Un mundo para Sharon
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Sharon tiene trece años, y su vida está hecha de música, peleas con los padres y sueños de libertad. Sin embargo, la repentina pérdida de la madre abre ante ella un abismo de rabia en el que ni el silencio torturado del padre ni la dura comprensión de la señora Teresa pueden ayudarla. Y en ese abismo, Sharon también se arriesga a perder a su hermanito Davide, que se aferra desesperadamente al mundo fantástico que inventó su madre. Quizás el abrazo extraño de ese mundo y de los personajes excéntricos que lo habitan puedan ayudar a los dos hermanos a reencontrarse en la oscuridad del dolor, pero para hacerlo, Sharon deberá enfrentarse a todos sus demonios. Y tendrá que llevar a Davide de vuelta a casa.
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Un mundo para Sharon - Marzia Bosoni
A Sharon, Davide y Simeone,
o a Sara, David y Simone:
elegid con cuidado vuestro mundo.
Prólogo
—... y la única forma de llegar a este mundo increíble es que te invite uno de sus habitantes, o bien pedirle a su guardián que abra la puerta. Pero el nombre del guardián es secreto y nadie lo conoce.
Mirando a la niña, que por fin se había quedado dormida, la mamá paró de hablar, cerró el libro y se inclinó para dale un beso.
—Buenas noches, Shari.
Se irguió, sonrió y sintió un movimiento dentro de la barriga.
—Por lo que parece —susurró acariciándose el vientre—, a ti también te gustan mis historias.
Capítulo I
Sharon se puso los auriculares y se levantó de la mesa.
—¿No te quedas con nosotros a ver la película? Esta noche dan una que te gusta mucho, El Mago de Oz.
La jovencita miró a su madre y esbozó una sonrisita:
—La he visto un millón de veces, me la sé de memoria. Voy a escuchar música, que después tengo que terminar de leer la historia.
Salió de la habitación mientras los padres quitaban la mesa. El hermano pequeño se sentó en el sofá esperando la película, pero no podría acabar de verla entera porque terminaba demasiado tarde y al día siguiente tenía que ir al colegio.
Davide tenía seis añitos y estaba en el primer curso de Primaria, mientras que Sharon tenía siete años más y estaba terminando la Secundaria; sin embargo, todavía no tenía muy claro qué elegir para su futuro escolar.
Le gustaba estudiar, pero le parecía que recibía demasiada presión de sus padres. Su madre nunca se oponía abiertamente al comportamiento y las decisiones de su hija, pero parecía que no estaba satisfecha: Sharon nunca era lo bastante buena, lo bastante ordenada, lo bastante sincera o lo bastante hábil.
La jovencita estaba casi segura de que eligiera el colegio que eligiera para su futuro, obtendría como respuesta uno de los famosos suspiros de su madre. Por lo tanto, posponía la decisión día tras día, pero esto atraía las miradas preocupadas de sus padres, que la tomaban como una persona muy indecisa.
Por eso se encerraba tanto tiempo en su habitación, para huir de sus miradas y para soñar una vida distinta en un mundo distinto en el que ella sería la que dictase las reglas.
Una hora más tarde, cuando salió para ir al baño, vio a su madre sentada en la cama de Davide, y apagó el MP3 para escuchar la conversación.
—... ¡solo existen dos en todo el mundo! Uno de ellos es muy sabio, mientras que el otro es muy tonto, pero no es nada fácil distinguirlos.
Con estas palabras, el niño empezó a reírse:
—Pero si uno dice cosas tontas es fácil reconocerlo.
—No necesariamente —respondió la madre con una sonrisa—. A veces, una frase tonta puede pasar por inteligente si el que la escucha va a tientas en la oscuridad.
—¿Por ejemplo? —preguntó el niño con escepticismo.
—Por ejemplo, un día alguien le preguntó al SofoS: «¿Qué es lo que tengo que hacer en la vida?», y el SofoS respondió: «Mira el río: siempre fluye hacia la misma dirección». ¿Es una respuesta sabia o tonta?
—Sería tonta porque...
—Tú sí que eres tonto, todavía pides que te cuenten estas historias —lo interrumpió la hermana entrando en la habitación.
—¡Sharon! —la regañó la madre—. Mira quién fue a hablar, a su edad no te dormías si no te contaba una aventura en tu mundo fantástico.
—Sí, pero la diferencia está en que sabía perfectamente que todo era inventado, mientras que este se cree que de verdad existen los SofoS y los Azurrpos...
—¡Se llaman Zurrpos! —gritó Davide —. A ellos no les gusta que les llamen de la otra manera.
—Son sensibles —añadió la madre—. De todas maneras, ya te lo dije, Sharon, las palabras...
—Las palabras crean mundos. Sí, lo sé —terminó la chica poniendo los ojos en blanco. Después de esto, salió de la habitación del hermano y encendió inmediatamente el MP3 para no escuchar los comentarios (o suspiros) de la madre.
Capítulo II
Sharon quería mucho a su hermano, pero no le gustaba nada la manera en la que había crecido. Todo empezó con la elección del nombre, su madre estaba obsesionada con el significado de los nombres y el poder de las palabras: Davide, que significaba «aquel que es amado», parecía querer resaltar la diferencia entre los dos. Él era el amado, ella...
Su nombre también tenía un significado muy bonito. Según su madre, significaba «valle floreciente», pero Sharon no encontraba nada divertido tener que decirles siempre a los maestros que era española y que no la habían adoptado.
A veces le habría gustado saber que era una huérfana adoptada, porque sería una distancia objetiva entre ella y el resto de la familia y, además, justificaría ciertos detalles, como su insólito cabello pelirrojo.
—Eso es por tu abuela, que tenía sangre irlandesa —le explicaba su madre.
Sin embargo, Sharon prefería pensar que era por su madre, su verdadera madre, que se habría visto obligada a abandonarla, pero un día quizás volvería para buscarla.
Al principio de Secundaria cambiaron todos sus maestros debido a una reorganización interna del colegio, que se había fusionado en un barrio con otros institutos. Sharon decidió hacerse pasar por una huérfana adoptada con un par de maestros que le habían preguntado si era de origen extranjero.
Solo era una broma, nada más, pero cuando una maestra felicitó a los padres de Sharon por la decisión que habían tomado tras informarse sobre las dificultades de la adopción internacional, estalló el fin del mundo.
Lo peor no había sido la bajada de la nota de conducta por «comportamiento inmaduro y la clara falta de respeto», ni que los maestros (entre los cuales la noticia había corrido como la pólvora) la controlasen durante el resto del año. Y tampoco las aburridísimas reuniones que tuvo que soportar con el psicólogo del colegio antes de que finalmente se dieran cuenta de que solo se trataba de una broma, una forma inocente para hacer que hablasen un poco de ella.
No, lo peor fue obviamente la reacción de sus padres.
Su padre, que era lo opuesto a su naturaleza esquiva y taciturna, intentaba hablar con ella cada dos por tres y le preguntaba con una mezcla de angustia y de rabia:
—¿Por qué has hecho algo así? ¿De verdad querías que te hubiésemos adoptado? ¿Hay algo de lo que quieras hablar conmigo?
Preguntas a las cuales intentaba responder de forma dócil, pero dentro de sí pensaba: «¡Menuda montaña han hecho de un grano de arena!».
En cambio, su madre la regañó al principio por la vergüenza que le había hecho pasar a sus maestros y a sus padres. Después, cuando se le pasó la ira, fue cuando empezó a suspirar y, a menudo, cuando creía que Sharon no la veía, la observaba y negaba con la cabeza.
La jovencita no soportaba este comportamiento:
—¿Qué pasa? ¿Por qué suspiras?
Había pasado casi un año y en el colegio ya no hablaba nadie del tema, pero los suspiros de su madre continuaron, y poco a poco se hizo más grande la distancia entre las dos.
En este contexto, la presencia de su hermano pequeño, que era un alumno modelo y un niño dócil y obediente, intensificaba los sentimientos de Sharon.
Cuando alguno de sus familiares felicitaba a Davide, ella exclamaba:
—Sí, es muy bueno. Parece un cachorro adiestrado. Mira, ¡dame la patita!
Cuando la maestra le daba una buena nota por el trabajo hecho y el niño lo enseñaba en la mesa con orgullo, Sharon comentaba, ácida:
—Eres el pelota de la maestra, ¿eh? ¿Por qué no le llevas mañana una manzana y un ramo de flores?
Como era de esperar, estos comportamientos hacían que su madre la regañara:
—Deja de humillar y de reírte de tu hermano solo porque es bueno. Tú también eras una niña buena en Infantil.
—¿Era una niña buena? —respondió con furia—. Porque ahora soy mala y maleducada, ¿no? O quizás porque he aprendido a pensar con la cabeza y a dejar de contentar a los maestros. ¡Y de contentarte a ti!
Estas discusiones la enfadaban de verdad porque evidenciaban lo que no soportaba en la educación de su hermano: sus padres lo estaban criando como un cachorro amaestrado, incapaz de pensar por sí mismo, pero siempre listo para hacer el bien.
Era horrible.
A este paso lo malcriarían por completo, y cuando llegase a la Secundaria se convertiría en el hazmerreír de la clase.
Quería mucho a su hermano y por esto quería que despertara, que dejase de creer en las historias antes de cuando ella lo hizo.
Esta era la idea. Inconfesa e inconfesable.
Ella también había sido una niña que se lo creía todo (en esto su madre tenía razón, pero también era responsable): creyó en Papá Noel, en las hadas y