentida» Regina García, Yo he sido marxista. Pero la censura no habría consentido ni lo que se dice del bando franquista y sus bombardeos ni la confesión de fe firme de su autora en los valores republicanos y democráticos. Así se lo escribe la propia autora a Inés Field, una amiga argentina, a la que ha pedido desde España que le envíe algunas cosas suyas que ha dejado en Buenos Aires, pero no «el paquete de Celia en la revolución, que está en borrador y no debe venir». Por tanto, la novela ni unos ni otros la hubieran aceptado.

    Empecemos por el título: Celia en la revolución. También aparece la palabra revolución en el título del libro de Campoamor. Fue la primera que borraron de la memoria histórica los que estaban perdiendo la guerra, pese a haber sido la que movió a una gran parte de los que respondieron en un primer momento a la sublevación militar. Desde los socialistas radicales de Largo Caballero, que sería presidente del Consejo, a los anarquistas de Durruti, miles de republicanos empuñaron en un primer momento las armas no tanto para defender a la República y los principios de la Ilustración que ella representaba, sino para hacer la revolución a la que encomendaban el trabajo de acabar precisamente con ellos. Todos, los de una y otra parte, no estaban luchando sólo en una guerra civil, sino haciendo la revolución. Era la primera vez en la historia, como muy bien vio Bolloten, en que tenían lugar al mismo tiempo dos revoluciones de signo contrario, la fascista y la comunista en sus diversas acepciones (leninista, trotskista o anarquista). Cuando los gobernantes republicanos advirtieron que la palabra Revolución era el principal escollo para obtener ayuda de las democracias burguesas, la suprimieron y, siguiendo órdenes del propio Stalin, pasó la Revolución a segundo término: antes era preciso ganar la guerra; la revolución se dejaba en suspenso. La palabra permaneció únicamente en el léxico de los sublevados, para justificar su golpe de Estado: su sublevación militar, una verdadera Revolución Nacional Sindicalista, no había sido, justificaron, contra la República sino contra la Revolución marxista y anarquista que se estaba gestando, tal y como se había gestado dos años antes en los sucesos de Asturias (estos, en cambio, han quedado para todos como «la revolución de Octubre»).

    Cuando Elena Fortún decidió ponerla en el título de su libro, igual que Clara Campoamor, estaba llamando a las cosas por su nombre: aquello había sido una revolución en toda regla, entre cuyas víctimas se contarían algunos miles de republicanos convencidos. Recordárselo precisamente a quienes acabaron perdiendo la guerra, seguramente porque antes perdieron su revolución, no les gustaría.

    De eso habla la primera parte de esta novela/crónica: de la revolución en Madrid. Las otras dos están dedicadas a Valencia y Barcelona, pasando por Albacete, es decir, un cuadro bastante completo de la zona republicana.

    En ningún otro libro están mejor contadas las sacas, checas y paseos en el Madrid revolucionario. Sin el tremebundismo de Tomás Borrás o el desquicie de Concha Espina, de un bando, ni el escamoteo de casi todo el mundo, en el otro. Con la inocencia, podríamos decir, de una muchacha, Celia, que aquí se presta a encarnar a su autora, se va contando… todo.

    Elena Fortún no quiere hacer propaganda, no quiere tampoco victimarse. Le ha tocado vivir esa circunstancia, y ella es una escritora de circunstancias, y desde luego realista. Los niños lo son. Los niños no son abstractos. Deja, pues, que la mirada de Celia se pasee por todas partes (la evacuación de Argüelles y San Antonio de la Florida, con los consiguientes saqueos; los refugiados que vienen de los pueblos, realojados por todo Madrid, las cárceles y checas improvisadas… todo ello será relatado con una sobriedad y precisión de relojero).

    En materia literaria Elena Fortún nos dejará su poética en las primeras páginas, en forma, cómo no, de diálogo (las suyas son siempre novelas dialogadas, en la tradición quijotesca). «No puedo resistir el deseo de contar el asunto de la novela [que estoy leyendo]», dice Celia, «y comienzo a contárselo a Valeriana [la criada que les cuida a ella y a sus hermanos]. Me oye distraída y dice:

    »—¿Eso ha pasado?

    »—No sé… Puede que sí.

    »—Pues mira, si no ha pasado, déjalo y no te disgustes, porque aquí [en el Madrid de julio/agosto del 36] están pasando cosas peores».

    Y a esa labor se pone Elena Fortún, a contar las cosas peores que están sucediendo en Madrid: no sólo la barbarie de las brigadas del amanecer, también el comportamiento y la responsabilidad en los crímenes de tantas gentes sedientas de sangre y de venganza («en el tranvía algunos se ríen [al ver los asesinados la noche anterior, tirados en una cuneta], pero la mayor parte no abandona ese aire de dignidad que tiene ahora el pueblo»). Porque Elena Fortún cree en el pueblo, aunque a menudo pierda la fe en él y recuerda cómo ha sido manipulado, o la extrema crueldad de la que son capaces gentes a las que la guerra ha vuelto mezquinas y vengativas.

    Y así, ayudada por el realismo (en la novela comparecen como personajes no pocas personas reales, desde sus amigas Laurita de los Ríos o Isabelita García Lorca a su editor Aguilar) y un oído finísimo para reproducir el habla de las gentes («vive una sin simetría», dirá una mujer del pueblo para significar que vive sin descanso), va componiendo una y otra estampa, vividas u oídas contar a sus protagonistas, siempre sobre el terreno. Esto le permite pintar como nadie cualquier ambiente y situación, el de Madrid a oscuras, bajo los bombardeos, o el desfile por la Castellana de las fieras disecadas que salen del palacio de Medinaceli, jirafas y osos blancos, camino del Museo de Ciencias Naturales; el de Valencia o Barcelona («las calles, sólo iluminadas por la luna, se quedan desnudas… En camisón blanco, sin resguardo y sin amparo, enteramente a merced de las bombas», o el de la convivencia crispada en una misma casa de refugiados y huidos).

    Decíamos que esta novela es la que hubiera querido escribir Baroja (su trilogía sobre la guerra civil tiene el encanto de todo lo ­barojiano, pero se resiente: en buena parte las tres novelas están escritas de oídas; no obstante en la de Elena Fortún se le hace un gran homenaje: «Pío Baroja gusta mucho a los soldados del frente», oímos que dice alguien). Celia en la revolución es la novela de la lucha por la vida en la retaguardia, la gran novela del miedo y del hambre, sus verdaderos personajes, con un único argumento: los desgarros. Es la novela de los desgarros, muertes y separaciones, que hacen que todos sus protagonistas vivan medio flotando en una pesadilla. Con detalles exactos en cada página (desde el olor a tomillo que prepondera en Albacete, por encenderse con tomillo hornillos y cocinas, al reparto en los racionamientos de té, cominos o estropajo a los que iban buscando cien gramos de pan).

    Y desde luego estamos ante una de las pocas obras en que alguien que vivió una guerra en la que tampoco parece que nadie mató a nadie, está dispuesto a reconocer y asumir responsabilidades políticas, penales y morales: están conversando Celia y un amigo, que viene del frente. Dice él, pero habla por su boca la propia Elena Fortún:

    —La playa elegante de aquí… Han muerto allí como moscas… ¡Se han cometido tantos crímenes! No te imagines que los otros hacen menos.

    —Ya sé, ya…

    —Es que somos salvajes… verdaderos salvajes… Todo lo que se llama civilización y cultura es un barniz clarito que se nos cae al menor empellón… ¿Queréis revolución?

    —¿Yo?

    —No, mujer… hablo al incógnito que la ha armado… ¿Queréis revolución? ¡Ahí la tenéis!… Todos somos unos asesinos.

    —Tú no.

    —Yo también.

    —Pero ¿tú no habrás fusilado a nadie?

    —Sí, hija, sí… como cada hijo de vecino… Fue en los primeros tiempos. Estaba yo en Villaverde, con el destacamento, cuando van y dicen: «Ahí llega el tren de Jaén y viene el obispo, y su hermano y la familia, y el cerdo de y el ganadero tal y… ¿queréis que les hagamos bajar y les fusilemos aquí mismo? A ello». Bajan temblando. Unos cuantos les toman la filiación. Sí, son ellos, y otro ¡que a lo mejor es republicano!… al menos, ellos lo dicen… «A ver, todos en fila». «Pero ¿nos vais a fusilar?». El obispo, muy pálido, echaba bendiciones… Nos pusimos enfrente… Cuarenta canallas y ¡pum!… ¡Sólo cayó el obispo! Todos le habían disparado a él y le habían acribillado… Otra vez tuvieron que formar la fila y disparar… algunos corrieron y los cazamos…

    —¡Jesús…!

    —¡Vamos, mujer! ¿Estás llorando? ¡Mujer! Te aseguro que yo no era yo… ¡Si soy incapaz de matar una mosca! ¡Más veces tengo salvadas mariposas calentándolas al sol sobre la palma de la mano! Es eso… es el salvaje que llevamos dentro… el contagio… la honrilla de que no le crean a uno un blandengue… ¡Mujer! ¡A ver si me vas a tomar rabia ahora!… Aunque a veces yo me la tengo por haber sido capaz de hacer una cosa como esa… pero más rabia tengo al que tuvo la culpa de todo… ¡A ése sí! ¡A ése le fusilaba ahora mismo sin que me temblara la mano!

    —¡Tal vez no era el obispo el que fusilasteis!

    —Tal vez. ¡Cualquiera sabe! Para el caso es igual… era un pobre hombre, y pobres mujeres y pobres hombres…

    Pocas veces se habrá escrito una novela sobre la guerra con tanta verdad, consciente su autora de que alguien ha de contarla, y no como un desahogo, tal y como creía Martín Gaite, sino consciente de que con el tiempo todos mentirían o tratarían de hacernos creer que han olvidado.

    No Elena Fortún. Logró sobrevivir en el Madrid de las checas (no así la tía y el primo de Celia) por haber seguido al pie de la letra el «ver, oír y callar». «Casi tres años de revolución y guerra, de seres absurdos, de sangre y de destrozos, han gastado la curiosidad de todos!», dirá Celia casi al final, y cuando leamos lo que dice una maestra («Sí… ¡todo está perdido! Creo que por culpa de unos y otros»), ¿cómo no pensar que es Elena Fortún quien nos lo dice, cómo no creer que es la tercera España quien habla por su boca?

    Y para ellos, para los unos y los otros, y en nombre de los que no fueron ni de los unos ni de los otros (el hunos y hotros de Unamuno), escribió Celia, antes tan parlanchina y ahora tan silenciosa, antes tan rebelde y tan sumisa durante los años de revolución, esta extraordinaria crónica novelesca que deberían leer con atención los nietos de unos y otros.

    Andrés Trapiello

    Madrid, 22 de diciembre de 2015

    Introducción

    De todos los personajes de Elena Fortún, Celia fue, no solo el primero, sino también el favorito. Quizá porque, en realidad, se trataba de una proyección de ella misma. Cuchifritín, los primos, las amigas…, todos revoloteaban alrededor de Celia como las mariposas cerca de la luz; Celia era, presente o ausente, el centro de aquel universo.

    En Celia: lo que dice, el primer libro de la serie, la autora nos la presenta como una niña de siete años, con los ojos claros, y la boca grande, y el cabello rubio, «de ese rubio tostado que con los años va oscureciéndose». Celia, en ese libro, tiene «la edad de la razón. Así lo dicen las personas mayores».

    A lo largo de su obra, Elena Fortún va introduciendo a su Celia en el mundo de esas personas mayores. En ese mundo donde los niños no son, por lo general, buen recibidos porque hay unas reglas absurdas, ilógicas, que los

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