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Pavor a Perderme
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Pavor a Perderme
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Pavor a Perderme

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About this ebook

Ataviada con una fina intuición adquirida de sus padres investigadores, la policía Fernanda Carolina Ortigosa deberá introducirse con toda su paciencia en un verdadero enigma, que se hace más complejo conforme pasan las horas y los días.
Los hechos investigados, los quebrantos sentimentales y los extraños signos que surgen de sus lances, parecen ser más que meras concurrencias en esta narración llena de complicaciones...
En su primera novela: “Alas Mortales”, este escritor nos enseñó una faceta singular, audaz y aleccionadora sobre terrenos que la literatura hispanoparlante no está acostumbrada a ocupar, por diferentes razones y obstáculos. Ahora, en la segunda novela del autor: “Pavor a perderme”, encontraremos un enfoque muy particular de la novela policial femenina latinoamericana.

LanguageEspañol
Release dateApr 16, 2019
ISBN9780463327609
Pavor a Perderme
Author

Francisco Antonio Soto

Francisco Antonio Soto nació en Caracas en 1961, se graduó de Abogado en 1984, especializándose en Derecho Penal Militar y obteniendo más tarde una Maestría en Derecho Penal y Criminología. Ingresó a la Fuerza Aérea Venezolana como oficial asimilado en 1989 realizando varios cursos de adaptación castrense, y desempeñándose como Asesor Jurídico, Investigador de accidentes aéreos y terrestres, Fiscal militar y Juez militar hasta el momento de su retiro, en el año 2004. Trabajó como Abogado en la Sala de Casación Penal del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, y también como Juez Superior Penal en el Circuito Judicial del Área Metropolitana de Caracas. Ha sido instructor universitario y tutor de decenas de trabajos de grado en Criminología, en Derecho Penal y en otras materias afines. Tiene amplia experiencia deportiva, y también en actuación teatral y en locución. En el campo literario es autor de los libros “El Señor Ralph y otros relatos” (Editorial Libros en Red, Buenos Aires. Año 2014), “Relatos de un caribeño que se bañó en el mar dulce” (Ediciones Ediquid, Caracas. Año 2015) y “Cerré los ojos, y otros relatos de ayer”, otro libro de relatos, todavía sin publicar.

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    Pavor a Perderme - Francisco Antonio Soto

    EL REGRESO

    El pájaro azul se estrelló contra el cristal ancho y transparente del ventanal rectangular de la inmensa casa, -tratando de huir del frio acelerado y constante- que a esa hora de la mañana asecha con encono perenne desde las resueltas alturas de la Cordillera Andina. El ave pretendía internarse en la casa acondicionada con calefacción…

    Miguel, que estaba fielmente echado sobre la densa y cómoda alfombra dispuesta en medio de la sala, oyó el ruido del choque seco contra el vidrio, abrió los acuciosos ojos marrones y se levantó de sopetón, comiéndose con la vista todo lo más alto, con el firme propósito de examinar el ambiente que se había quebrantado abruptamente.

    Miguel no divisó nada que pudiera advertir -más allá del sonido que lo despertó de su letargo-. Entretanto, el pájaro no cayó al piso allá afuera a pesar del impacto. Se repuso con rapidez mientras agitaba su pico intacto y aleteaban sus alas azules en el aire, y siguió volando en otra dirección, perdiéndose dentro de la arboleda vecina… La cuestión quedó allí. Miguel seguía gozando de la tranquila calefacción.

    Miguel no se echó en la alfombra para continuar soñando; por el contrario, estremeció su cuerpo macizo para avivarse de una vez, agitándose con frenesí. Recordó la amable figura de su añorada ama, y decidió trasponer la puerta –apenas entreabierta- de la habitación inmediata con el sigilo que caracteriza su andar. Recogió en su camino el ejemplar del diario local, que mordió con sutileza para llevarlo mediante el cuidado de su boca… Su ama soñante estaba explayada a plenitud sobre su cama extra grande -en medio de almohadas preñadas y cobijas tupidas de lana-, y no había razón para moverla de su compromiso profundo.

    Miguel llevaba consigo el periódico de ayer, que su ama leía sentada en la cama luego de abrir los ojos. Lo colocó con sumo cuidado en el piso –pero justo al lado derecho de la cama-. A continuación, arrojó allí mismo su cuerpo para recogerse un rato más. Miguel, sabía que su ama se levantaría más tarde, y él, ya se encontraba muy cerca de su lecho, lo suficiente para cuidar su respiración, para resguardarla, para percibirla dormida.

    Una hora después, la Comisaria Fernanda Carolina Ortigosa, al instante de acariciar con su mano derecha la suave cabeza de Miguel, levantó el periódico que descansaba debajo de la pata derecha del canino, y, casi enseguida, enganchó la taza de café que la esperaba humeante sobre la mesa de noche… Las empanadas de queso amarillo despedían un olor estimulante que llegaba desde la cocina en forma de sediciosa corriente. Cuando se disponía a colocar las sandalias -pensando en el olor desquiciante-, repiqueteó el teléfono y se rompió la calma hogareña… Miguel, levantó las orejas en señal de alerta.

    La Comisaria tomó el auricular que palpitaba sobre la robusta mesa de madera –extrañada, pues hacía mucho tiempo que no lo oía sonar-. Una voz distante pero conocida le había dado los buenos días, cuando el gran reloj de pared marcaba las diez de la mañana del 22 de septiembre de 2005. Hacía mucho que no escuchaba esa misma voz estridente del Doctor Mendoza, el experimentado Jefe de la Medicatura Forense del cuerpo policial, que le increpó por tener el celular apagado tantos días.

    Durante la conversación le manifestó varias cosas que la alentaron, ayudando a atraer una leve sonrisa a su rostro inconmovible… La Comisaria colgó el auricular al cabo de unos minutos… Aquella visita telefónica le hizo entender que las palabras podían aportar alguna esperanza:

    -¡Encontramos lo que buscábamos…! Es una investigación suya... ¡Usted, debe terminarla!

    La Comisaria no pudo decir nada. Un silencio distinto al que reinaba hasta ese momento se interpuso en la habitación. La taza de café y el periódico de ayer quedaron a un costado de la cama... Y como si fuese una gélida autómata calculadora o una ciudadana híbrida del mundo futuro -de esas que simplemente siguen órdenes y no tienen sentimientos, y que mantienen mudo su entorno- comenzó a quitarse el pijama y a ponerse –lentamente- su ropa.

    Los retratos de esa investigación -que su cabeza aún guardaba en grafía de problema sin zanjar-, luchaban a encontronazo limpio con los muros de su mente, intentando quitarse el hierático polvo que les molestaba… Era el costo por mantenerse devotamente intactos a pesar del paso del tiempo, a la espera del inexcusable finiquito.

    Cuando finalizó con el amarre de las trenzas de sus botas de cuero, concedió una mirada sincera a los ojos tristes de Miguel. La mirada incomparable de su ama, calzando sus infaltables botas de trabajo, daba por clausuradas las cordiales vacaciones que habían disfrutado…

    La Comisaria se despidió –agradecida de su tierna tía y de sus primas- una vez consumado el desayuno… Veinte días, recorriendo libres las angostas calles de los Andes venezolanos, lucían suficientes.

    En la acera, al lado de su vehículo, la Comisaria tomó a Miguel por la quijada escondida debajo de su barba gris y blanca, y le vaticinó: será un largo viaje de regreso.

    Su vehículo transitaría por más de nueve horas seguidas, deteniéndose sólo para surtir gasolina. Los símbolos, las subrogaciones, las imágenes de antes, seguirían dando vuelcos en el océano de su remembranza, sin quedarse paralizadas por un segundo.

    Miguel acompañaba a su ama a todos los viajes, cortésmente acostado en el asiento delantero, y sin flaquear.

    Capítulo 2

    NACER DIFERENTE

    En la extensa urbanización Ciudad Alianza, a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Valencia, vivían muy tranquilos los abuelos de la niña Fernanda Carolina Ortigosa. La niña era su única nieta.

    Sus padres, los inspectores Fernando y Felicia Ortigosa, fallecieron en un gravísimo accidente de tránsito ocurrido en la Autopista Regional del Centro –antes, conocida como la Autopista Caracas-Valencia-. Venían desde la ciudad de Maracay para compartir el almuerzo con los viejos padres de Fernando –como todos los domingos, luego de la misa parroquial de las once-. A partir de ese infausto domingo, aquel encuentro familiar tan deseado, dejó de efectuarse…

    Un inmenso vehículo negro De Soto, con trompa ancha y abultada y nueve dientes en su parrilla plateada, que circulaba a gran velocidad por el canal rápido, -en un avance más que imprudente- invadió el canal de al lado, el derecho, envistiendo en choque sorpresivo la parte trasera del pequeño automóvil gris, un Volkswagen escarabajo en el que viajaba la familia Ortigosa, sacándolo bruscamente de la vía sin que este ofreciera resistencia.

    El estropeado automóvil, con el motor y la tracción trasera destrozados, se incrustó violentamente en la falda de un cerro, incendiándose al momento de estrellarse. Los adultos no pudieron salir del amasijo, falleciendo ambos en el cruento acto. Los bomberos extrajeron sus cuerpos carbonizados.

    Por su parte, el pequeño cuerpo de Fernanda Carolina, que yacía en el asiento trasero -dormida para el momento del siniestro-, con sus manitas asidas a un cangrejo de plástico que la acompañaba, salió despedido milagrosamente antes de que la carcasa del carro fuese aniquilada por el fuego, ciñéndose a un costado de la vía, casi intacta; sólo, con rasguños en sus brazos, a la vista de las personas que se acercaron presurosas a auxiliarla. El automóvil homicida no se detuvo, siguió su curso a gran velocidad, y sin detenerse por un momento.

    Más luego, algunos de los testigos declararían ante las autoridades correspondientes que el vehículo huyó en dirección a Valencia, y la única nenita sobreviviente crecería con ese precinto fijo en su mente, perfilando en la cancha de sus emociones -tristemente lúcidas-, las pocas características de aquel espectro de cuatro puertas y cuatro ruedas que le quitó a sus padres, que se perdió en la autopista, y que jamás fue encontrado.

    Fernanda Carolina Ortigosa permaneció durante su infancia y su adolescencia al lado de sus abuelos paternos, para nunca separarse de éstos. Cuando alcanzó la adultez se alejó de ellos por un tiempo, llegado el momento de cambiar su residencia con el fin de estudiar su añorada carrera de policía.

    Como niña muy inquieta, pasaba largos ratos moviéndose de un lado a otro sin parar, caminando sola en su mundo de círculos ficticios y supuestos, correteando en el jardín posterior de la casa -pleno de árboles inmensos y de una generosa grama-, donde se alojaba su considerable universo de esparcimientos y diversiones.

    Introvertida, muy metódica y obsesionada por lo que hacía, evitaba el contacto visual con las personas que no fueran de su entorno. Todo lo veía y lo sentía en retazos de pensamientos ciertos y mentirosos, aglutinados en su mente enardecida por lo virtual.

    Juntaba esos retazos a su antojo desde diversas perspectivas temporales y en escenarios distintos, y creaba contextos trucados propios y juegos infinitos que parecían mágicos, que la clarividencia directa de la niña comprendía.

    Efectivamente, estaba dotada de una inteligencia privativa que los demás no deducían fácilmente, y que los abuelos se vieron obligados a descifrar. Los niños la apartaban. Los adultos también, y los que se acercaban, lo hacían atentos a sus entradas, a sus aberturas y a sus quisicosas, y se relacionaban entre sí para establecer un canal de entendimiento previo a sus anómalas tareas.

    Los abuelos le proporcionaron la paciencia empecinada que el resto de la sociedad no tenía para la conducta de la niña.

    Los abuelos le esquivaron los colegios, bautizándose como sus exclusivos maestros, psicopedagogos y profesores inalterables, utilizando singulares técnicas que se fundamentaban en esquemas asimétricos de proyecciones mentales, métodos no convencionales a base de crucigramas y rompecabezas, y extrañas destrezas de estudio y aprendizaje progresivo que la prepararon sustancialmente.

    Los afectuosos abuelos convirtieron todas las paredes de la casa en pizarrones cambiantes. Las transposiciones y anagramas nunca faltaron. Colocaban en relieve, valiéndose de cinta pegante, cartulinas y papel bond blanco -que rotaban en interesantes tapices-, con dibujos de todos los animales, letras del alfabeto, números arábigos y romanos, runas grandes y pequeñas, nombres y apellidos; también, colocaban enigmas, incógnitas, entresijos frecuentes; paisajes, figuras conocidas y desconocidas, esbozos heterogéneos mezclados; códigos, signos y símbolos desemejantes, que la mantenían ocupada, abstraída, meditabunda. Retos diarios que debía resolver con mucha naturalidad.

    Fernanda Carolina fluctuaba en la profundidad de sus pensamientos. Su firmamento de imágenes verosímiles e inverosímiles se agigantaba todos los días, y la niña fue encausando su entelequia, instruyéndose y desarrollándose con habilidad notable. Haciéndose más animosa, sociable e independiente, a medida que tomaba conciencia de sus potencialidades.

    Fernanda Carolina veía con atención cada imagen adherida a las paredes de las habitaciones, de los baños, de las salas, de los patios, como si necesitara memorizarla o aprenderla con exactitud. Repasaba sus rayas y sus formas, y preguntaba por ellas inalterablemente, desafiando la paciencia del abuelo -mientras ésta se paseaba en la bicicleta que había sido de su padre, exigiéndole al manubrio y a los pedales al máximo-, ya que los rincones del cuarto de cachivaches de la casa, la había guardado con probidad para el requerimiento de las extremidades más intranquilas de la generación siguiente; o sea, para los duraderas influencias de la inquieta nena.

    -Abuelo, ¿y cuál es ese número?

    -¿Cuál número, Fernanda?

    -¡El que va luego del tres!, abuelo…

    -¡El cuatro, Fernanda!, el cuatro. Mira los palitos; mira cómo están estacionados los palitos, hija. Es como el número uno, pero este lleva una carga, como un bulto en el pecho… ¿lo ves?, ¿lo ves, Fernanda? Un bulto con la boca para arriba. ¡El cuatro! Es el número cuatro…

    La chiquilla asentía con la cabeza, y sonreía, y el viejo se acercaba poco a poco a la pared, localizaba el dibujo que le había referido la nieta, repasaba el número totalmente, valiéndose de la punta de su dedo índice -marchito y fatigado por el tiempo y por la artritis-. Luego, el abuelo le anunciaba con una paciencia incansable:

    -¡El cuatro viene antes del cinco!... ¡Y, después del número tres!

    Fernanda Carolina se quedaba pensativa por unos instantes, mirando el guarismo como si lo fuese a absorber mentalmente; mirando el limbo en el que guardaba sus ideas, dando vueltas en redondo con la bicicleta a todo ritmo -con una destreza habitual para manejarla a su arbitrariedad-, que asombraba a propios y a extraños.

    La abuela, en la cocina, -luchando con el sartén y con las ollas- la observaba un tanto preocupada. La abuela estaba con el alma en un hilo cuando Fernanda Carolina se subía a la bicicleta, y su corazón se aceleraba, ¡y le subía la zozobra a la viejita! Sin embargo, ¡la niña era avispada!

    Había aprendido a dirigir la bicicleta sin el uso de sus manos, en un equilibrio genuinamente estupendo, -como sólo lo hubiese visto hacer alguna vez- a un artista de circo ambulante al que fue llevada.

    -¿Por qué la lagartija no tiene color, abuelo?

    -Porque el color se lo pones tú, Fernanda. ¡Tú tienes los colores! Los colores son los que tu fantasía te ordene. Las lagartijas pueden ser rosadas, azules, verdes, marrones o de diferentes colores. Puede ser que la cola sea de un color y la cabeza de otro. Nosotros, venimos de la Constelación de Orión, y allá las lagartijas son anaranjadas buena parte del año. En el planeta Venus son azules… No sé Fernanda, eso lo sabes tú ¡Son tus dibujos! Te toca pintarlos.

    La niña fruncía el ceño y afirmaba con la cabeza, y se bajaba destempladamente de la bicicleta –abandonándola todavía en marcha- para ir a su habitación en busca de la abultada cartuchera que contenía los colores que la abuela le regalaba con regularidad, ya que las decenas de proyectos del abuelo así lo demandaban… Regresaba corriendo para observar la bicicleta ilesa, luego del choque frontal contra algunos arbustos, librada sobre la grama, con los pedales inmóviles. Fernanda Carolina se sentaba a su lado, y, con sus manitas pequeñitas y frágiles, descargaba las decenas de creyones que caían dispersos, bordeándola completamente. Y Casi siempre escogía y tomaba el color azul para empezar a pintar; alternando sus horas de pintura al aire con la visita de los amiguitos del patio: las lagartijas marrones y los escarabajos verdes que bajaban de los árboles, y que salían de sus escondrijos para alegrarle más.

    En su mente, las lagartijas y los escarabajos se hacían presentes para ayudarla aprender, y para ayudarla a sacudir la mecedora de madera preferida por el abuelo, que estaba soportada a una rama muy gruesa del árbol de aguacate –y, que según decían sus tíos- había sido plantado setenta años atrás por el papá del abuelo.

    En ese balancín artesanal se había columpiado toda la familia, inclusive el propio abuelo más de una vez. La niña lo hacía también todas las tardes. Las lagartijas y los escarabajos la miraban sin parpadear.

    El árbol de aguacate era otro de sus compañeros de patio, y subía a sus ramas todas las veces que se le daba la gana, mimando a sus frutos y a sus hojas. Subiéndose hasta la rama más torcida, desde la cual visualizaba a todos los elementos

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