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Oficio de lance: De cómo llegué a comer, incluso bien, del periodismo
Oficio de lance: De cómo llegué a comer, incluso bien, del periodismo
Oficio de lance: De cómo llegué a comer, incluso bien, del periodismo
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Oficio de lance: De cómo llegué a comer, incluso bien, del periodismo

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About this ebook

Oficio de lance cuenta 40 años de periodismo español al tiempo que el autor se cuenta a sí mismo. Y mientras narra, reflexiona sobre la noche oscura del oficio y la saludable eclosión del periodismo digital y las jóvenes editoriales. El periodismo debe contar con la incertidumbre como dato previo, siempre soplan vientos de cambio. Pero Oficio de lance se plantea, también, cómo llegamos hasta aquí y qué peligros amenazan la relevancia de la labor informativa o su mera pervivencia.
LanguageEspañol
Release dateFeb 18, 2019
ISBN9788417643621
Oficio de lance: De cómo llegué a comer, incluso bien, del periodismo

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    Oficio de lance - Emili Piera

    Primera edición digital: diciembre 2018

    Colección Rotativa

    Coordinación: Antonio Rubio

    Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.com

    Fotografía de la cubierta: Emili Piera

    Maquetación: Álvaro López

    Corrección: Juan Francisco Gordo

    Revisión: María Luisa Toribio

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2018 Emili Piera

    © 2018 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17643-62-1

    Emili Piera

    Oficio de lance

    De cómo llegué a comer, incluso bien, del periodismo

    A quienes hemos hecho del periodismo un oficio.

    A mis amigos Pilar López, José Vicente Aleixandre y Josep

    Torrent, periodistas, in memoriam.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Oficio de lance

    Mecenas

    Contraportada

    Introito

    «Enric González y yo nos íbamos a conversar sobre periodismo tomando unos dry martini en la coctelería Boadas, en la Rambla. Durante la primera copa el panorama lo veíamos muy pesimista. A la segunda copa ya veíamos posible la regeneración del oficio».

    El oficio más hermoso del mundo. José Martí Gómez

    Estudié periodismo y me hice periodista porque quería escribir. Sí, a mí también me pasó.

    He puesto en el título que este es un oficio de lance, una tarea venturosa, a merced del mistral y el ábrego, emprendida con aparejos de fortuna: el periodista va sabiendo cosas según pregunta, ¿no? Creo que el filósofo procede, con otros propósitos muy diferentes, de modo parecido. Y por lo que sé de literatura, transcurra la historia en La Mancha, en un puerto ballenero de Nueva Inglaterra o en las entrañas de un planetoide artificial llamado Rama, la fuerza que inauguró estos mundos es un «¿y si…?» a la vez suspensivo e interrogador. Periodismo, literatura y más cosas coinciden en ese signo de interrogación, «?», que parece hundir una simiente de desafío en la tierra de todos.

    Todo son preguntas, pero en el periodismo esas preguntas derivan de la observación de cosas que ocurren.

    La historia trabaja por cristalización. Si la historia es la cuajada, la política es la leche y entre una y otra, y en situación ideal para asistir a todas las fermentaciones (y cargar con los malos humores de unos y otros), está el periodismo. El periodismo trabaja con pescado fresco, la historia con cecinas y mojamas. Pero la mojama fue antes atún y la cecina, buey. Cuando la historia petrifica, tenemos un mito o una leyenda, la máquina de imaginar más poderosa de cuantas ha creado el hombre. Curioso, ¿no?

    El mejor documento periodístico es el que aún se esta escribiendo; el documento histórico o arqueológico más hechizante, el que se exhuma de mayor profundidad, a veces es tan fascinador que se convierte en noticia aunque tenga 14.400 años, que es la edad que le adjudican al extraño pan de cereales hallado en un yacimiento de Jordania.

    De las cosas fundamentales para una vida, me parece que el periodismo sólo atiende dos. Si no se puede vivir sin un poco de amor, o sin un poco de belleza o sueños propios —«No sirvas al sueño de otro», dice el Orson Welles de Ed Wood—, el periodismo se reserva la ardua función de servir a la sed de novedades (y de sentido) y la de ser una tarea nutricia, cuando llega a serlo.

    Es poco y mucho. Para algunos el periodismo es tarea transitoria hacia la empresa, la cortesanía, la política o la producción intelectual «seria». No se lo reprocho: Max Weber ya bendijo la entrada del periodista en política, después de exhibir un respeto infrecuente por su tarea: «Una obra periodística realmente buena exige al menos tanto espíritu como cualquier otra obra intelectual, sobre todo si se piensa que hay que realizarla aprisa, por encargo y para que surta efectos inmediatos».

    Weber debía de ser un buen tipo o, al menos, echaba alguna moneda en el cepillo. El desdén por el periodismo, su denigración intelectual, es una costumbre asentada. No me causó extrañeza leer algunas de las últimas aportaciones en ese sentido. Dice Michel Houellebecq en Sumisión: «Dada la tendencia natural de los periodistas a ignorar las noticias que no comprenden, la declaración no fue recogida ni difundida». Petros Márkaris dedica en Noticias de la noche extensas y merecidas páginas a la conducta carroñera de las televisiones en los crímenes de sangre (vean The Nightcrawler) y el mercadeo genital de las celebrities. Mortal y rosa. Hematíes y glamour.

    Luego está el periodismo cortesano, cuyo histérico tropel no ha dejado de crecer desde que Mark Hertsgaard publicó La sombra del águila (2002). El de señorita de compañía es un oficio que ha experimentado una amplia diversificación: las vocaciones son muchas, los precios reventados y hay pocas señales, aunque sí algunas, de que la tendencia se esté invirtiendo.

    Y en lo relativo al periodista empresario, sea bienvenido en todo momento y lugar. Un periodista es verdaderamente libre cuando es dueño de su periódico, emisora o web, como sabían los clásicos y demostró Dutton Peabody en la película de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance. Aunque por más que quiera la escuela anglosajona, ni todos los periodistas tienen capacidad de emprendimiento, ni todos los latinistas son buenos agentes de ventas. Ni la mayoría de los notarios, arrebatados intérpretes de violín. Limitaciones que nada dicen acerca de su competencia.

    Pero este es un oficio que lleva años empeorando en su capacidad para ser el sustento de quienes lo practican. El problema es que los oficios fueron desapareciendo —el albañil, el carpintero, el herrero— o proletarizándose —abogados, médicos—, y ahora quizá le esté llegando el turno al nuestro y en su lugar emerja mano de obra barata, coloidal, intercambiable, bajo especie de community managers. Si no es la cultura del trabajo entera la que se hunde en los estratos fangosos de la robótica; ¿sueñan los androides en ruedas de prensa en pantallas de plasma? Pero hasta hoy el periodismo ha sido ocupación, en primer lugar, de los periodistas, y también del político, el artista y el intelectual en formación, sin suerte o con poco talento, de escaso peculio, cortos ingresos o voluntad de intervención (táchese lo que no proceda).

    Según el cálculo del periodista Agustín Remesal (Por tierras de Portugal. Un viaje con Unamuno), Miguel de Unamuno escribió más de 5.000 artículos, pese a tener sueldo de catedrático (que tampoco era gran cosa). Tenía, en su tribu familiar, catorce almas confiadas a su tutela y los llevaba de veraneo a Figueira da Foz.

    Por los media, por esos borgianos museos de minucias efímeras, a veces no tan banales, han pasado bastantes de las mejores plumas, de las mentes más creativas, de dos siglos y medio de literatura, política, filosofía y otras invenciones. Ahora bien, como periodista con inclinaciones literarias asumidas, tengo muy en cuenta esta confesión de Truman Capote:

    Entonces, un día, comencé a escribir (…). Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal.

    Si Kierkegaard hubiera fusilado a los periodistas, como parecía anhelar, nos hubiera privado de Truman Capote, Norman Mailer y Julio Camba; de Larra, Maruja Torres, Josep Pla, Leguineche y Vázquez Montalbán; de Enric González, Sergi Pàmies, Umbral, Raúl del Pozo y Carmen Rigalt; de Sartre, Manuel Vicent y Camus; de los Reverte, Vargas Llosa y García Márquez; de Capuściński, Quim Monzó, Leonardo Sciascia y Pier Paolo Pasolini. Y de muchos otros autores valiosos. O de una parte de ellos. Los suecos no llegaron a tiempo de darle el Nobel a Capuściński, pero se lo llevó Svetlana Aleksiévich, que también usa herramientas de periodista.

    Todo el mundo sabe lo que hace un agricultor. O un cura. Pero les desafío a que traten de definir qué es un periodista, un oficio con menos solera que el sacerdocio y las habilidades del regante. El periodismo, como producción regular de papeles periódicos por los que la gente está o estaba dispuesta a dar una moneda, parece que nació en el XVII —con la imprenta ya bien desarrollada—, en Francia. Por La Gazette (1631), burgueses y menestrales alfabetizados se enteraban de las modas, novedades y chismes de la corte de París.

    Hay una definición clásica de periodismo que sigue estando muy bien, seguro que les suena: «Periodismo es contar algo que interesa a muchos y que alguien quiere que no se sepa. El resto es propaganda». Como se ve, el elemento de conflicto con los poderes terrenales ya estaba presente antes de Julien Assange. Antes de Dreyfus. Antes del cierre del diario Egunkaria (el propio fiscal solicitó el archivo del caso).

    Pero la definición quizá más penetrante pertenece —y no me extraña— a Miguel Ángel Bastenier: «El periodista es un profesional que tiene algo de escritor, de sociólogo, de novelista, de historiador, de político, sin llegar a serlo del todo en ningún caso. Luego el periodista es la suma de todas las cosas que no es».

    Otto von Bismark tenía la sutileza que se le supone a un militar: «El periodista es un hombre que se ha equivocado de carrera».

    Se puede ser periodista, y muy bueno, con lápiz y papel. O una cámara de fotos. También con los modestos recursos de la novela gráfica, como Joe Sacco, para quien «el periodismo es el primer escalón de la historia». A menudo, también es el último, el que conserva el hormigón aún fresco. Jenofonte y Heródoto tienen bastante de periodistas, pero sus crónicas, estupendas, tienen mucha pátina y por eso nos parecen dictadas por el divino Apolo.

    Desde el periodismo, especializado o no, se puede acometer la actualización más urgente de cualquier asunto. Y en el periodismo comienzan, continúan o se rematan los más diversos afanes y no sólo las polémicas y otros alborotos.

    Quizás el periodismo tenga algo carencial en sí mismo. Eso lo haría muy humano, después de todo. Cuando la periodista Valérie Trierweiler, entonces pareja del presidente francés, François Hollande, se comportó como guardaespaldas de su marido al apartar a las cámaras que acosaban a su hombre, Matías Vallés, periodista, escribió: «La labor periodística es tan absurda que resulta incomprensible para los propios periodistas en cuanto la abandonan». Pérez-Reverte casi abandonó el periodismo cuando empezó a vender muchas novelas. Pero a Juanjo Millás el talento le dio para dignificar el periodismo con reportajes, artículos y pies de foto, misteriosos de tan atinados.

    Dibujar los contornos, el precario perfil de un oficio como el de periodista, la extraña dedicación a imprimir historias en hojas que llegan y se van y en pantallas fugitivas, este oficio de «neblinas estampadas» —pero eso también es la vida, ¿no?—, es una de las tareas de este libro. Por suerte para ustedes, no es la única, ni la más importante.

    Lo dicho: todo el mundo sabe que el cura es ministro del culto y guardián de la última frontera, pero ¿en qué consiste ser periodista y de cuántas maneras puede uno serlo? De muchas. Este servidor de ustedes, «como un pájaro en la jaula, como un borracho en el coro de la medianoche», ha intentado, intenta serlo, a su manera. También lo contaré.

    Me siento a recapitular, no habrá muchas más oportunidades. Bordeo la edad jubilar, son muchos años. Dicen que cuando uno escribe memorias es porque sabe que pasó su momento, sobre todo si los más jóvenes debutaron tarde y llegan con prisas, como ocurre ahora, y más en un oficio tan poco inclinado al silencio como el nuestro. Aunque te hagan académico o te dediquen una calle, pasó esa combinación de mitos generacionales, voluntad feroz y ocasión política que te permitió cabalgar la ola. Tu ola.

    Banderas de nuestros padres.

    Tampoco es un jovenzuelo Miguel Ángel Aguilar, que llegó a la Feria del Libro de Valencia, no hace mucho, y nos contó cómo logró saber, de fuentes solventes, que el registrador de la propiedad y censurado presidente del Gobierno Mariano Rajoy había incurrido en supuestos de incompatibilidad entre su oficio —menos abrasivo y mejor retribuido que el de periodista (y aquí creímos percibir en la mirada del señor Aguilar un destello de envidia)— y sus múltiples ocupaciones públicas, al parecer con algún sobresueldo, desde la tierna edad en que era diputado del Parlamento gallego.

    El País le dijo que no publicaría el trabajo porque los datos no habían sido contrastados. Y el reportaje fue a parar a una revista combativa que lo divulgó. Pero una vez destapado el tema, el hermano mayor, por un resto de pundonor o por envidia de pene, aceptó entrar en el juego: incluso a los que arrugan dignamente la nariz hay que darles una oportunidad. Quizá las mejores historias sean las que más se hacen esperar.

    Las democracias occidentales, sometidas al efecto corrosivo de la propaganda, sólo son agresivas con quienes se apartan de la doctrina correcta, la que marca Davos, pongo por caso. Disidentes anónimos o ilustres son ajusticiados sumariamente por cabeceras en otro tiempo respetables, a base de mentiras gruesas y poco elaboradas, como si las idearan redactores tarugos de alguna hoja tridentina en tierra cereal.

    Cada día en el quiosco vivo un momento de incertidumbre y cierta angustia. Compro el Levante-EMV, el periódico en el que más escribo, y La Vanguardia —sus crónicas internacionales, y parte de las nacionales, son un modelo de desinhibición educada frente a la bronca opinante madrileña, más feroz y alineada—. Compraba El País dos veces a la semana hace años, después me bastó con una y ahora que, merced a la audacia de Pedro Sánchez, han desempolvado la peluca ilustrada, otra vez dos. Compro El Mundo a veces, porque es fresco y despepitado en su sectarismo. Compraría el Corriere, pero es de Berlusconi. Le Canard enchaîné me lo reservan todas las semanas y Le Monde o The Guardian no están casi nunca. Y eso en los quioscos surtidos de la zona universitaria. En The New York Times se han vuelto gilipollas por lo que dice el Evangelio: donde está tu tesoro, está tu corazón. Con el Ara, diario independentista bastante bien hecho, leo, a veces, algo de buena prosa, cuando la hay, y compro el Mongolia cada mes, pero ¿dónde está, mi periódico? Creo que los que sienten esta misma perplejidad no somos pocos. Quizá tampoco muchos.

    Sigo con mi columna diaria y dejé, después de diez años, una sección de gastronomía en la cartelera Turia. Publiqué otra novela, L’any del devorador, y una novela corta, Quan la Xina vingué a València. Y desde hace más de cuatro años tengo entre manos este relato. El oficio de periodista resuena en campos más amplios: la política, en particular, pero también en la organización social, la creación de pensamiento y la búsqueda de la felicidad.

    Puede que este oficio tenga, pese a todo, momentos gloriosos. Le pregunto a Chema Ávalos (que fue mi jefe de informativos en TVE-Valencia) si conoció alguno, y me responde:

    —No.

    Mucho más lírico, el periodista Emilio Garrido circunnavegó tres veces el Mediterráneo y lo contó para el programa La bañera de Ulises de Radio 3:

    —En cuanto dejé las ruedas de prensa de Eduardo Zaplana me cubrí de una humilde gloria interna que aún me presta.

    Le hago la misma pregunta a Marisa Ortega, periodista de muy largo recorrido, procesada en 1973 por «inmoral» como autora de un reportaje sobre una vedette, titulado «Rosita Amores, la maciza», y se sumerge en un pasaje casi de adolescencia, cuando era una españolita que podía expresarse en inglés, y me contesta:

    —Sí, en 1970. Cuando pude entrevistar a John Lennon y publicar la entrevista. Estuve dos horas con él y con Yoko en el aeropuerto de Barajas. Aún floto al recordarlo.

    También se lo pregunto a Fernando Delgado y me escribe:

    —Tuve el privilegio de poner en marcha Radio 3. Luego fui propuesto como corresponsal en Roma, pero las circunstancias se torcieron.

    Creo que no he dicho toda la verdad en el asunto de por qué estudie Periodismo en Madrid. Además de escribir, quería escapar, fugarme de mi pequeño mundo. Y me valían Madrid o Barcelona. Y si tenía que matricularme en Ingeniería naval en Bilbao, pues a ello. Más de veinte años después, a Llucia Ramis, periodista y escritora, le pasó algo parecido: eligió como carreras Periodismo, Biblioteconomía y Antropología, por ese orden. Ninguna de las tres se imparte en su isla, en Mallorca.

    Cada vez que retomo este relato, en el que no hay momentos estelares de la humanidad ni encuentros decisivos con personajes descollantes, me pregunto si tendrá interés para el lector normal. Y entonces pienso en lo que sabemos de la Edad Media por el relato de algunos prelados, cancilleres o capitanes. Y que no estaría nada mal dar con el dietario (aún no se llamaban así) de un amanuense. O de un albéitar.

    Esta, pues, es la visión personal que de su propio oficio y de sus infinitos avatares, conocidos o directamente sufridos, tiene un periodista de la fiel infantería, periférico, de empeños literarios, bilingüe, socialdemócrata y libertario, practicante del humor y, encima, bajito. No digan que no les avisé.

    Cuando los mundos chocan

    «El rasgo profundamente distintivo del periodismo no es la narración de los hechos, sino su selección, ordenamiento y evaluación. Y el periódico, insistimos, no es un mero contenedor de historias que han sucedido, sino un algoritmo que permite conocer la actualidad».

    Arcadi Espada

    Todos, y el dinero con nosotros, descubrimos que el continente internet era tierra buena para poblarla, tal vez la mejor de todas pues sus selvas, jaguares y aguaceros no dependían de los ciclos biológicos, sino del poder conformador de nuestros anhelos y delirios. Y comenzó su colonización.

    Los resultados para los periodistas y sus empresas fueron tan desastrosos como lo fue la llegada de los Pilgrim Fathers para los nativos de Norteamérica. ¿Era una cosa producto de la otra? Sólo cabía esperar que nuestra suerte fuera la de aztecas y mayas pues, como ellos, sabemos hacer cosas que le gustan al colono y eso nos convierte, al menos por ahora, en explotables.

    En este decaimiento profesional en toda regla parecía haber algo o mucho ajeno y previo a la revolución digital. Ahora ya tenemos la certeza.

    En el momento en que, después de muchas notas, recopilaciones y bibliografías, empecé la tarea de dar cuerpo al libro —julio de 2014— se calcula que no menos de 8.000 periodistas han perdido su empleo en España desde 2007. La FAPE asegura que son más de 11.000. Grandes grupos como Prisa, Unidad Editorial y Zeta fueron intervenidos por los bancos.

    Y lo mismo pasa en casi todo el mundo. También se perdió hasta un 40 % o más del negocio publicitario. Y las facultades de Periodismo del país no dejaron de arrojar nuevos titulados al ritmo de unos 3.000 por año. Sólo crece, en España, la publicidad digital, pero sus cifras son muy modestas y al bebé, por rápido que se estire, le cuesta ganar peso.

    Los datos no reflejan la intensidad de los dramas humanos. Desde Levante vi salir con el estallido de la burbuja a un director adjunto, a un director y antiguo subdirector general de Prensa Ibérica, a varios subdirectores del periódico y a muchos periodistas de toda ralea y añada. Grandes escabechinas en el barrio de los periodistas. Me conmovió el caso de un subdirector que se había dedicado toda su vida a tareas de cierre de edición. Era un profesional de los de ir de casa al trabajo. Como a uno de esos pájaros especializado en comerse los frutos de un raro arbusto de las Galápagos, le habían echado de su isla.

    Lluís Bassets habla de «periodismo zombi». En efecto, la conservación del apetito —el mío es excelente—, nos hacía presumir que estábamos vivos, algo que nunca hay que dar por supuesto. Los usos digitales amenazaban con convertir en una antigualla carísima el papel impreso. Había otra cosa menos obvia. La información digital trabajaba, como el resto de empresas de la fase postindustrial, con instalaciones pequeñas, plantillas reducidas, flexibilidad de tareas y nada de stocks ni almacenes. O el almacén infinito de las redes. Jeff Bezos había comprado The Washington Post en 2013 y renovado la plantilla, pero consiguió el legendario periódico por 190 millones de dólares cuando el Times compró el Boston Globe por 1.000 millones en los buenos tiempos. Baja cotización.

    Al completarse la metamorfosis, se nos quedó la misma cara que a un metalúrgico ruso en tiempos de Yeltsin. Una forma de engañar a los caracoles es meterlos en una olla con agua y ponerla a fuego muy lento. La temperatura tibia les anima a salir de su concha hasta que el calor en aumento les proporciona una muerte desapercibida, con todo su cuerpo fuera, para freírlos, cómodamente, con tomatito y cebolla y un poco de pimienta, y si acaso jamón en tacos y hierbabuena.

    Como los caracoles del cuento-receta, llevábamos muchos años de cómoda vida mala, con unos consensos tan amplios que apenas podían despegar del barro de los compinches. Adictos a la teoría y práctica de la vida de establo, abonados a la corrección política. Tuvimos de todo y en edición de lujo, y en nuestro paraíso inmobiliario los constructores animaban periódicos y emisoras. Y estaba el tal José Luis Ulibarri, el de las pantallas gigantes de la visita del papa, el de las operaciones Gürtel y Enredadera —nunca mejor puesto el nombre—. Hasta que reventamos de puro hartos, como Sangonera, aquel personaje de Cañas y barro que se come, él solo, todos los víveres de una cuadrilla de cazadores de buena casa.

    Para muchos era muy fácil transigir un poco o bastante y ganar dinero mientras invocaban grandes principios en la pajarera tropical de las tertulias televisivas.

    Muchos medios llegaron a la edad digital en pésimas condiciones, y no porque les faltase un módem o un conector. La omnipresencia de la red de redes cuajó después de una sostenida erosión de los más grandes periódicos, radios y televisiones públicas y privadas. Y todos tenemos alguna responsabilidad. Degradación de estilo y fiabilidad promovida por intereses privados y poderes públicos que preparó la caída de los medios en la irrelevancia, el prestigio marginal o los sueldos de miseria. O todo eso a la vez. Si periódicos y radiodifusores públicos (y no digamos privados) nos dejamos hacer tanto, es que no éramos ni tan guardianes de la libertad, ni tan eficaz contrapeso de los poderes del Estado, ¿no?

    La buena noticia es que muchos periodistas víctimas de los ERE, amigos y conocidos como Javier Valenzuela, Miguel Ángel Villena, fueron retirados de la primera línea de la escena, pero siguen activos en revistas satíricas o de análisis, en webs y blogs, en libros o en otros periódicos.

    El periodismo digital puede cultivar, mejor que el clásico, el gusto por el relato sin apuros, brioso y extenso, con todos los detalles, pero el lector digital es mudadizo y distraído. Por otra parte, si el periodismo digital necesita que sean reconocidos los derechos de autor, atropellados regularmente por los buscadores, proveer datos veraces e interpretar la realidad, «generar una comunidad de sentido basada en la empatía» y sostenerse «con micropagos, pequeños patrocinios, suscripciones baratas y publicidad muy específica», como argumenta Ferran Sàez, no sé si después de tantas y tan descomunales tareas nos quedará alguna energía para pasar la gorra.

    Dice Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio): «La atención multitasking [la capacidad de hacer a la vez tareas diversas y dispersas] no significa un progreso para la civilización. El multitasking no es una habilidad para la cual esté únicamente capacitado el ser humano (…). Se trata más bien de una regresión. En efecto, el multitasking está ampliamente difundido entre los animales salvajes (…). Los recientes desarrollos sociales y el cambio de estructura de la atención provocan que la sociedad humana se acerque cada vez más al salvajismo». La cita era larga, pero muy útil.

    Este no es oficio para cínicos, desde luego; tampoco para ir con el lirio en la mano.

    En un debate sobre el humor, en la SER, comentábamos la audacia de ciertos números de la revista El Jueves (que, al final, no pudo librarse de la censura, por una portada sobre la sucesión monárquica). En esto que el conductor de la tertulia deja una pregunta en el aire: «¿Existe ahora algún tema intocable o muy peligroso para la sátira?». Pedí pista y dije: «Sí, y no son ni las Fuerzas Armadas, ni la unidad de España, sino cualquier chiste, aun inteligente, sobre la condición femenina». Rápidamente saltó una de las tertulianas: «¡No, no, no!». La misma prontitud felina de la respuesta ya era un quod erat demostrandum.

    Ya sé que para discurso único el de Franco. Pero aquel se imponía y nuestros silencios y temores se han ido espesando sin que hubiera fuerza, sino placer consentido, hasta alcanzar el punto de petrificación. Hemos adoptado un «marco explicativo» según el cual ABC, La Vanguardia y La Razón pueden publicar la misma foto de la coronación de Felipe VI sin que pase nada. Si las noticias de la enésima acción de exterminio del poderoso ejército de Israel en Gaza parecen propaganda de guerra —de Israel, claro— y además lo parecen en casi todos los medios, algo anda averiado; si sólo los socialistas, tan semejantes como sea posible a los honorables miembros del PP, son aceptables y el resto sólo pueden ser comunistas, bolivarianos y amigos de ETA, es que todo se torció.

    La victoria de los conservadores en España (2011) supuso que TVE volviera al atávico redil del control gubernativo estricto, más estricto aún al aprobarse la Ley Mordaza.

    Todas las temporadas ruedan cabezas de mensajeros inoportunos y la sangre de los nuevos degollados cae sobre los pegajosos coágulos que no llegaron a secarse. John Carlin saltó de El País por «comprender» el independentismo catalán. Y Gregorio Morán de La Vanguardia por lo contrario.

    Aquí no es inocente ni el soberano pues las sucesivas mayorías corruptas del PP en la Comunidad Valenciana y del PSOE en Andalucía las dieron las urnas, que no compraron los votos en el súper.

    El profesor Ángel Benito fue el primero, en la facultad, que nos habló de canales, emisor y receptor, ruido semántico y otras consideraciones cibernéticas. Más útiles me parecían las clases de redacción de Alfonso Albalá que, cargado con su ejemplar de ABC —«No hagan deducciones precipitadas: por su formato es el que mejor encaja en la cartera»—, nos explicaba qué cosa era el valor cognitivo y expresivo de la lengua y cómo se manejaba. Lo hacía en un tono monocorde, con una intención reiterativa, llena de retranca y sabiduría.

    Pero volvamos al canal, la red y a otras cuestiones de fontanería. Internet es un instrumento prodigioso, sin duda: como la llave inglesa. Pero lo que cuenta es lo que se dice y la manera de decirlo. Luego llegará muy lejos o no. Y se perderá como lágrimas en la lluvia. Contar historias, como al principio, como siempre.

    La insistencia en el canal no era inocente, nada lo es.

    Llevo más de treinta años oyendo hablar de los multimedia, las sinergias y el aprovechamiento de «recursos humanos» y sólo he visto blogueros que escriben gratis para servidores que hacen el gran negocio, redacciones sobreexplotadas y crisis, económica y de modelo.

    Y mucha corrección política, pues la libertad de palabra es lo que más temen aquellos a quienes nada les gusta más que oírse. Y no hace falta ser poderoso y temible: es un vicio al alcance de cualquier cacaseno. La corrección política es un bozal, una tranca al acecho, la continuación de la vigilancia ideológica allí donde fracasaron las dictaduras laicas y las teocracias. Esta nueva religión («ni una mala palabra, ni una buena acción», reza su primer mandamiento) tiene cierto carácter monomaníaco y sectorial (sectario) —animalistas, feministas, veganos y abstemios—, ejemplar y moralizante. Se caracteriza

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