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Las luces rotas de París
Las luces rotas de París
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Las luces rotas de París

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About this ebook

El pasado no olvida, el presente no descansa, todo dependerá de la fuerza de voluntad para luchar por el sueño de una vida.

Las vivencias de una joven en una tierra transformada en lo opuesto a cuanto le habían adoctrinado y una trágica experiencia con un depravado militar la obligarán a huir para buscar un refugio en un país que, sin saberlo, tendrá un gran significado en su vida.

Una novela de sueños nublados por la constante amenaza de un pasado sin piedad. Una historia de decisiones con las que descifrar las incógnitas que dejó atrás y por las que tendrá que regresar a sus orígenes.

¿Le permitirá el destino disfrutar de la felicidad que le fue negada?
LanguageEspañol
Release dateFeb 20, 2019
ISBN9788468535388
Las luces rotas de París

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    Las luces rotas de París - Zazo Salas

    Châteauneuf

    CAPÍTULO 1

    Patria incierta

    Noviembre de 1949. Las motas de polvo bailaban sobre el rayo de luz que penetraba a través del desgarro en la gruesa cortina de figuras retorcidas pseudo-rococó. Ese rayo de luz incidía sobre la delicada piel de mis pálidas manos acentuando el contraste sobre el color ébano de las teclas de mi vieja Remington Portable. Lentas pero firmes emprendieron un impetuoso martilleo de signos escritos sobre las amarillentas hojas de papel. Había mucho por escribir y el tiempo apremiaba.

    Los rayos de sol fueron perdiendo su brillo y la tenue iluminación se fue adueñando del salón legando sobre las llamas de la chimenea la exigua luminosidad del la estancia, mientras el sol se enmascaraba tras unas nubes de color gris plomizo.

    Me incorporé para correr las cortinas. A través de los cristales empañados, escuché el ruido sordo de un azadón horadando la entereza de la húmeda tierra bajo el amparo del álamo del jardín. La delgada figura de mi compañero se vislumbraba a través del vaho de los cristales. No pude dejar de esbozar una sonrisa melancólica, me giré para apagar la lámpara que me daba luminiscencia durante las horas de oscuridad y proseguí con la tarea que me había impuesto desde que volvimos a Châteauneuf para cuidar de Amelie.

    Había recopilado infinidad de apuntes durante cuatro años y ahora me quedaba la delicada tarea de transcribir todo a máquina. De nuevo, el repiqueteo de las teclas predominó en la estancia, dejando en segundo lugar el acompasado tictac del reloj de pared que llenaba tantos momentos de silencio junto al sedante sonido del chisporroteo de la leña en la chimenea. Los rayos de luz cedieron su luminiscencia ante las hordas de oscuras nubes que avanzaban sobre el cielo. Los esporádicos destellos de los relámpagos que yo tanto odiaba y temía iluminaron el salón a través de los resquicios de la cortina, cuan bombillas de flash, precediendo a los consiguientes truenos que implacablemente traían tras de si. Intenté hallar un resquicio de tranquilidad poniendo en práctica el método que mi padre me enseñó para adivinar la distancia de los relámpagos. Dejaba de teclear al ver el resplandor del relámpago y en voz baja contaba.

    —Uno… dos… tres —en ese instante irrumpía el trueno y yo exhalaba un suspiro de tranquilidad.

    —Un kilómetro, aún están lejos—, me decía susurrando, dándome ánimo, intentando sosegar mi nerviosismo.

    Me arrinconé para sentarme sobre el pequeño banco que se hallaba entre la chimenea y el mueble librería. Mi vista recorría los lomos de los libros que asomaban sobre las altas estanterías. Me puse a meditar sobre la incontable información que guardaban aquellos libros entre sus páginas. Todo por no pensar en la tormenta. Me aterraban las tormentas, traían a mi mente aquel amargo suceso que odiaba recordar, aquello que sucedió una noche de primavera en Mi Pequeño Paris.

    Armándome de valor me incorporé para correr las cortinas de par en par. De repente, un gran estruendo me hizo retroceder desbaratando mi momentánea osadía, las gruesas gotas de lluvia mezcladas con un voluminoso granizo golpeaban contra los cristales que formaban la estructura del gran ventanal por el que entraba la luz grisácea sobre el salón de la chimenea, amenazando su integridad.

    Afortunadamente, la tormenta fue amainando y el tenue crepitar de los extintos troncos en el interior del hogar de la chimenea volvió a predominar sobre el sonido de la lluvia.

    Volví a sentarme, la tranquilidad que me inspiraban los truenos alejándose me sumieron en una somnolencia que me transportaron hasta esos tiempos pasados que me había propuesto plasmar sobre papel. Esos tiempos en los que se hablaba menos de lo necesario, tiempos en los que cada uno ocultaba su ideología por miedo a ser acusado por los abundantes chivatos para después ser llevado a aquellos trágicos paseos nocturnos de los que en contadas ocasiones se regresaba, los gatilleros se ocupaban de rematar a los fusilados para que nadie regresara. Los cuerpos eran recogidos de las cunetas por unas viudas, madres e hijos que se tragaban la rabia en silencio, se tragaban la rabia, no se podía confiar en nadie, una simple enemistad se tornaba en traición, cualquier expresión inocente se tergiversaba para cumplir una venganza. Las salidas nocturnas por parte de los simpatizantes de izquierdas eran consideradas un suicidio. A las negras sombras de la noche se les ponía el nombre que les convenía a los valedores del bando nacional. Los historiales delictivos se urdían a capricho con tal de conseguir los bienes del vecino. Afortunadamente esa historia pertenece al pasado, aunque en nuestra mente siguen vagando deseos de venganza, pero es mejor olvidar, de lo contrario sería una guerra perenne.

    Lentamente fui perdiendo la razón para introducirme en los imaginarios recovecos de los recuerdos que contenían aquellos papeles. Mis dedos se deslizaban por las lineas escritas como aguas de cascada. En mi imaginación, mis neuronas captaban un olor familiar, un olor a pan recién hecho inundó mis fosas nasales.

    Febrero de 1936. El olor a pan recién salido del horno atestaba mi habitación. Me incorporé sin dejar mi cobijo para asomarme a la ventana. Mi curiosidad adolescente me tentaba a desear y saber que me deparaba ese nuevo día. Al sacar mi pierna del calor de la ropa de cama noté un frío que me hizo meterla otra vez como un resorte y acurrucarme de nuevo, un placer que duró poco. La insistente voz de mi madre me hizo desistir de mi figurada incubación.

    —Vamos Manuela, que la gente está esperando el pan.

    ¡Nunca me gustó ese horrible nombre, y todo por la cristiana costumbre de congraciar con aquellos familiares que ni siquiera iban a comprobar la perpetuidad de sus horribles nombres por estar recluidos en esa otra vida impalpable y figurada! Siempre he defendido mi opinión de que el nombre lo debería escoger cada uno. Cada cual debería tener su propia opinión sobre el equipaje que deberá portar durante su vida. Sin dejar a un lado las creencias religiosas y la libertad para defender sus opiniones políticas sin ofender a nadie y defendiendo la integridad de nuestros coetáneos. Esas eran las ideas que me había inculcado mi padre y que defendía aunque en ello fuera mi vida. Por esas ideas y por muchos razonamientos e historias incomprensibles para unos pocos, mi padre era un revolucionario. Ya se encargaban sus detractores de recordarlo por doquier. Ese era uno de los cometidos de don Juan el cura, aleccionado para contar heroicidades sobre el buen hacer de los nacionalistas en contra de la república y la difamación de todos los demás que no comulgaran con sus ideas. Yo, por lo menos, tenía mis razones para dudar de su veracidad. El defendía las malas artes de los miembros de la guardia civil a sabiendas de sentirse protegido. Sermoneaba las grandilocuentes afirmaciones que parapetaba tras la magnificencia que le propiciaba su púlpito. En su vida cotidiana, sin el púlpito, era un hombre llamémosle... normal, con sus pasiones carnales escondidas bajo su sotana. Su gran casa no dejaba resquicio para ocultar sus desavenencias con la pureza que predicaba. Su jefe desde las alturas prefería callar, no daba a basto con tanta alma retorcida de sotana y uniforme. Muy a su pesar eran un secreto a voces las habladurías sobre esa amañada sobrina de dudosa tutela y que no era tal, sino una joven que provenía de una notable familia venida a menos que a cambio de un techo y sustento satisfacía de buen grado sus deseos carnales.

    —No sé porqué me he levantado hoy con estos retorcidos pensamientos —pensé frotándome los ojos, intentando ver otra utópica realidad.

    Mi mirada se posó sobre los diplomas a nombre de Manuela Dugés que colgando de la pared, Éstos demostraban mis buenas notas en los estudios y mi título del curso de costura que había terminado hacía un mes. Un mes colgado y seguía sin hallar otro quehacer que ayudar a mis padres en la panadería. Solo cogía las telas, aguja y dedal cuando tenía poco que hacer en la panadería. Me sentía orgullosa de aquel diploma de costura, siempre me había sentido identificada con la moda y la costura. Ahora tocaba esperar pero mis impacientes quince años me exigían salir de la inactividad. No me sentiría realizada hasta cumplir mi sueño. Esa era mi realidad y mi ambición.

    Me vestí pausadamente, sentada sobre mi cama que aun desprendía el calor de mi cuerpo. Si no fuera porque temía la reprimenda de mi madre me hubiese encajado de nuevo en el cálido nido que había ocupado mi cuerpo sobre el abultado colchón de borra de lana. Como era costumbre en aquellos fríos días, me puse los calcetines de lana. Siguiendo mis manías, comencé por introducir, primero mi pie derecho, y después el izquierdo en la capellá de la alpargata que para no ser tan fría estaba unida a la talonera. Amarré las correítas con firmeza, el frío día requería abrigarse los pies, no estaba para remilgos.

    Antes de bajar pasé por el espejo del cuarto de baño para peinarme y comprobar que mis ojos verdes no habían desteñido como me decía mi madre cada vez que me veía mirándome al espejo. Como de costumbre escuché unos pasos detrás de mi. Repetí al unísono con mi madre la susodicha frase que un día si y el otro también me repetía.

    –Vamos Manuela, sé breve. Se te van a desteñir los ojos, esas hierbecillas verdes se tornarán a pardo de tanto mirarte al espejo.

    –Se me van a desteñir de levantarme tan temprano. Mamá, por favor, déjame dormir un poco mas –le contesté.

    –No hace falta dormir tanto. Mírame a mi, me levanto antes que tu y mírame que bien me conservo –dijo mi madre deslizando sus manos por su cintura hasta las caderas a la vez que daba un ligero giro sobre su cintura y ladeaba su cabeza con una sonrisa de tajada de melón.

    –No te apures que el pan se repartirá como todos los días –le dije.

    –Corre, que ya estás tardando –me dijo mi madre, mirándome desde la puerta del cuarto de baño. Yo sabía que me lo decía de guasa y que estaba orgullosa de mi atractivo pero a mi me sacaba de quicio tanta insistencia con la misma cantinela. Aunque a decir verdad, se conservaba muy bien. Un poco entradita en carnes pero a mi padre le encantaba darle pellizcos en aquel culo respingón o culo panaero, como lo definían en Alcalá.

    Terminé de peinarme y una vez bajé las escaleras detrás de mi madre fui hacia el despacho de pan, donde mi madre introducía las manos bajo el trozo de gruesa tela que cubría uno de los cestos de pan. Era una práctica que ella usaba para mantener las manos calientes aprovechando el calor que desprendía el pan recién hecho. Me dispuse a preparar los utensilios de coser pero mi madre me interrumpió. Me miró de arriba a abajo y propinándome un cachete en el culo me inquirió.

    —Vamos Manuela, deja ahora la costura, tienes que llevar el pan al despacho de la Plaza del Duque y de paso recoger la tela para tu vestido de la casa de Pepita la costurera, también tienes que ir a la huerta del Batán a recoger unas hortalizas que le encargué a Conchita. Tu padre está al venir del primer reparto y tienes que darles de comer y beber a los mulos mientras los repartidores desayunan antes de salir a repartir la segunda tanda de pan.

    Fui a la parte trasera de la casa, a las cuadras. Desamarré a Perica, mi mula, y la saqué de su cuadra, una vez en la puerta de la calle la amarré a la argolla de la fachada que pendía junto a la puerta de la panadería, cogí los sacos con los bollos aún calientes y los metí en las angarillas.

    —Vamos Perica, que hoy tenemos prisa, para no variar —dije con retintín mirando de reojo a mi madre. La mula, haciendo honor a su memoria, se encaminó por la calle Orellana abajo. Siempre procuraba darle una palmada en los cuartos traseros para imponerle un suave trote. Con ello, intentaba pasar con paso apresurado y hacerme la despistada para no encontrarme con las incómodas miradas de los guardias civiles que hacían guardia a las puertas del cuartel.

    Dirigí la vista a la iglesia de Santiago que se hallaba a mi derecha. Tal intento de despiste era desbaratado por la insistencia de los guardias que sin dejar de mirarme me atosigaban con sus saludos hasta llegar al recodo donde comenzaba la calle Herreros. Embelesada en cubrirme con la toca para resguardarme del obstinado acoso simulé no percatarme de la perenne presencia de los dos guardias civiles en la puerta del cuartel, pero fue en vano.

    —¡Buenos días Manuela. Hoy estás muy guapa! —Exclamó uno de ellos alzando la voz. Era su inequívoco proceder autoritario. Reconocí la asexuada voz de uno de los guardias civiles, la cual me sobresaltó. Me recordó la obligatoriedad del saludo matinal y de anteponer el Don al nombre, solo por ser Daniel, el hijo del teniente Romero. Era un engreído que creía que todas las jovencitas del pueblo deberían enamorarse de el, era algo mayor que yo pero tenía la mentalidad de un crío, aunque su maldad era la de un viejo corsario, conocida por niños y adultos. Algún tiempo atrás creí haberme librado de su presencia incómoda y su insistente sarcasmo desvergonzado, cuando me enteré que había ingresado en la academia de la guardia civil pero unos días atrás supe de la noticia de su vuelta para disfrutar de un permiso que desbarató mi felicidad. Su reluciente uniforme le otorgaba una narcisista razón para pavonearse como si fuera capitán general. Yo le contesté con una sonrisa forzada, sin mucha convicción.

    —Buenos días, Don Daniel —dije escuetamente y de nuevo, giré la vista a mi derecha con decisión, hacia la estructura de la iglesia. No lo hacía porque fuera una gran devota de la asistencia a los sermones o demás obligaciones eclesiásticas, es mas, mi asistencia a misa siempre era obligada por mi madre. Miraba hacia el lado opuesto de la puerta del cuartel porque me daba cierta tranquilidad el perderlos de vista por unos instantes y me hacía olvidar mi animadversión hacia aquellos uniformes verdes, uniformes que infundían temor y poder de decisión a su antojo, limitando acciones y expresiones, donde las opiniones adversas a lo que representaban viajaban sobre susurros, escondidas tras el temor. La marcialidad, con su férreo tamiz limitaba el comportamiento de los humildes lugareños. Mi padre sufrió su efecto, creo que infundadamente, inculpándolo de ser uno de los activistas de izquierdas que tomaron represalias contra la guardia civil, apedreándoles desde las vías del tren sobre el puente que daba paso al puente romano cuando presidían la procesión de semana santa. Todo era mentira, todo estaba manipulado por los guardias para tener bajo su yugo a quien le interesara. La intermediación de Don Antonio Romero, el teniente de la guardia civil fue crucial para eximirle de culpa, pero posteriormente comprendí que llevaba sus intereses, todo estaba amañado para tener a mi padre a su merced. Nunca me había gustado su retorcida y dudosa mirada y aquella razón reiteró mi odio hacia el.

    Cuando me encontraba a medio recorrido de la calle Herreros miré hacia atrás, Don Antonio Romero, el teniente de la benemérita y padre de Daniel, me comía con la mirada, subido en el escalón y apoyado en la gruesa columna cilíndrica de la entrada al cuartel, quizás para aparentar la grandeza que su estatura le privaba. Apreté el culo y aligeré el paso hasta doblar la esquina, tras la que me sentí liberada de la incisiva mirada. Una vez en la plaza del Duque, con el tembleque aún en mis piernas, me dirigí hacia el colorido escaparate de tejidos de Pepita. Antes de entrar, de reojo, pude reparar en la presencia de Luis, el neófito médico, hijo de la titular de la tienda de costura. Paseaba a lo largo de la acera de su fachada intentando entrar en calor, encogiendo el cogote para cobijarse tras el cuello alzado de su chaqueta de paño azul, murmurando no muy disimuladas recriminaciones expeliendo bocanadas de vaho como si se tratara de una extinta boca de dragón.

    —¿Donde se habrá metido este buen señor?, llevo esperando al cisquero toda la mañana el cisco que le pagué ayer, pero seguramente estará sacando buen provecho de las dos perras gordas que le pagué invirtiéndolas en aguardiente.

    Al poner un pie en el quicio de la entrada noté su mirada, me quedé mirando desafiando la mirada al inquieto personaje, intentando vencer ese respeto o casi miedo que le profesaba. En cierta forma deseaba sentir ese temblor nervioso y esperé el oportuno comentario que en cualquier momento me dedicaría, era digno de ser escuchado y tenido en cuenta por su sapiencia y saber estar.

    —Buenos días Manuela, parece que te veo algo indecisa y podría adivinar la razón —me dijo Luis—. He visto desde la esquina el martirio diario por el que tienes que pasar ante el cuartel. Esa cara y ese cuerpo se merecen algo mas que pasear un mulo cargado de pan para que unos desgraciados te ofendan con sus humillaciones. Se que es un oficio noble, y a falta de decisión por tu parte para tomar el camino y el destino que te aguarda y mereces, tu determinación es encomiable pero creo que no es la acertada, al menos, eso creo yo.

    —Le entiendo don Luis, pero el deber como hija no me permite tomar esa decisión que usted tanto insiste —le contesté a sabiendas de que iba a insistir, su perseverancia era una rutina. Se acercó a mí y tomándome la mano me incitó a seguirle al interior de la casa diciendo.

    –Te he dicho cien veces que no me trates de usted, solo tengo tres primaveras mas que tú y ese Don que pones delante de mi nombre, sobra.

    Pepita, su madre, siempre me había tratado como a una hija, me dirigió esa conocida mirada de aguanta el sermón, le di los buenos días y le sonreí. Como era costumbre en Luis, a sabiendas de su poder de convicción y convencido de lo que decía comenzó a hablarme con su agradable y persuasiva voz.

    —Manuela, esto no es para ti, yo conozco el mundo... bueno, Córdoba y Madrid, gracias a los estudios que he desarrollado allí. Sé que tu tienes futuro en ese mundo, si tu quisieras yo te podría ayudar. La situación de España no es muy halagüeña, de hecho, es mas bien insegura, no es el momento de iniciar nada que te relacione políticamente con nadie. Tengo amigos en este mundo de la moda que a buen seguro estarían deseosos de tenerte como modelo para sus creaciones, eres como una hermana para mí y te deseo lo mejor. Yo lo tengo muy claro, presiento que no voy a ejercer mi carrera aquí, cualquier día me iré muy lejos de aquí.

    Yo le escuchaba con atención, me gustaba hacerme ilusiones, pero sabía que una vez que cruzara aquella puerta de madera, acristalada, pintada una y otra vez con barniz tintado de nogalina y saliera a la calle, esas ilusiones se desvanecerían, eran una superposición de la triste realidad sobre un mundo etéreo y fantástico, como si llegasen las doce de la noche y se desintegrase la carroza construida con ilusiones y me encontrase con el frío de la realidad en el rostro, pero al menos era feliz mientras le escuchaba. La voz de Pepita me sacó de aquella irreal carroza.

    —¡Manuela, que se te olvida la tela que has venido a recoger! No me extraña, éste embaucador saca a cualquiera de su sentido, tiene un gran poder de convicción, hasta a mi me ha convencido de la necesidad de seguir viviendo aquí, al lado de su mamá, para cuidarme, cuando lo que tendría que hacer es buscarse una novia —concluyó susurrando—, aunque bien sea dicho, no me he arrepentido nunca de que mi hijo siga aquí, haciéndome compañía.

    Desde la puerta miré hacia Luis y pude comprobar que no era solo su verborrea, tenía un poder en la mirada que convencía a cualquiera que él se propusiera. Me despedí y volviendo a coger las riendas de Perica para cruzar la plaza, miré a mi diestra para admirar la gran casa palacio de Paulita que al fondo de la plaza la presidía. El tirón de Perica buscando su argolla de amarre en la fachada blanca del despacho de pan de María Sanchez me sacó de mi embeleso para encontrarme frente a la puerta de entrada. Una voz de sorpresa se escuchó en el interior.

    —¡Anda, ya esta aquí mi amiga Emmanuelle!, que ganas tenía de verte.

    En la sombra reconocí su voz, era Curro Cano, el hijo de Maria Sánchez, la panadera, que me llamaba así a sabiendas de mi aversión a mí nombre y por mi apellido de origen francés. Curro profesaba una gran devoción por la costura y sentía una gran admiración por todas las modas que vinieran de París y yo coincidía con el, una afinidad que quizá viniera de mis genes franceses. Todos los días me esperaba con impaciencia para enseñarme las revistas de moda que coleccionaba, todo lo compartía conmigo a excepción de la carpeta roja donde me decía que guardaba sus diseños para cuando fuera un diseñador de renombre en París. Yo era la única que escuchaba sus disparatadas expresiones, sus secretos, sus desdichas, le había tocado vivir una época en la que era un incomprendido o como decía su padre antes de abandonarle, un error de la naturaleza.

    —Buenos días, Curro, ¿como estas hoy?

    Cuando mis pupilas se adaptaron a la luz interior descubrí un moretón en la fina y siempre meticulosamente afeitada tez de mi amigo. No me cogió por sorpresa, no era la primera vez que su madre descargaba sobre él la ira de una satisfacción truncada, del hijo que para ella no era tal, sino una vergüenza que no sabía disimular.

    A sabiendas de que Curro querría desahogar sus penas conmigo inventé una razón para sacarle de allí.

    —Vamos Curro, ayúdame a traer una de las angarillas de pan para vaciarlas en el cesto, que pesan mucho para mi sola.

    Él me siguió con algún exagerado movimiento de cadera, le salía del alma, era algo innato que no podía controlar aunque estuviera delante de su madre con la mirada que delataba sus crueles intenciones. De pronto su madre gritó.

    —¡Si, cógelo y llévatelo a tomar... un poco el aire del puente, a ver si con la carbonilla del humo del tren se le atoran esos desviados pensamientos!

    Curro tenía dieciséis años, estaba en esa edad en la que todo eran dudas y yo era su alma gemela aunque con las ideas mas claras. A mi me confesaba todos sus problemas, que no eran pocos merced a su tendencia sexual. Me cogió del brazo y me empujó hacia la calle, le faltaban pies para andar lo rápido que él quería, la mula intentó seguirme pero se lo impidió la soga amarrada a la argolla de la encalada fachada. Curro no cedió en su celeridad hasta que traspusimos por la calle que junto a la exuberante y ajardinada casa Paulita bajaba al puente sobre el río Guadaíra. Pasamos bajo los arcos que sustentaban la vía del tren por la que pasaba en ese momento la humeante locomotora tirando de un gran vagón plateado de formas redondeadas que regresaba de llevar a los panaderos y sus mulos con las angarillas atestadas de pan para hacer el reparto en Sevilla. Una vez sobre el puente nos apoyamos sobre la baranda de piedra y decidimos asomarnos para ver los peces bajo las transparentes aguas. De reojo, observé la cara de Curro, su expresión mostraba tristeza y para hacerle cambiar su actitud miré hacia la cuesta Santa María e intentando evitar lo que veía venir, exclamé.

    –Mira Curro, ¿ves aquel palacete tan bonito de estilo francés?, así es Paris.

    –Si, ya se que es tu Pequeño Paris, me lo has dicho mil veces, ¿y que pasa ahora con el palacete? –me respondió pesaroso.

    –Algún día será mío –le dije con seguridad.

    –Si claro, y yo seré el alcalde de Alcalá –dijo Curro con sarcasmo.

    Un quejido reprimido me hizo volver la mirada hacia Curro, como me temía, estaba llorando. Le abracé y esperé a que se le pasara la congoja, no quería forzar su desconsuelo. Después de un rato, aún con los ojos vidriosos se decidió a desahogar sus penas, como siempre.

    —No puedo aguantar mas a mi madre, quiero irme de mi casa lo mas lejos que me permita el dinero que tengo ahorrado —después de vacilar durante unos segundos para tragarse las lágrimas, reanudó su confesión.

    —¿Tu vendrías conmigo?, tengo suficiente dinero para los dos, eres mi mejor amiga y solo tomaría esa decisión si tu vinieras, si no quieres venir tendré que tomar otra decisión mas trágica.

    —No hables tonterías, ¿donde íbamos a ir los dos? —le contesté sin mucha convicción, no era la primera vez en el día de hoy que me proponían irme de Alcalá.

    —Pues decídete pronto porque yo no puedo esperar mas, me voy, contigo o sin ti —me dijo muy decidido.

    —Sé por lo que estás pasando, y entiendo tu decisión pero yo no puedo dejar a mis padres con el cargo de la panadería para ellos solos, esperaré un tiempo hasta ver como se va encauzando lo que se nos viene encima —le dije.

    Poco a poco se le fue pasado el lloriqueo para transformarse en un estado de nerviosismo, le invité a abandonar la contemplación y pasar a la acción.

    —Vamos a la huerta del Batán, tengo que comprar algunas verduras y fruta para mi madre –. Curro me siguió cabizbajo.

    Una vez en la huerta nos salió al encuentro Paco Perez, mas conocido por el lechuga, el empleado de Conchita, la afable dueña de la huerta. Paco, quien sabe si con recomendación obligada, era quien se encargaba de mantener las frutas y verduras con el riego y cuidados necesarios. Era el tétrico ser que menos deseaba encontrarme en esos momentos.

    —¡Hola, parece que hoy es mi día de suerte, han venido a visitarme mi tocayo y mi panadera preferida! Habéis tenido suerte, tengo preparadas unas verduras acabadas de cortar –dijo con una mala imitación de amabilidad.

    El hombre, sin ser alto ni fornido tenía la fuerza de cualquiera que le superase en constitución, además tenía la verborrea que cualquier comerciante quisiera. Curro, con esfuerzo, esgrimió la sonrisa que caracterizaba su condicional alegría.

    —Hola Paco, ¿donde está Conchita? —le dije sin concluir su apodo, nunca me atreví a llamarle por su apodo aunque le iba que ni pintado ya que destacaba su pecho henchido sobre los pantalones que amarraba con tal maña que su ancha y perdurable camisa verde introducida en su descolorido pantalón verde indujeran a pensar en tal verdura, esas holguras que en un pasado rellenaba con un fornido cuerpo, vestigio de su paso por la legión, daban forma al cuarentón que por dudosas y desconocidas razones fue obligado a abandonar la tutela de hombres de dudosa reputación como era conocida la legión extranjera.

    —Conchita está visitando a su madre que anda algo pachucha, pero aquí estoy yo para lo que deseéis.

    —Me gustaría llevarme esas... lechugas tan frescas que tienes en el barreño y unas naranjas —dije señalando a los naranjos para desviar su embelesada mirada del exhaustivo examen del que era objeto mi cuerpo.

    —Ah… si, las naranjas tendrás que cogerlas tu misma, aun no me ha dado tiempo de recogerlas, el trabajo de la huerta me tiene bastante atareado —dijo el ex legionario. Noté como me miraba de reojo.

    —Pero pensándolo bien te ayudaré, tentaré a la suerte para conseguir tus favores algún día –. Era tenaz en su empeño, no cesaba de intentarlo, a pesar de mi expresión de asco que no lograba disimular.

    El lechuga no era santo de mi devoción, solo por ser amigo del teniente don Antonio, daba la sensación de que vivía en un anarquismo particular, respaldado y protegido por el todopoderoso teniente de la guardia civil. Eran sabidas y temidas sus salidas nocturnas para frecuentar los bares donde era habitual verle descargar su mal humor por efecto del alcohol contra las personas que no alabasen sus siniestras ideas, era intocable bajo el escudo del teniente Romero.

    Nos pusimos bajo los naranjos a la orilla del río y cada uno cogió las naranjas que pudo hasta llenar el cesto de mimbre. No me extrañó ver como el siniestro hombre de verde se arrimaba para intentar rozarse por mí, su mirada de soslayo y su sonrisa ladina denostaban sus intenciones, yo sabía a lo que me exponía y le esquivaba. En una de esas retorcidas aproximaciones, Curro, quizás inocentemente, se interpuso entre el hortelano y yo pero lejos de rechazarle le cogió el culo a Curro con fuerza. Yo sabía de su perversión pero entonces pude comprobar que lo mismo le gustaba la carne masculina que la femenina, según disponibilidad.

    —Creo que ya hay bastantes naranjas, ademas, debemos irnos, mi padre estará impaciente esperándome para dar de comer a los mulos, muchas gracias Paco, aquí te dejo la talega con el pan para Conchita.

    Esa era la única razón que me comprometía a venir a ésta huerta a por las frutas y hortalizas. Era un trueque entre mi madre y Conchita. Ésta nos daba las hortalizas y frutas a cambio del pan.

    —De acuerdo Manuela, espero verte alguna noche por la calle, por cierto, ésta noche tengo que ir a ver a mi gran amigo Don Antonio Romero —me dijo el lechuga con una mirada pérfida.

    —No...yo no salgo de noche, adiós Paco –le dije apretando el paso.

    Según subía por el camino desde la huerta al portillo del camino de Utrera noté en mi trasero la mordaz mirada del verdoso voyeur. No terminaba de acostumbrarme aunque a menudo era perseguida por las miradas de aduladores desde que me levantaba, no terminaba de transigir esas miradas exageradamente agudas y obscenas, algunas veces descaradas, otras soslayadas aunque no faltaban las de admiración por esas facciones que según mi madre completaban mi esbeltez constituyendo mi cuerpo adolescente.

    La expresión de Curro no era muy halagüeña, según nos acercábamos a su casa, su actitud de perenne cómico pasaba por el drama, mostrando temores en forma de algún esporádico lloriqueo, hasta trágicas muecas que delataban el pánico al núcleo familiar.

    —¿Cuando nos vamos a escapar? —me dijo Curro asiéndome por el brazo, mientras me miraba fijamente sin intención de soltarme.

    —No digas tonterías, el día que menos te lo esperes, todo cambiará —le contesté condescendientemente, con énfasis pero sin convicción, sabiendo que no obtendría mas que la consabida contestación de siempre.

    —Soy un incomprendido, cualquier día voy a hacer una locura.

    Al despedirme de él en su puerta, sonreí intentando no dar importancia a su trágico comentario, preferí callar, le di un beso en la mejilla húmeda por las salobres lágrimas. Mientras desamarraba la cuerda de la mula y me alejaba pude escuchar los rutinarios reproches de su madre y la atropellada ascensión de Curro por las escaleras de madera hasta su reclusión en su pequeño dormitorio. A través del ventanuco que daba a la plaza pude escuchar el sonido del chirriante camastro, me imaginaba a Curro hundido entre el jergón de borra de lana que cubría su camastro absorbiendo su sollozo. Subí sobre la mula y la azucé, el tiempo apremiaba, al llegar a la esquina de la calle Herreros vi como mi padre me esperaba impaciente, como siempre, asomado a la puerta de la panadería. En ese instante sonaron los acompasados tañidos de las campanas de la Iglesia de Santiago, doce campanadas, las doce campanadas que me obsesionaban, sonaban como un talismán para mis oídos, su resonancia me transportaba a otro mundo.

    Las largas charlas con mi padre después de acudir a misa los domingos y mis paseos junto a el hasta la rivera del río, me protegían de las miradas obscenas al pasar por el cuartel. Todo era bonito al lado de mi padre, era como un caballero con una armadura que me protegía de todo, siempre me llevaba con el, excepto a aquellos esporádicos viajes a alguna parte que nadie sabía. Mi madre, o lo sabía y no quería decírmelo o era tan desconocedora como yo y no quería confesarlo ante el pundonor que representaba el ser engañada por su consorte. Mi padre era un hombre atractivo, pelo negro y ojos verdes, con buenos modales y mejores palabras, nunca dejaba en mal lugar a sus rivales en las contiendas verbales, fueran culturales o de cualquier índole, su sonrisa embaucaba a varones y féminas y siempre ayudaba a cualquiera que lo necesitara. Solo tenía un secreto o tabú, nunca hablaba de su ascendencia, o callaba, o desviaba la conversación. A mi me llamaba la atención su apellido francés pero nunca supe su historia. A veces pude comprobar en su correspondencia que siempre venía sin remitente y que su nombre de pila era Paul, aunque todos sus conocidos incluida yo, le llamábamos Pablo Dugés.

    Un comienzo de Abril, aprovechando la festividad del viernes santo, mi padre no tenía que hacer pan, nos fuimos muy temprano a la ermita de San Roque. Después de ver los pasos procesionales que salían de la iglesia que de Santiago, estaba sentada junto a mi padre en uno de los bancos de piedra que se encontraban a ambos lados de la puerta de la ermita, mi madre se sentó en el lado opuesto. Aprovechábamos los rayos que se agradecían en los albores de la primavera, mi padre me miraba embelesado mientras yo miraba las recuas de burros cargados de sacos de harina cruzando el puente, no me sentía incómoda, era la mirada de admiración de mi padre.

    –Manuela, ¿que te gustaría hacer en el futuro? –me dijo con convicción.

    –Me gustaría dedicarme a la moda –le dije en voz baja.

    –Sabes que por desgracia, de eso tenemos poco donde escoger por aquí, tendrías que ir a estudiar fuera de Andalucía, ¿tu serías capaz de irte a desarrollar esos estudios lejos de aquí?

    –Si no hay otra alternativa, me iría, aunque no se como me iba a desenvolver sin vosotros –mi padre me miró pensativo durante unos momentos.

    –¿Te gustaría irte a Paris? –dijo sonriendo.

    –Sería mi ilusión, ¿seríais capaces de dejarme ir?

    –Tengo unos ahorros que en un futuro serían para ti. Son nuestros ahorros para que puedas estudiar una carrera o para si algún día ocurriese algo puedas disponer de ellos, ya tienes edad para saberlo. Busca bajo la tarima suelta que hay bajo tu cama, hay dinero suficiente para irnos de aquí todos. Si yo no pudiera acompañarte vete a Paris, es donde estarías mas segura en estos tiempos.

    –Entonces, ¿nos vamos a ir a Paris? –pregunté.

    –Todo se hablará, quien sabe si algún día… –lo dejó caer y se quedó en silencio, yo no pregunté mas, no era cuestión de insistir.

    –Si algún día me voy a Paris a cumplir mi sueño, triunfaré, volveré con una gran fortuna y me compraré aquel palacete de la cuesta de Santa María –dije concisamente.

    –Tienes buen gusto, a mi también me encanta, esa sería una buena inversión, es una buena casa para iniciar una nueva vida. Es un palacete precioso de estilo francés, me recuerda a Paris… –dijo mi padre sin apenas darse cuenta de lo que decía–, vamos a casa, me está dando el sol en la cabeza y ya no se lo que digo.

    –Papá, ¿tu conoces Paris? –le dije mirándole a los ojos.

    –Si hija, algún día hablaremos de eso. Ahora no es el momento. Algún día iremos juntos a conocerlo –dijo levantándose e iniciando el descenso del empedrado camino dando por terminada la conversación.

    Los días y semanas pasaron, siempre con el mismo guión, como si de una tragicomedia se tratara, con el lastre de que no disfrutaba de mi actuación en este teatro no figurado que es la vida, aunque sabía que otros figurantes como Curro lo estaban pasando peor, inmerso en su papel de hijo incomprendido deseoso de volar.

    CAPÍTULO 2

    Noche siniestra

    20 de Julio de 1936. A altas horas de la noche anterior se había incendiado la iglesia de Santiago. Me había pasado toda la noche sin dormir, asomada a mi ventana observando la evolución del fuego. Las idas y venidas del camión de los bomberos al mando del jefe de los bomberos no me dejaron dormir. Bajo mi ventana se hacinaban los guardias y algunos vecinos curiosos. Por los comentarios que escuchaba bajo mi ventana, los responsables del incendio habían sido los comunistas y debido a ello había mucho movimiento de guardias civiles venidos de Sevilla para investigar el incendio.

    Aunque habían transcurrido varios días, en la calle aún perduraba un ambiente tenso que invocaba aquel olor a quemado. Aquel día volvía temprano de llevar el pan al despacho de María Sanchez, no había visto a Curro y venía embelesada pensando en que le habría ocurrido. Era muy extraño que no hubiese venido a mi encuentro para confesarme sus discrepancias con su madre.

    De nuevo el consabido suplicio de pasar por delante del cuartel. Por razones que nunca comprendí, mi mula rebuznaba por costumbre al entrar en la calle Herreros. Había escuchado que los asnos rebuznan ante la presencia de los depredadores y pudiera ser que lo hiciera ante la presencia y la malicia de don Antonio Romero. Por lo que fuera ponía sobre aviso a mi padre cuando estaba en mi casa y a la vez a los guardias que se asomaban a la puerta del cuartel. Mi padre se asomaba y me esperaba apoyado en el quicio de la puerta para protegerme ante los poco disimulados comentarios obscenos de los guardias que esperaban mi paso hacia la panadería. Desde que doblé la esquina de la Plaza del Duque y giré a mi izquierda para tomar la calle hacia mi casa, la mula rebuznó y pude ver al final de la calle a Daniel Romero, hijo del teniente, acompañado de su padre y del guardia de la puerta del cuartel. Los cascos de mi mula delataban mi taciturno regreso, me situé a la izquierda de la mula para ampararme tras su prominente alzada, agarrada a las angarillas de lona blanca y rematadas con cuero. Me puse a pensar en Curro, intentando que su invocación provocara una inadvertencia de lo que tenía a la vista aliviando mi inquietud. Fueron unos pasos tras de mi los que me aliviaron, unos pasos cortos y rápidos, me giré y pude comprobar el origen de unos pasos coquetos, afeminados. Ni la presencia de los guardias ni la tristeza reflejada en sus lágrimas que secaba con un pañuelo coartaban la condición sexual que intentaba disimular sin conseguirlo, le salía del alma aun a costa de una posible represalia del teniente, dada la adversidad de este a todo lo que representara una desviación, ya fuera sexual, política o contraria a su retorcida mente.

    —¿Que haces aquí? —le pregunté preocupada, susurrando a Curro.

    Él se limitó a agarrarse a mi brazo, no dijo nada, no podía, la congoja de su sollozo contenido le impedía hacerlo.

    —¡A ti lo que te hace falta es un hombre en condiciones, no deberías andar con este enfermo invertido, al final va a ser verdad que todos los vicios se pegan, igual que el maricón de tu padre! —dijo Daniel, el hijo del teniente. La presencia de mi padre no parecía amedrentarle como días atrás.

    Aligeré el paso, no debía enfrentarme al todopoderoso teniente, no teníamos ninguna posibilidad de salir airosos. Mi padre desde el quicio de la puerta de la panadería nos suplicaba por gestos que nos calláramos. No nos dio tiempo, el engreído y repeinádo cadete de guardia civil parecía tener ganas de imponer su voluntad, como siempre.

    —¡Vamos cogedles!, tenemos que dar un escarmiento a estos degenerados, no podemos dejar que luzcan sus viciosos modales y se vayan de rositas.

    La mano de uno de los guardias se posó sobre mi hombro toscamente, empujándome hacia la puerta de la comandancia a la vez que el otro guardia embestía con la culata de su arma contra la cabeza de Curro. El cuerpo de mi amigo cayó inerte al suelo, mi intención fue socorrerle pero otro empujón me lo impidió, miré hacia el cuerpo de Curro, la sangre brotaba de su cabeza formando un pequeño reguero en las hendiduras que discurrían entre los adoquines.

    —Soltadme, no hemos hecho nada —grité revolviéndome lo que me permitían la opresión de las zarpas de las hienas vestidas de verde.

    En ese momento noté la presencia de mi padre, con la cara desencajada al no poder hacer otra cosa que hablarle a los guardias con voz suplicante.

    —¿Que estáis haciendo?, ¡soltad a mi hija!, vosotros nos conocéis y sabéis que somos una familia sencilla y honrada, os pido que la soltéis, es una niña inocente, mi hija nunca ha hecho nada malo.

    En ese instante salió del cuartel el teniente Antonio Romero, exclamando con esos aires de grandeza y autoritarismo que le caracterizaban.

    —¿Te parece bien que esa niña inocente, como tu dices, vaya por el pueblo provocando a los hombres junto a ese depravado maricón?. Aquí el que manda soy yo y de momento he decidido que van a dormir calentitos. A tu hija sabemos como calentarla y al afeminado, de momento, lo llevaremos a casa del médico para que le coja unos puntos en esa cabeza desquiciada, ya decidiré que hacer con ellos, vete a tu casa y déjame cumplir con mis obligaciones —dijo don Antonio interponiéndose delante de mí padre.

    —Pero don Antonio, le pido por lo que mas quiera que deje ir a mi hija —suplicó mi padre.

    —¡Que te calles, francés...¿o quieres dormir tu también en la sombra? –dijo Antonio Romero.

    —Pues la verdad es que prefiero estar junto a ella, no me fío de vosotros y de vuestras retorcidas intenciones —contestó mi padre desesperado. No pudo contenerse.

    —¡Adentro con él, de todas formas ya lo venía pidiendo desde hacía tiempo, ya estoy harto de este quema iglesias, hoy por fin, habrá hostias para todos –dijo Daniel Romero. Mi padre se contuvo ante aquella acusación, no estaba en situación de reprender a aquel muchacho malcriado. Daniel prosiguió con sus amenazas.

    –A este sarasa llevadlo a casa del médico para curarle, ya nos ocuparemos después de el.

    Siempre he sabido de las oscuras artimañas del teniente, pero por alguna razón se había liberado de tener que enmascarar sus atrocidades, algunas revueltas del pasado 18 de Julio por parte del ejercito nacional contra el gobierno electo de la coalición de izquierdas de Sevilla le daban la venia para actuar a capricho. Su hijo Daniel se reía a carcajadas ante las acusaciones que su padre le profería a mi padre. Disfrutaba con despotismo de aquella maldad gratuita a la vez que nos escupía con escarnio. Cada vez que la indefensión de mi padre se lo permitía, le soltaba una bofetada procurando buscar una barrera de defensa tras su padre. Después de cobijar su cobardía bajo la superioridad de los agentes, se burlaba de nosotros insultándonos.

    –¿Como os atrevéis a cuestionar las órdenes de mi padre?. ¿Unos desgraciados e inútiles panaderos que no tenéis donde caeros muertos?. No tenéis ningún futuro en la nueva España cuando esté limpia de rojos y demócratas de pacotilla, y yo me voy a preocupar de llevar a cabo esa labor que tenemos por delante –increpó Daniel Romero.

    Ya anochecía, las amarillentas bombillas bajo las pantallas de porcelana alumbraban tenuemente la calle, el silencio campaba a sus anchas por los aledaños del cuartel. Las luces del Ford T de Luis, el médico, bajaban por la calle, las irregulares explosiones de su viejo motor antecedían a la humareda negra, no hacía falta anunciar su llegada. Ya habían cerrado la puerta del cuartel y el estrépito hizo salir al guardia que hacía su turno de imaginaria con el mosquetón en ristre. El médico se bajó y se

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