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Zapata, voces y testimonios
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Zapata, voces y testimonios

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Un regreso en el tiempo, con entrevistas a viejos zapatistas que narran la verdadera lucha de Emiliano Zapata.
¿Sabemos realmente quién fue Emiliano Zapata? ¿La historia, el cine y la literatura han hecho justicia a su verdadero espíritu luchador? Lya Gutiérrez, a través de una serie de entrevistas, nos regresa en el tiempo al México de Emiliano Za
LanguageEspañol
PublisherEditorial Ink
Release dateFeb 14, 2019
Zapata, voces y testimonios
Author

Lya Gutiérrez Quintanilla

Lya Gutiérrez Quintanilla es periodista, escritora, investigadora, conferencista, articulista, columnista y entrevistadora. Actualmente es presidente del Seminario de Cultura Mexicana en Cuernavaca, Morelos, y Miembro de Número de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Es autora de varias publicaciones y libros, entre los que destacan: Los Volcanes de Cuernavaca: Sergio Méndez Arceo, Gregorio Lemercier e Iván Illich; Historia de un Menú: Comida de Zapata y Madero, en el Jardín Borda. Esta narración histórica fue publicada por el Instituto de Cultura Morelense en 2011. Es un documento que, en copia fiel, la autora entregó ya al Archivo General de la Nación y por su valor se puso a disposición de historiadores e investigadores. También es autora del cuento ''La Novia del Volcán'', publicado en el libro colectivo de la Sociedad de Escritores de Morelos. El trabajo de investigación y narrativa de Lya Gutiérrez ha sido distinguido en varias ocasiones. Fue galardonada con la Orden Caballero Águila, el 24 de Noviembre de 2012 en la Acrópolis de Xochicalco por sus aportaciones a la difusión del patrimonio cultural morelense. Ha obtenido, además, el primer lugar en el estado de Morelos en el Género de Crónica. Dos ocasiones ha sido declarada primer lugar morelense en el Género de Entrevista. Galardón especial del grupo Empresarial Morelos por su destacada participación durante el Bicentenario y Centenario de la gesta Revolucionaria. También fue premiada con la Medalla José María Morelos y Pavón del Diario de Morelos.

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    Zapata, voces y testimonios - Lya Gutiérrez Quintanilla

    A mi padre Alfredo F. Gutiérrez,

    a quien le debo mi amor por la historia y por Morelos.

    A los excombatientes zapatistas que confiaron en que sus voces,

    hoy en este libro, serían leídas algún día, aunque no por ellos.

    Al resto de entrevistados, que sin conocerme varios de ellos,

    abrieron ante mí, de par en par, la puerta de sus recuerdos y sus conocimientos.

    Presentación

    Uno de los formatos más fieles de la historia es la historia oral. Y si los poseedores del conocimiento histórico fueron actores de los sucesos que relatan, la fidelidad debe ser aún mayor. Por eso la entrevista es uno de los medios más valiosos para compenetrarse con la historia reciente, a veces mucho mejor que los análisis de académicos teóricos cuya elevada perspectiva los aleja con frecuencia de lo que fue la realidad cotidiana.

    Bienvenidos los historiadores profesionales, pero siempre y cuando hayan abrevado en las fuentes directas; que hayan ido más allá de las alfombras de sus bibliotecas para ensuciarse los zapatos en el barro del campo, en casos como éste de historia vinculada al medio rural.

    No es casualidad, pues, que libros de la mayor trascendencia histórica provengan de la pluma de periodistas, como son, para nuestra Revolución, los de los consagrados John Reed y John Kenneth Turner. A esa estirpe pertenece Lya Gutiérrez Quintanilla, cuyo afilado lápiz tiene décadas de experiencia en las agitadas redacciones periodísticas, aunque luego se decante en la soledad reflexiva del escritorio doméstico.

    Lya ha rebasado, con sobrados méritos, la limitación de espacio del artículo o del reportaje para arribar a la constitución de libros memorables. Y digo constitución porque, en efecto, son obras constituidas por elementos periodísticos que finalmente se integran en un todo, donde las partes que fueron aisladas pasan a ser elementos coherentes en la unicidad del libro. Así lo constatarán los lectores en estas páginas reveladoras.

    Estas entrevistas realizadas por Lya Gutiérrez Quintanilla son el último testimonio de auténticos zapatistas, con ese realismo que otorga la sencillez, con esa parte muy humana que muestra al desnudo el espíritu —más allá de las palabras del interlocutor, de la periodista y del personaje histórico que nos ocupa—.

    Otras entrevistas de diferente carácter complementan a las de los zapatistas. Se trata de algunas opiniones contemporáneas de personas destacadas por diversas causas y que tienen la autoridad moral para ser escuchadas. Como quiera que sea, emiten sus propios puntos de vista y la autora los respeta, aunque no necesariamente los comparta.

    La lectura de estas entrevistas satisfará el interés histórico de quienes las lean, y asimismo les proporcionará ese placer que la literatura conlleva: volar de la mano del autor y de los protagonistas.

    Siempre que puedo, repito como ahora mis convicciones zapatistas y perdóneseme la reiteración de palabras muchas veces dichas y escritas:

    Si ser revolucionario es querer rehacer el edificio social desde sus cimientos, sin concesiones ante ninguna fuerza política, sin debilidades por ningún motivo, para reconstruirlo totalmente en función de los intereses de la mayoría, sin buscar poder ni beneficios personales de ninguna especie, entonces el único verdadero revolucionario que tuvo México hace un siglo fue Emiliano Zapata. Por ello, a nivel mundial Zapata es un icono del revolucionario.

    José N. Iturriaga

    Introducción

    Siendo yo todavía muy joven, —a principios de la década de los sesenta—, una mañana viajaba con mi padre por las calles del centro de Cuernavaca y atenta a los relatos acerca de la Revolución de México y de Morelos que él vivió de niño y que le encantaba narrarme cada vez que me subía al auto con él, de pronto le pregunté: —Papá ¿cómo eran los zapatistas? —Se quedó unos instantes en silencio tal vez en busca de las palabras para responderme. Frente a nosotros, en ese momento cruzaba la calle, apurado el paso, un viejo campesino que vestía pantalón y camisa de manta, portaba un sombrero un tanto despalmado y calzaba huaraches de correas; un gabán color café colgaba sobre un hombro y del otro, pendía un ayate de reatas. Mi padre, mirándolo, me respondió, al mismo tiempo que lo señalaba.

    —Como él, hija —dijo serio y añadió—: todos los viejos campesinos que veas en Morelos a lo largo y ancho del estado, eran… son —corrigió—, zapatistas.

    Esas palabras y la imagen que las acompañó, se quedaron en mí congeladas en el tiempo y desde esa edad, —cursaba yo entonces primer año de secundaria—, me prometí que algún día iría al encuentro de historias que con toda seguridad me permitirían conocer de viva voz, muchos de esos relatos en torno a la Revolución del Sur: la epopeya del —permítaseme el adjetivo—, gran insurrecto Emiliano Zapata.

    Tiempo después, durante parte de mi desempeño periodístico, varias veces cubrí los aniversarios de su natalicio o muerte, así como por la promulgación del Plan de Ayala, siempre en Anenecuilco, en Chinameca o en la cabecera municipal del Municipio Villa de Ayala, nunca en Cuernavaca. De esos programas oficiales, recuerdo la pena inmensa que me daba ver a un grupo de ancianos, con atuendos que hacía tiempo habían visto mejores días. Eran sobrevivientes de las fuerzas zapatistas que sentados, con sus mujeres al lado igual de ancianas que ellos, salían en cada aniversario en periódicos y televisión. Se diría que, lejos ya la Revolución Mexicana, esos viejos campesinos esperaban esas fechas conmemorativas, año tras año, para oír hablar del jefe, como ellos llamaron siempre al general Emiliano Zapata alimentados por el recuerdo y las aventuras que vivieron a su sombra y que dieron sentido a sus vidas.

    Algunos todavía lucían sus medallas apenas detenidas sobre guayaberas desleídas; reconocimientos obtenidos por méritos en combates a todas luces desiguales. Por una parte, un bando, el federal, con preparación militar, bien comido, bien uniformado, bien calzado y perfectamente armado. El otro, el de los alzados en 1911 al llamado de Zapata; el de los que huyeron de haciendas y pueblos para unirse a sus fuerzas y participaron en la conformación del Ejército Libertador del Sur y con ello, en la Revolución Mexicana; el de la bola de desarrapados como los llamaba la sociedad porfirista de entonces, tal vez sin preparación alguna, pero con mucho corazón, diría lo más recio que pudo un sobreviviente entrevistado con voz apenas audible por la edad y boca desdentada, siempre leales al jefe, al único que hubo para ellos durante los prácticamente nueve años que tardaron en eliminarlo los estrategas carrancistas. Y aunque en 1919, año de su muerte, ya mermadas sus fuerzas, se limitaban a responder a los ataques, no le aunque, diría otro, tuvieron que matarlo a traición por la espalda, pero mientras el jefe vivió, nunca nos rajamos.

    No recuerdo si fue en la segunda o tercera ocasión que los vi en esos aniversarios oficiales, cuando hice el tiempo para ir a su encuentro. En los actos públicos hubiera sido imposible entrevistarlos. Atentos, no perdían palabra alguna, siempre con la esperanza de escuchar alguna mejora que aliviara su precaria situación.

    En 1990, ya como coordinadora regional del periódico El Universal Morelos, me presenté en un pequeño despacho, aquí en Cuernavaca, donde se ubicaba una filial del Instituto Pro Veteranos de la Revolución del Sur. Estaba en el segundo piso del Pasaje Tajonar de la céntrica calle Guerrero; don Mateo Zapata, hijo menor del Caudillo del Sur, quien lo presidía, atendía en Cuautla. Subí la larga escalera eléctrica, ya me esperaba el abogado Óscar Apáez su asistente durante casi 20 años quien al saber de mi intención, me proporcionó una lista con nombres de excombatientes vivos que verdaderamente habían podido comprobar que lucharon en la Revolución.

    Cuando los fui entrevistando uno a uno, me asombró que todos —unos más que otros—, coincidían en la pobreza en que vivían y en su inmensa lealtad a la memoria de ese pasaje de la historia, el de la revolución armada. Sus casas, con una que otra excepción, a medio encalar, pisos de tierra, muros de adobe desgastado por el tiempo y techos de tejas sobre varitas de madera o de plano láminas de cartón. Eran tantas sus carencias, que las más de las veces me invitaron a sentarme, con toda propiedad, en sillas desvencijadas y en uno de los casos, hasta en una pila doble de nueve tabicones encimados. Seguían viviendo en la misma pobreza de siempre; tanto, que varias veces recordé el comienzo del libro Zapata y la Revolución Mexicana, del historiador norteamericano John Womack Jr: este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar, y que por eso mismo hicieron una Revolución.

    Permanecieron fieles al campo, a sus siembras de maíz temporalero y a sus recuerdos pero ya sin el yugo que representó para ellos ser peones en las muy ricas haciendas azucareras de Morelos, donde en sus tiendas de raya quedó su salario. Uno de estos guerrilleros diría durante su entrevista: Jué tan duro lo que vivimos, que todavía hoy no sabemos cómo aguantamos peliar en esas condiciones tantos años. Si en estos momentos nos preguntaran si estamos listos para un nuevo alzamiento, responderíamos que no. Ya no podemos más, las juerzas nos abandonaron aunque nuestro corazón estaría con los alzados.

    En ninguno de sus hogares percibí elemento alguno de transculturación proveniente de otro país, que no fueran los tradicionales de la gente del campo de Morelos: cazuelas y tarritos de barro para el café, cerámica de barro o peltre. Petates, viejas camas de latón pintado, mesas y sillas de palo forrados sus asientos con paja, aperos de labranza, imágenes guadalupanas con veladoras encendidas al frente, ayates con olotes colgados de gruesos clavos, quinqués para alumbrarse de noche. En los patios y tecorrales, matas de chile, algún árbol frutal y siempre con uno o dos perros cerca de ellos igual de famélicos que sus dueños. Sin teléfonos ni modernos aparatos electrónicos como no fuera alguna vieja televisión, los menos, los más, ni eso, eran, sin embargo, muy respetados por sus familias y vecinos. Para encontrarlos, recorrí varios pueblos y ciudades, entre ellos: Santa Catarina en Tepoztlán; Atlacomulco en Jiutepec; Acatlipa y Alpuyeca en Temixco; Casasano en Cuautla, Anenecuilco en Ayala, Oaxtepec en Yautepec, en las mismas cabeceras municipales de Yautepec, Tlaltizapán, Huitzilac y aquí en Cuernavaca.

    El resto de las entrevistas que conforman este libro se hicieron con mucha atención de mi parte para complementar las historias orales; algunas, con la certeza de la información o la erudición; otras, con el interés de escuchar sus propias versiones; todas, con la riqueza que sus opiniones aportarían al tema. Como periodista escuché sus voces sin prejuzgar. No me cerré a ninguno de ellos. Todos tenían algo importante que decir. Y el adentrarme en sus pláticas y en el trabajo de investigación y confirmación de datos, fechas y lugares que acompañaron la realización de estas charlas, me permitió, además de aprender mucho más del tema, llegar a varias conclusiones:

    Muerto ya Zapata, los zapatistas tuvieron vetado el camino a la toma del poder y a la organización de un nuevo sistema social. Su ausencia representó un golpe mortal asestado al movimiento campesino independiente que jamás reconoció a ninguna autoridad, ni sufrió derrota alguna y ya sin Zapata, la lucha fue entre Carranza y Obregón que se disputaban el mando de la nación y el modelo económico a desarrollar.

    Para ambos, el respeto a la propiedad privada, en la práctica, pesaba mucho más que el reparto de la tierra a los campesinos. Y estos a su vez, sin su líder, al confiar en las promesas del constituyente, ahogaron su propia fuerza militar y social al desintegrarse y regresar a sus pueblos y rancherías en espera de sus tierras; distribución que para muchos tardaría más de diez años en hacerse realidad y para otros, nunca llegó. Lapso de tiempo, en el que ya excluidos de la lucha, el campo seguía con hambre.

    A la muerte de Carranza y Villa, el caos imperaba, diría el maestro Arturo Azuela, uno de mis entrevistados: diez años después de muerto Zapata, Obregón dirigía una nación a la deriva. Y seguía sin cumplirse la promesa de una reforma agraria mientras el grupo poderoso industrial y agrario, nacional y extranjero veía aumentar cada vez más sus ganancias.

    Cuando tenía frente a mí a un viejo ex combatiente y comprobaba en sus hogares el fracaso de las políticas agrarias, me preguntaba yo con ellos: ¿por qué? Pero al repasar la historia del agrarismo en Morelos constato que cuando se comienza a dar el reparto de tierras, la falta de créditos, de programas agrícolas, la imposibilidad de adquirir insumos y la corrupción, lograron hacer del ejido, una forma de allegarse de alimentos baratos en un campo cada vez más empobrecido por la parcelización de la tierra. Es así que cuando pienso en la situación del campo en Morelos, recuerdo el libro de Alfonso Gilly y su terrible título: La revolución interrumpida, y así fue. Morelos vivió una revolución interrumpida en la que sólo sobrevivieron los ideales del caudillo del Sur. Entrevistas como la del agratista Ignacio Guerra Tejeda, hablando fuerte, detalla de cómo la corrupción de los líderes del campo, hundió aún más al agro. Y así tenemos, diría otro de mis entrevistados, Samuel Palma César, que la modificación al artículo 27, solo vino a legalizar la costumbre de compra-venta de ejidos que ya era práctica común.

    A Zapata lo mataron para acabar con un hombre incorruptible, inquebrantable que amó a su tierra y a los campesinos hasta el último de sus días.

    Murió cuando, viva ya la idea de su obra, dentro y fuera del país, no sólo podía ya morir, sino descansar en paz su muerte, asegura la doctora en historia Gloria Villegas Moreno. Hay quienes afirman que Zapata sabía a lo que iba en Chinameca, en esa fatídica tarde del 10 de abril de 1919; él, que era tan sagaz y desconfiado, se negó a escuchar las voces de advertencia de los suyos.

    Murió, con su fe puesta en un cambio y su eterno desprecio por el poder y la riqueza.Uno de quienes así piensan es su nieto Jorge, hijo de Nicolás Zapata el primogénito del líder suriano.

    Otro de los entrevistados, Octavio Rodríguez Araujo opinó que Zapata es un símbolo y los símbolos al no ser de nadie, son de todos. Y si bien muchos son los que se han inspirado en el nombre del Caudillo del Sur para encabezar movimientos sociales, mi muy personal opinión es que hasta el momento, no ha habido un mexicano que lo haya siquiera emulado. El hacendado Francisco I. Madero, —que no tuvo el respaldo popular de su movimiento, mismo que inició con apoyo económico y urbano—, nunca imaginó que un puñado de campesinos sin tierra, con su jefe Emiliano Zapata, lograrían con su propuesta agraria un enorme respaldo popular, en gran medida espontáneo. Movimiento que se convirtió en la vanguardia de la guerra campesina contra el latifundismo y que al traspasar las fronteras iniciales de su pueblo y de su estado, la participación de todos esos grupos campesinos, es lo que le dio fuerza y desarrollo, no sólo sentido social, a la Revolución Mexicana en la que la figura del campesinado fue clave.

    Acerca de la ruptura entre Madero y Zapata, me queda claro que desde antes que se diera el rompimiento total entre ambos, ya había signos que así lo presagiaban. Uno de ellos ocurrió en el banquete que el 12 de junio de 1911, la ciudad de Cuernavaca ofreció a Francisco I. Madero, el llamado Héroe de la Democracia, en el Jardín Borda. Ahí el Caudillo del Sur pudo constatar, que a pesar de que en el Plan de San Luis se anunciaba la restitución de las tierras a sus legítimos herederos lo que había provocado su adhesión al movimiento maderista y la de cientos de campesinos morelenses un año antes, era inútil esperar su comprensión al movimiento agrario ni tampoco su intervención ante los hacendados para exigirles la resolución de los litigios de tierras a favor de los pueblos. Existe un menú fechado ese día, con las firmas que uno de los invitados, mi abuelo paterno don Manuel Gutiérrez Guerrero solicitó a quienes estaban sentados en las mesas de honor en ese convivio. En él, aparece la firma del Caudillo del Sur, muy cerca de la de Madero.

    Ese documento es la única constancia histórica, hasta el momento, que atestiguó que Zapata sí fue invitado y sí acudió. Mi abuelo, uno de los asistentes, refirió años después a su hijo Alfredo F. Gutiérrez, mi padre, que:

    Cuando los invitados estábamos ya sentados, incluido Zapata, arribó al lugar un grupo de cuatro o cinco hacendados. Y aunque muchos de los presentes formaban parte de la élite conservadora de la sociedad de Cuernavaca, los recién llegados sobresalían del resto de invitados por la extremada elegancia de sus atuendos. Se detuvieron justo a la entrada al convivio y en ese momento —narró mi abuelo—, yo volteé a ver a Zapata con la curiosidad de ver su reacción. Sabía que hacía tres meses se había alzado en armas contra la dictadura de Díaz pero indirectamente contra los hacendados y pude observar que sentado aún, Zapata se adelantó discretamente hacia adelante, para no perder detalle de la reacción de Madero y vio como el entonces candidato a la presidencia de México, los saludó a lo lejos alzando ligeramente un brazo e inclinó su cabeza; acto seguido les hizo una elegante seña como indicando: ´¡Pasen ustedes!´

    Zapata, adusto el semblante, se volvió a recargar en su silla, volteó ligeramente hacia atrás el rostro y con una casi imperceptible seña pidió a uno de sus asistentes, vestido de charro igual que su jefe, sólo que más modesto, que se acercara. Le dio alguna indicación y al tiempo de tomar su sombrero, el resto de su escolta que permanecía discreta a poca distancia de él, se alistó. Se paró y se dirigió hacia donde estaba Madero, a poca distancia de él, quien se levantó también de su silla al verlo acercarse; hablaron entre sí, únicamente Sara, esposa de Madero escuchó la conversación. Luego de despedirse, se marchó calándose el sombrero sin importarle que era invitado personal del jefe supremo del Ejército Libertador e Ilustre Caudillo de la Democracia, como decía el menú refiriéndose a Madero.

    Al tiempo de salir Zapata del Jardín Borda, los invitados continuaron su charla, sin percatarse al parecer, del incidente, mi abuelo, que había sido militar y ya fuera de la milicia era abogado, sí lo notó. Acto seguido escribió en letra pequeña su nombre y lo guardó.

    Esa narración familiar fue conformando en mí una imagen de respeto hacia Zapata quien ese día dejó atrás un banquete que todavía bajo la influencia del porfiriato sus viandas fueron escritas en francés en los menús colocados sobre las mesas y señalados diferentes vinos europeos para cada platillo, —lo que al líder campesino, acostumbrado a la buena comida ranchera, tan diferente a la que les ofrecían ese día, no le debe de haber costado ningún trabajo dejar—. Cinco meses después, el 28 de noviembre de ese mismo año de 1911, Zapata vuelve a levantarse en armas, esta vez contra el ya presidente Madero y ya con su Plan de Ayala en la mano. Cómo no iba a ver ruptura, si Madero y Carranza venían de una tradición de grandes extensiones y enormes latifundios y Zapata luchaba contra ellos.

    Luego de realizar todas estas entrevistas y las lecturas que las acompañaron, me queda claro lo siguiente:

    El zapatismo no es sólo agrarismo, ni tampoco únicamente una contienda contra la imposición y el autoritarismo, sino que más allá de estos conceptos, los campesinos protestaron también con su alzamiento contra un centralismo que apoyó al enorme capital que para la federación representaban las ricas y poderosas haciendas cañeras del sur, sin escuchar el grito y los reclamos de los pueblos por sus tierras, sus bosque, su agua y sus necesidades.

    Que el zapatismo además de haber peleado por la tierra, por la libertad y la justicia social, tuvo la enorme capacidad de entrega de la vida misma en la conformación de un nuevo proyecto de nación, más justo, más equitativo y más digno, plasmado en la Constitución de 1917 donde la voz de los enviados zapatistas se dejó oír fuerte, entre la de otras facciones insurrectas, en la Convención de Aguascalientes.

    Soy periodista y eterna estudiante de los hechos históricos, sin embargo, los periodistas, además de divulgadores de los distintos aconteceres, somos contadores de historias que a veces no gustan. Al poder jamás le ha gustado escuchar la verdad. Las voces de estos dignos ancianos campesinos que aparecen en la segunda parte de este libro, enriquecen esta obra y complementan las legítimas opiniones de historiadores, académicos y políticos conocedores del tema. Queda así, un documento humano que no se deben perder.

    Al igual que Jesús Sotelo Inclán, en la década de los cuarenta, el enorme autor de: Raíz y razón de Zapata, yo también he visto llorar a mis ancianos zapatistas aprisionados en este libro desde 1990 tan sólo de recordar a su líder 70 años después de su muerte; esas lágrimas, que compartí con mis interlocutores, no pude evitarlas, son de las que no se olvidan jamás. Las llevo desde entonces impresas en el corazón.

    Desvencijados por fuera, por dentro lúcidos y aún con buena memoria, ese puñado de morelenses de excepción que platicaron conmigo mientras esperaban tranquilos el momento de su muerte, con sus revelaciones, recrearon ante mis ojos y a partir de ahora lo harán ante los de mis lectores, escenas cumbres de la lucha zapatista que permiten adentrarse en las páginas de los libros de historia.

    Con miradas de guerrilleros de pura cepa y participantes algunos de ellos en el Sitio de Cuernavaca, otros, en atentados dinamiteros a máquinas de ferrocarril y otros más, participantes en campañas guerrilleras al lado del Caudillo del Sur o de generales de excepción, con su lucha, se han ganado un jirón de gloria en la historia de Morelos y de México.

    Y si bien, la vida de todos esos ancianos se apagó ya, los que hablaron y los que no lo hicieron, los que aparecen aquí y los que no, todos están presentes en este libro con sus fotografías a través de las cuales, salen en posición de firmes al juicio del tiempo lo que les permitirá vivir un presente continuo cada vez que algún lector o estudioso de la historia, recorra estas páginas.

    Para mí es importante no tener corta la memoria. Hoy, a poco más de dos décadas después de iniciadas las entrevistas, sirvan estas letras como homenaje a todos los héroes anónimos, a las soldaderas y a sus familias que vivieron y crecieron al fragor de los combates y escaramuzas. Estos enormes ancianos que hace poco más de 20 años todavía arañaban su futuro ya sin muchas fuerzas y sin percibir o tal vez sin aceptar que con Zapata muerto, murió su esperanza de una vida mejor, con el correr de los años y su perenne lealtad a su movimiento y a su líder devinieron en verdaderos monumentos vivientes. Palabras más, palabras menos, reproduzco un sintetizado texto de Zapata: Yo me he levantado, —escribió en diciembre de 1911 al coronel carrancista Fausto Beltrán—, no para enriquecerme y estoy dispuesto a morir a la hora que sea porque llevo la pureza del sentimiento en el corazón y la tranquilidad de la conciencia.

    En este momento en que cumplo al fin el compromiso contraído conmigo misma desde mi ya lejana adolescencia, sólo me hacen falta esos viejos campesinos a quienes les prometí que no serían olvidados; mi abuelo morelense Manuel Gutiérrez Guerrero, al que no conocí y que tuvo la visión de guardar para la posteridad el menú del banquete en el Borda y a mi padre, mi querido contador de historias revolucionarias, para poderles entregar a cada uno de ellos, un ejemplar de este libro en sus manos y decirles a todos que el zapatismo sí triunfó, porque a más de 100 años de iniciada la gesta revolucionaria, sigue limpio el nombre del general Emiliano Zapata, morelense y mexicano ejemplar.

    Lya Gutiérrez Quintanilla

    Cuernavaca, Morelos 1990 al 2012

    Parte I

    Arturo Azuela Arriaga

    — Presidente del Seminario de Cultura Mexicana

    y miembro de Número de la Academia Mexicana de la Lengua.

    Fallecido el 7 de junio de 2012 —

    Los que estaban formados por y para el antiguo régimen no pudieron sobrevivir a la derrota del porfirismo; fueron muertos en vida sus últimos años. Un lustro después de la promulgación de la Constitución del 17, Álvaro Obregón todavía dirigía un país a la deriva.

    Ciudad de México, 2010.

    Entrevistar al maestro Arturo Azuela Arriaga no fue fácil por su precaria salud, sus descansos para tomar fuerzas, mismos que no le han impedido, hasta donde cabe estar activo, viajar a diversas corresponsalías dentro y fuera del país donde ha impartido conferencias magistrales; además de estar atento al mundo de la cultura, esa cultura que heredó de su abuelo el famoso escritor de la Revolución, Mariano Azuela, autor de la famosa novela Los de abajo, miembro fundador del Seminario de Cultura Mexicana, SCM ; y también de Salvador Azuela su padre, escritor y presidente del SCM, como ahora, él mismo lo es.

    Ese mundo de la alta cultura que abarca narrativa, novela, poesía, historia, ciencias, matemáticas, física, música, —él mismo toca violín—, arte y cinematografía, es el que Arturo Azuela, nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1938, heredó y al que ha permanecido fiel toda su vida.

    Llevaba ya un par de meses de buscar esta entrevista…, tal vez un poco más. Por una razón u otra, no había sido posible. De pronto la voz, siempre cálida de Celia Sosa, la fiel secretaria de la presidencia del SCM me dice por teléfono: —Lya, el maestro Azuela te espera el 18 de noviembre a las doce del día aquí en las oficinas de la ciudad de México para que lo entrevistes. —En ese momento, a pesar de haber buscado esa cita yo misma, me invade una sensación de responsabilidad. Entrevistar a este gran escritor mexicano, que desde siempre se ha movido a sus anchas en el difícil mundo de las letras y que lo ha hecho de manera impecable, es todo un reto… que asumo y agradezco.

    Antes de entrar a su despacho, paso bajo los rostros tallados en bronce de los presidentes que le han antecedido en el cargo que con rostro adusto todos ellos, cuelgan de los muros de esta institución fundada el 28 de febrero de 1942. Y al mirarlos me viene a la mente el recuerdo de destacados seminaristas representantes de la cultura nacional que ayudaron a conformar y fortalecer esta institución, entre ellos: el poeta Enrique

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