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EL MALAMOR

Quipu
El Malamor
Julio Carreras (h)

Figura de Tapa: Ray Caesar


http://www.raycaesar.com

Prólogo a la Segunda Edición

Hojeando la revista “Santiago Guitarra y Copla” en el kiosco de Bala me encontré con uno de mis cuentos. Me alegró que una
publicación tan difundida se hubiese hecho eco de mi trabajo. Esa alegría se empañó un poco al constatar que había sido impresa
con varios errores, algunos importantes (por ejemplo, el cambio de una palabra). Tiempo después nos topamos con Juan Carlos
Carabajal en el centro, y al reclamarle por dichos errores, se excusó invocando el modo como había llegado este cuento a su poder.
Y narró la siguiente historia:
Una oyente de su programa radial -como se sabe, muy popular en el interior-lo llamó pidiéndole que leyera al aire el cuento de “El
Manchachicoj”. Carabajal contestó que no lo tenía, ni se daba mucha cuenta de dónde conseguirlo.* Pidió a la oyente que se lo
enviara. Al poco tiempo recibió por correo, desde Clodomira, “El Manchachicoj”. En la carta que lo acompañaba, le pedían
disculpas porque, para no desprenderse de la hoja de diario donde había sido originalmente publicado... su lectora lo había copiado
enteramente a mano. Ello explicaba –según el folclorista- los mencionados errores de transcripción: “Decidimos publicarlo -contó
Carabajal-cuando nos llamaban por teléfono para pedirnos que lo leamos, una y otra vez”.
Aún con un regusto amargo por la negligencia de los editores, esta anécdota significó para mí una satisfacción. Más grande que
cualquier premio, obtenido de algún jurado supuestamente prestigioso. Pues quien estaba valorando mi trabajo era, justamente,
alguien en quien constantemente había pensado al escribir. Una integrante de mi pueblo -al cual amo y de cuya savia cultural me he
nutrido. Una anónima y sensible lectora, que hizo suya esa historia. Con pleno derecho, pues las historias de un verdadero escritor,
pertenecen a todos.
Ahora este libro ha hecho su propio camino y está siendo usado como texto en varios niveles. Ello no deja de regocijarme: a un
escritor enorgullece su obra, como al carpintero conmovido cuando ve a un niño jugando seguro sobre la sólida silla que han
construido sus manos. Ambos han tratado de poner lo mejor de sí en el trabajo, pensando sólo en su prójimo.
Celebro que Marcos Vizoso, sensible al valor que han adquirido estos relatos para nuestra comunidad, haya decidido reeditarlos,
con el propósito de ser presentados en la 6ª Feria del Libro en Santiago del Estero. He agregado cuatro relatos –dos relativamente
largos, dos cortos- que permanecían desgajados, esperando hallar su ubicación.

El autor

Santiago del Estero, 26 de mayo de 2004.

* Carabajal tranquilamente podría haberme llamado por teléfono. Prefirió , en cambio, la senda del menor
esfuerzo.
Qui no va a
la guerra, no
mor en ella.

(Proverbio catalán.)
El Malamor

Perdí esta mano como resultado de una pasión otoñal.


Era el año 53. Había decidido darme un tiempo de descanso, para lo cual viajé a Belén, un hermoso pueblo en
las sierras de Catamarca. Contaba ya con 45 años y mi vida había sido una especie de torbellino en el que los
acontecimientos no me habían dado tiempo para meditarlos, pero, ¡ay!, si para irlos cargando como renovados
pesos en la memoria. Yo era uno de esos individuos que padecen la “meticulosidad en la observación”, razón
por la cual ningún suceso era lo suficientemente lento como para que llegara a percibirlo en su totalidad y, por
ende, me satisficiera. Es decir que, cuando yo estaba captando la esencia de dichos sucesos, éstos ya habían
pasado.
Me encontraba, entonces, con un extenso cargamento de recuerdos incompletos en mi memoria; después de
haber tenido mujer y familia, solo, sin saber muy bien cómo había llegado a ser todo ésto. Bien, pero no empecé
a escribir para hablar de mí mismo, sino para dejar consignados los increíbles hechos que me acontecieron en
aquellas vacaciones.
El pueblo de Belén es un pequeño conglomerado de casas antiguas, sencillas y bien cuidadas, entre las sierras.
De algún modo aquello debía ser para mí como un retiro espiritual: con ese criterio había elegido el lugar.
Me hallaba, dos o tres días después de llegar, meditando serenamente en la hermosa placita de Belén, mientras
avanzaba suavemente sobre los árboles el crepúsculo primaveral. Acababan de regar las calles de tierra y flotaba
en el aire un olor a humedad, que mezclado al de las flores y hojas reverdecientes de los centenarios árboles,
producía en el espíritu como una sensación edénica de tranquilidad. En el momento en que comienzan a
desdibujarse los contornos y las casas parecen flotar en el aire tenue, fue que vi la aparición de esa mujer.
Era delgada y alta. Traté de salir, dificultosamente, de la bruma de mis meditaciones, para incorporar a la rubia
mujer, que parecía manifestarse por una acumulación de repeticiones transparentes surgiendo de la distancia...
La vi rodear la plaza, por la vereda de enfrente y, de pronto, perderse tras una esquina.
Como de costumbre, todo había sucedido demasiado rápido para mi capacidad de reacción. Me había quedado
allí inmóvil y un poco apesadumbrado, sin atinar a otra cosa que a mirarla. Estaba meditando aún sobre las
posibilidades de volver a encontrarla, cuando la vi reaparecer. En su mano derecha llevaba una bolsa de soga
tejida.
La vi entrar ahora en una puerta grande, que tenía encima un rústico letrero con la palabra “Almacén”. Me
decidí a entablar relación con ella. En el momento en que me levantaba con este propósito la vi salir. Entonces
comencé a seguirla.
Tomó por una calle ancha que bajaba hacia los cerros. Caminaba delante de mí, como a unos veinte pasos y
durante largo rato pude admirarla. Aquella calle abría además ante mis ojos tan hermosa perspectiva que de
pronto me pareció ser el invitado feliz a la presentación de una obra magistral, en la cual cada elemento de la
composición tenía su función, a la vez fugaz e infinita y por ello mismo, perfecta. En ese paisaje de cerros grises
que se difuminaban como inmensos monstruos del alma, caminábamos por la calle, que parecía correr a unirse
con el horizonte, solamente ella y yo: ella adelante, leve, yo siguiéndola, sin que mi voluntad participara más que
para no detenerme extasiado.
“Buenas tardes”, le dije, quitándome el sombrero que dejó al descubierto mi calva por un segundo. Ella me
miró y contestó al saludo, pero de un modo un tanto distante. Me asombró al decirme, cuando intenté
presentarme, que ya sabía quién era. Lo dijo naturalmente, casi con indiferencia. Le hice una pregunta cualquiera
y me detuve a regodearme con sus maneras y sus rasgos. Parecía que la placidez de la tarde y aquél misterioso
paisaje se sintetizaran en ella, expresándose por un milagro a través de su lenguaje lento y los dulces matices de
su tonada catamarqueña. Me dijo que no podía permanecer allí por más tiempo, pero que si deseaba conversar
con ella “normalmente”, la podría hallar esa noche en el baile del Club Social. No recuerdo si la saludé, tan
impresionado estaba por lo que había desencadenado en mí con su persona. La vi esfumarse en el horizonte,
despaciosa, y regresé con paso tranquilo a mi hotel.
Esa noche sufrí la primera decepción. Isidora -pues tal era su nombre-estaba en el baile. A su lado había una
mujer anciana que después supe era su madre. No tuvo inconvenientes en concederme los primeros bailes. Pero
noté que, mientras danzaba conmigo, su mirada se dirigía con apenas disimulado interés hacia uno de los
ángulos del salón. En una de esas ocasiones, un hombre muy elegante, unos veinte años menor que yo, levantó
apenas perceptiblemente su copa hacia ella y le sonrió. La miré y noté que se había sonrojado. Herido en mi
amor propio, no pude dejar de asumir en el resto de lo que duró la ronda de temas una actitud de ofendida
indiferencia. Aquello no pareció, sin embargo, preocuparla demasiado.
Con dolor asistí a lo que me temía: apenas terminada la pausa, fue a invitarla el joven que le había sonreído. No
sólo eso, sino que consiguió, después, que mi pretendida y su madre le permitieran sentarse junto a ellas. Así es
que me pasé, el resto de aquella noche, contemplándolos danzar y reírse desde mi mesa, mientras rumiaba entre
copa y copa pensamientos más bien oscuros. Aquella noche volví acongojado y borracho al hotel.

No soy hombre de afectos turbulentos ni carácter descontrolado. Por el contrario, mi mujer solía reprocharme
entre otras cosas, cierta pasividad en mis actitudes sexuales. Siempre he creído que dicha “pasividad” era en
realidad mi inclinación a contemplar más que a poseer, tendencia de la que ya hice mención. Sin embargo, algún
atavismo muy oculto debía de haber sido tocado en mí por esta Isidora apenas conocida, pues por primera vez -
y debo recordar que ya no era un chico-sentía... lo que suele llamarse un “enamoramiento”. Disipándose las
últimas telarañas del alcohol en mi cerebro meditaba aquellas cosas a la mañana siguiente, en el patio con
macetas del hotel. Entonces decidí que todo aquello era muy bueno. Era muy bueno enamorarse, pensé.
Aunque fuera a los 45 años. Y me propuse conquistar a aquella mujer, de cualquier modo. Tendría un rival muy
peligroso, que además ya había sacado una cierta ventaja sobre mí. Pero esto no me desanimó. Lleno de ánimos
juveniles, me afeité cantando y comencé a vestirme para el almuerzo.
En los días siguientes me dediqué -cautelosamente, pues no es bien visto en aquellas regiones el averiguar
demasiado -a recabar datos sobre Isidora. Tenía por cierto que a la juventud y atractivo de mi rival, debía
oponer mi mesura y racionalidad, en un plan de acercamiento paulatino que me permitiría -así lo creía yo-hacer
prevalecer al fin mis valores interiores por sobre los estridentes y manifiestos del joven. Para ello debía conocer
todo lo que pudiera acerca de nuestra pretendida.
Pero a poco de iniciada esta tarea, comencé a notar que aquellos con quienes hablaba de la muchacha, cuando
no eludían directamente el tema, se referían a ella y su familia con una especie de reticencia, en la que parecía
mezclarse un cierto temor. Era como si el tema aquél estuviera impregnado de no sé qué carga de tenebrosidad,
que -cosa extraña-parecía además despertar un supersticioso respeto.
Logré reconstruir aproximadamente una historia:
Isidora y su madre eran las últimas sobrevivientes de un antigua familia de origen español. Un incendio había
matado a casi todos los habitantes de su hogar, cuando ella era muy niña. De ese incendio habían quedado las
ruinas en el valle, que ahora habitaba con su madre (quien se había vuelto medio loca). Y de su familia, aparte de
su madre, había sobrevivido sólo un hermano, pequeño en aquel tiempo. Era justamente en la relación con este
hermano, una relación al parecer atípica que se había desarrollado a partir de la tragedia, donde se detenían y se
volvían más cautelosas todas las versiones.
Parece que Isidora y su hermano -un año menor que ella-tuvieron que hacerse cargo del mantenimiento del
hogar pues la madre había perdido el interés por esos afanes. Esto motivó que los niños crecieran intensificando
cada vez más una adhesión mutua -que, según se decía-, ya había sido fuerte antaño. Llegó el tiempo en que la
muchacha se convirtió en una mujer alta, bellísima, naturalmente codiciada por todo hombre joven del lugar.
Pero aquel momento pareció ser la cúspide también de los afectos entre los dos hermanos pues no podía
hallárselos en ningún lado sin que estuvieran juntos. Entonces fue que el joven comenzó a protagonizar muchos
incidentes, pues parece que era acerbamente celoso. Hasta el punto de no tolerar que nadie saludara con cierta
galantería a la muchacha, sin exigir explicaciones. Aquellos celos debían llevarlo fatalmente a mal puerto; al fin
chocó con un mozo de otro pueblo, que resultó ser muy veloz con el cuchillo. Esa noche perdió su vida. A
partir de allí, a Isidora se le conocieron únicamente “filitos” (así se llama allá a lo que la moda metropolitana
denomina “flirt”), pero ningún noviazgo serio.
Ahora bien, noté que de un modo u otro se buscaba relacionar en los testimonios esta historia con unos
cuentos, esbozados a regañadientes y escondiendo los ojos, sobre los cadáveres descarnados de algunos
forasteros, que habían aparecido de tanto en tanto tirados entre los cerros... y sobre un raro perro negro, que,
según decían, mataba a las cabras y a las ovejas arrancándoles el corazón. No les hice caso y continué con mi
empeño.

Luego de la preferencia de Isidora por el otro la noche del baile, tenía por descontado que había perdido el
primer round. Maquinaba entonces una buena estrategia para asegurarme el segundo.
Los pensamientos, al ser intensos, generan según parece una energía poderosa y particular, pues de otro modo
no me explicaría lo que sucedió.
Era una tarde muy calurosa. Me disponía a retirarme a dormir la siesta, luego de un almuerzo liviano, cuando
vino a buscarme la sigilosa sirvienta del hotel.
-Una niña lo busca a usted-me dijo.
Casi me caigo de espaldas al reconocer, en la parpadeante penumbra del salón, la tenue y alta figura. Me
esperaba, sentada en un hondo sillón, como la imagen de un sueño, en el último costado de la habitación.
Llevaba un vestido blancoamarillento que la cubría hasta los pies, graciosos, que emergían de bajo el ruedo
calzados con sandalias tacoalto del mismo color. En la cabeza, sobre sus trenzas trigueñas, un pañuelo de hilo
tejido a mano, haciendo juego con el chalequito entallado que cubría su torso.
No podría describir con demasiada precisión lo que me sucedió esa tarde. Sólo estoy seguro de que no he de
olvidarla hasta que muera.
En sus ojos, al saludarla ya percibí esa serena resolución que un hombre de mi edad sabe reconocer en las
mujeres. Tomamos mi camioneta y me pidió que fuéramos a un lugar alejado, junto al río.
El sol suspendía en el aire las facetas de los cerros. Como una bendición sonora el agua azul corría a nuestros
pies, sobre las piedras.
Isidora se quitó los zapatos.
Hasta ese instante yo había estado como idiotizado, mudo, sorbiendo cada suceso con una confusión de anhelos
turbulentos que no conociera antes, siguiendo dócilmente las indicaciones breves que ella me hacía, expectante a
cada uno de mis movimientos.
Me tomó de la mano.
Deshice una por una las espigas de sus trenzas. Fuimos quitándonos las ropas tiernamente, sin apuro...
Y en la orilla pétrea del río, bajo la fresca sombra de un arbolillo, conocí en unos instantes extensos la dicha más
plena que hubiera podido captar mi conciencia... recibí sobre la piel la sensación más total que conociera; me
introduje con el corazón abierto en un mar de calma, en un remanso envolvente y limpio, en la confianza
original. Y tuve paz.
La vi levantarse y caminar desnuda hacia el agua y mis ojos agradecidos registraron el descenso de su cuerpo y el
ascenso del agua transparente, que pareció descomponerla en dos personas, la superior, de dorado volumen, y la
inferior, una ondulante sucesión de formas azuladas que se movían buscándola en su centro.
Sólo atiné a quedarme allí, en la orilla, un poco más arriba, en el suave barranco, tendido, mi cuerpo apoyado en
un codo y recibiendo de la cintura para abajo el fuerte sol que ya se había corrido, sin moverme, no sé por
cuánto tiempo. Reaccioné cuando, perlada de gotas, me tendió la mano para que la ayudara a remontar el
barranco. Ahora recuerdo un pensamiento que cruzó por mi mente aquel instante. Al verla tan limpiamente,
plena bajo el sol, percibí la analogía de sus formas perfectas con las sublimes carnaduras del quattrocento itálico.
Pero en ese mismo instante, mis ojos habituados a mirar hallaron una emanación monstruosa, una efracción
enfermiza en aquel cuerpo. Por un momento encontré los rasgos -para dar una semejanza-de algo parecido a las
deformes figuras de Bacon; como si sus facciones se descompusieran en otras excéntricas, dejando al
descubierto, por partes, su dentadura y sus huesos: tal visión tuve de ella, por un instante.
Luego volvimos, sin hablar, en mi camioneta. Se despidió de mí con un suavísimo beso.
Sólo al volver a mi habitación, ya más dueño de mí, bajo la ducha, mientras rememoraba momentos de esa tarde
extraordinaria, acusé recibo de algo que ella había dicho antes de que todo comenzara. Algo que no me
favorecía, ciertamente. Junto al río, en el momento de tomarme la mano ella había murmurado claramente estas
palabras:
“Vivamos hoy pues no nos veremos más”.
Sobrepasado por los sentimientos, había seguido con más interés la modulación de las palabras y el timbre
húmedo de su voz, que su contenido conceptual. De modo que, al develárseme su significación, ya muy luego,
se produjo en mí esa sensación de vacío en el pecho que suele causarnos la súbita percepción de un hecho
grave. Sin embargo, terminé convenciéndome de que era solamente una fórmula, con la cual una mujer bien
educada pretendía salvar lo desdoroso que podría resultar, visto a la distancia, un acto prematuro de entrega
total. A medias conforme con este pensamiento, me retiré a cenar en la mesa más alejada de la terraza del hotel.

Comenzó un período negro para mí.


Como temía, sus palabras resultaron verdaderas. No podía encontrarla por ninguna parte. Sabía que estaba, pero
se me negaba. La buscaba en su casa, algunos días hasta dos o tres veces, pero sólo me hallaba con la patética
máscara de su madre, quien, como un fantasma desde las penumbras me contestaba invariablemente:
-Isidora ha salido, señor.
Los parroquianos comenzaron a mirarme socarronamente pues -pueblo chico-se sabía ya de mi pasión. Y lo que
sustentaba esta burlona suspicacia era que, según me enteré, Isidora había sido vista salir por las tardes en coche
con el ingeniero, mi rival.
Una ingobernable desesperación comenzó a adueñarse de mi espíritu. Yo, que había sido un hombre mesurado
hasta el punto de pasar por frío, por primera vez en mi vida no podía dormir. Una confusa masa de
sentimientos en los que se mixturaban deseos, angustia, despecho y soledad, estaban haciendo de mí
paulatinamente un ser crispado.
Al levantarme una mañana, vi mi rostro en la luna del ropero; y decidí que aquello no podía seguir más. Me
estaba convirtiendo en un guiñapo. Entonces me resolví a montar guardia, por las tardes, frente a su casa, hasta
verla salir. Le iba a exigir que se casara conmigo. Y si no aceptaba, la mataría... y me mataría yo después (hasta
tal punto había llegado mi locura)...
Aquel día fue interminable para mí. Me afeité y acicalé temprano, sin poder evitar hacerme algunos cortes en el
rostro con la navaja. Almorcé en mi pieza. Después caminé, en mi encierro, hasta perder la cuenta de mis pasos.
Por fin llegaron las primeras sombras de la tarde.
Inesperadamente una intensa calma embargó todo mi cuerpo. Como si no fuera yo quien actuara, con una
conciencia exacerbada de mis movimientos tomé lentamente del armario el revólver Smith & Wesson calibre 38
corto y lo ajusté con funda y sobaquera sobre mi pecho izquierdo. Después, me coloqué la chaqueta y salí.
Me puse de guardia tras una pared rocosa, muy cerca de su casa. Como ya mencioné, Isidora vivía en una
antigua construcción, grande y solitaria, en un vallecito aislado entre las sierras... Esto hacía sumamente sencillo
mi trabajo.
Ya había anochecido cuando llegó el reluciente automóvil, modelo del año y se paró frente a la verja. Con el
corazón palpitando en la garganta, vi al joven bajar, golpear apenas, y perderse tras la sombra de la puerta.
Después, salieron los dos. El la llevaba del brazo.
¿Por qué no los maté en aquel instante? ¿Acaso, por una extrema degradación de mi autoestima, me proponía
complacerme con mi sufrimiento y contemplar hasta el final mi propio escarnio? Lo cierto es que los dejé partir.
Tomé mi camioneta y, a prudente distancia, los seguí.
Se internaron en las sinuosidades de los cerros. Con el dolor que atravesaba el corazón de ese hombre que era
yo, pero por un enajenamiento de tipo nervioso a la vez me resultaba extraño, los seguí por el camino que ya
había conocido muy bien.
Vi apagarse los focos traseros del auto a la distancia y me detuve. Por unos largos momentos me quedé
cavilando, inmóvil frente al volante de mi vehículo sin saber qué hacer. Después, bajé, y continué el camino a
pie.
Tras unas nubes espesas y negras, de pronto, apareció la luna.
¿Qué haría? ¿Los mataría a los dos? ¿Me mataría yo?... Con estos febriles pensamientos llegué a la roca que,
algunos días atrás cobijara nuestro amor junto a las aguas. Bruscamente la salté.
Y allí me encontré ante una escena inenarrable.
En el suelo, alumbrado por la luna, yacía el joven ingeniero. Su espalda había quedado sobre una roca, a la altura
del cinto, por lo cual su cabeza colgaba hacia atrás y parecía mirarme. Estaba semidesnudo, con el cuerpo
horriblemente bañado en sangre... y encima de él... aquél extraño ser... oscuro... mezcla de perro y oso...
inclinándose a la altura de su pecho... ¡le comía las carnes!
Me quedé mudo. Por unos segundos, la bestia no reparó en mí, y siguió con su horrible tarea. Saqué el revólver.
Debo de haber hecho algún ruido, porque me vio. Levantó su cabeza hacia mí y pareció asustarse. Cuando la
apunté se me abalanzó y pude ver que sus agudos dientes brillaban como si fueran de fuego... Cerré los ojos y
disparé. Disparé, hasta agotar el tambor.
Sentí que la bestia me dejaba. Al abrir los ojos la vi alejarse renqueando, dejando tras de sí un reguero de sangre.
Cuando miré mi mano casi me desmayé. En vez de ella, había quedado un muñón sanguinolento.
No pude manejar mi camioneta, así que regresé caminando al pueblo. Llegué al amanecer.
El médico de Belén, por precaución, me hizo trasladar a la ciudad de Catamarca, luego de darme los primeros
auxilios y escuchar con paciencia mi increíble relato. No puedo narrar nada del viaje pues, bajo los efectos de un
tranquilizante, me dormí.
Desperté en una blanca habitación del Hospital Regional de Catamarca. Allí me dieron una atención tan
afectuosa, que a los dos días me sentí recuperado. Por lo extraño de mi caso, sin embargo, el director no quiso
dejarme ir sin que pasaran al menos dos semanas. Al día siguiente de internado llegó mi hija, que avisada por
mis hospederos había venido de Rosario. Como me habían trasladado con lo puesto, partió enseguida hacia
Belén para buscar el resto de mi equipaje. Por ella me enteré del resto de esta historia.
El joven ingeniero fue hallado muerto en el lugar que denuncié, con medio cuerpo descarnado. Para no
comprometer a Isidora me había propuesto callar la razón por la que andaba yo en aquellos parajes (aun a riesgo
de convertirme en el principal sospechoso). Pero me enteré con horror que mi hija había presenciado un velorio
y le habían dicho que era el de Isidora. Mucho se murmuraba -según narró mi hija-sobre el modo en que se
había realizado aquel entierro. Nadie sabía decir cómo murió ni en qué momento la habían introducido en el
basto cajón. Por una luneta calada en la tapa podía verse su cara, pálida, cubierta de un velo blanco. Algunos
llegaban a decir que el camino de su casa había amanecido aquel día regado con sangre humana. Pero ante
extraños, todos callaban.
Transido por estos sucesos, sólo fui a Belén, al salir del hospital, para prestar declaración. Mi hija me convenció
de que debía descansar bajo el cuidado de ella y su marido durante una buena temporada. Algún tiempo después
recibí, en Rosario, el sobreseimiento de la causa.
Epílogo

Muchos años después, ya con los cabellos blancos, volví a caminar por aquel valle. La anciana ya no existe. Pero
sobre la ancha laja de entrada ha quedado... (¿o es mi perturbada imaginación que necesita hallar pruebas?) una
mancha, nítida, ennegrecida por el tiempo, que, estoy seguro, es de su sangre.

La Plata, octubre de 1981.

Hijo de poeta

Una humedad de siglos. Paredes que se adivinan pesadas y cubiertas de limo. La inmensa catacumba está
dividida por rejas de barrotes gruesos, más gruesos aún por la capa de óxido áspero que se ha formado encima.
Rejas, que se abren sólo para entrar... o para salir hacia la muerte.
Ahora un resplandor rojizo ha comenzado a filtrarse tenuemente, se oyen, apagados, alaridos lejanos y de vez en
cuando se pueden adivinar por un rápido entrecruzarse de sombras en el ventanuco, los pies de alguien que pasa
corriendo por la calle. Hay un retorcerse de figuras difusas, un movimiento como de gusanos gigantescos que se
arrastraran quejándose; se oyen murmullos breves, apenas humanos, alguna voz lejanamente femenina o
masculina que pronuncia una frase como emparchada en la oscuridad, como si quien la pronunciara estuviera
convencido de que es tarea inútil y se apurara a terminar. Después, de nuevo el silencio.
-Pero, lo que no puedo entender aún, es cómo llegaste a conocerla-urgió el viejo.
-Tienes razón. He comenzado mal mi historia. Para que la entiendas, tendría que haberte contado primero quien
soy yo-dijo Lucrecio, con la voz pausada de uno que ha perdido para siempre los apuros.
-Mi padre-continuó, mi padre solía decir, al ver mi cuerpo abrillantado por el sudor en los ejercicios
gimnásticos, que yo había nacido para la guerra y no para el laúd.
Pero la tradición -y el escaso poderío económico de mi familia-, determinaba que yo debía ser poeta. Un poeta
muy especial, es cierto. Pero un poeta, al fin. Todo mi ingenio y mi gallardía física, debían servir sólo para
granjearme los aplausos de los poderosos durante sus banquetes.
“No estoy desconforme con la vida que he llevado como aedo. Al fin y al cabo resulta una profesión no tan
riesgosa como la de un capitán y muchas veces mejor recompensada. Te aseguro que puedo hablar, con mayor
propiedad que muchos generales del imperio, de sus propias viñas, del fruto de sus huertos y hasta de sus
mujeres. Pocos han sido los lechos ennoblecidos por el poder de la sangre o el dinero que no hayan acogido,
aunque subrepticiamente, a este cuerpo y pocos los secretos de estado que no se hayan deslizado en mis oídos,
susurrados por algún amoroso labio femenino. Mas, como dijo alguno de esos sabios hebreos cuyo nombre no
me acuerdo, cierto es también que “en creciendo el saber crece el dolor”. Las cosas conocidas en mi tan agitada
existencia, a la par que pesadas para mi espíritu, han servido finalmente sólo para precipitarme en el dolor y la
miseria.
“Ella era la esposa de un cónsul plebeyo; de los llamados `tribunos del pueblo’, que por esos tiempos había
conseguido amasar una fortuna inmensa. Era bella.. sobre su frente pequeña caían delicadamente descuidados
algunos mechones del cabello fino, castaño como la miel. Sus labios, entreabiertos permanentemente, eran
como una herida en una fruta roja, húmeda, incitante. Todo su rostro, con un óvalo imperfecto y una nariz
pequeña aunque no bella, producía una sensación entre sensual y adolescente que perturbaba los sentidos. Su
cuerpo era el de una sirena nacarada. Sólo sus ojos, sus ojos verdes, transparentes, tenían algo, un no sé qué de
discordante. En instantes en que ella parecía descuidar su vigilancia despedían un brillo que hería como un
puñal y rápido como él, desaparecía.
“Fue durante un banquete, en palacio del cónsul Licio Escipión, que la conocí. Había asistido el Emperador y la
orgía fue tan memorable que aun hoy hay quienes la recuerdan con nostalgia. En esos tiempos era nota de
excelente tono contar con mis servicios de aedo en toda casa que se preciara de exquisita. Ella no había sacado
sus ojos de mí durante toda la actuación y la vi inclinarse al oído de su viejo esposo antes de que me invitaran a
compartir su mesa. De allí a convertirme en un asiduo de las veladas en su palacio, hubo un paso. No
transcurrió mucho tiempo tampoco antes de que conociera su delicado lecho. El cónsul era un hombre
intensamente ocupado en sus ambiciones políticas y las obligaciones lo llevaban con frecuencia a ausentarse de
su hogar por largos meses. Además -según ella me confió-, no era potente.
“Yo no era su único amante, lo sé. No podría haberlo sido nunca. Como si adivinara que su vida no iba a ser
muy larga, la dominaba una especie de fiebre posesiva, que hacía desfilar por sus recintos perfumados a casi
cuanto varón hermoso se cruzara en su camino. Pero, quizá influida por mi condición de artista, parecía yo ser
el único que gozaba realmente de sus favores. Me colmaba de regalos, gemía entre mis brazos transportada en
largos éxtasis y me confiaba sus más íntimos secretos. Debo reconocer que no había conocido hasta entonces
placeres tan sostenidos a intensos. Creo que la amé.
“Pero la fatalidad es para los hombres como la sombra a los objetos. ¿Y puede acaso alguno librarse de su
sombra?
“Un día tembloroso y gris ella me dijo que había quedado embarazada. El cónsul no quería reconocerlo y estaba
en su derecho: todo el mundo sabía que él no era capaz de dar un hijo a nadie. La vergüenza iba a caer sobre la
casa.
“Anduvo como poseída algunos días; comía poco y casi no dormía. Hasta que de pronto pareció haberse
liberado de sus preocupaciones; una serenidad semejante a la indiferencia despejó su rostro. Yo creo que en
aquel momento decidió mostrarse definitivamente como lo que siempre había sido en el fondo de su corazón:
una mujer ambiciosa, dura como el pedernal y decidida a conseguir sus objetivos personales por encima de
todo.
“Desapareció por quince días (después supe que había ido a Delfos a consultar al oráculo).
-Todo ese asunto de los oráculos es una patraña que sirve solamente para enriquecer a los sacerdotes-
interrumpió el viejo.
-No sé. Lo cierto es que a causa de ese oráculo cambió la historia del imperio.
-Bueno, ¿qué fue lo que le dijo?-preguntó el viejo, ya picado.
-Espera, ¿te conté que ella estuvo una vez a punto de envenenar a su propio padre?
-¡Eso no me interesa! ¡Cuéntame lo que le dijo el oráculo!
-Bien. Si así lo quieres...
“cuando habló por primera vez, el oráculo dijo que haría falta un sacrificio; el del padre del niño. Si esto se
cumplía, auguraba un futuro de gloria para el que estaba por nacer. Pero en vez de una solución, esto fue un
mayor problema. ¿Cómo iba a saber ella quién era el padre? La habían amado tantos...
“El oráculo habló por segunda vez y dijo:
`Aquél que, invitado a cenar a tu palacio, en tomando el licor, cuya fórmula te será entregada por mis monjes, se
formare sobre su cabeza una aureola, es el padre de la criatura’. Y enmudeció. Los monjes, que habían estado
oyendo, la proveyeron del brebaje, no sin apelar a la generosidad de la dama y recibir una abundante
contribución para el santuario.
“Uno a uno fueron desfilando por la mesa de la bella sus amantes. Ninguno recibía sobre sí la aureola. La mujer
ya desesperaba.
“Hasta que una noche -según me enteré después-, estando yo divirtiéndome y jugando a los dados con su
marido el cónsul, nos ofreció el licor, que recuerdo sólo por su extraordinaria exquisitez. Parece que la aureola
se formó inmediatamente. Sólo que de tal manera, que fue a abarcar mi cabeza y la del cónsul...
“¿Qué significaba eso? ¿Que debíamos ser sacrificados los dos? Ella anduvo algunos días meditando sobre este
enigma.
“El cónsul, amaneció un día dormido para siempre sobre su lecho. Se lo enterró con los honores que
correspondían y su viuda se convirtió en una de las mujeres más ricas del imperio.
“Yo imaginé la causa de la muerte del cónsul, pero ignorando que mi vida peligraba igualmente, me hice aún
más íntimo de la rica viuda.
“Nació un varón. Sus ojos y su pelo eran iguales a los míos. Pero sus labios tenían, ya desde la cuna, ese rictus
extraño que lo hacía tan parecido a su madre. (Ahora que conozco la historia entera, me estremezco al pensar en
esos tiempos). Por causas que no tengo bien establecidas, ella decidió en su fuero interno postergar mi ejecución
por algún tiempo.
“Cuando se casó con el emperador -un casamiento que escandalizó a muchos-yo fui el encargado de educar e
iniciar en las artes musicales al pequeño. Creyéndome un agraciado por la fortuna, sin imaginar ni lejanamente el
designio nefasto que sobre mí pesaba, dediqué todos esos años a perfeccionar mi manejo de los instrumentos y
a gozar serenamente los deleites que la corte ofrece.
“Hasta que un día -¡ay, de memoria execrable!-fui apresado y echado aquí donde me ves. Mi alumno era ya un
joven educado; no se precisaba más de mis servicios. Se me dijo, como única respuesta a mis sollozos, que iba a
ser echado a los leones.
“Pero estaba en los códices de los dioses que no se cumpliría esa sentencia. La muerte del emperador postergó
toda otra cosa que no fueran sus fastuosos funerales. Y al poco tiempo, ella misma le siguió los pasos...
¡asesinada por su propio bastardo!
“Como podrás imaginarte, ya encumbrado, él se olvidó de mí. Y aquí me tienes, medrando junto a ustedes en
este infierno tenebroso y frío. Más me valdría que me hubieran devorado los leones!”.
Los hombres callan. Afuera el resplandor ha crecido, hasta convertirse en una potente luz rojiza que llena con
una claridad fantasmal la catacumba. Ya casi no se oyen las corridas, y sólo de cuando en cuando algún alarido
lejano interrumpe ese ruido incesante, como un crepitar de madera bajo el fuego, que no ha dejado de
escucharse ni un momento. El viejo recorre con la mirada los rostros flacos, sucios de horror más que de fango,
que miran fijamente la ventanita desde donde se difunde el resplandor y de pronto se vuelve hacia Lucrecio,
como si se hubiera hecho la luz también en su cerebro:
-Pero... no me dirás que él... que él es...
-Has acertado. El es:
El que tañe la lira, mientras arde Roma.

Sierra Chica, Olavarría, provincia de Buenos Aires, invierno de 1978.


Negro mano chusa

Este mozo que baila


de pie tan fino,
cómo será de churo
pa’ coliar vino.
Copla anónima

Cómo habrán sido de baqueanos los dos, que estuvieron toda la noche, hasta el amanecer y ninguno se pudo
ganar. La gente que se había dormido mirándolos se despertó, los paisanos pusieron las pavas para tomar mate y
ellos seguían zapateando. Siempre con mudanzas nuevas.
Así estuvieron tres días. Hasta que se hizo un hoyo en el lugar y tuvieron que parar, porque estaba brotando
agua del suelo.
Al negro que te cuento le decían Uta y nadie le había podido ganar jamás. Sin el menor esfuerzo y sin mover el
cuerpo de la cintura para arriba hacía mudanzas que te dejaban cruzando los ojos. Era capaz de pasar días
zapateando. Bastaba con que le dieran vino y una tirita de costilla de vez en cuanto.
Era negro en serio. Motoso. Para mejor usaba ropa negra. Ah, pero eso sí, muy pituco, muy arre
glado. Tenía rastra de plata sujetando la bombacha negra, de seda, que terminaba metida cuidadosamente bajo
las botas charoladas, con espuelas haciendo juego. Usaba camisa blanca y encima chaleco negro manga larga. El
facón también era de plata y el sombrero negro. El único toque de color en su cuerpo era un pañuelo colorado
que llevaba anudado al cuello. Ah, y los dientes de oro. Tenía un montón de dientes de oro, que le brillaban
cuando sonreía. O sea casi siempre, porque casi siempre andaba con la risita burlona en la boca. Se ponía serio
solamente cuando peleaba. Y era veloz para el tajo, te lo aseguro.
Era zurdo, no sé si de nacimiento o por necesidad, pues la mano derecha la tenía seca. Muy pocas veces la había
mostrado y menos si había mujeres; la llevaba siempre envuelta en un pañuelo negro. Pero yo se la vi una vez.
Era algo muy feo de ver. Como una rama seca, del codo para abajo era como una rama seca y podrida,
terminada en tres dedos pequeñitos, sarmentosos. No sé por qué uno no podía mirar ese muñón sin que le
dieran ganas de vomitar.
-Con esta manito l’hei pegao a la Virgen-decía el negro y largaba la risita. Es que el negro Uta había estado en la
salamanca.

Dice que en la puerta de la salamanca hay un diablo vestido de paisano, montando guardia. Está sentado sobre
una piedra, haciéndose el que trenza un lazo para rebenque, pero siempre espiando para ver quién viene.
-Buenas, paisano-saludó el Uta.
-Buenas-contestó el otro.
Y se quedaron mirándose, Uta sin saber qué decir, porque él ya maliciaba que el otro era un diablo (a quien iba a
joder que iba a estar ahí, trenzando un rebenque, solo en medio del desierto, si no era un diablo). Pero no sabía
qué decir. Se bajó del caballo y se acercó.
-Qué lo trae por estos pagos, amigazo-dijo el otro.
-Ando buscando la salamanca-contestó el Uta, decidido.
Y el otro se rió:
-¡Y quién le ha dicho que la salamanca está por aquí!...
-Me lo han dicho de buena fuente-dijo el Uta sin reírse. Y agregó: -Y me corto un güevo si usted no es un
diablo.
El otro se quedó mirándolo con sus ojitos de lagartija y masculló entre dientes:
-Me parece que le hecho mal el sol al mocito.
Pero algo debe haber visto en el Uta, porque enseguida le preguntó:
-¿Y se puede saber, si no es indiscreción, para qué quiere encontrar la salamanca?
-Quiero hacer un pacto con Mandinga-contestó el Uta.
-¿Y qué clase de pacto, si se puede saber?...
-Menos pregunta Dios y perdona-dijo el Uta, pero se arrepintió enseguida, porque la cara del otro se puso
verde, se le arrugó y el tipo rodó por el suelo atacado por convulsiones como de epiléptico.
-¡Epa, qué le pasa amigo!-decía el Uta mientras le ayudaba a chuñar golpeándole la espalda.
-¡No menciones más ese nombre aquí!-jadeaba el otro-, ¡ese nombre es prohibido! Cuando volvió
completamente en sí, el diablo le explicó que para poder entrar a la salamanca tendría que insultar y escupirle en
la cara a un muñeco y abofetear a una muñeca que iba a encontrar en la puerta de la cueva.
El muñeco era Jesucristo y la muñeca la Virgen María. Estaban tan bien hechos, que parecían vivos.
Uta le escupió en la cara a Jesús y le dio una tremenda cachetada a la Virgen María.
Y entró.

Era un hueco en el suelo, escondido detrás de unos jumeales. Se bajaba por una escalera de piedra, hasta una
especie de descanso, donde comenzaba el túnel.
Al pie de la escalera lo estaba esperando el Manchachicoj. Era un enano cabezón, vestido de frac y galera.
-¿Así que vos sos el que quiere hablar con Mandinga?-le dijo.
-Ahá-contestó el Uta.
-Vamos a ver si llegas.
Y le explicó que para poder hablar con Mandinga primero tenía que pasar cinco pruebas. Uta dijo que estaba
dispuesto y el Manchachicoj lo llevó por un túnel lleno de enredaderas negras, hasta un pozo.
-Tienes que saltar este pocito-le dijo. El pozo tenía unos dos metros y medio de ancho.
-¡Guah! ¿Esito nomás es?-dijo el Uta y se dispuso a saltar.
Pegó el brinco seguro de que llegaría al otro lado. Pero cuando estaba en el aire una garra se aferró a su pie y lo
zambulló en el pozo.
En el acto una horda de bichos que parecían humanos pero tenían colas y garras de animales se le echó encima
chillando, tratando de hundirlo en el líquido negro, como petróleo, donde chapoteaban. Menos mal que el Uta
se acordó de sacar el facón y empezó a revolear hachazos a diestra y siniestra porque los bicharracos ya lo tenían
mal. Le cortó la cabeza a uno, le abrió la barriga a otro y ya no les gustó nada. Comenzaron a recular, y de
pronto se zambulleron en el aceite y desaparecieron. El Uta se quedó solo, con el facón en la mano y la ropa
enchastrada, metido hasta la cintura en aquel líquido oscuro.
El Manchachicoj se desternillaba de risa en la orilla del pozo. Le tiró una escalera de soga y el Uta subió.

Tuvieron que atravesar un largo pasillo bordeado de árboles. Estaba oscuro y en las ramas de los árboles, en las
paredes y por donde uno posara la vista podían verse millones de serpientes, boas y pitones, cobras, yararás y de
la cruz, grandes y pequeñas, que se retorcían, reptaban, subían y bajaban silbando y enseñando los dientes, en un
espectáculo alucinante.
Uta se quedó duro en la puerta, sin poder hablar ni mover los pies.
-No tengas miedo-le dijo el Manchachicoj -, lo peor que hay es tenerles miedo. Vení, vamos a pasar. Pero que
no se den cuenta de que les tienes miedo, porque ahí sí que vas a sonar. Hagan lo que hagan, vos quedate
tranquilo.
Las víboras se apartaban amenazantes al paso de los intrusos y había que poner el pie con un cuidado bárbaro
para no pisarlas. Se le subían al Uta por la pierna, se le metían por la bragueta y le salían por un agujero que
tenía en el bolsillo. Se le enrollaban en el cuello, le metían la cola en la nariz y en la oreja, pero el Uta ni se
mosqueaba. Así llegaron al final del pasillo, donde les esperaba la segunda prueba.
Tenía que subir hasta la punta de un eucalipto como de seis metros y largarse de allá en las aguas de un
estanque.
Se sacó la ropa y subió.
De arriba se veía chiquitito el estanque, pero no lo pensó mucho, porque si uno piensa mucho las cosas, al final
no las hace, y se largó. Cuando venía en el aire se dio cuenta de que el estanque ya no estaba más; en su lugar se
alzaban unas piedras puntiagudas como cuchillos.
“Bueno, alguna vez hay que morir”, pensó el Uta; “lo único que siento es no haberla podido voltear nunca a la
Jacinta”. Y cerró los ojos.
No sintió nada.
Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el suelo, con el Manchachicoj que se encorvaba de risa a su lado.
-Te has salvado porque no has tenido miedo-le dijo el Manchachicoj-. Si te hubieras asustado, a esta hora estás
destripado... ¡Ji, ji, ji!...

Pasaron por un túnel tapizado de arañas pollito. Al final del túnel, había una mujer hermosa, rubia, vestida sólo
con una túnica transparente a través de la cual se percibían como en un sueño sus formas perfectas. Estaba
sentada en un gran sillón de vidrio, rodeada de perros negros, inmensos. Un perro peludo metía la cabeza por
debajo del vestido en medio de sus piernas, y le lamía las partes y ella se reía.
-Es la Reina de las Almamulas-explicó el enano. Entonces el Uta se dio cuenta de que los dientes de la mujer
brillaban como el fuego.
-¿Ves esas mujeres?-preguntó el Manchachicoj-. Tienes que besarles la cola una por una. ¿Te animas?
-Cómo no-dijo el Uta. Eran viejas, gordas y roñosas, pero no era cuestión de volverse atrás a esta altura del
partido.
Cuando oyeron eso, las viejas se pusieron muy sumisas, en fila, se agacharon y se alzaron las polleras hasta la
cintura.
Se levantó un olor a pescado muerto.
El Uta contempló horrorizado esas nalgas grasosas, los rollos en las piernas que temblaban como un flan y las
matas oscuras de pelos cochambrosos que asomaban por entre los glúteos.
-Bien en el medio-oyó que le decía el enano y comenzó.
Eran como cuarenta. Cuando besó a la primera, sintió que le lanzaba un chorro de orina como ácido en la cara.
Consternado, lo miró al Manchachicoj.
-Seguí-le dijo éste. Se reía a carcajadas.
Chorreándole la orina por la cara, con la camisa húmeda y hedionda, llegó a la última, por fin. Esta prueba fue
muy dura para el Uta.
6

Cuarta prueba. Un diablo peludo, con patas de toro y astas de carnero viejo tenía que violarlo.
Protestó el Uta:
-¡Eso sí que no lo acecto!
-Bueno, como quieras-replicó el Manchachicoj-. Pero vas a perder todo lo que has ganado hasta el momento.
Una lástima. Porque te vas a convertir en un desgraciado. Con los de arriba ya has quedado mal hace rato. Y
ahora que estabas a un pasito de ganarte a los de abajo, te arrepientes. No te van a querer ni los perros cuando
vuelvas.
Se quejaba el Uta:
-¡Pero es mucho lo que me pides!
-¡Bah!-decía con voz melosa el Manchachicoj-¡algunos lo hacen gratis en tu tierra! ¡A vos, después de estas
pruebas te esperan el poder y la gloria! ¡Solamente un tonto puede hacerse problema por una cosa tan pequeña!
Además, aparte de vos y yo, ¿quién se va a enterar?
El Uta lo pensó detenidamente. Luego preguntó:
-¿Seguro que no me va a doler mucho?
-¡Nooo!-contestó el enano.
Pero dice que le dolió bastante.

A lo lejos destellaba deslumbrante el trono de Mandinga. Sobre la cima del monte, se levantaba el pedestal
amplísimo. El trono se destacaba, en el centro, alucinante de oropeles y pedrería. A su alrededor, trajinaban
como hormigas los servidores, jóvenes de movimientos tan armoniosos que parecían bailarines. Doncellas
bellísimas, cuyos cuerpos turbadores se insinuaban bajo los vestidos transparentes, servían, en bandejas
chispeantes, manjares y bebidas variadísimas al Rey de los Infiernos.
Sobre las laderas de la colina se habían tallado largas escalinatas y unos seres, que a la primera mirada desde la
distancia parecían algún extraño tipo de reptiles, ascendían dificultosamente, parándose de tanto en tanto a
descansar de sus desfallecimientos. Eran hombres. Hombres y mujeres, viejos, desnudos, con la piel arrugada y
los rollos de grasa colgando de sus vientres, sus muslos y sus nalgas, babeándose y jadeando, mirando con ojos
vacíos algún lugar fijo e inexistente.
A la derecha del monte, se elevaba una ciudad como el Uta nunca volvió a ver. Las alturas de sus edificios se
esfumaban entre las nubes. Se advertían titilando en la semioscuridad del atardecer millones de luces, de carteles
de colores, que prendían y apagaban, prendían y apagaban. Flotaba en el aire de la ciudad un humo negro, de
millones de cigarros, que estarían siendo fuma
dos por millones de bocas; de millones de máquinas complejas que funcionaban al unísono; y el rumor de
millones de hombres y mujeres que trajinarían, día y noche, en la ciudad, en la gran ciudad, en la ciudad feliz,
adonde era posible encontrar cualquier objeto que uno pudiera imaginar, y aun alguno inimaginable. Y cualquier
pecado. Pero el pecado es dulce, ya se sabe.
Sobre el lado izquierdo, una gran pista de baile. Mozos y chinitas jóvenes, vestidos a la criolla pero con un
despliegue de perlas y sedas enceguecedor, bailaban un gran Pericón. Inmediatamente seguía otra pista, y otro
grupo, más numeroso aun, de jovenes no menos bellos, practicaban la Chacarera. Relumbraban las espuelas
reflejando la luz como un espejo y en las mediavueltas las polleras de las chinitas dejaban, por un segundo, el
espejismo de sus formas parpadeando en el cerebro. Sobre un terraplén, elevado unos cincuenta centímetros
por encima del nivel de los demás, estaban lo zapateadores. Vestidos todos de negro, danzaban la monotonía de
su danza con movimientos medidos, con gravedad de rito, el rostro serio, majestuoso, la mirada ensimismada,
bajo el rítmico golpetear del bombo. Cada sector tenía su orquesta. Los del Pericón, piano, violín, arpa y
contrabajo y los músicos de frac. Los de la Chacarera, guitarra, bombo, violín y acordeón, los músicos con
hermosos trajes de paisanos. Un viejecito, del que si no hubiera sido por el movimiento activísimo de sus manos
se hubiese pensado que era una estatua, se encorvaba sobre el bombo, marcando el ritmo del malambo. Un
negro alto y delgado lo acompañaba con guitarra.
Alrededor de los escenarios, por caminos preciosamente dibujados entre jardines y arboledas hormigueaba el
público: un público selecto, entre el que podía hallarse al mismo tiempo el refinamiento más exquisito en los
modales y los vestidos más ricos y variados que mente humana pudiera imaginar.
En los claros del parque, mesas anchas y maravillosamente provistas sostenían los manjares más exóticos. Una
hilera de ciervos dorados al vino, con racimos de uvas rojas bajo las orejas, estaban siendo prolijamente
trozados por caballeros de blanco y consumidos por rozagantes comensales que reflejaban en sus rostros
colorados todo el placer y la tranquilidad posibles... Hermosas mujeres nórdicas con los pechos desnudos los
servían, recibiendo de vez en cuando y entre risitas una caricia o un mordisco.
A lo lejos, un extraño cortejo compuesto por hieráticos personajes de pelucas empolvadas y trajes de púrpura
barrocamente bordados en oro, sentados sobre literas transportadas por rubios esclavos de librea, ascendía con
lentitud exasperante una pequeña colina. Cuando llegaban a la cima, volvían a bajar de la misma forma, para
después subir de nuevo; así hasta el infinito.
Entre las hojarascas del vergel parejas de amantes copulaban febrilmente al ritmo de las músicas.
Nubes de colores calidoscópicos iluminaban con reflejos fantasmales la gigantesca escena.
Un raro lago de aguas ocres separaba al Uta y Manchachicoj de la Ciudad y sus placeres.
-Esta es la última prueba-dijo el Manchachicoj-: cruzar al otro lado.
Ya no sonreía. Se quedó mirándolo, anhelante, como si esperara que el Uta protestara o dijera algo. Del lago se
levantaba un hedor de mil cadáveres.
Despaciosamente el Uta se sacó la ropa.
-¿Qué es eso?-preguntó señalando el lago.
-Mierda.
En la otra orilla apareció una banda de música compuesta por muchachas desnudas con flores en sus cabellos.
Podía advertirse el temblor de las hermosas nalgas de la directora a cada movimiento de batuta; ella, como si
hubiese adivinado que el Uta la estaba mirando, se dio vuelta y le sonrió.
La música que tocaban era tan sensual que erizaba la piel.
El Uta se largó. El excremento, espeso, lo tragó como una ciénaga, pero él comenzó a nadar. El olor era casi
insoportable. Una sensación de asco incontenible lo acometió y comenzó a vomitar. Pero se recuperó y siguió
nadando. El horrible elemento se pegaba a su piel y le hacía dificilísimo el braceo. Cada vez que disminuía el
ritmo amenazaba hundirse y la mierda le manchaba el cuello, los cabellos... Convencido de que ya había hecho
la mayor parte del trayecto, levantó la cabeza para tomar resuello. Casi gritó al comprobar que apenas había
avanzado unos tres metros. Desde arriba de su trono de brillantes Mandinga contemplaba divertido esta escena.
Las muchachas de la orquesta acompañaban el ritmo de la música con suaves movimientos, que descubrían en
rápidas visiones por entre los instrumentos las partecitas más adorables de sus cuerpos. El Uta siguió nadando,
enardecido. De pronto sintió un dolor y un tirón en los testículos y se hundió. Algo, algún bicho se le había
colgado de allí y lo arrastraba hacia el fondo. Luchó, desesperado, pero el monstruo era demasiado fuerte.
Comenzó a faltarle el aire y el asqueroso elemento se le metió por la nariz y por la boca cuando trató de respirar.
Estaba ciego. Las venas de las sienes le latían como un bombo bagualero. Iba a morir. Iba a morir. Estallidos
rojos en su cabeza le anunciaron que los pulmones estaban a punto de reventar. Iba a pedirle ayuda a Tata Dios,
pero se acordó que no podía. Hizo un esfuerzo desesperado; con la cabeza ya por explotar se sacudió la garra
que lo atenazaba.
Y sorpresivamente se sintió libre. Casi desvanecido, sintió que emergía. Levantó los brazos y se sacó a
manotazos la mierda de la boca y los ojos. Respiró. Chapaleando para no hundirse, respiró. En la orilla la
muchacha rubia que dirigía la orquesta volvió a sonreírle. Los movimientos de las que tocaban los instrumentos
se habían vueltos eróticos en un grado exacerbante.
Pero el Uta se rindió. No quiso seguir más y emprendió el regreso.
Maltrecho, arañado y lleno de sangre, con los testículos ardiéndole y el cuerpo desnudo embarrado de arriba a
abajo en mierda, cayo, agotado, a los pies del Manchachicoj.
El enano estaba sombrío.
La música se había apagado.
El Uta volvió la cabeza a tiempo para ver las espaldas de las mujeres que se retiraban con paso aburrido hacia la
Ciudad.
A lo lejos, titilaba la Ciudad. Ruidos de motores, atenuados, llegaban hasta el lago. Carteles, que prendían y
apagaban formaban dibujos multicolores en el cielo ceniciento. En lo alto de su trono, Mandinga estaba ya
entretenido en quién sabe qué cosa que sucedía en otra parte. Hermoso, como esos actores de los gringos,
presidía aquel reino de estructuras infalibles y placeres inagotables.
-Has fracasado-dijo el enano.
-¡Dame otra oportunidar!-gimió el Uta.
Sonrió el Manchachicoj. Pero ya no con la sonrisa de antes. Esta era apenas una mueca triste.
-Vas a recibir el don del baile. Es lo único que te puedo dar para que te defiendas en la Ciudad.
¿La Ciudad? ¿Me van a dejar entrar en la Ciudad?-jadeó el Uta.
No contestó el enano y un fogonazo que pareció estallar en su cerebro lo dejó ciego al Uta por un rato. Cuando
abrió los ojos, se encontró de nuevo en el desierto. El caballo mordisqueaba unos yuyos secos, atado por las
riendas en las ramas de un vinal.
No había nadie alrededor.
Por un momento Uta creyó que había soñado. Pero se miró la mano y vio que la tenía como si se le hubiera
achicharrado.
-¡Con esta manito l’hei pegao a la Virgen!-sabía decir el Uta, cuando le preguntaban.

Córdoba, 3 de abril de 1980.

El Monte de Animas

Armónicas voces de guitarra habían sonado en la oración. Los ranchos, aquí y allá, alejados, deshilachándose en
las sombras.
Y Otumpa anda perdido en el monte.
Perdido y solo, camina sobre las ramas, bajo un cielo de algarrobos, sombrío Otumpa.
Los quimiles lo agarran y el puma ronda, los ojos entre los árboles, como fuegos, como dentellada. La tierra
enmudece. Sólo se oyen los pasos. La noche eterna.
En la oscuridad han comenzado a levantarse los condenados, los aborígenes que han lamido la bota de los
opresores, los que se arrodillaron y hoy trasiegan penando su propia tierra.
Otumpa camina entre los muertos. Las quishka lo arañan y el ánima de Segundo Coria no lo deja. Lo roza, lo
alcanza, se le adelanta, le susurra:
-Otumpa, no me olvides.
A esa hora se levantan los cristianos que han violado el alma de la tierra (caballos han venido, hombrecabayo, para asolar mi
destino; sangre, fuego, destrucción, fuego del cielo, corriendo, derramándose en la tierra del Huasán; ya no canta más Padre Yaam;
ya no canta más Padre Tonocote, Padre Jurí; en una cruz de fuego la han levantado, la han levantado en llamas a la Orco
Maman; Padre Sacháyoj, dónde están tus árboles, dónde las frescas flores que humedecían la piernas del jurí; nada nos queda,
llegan caballos, hombrecabayo, sangre, fuego, destrucción, hojas de acero, dientes de león, llanto y luto, dolor, desolación; arden los
cielos, hierven los ríos, cerros y montes son un fulgor; trueno del cielo nos castigó; ¡ay de mi tierra, pobres mis hijos!, hombrecabayo ia
los juzgó; y mis mujeres, que io quería, abren sus vientres a los infieles, lloran su ruina, bajo las risas del invasor; ¡oh Abuelo del
Monte, oh Gran Abuelo de los Esteros, dame la muerte, dame el olvido, haceme árbol, Abuelo Dios!). A esa hora se levantan los
cristianos que han matado a los hijos de la tierra, que han carcajeado violando a sus mujeres, que han devastado el suelo del árbol.
Godos, ingleses, criollos; hombres sin Dios.
Se habían oído ecos de voces lejanas. Y Otumpa no tenía ni una caja para espantar las ánimas. Andaba solo, sin
rosario ni Cruz ni nada.
Otumpa rezaba:
Reina del Cielo
Madre de Dios
Prenda adorada
de nuestro amor.
Dame consuelo,
ten compasión,
que no se apague
mi pobre voz.
A esa hora se levantan las ánimas: los indios viejos lo perseguían a Otumpa, llorando, agarrándolo; como de
humo eran sus greñas largas, las uñas con pedazos de piel.
Y Segundo Coria tras de él.
-Me has matado mal -le decía, compadre, por la espalda. Yo estaba sin confesar. Y ahora ni me rezas un Salve.
-Yo no hei tenido la culpa -gritaba Otumpa-de tu malnacer... Yo no hei tenido la culpa. Dejame Segundo, ¿no
ves que ando perdido?...
El puma ronda.
-Dejame, dejame Segundo... el cuerpo me arde y tengo el alma turbia. ¿Qué no ves cómo ando penando?
Y Segundo callaba. Pero volvían los algarrobos (Padre del Monte, me has hecho árbol: ¿cuándo termina este dolor? Padre
Sacháyoj, te han derrotado, hachas golpean; sangre del bosque, sangre y sudor, máquinas grandes, fuego del cielo, luto y desierto,
pena en la tierra del leñador, hacha y fuego, hacha, hacha, ¡tierra de dolor!). Los algarrobos extendían los brazos, le
envolvían el cuerpo, le rompían las ropas y eran serpientes que le asfixiaban. Y los sitkis, con sus estiletes que
laceraban las piernas; se tocaba la cara y retiraba las manos llenas de su sangre. Quería llorar Otumpa, pero no
podía.
Entonces vio a la Facunda Coria y le hirieron más sus lágrimas que el zarpazo del uturunco que había caído
como un grito al corazón.
El monte era una loca salamanca. Danza afiebrada, giraban los gigantes de humo; blancos enjaezados, blancos
con mantos negros, indios ancianos de largo pelo. Y mujeres con trenzas blancas, sin dentaduras, gritando al
cielo... Todo giraba.
Ya ningún bicho se estaba quieto.
Las retamas aullaban, el viento se encarnizaba en la piel, la noche tragaba los recuerdos.
Todo giraba.
Un relámpago en la sien; de nuevo el trueno. Un relámpago en la sien; dientes de fuego. Quiso morir Otumpa y
no lloró.
Creyó caer.
Pero al fin pudo salir del monte. Pisó la tierra, dura y amarilla. Voces de guitarra, profundas, escuchó. En
brumas vio el rostro de su padre, imponente, erecto, delante de él. Después, Otumpa descansó.

Una tarde apagada de invierno, un hombre joven vino a caer a los pies de mi abuelo que, parado en el patio de
tierra, miraba el horizonte. Era Otumpa. Tenía el cuerpo lacerado, la camisa en jirones, con gotas de sangre.
Pareció sollozar antes de caer. Mi abuelo sin inmutarse llamó a un entenado para que lo llevara adentro y lo
curara con alcohol. Yo, que era un niño, contemplaba la escena asombrado. Otumpa había caminado toda la
noche por el monte. Se había extraviado. Era epiléptico y en su extravío le habían dado ataques. Se decía que
Otumpa era hijo de mi abuelo, no reconocido. Poco tiempo después de aquello, Otumpa murió. O, por lo
menos, sé que lo enterraron.

Vocabulario

Quimiles: plantas cactáceas de zonas áridas.


Quishkas: espinas.
Huasán: miembro de la comunidad aborigen de los Huasanes.
Yaam: hombre, en el sentido generalizante.
Jurí: de la comunidad aborigen de los Juríes.
Orco Maman: figura femenina mitológica, que custodiaba las riquezas minerales de los cerros.
Sacháyoj: anciano mitológico; impedía la tala indiscriminada de los bosques.
Sitkis: plantas cactáceas.
Uturunco: tigre.
Las voces usadas tienen origen quichua, huarpe y chiriguano.

La mutación de un luchador

El lugar posee una estructura extraplanetaria. Se distingue bajo la cúpula algo que parece la cámara de
experimentación de un laboratorio médico. Soy llevado hacia allí con argumentos que no comprendo pero me
arrastran irremediablemente, por el murmullo subliminal de seres ocultos. Me acompañan dos individuos a
quienes, si bien no conozco, tengo la intuición de que puedo recurrir cuando se intensifique el peligro. A
medida que voy llegando al recinto tubular (una pequeña celda muy alta, de paredes redondeadas, lindante y
comunicada con otro local más bajo, de forma rectangular y alargado), a medida que voy llegando me doy
cuenta de que en la lucha que se avecina, tendrá un rol preponderante el factor de la voluntad de poder.
Comprendo que si consigo dominar con mi voluntad a los hombres que me acompañan (que por otra parte
parecen indefinidos, fluctuantes entre la voluntad invisible que gobierna aquello y la mía) si consigo penetrar su
psiquis, los acompañantes se volcarán a mi causa. Este debe ser el primer paso -pienso-.
Sé también que en aquel lugar se realizan extrañas inoculaciones que, por lo general, provocan la muerte o
monstruosas mutaciones en los desdichados cobayos humanos utilizados. A mí me llevan hacia allí.
Pero mi voluntad triunfa justamente en el momento en que van a inyectarme. Con la ayuda de mis compañeros,
reduzco al enfermero y me apropio de la jeringa de acero con el veneno.
Aparece un individuo, vestido con ropas ajustadas y brillantes, del tipo de Flash Gordon; sus rasgos son
excesivamente refinados; hay en él una rara mezcla de hombre y mujer. En el acto comprendo que aquel
andrógino entraña un serio peligro para mí; aunque no deseo matar, sé que debo hacerlo. Con la inapreciable
ayuda de mis compañeros lo apresamos y yo le aplico la inyección.
El hombre comprende su situación y se deja yacer. Me siento tan deprimido, por estar quitando la vida a otro
ser humano... de repente, en una rápida reacción el individuo arrebata la jeringa de mis manos y trata de
inyectarme. No lo consigue: volvemos a inmovilizarlo rápidamente. Pero en su forcejeo me ha producido un
rasguño en el rostro que me preocupa. Tomo la jeringa vacía y la tiro hacia atrás, intentando dejar de lado mis
preocupaciones: “un simple rasguño”, pienso, “no bastará para producirme consecuencias”. Mientras tanto, el
individuo fallece.
Se oyen movimientos de tropas convencionales afuera. Con mis compañeros tratamos de encontrar algún
camino hacia la libertad. Se oyen gritos; están torturando a alguien. Aunque no lo confieso, tengo miedo. Me
doy cuenta de que no hay salida. Estamos, por todas partes, rodeados. No los vemos, pero se escucha el ruido
de los tanques de guerra y los borceguíes. Los gritos y los golpeteos de botas se acrecienta. Se han dado cuenta
de nuestro escape. Propongo a mis compañeros que nos separemos. Tal vez consigamos huir individualmente.
Después de recorrer pasillos de acero sin ningún fruto, me encierro en un baño, desfalleciente. Me siento sin
ánimo de seguir luchando. Y los gritos aumentan.
Accidentalmente, me miro en el espejo y me horrorizo... He cambiado. Mi rostro ya no es el mío. Me han
crecido orejas como de gato y la piel se me ha cubierto de una tupida pelambre blanca. No tengo nariz sino
hocico y una estúpida expresión de tristeza se ha apropiado de mis ojos, antes oscuros y firmes. Pienso: ¡la
inyección!
En ese momento, con fragor entra violentamente en mi escondite una patrulla de soldados. Quedamos en
suspenso, ellos sorprendidos de encontrarme y yo de su presencia. Después, el oficial que los conduce se
adelante y me abraza. Tiene los rasgos de su rostro parecidos a los que yo tengo ahora. Dejando solos a los
soldados humanos, nos vamos a tomar un cafecito al casino de oficiales.

Travesía breve

La bicicleta que montábamos con Alejandro volaba. Hacía falta pedalear fuerte y el motor arrancaba. Tenía
extensas alas de lona y madera y dos asientos enfilados: yo iba adelante manejando y Alejandro atrás. Pienso que
así serían los antiguos saurios voladores, veloces en el aire y en el suelo torpes como los patos.
La bicicleta arrancó y comenzamos a volar. Pasábamos por encima de los campos, dorados, exuberantes de
mieses y algodón; volábamos a baja altura, apenas por sobre las casas, que se habían empequeñecido.
El sol del atardecer quedó a nuestras espaldas. Pero perdimos vuelo. Nos posamos en una calle ancha sin
pavimento, flanqueada por casas bajas, sin pintar, de revoque grueso. Desde las veredas la gente nos miraba. El
velocípedo volador se elevaba un poco y volvía a caer, bamboleándose hacia uno y otro lado por el excesivo
peso de las alas. Por más que pedaleábamos con Alejandro no lográbamos elevarlo más que a unos pocos
metros del suelo.
Yo manejaba. Llegamos al final de la calle, en donde había un extenso campo más o menos circular, árido, con
piso de tierra seca y unos pocos árboles. Allí se había congregado una multitud de chicos, chicas y muchachos,
muy jóvenes, posiblemente universitarios. Manifestaban voceando y caminando en forma circular, sosteniendo
en alto grandes carteles. Los carteles decían: viva el barrio Autonomía.
Comprendí que por la velocidad que llevábamos no íbamos a poder parar, los íbamos a atropellar, entonces los
comencé a advertir a gritos. Con la lentitud propia de una muchedumbre, comenzaron a abrirse y nos dejaron
paso; así que pasamos por en medio de la manifestación.
Ahora, como no había salida enfrente, sino la calle terminaba en ese campo circular cercado por casas en todo
su perímetro, debíamos fatalmente regresar por allí. Hicimos una gigantesca circunvolución, pero al fin nuestras
alas estuvieron encaminadas de nuevo y a toda velocidad, hacia la manifestación. Esta vez no hubo tiempo de
apartarse. Para peor, ya encima de los jóvenes, una de las alas del velocípedo cobró fuego. Pasamos por entre
los jóvenes, que corrían y saltaban desordenadamente para salvarse. Aprovecho para rozar con mis piernas y
mis brazos -íbamos en short-a algunas bellas muchachas que discurrían en minifalda. Varios carteles se
incendiaron también, al contacto con nuestro biciavión encendido.
Nuevamente pasamos en medio de los adolescentes, esta vez de un modo más divertido. Al fin nuestro
biciavión se detuvo en la mitad de la calle, por su propio peso. Lo revisamos con Alejandro y comprobamos
que le sería difícil volar. Deliberamos unos minutos, nos preocupaba no poder volar, Alejandro debía celebrar
una misa en un lugar lejano. Al fin decidimos dejar allí abandonado el aparato.
Acompañé a Alejandro hasta su capilla, asistí al sacrificio y luego continué mi camino, solo.
Me interné en un barrio de calles muy angostas, pavimentadas, un barrio de casas nuevas, por lo general de dos
plantas y bastante grandes. Era el atardecer de un día primaveral. En el pequeño jardín de una de las casas, sobre
la verja de lajas, se hallaba sentada, tomando con sus manos entrecruzadas una de sus rodillas, una muchachita
de unos quince años, de piernas blancas y ojos transparentes. Llevaba mocasines rojos en sus pequeños pies. Me
detuve a contemplarla unos momentos y luego toqué el timbre en la casa de al lado.
Era una casa de lajas, de dos pisos también. Atendió Manrique*. Me saludó sonriente y me invitó a pasar. Nos
sentamos en sendos sillones, en una sala con paredes profusamente adornadas de cuadros y pergaminos. Una
muchacha con delantal rosa y celeste nos sirvió wishky.
Y allí nos quedamos, conversando con Paco Manrique *, en la suave penumbra del atardecer, tras los cristales.

* Capitán de Navío Francisco Manrique. Golpista en 1955, funcionario de la dictadura militar del general
Lanusse (1970-1973).
Incidente nocturno

He salido con mi amigo Carlos Sánchez y regresamos de madrugada. Las calles están desiertas. Tenemos cita
con unas chicas luego, pero debemos regresar antes a casa para cambiarnos de ropa y sacar efectivo.
Atravesamos las calles en medio de la noche, que está nublada y difunde un claror verdoliváceo por sobre los
edificios.
Nos encontramos con una muchacha de rostro preocupado, que nos detiene y nos dice: “Hay un niño enfermo
en vuestra casa”. Vamos hacia allá, preocupados ahora también nosotros y un agente de policía nos dice al llegar
que está en el subsuelo. Bajamos. Hallamos -en su pulcra cama con sábanas verdes-a Guillaume de Saint-
Thierry. El sostiene entre sus brazos, sobre la cama de patas cortas y sábanas verdes, a un niño negro. El niño
está muy flaco y tiene la espalda cubierta por multitud de granos purulentos. Siento que me da un vuelco el
corazón, pues sé muy bien que esa enfermedad es gravísima.
Me propongo encontrar un médico inmediatamente para salvar la vida al niño. Tira de mí interiormente la cita
concertada con las mujeres, pero me impongo ocuparme de la salud del niño ante todo. Salgo a la calle, un poco
desorientado pues no sé a qué médico acudir, a esa hora. Hay un muchacho de anteojos oscuros, con chaqueta
rosada y peinado punk, que camina en sentido contrario al policía por la vereda. Me mira, como si hubiera
estado esperando encontrarme:
-¿Usted es médico?-le pregunto.
-Sí. Acabo de egresar de la facultad-me contesta.
Entonces le detallo las características de la enfermedad del niño y le pido que diagnostique. Así lo hace y me
receta unos remedios. Entonces, le solicito el dinero para comprar los remedios pues no tengo ni un peso. Un
poco avergonzado, el muchacho saca algún dinerito del bolsillo y me lo ofrece, con la mano extendida.
-¿Hay una farmacia en la esquina, no?-le pregunto.
-Así es-me contesta.
-Entonces, por favor, vaya usted a comprar los remedios -le digo-, pues mi amigo Carlos Sánchez se ha
desmayado y a Saint-Thierry no se lo puede molestar: de tal modo soy el único que puede quedarse a cuidar al
chico.
El muchacho obedece y yo bajo al sótano nuevamente. Después, todo desaparece, y yo también.

El griego

Era un hombre solitario que caminaba por una extensión extrañamente pelada, atravesada por rayas paralelas
que parecían juntarse en el horizonte sobre el suelo ocre. Se abría un cielo inexistente, como un gran espacio
vacío. Era un hombre joven, iba semidesnudo; debía de haber sido un asirio, pues llevaba el vestido breve de
aquellos pueblos y una espada corta al cinto. Caminaba lentamente, concentrado en la búsqueda que acometía.
Al llegar a un lugar del campo, comenzaron a aparecer, esparcidos en el suelo, almanaques. Levantó uno y lo
miró: eran almanaques pequeños y bien impresos con números arábigos. Sus hojas estaban prolijamente
plastificadas, cada hoja contenía los días de un mes, con los feriados en rojo; las tapas, de plástico grueso,
formaban un pequeño libro azul y brillante.
Emprendió el regreso, con su trofeo. Era tan consciente de cada instante que la soledad del campo y su
unicidad, el objeto que llevaba entre las ropas, la espada y sus sandalias, todo concurría de una manera
extraordinariamente sensible a la escena que vivía. Es una forma de conciencia que consiste en sentir todas las
sensaciones de la manera más intensa y al mismo tiempo no sentir, colocarse mentalmente en algún lugar
alejado, a lo lejos o arriba y desde allí contemplarse. A la vez, se trata de una vivencia de carácter tan interior,
que el hombre que la practica produce una impresión exterior de indiferencia o distracción.
Caminaba, entonces, de regreso con su trofeo. Con él llegó a un palacio de piedra con columnas gruesas en el
pórtico, donde lo esperaba un grupo más o menos numeroso de personas. Eran todos semitas. Sobre el fin de la
escalinata estaba el padre de la mujer que él había venido a reclamar. Era un hombre de frente tan ancha que
casi consistía ya en una calvicie; la barba suavemente rizada y recortada le aureolaba el rostro sin continuarse en
bigote. La madre y las domésticas rodeaban a la doncella, como para afirmarla ante lo importante de la
situación. La doncella era hermosa, con esa belleza un poco cargada de carnes pero sumamente sensual de los
clásicos, rubicunda, de piernas perfectas y pies adorables.
El asirio iba a desposarla.
El momento era intenso, cargado de temores. Por una legislación vigente, el primer vástago de los matrimonios
debía ser una mujer. Se consideraba a la mujer como la verdadera garantía de la continuidad de la estirpe.
¿Serían ellos capaces de tener una mujer como primera hija?

La bella mujer semita quedó embarazada. A los nueve meses, parió un varón.
El asirio sintió que su corazón se llenaba de pánico. Iban a matar a su primer hijo. La ley ordenaba esto: si el
primer vástago no era mujer, había que eliminarlo.
Era hombre de guerra, pero no pudo evitar que la humedad subiera a sus ojos.
Mas en su fuero interno tomó una decisión:
Iba a huir. No permitiría que asesinaran a su hijo.
Extrajo su espada de pedernal. Estaban presentes la partera y un enviado del templo (así se estilaba, para evitar
ocultamientos).
-Yo mismo lo mataré-dijo. El enviado del templo sonrió tristemente, asintiendo.
Pero veloz como un rayo, el asirio hundió el filo primero en el sacerdote y en la partera luego.
Cargando en brazos a su mujer la instaló en una carreta y con el niño escondido en una cesta, salieron.
Cruzaron la frontera disfrazados de mercaderes fenicios.

Desde Fenicia precisamente, lograron embarcarse en el velero que los alejó definitivamente del imperio.
Al pasar por el estrecho de Escila y Caribdis casi naufragan. La pericia del capitán logró eludir los peligros y
sintieron la obligación interior de inmolar generosamente a los dioses, luego.
Por fin, llegaron a tierra firme. El lugar tenía un aspecto deprimente: era árido, amarillento y erizado de duras
montañas. Les dijeron que a esa región llamaban “Grecia”.

Era un pueblo de pastores y labradores, toscos como su paisaje.


El asirio y su mujer semita, hijos de culturas milenarias, añoraban el refinamiento de su civilización y sus
comodidades. Pero no habían tenido alternativa. Para salvar la vida de su primogénito renunciaron a todo
aquello y se instalaron en este lugar inhóspito, desconocido.
Pronto se convirtieron en personalidades destacadas. Muy joven -tenía veinte años-el asirio fue invitado a
integrar el concejo de ancianos y notables.
El pequeño ejército aprendió técnicas nuevas del poderoso asiático, que además era el de mayor estatura en
aquella población. Lo designaron general.
La mujer semita enseñó a las hijas de las aldeanas a manejar el telar.
El niño creció vigoroso e inteligente.
Cuando llegó a los quince años, su padre le entregó aquél raro objeto que había hallado al cruzar el desierto,
antes de su desposorio. El, a su vez, se lo regaló a su novia Penélope, una de las alumnas de su madre.

Carmina

A María del Carmen Petraglia la conocí una noche de carnaval del año 1966. Habíamos tocado en varios lugares
esa noche y yo andaba bastante cansado. Ya pulsaba mi guitarra eléctrica automáticamente, prestando más
atención a lo que sucedía en la pista de baile que a lo que estábamos haciendo. Nos tocó subir al escenario del
Club Huaico Hondo y por enésima vez repetir el ciclo: “temas furiosos-decrecer-uno o dos lentos en el medio-
rocanrrol al final”; y en eso estaba, mientras me distraía paseando la mirada por sobre los que bailaban. Desde el
escenario la vi. Ella bailaba suelto; su cabellera larga y rubia se destacaba en la multitud. Noté que sobrepasaba
en estatura a su acompañante. Como aún nos faltaba una actuación más, no pude sacarla a bailar.
Después de tocar en otro club cuyo nombre no recuerdo, regresé, solo, al Huaico Hondo BBC, para ver si la
encontraba. La hallé y la invité a bailar. Pero no habíamos bailado tres temas aún, cuando el baile se terminó.
Salimos con la multitud a la calle, además de ella y yo, su amiga y el hermano. Amanecía ya. Por cierto, al
despedirnos, le di un beso (muy casto). De tal modo comenzó una de esas relaciones que elegiría sin vacilar si
tuviese que ejemplificar lo que me sugiere la palabra “adolescencia”.
Yo tenía quince años, Carmina dieciséis. Mi tío Lautaro la llamaba “Vikinga” y tío Jaime, que debía ver
naturalmente el lado cómico de las cosas, dijo que tenía la nariz como una zanahoria. Me llevaba como una
cabeza de altura (pero tuvo el buen tino de no usar taco alto ninguna de las veces que salió conmigo, en esa
primera etapa). Sólo llegaba a nivelarme con ella cuando calzaba sandalias o zapatillas. Fue ese primer obstáculo
el que casi me aparta de Carmina. Como buen machista, me daba vergüenza que una mujer pudiera ser más alta
que yo. Me acuerdo la desazón que sentí al invitarla a bailar y empezó a “desenrollarse”. Esa noche andaba de
taco alto y casi me doy vuelta y la dejo sola en la pista cuando me acerqué para tomarla de la cintura y comprobé
lo grandota que era. Pero ya mis sentimientos se habían puesto en aquella actividad interior que se suscita
cuando el instinto avisa de la posibilidad de una aventura exitosa (con una pieza, además, muy codiciable).
La noche siguiente nos encontramos, como a las nueve, en la placita San Roque. Yo fui con Pecho -para su
amiga Leticia-que era más delgada y alta como ella, sólo que marcadamente morena. Leticia tenía, ahora que lo
pienso, cierto parecido con la cantante norteamericana Joan Báez. Estuvimos allí, en un banco umbrío de la
plaza largo rato, hablando de tonterías probablemente, pues cuando alguien nos agrada el interés de la
conversación no reside en lo que se dice sino en los interlocutores. Pecho hacía la payasada de tratar de
embocar el cigarrillo en los labios tirándolo desde la cintura (como en la película de Godard). Cuando
regresamos, se había nublado, y por ese fenómeno tan frecuente en esas noches el cielo había adquirido aquel
irreal resplandor violáceo que al mismo tiempo me agradaba y me inquietaba. Se nos dio en caminar por dentro
del canal San Martín, que estaba sin agua. Como uno va calculando, cuando anda en plan de seducción,
paralelamente a lo que se dice o se hace, cuáles son las condiciones más propicias para el éxito de su conquista,
creo que la idea fue mía, ya que la hondura del canal -sus bordes llegaban hasta más arriba de nuestras cabezas-
brindaba una buena protección contra miradas de transeúntes ocasionales. Nos detuvimos exactamente a la
altura de la casa de Leticia -donde ambas vivían-. Aquél era uno de los barrios más extensos de la ciudad y
también uno de los más humildes -pues aunque en algunos lugares se podían ver casas de dos pisos, bastante
grandes y bien arregladas, también uno hallaba familias que habitaban en ranchos pequeñísimos, de lonas,
horcones y adobe, sin puertas ni ventanas. Estos eran los dos extremos, ya que la mayoría de los vecinos
pertenecían a la llamada “clase trabajadora”, denominación que en Santiago engloba tanto al albañil como al
dependiente de una tienda o al empleado estatal subalterno-, así que ninguna calle estaba pavimentada y muy
pocas tenían faroles. Aquello no era algo que me rechazara por cierto y no sólo porque favoreciera el propósito
que en aquel momento llevaba; yo sentía un íntimo placer, que ahora puedo llamar artístico, en vagabundear por
esos lugares de la ciudad en donde la tierra se manifestaba con sus accidentes naturales, con sus colores y en
donde podían hallarse las plantas regionales y los olores secos del monte como si el demoledor achatamiento de
la urbanización, de algún modo, hubiese sido conjurado. Existe en esos caseríos humildes una delicadísima
afinidad entre el paisaje natural y las formas creadas por los hombres. Como en un conmovedor coloquio las
ondulaciones de la tierra se seguían, por ejemplo, con una verja de troncos rústicos que parecía parida por la
tierra misma, pero que nuestros sentidos reconocían como hechas por los dedos humanos; un árbol majestuoso
cobijaba, como acariciándolo, el techo de barro y ramas de un rancho. Caminamos, pues, por el canal seco,
como si nos abrazara la tierra.
Me pareció que -como suele suceder en algunas muchachas que se inician en la práctica del amor-Carmina debía
de haber reflexionado sobre el paso dado la noche anterior aceptando mi beso y estaría sopesando los pro y los
contra de esa concesión, que como yo pensé, había sido muy rápida. Lo cierto es que esa noche estaba muy
nerviosa; apenas aceptó que la besara dos o tres veces y no permitió a mi mano derecha descender más abajo de
las vértebras lumbares, por su linda espalda, ni a la izquierda, ascender por su cintura más allá de las primeras
costillas. Me dejó, lo reconozco, decepcionado. Unos días después me enteré de que un poco antes que a mí
Carmina había conocido a un muchacho del barrio y le había hecho parecidas concesiones. Su vacilación
oscilaba, entonces, solamente sobre la duda de con cuál de los dos quedarse finalmente.
Aquella noche no había sido feliz para Pecho.
En su caso, Leticia debía determinar con su aceptación el futuro de esta pareja, que nosotros queríamos armar
desde afuera. Leticia, al parecer, gustó muy poco de Pecho. “Es una negra boluda”, me dijo Pecho al volver esa
noche; palabras que me bastaron para comprender que la muchacha lo había rechazado. A menudo me he
sorprendido de mi incapacidad para prever hacia quién puede volcarse el gusto femenino. Como en el gusto
interviene tal multitud de elementos psíquicos particulares, variaciones sutiles de la conciencia y de lo
inconsciente, además del procesamiento personal de las pautas sociales, sabido es que en cuanto a lo referido a
las personas que nos agradan, terminamos enamorándonos siempre de nosotros mismos, pues nos enamoramos
de aquellas que permiten, por su coincidencia con nuestros más deleitables factores íntimos, la proyección -aun
en grado parcial, a veces-de dichos factores en ellas, proyección que, en la continuidad del proceso sentimental
de mutua aceptación, se va haciendo cada vez más profundo, razón por la cual terminan los amantes, en una
relación fructífera -como la de algunos matrimonios de varios años-pareciéndose asombrosamente el uno al
otro. En aquellos tiempos yo ignoraba estas cuestiones, por lo que muy frecuentemente fracasaba en la elección
de pareja para las amigas de las muchachas que salían conmigo. Pecho era rubio, alto ,con un físico de gimnasta
y “de buena familia”, razones que según el criterio en boga tenían forzosamente que seducir a Leticia, quien era
una muchacha de origen bastante humilde. No se me hubiera ocurrido jamás por iniciativa propia llevarlo, por
ejemplo a Boy, que era la antítesis de lo que entonces se consideraba el tipo interesante. Sin embargo, fue Boy
finalmente quien triunfó en esta lidia.
De un modo casual, al día siguiente Boy se coló en esta historia. Acabábamos de ensayar, en La Banda, cuando
como generalmente sucedía luego de los ensayos felices, llegó el momento de cruzarnos chistes y cargadas
mientras desarmábamos los equipos. Estábamos de excelente humor. Fue entonces que Boy me dijo: “gato, sos
un flor de hijo de puta, te levantas las mejores minas y no sos capaz de compartir la otra gamba con un
compañero del conjunto, siquiera” (esto era una broma con fondo serio, pues ellos sabían que Carmina salía
siempre con su amiga y también del rebote de Pecho y ahora Boy -que se iba de boca cuando se trataba de
mujeres-se estaba postulando en primer término para ocupar la vacante). Antes de salir insistió sobre el mismo
tema. Yo pensé más en su motocicleta cuando le dije que viniera conmigo esa tarde. Después quise
convencerme de que Leticia había actuado por lo mismo, pero ahora me doy cuenta de mi equivocación. Para
mi sorpresa, pues lo consideraba bastante pavo, Boy fue la estrella de la jornada. Llevó a Leticia a pasear en su
hermosa motocicleta colorada y la morena volvió encantada con el muchacho. No había manera de convencerlo
para que me prestara la moto (el negro era muy mezquino y tenía presente además la tarde en que en un
descuido se la había robado para irme hasta Clodomira, de donde volví a las tres horas, con el motor
recalentado y el tanque vacío); el maldito estaba tan ensorbebecido por su triunfo inicial, que pretendía
paseármela también a Carmina, quien estaba impaciente por subir. Fue preciso llevarlo aparte y amenazarlo con
decir a Leticia que él era marcha atrás; solamente así me dejó salir al fin, no sin antes darme mil
recomendaciones, a pasear en su motocicleta, llevando a Carmina atrás, aferrada a mi cintura. Había un sol
increíble. Hasta las seis anduvimos como a ciento cuarenta, con Carmina, por la costanera. En ese lapso
conquistó a Leticia.
A partir de allí, cada uno hizo sus propias citas y Leticia, en quien su interés por Boy superaba la misión que al
parecer se había impuesto de cuidar la virginidad de su amiga -misión que sólo un año después, al saber quién
era Leticia, iría yo a comprender- nos dejaba salir solos (cosa posible también gracias a que Carmina se había
decidido por mí en su debate interior. Claro que todavía no sabía nada yo de tal debate. Lo supe abruptamente a
causa del incidente que narraré a continuación).
Era una hermosa tarde del verano, fragante y fresco. Acababa de oscurecer, aunque en el cielo aun quedaban
retazos color índigo. Me había bañado y perfumado para la cita, me había puesto la hermosa remera roja, de un
tela que recordaba a cierto tipo de papel rugoso y agradable, que hacía unos días le había comprado al guitarrista
tucumano de Los Kings y mi “famoso” pantalón blanco. En aquel tiempo me peinaba a la gomina. Mocasines
rojos. La calle de tierra estaba desierta cuando llegué y como aún faltaban unos diez minutos para la hora, hice
una visita de cortesía a mi tío Lautaro, que tenía su almacén y vivía a media cuadra de la casa de Leticia. Tuve
que soportar las chanzas de mi tío Jaime, quien por casualidad estaba allí y se burlaba de la dedicación con que
yo cortejaba a la “gringa narigona”. En mi familia se bromea siempre sobre los enredos de sus miembros
masculinos con las mujeres, así que yo estaba acostumbrado a eso. Cuando golpeé las manos en casa de Leticia
salió su madre a atenderme, pero al parecer todo estaba preparado para que me observara la familia entera; me
presentaron a dos hermanas más, una tía y dos hermanitos, que me rodearon mientras esperábamos, en la
puerta de un patio que precedía a la casa de adobe blanqueado, pues Carmina -me dijeron-estaba terminando de
bañarse. No me presentaron al padre y yo por discreción no pregunté nada (luego supe que no había padre allí).
El grupo me rodeó sin decir palabra y estuvimos en esa situación, para mí incómoda, hasta que apareció
Carmina. Salió con un pantalón muy ajustado y una remera tenue. Luego de algunas recomendaciones de la
madre de Leticia, en el sentido de que vayamos mejor hacia el lado del centro (más nos hubiera valido seguirlas)
salimos. Yo quería caminar nomás por los alrededores. Me llevaba a esta postura la especulación con las
sombras y la soledad del lugar, que sugería a mi imaginación un sinfín de posibilidades excitantes.
En un barrio tan humilde como aquél una mujer como Carmina debía llamar forzosamente la atención -digo
mujer pues Carmina, a los dieciséis años ya lo era-; tan alta, curvilínea y rubia, con esa cabellera suavísima y larga
cubriéndola como una lluvia de sol casi hasta la mitad de la espalda, era imposible que pasara desapercibida, en
aquel medio. Caminamos largo rato por la orilla del canal, que ahora producía un melódico murmullo con su
caudal reciente. Era noche de luna nueva, así que la oscuridad predominaba. Apenas como un resplandor
flotaba en el ambiente un lejano reflejo de las luces débiles de las casas. Nos sentamos junto a un puente de
troncos; Carmina empezó a tirar piedritas al agua. El momento era delicioso. Ambos callábamos, gozando del
olor a hojas que traía la brisa, sin otro impulso que el estar allí, juntos, ella afirmada en mi pecho, yo rozando
con mis labios la levedad de su pelo. Casi ni notamos a los tres tipos que se habían acercado, por el camino de la
barranca, quienes a nuestra percepción sin pensamientos aparecieron como transeúntes fantasmales, hasta oír
una voz aguardentosa que se nos dirigía:
-Hola, mi gringuita...
Uno de ellos se había acercado, mientras sus compañeros -dos sombras-aguardaban vigilantes a pocos pasos.
Nos levantamos, sorprendidos.
-¿Así que vos me quieres joder a mí, porteñita?-continuó el que se había arrimado. El olor a vino de su aliento
me llegó a través de la atmósfera liviana. Carmina retrocedió, pero por atrás corría el canal; de un salto el
borrachín la tomó con su mano grande de la muñeca.
-¡Dejala!-grité -¿Quién mierda sos vos?
Mientras decía esto me acerqué con los puños cerrados (pero asustado por el tamaño del otro) al borracho, que
había retrocedido, arrastrando a Carmina con él. Vi un pequeño refucilo y con un
chasquido apareció la fina hoja de una sevillana en la mano de uno de sus compañeros.
-¡Vete, Pepín! -pudo articular Carmina, dirigiéndose a mí-... ¡Por favor, andá a buscar a la policía!...
-Vení, caquita -me invitaba el muchachón, haciéndome señas con su mano libre -¡Vení a quitármela vos!
-Estás borracho Gabriel... después te vas a arrepentir -le decía Carmina. Y luego, volviéndose hacia mí: -te van a
matar, Pepín, andá a buscar la policía... ¡rápido, andá a la comisaría, que está aquí cerca!...
Abochornado, con vergüenza de mi impotencia, me fui lo más rápidamente que pude. Por el camino se me
ocurrió pensar que ella lo había llamado por su nombre... ¡Cómo! ¿Lo conocía? Estábamos muy cerca de la casa
de Leticia, así que avisé primero allí. La madre -se ve que era muy brava-agarró un rebenque y saltó,
acompañada por la tía. “No llame a la policía, joven”, me dijo: “Yo me basto para estos trompetas”. Me quedé
allí, cortado, sin saber qué hacer. Decidí ir a pedirle ayuda a mi tío Lautaro, que era un tipo grandote y forzudo.
Le conté el asunto y mi tío decía: “Debe ser el Gabrielucho, que andaba saliendo con ella, antes que vos” y se
reía: “¿Qué me voy a meter yo, si es culpa de la chinita, que se ha hecho la pícara con los dos?” Mi tía tampoco
quería que Lautaro se complicara: “Es un buen muchacho, el Gabriel” -decía-”ahora andará un poco tomado,
pero no le va a ir a pegar Lautaro... después vamos a tener problemas con la cuma Rosita, su madre...”. De
nuevo salí a la noche, desolado.
Sin muchas ganas, empecé a caminar para el lado de la policía. Apenas habré andado unos cincuenta metros
cuando me la encuentro a doña Ermenegilda -madre de Leticia-que la traía del brazo a Carmina. A rebencazo
limpio los había corrido a los changos; “Ya le voy a contar a tu madre lo que andas haciendo, Gabriel”, le había
gritado, “borracho y faltándole el respeto a mi huéspeda... ¡qué vergüenza! Y ustedes también... ¡vagos, sotretas,
salgan de aquí!” Y ahí nomás empezó a revolear el rebenque. “No pegue, doña Erme, bromita nomás era...”
gritaban los changos, atajándose como podían. Finalmente, habían huido. “No es nada -me dijo la vieja-, son
muchachos buenos, trabajadores... los conozco a los tres...”. Yo estaba tan avergonzado que no podía hablar.
Carmina ni me miraba y ahora, pasado el mal momento, noté que estaba temblando. Saludé a todos, un poco
torpemente y me fui.
Después de aquel incidente, no quise ver de nuevo a Carmina. Por otra parte, aquella noche al despedirnos no
se había dicho nada de un próximo encuentro. Ella no sabía mi domicilio, así que -en el caso hipotético de que
deseara hacerlo-si me buscaba, le iba a ser muy difícil hallarme. Como si en vez de haber sido yo quien huyera
esa noche todo hubiera sido un complot para ridiculizarme, estaba enojado. Me pasaba cada vez que algún
suceso me dejaba (ante mi apreciación personal) como un débil, el no hallar paz por largo tiempo, razón por la
cual muchas veces me había lanzado a acciones sin ningún porvenir, con el objeto de convencerme de mi valía,
pues en el complejo sistema de balanzas que constituía mi
equilibrio interior, causaba menos daño un fracaso que una huída. Cuando me sucedía, odiaba después todo lo
que me trajera alguna reminiscencia del maldito suceso. Practicaba en mí mismo el aislamiento de las ideas
relacionadas con aquello y tras bloquear psíquicamente la zona perturbadora, como si los hechos no hubieran
existido, me dedicaba de nuevo a vivir tranquilo con mi conciencia. Como debía hallar una justificación no
relacionada con mis actos, tomé al vuelo la cuestión de que sólo luego del molesto incidente, Carmina me habló
de la identidad de aquel borrachín -quien por otra parte era un tipo como de veinte años, un viejo, para mí, en
aquella época-que había bailado con ella varias veces, antes de conocernos y que como el lector imaginará a esta
altura del relato, había sido el competidor que provocara tantas dudas en ella en un principio. Pasó una semana
pues, sin que yo hiciera el menor esfuerzo por verla -en aquel momento creía que todo había acabado-, ni había
modo al parecer de que nos halláramos. No ensayamos con el conjunto esa semana, así que tampoco vi a Boy.
Sin embargo, supe después que ella me había buscado. Fue a visitar -con Leticia-a mi tío Lautaro, con la
esperanza de que yo apareciera por allí. Leticia preguntó por mi dirección, pero no se atrevieron a venir a casa.
Una tarde -me enteré después-habían pasado varias veces por frente de donde yo vivía, sin avistarme. Si me
encontraban afuera -me lo dijo Carmina-iban a fingir que andaban paseando por allí, por casualidad.
La noche del entierro de carnaval debíamos tocar exclusivamente en el Parque de Grandes Espectáculos.
Teníamos que hacer cuatro presentaciones, así que empezamos temprano. Había muy poca gente -serían las
diez de la noche-, desperdigada entre las mesas que rodeaban la primera de las dos grandes pistas. Se
acostumbraba que la orquesta comenzara a tocar temprano para atraer a los que se amontonaban en la puerta
sin decidirse. Antes de ello, todos querían asegurarse de que el baile “esté bueno” y como “estar bueno”
significaba que hubiera bastantes muchachas dispuestas a bailar, adentro, además de suficientes muchachos con
intención de invitarlas, pero todo el mundo pretendía que hubiesen entrado previamente a ellos una buena
cantidad de ambos, por el temor a ser los primeros, la gente se amontonaba en la confitería El Kacuy (donde
con una cerveza o una coca se podía permanecer largo rato), frente a las boleterías, o en los senderos del Parque
Aguirre, para observar el ingreso de los demás. Yo no comprendía muy bien esto de empezar a tocar temprano
(aunque lo aceptaba con gusto, pues ganábamos tiempo) para que la gente se decidiera; mejor dicho, no
comprendí la relación entre estos dos actos, pero, siempre con sorpresa, comprobada indefectiblemente que
bastaba con que se oyeran los primeros sonidos de la orquesta, para que de afuera empezaran a brotar chicas y
muchachos, apresurándose por entrar, como si estos sonidos hicieran el papel de precipitador químico en una
solución. Los dueños de locales “bailables” tenían bien contemplado este fenómeno, de modo que nos
indicaban habitualmente el momento de abrir la actuación.
Habíamos comenzado pues, a tocar. Es entonces que la veo, entrando, con su pelo rubio al aire y su pantalón
blanco. De lejos adivino sus ojos siempre húmedos, esa alegría de encontrarme, la sonrisa de Carmina, que se
mezcla siempre con un temblor de la boca, pues al parecer en su interior algo emparenta las alegrías con una
especie de congoja vibrante, como en quien luego de haber caminado mucho tiempo entre gentes extrañas se
encuentra con su madre y advierte recién estando en sus brazos la magnitud de su orfandad anterior y entre las
sonrisas, llora; así parecía vivir Carmina sus alegrías, caminando por el delgado borde que separa la dicha de los
dolores pasados, comprendidos cabalmente sólo en el momento de superarlos. Cacho Monges, tapando el
micrófono con la mano, se da vuelta y me dice: «Ahí viene tu gringa». «No soy ciego», le contesto, haciéndome
el superduro y sigo tocando. Carmina deja a sus amigas junto a la mesa y se acerca al escenario; «esta hermosa
mujer», me digo, «me ha sido dada a mí», asombrado de mi propia suerte; desde un costado, me tironea la
botamanga del pantalón, me saluda, contenta como una chiquilla y me pide que le dedique el tema «La
juventud», de Los Iracundos. Se queda, después, con los brazos cruzados sobre el borde del escenario, la cabeza
apoyada en los brazos, escuchando.
Caminemos apurados,
con las manos en los hombros,
con la fuerza que nos da el amor;
natural es que luchemos
por un mundo mejor,
con la fuerza que nos da
la juventud...
canta Cacho Monges y le guiña un ojo a Carmina. Ella hace fiestas. Me encanta su desprejuicio de muchachita
porteña, que actúa con espontaneidad en un medio donde nadie la conoce.
Esa noche bailábamos tan juntos que las demás parejas nos miraban sin disimulo. Ella tenía que doblar el cuello,
como una garza, para apoyarlo en mi hombro; eso me favorecía, pues su boca quedaba siempre al alcance de mi
aliento, y estábamos casi todo el tiempo unidos; transpirábamos, nuestras humedades se mezclaban; su cabello
me caía suave por la espalda, sus senos pequeños, durísimos, bajo su delgada camisa y sobre mi delgada remera,
parecían a punto de reventar contra mi pecho; notaba claramente que no llevaba corpiño, los pezones
endurecidos como bolitas de rulemanes se acurrucaban palpitando en el hueco de mis pectorales; el tapacierres
de su vaquero blanco me hacía doler con su presión en la zona pelviana; apenas nos movíamos cubiertos por la
multitud que tapaba la pista, pero nos movíamos lo suficiente como para demostrarnos nuestro amor; en esa
ronda agónica, de friegas, abrazos desmayados y transferencia a los labios de la principal función sexual,
estuvimos horas, sin prestar atención al moderado escándalo que concitábamos. Iba a ser nuestra última noche.
Carmina viajaría al día siguiente.
Al finalizar el baile nos llevaron en la camioneta del conjunto hasta la casa de Leticia. Nos dejaron, en medio de
la soledad del barrio, frente al portón y se fueron todos a dormir. A esa hora ya no había colectivos: el primero
pasaría a las cinco. Eran las tres y media. La parada más cercana quedaba sobre la ruta 9, a dos cuadras de allí.
“Vamos, te acompaño un rato”, me dijo Carmina. Por el camino, se quejaba: “ay, Pepín, no nos vamos a ver
más”. Yo iba callado (como imaginaba que hubiera hecho Delon en parecida circunstancia); además, había
llegado ese momento de la noche, tantas veces vivido en que, luego de acercarme al borde del exceso,
suavemente mi cuerpo y mi mente parecen entrar en una honda calma, una dulce armonía conmigo y con lo que
sucede, me siento en paz y no preciso ya del artificio de la palabra, me vuelvo pasivo, mi instinto percibe que no
hace falta mi participación ya para que los sucesos devengan buenos, la noche se adueña de mí; de algún modo,
la mujer que está conmigo nota ésto y se vuelve más activa, es ella quien me envuelve ahora, sus caricias me
encubren por completo; como un niño, duermo... Hace frío... Carmina quiere darme tibieza con su cuerpo, pero
ambos temblamos... Esto nos parece gracioso y nos reímos a carcajadas. “Somos unos tontos”, me dice: “¿por
qué no volvemos a casa a buscar pulóveres?”. Lo hacemos. Me da un pulóver suyo, un “gordo” que me va bien.
Ella se pone un chalequito mangas largas; reanimados volvemos al umbral que habíamos encontrado, como a
un nido; de nuevo en sus brazos, duermo... entre somnolencias, siento sus labios suaves que van y vuelven por
mi frente; me acaricia el pelo, sus dedos se enredan, ella los desata amorosamente, apartando cada hebra con
cuidado; me entrego, me quedo inmóvil, las piernas dobladas entre las de ella, mis manos, juntas entre mis
piernas; dormito; me envuelve el rostro como un velo su cabello... comienza a desparramarse un claror sobre el
cielo, a verse el borde evanescente de las casas, el gris del pavimento; los árboles, flacos, se manifiestan
adormilados, como antiguos amigos; a lo lejos, se ven dos faros...
-¡No!-me dice Carmina -¡No te vayas todavía!...
Decidimos esperar el ómnibus siguiente. El colectivero, solo, nos observa sin interés; al pasar lentamente a
nuestro lado, me lo figuro un marciano en la panza de un monstruo luminoso. Recién en el tercero me voy. Una
claridad rosada envuelve el caserío de Huaico Hondo.
-No ganamos nada con prolongarlo unos minutos más-le digo, recordando otra vez a El Samurai. Intento
sacarme el pulóver, pero ella me detiene:
-Llevalo como recuerdo... de mí
Me ha pedido que no vaya esa tarde a la estación de tren, a despedirla. “Las despedidas son tristes”, acude al
lugar común y seguramente lo cree. Pero esa tarde me llama por teléfono para decirme que vaya, que no puede
soportar irse sin verme por última vez. Me llevo a mi casa de recuerdo, como suele suceder en estos casos, su
rostro bañado en lágrimas, asomando a la ventanilla del tren hasta desaparecer y sus dedos largos agitándose en
el aire.

La Plata, noviembre de 1981

Dulcinea

Ya
otra vez vi aquesto mesmo
tan clara y distintamente
como ahora lo estoy viendo
y fue sueño.
Calderón de La Barca.

¡Ah!... ¡Qué hermoso día ha sido hoy!... Entre los trigales, ha amanecido, y yo he visto sus pies blancos, sus pies
pequeños y largos con dedos como gorriones, recortarse contra el rosado verdor de los montes... Amaneció
sobre los verdes valles y sus manos revoloteaban, como palomas gráciles, en mis manos... ¿Qué brillo es, el que
irradiaron nuestras almas?
Sus pálidos labios, dorados, frescos -poniente se va y en sus ojos hay una tenue pena... Me deja sonriendo y
condolido; nada dice... ¿Qué puede decir? O: ¿para qué decir? Pluguiera a Dios que nunca dijéramos nada con
significación. Hay en el brillo de su labio tal burbujear de nubes blancas que mi espalda a la altura de la nuca se
distiende y reflexiona al sol celeste contra el extenso cielo. ¡Ah, qué hermosos momentos! Qué amplio y
deslumbrante día interior, el de este día...
Dios se manifiesta como una suave brisa y los sonidos se oyen amortiguados, a lo lejos... Canta un pájaro,
meticuloso, uno a uno, los semitonos de su escala... Tras el preludio se complejizan los arpegios, cobran vuelo
(sus manos, oh sus manos están pulsando distraídas las dulces cuerdas del arpa). Todo sueña a nuestro alrededor
-y despierta el día.
A través de las leves gotas puede percibirse el ronroneo de una libélula casi transparente que amamanta a su
nieto. Mi ego mama también -sólo eso y es suficiente para que ella me mire. Con el astro en el cenit,
almorzamos entre la hierba, como los ángeles; poesía en el relente... Me entiendes perfectamente, me escuchas
sin interrumpirme, ah, jamás hallé una muchacha que me elevara como tú, mi Dulcinea... ¿Por qué has guardado
tu aurora? ¡Ah! ya comprendo, ya sé por qué ríes, enternecida... Del mismo modo hubiera reído Juanele, tus
pestañas son como uno de sus versos; no tienes una belleza sencilla, niña de los rocíos y qué larga fila de
helechos rojinegros y cipreses y lapachos y amarantos y malvones... Entre él, mi padre y el jardín había una lucida fila
de ligustrillos que eran mi alegría... caminar en medio de ellos semejaba franquear una guardia de honor hacia donde estaba mi
abuelo, en su sillón de madera como una rosada y firme estatua plena de vida...
La deliciosa laxitud de tus piernas insinuándose bajo la camisola blanca, hundiéndose en tu vientre terso, tu
cintura esbelta, rodeada con un cintillo de alelíes... De tus cabellos lacios emanando un aroma a madreselva. El
tiempo transcurría sin que nos diéramos cuenta, o mejor dicho, con tal conciencia que sorbíamos cual gotas de
ambrosía cada instante de su vuelo. Oh, no te lamentes de los minutos sin labios mi estremecida Dulcinea, mira
las flores a tu alrededor y abandónate a mis embelecos...
A lo lejos la dulce voz de un trovador menciona tus pies -y su canción tiene sabor a calostro tibio... Tus pies han
hecho felices mis sueños y soñados mis momentos. Al llegar la oración me voy. Tranquilo, contento. Sé que en
las noches duermes, calma, bajo la escrupulosa vigilancia de todas estas lápidas.

La idiota

Joselina merodea en los alrededores de Córdoba. Por el centro no: la corre la policía. Tiene veinte años y es
retrasada mental. Es muy linda -piernas largas, pechos turgentes-pero tiene un olor a orines y a mugre que se
siente a tres metros. Los pelos llenos de piojos, con nudos enterronados de tanto no peinarlos. Pese a ello, los
muchachos se aprovechan -es sabido-y después le dan diez pesos para pan. La Providencia se apiadó de ella,
pues la hizo estéril.
Marcelo, es un hombre ordenado. Agente de Propaganda Médica, no se casó por miedo a quebrar ese orden,
que ha logrado al independizarse de su madre, hace ya quince años. Tiene cuarenta y es buen mozo, condición
acentuada por su facilidad de palabra.
En los merodeos de Joselina -huérfana desde siempre-Marcelo la ha visto muchas veces. Y ha elaborado un
plan. Hombre metódico, no ha querido llevarlo a cabo sin un estudio previo. Por eso es que todas las tardes,
desde hace unos meses, busca a la deficiente hasta hallarla y la observa. A veces se acerca, le da unas monedas,
habla con ella.
Se ha decidido ya: es dócil a toda prueba (ha visto a chicos apedrearla y a ella quedarse impávida, atinando
apenas a atajarse). La va a hacer su compañera.
La habla una vez más y le propone llevarla a su casa. La idiota, quizá sin comprender, sólo atina a repetir varias
veces:
-¿A tu casa? ¿Me vas a dar comidita?
Tal vez intuye también que el hombre ha de requerir la parte aquella de su cuerpo, que ella asocia con la
obtención de comida.
No se equivoca. Pero esta vez van a suceder cantidad de cosas nuevas. Marcelo ha contratado a un mujer que la
baña, le corta las uñas y le hace un servicio de peluquería. La mujer piensa que debe tratarse de un loco, pero
hace el trabajo: él ha pagado por anticipado y sin regatear.
Cuando vuelve con el pollo para la cena, Marcelo se siente satisfecho. Ha acertado plenamente: Joselina es una
bellísima mujer.
Restablecida por la experta en belleza, impresiona. Tiene ojos verdes, que en contraste con sus bucles rojizos,
producen asociaciones gratas en las ideas. Los labios, finos y elegantes, lucen pintados. Bajo el vestido juvenil -
hombreras frisadas, cintura angosta, faldita acampanada-las piernas hermosas escapan, ahora limpias de vello,
enfundadas en suaves medias con dibujos de abejitas. Joselina huele a esencias de jazmín.
Después de la cena, se van a la cama. Y Marcelo no se decepciona. Joselina es tal como él la quería: dócil, tierna
e infantil.
Se adecua rápido a esa forma de vida, la muchacha. Ahora tiene todo: comida, ropa limpia y juguetes. Dos veces
por semana, viene la fámula, que deja brillando la casa y lava. Ella no tiene que hacer nada. Sólo recibir la
vianda, servirla en los platos y atender al hombre en la cama.
Fuera de eso, todo el día juega y ve televisión.
Marcelo está contento. No le gusta salir y se queda con ella los fines de semana. Ha aprendido muchas cosas
Joselina, de lo que él le enseña y de la televisión. Ella aprende por imitación. Además tiene habilidad manual:
copiando de lo que ve, ha armado casitas de cajones y un molino con hierros viejos. Marcelo le compra
herramientas, meccannos y juguetes. No le gustan las muñecas. A él no le importa. En lo esencial ella hace lo
que le agrada. Le ha enseñado varias cosas, en lo sexual -incluso algunas prohibidas por la moral común-y
Joselina lo ha complacido.
En lo demás, es una ideal compañera. Habla poco, no contradice y está siempre dispuesta a lo que se le pida.
Exactamente -piensa Marcelo-al revés de mi mamá (que por suerte está lejos).
Joselina ve televisión y aprende. Le agrada reproducir, cuando está sola, los gestos de las actrices. A veces, con
Marcelo, practica escenas de besos.
El tiempo pasa lánguido y dulce. Llega un nuevo otoño y ya hace un año que están juntos. Son una pareja feliz.
Un domingo a la tarde se quedan junto al fuego viendo televisión. Ella en el suelo, como una gatita, Marcelo en
el sillón. Es raro, porque a Marcelo no le gusta la tele. Pero esta vez pasan un programa especial: “Robespierre y
Dantón”.
Joselina se interesa poco por el asunto. Hay unos diálogos muy largos y multitudes que gritan. Está por
adormecerse, cuando una escena le llama vivamente la atención. Un hombre bocaabajo y una hoja alucinante
que cae. Después, la sangre roja y el hombre sin cabeza. Joselina queda encantada.
Sigue mirando toda la película, por si se repite la escena. Se repite casi al final, otra vez alguien se acuesta allí,
nuevamente se ve el brillo fugaz del acero, brota el líquido rojo, el hombrecito se queda sin su cabeza. Se le
dilatan los ojos verdes a Joselina y se dibuja en sus labios una sonrisa.
En los días siguientes, un solo afán lo ocupa: fabricarse un artefacto igual. Marcelo la observa, distraído, cuando
regresa del trabajo y se siente tranquilizado pues ella siempre encuentra ocupaciones. La ve armando una especie
de marco, con tres maderas clavadas sobre una butaca. Después se ha puesto a manipular con arandelas y unos
cables. Se olvida de ella, pensando en unos documentos que debe levantar.
Le falta la hoja nomás para terminar el juguete, a Joselina. En el tallercito que le ha construido Marcelo, revuelve
los cajones, pero no encuentra el objeto apropiado. Por cuidarla, él ha evitado proveerla de instrumentos
filosos.
Una noche, mientras acomoda los platos luego de la comida, lo encuentra. Es un cuchillo fiambrero, de hoja
anchísima, pareja, que cuelga de un gancho en un costado.
Esa noche, Joselina se queda hasta muy tarde tratando de acondicionar el aparato. Le ha puesto un almohadón
mullido sobre la banqueta, para apoyar la cabeza. Ha adosado al gran cuchillo un hierro atado con alambre a los
dos mangos, sobre el lomo, para hacerlo más pesado. El problema es que caiga sin desviarse, por los rieles.
Por fin, lo consigue. El juguete está terminado. Falta, solamente, probarlo.
Marcelo duerme, profundamente, en su lecho blando. Entre sopores, siente que Joselina le pide, con voz
melosa, que se corra un poquito hacia atrás. Con pensamiento brumoso supone que ha bajado la cabeza de la
almohada y ella desea ubicarlo bien. “Me cuida...”, se le ocurre, sin abrir los ojos y se corre hacia atrás. Siente las
manos tibias y perfumadas que le acomodan suavemente la nuca, sobre una blandura de plumas. Después,
siente que ella lo besa en la frente. Se duerme.
La hoja cae con precisión. Joselina observa, feliz, el líquido rojo que brota, y después, el hombrecito sin cabeza.
El juguete ha resultado perfecto. Igualito al de la televisión.

El casamiento

Asistí a una misa monumental. Los sonidos del órgano anegaban la gran construcción gótica, con paredes de
piedra basta. La iglesia estaba casi llena. Flotaba en el aire una sensación de majestuosa y solemne alegría.
Salí de la iglesia y caminé por las calles que rodeaban la plaza. Había un agradable perfume a hojas en el
ambiente otoñal. Mientras caminaba por entre la gente fue que me encontré con el Boogie. Se alegró de verme y
luego de preguntarme si tenía algún compromiso esa noche, me invitó al casamiento de una de sus primas. Iba a
ser de gala. Acepté, pensando que tendría que ponerme el esmoquin.
Nos internamos por una de las galerías comerciales y allí nos separamos. Me encontré, en un local de arte, con
la hermana de uno de mis amigos, pintor. Hablamos acerca de su hermano. Me dijo que aunque tenía gran
cantidad de material, no pintaba ahora. Le contesté que tal vez como hacía mucho que no estaba conmigo, eso
lo habría desactivado (sabido es que un artista produce más cuando tiene algún colega trabajando en sus
cercanías; los intercambios de dibujos, hallazgos plásticos o conocimientos que se generan favorecen la labor del
pintor). Ella dubitativa musitó que tal vez fuera así. Le pregunté dónde estaba su hermano. “En otro local, por
aquí cerca” me dijo y la invité a acompañarme para verlo. Cuando llegamos, él estaba preparando sus elementos
para comenzar a pintar.
Me impresionó la cantidad y la calidad de sus pinceles: eran de una marca nueva y el tipo de medio mismo era
novedoso; no era óleo, ni acrílico, aunque poseía una consistencia similar a este último. A su lado, sobre una
banqueta de patas largas, lucía una pila muy grande compuesta por revistas norteamericanas, impresas sobre
excelente papel. Tomé algunas de ellas en mis manos y las hojeé: deslumbrantes fotografías de mujeres desnudas
me salieron al encuentro desde sus páginas. Le pedí a mi amigo que me prestara algunas. El me miró como si
hubiese dicho algo ridículo. Luego, dirigiéndose a su hermana, dijo: “¡qué te parece! Pretende que le preste las
revistas!”. Y mirando nuevamente hacia mí: “no las presto”.
En el momento en que decía “no las presto” se transformaron sus facciones y ya no fue mi amigo el pintor sino
mi prima Estelita. Me sentí molesto y me retiré. Al ver la transformación me había explicado su mezquindad; mi
prima Estelita pertenece a una familia de tacaños por vía materna. Salí nuevamente a las calles ya anochecidas.
Caminaba todavía rumiando esa cuestión de mi prima Estelita, cuando, al doblar en la esquina de las calles Mitre
e Independencia -una calle empedrada-, me encontré otra vez con Boogie, que con un grupo de amigos se
dirigían evidentemente a la fiesta. El me reconoció con alegría y me abrazó; nos tomamos de las dos manos -yo
había pasado mi brazo izquierdo sobre su hombro; así, tomaba su mano izquierda por encima del hombro y su
derecha al costado con la mía-; de tal modo caminamos, felices y contentos junto a la barra de amigos. El vestía
esmoquin blanco e iba bien perfumado, lo cual me recordó que debía cambiarme de ropa. Yo llevaba un saco
negro de corderoy, con tablas, estilo siglo XIX, pantalón marrón oscuro de terciopelo salvaje y botas. No estaba
mal vestido, pero tampoco era atuendo para una fiesta como aquella. Caminamos por una cuadra así; él me dijo
que ya iban para el casamiento. Cuando nos separamos, en la calle 27 de abril (donde tenía sus oficinas mi
padre), me recomendó con insistencia que no dejara de ir a la fiesta, invocando su nombre en la puerta para
poder entrar. Ahora bien, se me presentaba un problema grave, pues yo no sabía su nombre ni su apellido, sino
sólo su apodo: “Boogie” (por el aceitoso). No me atreví a preguntárselo en ese momento, por temor a incurrir
en descortesía. Ya me imaginé la fiesta, con mesas largas cargadas de manjares, la torta, como una torre asiria y
la cantidad de hermosas muchachas desplegando sus galas y listas para salir cuando uno las invitara a bailar.
Pero había el problema de que si no sabía el nombre de Boogie me iba a ser imposible entrar.
Decidí no preocuparme. Me había sucedido antes, pensar demasiado en una cuestión, amargarme por
anticipado y después resultaba que el asunto no me importaba tanto en realidad. Estaba viviendo un momento
atmosférico muy bello; había quedado nuevamente solo; el cielo, iba adquiriendo tonalidades violáceas,
moradas, con girones blancos de nubes arreboladas cruzando de un lado a otro el fragmento visible de la
bóveda. Entonces apareció ella. Eramos... ¿amigos?... fuimos a cenar juntos; le conté el tema del casamiento y
ella hizo un mohín de reproche; pero no tenía derechos sobre mí -por una mirada mía ella lo recordó-, así que la
cosa no pasó de eso. Cenamos tranquilamente, hablando de la película “El nombre de la rosa”, a la luz de las
velas. Luego salimos a caminar por el parque. En medio de la floresta, sentí deseos de ir al baño, así que me
disculpé por dejarla sola un momento y lo hice. Pero ella me siguió sin que yo lo advirtiera. Era un retrete de
campaña, cuatro paredes sin techo y unas canaletas estucadas. Cuando estaba empezando a orinar, ella se acercó
a mí por un costado y tomándome con suavidad de una mejilla, depositó sus labios abiertos sobre los míos,
dejándolos descansar allí en un largo beso.
Continuamos contentos con el paseo, pero cometimos el error -por curiosidad-de introducirnos en un lugar que
se asemejaba mucho al patio de una cárcel. Antes de que pudiéramos huir, alguien conocido me llamó desde un
grupo que deliberaba allí. Me invitó a participar de la discusión y no pude evitarlo. Era una reunión
desagradable, en la cual se debatía el tema de un antiguo enfrentamiento que tuve con algunos de los allí
presentes. Pedí la palabra y hablé para decir que mi posición era inalterable. Advertí a quienes me criticaban que
no me desafiaran; que si bien era un hombre de paz, podía ser un temible enemigo si me lo proponía. La
conversación fue subiendo de tono, hasta un punto en que ya no se entendía nada por la gritería. Entonces
aparecieron los vigilantes, y haciéndonos formar fila de a dos, nos subieron en el camión jaula y nos llevaron a
todos al casamiento.
En mi celdilla me iba imaginando las bondades de la fiesta. Seguramente servirían champán. Qué bellas
muchachas debía haber, pues la clase media bonaerense las posee en abundancia. Muy bien decorado el lugar y
estaba exquisita realmente la torta. Pero no podría entrar, pues no me acordaba el nombre del Boogie. Tal vez
fuera mejor, pues como mi amiga no estaba invitada, hubiera tenido que dejarla a ella en la puerta. Pero
tampoco podía desairar la invitación del Boogie.
Llegamos. Multitud de gente iba entrando en una gran casa blanca. Había oficiales y suboficiales de la marina y
la aeronáutica. La fiesta se desarrollaba en dos niveles: en los patios externos, grandes extensiones cubiertas de
césped, se acopia al común de la gente; adentro, en los salones, alternaban los invitados especiales. Me entró la
duda de a cual categoría pertenecería yo. Pero caí luego en la cuenta de que no recordaba el nombre de Boogie,
por lo cual era vano preocuparme por categorías, si no podría entrar.
Separándome de la gente y dejando sola a mi compañera me acerqué a la puerta. Allí un suboficial recibía las
invitaciones. Le pregunté si podría mandar a llamar a mi amigo Boggie, para que me hiciera entrar. “¿Qué
Boogie?”, me preguntó. Cuando le dije que no me acordaba de su nombre me tomó violentamente de las
solapas y me empezó a golpear. Quería hacerme confesar, pues creía que yo conocía el nombre de mi amigo y
quería ocultárselo a él. Por suerte se convenció pronto de que no era así y me dejó, no sin antes propinarme
cuatro o cinco sopapos. Pero tampoco me dejó entrar, ni mandó a llamar al Boogie. Sencillamente me ignoró.
Entonces busqué a mi amiga y nos fuimos, tomados de la mano por la ciudad nocturnal.

La Plata, agosto de 1981.


Hombre de un solo tiempo

“El mundo es, entonces, inmutable”.


Asencio Ybarra se quedó meditando ante la frase. Entre sus manos tenía el antiguo infolio que le había dejado
su padre como herencia, con la mención de que debía ser leído sólo al llegar a cierta edad.
En la vieja casa no había muchos libros: apenas cuatro o cinco, soterrados en un aparador polvoriento. Como la
lectura no era su mayor debilidad, Asencio no se había inquietado por conocer el contenido del misterioso
volumen antes de llegar a la edad fijada. En el testamento, empero, su padre había mencionado esa lectura como
una etapa necesaria para su educación, cumplida por los Ybarras desde muchas generaciones atrás. Luego del
lacónico párrafo que expresaba aquel mandato, seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba la
prohibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni después, debía ser, precisamente, a esa edad.
El día de su cumpleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a punto de jubilarse, ascendió perezosamente al
entrepiso donde se hallaba el aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero.
Los Ybarras habían sido una antigua familia santiagueña, de origen español. Emparentados con Núñez del
Prado, sus primeros miembros poseyeron mercedes amplias en Guasayán, en sociedad con don Joseph de
Aguirre. Posteriormente fueron de los primeros en adherir a la Revolución de Mayo; dos de ellos dejaron la vida
en combate con el enemigo imperialista, acompañando al General Güemes.
El languidecimiento de Santiago fue también el de los Ybarras, y el siglo XX los halló convertidos ya en una
familia escasa, cuyos hombres eran grises burócratas y sus mujeres devotas de la Legión de María. Refugiado en
un barrio de trabajadores, Asencio era el último descendiente varón de aquella linajuda estirpe. Su esposa
provino de un hogar igualmente antiguo, un poco menos empobrecido que el suyo. Hacían dos años que había
muerto.
Asencio tomó el libro con las dos manos, sopesándolo. Lo limpió con una franela, recorrió con los dedos las
letras repujadas en su cubierta de cuero. No tenía muchas ganas de leerlo. Pese a que era breve -unas cincuenta
páginas escritas a mano sobre pergamino de piel caprina-, su lectura le producía rechazo. Veinticinco años
obligado a descifrar cotidianamente memorandos, tarifas postales o insulsos formularios, habían formado en su
mente la categorización de cualquier lectura que no fuesen los sociales del diario, como un ingente
contratiempo.
Sin embargo, Asencio era hombre respetuoso de las tradiciones, con ese dejo reverencial que caracteriza a los
hombres del Norte. Lo último que se le hubiera ocurrido era contrariar post-mortem un designio de sus
mayores.
Bajó, entonces, con el libro, y se instaló junto a la ventana del patio. En letras góticas, con un lenguaje arcaico, el
proemio anunciaba que el volumen contenía dos cosas; una revelación filosófica y una fórmula de magia.
Asencio se sorprendió al comprobar que enseguida fue atrapado por la prosa que leyó.
Cada individuo posee una conformación física que no cambia, manteniéndose permanentemente con iguales
características y facultades. Pero pertenece a un solo tiempo. Esto es: el cuerpo humano que conocemos, no es
uno, sino la repetición innumerable de diferentes cuerpos parecidos, por los que atraviesa nuestra conciencia.
Por ejemplo: la muchacha que observamos transitar por la vereda, pertenece corporalmente a ese momento y
quedará allí por toda la eternidad, repitiendo hasta el infinito ese solo acto. Pero su espíritu -o psiquismo, como
se gusta llamarlo en el siglo XX-atravesará por ese cuerpo, proviniendo de otro cuerpo casi igual pero
sutilmente distinto, cumplirá la constatación y sensación de ese único acto y continuará luego a un tercer cuerpo
similar, que realizará el acto siguiente.
Asencio se detuvo un momento a reflexionar y se levantó para prepararse unos mates. Un sentimiento extraño,
similar al que sobreviene cuando nos sorprende la comprobación de nuestra existencia individual, se instaló en
él de súbito. Mientras manipulaba la gabeta, el repasador y la pava, comprendió que se hallaba ante una
circunstancia extraordinaria, única por su valor científico. De repente, su vida gris había tomado el color de la
más intensa aventura.
Se explicó la parsimonia y desprecio crecientes de sus antepasados por las actividades de la vida social. ¿En qué
momento habían accedido ellos a esta revelación? Extrajo el amarillo testamento de su carpeta y allí leyó: “...
que fue cedido en pago de mil doscientas hectáreas de tierra apta para pastura, además de doscientos cincuenta
doblones limeños por don Joseph de Aguirre en el año del Señor 1735, siendo estudiado recién al año 1836 por
el docto presbítero don Nepomuceno Ybarra”. Nada más. Pero era suficiente. Había sido por esa época
precisamente -alrededor de 1840-que se iniciara el paulatino descenso patrimonial de los Ybarras.

Asencio continuó con la lectura. En sus sensaciones el sentimiento de creciente irrealidad que notaba en sí se
mezcló con el regusto dulzón del mate con poleo.
Todos los millones de cuerpos humanos que habitan eternamente la tierra, están situados en miles de mundos,
similares hasta un punto infinitesimal, pero ubicados en diferentes dimensiones y yuxtapuestos. Para la
percepción, un solo mundo, pero desde una óptica objetiva, muchos.
El espíritu -o la conciencia-, originado en un universo superior, transita temporariamente por una cantidad
escalonada de somas, para regresar finalmente a su ámbito original. Sólo unos pocos quedan amarrados al existir
material, sin excepción debido a su propia voluntad. La gran mayoría de las conciencias, minerales, vegetales,
animales y humanas, cumplen la parábola para instalarse al fin, de nuevo, en el Reino espiritual. Este Reino es
del cual hablaba Jesús: el único perfecto y en armonía sin límites.
El mundo de la materia, es imperfecto y limitado. Al abandonar el Paraíso, el alma ingresa a un peregrinaje por
aquesta prolongada prisión, cuyas celdas son los sucesivos cuerpos que va atravesando. Algunas de las
consecuencias de la travesía son inherentes a la materia, como la opresiva finitud del organismo humano y su
absoluta imposibilidad de comunicación genuina. Otras, provienen de la combinación de esas limitaciones con
la existencia colectiva. En ese contexto pueden comprenderse las palabras del Cristo, cuando dijo: “No
pertenecen al mundo, como yo tampoco pertenezco al mundo” (Juan, 17,16); y luego: “Conságratelos con la
verdad”.
Pues la verdad es el Reino final, alfa y omega, al que se llega sólo al escapar del cuerpo: el mundo conocido por
la experiencia humana es una falacia, aparentando integración unitaria, pero en realidad miríadas de seres y
objetos separados, distintos y condenados a repetirse por siempre en el mismo gesto, ligados únicamente por la
percepción que de ellos hace la conciencia. La unidad verdadera es sólo posible en aquel universo, donde se
contempla eternamente a Dios, contemplándose simultáneamente uno mismo.
Había arribado cautelosamente la oración. El mate estaba frío. Asencio se levantó para poner la pava en el fuego
y encender la luz.

Asencio era un hombre más bien positivista. De imaginación limitada y ninguna inclinación filosófica, había
adoptado como suyas la ideas que le inculcara en su adolescencia la escuela secundaria; un extracto del
pensamiento sarmientino, mitrista y alberdiano -extracto a su vez de otros más complejos y originales-, por lo
cual su mente se había visto sometida a un doble reduccionismo. Se hallaba así, con estas ideas pedestres,
expuesto a la tentación del escepticismo, dada la poco sugestiva existencia que le había deparado el destino.
A los dieciocho años había terminado el bachillerato, obteniendo su graduación sin lustre ni dolor. A los veinte -
era el año 1929-un diputado autonomista amigo de la familia, lo había hecho “calzar” en un puesto de control
del correo de Santiago. Y allí estaba. Ascendiendo un punto regularmente cada cinco a seis años, pero haciendo
el mismo trabajo.
A los treintaidós años se había casado con Adelaida Gancedo, diez años menor que él. Era una linda muchacha,
modosita y profesora de piano. Pero resultó dueña de un carácter de fierro. A poco de casados desnudó las
uñas. Reorganizó totalmente el orden de la casa Ybarra, incluyendo los hábitos de Asencio. El era hombre de
conciliación más que de lucha, por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando el liderazgo de
Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuerte conmoción negativa, que se prolongó con matices durante
todo el período de convivencia con su esposa. Ella engordó rápidamente y a los tres años se vio obligada a
modificar la totalidad de su guardarropa. Algo debía haber sospechado antes de su casamiento la niña, pues la
mayoría de sus vestidos tenía tela de sobra para ensanchar. Por último, no era tan refinada como el largo
noviazgo hubiera autorizado a afirmar. Roncaba horriblemente y los productos gaseosos de su digestión lenta,
enturbiados aun más por el exceso de alimentos que la mujer ingería, hacían casi insoportable su compañia en la
habitación; en especial durante las noches húmedas del invierno, en que se deben cerrar puertas y ventanas.
En fin. Fueron veinte años de callados padecimientos, que lejos de ofrendárselos al Señor, Asencio, de
tendencia agnóstica como ya hemos visto, interpretó como prueba cabal de la pertenencia humana al previsible
reino de lo zoológico.
Hasta que Adelaida murió. Amaneció dura al lado de Asencio, que por rara coincidencia ese día se había
dormido sin escuchar el despertador. Durante la noche le había sobrevenido un paro cardíaco, hecho que el
médico declaró era casi de esperar, pues la mujer pesaba ya cerca de ciento setenta y ocho kilos.
La vida de Asencio recobró luego de tan larga modificación, el moderado desorden de sus épocas de soltero. Ni
se le ocurrió pensar otra vez en mujer. A los cincuenta y dos años... pero pesó en verdad decisivamente sobre su
determinación de finalizar solitario sus días, la frustración de aquel prolongado calvario en que se había
convertido, a poco de consumarse, su matrimonio.

“Todos los humanos cumplen el ciclo”.


Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco de 25 watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar
un centavo más de corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto por uno de 150.
El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como el hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces
una existencia compuesta por la sucesión de millones de actos de seres distintos, que adquirían sentido
únicamente por su conocimiento y memoria. Al final de ese camino, existían dos posibilidades previstas por
Dios: el ingreso al Reino eternal, o la repetición del ciclo (que los orientales llamaban reencarnación).
Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supremo Hacedor: la perduración eterna de la conciencia en el
limitado reino de este mundo.
Era lo que los exégetas hebreos llamaron gehena, ben hinom, seol o “el fuego”. Pues se decía que quienes
quedaban allí padecían como si su alma se estuviera consumiendo entre las llamas.
Ahora bien, el Creador había hecho al hombre libre y no podía impedirle el conocimiento de ninguna
posibilidad. Así es que, quienes por su natural inclinación psíquica -hombres o familias-tendían al aprecio
extremo del reino de este mundo, arribaban al mecanismo para perpetuarse en él, si lo deseaban. Habían
múltiples maneras de acceder a ese conocimiento. A los Ybarras les había correspondido el de la posesión del
libro.
Si él quería quedar en este mundo, si el lector prefería la tierra al Reino de los cielos, debía pasar al segundo
capítulo del volumen, donde hallaría la fórmula. Más debía tener en cuenta que ésta lo facultaba únicamente
para detener a su alma en un solo momento, una sola situación de su vida entera, donde quedaría eternizada
para no salir de allí. La voluntad del lector lo facultaba a elegir esta alternativa y seguir adelante con el estudio
del texto. Pero no debía alegar luego que no se le había advertido sobre las consecuencias de esta acción.

El último de los Ybarra reflexionó un rato sobre estas palabras. Se detuvo y decidió postergar por una hora la
lectura, para tomar una cena liviana. Marcó la página con el pendón de seda roja que poseía cosido en el interior
del lomo y cerrando el libro lo dejó depositado en el alféizar de la ventana. Era una noche caliente y estrellada.
Desplegó sobre la mesa el mantel de plástico que había adquirido hacía poco, ubicó geométricamente la botella
de vino, el sifón, el vaso que había sido de dulce de leche y el plato floreado y se sirvió pata de chancho,
ensalada rusa y quesillo, acompañados de buen pan casero. Masticó lentamente los manjares, mientras pensaba.
Llegó a la conclusión de que le daba igual existir en este mundo o el otro. Con la diferencia de que al primero
por lo menos lo conocía. Asencio era, por principio, renuente a lo desconocido.
¿Quién le garantizaba, después de todo, que el famoso Reino de los Cielos fuera como se decía? Era mayoritario
el consenso, es cierto, sobre su armonía sin límites y había mucho escrito sobre ello. Pero eso tampoco probaba
nada. ¿Acaso no se había publicado en el diario la muerte del Pichi Revainera, en un accidente de biplano? A
tres columnas se cantaban loas póstumas al joven y destacado aviador desaparecido y la página entera de avisos
fúnebres se cubrió de adhesiones a su inhumación -simbólica, ya que el aparato había quedado reducido a
cenizas-. Y el Pichi había sido visto después en Nueva York, disfrutando sin duda de los depósitos bancarios de
su mujer, que se habían esfumado junto con él.
¡Bah! Todo es vanidad, como decía Qohelet. Esta era la única frase religiosa que le había gustado alguna vez.
No se sentía inclinado, si debía decirlo, a optar por el Reino Espiritual, en caso de poder hacerlo. Asencio era de
los que adherían al famoso refrán “prefiero malo conocido a bueno por conocer”.
Con esta semideterminación en sus ideas regresó al sillón junto a la ventana, luego de cenar.

Pero, ¿qué momento de su yerma historia iba a elegir? Si a él le hubieran tocado las peripecias de un
Schliemann, o las posesiones y el fasto de un Rheza Phalevi o un Faruk... Mas, ¡ay! su vida gris había sido un
transcurrir sin matices, donde desde la infancia de pueblo grande había pasado a una adolescencia rutinaria y de
allí a la oscura existencia de burócrata que había llevado hasta hoy día. Si el único momento excitante de su vida,
casi podía decir que había sido cuando descubrió, a través del libro, que podría decidir sobre el final de su
alma...
Pero no... ahora se acordaba... había tenido un momento, un solo momento, en el cual la felicidad extrema, una
voraz expectativa, propia de la más intensa aventura y el sentimiento de autovaloración se habían aunado. Había
sido en el día de su casamiento.
En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordinamiento de las relaciones sentimentales que imponía a los
noviazgos la rigidez moral de la sociedad santiagueña. Después, a causa de las decepciones ya narradas.
Unicamente ese día, o más precisamente, en un determinado momento de él... sí, se acordaba... fue al cortar la
torta, con la mano de Adelaida envuelta en sus dedos... eran una hermosa pareja, decían las comadres, él buen
mozo, de porte señorial, ella rellenita y fina, en la flor de su juventud... Adelaida tenía las mejillas encendidas, era
una noche de invierno y habían activado la calefacción, el local estaba atestado; él sentía en la epidermis de su
palma la vibración de la piel de la muchacha, transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor momento que se
avecinaba... tantos años esperando... en unos instantes llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una
exclusiva habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón transparente, él extasiado con la belleza de su
cuerpo... Estallaron los aplausos... eran el centro de la reunión... ¡Qué importante se sintió!
La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se había negado con obstinación a desvestirse. En toda su
vida de casados, Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si se debía a problemas de índole psíquica,
moral, o algún oculto defecto.

Pero esa noche... ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo bromas y levantando las copas en su honor... El rostro de
su padre, con aquel brillar en los ojos que desmentía la severidad de su gesto... su madre y su hermana, llorando
desbordantes de alegría... En la familia ya creían que Asencio se iba a quedar solterón.
Sí, elegiría ese momento.
Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera página en blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para
acceder a la eternización terrenal del alma”.
El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era una especie de salmo, de unos cuarenta
y cinco versículos, lleno de invocaciones, alabanzas a la materia y exclamaciones breves.
Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con lentitud; se debía fijar en la mente, con imágenes, el
momento deseado y las letras debían aparecer sobreimpresas a las figuras imaginadas. Cuando se lograra esta
situación y la concentración perfecta, insensiblemente la vida del individuo habría de quedar fijada por siempre
a ese momento.
Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejercitada a diario en la retención de los incrementos en las
tarifas postales. A la medianoche ya tenía totalmente aprendido el salmo.
Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima que ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de
su propietario. Colocó la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse unos buenos mates. Acercó su sillón
preferido a la cocina a gas de querosene y se dispuso a iniciar la ceremonia.
Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de Adelaida, los ojos de su padre. Las manos de los
amigos, el vino espirituoso. Los flashes de magnesio, el abrazo de su hermana... Como una brillante vista en
colores, todo apareció en su mente; maravillas del recuerdo... Empezó a recitar el salmo; las letras, con
extraordinaria nitidez, se modelaron, en blanco, sobre las figuras que iban y venían... Dulcemente, como si se
adormeciera, fue dejando de sentir el posabrazo del sillón, los pies... para internarse paso a paso en la figuración
de su noche de casamiento.

Epílogo

Recorriendo el atestado desván de mi madre, me he detenido muchas veces ante una vieja fotografía. Se ve en
ella a mi desaparecido tíoabuelo, Asencio Ybarra, la noche de su casamiento.
En una primera visión, semeja un daguerrotipo cualquiera, como los que conservan tantas familias de Santiago.
Sonrisas, el novio tomando de la mano a la novia -una hermosa muchacha-para cortar la torta. Pero mirando
con atención se descubre algo extraño, en las facciones... o en la expresión del hombre. Algo patético, un brillo
angustioso en la mirada, un rictus desesperado en la sonrisa, desmintiendo la aparente euforia del momento.
Transmite la sensación de que quien allí posa para la fotografía, estuviera encarcelado, preso de una desesperada
situación, condenado a no sé qué padecimientos sin límites y pidiera auxilio con los ojos desde el frío marco
metálico en que está encerrado.
Puede ser una antojadiza ocurrencia mía. Pero juraría que allí pasó algo, tenebroso y extraordinario.
No sé. Creo que jamás podré develar el misterio de esta fotografía.

Sierra Chica, agosto de 1977 y Fernández, abril de 1987.


Fiesta

Había un inmenso anfiteatro, en donde se desarrollaba un acontecimiento que tenía lugar año a año: la Fiesta de
la Vida. La importancia de esta celebración, que se realiza en varias ciudades, consiste en el mero hecho de estar
la multitud reunida, en un acto colectivo. La gente habla, se pasea, sube o baja por las graderías, se reúne en
grupos, o, simplemente, se miran unos a otros. Algunos tocan instrumentos y cantan; hay quienes prefieren
bailar sobre el gigantesco escenario.
Aquel día hombres y mujeres -jóvenes y mayores- conversaban animadamente y se movían yendo y viniendo en
los pasadizos llenos de sol.
Yo caminaba por allí en alegre distracción, cuando me encontré de frente con una muchachita hermosa, dulce y
delicada, con quien entablé conversación de una manera tan natural como si los dos hubiéramos sabido por
algún medio que debíamos encontrarnos y conocernos. Llevaba un vestido rojo, de una sola pieza, tenue y
flotante.
Salimos del anfiteatro, nos alejamos de la multitud aunque no nos desagradara; nos alejamos sin perder noción
de ella y emprendimos un paseo por las extensas avenidas del parque.
Te voy a ahorrar la descripción detallada de aquella larga y hermosa ronda, en la cual nuestras almas iban tan
sujetas que los cuerpos parecían haber perdido todo peso y solidez. Sólo quiero contarte que, en un momento
del paseo, ella me tomó delicadamente la mano derecha y comenzó a besar, suavemente, mis dedos, uno por
uno.

Sierra Chica, Olavarría, provincia de Buenos Aires. Invierno de 1977.

Un hombre superior

-¡Mozo!... ¡Vení carajo; el whisky se ha vuelto a terminar!-vociferaba Adriano. Estaba borracho ya.
Desde los baffles, el sonido desgarrador de la guitarra de John Mayal brindaba pretexto para retorcerse a dos
parejas que bailaban descalzas sobre la pista. Luces azules que salían de bajo sus pies los tornaban raros
fantasmas fosforescentes. El humo de los cigarrillos había formado una nueva atmósfera dentro del local
todavía repleto.
-Perdón señor... usted llamó...
-¡Hace una hora que te llamo, boludo!-gritó Adriano, sobresaltando al mozo que por fin, sorteando piernas
entrelazadas y vasos en el suelo en medio de la oscuridad, había llegado hasta la mesa del famoso cantante.
-Traé dos botellas más... ¡Y apurate, si no quieres que comience a destrozar este maldito lugar!
-¡Muy bien señor!-balbuceó el hombre y se dio vuelta para cumplir con la orden. No había empezado a caminar
cuando la estentórea voz del divo lo paró en seco:
-Llevate estas botellas vacías, ¡animal!
Era la hora en que las parejas, ya agotadas de sacudirse, saturadas de alcohol y marihuana, sólo atinaban a
aburrirse en compañía. Buscaban, estérilmente, diversiones nuevas: tomar las bebidas en sus zapatos, hacer
concursos de pechos grandes; algunos trataban de llamar la atención sobre sí, haciendo cosas insólitas, gritando
de repente “viva Hitler” o lanzándose a un show unipersonal. Intentaban de nuevo exprimir la noche,
decepcionados, sintiéndose vacíos pese a todo. Adriano y sus amigos se habían sentado en uno de los rincones
más claros del nigth club. Tenían su sitio siempre reservado, aun cuando sólo aparecían por allí de vez en
cuando. El lugar era un reducto para snobs; por su ubicación -a 20 kilómetros de la ciudad-y sus exhorbitantes
precios, sólo una selecta minoría podía tener acceso a él. Los últimos inventos del mundillo farandulesco se
codeaban en Mother con notables de la “high-society” vernácula. Todo allí destilaba una rebuscada originalidad
y cierto exotismo. Cianni, el dueño, había contratado arquitectos de moda para construirla. El edificio simulaba
por fuera un gran vientre de mujer encinta, truncado un poco más arriba de la cintura. A través del ombligo de
cristal, brillaba una luz verdosa. El sistema de ventilación estaba tan bien disimulado que no se percibía desde
afuera. De todo el bloque se desprendía un suave resplandor, producido por iluminación indirecta. La puerta
había sido colocada, mal escondida, en medio de las piernas de la inmensa mujer. Adentro, todo era azul, con
excepción de la pista, que cambiaba de color paulatinamente o con violencia, de acuerdo al ritmo de la música.
Jóvenes delgados, chiquillas con aire insolente, galanes maduros, damas lánguidas luciendo provocativos
escotes, se deslizaban en cámara lenta, como una película muda, sobre la ensordecedora combinación de rock
and roll y estroboscopía. Hasta que se agotaban y comenzaban a desarmarse, a perder su estudiado esplendor en
medida fatalmente proporcional a la cantidad de alcohol ingerido. Vomitaban, se revolvían, lloraban algunos.
Este mundo frívolo, pero mítico para los millones de chiquillos que suspiraban ante sus fotos en las revistas y
desfallecían leyendo sus andanzas, ese mundo lleno de maquillaje, cirugías y poses estudiadas ante el espejo,
había girado, esa noche, alrededor de Adriano.
“Nadie ha llegado tan alto como yo -pensaba él-. Soy admirado, poderoso, rico...”.
En un torno revoloteaban sin cesar sofisticadas muchachitas, espiando sin disimulo cada movimiento del ídolo,
envidiando a los seis o siete elegidos que constituían lo que él llamaba “su circo”. El alcohol tenía la virtud de
acentuar su megalomanía.
“...una figura internacional. Mis canciones recorren el mundo. Mis dos películas producen aglomeraciones en
cada lugar donde se exhiben. Las productoras, me ruegan para que participe en sus filmes... Pero ya no me
hacen ninguna falta. Nadie me hace falta. He triunfado. Me basto para manejar mis cosas. ¿Acaso no he
triplicado las ventas cuando decidí fundar mi propio sello grabador?”
La mano de su acompañante, una adolescente de tez bronceada, se deslizó con suavidad bajo su camisa,
desviando por un instante el curso de sus pensamientos.
“Mujeres... aman el éxito. No creo que haya una capaz de resistirse a mí. Me basta señalarlas con el dedo para
que se arrastren, ronroneando como gatitas, hacia mí.
“Soy bello. Pero eso no basta; lo sé. Ellas aman, por instinto animal, al hombre poderoso, despiadado,
deslumbrante, que ven en mí. Aman mi seguridad, mi triunfo, mi riqueza... y todas intentan, estúpidamente,
atraparme”.
Los densos acordes de un órgano anunciaron que a continuación surgiría su voz desde el disco, en una de sus
grabaciones más famosas. Era el quinto tema suyo que difundían desde que llegó. Los ruidos comenzaron a
acallarse, mientras los que caminaban se apresuraban a ubicarse ostensiblemente para escuchar. Las parejas de la
pista se tiraron en el suelo; las mujeres ensayaron actitudes extáticas, con la cabeza apoyada en las manos o
echada hacia atrás, cerrando los ojos.

Voy a darte algo de mí, mujer


entre la verde hierba del campo.
Hoy por fin vas a sentir, dentro de ti
tanto, como nunca habías soñado.
Pero luego sufrirás: será sólo una vez.
-sonaba la canción.

“Me escuchan idiotizados. Se dejan envolver, llevar, por mis canciones. Me pertenecen: podría arrastrarlos a una
guerra si quisiera, desde alguno de mis recitales. Me seguirían sin titubear”.
Yo tendré que irme, luego
nunca más me podrás ver
mi amor no es para este mundo,
alguien me espera, en el sol.

“Pero no quiero nada de ellos. Me aman porque yo los aborrezco. Son sólo masa, amorfa, insípida, incolora. No
me interesa su inmunda vida, pero ellos me necesitan. Soy la materialización de sus anhelos, de lo que nunca
pudieron ser... me adoran, aun sin comprender mi sensibilidad en lo más mínimo”.

Las lágrimas de tus pobres ojos,


construyendo dos senderos
terminarán junto al rocío
que el calor destruye para siempre
al amanecer

“Desde el alto lugar en que me encuentro, me doy cuenta de que por nada aceptaría descender a donde estaba
hace unos años... en realidad, nunca fui como ellos, siempre en mi alma existió un matiz superior”. Un estrépito
de vasos rotos, seguido de un chorro helado derramándose sobre su cabeza interrumpió abruptamente sus
pensamientos. Se incorporó encogiendo los hombros, lentamente, sintió el líquido, pegajoso, deslizarse entre
sus enrulados cabellos, bajar sobre la camisa rosa... Se había roto el encanto. Empapado, con el rostro
desencajado, giró sobre sí para buscar al culpable del sacrilegio. Vio ante sí un rostro, un tembloroso rostro,
balbuceando incoherencias. Se sentía ridículo: algunos se reían. Se reían... ¡de él! ¡La manada se burlaba de su
amo; los mediocres se reían del genio; Los débiles se mofaban del poderoso! ¡El fango había conseguido, en un
descuido, salpicar al sol!... Y aquella cara, esas facciones vulgares, aborígenes, aquel insignificante mozo de
night-club... era el culpable de todo ésto. Sólo vio, en su furia, el rostro amarillo del infeliz; no hubo en ese
instante nada más odiado por él. Quiso destruirlo: tomó una botella de la mesa y la estrelló, con toda su fuerza,
contra el rostro del desprevenido empleado. El grueso vidrio estalló en mil pedazos y el hombre cayó de
roddillas en el suelo, aullando, retorciéndose de dolor.
Un frenesí salvaje se había apoderado del cantante, que trataba de destrozar todo lo que hallaba cerca. Gritando,
daba vuelta a patadas las mesas de cristal, estrellaba vasos y botellas contra la pared, tiraba ceniceros de metal
contra los focos. Estaba provocando un revuelo descomunal.
-¡A ver! ¿Quién se ríe ahora?-gritaba, mientras seguía con la destrucción-. ¡Imbéciles!
Las mujeres chillaban asustadas; una, presa de la histeria, aullaba: “Más, más Adriano... ¡dales con todo!” y se
reía a carcajadas, rompiéndose la ropa. Se habían encendido todas las luces. Un borracho total despertó de su
mona un instante, hizo una señal con la mano y se cayó hacia atrás, por levantarse. Por fin, luego de rogarle
muchas veces, los amigos de Adriano pudieron apaciguarlo un poco; tomaron sus cosas y envuelto en un tapado
de piel lo sacaron, tembloroso de rabia y despecho todavía.
Los parlantes no atronaban ya. Un silencio espeso había ocupado su lugar. Las intensas luces otorgaban al
cuadro una brutal objetividad. Los que no estaban borrachos se movieron hacia la salida, consternados. Una
mujer gritó: como una aparición, el hombrecillo agredido se había incorporado y manoteaba el aire, buscando
algún apoyo. Tenía la casaca blanca teñida con sangre, que manaba abundantemente de su rostro pese a los
desesperados intentos que hacía por contener la hemorragia. Las heridas que le habían infligido eran horribles.
Imploraba:
-¡Ayúdenme, por favor!

2
El lujoso chalet brillaba tenuemente iluminado entre los antiguos caserones del barrio residencial. En la vereda,
Dany y Liza esperaban. Habían traído el auto de Adriano hasta su casa. Cuando los vieron llegaron, montaron
nuevamente en el vehículo y lo enfilaron hacia la puerta del garage. Adriano venía con otra pareja y Roberta.
Durante el recorrido no había pronunciado una palabra. Contrariado, parecía absorto en algún punto indefinible
del camino. Roberto se había limitado a observarlo compungida, atenta al menor movimiento de él. Ramiro y su
novia tampoco se habían atrevido a interrumpir aquel hosco silencio. De vez en cuando lo miraban
disimuladamente, como para comprobar que seguía allí. A duras penas lo habían disuadido de conducir su
propio vehículo. Por suerte, el viaje parecía haberlo despejado bastante.
-¿Alguien va a abrir de adentro el garage?-preguntó, desde el otro coche, Dany.
-Apretá el botón negro y rojo, a la izquierda del tablero-contestó el cantante, mientras se apeaba del convertible
de su amigo. Luego, dirigiéndose a los otros, espetó:
-No se molesten en bajarse. Quiero estar solo.
Pero Roberta ya se había colgado de su brazo. Dany guardó el auto de Adriano. Cuando pasó junto a él intentó
un elogio al sistema electrónico de control remoto, pero recibió una mirada tan hosca que se quedó en mitad de
la frase. Se fue sigilosamente, del brazo de su amiga.
-Cuídalo, Roberta-dijo todavía, por la ventanilla.
-No te preocupes, pibe -replicó Adriano-. Nadie me cuida mejor que yo mismo.
Se fueron por fin.
El caminó con la muchacha abrazada a su cintura hacia la escalera de piedra que conducía, a través del vasto
jardín, hasta la puerta del chalet, erigida a dos metros sobre el nivel del suelo. Entraron en silencio; el hombre
siguió hasta el dormitorio y sin desvestirse se tiró sobre una inmensa cama circular. Roberta, indecisa, se asentó
sobre un almohadón, cerca del lecho y se quedó observándolo, en silencio.
-¿Qué haces, sentada como una idiota?-reaccionó de pronto él, rompiendo su prolongado mutismo anterior: -
desnúdate, ¡ya!
La muchacha obedeció.

Una tarde, al salir de los estudios de grabación, su secretaria le advirtió que dos hombres lo esperaban en el hall.
Apenas bajó del ascensor los vio. Estaban sentados cachondamente en los sillones, hojeando algunas revistas
viejas mientras fumaban. Por su aspecto, presintió que eran policías. Se dirigió a ellos sin saludarlos.
-Soy Adriano-. Los policías se habían incorporado apenas lo vieron venir.
-Lo conocemos, señor-contestó uno de ellos. Luego se generó un silencio embarazoso.
-Y bien-se impacientó él.
-Somos de la comisaría 24ª dijo el que había hablado antes. Lo sentimos mucho, creo que tendrá que
acompañarnos.
-De qué se me acusa-preguntó Adriano, casi con sorna.
-Agresión con lesiones graves.
Por la mente del artista pasó fugazmente el rostro ensangrentado del hombrecito del night-club. Pese a ello,
preguntó:
-¿A quién lesioné yo?
-Miguel Naveda.
-No lo conozco.
-Es empleado de un local nocturno-explicó el oficial, como si le costara pronunciar las palabras-. Dice que usted
le dio un botellazo en la cara. Perdió un ojo.
-¡Eso fue en defensa propia!-casi gritó Adriano-. ¡Tengo testigos!
-¡No se preocupe, Adriano!-terció el otro oficial, con un guiño de benevolencia-. ¡Usted va a salir bien parado
de ésto!
En la comisaría habían preparado una habitación especial para él. Esa misma tarde, dos abogados le visitaron.
Restaron importancia al problema. Ese Naveda era un pobre infeliz. Además, alcohólico. Por ese lado iba a ir la
defensa: Naveda aparecería como el agresor. No habría problemas en conseguir testigos. Ya se encargarían
ellos... eso sí: iba a costar unos buenos pesos.
A la mañana siguiente Adriano estaba en libertad. Antes de irse, saludó al comisario y a un grupo de sonrientes
oficiales que le pidieron autógrafos. Flanqueado por sus defensores se dirigía a la salida, atravesando un frío
corredor, cuando un hombre que venía en sentido opuesto atrajo su atención: al descubrirse mutuamente,
ambos vacilaron. Era un individuo pequeño y macizo. Más lo terriblemente desagradable de él era su rostro,
cruzado por sanguinolentas cicatrices que se distinguían con claridad, aun de lejos. Su boca, como torcida,
formaba un extraño rictus, semejante a una sonrisa, que dejaba al descubierto por uno de sus lados dos o tres
dientes amarillentos. A pesar de los anteojos oscuros, podía advertirse claramente que aquel monstruo tenía un
solo ojo.
Adriano no necesitó que le dijeran quién era. Pero ni siquiera lo miró al pasar al lado de él. El otro se había
quedado parado allí.
“Al diablo con el imbécil -se dijo-; no quiero saber nada de él.”. Después no pensó más en el asunto. Un
enjambre de periodistas y camarógrafos se agolpaban en la vereda, esperándolo. En medio de los flashes, varias
manos portando micrófonos se extendieron hacia él.
-¿Por qué te detuvieron Adriano?
-¿Es cierto que te acusan de llevar drogas?
-¡Por favor, una sola palabra para tus fans!...
El los ignoró completamente y como un dios distante, esperó que la policía le abriera paso hasta su coche.
-¡Ha sido una gran equivocación!-oyó que declaraba uno de sus abogados.-Ahora está todo arreglado.
Subió al automóvil, que el chauffeur ya había puesto en marcha.

Elmira era muy bella. Excepcionalmente bella. Delicada, culta, femenina. Una mujer nacida para ser amada.
Nadie hubiese podido resistir una prolongada mirada de sus ojos sin enamorarse. El no había podido adivinar el
misterio que esos ojos escondían. Una deliciosa sensación lo anegaba cuando lo miraba ella; no era difícil,
entonces, dejarse llevar por un imaginario mundo de suaves sensaciones, transmitido por esa mirada honda de
aquella muchacha que, además, tenía un cuerpo privilegiado. Una tierra prometida, donde se esperaba hallar
placeres desconocidos, palabras jamás oídas, sentimientos ignorados. Pero lo que más atraía de aquella criatura
excepcional era el halo de pureza, de singular inocencia que parecía iluminar cada uno de sus serenos
movimientos, cada frase suya. ¡Era tan distinta a todas aquellas chiquilinas libertinas que saltaban a su cama, a
veces sin siquiera haber hablado antes! Con ella, todo había sido increíblemente distinto. Elmira se había metido
en su corazón desde que la habló por primera vez. ¡Le había costado un largo trabajo conquistarla! Tuvo que
declarársele formalmente. En los primeros tiempos, ese noviazgo le daba risa. Se veían en lugares públicos.
¡Nunca aceptó ir a su casa sin estar acompañada! Hasta debió aceptar que lo presentara a sus padres. Un
matrimonio severo, anticuado. Pese a todo ello, él la quería cada día más.
Adriano pensaba esto mientras guiaba su poderoso Alfa Romeo bajo la lluvia. La ruta estaba desierta, silenciosa.
Tras él, quedaba la finca del padre de Elmira. Ella estaría ya acostada, entre sábanas vaporosas, dulcemente
dormida quizá. Había pasado una velada maravillosa. Nada de ruidos, nada de fans, ni fotógrafos ni luces
enceguecedoras... Sólo los cuatro, los refinados padres de la muchacha, ella, y él, ante la mesa deleitable, servida
por un silencioso matrimonio de mucamos. La música de Brahms, confundiéndose por ratos con el suave
rumor de la lluvia en la ventana y el suave crepitar de los leños encendidos en el hogar.
Después de la cena, ella se sentó al piano y cantaron a dúo.
Desgraciadamente, la noche había terminado y él volvía, solo, aun envuelto en las brumas deliciosas del alcohol
y las saudades de aquellos bellos momentos. Tan recientes, pero ¡tan lejanos ya! Bueno hubiera sido poder traer
consigo a Elmira, junto a él, abrazándolo, acariciándolo con sus finos cabellos, embriagándolo con palabras
dulces murmuradas al oído... Pero de haber sido así, quizá él no estaría enamorado como ahora. ¡Tenía suerte
esa muchacha, si lo pensaba bien! Adriano era un buen partido, a no dudar. Y se iba a casar con ella. Lo había
reflexionado seriamente, ya. ¡Cuántas mujeres, en el mundo, serían capaces de dar cualquier cosa para casarse
con él! Y había sido ella la elegida. Sólo ella.
Un resplandor a un costado del camino, distrajo por un momento su atención. El gran vientre, con su ombligo
luminoso, apareció en una curva ante sus ojos, mezclándose con sus imaginerías. No había vuelto allí, luego de
aquel incidente... ¿Cómo se llamaba el tipo?... No recordaba. No volvió la cabeza al pasar. El boliche le traía
malos pensamientos.
No le costó demasiado volver con Elmira, en su mente. Nuevamente sus ojos azules se metieron en sus ideas,
llenándole de aquel indefinido placer que ya conocía, pero no podía explicar. Apenas terminaron el rodaje de su
nueva película se lo iba a proponer. Sí -¿por qué no?-, me iba a casar, con una gran fiesta, una sola, inmensa
fiesta. Y después, a descansar juntos, un mes, dos... lo que fuera necesario, en alguna isla lejana. O quizá -mejor
todavía-podía llevarla a algún lugar escondido en las montañas. En medio de la nieve y los abetos. ¡Eso!, ¡sí! la
idea le entusiasmó más que la anterior. Compraría una casa, en los Alpes. Había visto hermosas viviendas, como
de chocolate, cuando anduvo allí. Se refugiarían, a salvo de la vulgaridad del mundo, sólo ellos dos, sin
compartir con nadie, ni siquiera con estúpidos sirvientes, su luna de miel. Nadie tenía derecho a eso como ellos.
Eran hermosos y fuertes. Como nosotros -pensó Adriano-debían de haber imaginado a sus dioses los griegos.
De algún modo, lo eran. Como dioses, entonces, vivirían.
Un violento tirón del volante, precedido por un estallido, lo volvió bruscamente al planeta. Instintivamente pisó
los frenos, pero el auto apenas le respondió; culebreando, se salió del camino mojado y fue a estrellarse -por
suerte casi sin violencia-contra una araucaria.
Maldiciendo, se bajó en medio de la lluvia a ver qué había sucedido. El hocico del auto lucía muy abollado, pero
la causa de la patinada había sido un reventón. Con rabia le dio un puntapié a la máquina y volvió a entrar.
Esperaría. No era él la persona indicada para cambiar un neumático y menos bajo la lluvia. Se apoltronó en el
asiento, luego de modificar su posición corriéndolo hacia atrás. Extrajo un Gitane y lo encendió, colocó un
magazine de sus canciones en el stereo-car y se dispuso para la espera. Eran las cuatro de la mañana y la lluvia
no cejaba. El paisaje era sobrecogedor. Frondosos cipreses y araucarias bordeaban el camino y los campos
arados, que semejaban un inmenso cementerio. Algún lamparazo fugaz teñía todo de azul por ratos y las gotas
acumuladas en las ramas constelaban de puntos brillantes a aquellos grandes vegetales. Se escuchó a sí mismo
desde los parlantes.

Mira a los hombres, míralos


como ratas correr,
viviendo y muriendo, comiendo
lo que les dan de comer;
corriendo por tras de una dicha
corriendo por tras de una paz
que jamás podrán conocer.

Míralos, como hormigas


sufriendo inconscientes su propia insensatez
piensan que viven, creen que eso es vivir;
se mienten, desde que aprenden a hablar;
ellos existen, sólo para morir.

Le agradaba escucharse. Algunas veces se veía, en su imaginación, cantando sobre un escenario suspendido en
las nubes; vestido con ropas tenues, iluminado por miles de estrellas, que concentraban su luz en él. Debajo, a lo
lejos, millones de seres diminutos, que lo ovacionaban absortos. Creía seriamente que ese sería su destino
después de la muerte, que algún día tenía que llegar. Pero para qué pensar en eso ahora -se dijo-: soy demasiado
joven para la necrología. Mejor, volver a Elmira. Elmira era tal vez la única mujer en el mundo digna de un
hombre como él.
“Yo he de llevarte conmigo a un lugar”-susurraban los parlantes-, “allí aprenderás que el poder/ nace del ansia
de ser/ vive, quien sabe vivir/ muere el que quiere morir”.
-Vive quien sabe vivir-repitió el coro-, muere el que quiere morir.
Los faros de un coche que se acercaba por la ruta lo encandilaron un segundo desde el espejo retrovisor. Bueno,
ya venía alguien. Se bajó, haciendo señas con los brazos levantados. Era un Fiat 600, medio destartalado. Peor
es nada -pensó Adriano-. El autito se paró unos metros más adelante. Enseguida hizo marcha atrás. Adriano
abrió la puerta y se metió sin que lo invitaran.
-¡Hola amigo!-saludó, al bulto que distinguió frente al volante. Reventé una goma. Y con esta tormenta... usted
me llevará hasta la ciudad, sin duda. Soy Adriano, me debe conocer por la televisión...
-Adriano-repitió el otro.
-¡Sí, Adriano!
-¡Pero fijate vos!-murmuró, soltando una especie de risa, el otro-; ¡Fijate vos lo que son las cosas?
-¿Qué dice? ¡No entiendo!-balbuceó Adriano, pensando ya que tendría que vérselas con algún loco.
De pronto un trueno hendió el silencio; un relámpago intenso transformó en día por un solo segundo la espesa
oscuridad... y Adriano pudo ver el rostro del conductor... Un rostro pálido, cubierto de cicatrices rojas, entre las
que aparecía, como injertado, un ojo, un solo ojo, desmesuradamente abierto. Bajo la chata nariz, una boca
horrible, que reía con rara mueca.
Como si hubiera visto al diablo, saltó del coche y echó a correr. Quiso alcanzar su auto y encerrarse; pero su
perseguidor era veloz; lo alcanzó en dos saltos. Sintió un terrible puntapié entre las piernas, que lo derribó en el
barro de la banquina. Se dio la media vuelta sin levantarse, tratando de retroceder con una mano encharcada en
el fango y protegerse con la otra: el agresor ya estaba encima.
-¡No!-imploró entre sollozos el ídolo ¡por favor!... Te daré dinero. Te haré rico. Podrás hacerte buenas cirugías...
Un nuevo relámpago iluminó las facciones del monstruo. Tenía un cuchillo pequeño y ancho en la mano.
Aterró al cantante la mirada de aquel ojo único, fijo.
-¿Así que te acuerdas de mí?... ¿Así que te acuerdas de aquel pobre Naveda, que arruinaste para toda la vida?...
Quiso hablar, decirle que era posible un arreglo aún, que podía darle lo que él quisiera; pero su garganta no le
respondió. Había enmudecido, por el terror. Su esfuerzo por gritar algo lo dobló; quiso incorporarse y de su
garganta escapó como un alarido animal, sólo cuando sintió la hoja de metal desgarrando sus entrañas. Un
vahído lo derribó y su conciencia fue perdiéndose, entre una niebla roja que lo envolvía todo. Pese al fondo de
truenos, se percibía claramente la canción, que sonaba aún en los parlantes del Alfa Romeo.
Era el turno del coro.

San Francisco de Córdoba, junio de 1975.


Atraque

Se me cumplió el sueño del pendejo. ¡Qué atraque me mandé! Una criatura divina, y encima, con guita. Tiene
dieciocho años -recién sacadito el carné de conductor-, cabellos suaves, ojitos claros y un cuerpo de diosa. Ah y
una cupé Ford, 0 km. En ella nos castigamos por las afueras de Santiago -es una piba liberada; no tiene drama
en quedarse conmigo hasta cualquier hora; la estoy pasando como un chá. ¡Totalmente banana, loco!
¿Te comento cómo la conocí? Right. Ella estaba sola, en La Taberna de Andrés, tomando un licuado mientras
mirada hastiada a los que bailaban. Yo andaba en banda, como a veces me ocurre, pero después de algunas
vacilaciones entré. Es que el money a gatas me había alcanzado para el colectivo y la consumición. Apenas
entré, la vi. Y ella a mí. Me di cuenta -uno tiene cierta calle-, pero me quedé en el molde, observándola (nunca
hay que irse de jeta; la péndex se espanta). Me abstuve, como diría mi viejo, pues imaginé que una mina tan
linda no iba a salir así nomás a bailar. Dicho y hecho. Desde mi rincón estratégico la vi haciendo rebotar a dos
seguidos. “Este no es el camino”, pensé. Empecé a carburar a toda máquina para concretar el insai con nivel.
Debía buscar un modo que me permitiera entablar el diálogo con amplios márgenes para huir sin que nadie lo
notara, en caso de rebote. La negrada observa, aquí, y se iban a regodear si me junaban con la cola entre las
patas. Al fin, lo hallé. La oportunidad me la dio el mesero -un grone conocido mío-y también la urgencia, pues
ella lo llamó con la evidente intención de pagar e irse. Me levanté presto pero sin alharaca -para eso, soy un
bacán-; mirándolo con autoritario confianzudismo le dije al Pancho:
-La consumición de esta dama me la anotas a mí, por favor-, y volviéndome hacia ella: -me permite, señorita,
homenajearla con esta insignificancia.
Se quedó sorprendida, halagada, con un esbozo de sonrisa en los labios. Pancho achicó los ojos dudando entre
hacerme pasar un papelón o arriesgarse a no cobrar never more el licuado. Amón lo iluminó y se fue
cabeceando.
-¿Por qué parte tan temprano? ¿Me va a dejar la frustración de no poder compartir con usted una copa?-le
descerrajé ipso facto.
Sin contestar lo que preguntaba ella me dijo:
-Bueno... por fin encuentro alguien que no me tutea de entrada...
“Ya estás conmigo, criatura”, pensé y me acomodé en la butaca a su lado. (Muchas me dijeron eso: que las
copaba mi modo de ser, galante, casi anticuado. Y sí, a las mujeres en el fondo, les gusta siempre que el hombre
sea así).
-No quiero que lo tome como un cumplido más -le dije-, sinceramente, no he visto nunca una chica tan
misteriosamente atractiva como usted (y era verdad).
-Tuteame, por favor...-me dijo ella.
Eché una mirada de Schwarzenegger sobre la gilada y me repantigué a mis anchas en el butacón.
-No lo tomes a mal... pero te estuve mirando, desde hace rato...-empecé.
-Estoy acostumbrada a que me miren-me cortó. Y antes de que yo pensara “todas las lindas son iguales”, siguió:
-Y estoy cansada de que me miren solamente por mi cuerpo y mi carita bonita. Por eso justamente es que creo
que voy a estar siempre sola.
“Curte una onda intelectual”, me dije, y me preparé para modificar mi discurso.
-Mirá...-recomencé, adoptando cara de diván-yo te voy a decir... (¿cómo era tu nombre?)... se trasunta de vos...
-Lamia.
-... se desprende de vos, Lamia, aunque no lo creas, una sugestión extraña... algo, como un cierto oscuro mundo
interior, que trasciende tu natural belleza... no sé, es algo más, uno se da cuenta que en vos hay algo más...
Bueno. Lo cierto es que nos fuimos juntos esa noche, a un bar más íntimo. La mina fue tan piola, figurate, que
como yo insistía en que fuéramos solamente a pasear por el parque en su coche, se dio cuenta de que estaba
ciego y me dijo:
-No te preocupés, yo invito.
Toqué la bóveda celeste con las pezuñas. Ni te cuento los detalles de esa noche, porque me vas a catalogar de
fanfa.
Lamia es hija de un empresario, hace poco llegaron de Río Negro -al jovie le recetó el galeno climas calientes-y
van a instalar una fábrica aquí. Están buscando el lugar de la provincia que les convenga más. Tiene la mosca
loca; me banca; yo no sé qué me vio pero me banca. Bah, en realidad sí sé qué me vio. Soy culto, buen mozo y
de buena familia. No tendré guita, pero hasta antes que se muriera mi vieja -mi viejo es abogado-teníamos un
buen pasar. Después al tata se le empezó a dar por el trago y cagamos. Pero uno conserva, la educación, los
modales, el apellido; esas cosas, ¿viste? Así... yo creo que enseguida la woman se dio cuenta de que trataba con
alguien de distinción.
Hace dos semanas que salimos con Lamia. Cada vez me enamoro más. Es una chica encantadora... fina,
elegante, inteligente y bella. Desde chico he soñado con una mujer así. Hasta estoy pensando en casarme con
ella. ¿Por qué no? Yo podría administrar las empresas de su papá. No me lo ha presentado todavía, ni me llevó a
su casa, pero comprendo que no quiera apresurarse... tantos aventureros habrán andado por detrás de ella... se
habrá llevado tantas decepciones, ya... Es reservada. No me ha contado casi nada de su vida, pero me di cuenta
de que sus pocos romances anteriores le dejaron siempre una decepción. Me explicó entonces sus palabras de la
primera noche: “estoy cansada de que me miren por mi cuerpo y mi carita linda...” (y por tu guita, le agregaría
yo). En realidad, Lamia es la mina ideal: tiene un carácter agradable; cuando no coincide con vos, sabe decirlo
de un modo que jamás te lastima. Nos gusta ir al río, por las noches, cuando no hay nadie allí y bañarnos bajo la
luna. Antes de que amanezca, ella tiene que volver -yo mismo se lo recomiendo: no es cuestión de
indisponernos al jovato. Durante el día, ando como un sonámbulo, pero con un sueño lindo. La gente me
resulta simpática, sin distinciones de raza, procedencia o religión; hasta he hallado paciencia para darle la lata
sobre alcoholismo a mi papi. El me mira de atrás de sus ojos rojos, como diciéndose: “¿y a éste qué bicho le ha
picado?”. No me importa. El amor de Lamia me dio seguridad y energía como para que no me rocen los
dramas. Así que hago esto sólo como una cuestión de conciencia. Voy a casarme con ella. No se lo voy a decir,
todavía, pero estoy decidido a trabajar para eso. No puedo perderme una mujer así.
He pasado una etapa oscura. Por suerte, ya está superada. Lamia me dejó de ver. “No quiero hacerte daño”, me
dijo. “¿Pero que daño puedes hacerme vos a mí, loquita?”, le contesté. Pero no hubo forma de convencerla. No
quería que salgamos más. Casi me muero la noche que se fue, haciendo rugir la cupé y las luces de atrás se
perdieron en la curva de la costanera. Me volví a casa caminando, al borde del suicidio. Pasé por sobre el cuerpo
de papá, que estaba tirado en el living durmiendo su borrachera y me encerré en mi pieza a llorar. Sí, lloré, te lo
cuento, como un marrano. Cerca del mediodía, me desperté, un poco más despejado.
Pero la suerte es mi madrina, bichi. Cuando ya andaba desesperado, pues no conocía su casa y como eran
nuevos en Santiago no figuraban ni en guía, la encontré. Iba a cruzar una calle, cuando vi su coche, parado
frente al semáforo en rojo. Justo se puso en verde. Corrí y me puse frente al auto. De atrás le empezaron a tocar
bocinas. “¿Qué hacés, loco?” me preguntó, sacando la cabeza por la ventanilla. “Matame”, le dije. “Si no voy a
verte más, mejor es que me mates”. “Bueno, inconsciente”, me contestó, “esperame aquí, que voy a estacionar y
vuelvo... pero correte... nos van a devorar las fieras de atrás”. Así empezó esta segunda etapa de nuestro
noviazgo. Superior, para qué te voy a contar, a la primera.
Ya le hablé de casamiento. Ella se sigue negando a presentarme su familia, con la excusa de que es muy pronto y
no está del todo segura de sus sentimientos. Pero va a ceder. Yo sé que va a ceder.
¿Qué hago aquí? Ah, cierto, me trajeron los de la cana. Todavía no he salido bien de este horrible
anestesiamiento; por partes, todo esto me parece un mal sueño. A ver si puedo recomponer nuevamente lo que
me pasó:
Me han encontrado, en la orilla del río, chorreando sangre y desvanecido. Por suerte acertaba a pasar por allí un
pescador solitario, y me vio. El hombre no quiso tocarme, pero montó en su auto y fue a llamar a la policía.
Fueron ellos quienes me trajeron al hospital.
Me desperté en una habitación blanca, con un montón de rostros alrededor, que me miraban. Quise seguir
durmiendo, pero un doctor me pegó cachetaditas en la cara y me gritó:
-¡No te duermas, muchacho, por favor!...-. Dirigiéndose a los otros, comentó: -esa anestesia que le inyectó la
chica es de las más fuertes.
Cuando consiguieron despabilarme un poco empezaron las preguntas:
-¿Dónde la conociste?
-¿Hace cuánto salías con ella?
-¿Nunca te dijo, aproximadamente aunque sea, dónde vivía?
-¿Cómo era su apellido? ¿Rais o Retz, no te acuerdas bien?
Y así hasta que consideraron, al parecer, haberme sonsacado lo máximo posible. Después, me quedé
escuchando sus conversaciones. De ellas pude enterarme que mi amante amiga había cometido por lo menos
dos hechos similares a lo que hizo conmigo. Dos muchachos, de parecida edad, habían sido encontrados en las
mismas condiciones hacía poco tiempo, en Córdoba y en Santa Fe. Uno había muerto. Se trataba de una
maníaca, deducían los canas, por su manera de actuar. Debía de ser estudiante de medicina, o al menos hija de
un médico; manejaba demasiado bien el bisturí. La manera como había seccionado era perfecta. Propia de una
profesional.
En medio de este letargo me quedé un rato, hasta que por fin comencé a despertarme totalmente. Mi primer
pensamiento fue que era una pena este final para nuestro hermoso noviazgo. Me había hecho tantas ilusiones...
Pero poco a poco, después, me consolé. La policía la va a atrapar; estoy seguro. Son muchos los datos que han
podido reunir. Probablemente la voy a ver pronto, en el juicio. No le guardo rencor, pese a todo. Pero una sola
cosa me preocupa: ¿qué voy a hacer ahora, sin mi pito?
La remembranza que ocupó mi mente en una noche lluviosa y negra

En la noche oscura no hallé un lugar para posar mi cuerpo. Deambulaba solo con mi perramo antiguo y mi
sombrero ancho mojado por la escarcha, en medio de los refucilos. Lloviznaba despiadadamente. Y no hallé un
lugar donde posar mi cuerpo.
Las calles de piedra contenían un magnetismo de resplandores supramundanos, tronaban los timbales del
firmamento; nubes de humo componían girando retablos gigantescos, sobrecogían las figuras de arcángeles, de
ángeles y barbados profetas actuando al fresco contra un fondo negro, desenvolviéndose; daban ganas de gritar
-pero mi grito hubiera sido como el chillido de una hormiga en el mar.
El abismo del cielo me había obsedido, como si las profundidades fueran un reflejo de mi propio abismo, un
universo sin geometría en el que las relaciones nos dejan inútil el esfuerzo del cerebro: sólo puede uno asistir al
drama, ya que siquiera para participar sin condicionamientos se precisa renunciar a la vigilia; allí los elementos
no contienen causales ni objetivos; no hay verdaderas separaciones; nada es, sino está, yendo y viniendo pues
hoy es profeta y mañana ángel o gigante.
Ella era bajita y pálida... esa noche cuando fui a buscarla la encontré orinando... me encantó verla orinar: lo
hacía de una manera tan dulce... Estaba sobreexcitada; me dijo que por un tiempo no volvería a pintar... me dijo
que la espantaba el modo como sus cuadros captaban lo que iba a suceder en el plano suprafísico... Pero temo -
me dijo-que también expongan nuestras espíritas, y, ¿no estaremos advirtiendo, cuando pintamos, a los
lucíferos, de nuestras debilidades no-físicas? Yo creo que es así, le dije y ella me escuchaba con sus ojos grandes,
¡ah, qué grandes y suaves!, pues me amaba y yo también la amaba. Fue la noche en que Poncho, Jorge y yo
fuimos a custodiar al Príncipe. Era la ceremonia que se celebraba en la plaza de Santiago Apóstol.
¡Qué hermosa ceremonia...! Inmensos blandones y hachas encendidas portaba la gente. La custodia era
honorífica, pero yo le dije a Poncho desenvainemos los espadones pues ya una vez hubo un atentado; -buena
idea -afirmó Jorge y lo hicimos y con los espadones enhiestos, sosteniéndolos en las dos manos lo rodeamos,
Jorge a la izquierda, Poncho a la derecha y yo detrás del Príncipe. Caminábamos despacio por las armaduras y la
multitud. -Cuidado, que el que está aquí al lado es maricón -me dijo Poncho y efectivamente vi que con
disimulo había puesto su anémica mano en mi guantelete; no importa, mientras no ponga en peligro al Príncipe,
me dije y lo ignoré. Cansado el tipo sacó la mano. Terminó la ceremonia y fui a descansar.
Mientras esperaba a mi amada pensé en su imagen. La vi venir en mi mente, con su vestido blanco volando en
el aire, contra la noche. Era particular nuestro amor. No consistía en posesión: yo era un asombro constante
hacia ella y no me hubiera importado si le agradaran otros hombres, como a ella tampoco le importaría si yo
gustara de conocer a otras muchachas -en caso de que esto sucediera. No había sucedido aún, ni lo
esperábamos: este amor era demasiado profundo para eso.
Se me habían hinchado abominablemente los pies por las botas de hierro y casi no pude sacármelos. Vi con la
imaginación a mi amada con su túnica y descalza dirigiéndose hacia mí por las calles desiertas. La plaza estaba
silenciosa, oscura y humedecida de rocío. Repentinamente sonó un trueno.
Esperábamos el colectivo para volver a casa.

Accidente de trabajo

“Antes que atraer las iras de


una mujer, más vale arrojarse al
Etna”.
(Atribuido a Empédocles)
La patagorda del sonámbulo salió por la ventana. En ese momento pasó el tren y se la cortó. Al caer -la
habitación estaba en un segundo piso-la patagorda rebotó en un toldo de lona y salió proyectada hacia la calle.
En tal momento acertaba a pasar por allí alegremente una doctora, que se dirigía caminando hacia su hospital.
La patagorda cayó de repente sobre ella y le manchó el delantal.
La doctora, luego de salir de su estupor, montó en cólera y enseguida en el ascensor, e hizo por lo pronto, dos
cosas:
1.1: Increpó duramente al sonámbulo, luego de despertarlo, pese a las recomendaciones populares que
aconsejan lo contrario y le echó en cara su incivilidad. ¿A quién se le ocurriría dormir con la patafuera sabiendo
que pasaba el tren, el cual podía cortar la pata, produciendo de esa forma severos inconvenientes a los
desprevenidos viandantes?
1.2: Levantó la patagorda, la envolvió en periódicos que pudo arrebatar a la brisa nocturnal y conservóla como
prueba irrefutable.
2.1: Radicó (de radicar, no de radical ) una denuncia en la seccional más cercana a su domicilio.
Posteriormente la doctora inició causa judicial al sonámbulo, por daños y perjuicios, y solicitó al hospital una
indemnización. Pero, pese a todas las evidencias acumuladas, el juez decretó contrario imperio ad-hoc, y el
estado se negó a otorgarle la jubilación.
Quedó de ese modo demostrada la rigidez judicial y la fragilidad del sistema previsional de nuestra nación. “¿No
constituía éste un caso típico de accidente de trabajo?”, se interrogaba desoladamente la doctora, mientras
observaba a su sirvienta refregar, sin resultado alguno, el delantal.
El Manchachicoj

Corina Coria era una de las muchachas más bellas del pueblo. Por las tardes, en el verano, cuando el vapor del
suelo empezaba a ceder a la brisa fresca, solían verla pasar los ojos codiciosos de los muchachos, con sus
vestidos anchos y floreados, asomando apenas por bajo del ruedo las puntas de las zapatillas. Nunca sola
Corina, siempre con alguna de sus hermanas, o su madre. Vivían un tanto alejados del caserío central (boliche,
capilla, comisaría y oficina del escribiente), razón por la cual cargaba normalmente una bolsa. Se aprovechaba el
viaje para comprar mercadería. Los martes y viernes iban con sus hermanas, temprano, a buscar harina para el
pan de la semana. Los domingos por la mañana, a misa. El padre, un tanto escéptico y la madre, por seguirle la
corriente, consentían -únicamente por ese día-que Corina fuese sola a la iglesia. Tenía especial inclinación por el
culto Corina, mas ninguna de sus tres hermanas la acompañaba. Menos espirituales, preferían quedarse a
atender a los primos y amigos, que venían sin falla a jugar a la taba y visitarlos hasta bien entrada la tarde del
último día de la semana.
Fue en una de esas mañanas, un día caluroso de sol excesivo que se encontró por primera vez con el
Manchachicoj.
Una tropilla de burros había levantado esa nube de polvo que recién se aplacaba. Deslumbrada por el
resplandor del mediodía vio aparecer por el camino, entre burbujas, una figura pequeña pero extrañamente
imponente.
-Buenos días, bella señorita-dijo el enano deteniéndose -¿podría indicarme si voy bien para La Noria?
Pese a que deseaba con toda su alma huir, Corina se paró. El extraño individuo se había quitado la galera, que
sostenía entre sus manos grandes mientras la observaba sonriente. Todo en aquel ser parecía haber sido hecho
deliberadamente para presentar un aspecto disparatado. La cabeza, las manos y los pies, desmesuradamente
grandes, surgían grotescamente del cuello y las mangas del arcaico chaqué, como las de un gorila en cuerpo de
niño. El atildamiento que denotaban, en vez de mejorar la impresión, le agregaba un raro toque de
incongruencia. Pero había algo en él, una sugestión oscura, que impedía, pese a lo ridículo de su aspecto,
tomarlo en broma.
Corina balbuceó una indicación aproximada. Se veía que el enano sólo buscaba pie para iniciar el diálogo, pues
continuó sin transición:
-¿Y cómo es que anda sola por aquí, una señorita tan guapa?
-Vengo de misa...-contestó ella.
A partir de allí no fue posible cortarle la conversación al enano. Y ahí nomás se ofreció, galante, a acompañarla:
“Usted sabe, andan tantos atrevidos por estas partes...”.
Donde dobla el camino, a docientos metros de las casas, se detuvieron.
-Hasta aquí nomás la acompaño, niña -dijo el pequeño ser. -No sea cosa que me la repriendan sus padres.
Rompiendo su timidez, recién entonces Corina se atrevió a preguntar:
-Si me perdona una preguntita... ¿usted, por un casual... no será el Manchachicoj?
El mismo que viste y calza-respondió el enano. -Para servirla a usted.

2
El Manchachicoj -de acuerdo al relato de Mamadelia-era hijo de Mandinga y la bruja Brishita. La bruja vivía en
la Tierra. Era una gringa rosada y regordeta; a Mandinga le había gustado y anduvo un tiempo afilando con ella.
Pero la bruja era muy burlista, hacía bromas que a Mandinga no le gustaban. Por ejemplo, cuando la estaba
besando, de repente se le convertía en cabra. Y de estar besando unos labios carnosos, Mandinga se hallaba con
su boca apoyada en el morro bigotudo de una cabra.
Tanto le hizo estas bromas que Mandinga se cansó y de rabia la convirtió para siempre en mona. Estando así, en
un árbol, lo tuvo al Manchachicoj.
Pero le había agarrado tanto odio a Mandinga, que por desquitarse lo maltrataba al chico. Esos cotos que tiene
en la frente el enano, dice que son por los garrotazos que le daba la mona en la cuna.
Viendo esto el príncipe de los infiernos, se lo llevó a vivir con él en la salamanca. Y cuando el Manchachicoj
creció, se convirtió en uno de sus más fieles colaboradores.
Como poseía mucha habilidad para la diplomacia, Mandinga decidió darle la responsabilidad de las relaciones
con el mundo. Eso sí; había una condición: tenía que andar bien con los humanos, pero no comprometerse con
ninguno.

Hacían ya quince días que Andrés había partido para el sur, llevando un arreo de cinco mil cabezas. Corina lo
extrañaba. Extrañaba la voz metálica del hombre, sus ojos firmes, sus manos, acostumbradas al trabajo pero
tiernas. Si todo andaba bien, en julio se iban a casar. Sus padres lo estimaban mucho. Además de buen mozo,
Andrés Castañeda era inteligente y trabajador. Si no hubiera sido por esa manía, por ese orgullo que tenía de
manejar bien el cuchillo... A causa de ello, vuelta a vuelta andaba entreverado en algún duelo. Era veloz con el
de dos filos, Andrés... “pero siempre hay alguno más rápido que uno”, sabía decir Tatapedro. Corina temblaba
cada vez que su novio se iba a un baile o una confitería.
-¿Qué le pasa que está tan pensativa la niña?
La voz untuosa, grave, parecía haber sido pronunciada en la concha de un caracol. Era el Manchachicoj. Otra
vez. Ya se había acostumbrado Corina a las apariciones del enano. Era literalmente así: aparecía, algunas veces
en el sopor de la siesta, otras a la oración, siempre, los domingos por la mañana, a la ida y al regreso de la misa.
Había intentado ahuyentarlo Corina, poniendo, de noche, una batea con maíz en la tranquera. Pero había
amanecido tal como la dejara. A la siesta el Manchachicoj, presentándose de repente mientras ella lavaba, le
había recriminado:
-¿Así que con truquitos a mí, señorita? ¿Acaso has creído en serio que soy tan tonto? Eso de la batea con
maicitos son fábulas de viejas!...
Como quien acepta un fenómeno de la naturaleza -su carácter era muy propenso a ello-Corina se resignó
entonces a soportar al perseverante enano. Era inofensivo, por otra parte y servicial. ¿Acaso no le había
indicado con precisión dónde estaba ese crucifijo de oro que ella perdiera dos años atrás? Le traía regalos: un
pañuelo, un libro de estampas, un broche de esmeraldas. Corina escondía prolijamente todo ésto, que en lo
íntimo de su ser, la halagaba. De cualquier modo, al Manchachicoj nadie lo veía. Se había llevado un susto un
día cuando su madre se presentó de improviso a su lado, estando el Manchachicoj allí. El enano se quedó
parado donde estaba, ella no supo qué decir.
-¿Qué, ahora conviersas sola?-le preguntó su madre, entre asombrada y divertida.
No lo había visto al Manchachicoj. No se lo veía. Y estaba allí.
-Nada mami. ¡Estaba cantando!-contestó Corina, y siguió revolviendo con el palo el arrope de la tinaja.
Nadie se enteraba de esa relación extraña. El Manchachicoj se conformaba, por su parte, con acompañar y
galantear cortésmente a la bella muchacha. Además -se decía ella-, siempre es bueno tener algún aliado del otro
lado, sea en el cielo, sea en el infierno. Era evidente que el Manchachicoj era de uno de esos dos lados; porque
de aquí, no era.
Con éstos y parecidos argumentos se justificaba Corina, cuando en las noches la asaltaba la duda de si no le
estaría faltando al Andrés. Y hasta a veces se decía, que aun si fuera de otra forma, se lo tenía merecido, por
desamorado. ¿Para qué tenía que irse al sur? ¿Sólo por unos cuántos pesos más? Aquí había tanto trabajo... Pero
no. El mozo tenía que ir lejos, a demostrar su libertad. Y ella se sentía tan sola. El Manchachicoj, con ser como
era, la ayudaba tanto, la escuchaba y le daba consejos, como un padre. Con el tiempo, ella se había
acostumbrado a contarle sus cuitas. No lo veía como un galán Corina (¡quién hubiera pensado en eso!), sino
como un buen amigo.

Después de dos meses de faltar, Andrés regresó a su querencia. Se presento la tarde de un domingo, como un
invitado más. Fue recibido como un hijo. ¡Qué buen mozo estaba Andrés! Corina no cabía en sí de gozo.
Todo de negro, las botas de charol ornadas con espuelas de plata, el pelo crespo aplastado hacia atrás con
brillantina, bajo la frente amplísima, dos ojos claros resaltando contra el cutis bronceado y bajo la nariz aguileña
un cuidadoso bigote color chala, recortado.
En el amplio patio de los Coria, se bailó esa noche hasta el amanecer. Enseguida el padre había hecho llamar a
los musiqueros y carnear una vaquillona. Corría el mes de julio de 1916.
Cuando por fin se apagaron los ruidos y el hombre se fue montado en su caballo bayo, Corina se reclinó en el
catre con la cabeza llena de ilusiones. Habían fijado la fecha del casamiento para la otra semana. Andrés había
vuelto del sur con unos buenos pesos, y hasta había traído los muebles que iban a usar: una cama de dos plazas,
labrada, un bargueño español, un ropero de peteribí... La casita, hacía rato que estaba terminada.
Un leve ruido a su lado la alertó. Por la puerta entreabierta filtraba la luz brumosa del amanecer. Junto al marco,
como un aparecido, estaba el Manchachicoj. Al principio le costó reconocerlo, más por estar sumida en sus
pensamientos que por la oscuridad. Seguidamente, la ganó una instintiva sensación de rechazo.
-¿Qué buscas aquí?-le espetó con brusquedad impensada.
-Parece que ya te has olvidado de mí-replicó el Manchachicoj. En su voz había un timbre siniestro que ella no le
conocía.
Un desagradable silencio siguió al breve intercambio de frases. Después fue nuevamente Corina quien habló:
-Me vas a tener que perdonar, Manchachicoj. Hasta ahora has sido mi único amigo... Pero Andrés, mi novio, ha
vuelto... él es muy celoso...
-A mí no me vas a correr así nomás, Corina. Vos no has sido leal conmigo. Si me hubieras dicho de un principio
que no me querías, yo me hubiera ido. Pero vos me aceptabas. Ahora no me puedes dejar. Conmigo, sabelo
bien, no vas a jugar.
-Pero vos no me has entendido... -replicó la muchacha, el Andrés es muy peligroso con el cuchillo. Si se entera,
te puede llegar a matar...
Por primera vez oyó Corina su carcajada, y aquel sonido inhumano le congeló la sangre.
-¡Vamos a ver quién es más peligroso!-gritó el Manchachicoj. E inmediatamente desapareció.
Cuando llegó el mediodía y fueron a avisarle que había que preparar la comida, Corina aún no había podido
pegar un ojo.

La noche del casamiento, como suele suceder en Santiago, más que de invierno parecía primaveral. El cielo
estaba estrellado y soplaba una brisa suave, que mecía como a espejuelos las hojas de los álamos. Para facilitar el
trámite se había invitado a la casa solariega al cura y al juez de paz. Allí se realizarían las dos ceremonias -
primero la religiosa, como se acostumbraba. Después, la fiesta.
Se había contratado a los mejores músicos para la ocasión (si lo sabría Tatapancho, el padrino, que había tenido
que pagarles docientos pesos por adelantado a Reynerio Cuba y sus cimarrones para comprometerlos).
Cuatro asadores vestidos de gaucho aguardaban la señal para hacer descender sobre las brasas sabiamente
distribuidas los chivitos, lechones y dos vaquillonas. Había además empanadas, locro, tamales y vino a granel.
Iba a ser un casamiento memorable.
Frente al gran espejo del ropero, Corina, su madre y las hermanas daban los últimos toques al vestido blanco, tal
vez cargado de puntillas en exceso.
Bajo el alero, Andrés -de azul, rastra con patacones de plata-contestaba sin atender las bromas de los amigos.
Pucha, si estaba más nervioso que la primera vez que agarró el facón.
Bellas muchachas atraían la atención de la concurrencia, pero ninguna tan bella como Corina, que concentró
sobre sí todas las miradas cuando apareció en la puerta del rancho.
Tatapancho se había acercado discretamente a la novia y tomándola del brazo la condujo hacia el centro del
patio, donde se había ubicado, bajo un algarrobo centenario, el altar.
Andrés acompañado de dos mujeres -madre y madrina-se dirigió hacia ellos. Graciosamente juntaron su andar
unos metros antes de la mesa con el cáliz y se encaminaron radiantes en dirección al sacerdote. La multitud
cerró el círculo a su alrededor. Parecía que todo hubiese detenido su transcurso, pendiente del acto de unión
eterna de aquella hermosa pareja.
El sacerdote efectuó con indisimulado gusto los movimientos tradicionales y oraciones previas. Pero cuando
llegó a la fórmula por la cual debía inquirir, con voz grave, a la novia:
-Corina Coria, aceptas por esposo al joven Andrés...
-¡Esa mujer tiene dueño!-se oyó una voz restallante que gritaba.
De la multitud, como una alucinación, se había adelantado desafiante el Manchachicoj.
Luego de un segundo de estupor, varios hombres indignados se abalanzaron sobre el enano para darle su
merecido. Pero se oyó la voz de Andrés que decía:
-¡Dejenló!
Sus ojos sardios saltaban chispeantes del intruso a la novia y recorrían los rostros de los padres, las hermanas y
los familiares, buscando una explicación.
-¡El solo se ha hecho ilusiones! ¡Yo nunca le hei dao pie a nada!-gimió Corina.
-¡Si tienes honor, defendé tu prienda como un macho!-rugió el Manchachicoj y brilló en su diestra el facón.
Como en un sueño, Andrés se vio arrastrado por una fuerza que nacía de él mismo, pero que no podía
controlar, hacia el centro de la reunión. Se oyó pidiendo: “un facón”, mientras estiraba su mano a la multitud. Se
vio un fulgor que cruzó el aire y el Andrés cazó en su palma el mango de plata. Lo amasó un poco para tomarle
el pulso y avanzó.
Dos sombras, una alta y elegante y otra breve y rechoncha, se vueltearon, se acercaron y alejaron, brincaron,
cual terribles bailarines, durante eternos instantes. El polvo alzado por las botas semejó el incienso pagano, que
asperjara una sacrílega ceremonia cultual. Como un refucilo se vio el relumbrar de una hoja que se perdía en un
cuerpo... después, la muerte.
En el suelo yacía Andrés Castañeda, con una flor roja sobre su pecho.
Un alarido como el de un animal prehistórico al que arrancaran las entrañas se elevó cortando el aire, que de
repente se había puesto frío. Corina cayó postrada junto al cuerpo yerto de su amado. Boqueaba como si le
faltara la respiración y aunque no podía llorar, ya no se levantó. Le temblaba todo el cuerpo.
El enano había quedado sombrío, mirando todo, con el facón en la mano.
La muchedumbre empezó a dispersarse, alejándose de allí, como si una extraña peste se hubiera abatido sobre la
casa.
Cuando las luces rosadas del amanecer pintaron las nubes bajas del horizonte, los familiares de Andrés tuvieron
que usar la fuerza para quitar las manos del muerto de entre las de Corina, que se habían endurecido como
garras.

Epílogo

Corina nunca recuperó el habla ni la locomoción voluntaria. Tuvo que ser atendida por sus hermanas hasta que,
de hastío, la dejaron después de un tiempo olvidada en algún rincón de la casa.
El Manchachicoj desapareció. Pero se dice que ese enano greñudo, de barba hasta el suelo y lleno de piojos, que
anda casa por casa asustando a los perros, es él. Come con los chanchos y los animales viejos. Los rapaces le
hacen burla y le pegan patadas en el trasero.
Según Mamadelia, es el castigo que le dio Mandinga, por haberse enamorado.

Fernández, abril de 1987.

El bulto

La noche estaba fría y ventosa. Sola en su rancho Adela, con los dos chicos, oyó el lejano ladrar de los perros y
tuvo miedo. Otra vez tuvo miedo. “Cuántas noches sola...”, pensó. Ya eran las once. Esta noche, seguramente,
Manuel tampoco vendría. Le había salido picaflor el hombre. Ni la lluvia lo paraba, cuando andaba por ahí,
gateando alguna guaina. Y eso ocurría con tanta frecuencia... casi siempre, en estos dos años. Ella había quedado
mal de los últimos nacimientos -tenían tres, uno vivía con la abuela-, el vientre lleno de franjas y los pechos
como vainas vacías. Ya no había forma de arreglarse el pelo (es tan difícil aquí, con la tierra en el viento, el agua
salitrosa y las ocupaciones, que no dejan tiempo) y como si todo ésto fuera poco, las piernas se le habían puesto
varicosas. Si hasta por ahí lo justificaba a Manuel, cuando veía alguna chinita veinteañera y se le iban los ojos.
Pero que sea tanto como era no. No había derecho, por más que ella no fuera la de antes, a abandonarla tanto.
Ya no había noche, sea invierno o verano, que él durmiera en la casa. No era borracho, no. Gracias a Dios.
Tampoco le gustaba andar, como algunos, todo el tiempo pensando en cuadreras y taba. El único defecto que
tenía Manuel, era que le gustaban de más las mujeres. Bueno, por lo menos -eso había que reconocer-comida y
ropa, aunque fuera pobre, no les faltaba.
Oyó acercarse el paso de un caballo, seguido por el ladrido de los perros y tuvo miedo. Otra vez tuvo miedo. El
caballo se detuvo muy cerca; tal vez, al lado del corral. ¡Ah, si estuviera Manuel!... Luego de un momento en que
no pudo distinguir ningún ruido, por el ulular del viento al pasar por el alero, oyó que golpeaban. ¿Quién sería?
Vivían a tres kilómetros del rancho más cercano, y no había forma de pedir ayuda en caso de ser un forajido.
¿Iría a ver por la rendija? No. ¿Y si fuera el almamula? Dice que el almamula se presenta así, las noches de
viento, con forma de persona, a pedir resguardo. Y cuando uno se descuida, en un momentito lo halla
devorando a los chicos, para hacerlo después con los mayores. No, no iba a abrir. Mas de pronto, en medio del
ventarrón, le pareció oír su nombre.
-¡Adeeela!-le pareció que gritaban. ¿Sería Manuel? No, no podía ser. Nuevamente escuchó, esta vez con
atención, aguzando el oído. Sí, era su nombre. ¿Podría ser que volviera Manuel? Con el corazón palpitante se
puso las zapatillas y se dirigió hacia la puerta. Cruzó rápidamente la cocina-comedor con piso de tierra y
afirmando la oreja sobre la pesada hoja de algarrobo preguntó:
-¿Quién es?
Y escuchó lo increíble:
-¡Manuel! ¡Abrí, pedazo de tonta!
Con alegría sin límite descerrojó el gran candado y levantó el hierro con que trababa la puerta. En el marco
apareció Manuel, todavía con el rebenque en la mano. ¡Pero, en qué estado venía!
Tenía el traje negro blanqueado de tierra, el cabello en desorden -llegó sin sombrero-y el rostro lleno de
moretones. Pero lo más notable eran su palidez -como si la sangre le hubiera huido-, la boca desencajada,
abierta y hacia un lado y los ojos desorbitados, como si hubiese visto al mismo diablo.
-¿Qué te ha pasado?-preguntó Adela.
-Nada... nada... he peleado...-dijo el hombre, caminando como un autómata hacia la cocina de hierro. Se quedó
allí, con las manos sobre la hornalla y no hubo forma de sacarle otra palabra.
Adela, mujer del norte, no insistió. Demasiado era que hubiera vuelto! Si hasta le daban ganas de dar gracias, a
quienquiera que fuese, por haberlo aporreado. El hombre, cuando logró salir de su ensimismamiento, no quiso
comer y se fue a la cama como estaba.

Sobrevino un período feliz para la familia. El hombre, como por un milagro, se había vuelto moderado. Se
levantaba temprano, ordeñaba las dos vaquitas y rumbeaba para el surco. Cuando terminaba las tareas, por la
tarde, se daba un buen baño de agua caliente... y se quedaba en su casa. Fabricaba juguetitos para los chicos y le
enseñaba a caminar a Ermelinda, la shusquita. Andaba medio callado, es cierto, pero qué importaba eso.
El asunto es que ya no faltaba de noche, como antes.
Pero eso duró tres semanas... cuatro, a lo mejor.
Cuando Adela vio -en el casamiento de la Dolo-cómo se cruzaban las miradas de Manuel con las de esa
tucumana... cuando observó de reojo el rostro de su marido mirándola bailar... supo que todo iba a empezar de
nuevo. Para mejor estaba disponible, la muchacha. Su joven marido andaba trabajando, cerca de Matará,
haciendo un camino. Así que no habría estorbos para el bandido.
Efectivamente. A los dos días, Manuel se emperifolió bien, ensilló el caballo a la tardecita y a modo de saludo le
dijo:
-Me voy. No me esperes, por las dudas.

El cielo, nublado, estaba de color violeta y difundía un claror extraño. A lo lejos, Manuel divisó la casita blanca
de los Ortices. Eran un matrimonio joven -tres años de casados-, sin hijos. El no podía. La muchacha había
caído rápido en la telaraña del experimentado seductor. Era la primera vez que sería infiel a su marido.
Temblaba, la noche del casamiento de la Dolo, cuando detrás de la cocina le dijo:
-Bueno... venga a visitarme... ¡pero por favor! ¡que no se entere nadie!
Ladró un perro. Casi en el acto, se oyó la voz de la mujer, desde la ventana, aplacándolo. Estaba alerta. Lo había
estado esperando. El perro siguió ladrando, con menor convicción y se arrimó casi hasta las patas del caballo.
-¿Quién es?-preguntó la muchacha, desde la ventana.
-Yo-dijo él.
¡Ah! ¡Acerquesé, acerquesé! ¡Ya le abro!
El perro de pronto cambió su actitud. Con los pelos erizados, empezó a gemir y a retroceder despacito, como si
lo amenazara algo desmesurado. “¿Qué le pasa a este bicho?”, pensó Manuel. El caballo también se puso
inquieto y empezó a caracolear, bufando. En la puerta de la casa, a unos cincuenta metros, se recortó la figura
esbelta de la muchacha. Cuando pudo poner pie en el suelo, lo vio.
Estaba allí, inmóvil, amenazante, igual que la otra vez, sobre la tierra, entre unos yuyales. Lo paralizó el terror.
El caballo, relinchando, se volvió hacia atrás y escapó. “Juna gran maula...” pensó Manuel, pero no atinó a hacer
nada. El bulto no tenía forma definida, o tal vez, se lo podía comparar con un huevo, o mejor, un inmenso
riñón de cabrito, gris, lleno de pelos; o una bola de grasa, que se movía... se movía, pero no se veía cómo; uno
se daba cuenta que en ese horrible ser... ¿era un ser?, había algún tipo de movimiento, algo como el retemblar de
una gelatina al ser sacudida; de algún modo cambiaba de lugar, pero no se percibía cómo... Tampoco se podía
saber cómo, con qué (era liso) golpeaba a los humanos... La joven mujer se había quedado en la puerta y desde
allí preguntó qué sucedía.
-Ya voy-le contestó Manuel. Y para sus adentros: -esta vez no me vas a parar...
Sacó el facón de la vaina, que llevaba sobre su pulmón izquierdo. No buscaría pelea, pero el bulto no lo iba a
agarrar fresquito, como la vez pasada. Lentamente, empezó a caminar para un costado, tratando de evitarlo. El
bulto se movió: como un inmenso caracol sin concha el detestable bulto se movió, poniéndosele de nuevo
adelante. De nuevo Manuel buscó rodearlo y se corrió esta vez hacia la izquierda. La mujer miraba estos
movimientos de Manuel desde la puerta, sin comprender. Otra vez el bulto se le puso adelante. Manuel trató de
aventajarlo y pasar corriendo; para ello dio un brinco como de dos metros, hacia la derecha. Pero el bulto, no se
sabía cómo, se reubicó antes que él. Entonces, furioso, decidió encarar. Enfiló el facón hacia el feo cuerpo, a
modo de bayoneta, y se lanzó dispuesto a atravesarlo.
Solamente vio relámpagos azulados y sintió retumbar en la cabeza los golpes, que lo levantaron en el aire.
Cuando lo contaba, después, Manuel decía que era como si le pegaran con una bolsa de arpillera repleta de
arena. Enseguida se desvaneció.

Adela lo halló por la mañana, a unos trescientos metros del rancho. El caballo había vuelto solo, a medianoche,
y se había metido en el corral. Manuel estaba desnudo, lleno de golpes y magulladuras, arañado por las espinas
del monte y una baba espumosa le caía de la boca. Durante dos días, deliró, y decía únicamente:
-¡Ay, mamita!... ¡Ay, mamita!...
La joven señora de Ortiz -por supuesto, declarando antes no saber qué andaría haciendo Manuel por allí-decía
que desde su ventana (no se había atrevido a abrir por el miedo), lo había visto pelear, sin contrincante... y era
como si alguien le pegara -contaba la joven señora-pero no se distinguía a nadie. Así, a los golpes, vio que lo
llevaban tambaleando para el lado del monte. Después, se los tragó la noche. Finalizaba su relato afirmando que
Manuel “alguna copita de más debía de haber tenido”. Cuando le decían que él no tomaba, hacía un gesto
ambiguo y se quedaba callada.
Manuel se restableció. Quedó medio taciturno para siempre, pero bien. Y Adela desde entonces, le prende una
vela cada quince días a San Gil. Porque su marido, desde esa vez, no sale más de su casa. Salvo que vaya
acompañado por la familia.
Danza de la materia y el alma

En semejantes días parece que cada perturbación y trastorno de nuestra alma se refleja en el
mundo circundante y lo altera.
Hermann Hesse
(“Alma de niño”)

El transcurrir del universo se va desenvolviendo, alrededor de nosotros. Y adentro, la constelación de la


bioexistencia y la bioesencia personal. Los movimientos de lo exterior gravitan en nuestra forma; nuestra forma
y nuestro pensamiento en lo exterior.
En el suceder se va decantando el cuerpo individual, en armoniosa amistad con la materia. La materia se
expande con amorosa flexibilidad para acogernos. O se estrecha para expulsarnos. Como los amantes que
alternan la comunión extática con arrebatos de furia, el mundo nos atrae y nos repele sucesivamente. El
Universo es un corazón.
La tierra que nos ha parido ya no nos reconoce totalmente, hasta nuestra muerte. Luego de muertos, acoge de
nuevo nuestra materia, como hijos amados que irán a enriquecerse en la unión.
Hay un plano metafísico. Aunque la palabra “metafísica” ha sido usada sin respeto -como casi todas las palabras
significativas-es apropiada. En ese plano se suceden, exteriormente, movimientos de conformación y drama;
como una composición monumental.
¿Con qué podremos compararlos? Cuando las tropas del emperador Napoleón avanzaban por millones sobre
los campos... si uno hubiera podido verlas desde el aire le habrían parecido una sola masa fluctuante,
ensanchándose y encogiéndose al ritmo del tambor o de las irregularidades del suelo. Mirarlas de al lado de uno
de los soldados hubiera significado tener en cuenta con preponderancia sus arneses, el olor a sudor, las botas,
los uniformes, el entrechocar de las armas de los que caminan a nuestro lado, sus innumerables detalles. Una
percepción que se iría diluyendo a medida que dirigiéramos la vista hacia más lejos.
El lado del suceder metafísico que está en contacto con nosotros posee parcialidad similar a la de la experiencia
temporal. Como el de la materia, entra en contacto y modela de una u otra forma el microuniverso espiritual. La
integración es posible, tanto en el plano material, como en el metafísico, en el fenómeno de mutua aceptación.
Hay un compromiso que se asume en un momento dado, del cual no se regresa -o se puede volver sólo
mutilándose. Ese compromiso es el amor. A través de él, vamos creciendo en la comprensión del Universo, y
del hombre.

II

El transcurrir del Universo

Día de sol... Los niños juegan corriendo circularmente por el parque... Día de sol y frío seco... Tan agradable
sensación de plenitud en los poros, la sensación de que todo está en equilibrio, un equilibrio de formas y
sonidos, de perfumes, de colores, de distancias... Día de sol... Sentimos en la piel la temperatura precisa, el
milagro de la comodidad perfecta... Todos los colores que se ven participan con el tono justo y los árboles, los
animales, los niños, las calles y los edificios dan la impresión de un voluptuoso baile en donde cada bailarín se
da la mano con el otro, gira, se detiene, camina o evoluciona en sincronía perfecta sobre la semoviente escena,
adonde cada espacio que se libera da lugar a una forma escondida o evidente que lo ensambla... Día de sol... A
lo lejos, alguien canta.
Y adentro...
Percibo las sensaciones de la manera más intensa y al mismo tiempo no las siento. Me coloco mentalmente en
algún lugar alejado, a lo lejos o arriba, y desde allí me contemplo. Y desde mí mismo contemplo a mi yo que me
contempla, mimetizado con la naturaleza. Nada de lo que hay allí me pertence y todo es mío. No hay relaciones
causales entre las caricias que la mano de Alma produce sobre mi piel y el movimiento interior: no hay
ordenación, sino simultaneidad. Adentro de mí hay una fuente de calor luminosa y colorida palpitando de vida,
que produce agradables figuras energéticas circulando entre los órganos interiores, dotándolos de existencia y
función con sus movimientos. Adentro de mí, el universo de la vida sube y baja.

La materia se expande

Al subir las escaleras dos muchachitas, una de ellas muy agradable, vacilaban en comprar las entradas. El las
habló espontáneamente y las convenció a entrar. El lugar a media luz no estaba lleno, pero había las suficientes
chicas y muchachos como para que el baile tuviera atracción. Las luces azules relampagueaban al ritmo de la
música.
El hizo de anfitrión y las condujo entre las mesas y las parejas a un lugar en que estuviesen lo suficientemente
expuestas como para que alguien las invitara a bailar, porque no estaba muy seguro de que le interesara la bella
pero un tanto desaliñada chiquilina de ojos grises.
Con la promesa de volver las dejó ubicadas y se fue.
Había entrado en una etapa de serenidad interior y seguridad exterior en la que todo lo que emprendía parecía
destinado de antemano al éxito. Cada día era un sereno descubrimiento de nuevas correspondencias con la vida,
en sus manifestaciones más hermosas.
En esos días, conoció a Alma.

O se estrecha para expulsarnos

¡Es una empresa tan sobremanera difícil el vivir!...


Cuanto más uno se ha dispuesto remontar los caminos de la conciencia al mismo tiempo que los de la
existencia, tanto más los inconvenientes se multiplican. A veces me siento una impresión de irrealidad, como si
todo lo que mi mente pudiera hacer fuera impotente; es una sensación extraña, casi de total desesperanza, y
aburrimiento de todo lo que me rodea. Ahora mismo; tengo deseos de escribir, pero me siento desalentado por
una especie de escepticismo... no estoy seguro de que cualquier cosa que diga pueda reflejar verdaderamente
siquiera una sombra de los vaivenes de mi espíritu. Y si lo reflejara, ¿qué? ¿a quién le interesarían esos reflejos?
Escribo para liberarme... Pero los mecanismos de represión interna son tan fuertes que ni siquiera digo una
parte de lo que debería decir... Me doy cuenta de que todas estas palabras son una mera acomodación de signos
convencionales asentadas de un modo más o menos armonioso, sin tener en cuenta esos movimientos de
sensaciones y fervores que se deslizan superponiéndose, como en un enloquecido calidoscopio de figuras
difusas y colores que se transparentan sobre indefinibles sombras o argumentos inmensurables... Y aun si
pudiera decir algo... quién lo entendería. La comunicación es imposible con palabras. No sé si es posible de
algún modo. En última instancia es cierto únicamente que estamos solos. En este cochino cuerpo que termina
precisamente donde comienzan nuestros anhelos. De la piel para afuera nada es posible. Existimos encerrados
en la cárcel de carne, piel y huesos, sin que nadie sepa qué sucede con el condenado que habita lo que llaman
vida allí dentro. ¿Y qué sucede fuera? ¿Quiénes son los otros? No se sabe nada verdadero del mundo ni de los
otros seres. Y ninguno puede decir en verdad nada de nadie.
El Universo es un corazón
Es un día de sol. Sobre las sillas de mimbre están sentados Alejo, Alma, Carlín y Marta, desnudos.
El sol es cálido, pero hace frío: la piel de los cuatro ha reaccionado cubriéndose de puntitos pequeños.
No habla nadie y no hay en el paisaje más irregularidad que aquellas cuatro personas desnudas, sentadas en sus
sillas, temblando de frío sin hablar bajo el sol de invierno.
En eso Alejo se levanta de su silla y de un violento mordiscón arranca un trozo de pecho a Marta y se pone a
masticarlo.
Marta no se inmuta.
Sobre su seno chorrea la sangre y también sobre la barba de Alejo.

Invierno de 1977.

Niebla en los árboles

Siempre tuve buena vista. Mientras amanece, hago gimnasia con los ojos: miro a lo lejos, después cerca; arriba y
abajo; doy vuelta la mirada alrededor. Cada diez o quince movimientos, masajeo con mis dedos los párpados.
Por eso nadie puede alegar que aquello que vi en esa mañana de invierno, fuera fruto de mi imaginación. Allí
empezó todo.
No hacía mucho que vivíamos en el campo -unos tres años-, y nos había ido muy bien. Cansado de las ciudades,
le propuse a mi hermano comprar una finquita en sociedad, y explotarla sólo en el nivel de autoabastecimiento.
Soy matemático y él, químico. Nuestras labores se complementan, así que no habíamos considerado necesario el
separarnos luego del fallecimiento de nuestros padres, aunque él se hubiera casado y tuviese ya una hermosa
niña. Su esposa me simpatizó desde un principio y pese al dicho de que a los solterones nos resulta difícil
convivir con las cuñadas, ella jamás me importunó ni se inmiscuyó en mis cosas, ni yo creo haberla molestado.
Por el contrario, reinaba entre nosotros absoluta armonía y colaboración.
Compramos, entonces, cinco hectáreas en Susana, una localidad cerca de dos ciudades: San Francisco y Santa
Fe. Nos entregaron la propiedad con tres vacas lecheras, algunos cerdos, patos y el gallinero colmado. La
cosecha de alfalfa había sido levantada hacía poco y el campo quedó arado. Como valor adicional, el ex
propietario nos había dejado un antiguo tractor Deutz y algunos implementos, con la única condición de que le
proveyéramos de leche, huevos y hortalizas todos los días. Era un matrimonio de ancianos, cuyos hijos -nos
dijeron-vivían en la ciudad. Se habían reservado media hectárea lindante con nosotros para terminar sus días en
paz.
Pronto finalizamos las modificaciones necesarias para instalarnos. La casa central la ocupó mi hermano, casi tal
como estaba; yo tomé un galpón que había sido depósito de herramientas, le puse nuevo techo, le agregué un
baño y me instalé cómodamente, con un panorama bellísimo a mi alrededor. En el espacio que mediaba entre
las dos construcciones -unos cien metros-construimos su laboratorio y mi estudio.
Uno de los argumentos que nos convenciera para adquirir el campo, había sido la profusión y variedad de su
arbolado. Alguien desconocido, muchos años atrás, había planificado con amoroso esmero este aspecto de la
finca. Tilias, sophoras y catalpas se combinaban en una edificación vegetal, con especies más conocidas como
fresnos, sauces y araucarias, en los primeros mil quinientos metros cuadrados que rodeaban el casco. Los lindes
habían sido determinados con una prieta cortina de casuarinas que creaba, pasando el portón de entrada, un
clima aparte, silencioso y calmo.
Precisamente aquel extraño clima, como el de un mundo distinto donde rigieran otras leyes físicas había sido -
según lo pensáramos al principio-, lo que daría pie a todas esas leyendas que circulaban entre la gente más
sencilla. Leyendas que hablaban de extrañas fuerzas, sonidos imprecisables, luces, desaparición de animales y
hasta de personas en su limitado perímetro. Por nuestra formación no podíamos creer en esas patrañas.
Recuerdo que sonreímos, con mi hermano, cuando un poblador nos contó todo aquello en un boliche de las
cercanías. Lo cierto es que el asunto nos favoreció cuando llegó el momento de arreglar el precio; pagamos
apenas quinientos australes la hectárea, en una zona tan hermosa y sólo mil adicionales por las construcciones y
mejoras. Aquí la gente es muy supersticiosa.
Sin embargo, los acontecimientos posteriores iban a darles, tristemente, la razón.

He dicho que la propiedad se destacaba por sus árboles. Habíamos visto por el camino, desde Santa Fe, fincas
muy cuidadas, rodeadas de fondas -por lo general coníferas y eucaliptus-pero ninguna como ésta. Ninguna con
la variedad, abundancia y gusto en la plantación que se había ejercicio aquí. Había hasta una sequoia, inmensa,
muy raro ejemplar en estas latitudes, que era la delicia de los visitantes y nuestro orgullo. Para aprovechar la
sombra de un hermoso sauce, decidimos construir a su lado la vivienda de nuestro peón y su familia.
Habíamos contratado, por un sueldo módico, a un hombre de campo, para la atención de las labores de
mantenimiento y producción. Era un muchacho de veinticinco años, que vino acompañado de su esposa y un
hijito de cuatro años. El niño, que jugaba con mi sobrina -un poco menor que él-era la chochera de sus padres.
No se si por abstención deliberada o por alguna otra causa no habían tenido más hijos, hasta el momento. Les
entregamos una vivienda sencilla pero confortable, con techo de chapas. En el verano era un poco caliente, lo
reconozco. Precisamente por eso la habíamos construido entre un inmenso sauce y cuatro sophoras, que la
cubrían todo el tiempo con sus sombras. A su lado, contaban con una agradable laguna.
También en este aspecto tuvimos suerte. El hombre era respetuoso y reservado, al igual que su mujer. Ambos
trabajaban con aplicación y conocimiento, él en el campo, ella en su hogar. La mujer cocía excelente pan en el
horno de adobe que se habían construido. No teníamos, entonces, necesidad del pan industrial.
Respecto de las habladurías sobre los espectros del campo, no parecían preocuparse demasiado (aunque ésto es
difícil de precisar, pues nuestro criollo de tierra adentro es extremadamente parco y no se puede saber nunca lo
que realmente piensa). Sólo un detalle nos indicó que ellos también temían algo. Manuel -así se llamaba el
hombre-me pidió un día permiso para fabricar un “bendito”, al lado de la casa. Por supuesto, lo autoricé. NO
me causó mucha gracia el asunto -debo decir que soy agnóstico, y considero que residen en las supersticiones
muchos de los motivos del atraso de nuestro pueblo humilde-, pero respeto las creencias de los demás, por
absurdas que me parezcan.
Aunque, después de lo que sucedió, confieso que muchos de mis criterios han vacilado, pese a seguir
convencido de que se trató de fenómenos explicables por algún tipo de raciocinio, desconocido aún para los
humanos, pero alcanzable, en alguna etapa posterior de nuestro desarrollo.
Bien. Estábamos en que Manuel había resultado una muy buena adquisición.
A las seis de la mañana -fuera invierno o verano-ya estaba ordeñando. A esa hora ya había alimentado a los
cerdos y las aves. Enseguida, luego de soltar las vacas y dejar los bidones llenos de leche para nuestro consumo,
partía en su bicicleta a llevársela para los viejecitos. Todo el día se ocupaba del campo, sea en tareas de siembra,
desmalezamiento y riego, o reparando alambrados y máquinas. El hallaba siempre algo de lo cual ocuparse.
Cuando era necesario (en épocas de cosecha o cultivo intenso), estaba autorizado a contratar cuatro o cinco
ayudantes. Nos aconsejó invertir en alfalfa, paja para escobas y tomate platense; tuvimos buenas cosechas. Por
cierto, nosotros retribuimos muy bien estas ganancias imprevistas que nos trajeran sus conocimientos. Con el
plus que le otorgamos, Manuel compró un televisor para su hogar.
Mi hermano y yo trabajábamos en la universidad de Santa Fe, practicando la docencia y en tareas de
investigación. Eramos autores, además, de algunos textos de matemática moderna y química para los ciclos
secundario y terciario, que habían tenido mucho éxito. La editorial se había ocupado, por lo demás, de
promocionar estas obras (tal vez con cierto exceso). Los ingresos provenientes de nuestras actividades y los
libros nos permitían vivir, sin lujos, en una moderada prosperidad. Mi hermano poseía su cochecito europeo, al
igual que yo, y habíamos adquirido una camioneta gasolera que nos permitía traer mercaderías de la ciudad,
usándola en el resto del tiempo para tareas del campo.
Nuestro cotidiano traslado a Santa Fe no nos insumía más de 40 o 50 minutos. La ruta era muy buena.
Habíamos encontrado, al parecer, el lugar ideal para vivir. El silencio, la parsimonia de la gente con quienes
ocasionalmente uno se hallaba, el clima, benévolo, el aire libre que respirábamos, proporcionaban una
tranquilidad hasta entonces desconocida por nosotros, ex-habitantes de urbes ruidosas y pobladas. Yo había
engordado tres kilos en seis meses. Notaba también a mi cuñada y su hijita con los semblantes más colorados y
rozagantes. El rostro de mi hermano, de natural rubicundo pero hasta ahora pálido, había adquirido el tono de
la zanahoria madura y su pelo lacio brillaba como el oro. Pudimos elaborar allí -al fin-una obra en que
cifrábamos grandes aspiraciones profesionales: un tratado sobre entropía, que nos permitió consignar una serie
de enfoques novedosos y descubrimientos a los cuales habíamos arribado casi jugando -pues este campo
escapaba a nuestras disciplinas específicas-pero considerábamos imprescindibles para el ámbito de la
investigación científica. Como decía, pues, nos sentíamos altamente satisfechos con la propiedad adquirida.
Estábamos pensando ya que en aquel lugar nos enterrarían.
Justamente entonces comenzó todo aquello.

3
Fue una mañana fría. Me encontraba observando un árbol a través de la ventana, pues creía haber hallado en él
algo extraño. Era una grevilea alta y elegante. Me llamó la atención una especie de niebla, de forma ovalada, que
parecía flotar en medio de sus ramas, atravesando el follaje. Tenía el aspecto de una nube, pero era imposible
que de haberlo sido estuviera tan baja. La neblina suele tomar algunas veces apariencias caprichosas. Pero por lo
general se forma en lonjas largas, tiene el aspecto de humo flotando y produce la impresión de deshilacharse en
los extremos. Esto, como he dicho, tenía la forma de un óvalo casi perfecto. Podría comparárselo con un gran
huevo de humo. Estaba reflexionando sobre este asunto cuando se aproximaron a toda carrera dos chanchitos.
La cerda gris había tenido cría, hacía poco; era evidente que estos cachorros habían escapado durante la noche
por las rendijas del corral. Escuché los gritos de Manuel, que venía corriéndolos. Al pasar los animalitos por
bajo del árbol sucedió algo inaudito. Descendió un pedúnculo alargado, una especie de brazo gigantesco, que
partió del huevo de humo a una velocidad increíble y se tragó a uno de los chanchitos. Digo se lo tragó, pues
me resulta difícil explicar cómo fue; literalmente lo chupó, lo absorbió, introduciéndolo en
su masa etérea; en un segundo el animalito desapareció. Lo vi perfectamente, pues era blanco y su cuerpecito se
destacaba con claridad en la semipenumbra del amanecer. Como en un paso de prestidigitación, la niebla borró
al animal del mundo de los objetos. Su hermanito siguió corriendo, solo. La niebla se esfumó. Vi enseguida
llegar a Manuel, mirar a uno y otro lado, rascarse la cabeza y rebuscar entre los yuyos secos. Pensaba sin duda
que el chanchito blanco se le había escapado. Miré el reloj: las cinco y cuarenta.
Sin poder evitarlo, salí al encuentro de Manuel y le ayudé en su búsqueda. Alentaba esperanzas de haberme
equivocado. No hubo caso. El animal no estaba en ningún lado. Manuel se asombró muchísimo de que hubiese
huido tan rápido. Prometió batir palmo a palmo el terreno, hasta encontrarlo.
No le dije nada de lo que había visto desde la ventana, por temor a que me creyera chiflado.

Mi hermano me observó en silencio cuando le narré el suceso, mas sorprendí en sus ojos una chispa de sorna
que me fastidió. El cerdito no había vuelto a aparecer, pero el hecho era tan fuera de lo común que costaba
creerlo -eso lo reconozco-. Comprendí enseguida el inconfesado escepticismo de mi hermano, y no le hice
cuestión por ello. Incluso, aunque jamás tuve tendencia a la imaginería, dudé sobre si no habría mezclado mi
percepción matinal con el fin de algún sueño no racionalizado.
Pronto los hechos nos iban a demostrar la rigurosidad de mi primera observación.
Empezaron a desaparecer animales. Primero, un par de gallinas. Luego, un cerdo de dos años. Finalmente, un
hermoso cabrito, que Manuel estaba engordando para el cumpleaños de mi sobrina. Esta era una zona de
colonos piamonteses, gente un poco rústica, pero rectos a carta cabal. No había que pensar siquiera en robos
por parte de los vecinos. Manuel, ansioso por hallar culpables, lo hizo en una tribu de gitanos que habían
plantado sus carpas, hacía poco, cerca del pueblo.
Yo sospechaba con temor sobre la repetición de lo que había visto aquella mañana. Unicamente lo conversé con
mi hermano, quien pareció esta vez seriamente preocupado. No quisimos hacer público el asunto, hasta tener
algún indicio más concreto. Aunque rogábamos en secreto para que todo terminara allí.

Compré un perro lucharniego, recio y de pelaje luciente. Si había alguien que nos estaba robando, él lo iba a
descubrir. Lo dejé suelto, luego de hacerle construir una confortable cucha, cerca de las casas. Era un animal
muy feroz, como demostró al poner en fuga, con una oreja menos, a un perro vagabundo que intentó apresar
una parte de su comida.
Una tarde, mi perro se enloqueció. Era cerca de la oración. El perro empezó a ladrar y a aullar de una forma que
yo nunca había oído. Salimos -en ese momento estábamos trabajando con mi hermano y mi cuñada-a ver qué le
sucedía. El animal se revolvía, cual si le hubiese dado un acceso de chucho; tenía los pelos del lomo tiesos,
como un puercoespín.
Allí estaba, de nuevo. Era la misma niebla que yo había visto. Despedía una leve fosforescencia. Flotaba, a unos
tres metros de altura, entre la ramas de un bello y enredado ficus.
Quedamos allí un rato, asombrados y atemorizados ante la aparición. Se había formado un grupo apreciable de
testigos -mi hermano y su mujer, Manuel, su esposa y la cocinera, que acababa de llegar, aparte de mí mismo-,
así que no podían quedar dudas ya. El perro ladraba desde unos cinco metros de distancia, sin acercarse.
Presuroso, saqué un trozo como de cuarto kilo de lomo crudo del depósito y lo tiré junto al tallo del árbol, para
animarlo. Pero el lucharniego no se acercó. ¿Tanto temor le infundiría aquello? Tomé mi automóvil y corrí a
buscar a la policía. Cuando regresé, con el patrullero por detrás, ya no estaba. Se había ido -nos contaron-,
desplazándose con lentitud por el aire, hasta desaparecer. El oficial tomó nota de la narración, mientras los
agentes inspeccionaban el lugar. Pero el asunto era tan inusual, que no quiso decirme si habría alguna
posibilidad de éxito en caso de iniciar alguna acción. Por de pronto, nos prometió que el “móvil” se daría una
vuelta, todas las tardes, para ver si se producían novedades. A nadie tranquilizó esto. Pero al menos teníamos la
impresión de “estar haciendo algo”.
Aquel incidente me llevó a cometer un acto del que guardo aun remordimientos. Molesto por la actitud poco
beligerante de mi perro, compré una cadena larga y lo até a un árbol, en el lugar donde había mayor
concentración de ellos. Pensé en obligarlo así a estar cerca del huevo de niebla, cuando apareciera; estaba
convencido -no sé por qué causa-de que el mastín lograría capturar alguna cosa. Nunca me arrepentí lo
suficiente.
En una noche muy fría me despertaron sus ladridos. Parecía enfurecido y aterrorizado, igual que la vez pasada.
Me dispuse a salir; encendí el velador para buscar mis pantalones y las botas. Mas repentinamente dejó de ladrar.
Dudé unos instantes sobre la conveniencia de salir o no. El intenso frío -estaban los cristales empañados-, en
contraste con la tibieza de mi lecho, influyeron decisivamente en mi decisión de quedarme,
autoconvenciéndome de que había sido otro animal la causa del enojo de mi perro. Sin hacer más caso del
asunto, me dormí.
Por la mañana, cuando fui a curiosear por la arboleda, mi corazón dio un vuelco. El perro ya no estaba. La
cadena, perfectamente atada al árbol, había quedado, formando una “ese”, en el suelo; el grueso collar de cuero
estaba intacto... pero vacío. En el acto imaginé lo sucedido -fue lo peor. Me sentí como un verdugo.

La cocinera -contratada para cumplir únicamente dos horas al mediodía y dos al atardecer-, venciendo su
timidez le pidió a mi cuñada que la liberara del compromiso de venir a la tarde. Su casa era distante para la
velocidad de su bicicleta y se le hacía de noche en el camino. Ofreció trabajar esas dos horas por la mañana o
luego del almuerzo, dejando cada día la cena preparada, de modo que nosotros tuviéramos únicamente que
introducirla en el horno o calentarla en la hornalla de nuestra cocina a gas.
Más por evitar que este asunto adquiriera matices dramáticos que por verdadera necesidad, hicimos grandes
esfuerzos para convencerla de lo contrario. No nos hacía ninguna gracia que se empezara a difundir una historia
macabra sobre nuestra finca. Decidimos afectar la camioneta para transportarla. Pese a que vivía a menos de un
kilómetro, Manuel iría a buscarla, todas las tardes y la llevaría, de regreso, hasta la puerta de su casa. Aun frente
a la evidente ventaja de este sistema, la mujer se mostró vacilante para aceptar.
Sin embargo, en el pueblo ya habían comenzado a rodar las versiones. Había un boliche viejo, en donde se
reunían a conversar y jugar al truco o al billar los hombres. Era el principal centro informativo de Susana. Allí
fui, una tarde de sábado, con el afán de averiguar algún dato que me orientara. No fue fácil. Si bien me
aceptaron enseguida, los chacareros tenían reticencia por temor a hacer el ridículo ante mí. Me consideraban
“un profesor”, y no querían que los tomara por supersticiosos ignorantes.
Por fin, luego de que hubiéramos vaciado dos botellas de caña “Legui”, uno de ellos se animó a hablar. Era un
gringo como de sesenta y cinco años, con los ojos azules pequeñitos y la piel cuadriculada y roja de los
piamonteses. Me contó una historia descabellada.
Según ella, habitaban el lugar que me había tocado en suerte criaturas antiquísimas, tal vez originadas con la
misma tierra. Traía a colación, para corroborar su tesis, la versión de su padre sobre un extraño accidente que
sufriera un amigo suyo, alrededor de 1924.
Ellos pertenecían a una de las primeras camadas de inmigrantes que habían recibido parcelas cerca de allí. El
muchacho, de unos veintidós años, empezaba un noviazgo con la hija de otro inmigrante. Seducido por la
privacidad que ofrecía la arboleda que muy luego me pertenecería, se habían dado cita con la chica allí. Eran
cerca de las seis de la tarde cuando llegó (él narraría eso después). Lo cierto es que su noviecita no lo halló.
Estuvo un rato llamándolo por su nombre, en la creencia de que andaría por entre los árboles, pero el novio no
apareció. Molesta, regresó a su hogar. Pronto se trocaría su despecho en aflicción, pues el joven realmente
desapareció. No volvió a su casa esa noche, ni al día siguiente. Cuando la ausencia se prolongó por dos días, sus
padres y un grupo de amigos fueron a denunciar el hecho al destacamento policial. No eran gente dada a
excesos ni aventuras y el muchacho jamás se había ausentado antes sin avisar a sus padres. Se investigó el raro
asunto con cuidado; pero los esfuerzos policiales fueron vanos. No pudieron encontrar al desaparecido.
Desesperados, los padres dieron parte a la Policía Federal. Enviaron entonces desde Santa Fe a dos oficiales;
pero obtuvieron el mismo resultado: ni rastros del muchacho. Finalmente, no hubo más remedio que archivar el
caso.
Dos años después, hallaron un vagabundo con el pelo largo y barba, en el camino que une Porteña con
Brinkmann, y resultó ser el muchacho. Divagaba, creyéndose un profeta. Comenzaba hablando de un mundo
surreal y armonioso, donde no existían límites materiales entre los seres, para terminar vaticinando el fin
calamitoso y próximo de la civilización humana. Pese a que se negaba a reconocer parentesco alguno con nadie,
sus padres lo convencieron para que aceptara recibir de ellos protección y alimento. Por espacio de seis meses
vivió bajo su techo. Fue en ese período que algunos colonos sagaces consiguieron construir, hilvanando trozos
de narración que lograban arrancarle en el transcurso de agotadoras charlas, una síntesis de su increíble
aventura.
Todo había comenzado cuando, la tarde de su cita, se había sentido atraído por una forma extraña y un sonido
que descubriera entre las frondas de un sauce. Tenía el aspecto de un descomunal huevo, compuesto por niebla
u otra substancia parecida, del cual emanaba un sonido similar a un silbo. Se acercó, por averiguar lo que podía
ser aquello. Alcanzó a ver una especie de prolongación humosa, que se adelantó con gran velocidad hacia él y
luego perdió el conocimiento. Cuando despertó nuevamente su conciencia, se halló en un escenario insólito.
Por todas partes flotaban formas, de diferentes tipos. Unas hacían recordar a los relojes de arena, otras a perlas
gigantescas, algas, o los cristales del hielo. Se movían en el ámbito, que semejaba una inmensa caverna,
atravesándose mutuamente, como si no tuvieran solidez. Los techos se componían de infinidad de minerales
preciosos, combinados en sus colores translúcidos cual si hubiesen sido ubicados allí por una mano genial.
Zafiro, heliotropo, lapislázuli, amatista y sabzí se acumulaban en la bóveda, formando a trechos estalactitas de
plasticidad sublime, que a su mente sencilla trajeron reminiscencias de ciertas esculturas modernas vistas en
algún hebdomadario, durante su adolescencia europea. De ese conjunto granado se desprendía una luminosidad
multicolor, que atravesando las formas, les infundía matices bellísimos y tonalidades apasteladas, al tiempo que
alumbraba de un modo deleitable a todo el recinto. La lentitud flotante de las formas transparentes, la
estabilidad pétrea de las paredes, la bóveda multicolor y una especie de incienso que transcurría en volutas,
perfumando el aire, dotaban al lugar de una extraña hermosura que llenaba el corazón de paz. El joven no tuvo
temor. Plácidamente, se dejó arrullar por la tibieza del lugar, hasta que alguien le habló.
Se le explicó que se hallaba en un estado de vida parcial, limitada a su conciencia. Con el objeto de traerlo, se
había eliminado en los músculos de su cuerpo todo reflejo y posibilidad de movimiento. Hasta su corazón había
sido llevado a la latencia. Esto no se debía a algún tipo de desconfianza hacia él por parte de aquellos que le
hablaban -con lenguaje psíquico, no articulado-, sino a la necesidad de preservar la delicadísima armonía del
mundo en el cual había sido internado. Allí los movimientos eran tan graduales, tan absolutamente coordinados
entre todos los elementos del conjunto, que los modos y desplazamientos humanos (incluyendo la respiración y
los latidos del pulso) resultaban atrozmente perturbadores.
Se le dijo que permanecería allí por un período, en el cual conocería los usos y costumbres de aquel mundo
subterráneo y como contrapartida, él mismo sería escrutado. Lo habían elegido, luego de observarlo, por su
sensibilidad y su carácter representativo del estamento social al que pertenecía. No debía preocuparse por narrar
nada, aun en el caso de que por simpatía -como constataban-quisiera aportar datos, sino sólo en aprehender
todo lo que se le mostraría. Ellos, por su parte, se encargarían de averiguar de su memoria lo que les interesara,
sin que él siquiera lo sintiese.
Se abrió ante él un universo de conocimientos gratos y edificantes. Se enteró allí que aquellos que le hablaban
pertenecían a los orígenes del planeta mismo y eran más antiguos que las formaciones azoicas. Habían sido una
especie de seres que poblara la tierra cuando era un caos informe, y habían tenido envidiable cercanía, en los
principios, con el Aliento Animador, que en su bondad llegó a cernirse sobre la faz de las aguas.
Cuando llegó a ser creado el hombre, en un comienzo convivieron, de la misma manera en que esta especie
nueva convivía con gliptodontes y megaterios. Pero una raza feroz -el homo sapiens-empezó a proliferar, e
implacablemente prevaleció, más y más, sobre todo lo viviente. Los animales más sensibles y los mismos seres
que habían nacido con la tierra, no tuvieron otra alternativa que ceder terreno ante el empuje asesino. En el caso
de los animales, fueron desapareciendo paulatinamente, por inadaptabilidad. Los seres, debieron abandonar la
superficie de la tierra.
Hasta hacía pocos siglos habían existido algunas excepciones. Tal era el caso de las regiones habitadas por
ciertos aborígenes -huasanes, quichés, en América, bosquimanos en Africa, pandavas en Asia-, que conservaban
en sus vidas parte del equilibrio original. Pero los conquistadores sajones, godos, germanos y belgas habían
borrado de la faz de la tierra toda región habitable. El mundo se había convertido en lo que era hoy: una
superficie vital sojuzgada por una gran banda de aventureros rapaces, que la estaban llevando fatalmente a la
destrucción.
Desde entonces, los seres se habían replegado hacia las profundidades del planeta. Habitaban cavernas
inaccesibles, cerca del núcleo ígneo. Allí existían en equilibrio absoluto, sin contradicciones entre ellos ni con el
entorno. Aspiraban a regresar alguna vez a la superficie: con ese objeto mantenían zonas aun bajo su dominio,
pese al esfuerzo y desgaste que para ellos significaba. Una de esas era la que me había tocado habitar.
Aquellos seres se sentían preocupados por el porvenir de la tierra y hasta de la galaxia. La civilización
conquistadora había avanzado hasta un punto antaño inimaginable. Pronto empezarían a apoderarse de mundos
en los cuales aún existían los signos de la primigenia armonía universal. Y lo peor, era que se disputarían el
terreno a sangre y fuego. Después de siglos de observación y reflexión, los seres habían determinado que la
única forma de parar a los humanos era desde adentro de ellos mismos. No eran capaces de destrucción, por
naturaleza y psychè, así que la hipótesis de la reconquista estaba para ellos, desde el vamos, descartada.
Pero había existido en los inicios una raza de hombres, que por su constitución cerebral fuera sensitiva, no
violenta y dotada de una percepción holística. Habían sido destruidos, o incorporados a través de la cruza, por
el homo sapiens. Mas sus genes habían sobrevivido a las infinitas mezclas, perdurando en la conformación
psíquica de miles de individuos contemporáneos. Sus signos podían reconocerse en una tendencia irrefrenable
hacia el arte, la melancolía y los goces del espíritu. A causa de esto, eran con frecuencia llamados “locos” o
“irresponsables”, por quienes los rodeaban. Hacia ellos se dirigía, entonces, la acción persuasiva de los seres .
Como no podían permanecer demasiado tiempo entre los humanos -la inmunidad que habían logrado a sus
armas tras larguísimas ejercitaciones tenía una duración limitada-decidieron “invitar” a los elegidos a conocer su
mundo. Tal sentido tenían entonces las desapariciones transitorias de hombres y mujeres. Descontaban que
conociendo su armonía y evolución, al volver a la sociedad humana, los visitantes se convertirían en eficaces
propagandistas, contra la prosecución del racionalismo conquistador.
Esto fue lo que narró el muchacho, quien, luego de medio año, volvió a desaparecer, esta vez para siempre. Sus
padres pensaron que se había vuelto demente y lo habían llevado unos cirqueros trashumantes que pasaron por
allí, para aprovechar comercialmente sus delirios. Lo lloraron como muerto.
La historia me dejó pensativo. Era demasiado sutil como para haber sido inventada por esas mentes poco
habituadas al razonamiento científico. Las referencias al período azoico de la evolución geológica y a los
animales antediluvianos -que habían sido mencionados por sus nombres-, así como a los aborígenes de Africa,
América y Asia, denotaban un manejo de cierta terminología por lo común inaccesible o de escaso interés por el
medio en que vivíamos. Era improbable, por otra parte, que aquel granjero hubiera leído las obras de aquel
científico de la NASA que sostiene, respecto del pitecantrophus, una tesis bastante similar a la adjudicada en el
relato a los seres subterráneos. Para salir de la duda, le pregunté si leía muchos libros. Me contestó que no
conocía eso, pues apenas había aprendido a leer, de grande, unas cuantas palabras, que usaba únicamente para
que no lo estafaran en la venta de sus cosechas.
Me retiré del boliche muy tarde, con la cabeza llena de especulaciones.
El relato había incentivado extraordinariamente mi imaginación. Ya no pude dormir aquella noche.

Me quedaron una serie de interrogantes que a mi juicio ofrecían resultados contradictorios. Pese a lo
descabellado del asunto, no dejaba de tener un presupuesto ideológico sorprendentemente persuasivo.
Compartía totalmente la idea de que la civilización humana -especialmente en sus últimos tramos-había utilizado
una gran carga de violencia en todos sus avances (en el sentido de dominar a la naturaleza). Precisamente
nuestro mencionado trabajo sobre la entropía, trataba de aportar información que concurriera al
aprovechamiento de los procesos naturales de transformación y producción energética, desechando
paulatinamente los métodos tradicionales, como la extracción de minerales perecederos, o la arcaica
modificación, a fuerza de dinamita, de los cauces de los ríos. En este sentido coincidía plenamente con aquellos
seres: debíamos buscar un estado de armonía dinámica, entre la acrecida humanidad y el medio que le servía de
base. O terminaríamos destruyéndolo y destruyéndonos a nosotros mismos, en corto plazo.
Pero, ¿por qué, de ser sus objetivos nobles, no tomaban contacto con nosotros de un modo más directo? Había
hombres de ciencia, periodistas, escritores, directores de cine, de elevado nivel y sensibilidad, a través de quienes
ellos podrían haber iniciado una verdadera campaña mundial de comprensión mutua. Personalmente, sin ser
una lumbrera, me consideraba capaz de sostener un diálogo de ese tipo. Mas si su método sería el secuestrarme,
sin la intervención de mi voluntad, haría cuanto estuviera a mi alcance por evitarlo. La manera que usaban ellos
de conocernos era ya, en sí, una forma de violencia. Independientemente de lo dudoso de su selección (el único
caso conocido por mí era el de un simple chacarero), había una contradicción esencial entre su prédica de paz y
su sistema de secuestrar y reducir a la muerte cinética a la gente.
Por otra parte, si su problema era la civilización creada por los humanos, ¿para qué secuestraban animales? Se
podía alegar a su favor que éstos pertenecían también al orden establecido por los hombres y por lo tanto
poseían o habían adquirido en sí características que los hacían partícipes de la carga de violencia inmanente a la
sociedad. A mí no me parecía demasiado sólido este argumento.
Lejos de tranquilizarnos, la historia escuchada en aquel boliche -que enseguida repetí ante mi hermano y su
esposa-tiñó de mayor tenebrosidad a todo este asunto. Nos pareció que estábamos ante fuerzas o seres de un
poder terrible. Fuerzas que no vacilaban en convertir a un joven y saludable ser humano en un loco, no podían
ser beneficiosas. Al menos, no para nosotros.

Esta impresión se acentuó cuando fui a visitar al viejo que me vendiera la finca. Había desaparecido de una
manera harto extraña.
Me habían dicho -repitiendo rumores populares-que aquel viejo habría mantenido relaciones cordiales con los
seres. Ello explicaría su permanencia en el campo durante tan largo tiempo, sin que jamás manifestara haber
tenido problemas. Las versiones sostenían que el matrimonio integraba el selecto grupo de humanos a quienes
se permitía ir y volver a aquel mundo subterráneo sin inconvenientes.
Pero estas versiones rozaban el plano de la ficción cuando se atrevían a afirmar que sus dos hijos -varón y
mujer-habían sido el producto de un concertado experimento. Este consistiría en la fecundación -utilizando la
inoculación de genes extrahumanos en los testículos del hombre-de una raza mixta. Era la única forma que
aquellos seres habían hallado para posibilitar la convivencia entre los individuos de la especie humana con los de
las profundidades. La prueba de ello -de la mixtura biológica de los hijos del viejo-, la prueba sería que, al llegar
a cierta edad de su adolescencia, ambos se fueron, para no volver jamás. Eran patrañas, según los pobladores,
aquello de sus estudios en la ciudad. Si así fuera, ¿por qué no se los había visto aparecer, ni los fines de semana -
como habitualmente hacían los estudiantes-, ni en las vacaciones, siquiera para saludar a sus padres y verlos por
unos días? Iba decidido a introducir estas preguntas en la conversación con el viejo, bien que con el tacto
necesario como para evitar indisponerlo en mi contra. Aunque ello me representara perder toda la mañana.
Pero al llegar a la vivienda encalada me encontré con una escena que me sobrecogió. La puerta estaba abierta.
No se oía ningún ruido, más que un suave silbido como el del agua al hervir. Después de golpear las manos por
cuatro veces me decidí a entrar. No había nadie. La cocina, limpia, ostentaba ese moderado desorden común en
los lugares habitados hasta recién. Las ventanas estaban abiertas, con sus persianas trabadas con un taco de
madera en las bases y el aire tenía olor a hojas de eucaliptus. Dos de las cuatro sillas de algarrobo formaban
ángulos diedros con la mesa; sobre ella había un bastidor circular de madera cubierta por una tela bordada a
medias y un ejemplar dominical de “La Voz de San Justo”, abierto en la página de los clasificados. Allí habían
estado los ancianos hacía poco. Era evidente. Sobre la hornalla encendida, una cafetera se sacudía echando por
el pico una nube de vapor. Levanté la tapa: contenía una infusión que no reconocí. De allí provenía el chillido.
Apagué el fuego de gas, para preservar el contenido de la cafetera. Sin duda se habían olvidado de hacerlo al
salir. Ello mismo determinaba -según mi criterio-que no habían ido lejos. Convencido de ésto, me senté a
esperarlos.
A poco de hacerlo, comenzó a sucederme algo curioso. Me empecé a sentir incómodo y embargó mi ánimo un
creciente sentimiento de temor. El silencio era tan total, que una suave brisa levantándose del noroeste produjo,
al agitar la hoja de la persiana, un sonido chirriante, que se me antojó fuerte en exceso y me resultó intolerable.
Descubrí un olor desconocido, acre, que no era el de la infusión en la cafetera; ello adquirió para mí un sentido
ominoso cuando pensé que las hojas de eucaliptus podrían haber sido quemadas para ocultarlo. De todo el
ambiente parecía emanar la sugestión de un peligro oculto, una energía adversa, que se escondía entre los
objetos. Daba la impresión de que su mismo orden, al parecer casual, había sido organizado para acechar a un
posible intruso. Había algo de agresivo en los planos tangentes a las sillas, los trastos del aparador, la sartén y los
demás objetos, al punto de figurárseme al observarlos una inanimada formación de combate, que orientara sus
aristas más agudas hacia el lugar elegido por mí para sentarme. Molesto, me levanté.
Entonces noté algo, que me llevó a huir con presteza de allí. No estaban presentes en ese lugar ninguno de los
ruidos habituales en una casa de campo. No se oían cantos de pájaros, hozar de chanchos, aletear de abejas en el
aire. Los perros no habían venido a ladrarme. Salí a la puerta y el sol de la mañana iluminó ante mí un paisaje
inmóvil. Miré el corral de los chanchos: vacío. Los perros estaban, con seguridad, ausentes. No había un solo
pájaro en los árboles, que se erguían en mi derredor como gigantes congelados. Hasta sus tonalidades habían
adquirido algo de ultraterrenal.
Me fui de allí lo más rápido que pude. Aquello estaba muerto... pero con una muerte más honda que la de los
mortales.
Denuncié el hecho a la policía. Al día siguiente, cuando concurrí a declarar, me enteré de que en toda la región
no se habían hallado rastros de los ancianos.
9

Casi no hace falta decir que todos quienes habitábamos la finca entramos en un estado de ánimo angustioso. Yo
y mi hermano pedimos licencia en la universidad, para tratar de hallar un plan de acción apropiado. Mi cuñada
dejó totalmente su trabajo de computación. No podía concentrarse. Además, ahora debía hacer la comida, pues
la cocinera renunció. No habíamos podido convencerla para que siguiera trabajando, aunque la fuésemos a
buscar todos los días hasta su casa. Por más que pusimos avisos en todos los lugares visibles del pueblo, nadie
se presentó a cubrir su puesto.
El peón nos siguió siendo fiel, pese a que su esposa pugnaba por disuadirlo de continuar habitando allí.
Hasta que sucedió el terrible hecho con que culminó esta situación, del cual guardo un recuerdo morboso y una
sensación de culpabilidad atroz, que aun hoy me atormenta.
Las formas no habían aparecido, por espacio de unos dos meses. Con el optimismo interesado de quien desea
un cierto curso en los sucesos, trataba de convencer a todos -empezando por mí mismo-de que los extraños
globos de niebla con forma oval no iban a regresar. Pero la realidad se aprestaba a propinarme una tremenda
bofetada.
Fue en una mañana hermosa de la estación primaveral. Me encontraba leyendo el diario, cuando escuché un
alarido de mujer. Salí, dejando todo, y me precipité hacia el lugar de donde provenía el alarido. Era en la casa de
Manuel; la que gritaba era su mujer. Miré hacia el árbol -aquel bello sauce que se elevaba junto a la casa con
techo de chapa... allí estaba. Como un zeppelin fantasmal, el huevo de niebla flotaba, con reflejos azulados bajo
el sol, entre las alargadas hojas. La mujer, en la ventana, parecía paralizada por el horror. A la sombra del árbol,
justamente bajo la forma de niebla, jugaba su pequeño hijo. A partir de allí todo sucedió como en un
quinetoscopio cuya manivela fuese movida a gran velocidad. Mientras la mujer atinaba sólo a gritar, apareció
Manuel corriendo, desde la puerta de la casa; en ese momento, la prolongación fatídica partió, con gran
velocidad, desde la forma hacia el niño; con un salto increíble, una décima de segundo antes de que lo alcanzara,
Manuel se echó sobre su hijo y lo cubrió con su cuerpo.
Pero desaparecieron los dos, devorados por el pseudópodo succionante. No supimos qué hacer. La forma,
como un monstruoso animal de presa satisfecho, empezó a abandonar lentamente el árbol y a alejarse. Mi
hermano que había venido con la escopeta no se animó a disparar, por miedo a herir a Manuel y a su hijo, si
estaban adentro. Finalmente lo hizo; pero aquel ser perverso ya estaba lejos, confundiéndose con las lejanas
nubes y el aire rosado del horizonte.
Debimos llevar a la mujer al hospital de urgencia, pues se había quedado muda, crispada por un colapso
nervioso que le impedía cualquier movimiento autónomo.
Nunca olvidaré el llanto y los insultos de aquella madre -los soporté sin una palabra-cuando volvió en sí. Creo
que después tuvo que ser internada en un hospital psiquiátrico. No hubiera resistido el volver a verla; por eso,
encargué a un amigo entrañable ocuparse de ella, para lo cual yo le asignaría una suma, con regularidad. Le pedí
también que no me contara nada de la pobre mujer, hasta que yo se lo pidiera. No me he atrevido aún a hacerlo.

10

Hasta aquí la narración de los sucesos que desbarataron la apacibilidad de nuestras vidas. He eludido por algún
tiempo la divulgación de ésto, por el temor a que me tomaran por loco. Pero es una carga que ya no soporto.
Consideraría de un irresponsable egoísmo el no intentar, al menos, advertir sobre el peligro que entraña aquel
lugar.
Nosotros ya lo hemos abandonado, pero es posible que en cualquier momento alguien se sienta tentado a
ocupar las instalaciones y viviendas, aunque nos neguemos a transferirlas. Lo hemos conversado muy bien con
mi cuñada y mi hermano, luego de lo cual, desafiando todo escrúpulo, decidimos publicar, en todos los diarios
importantes del país, el siguiente aviso:
Peligro

Si usted acierta a pasar por una propiedad arbolada y No sé si ésto tendrá algún efecto. La gente de hoy
de buen aspecto, situada en la localidad de Susana, en día -incluyéndonos, hasta que nos ocurrió todo
provincia de Santa Fe, a un kilómetro y medio del “Bar y lo narrado-tiene tendencia a ser escéptica sobre este
billares Don Casimiro”, entre las fincas de las familias tipo de historias. Pero al menos creo que servirá
Amanttini y Buriotto, por favor: NO ENTRE. para tranquilizar, un poco, nuestro sentido ético.
Allí existe un peligro latente, que produjo la
desaparición de animales y personas. Si pese a nuestras
advertencias, alguien sufre un accidente en ese predio,
queremos dejar en claro que será únicamente por su
propia responsabilidad.

Los propietarios

Saga de los cien pies

Lo que a nosotros nos suena a


incoherencia respecto al discurso
enunciativo, ha tenido la virtud
alguna vez de auscultar el destino.
Luis Jorge Jalfen.

Entre sus piernas azuladas, blancas por la luz lunar, habitaba aquel misterio que por estar tan en evidencia
incitaba a explorarlo, sin que el corazón sospechara la magnitud de su hondura.
Lóbregos espumarajos de bruma turbaban el horizonte.
Erráticos pavos cantando -pasan residuos-a la orilla del río, a la hora de la siesta, desnudos de palabras la bikini
verde encima de la piel marrón. El sonido del tren, a lo lejos; sobre el puente un mendigo. Ha detenido su boya
el pato, lo miramos sordos de viento, más el logos llega y yo sonrío; desde el medio del agua tengo una
perspectiva con nubes coloradas (formando colchones sobre los paraísos de lontan... (no de autos ni camiones).
Voy al bar de la estación y traigo dos botellas de cerveza calientes. “Para qué está el agua, voy a enfriarlas allí’.
La Rosita no usaba enaguas rosadas. Ella calla pues callo yo -callo uno, callo dos, callo tres, callo cuatro-: la
zamba de Vargas mandó a tocar y los bravos santiagueños pasaron a degüello a los riójanos (bueno mirá qué
atrevido ese Gordo Osorio tocarme la rodilla y los muslos, aunque sea mi primo, dijo la Elina); el viento
remolinea en la arena y ensucia el esmoking, vamos al club, rango y toque.
De día la encontraba en el club, sentada junto a la piscina, exponiendo su cuerpo al sol. Algunas veces me
ignoraba, hacía como si no se hubiese dado cuenta de mi llegada, pero de repente miraba hacia donde yo andaba
y una sonrisa seductora... ¡Nada de la pelota que te dije ayer acercando el movimiento a la descendencia!... ¡Y el
ornitorrinco ambivalente!... ¡Está pelado! ¡Qué asco! Ha venido el sacristán, peruano el hombre mas no rubio:
`Pablo, Pablo’, le decían pero él no contestaba y seguía golpeando, a donde vas que no se te ve ya casi en
ninguna parte sotreta, le decía, hijo de una yegua overa, le decía, no me toques la puta que te parió le decía y le
pegaba con el diario doblado, tocaba el armonio, moviendo rítmicamente los pies sobre los pedales el mormón,
movía los pies y las orejas, en la treta del zorro no hubo. Mas: ¡ay de aquél que hasta en el santo asilo, de la
virtud arrastra la cadena, la pesada cadena con que el mundo / oprime a sus esclavos!
Ludwig murió luchando con el director del hospicio. Wagner estrenó Parsifal. ¿Quién es usted?, preguntó Julio
A. “Jeremías, su alteradláter fáctico, Arturo ya nos ha dejado, transido por su tan desconsiderada y violenta
actitud de usted; y cumplo en advertirle -no porque me ligue el menor sentimiento de solidaridad hacia su
persona, sino porque forma parte de mi misión-, que el alma de Arturo ya está en camino hacia El Castillo para
presentar una queja formal de veinticinco folios en su contra”. Así contestó el otro. Mientras tanto el rey
divagaba y vagaba, de aquí para allá, sin afeitarse ni bañarse y Wagner componía y componía.
Así estaban las cosas.
Anocheció en la arena:
L’etang reflète,
Profond miroir,
La silhoutte
Du saule noir
On le vent pleaure...
Puso música, bailó con las dos; después, cambio la música movida por la lenta. De esa música que sólo era un
pretexto para permanecer abrazados en la pista. Automáticamente, por falta de estímulos percusivos la luz se
aquietó y dejo el lugar bajo un brumoso resplandor celeste; la amiga tomaba wishky con pomelo en un rincón;
Alejo envolvió el cuerpo adolescente de Cristina entre sus brazos y la besó; su rostro se había puesto caliente
como un tizón. Llegó Carlín Ibarlucea. Todo trajeado y perfumado, la cabeza brillante de gomina, los ojos
azules, asustadizos, brincando de aquí a allá, interrogando con la mirada.
-Todo bien-comentó Alejo: -en el seso duerme el sexo.
-Bueno, yo voy a sentarme con mamá y Marta en aquel rincón.
Alejo estaba con Laura y se acercó a saludar.
-¿Es tu novia, la chica de los Verlanga? -preguntó la madre de Carlín.
-No, no es ella-contestó suavemente Alejo, y se despidió sin decirles quién era. Ya se encargarían sin duda de
averiguarlo.
Se sentaron a esperar frente a una mesa del mencionado bar. Estaba apenas concurrido, pero había tres bellas
mujeres en la mesa contigua. La calefacción entibiaba agradablemente el lugar. Pidieron dos cafés y Alejo agregó
una copita de cognac. Carlín era ateo y comunista y Alejo de la Acción Católica, pero eso no impedía que fueran
amigos. Más bien lo favorecía.
El local tenía paredes altas y descascaradas. También había unas grandes barracas. Comenzaron a llegar
muchachos de otros campos de concentración, en camiones conducidos por soldados; venían con sus familias,
con sus mujeres, sus hijos y sus padres. Algunos me reconocieron pues eran santiagueños o cordobeses -en
ambas provincia tengo amigos-. El lugar era extenso, con grandes patios y antiguas construcciones de paredes
en la que el revoque se había caído por partes. Conversábamos con algunos de los recién llegados. Todo se
activó en las barracas, hombres y mujeres trajinaban de aquí para allí acomodando bártulos, llevando y trayendo
muebles de campaña. Un viejo conocido, tucumano, se acercó a Julio A., lo saludó calurosamente y le presentó
a su esposa. Era una hermosa mujer, morena, de cuello largo y frente suave, ojos grandes, oscuros, muy bella
vestida de verde, con una solera verde clara con festones en el ruedo y en las mangas.
Los brazos quedaban desnudos. A la altura de las caderas, deliciosamente combas, el vestido ostentaba una fina
guarda bordada. La mujer, muy alta, calzaba sandalias -unas ojotas muy sencillas que consistían en el cuero de la
plantilla y dos tiras finas que sostenían el pie-sin tacos. Aun así sobrepasaba en altura a su marido. Aquellos pies
pequeños -no lo eran tanto; daban esa impresión, pues eran delgados; bronceados-aquellos pies pequeños
atraían la mirada hacia la ondulante línea de su perfil; las delicadas transiciones de forma iban llevando
irresistiblemente la mirada desde el borde de sus dedos bellísimos, otrora cuidados, hacia el empeine de ánfora,
los tobillos apenas insinuados, las pantorrillas ondulantes y producían en el observador inevitables y dulces
fantasías, así como especulaciones respecto a lo que habitaría bajo la pollera color hoja de parra. De tal modo,
bastante agradable según mi humilde y no del todo imparcial criterio, viene a culminar este relato.
“¿Y los camiones?”, se me dirá. “¿Y el miedo?”. Responderé que me negaron la Introducción a la Metafísica de
Heidegger, lo cual me dejó extrañamente aliviado. En los prólogos de sus anteriores discursos había hallado
innumerables contratiempos. ¿Y con Nietzche? Pan criollo.

Astroagonía de Pal

Sienten el mar y selvas ya la saña


Del Aquilón, y encierra su bramido
Gente en el puerto y gente en la cabaña.
Lupercio Leonardo de Argensola.

Inclinado absorto miraba pasar por el río las hojas de sol. Invertebrado el sol de misoginia astral. En eso
Fernanda descendió la segunda pieza de la tanga. Pasto rojizo floreció y comenzó a erigirse el símbolo de Pal.
Sin embargo la primera pieza permanecía impávida.
Extraña invitación, pensó Pal mas no se inmutó. Sólo su símbolo sobreactuaba. Vibraciones titilantes
desprendían las distancias de Fernanda. Trababan los riscos el fleco. Turbaban el recoveco las percepciones
temblorosas. Mas no se agilizaban.
Permanecían allí inmóviles Fernanda y Pal, Fernanda con la segunda pieza en sus manos. El pasto rojizo
destellaba luz. Burbujeaba el río: un pájaro chilló.
Desde la punta de los pies hasta el hombligoterso, desde allí hasta el esternomastoideo, mas no más por la
primera. Neserditambo el rutreto: hay una indeclinable relación entre el calostro y el monte, no pueden
analizarse. El símbolo de Pal llegó a su máxima vigilia y tembló.
Sin pestañear la postiza el ojo verdoliváceo lanzó llamamientos de nubilez. Los vados de Fernanda despedían un
aroma de almendras y maní con ruhm. Aureolada de fuego roja fruta colmillos ardientes no sonrió: parecía
sufrir.
La primera pieza, pensó Pal, por qué no desciende la primera pieza para catar su calostro brillante, bandadas de
huacos oscurecían el crepuscular avión. Monos gritaron, los chicos andan jugando a la ronda, el trigue el lión. La
primera pieza, pensó Pal, Venus descendió: pero no la primera pieza.
Por qué no me acerca el símbolo, pensó Fernanda, estará conturbado, tal vez deba realizar algo mognatrifidario,
o indulvirle el risco... Cambió apenas de lugar un pie con lo que halló el enfoque singular y los vibrantes
mensajes mesaron los juncos como brisa estival. Sus meñiques rozaron la segunda pieza.
La primera, pensó Pal, la primera, no la desciende; pero su mirada lo suspendía del monte colorado y vibrador;
vigileando, el hombligoterso se henchía. Tal vez deba descenderla yo, pensó Pal, mas puede resultar una
transgresión a las gónadas palatinenses y no turgir, se dijo. ¿Turgirá con violencia o flaccirá desalentada al calor?
Vana reflexión si no hay contubernios con el hezar.
Los hálitos no decrecían sino parecían ondular el diafragma, los aducnasóidos bienhedían, se tensaba el epitelio.
No me acerca el símbolo, ni siquiera lo ha librado de su única pieza, pensó Fernanda, tal vez el pasto rojizo no
esté induciendo agonía. El aletear de las cigarras enfervorizó la oración. Aromas florales ascendieron de la
luvegetación.
La primera pieza pensó Pal y mientras eso pensaba la segunda cayó de las manos de Fernanda: se confundió con
el césped. No escrapuló la rusta.
Fernanda ascendió las manos hacia la primera pieza y la boca de Pal comenzó a insalivar. Calostro, pensó Pal.
Melosandíaco nectiamor. Fernanda descendió la primera pieza al fin.
Turgieron las fresas. Guindas doradas. Ondulaban con dulce sonidos las ondas del río. El césped osciló.
Pal descendió por su parte la sinepática pieza suya y el símbolo respiró en tensión. Errátiles gajos oscilaron al
sol.
Desde el horizonte se extendió de improviso una espada de luz. Los hondos álamos dormidos roncaron al sol.
Quedaron un instante asombrados explorando la tunción con la mirada oyente, y los dáctiles tanteos
proporcionaron una sutil entonación. Húmedo césped.
Fernanda abrió el vector dorado rojizo y Pal hundió el símbolo delectoserenamente como en un mar. Fernanda
apagó delicadamente los verdoliváceos y gimió: Pal pensó: no fatidescendimos en vano la primera pieza. Se
limpió el calostro con la lengua: y astroagonizó.
Las cosas que me sucedieron buscando un departamento para alquilar

Silvia es delgada y tiene la piel rosada y sin vello. Es un detalle que me satisface, pues la torna más femenina.
Silvia tiene un lejano parecido con esa nueva actriz, Kate Jackson, más en sus formas generales que en sus
rasgos. Está desnuda y nos besamos, antes de salir. Luego de besarme ella me dice que está embarazada. Se
pone un vaquero y una remera liviana y salimos.
Estamos viviendo en una ciudad de calles angostas y casas de tipo europeo, bien conservadas, con jardines
florecidos. El sol del amanecer acaricia los techos y los follajes de los árboles; una brisa delicada mece apenas las
hojas y las flores. Caminamos. Al llegar a un cruce de calles, hallamos que el sitio baldío por el cual
obligadamente debemos pasar, está totalmente ocupado por lo que parece un puesto de venta de materiales para
pintores; hay una gran cantidad de precarios caballetes diseminados por todo el terreno, y en ellos, varios tipos
de soportes, de madera, de tela y hasta de corcho, preparados con una capa muy gruesa de yeso y laca por
encima.
Un viejo de barba marrón y ojos acuosos me atiende. Me enseña los soportes; noto que me proporciona sus
explicaciones de una manera demasiado insistente en lo que se refiere a la bondad de sus productos, descortés,
casi amenazante; yo lo atribuyo a un temperamento sanguíneo combinado con su natural falta de educación y le
resto importancia a sus modales; pienso que además el viejo gringo esté posiblemente un poco borracho. Me
sorprende interiormente el estado lamentable en que se ve la mercadería que este hombre exhibe. Pero no digo
nada. Luego de oír un rato al viejo, seguimos. Atravesamos una oscura puerta empotrada en una pared ruinosa y
emergemos ante una perspectiva de calles anchas y onduladas que ascienden hacia la ciudad.
Debemos buscar una casa o departamento a donde mudarnos. Yo deseo una casita pequeña, en las afueras de la
ciudad (me imagino jugando con mis hijos, en los senderos tranquilos, andando en bicicleta por entre los
árboles, bajo el cielo limpio de un fresco atardecer). De pronto me encuentro solo: Silvia se ha ido.
Me hallo en un baile de sociedad, entre gentes con traje de noche. Yo mismo estoy vestido de esa forma. Me
han citado allí para conversar con quienes deben alquilarnos el departamento donde vamos a vivir.
Me hallo bailando, en la pista, con una mujer muy bella, lánguida y vaporosa, elegantísima en su sencillo vestido
de un tono apenas transparente. Tengo la sensación de flotar; mis ojos me transmiten un tipo de percepción
semejante a un travelling cinematográfico de la concurrencia, que se mueve de aquí a allá por el salón entre
caobas y cristales, a la manera de los bailes antiguos. Los techos son tan altos y el ámbito tan vibrante que cada
movimiento produce la sensación de que va a despertar un eco en alguna parte.
Mi compañera lleva un vestido que le llega hasta los pies, con un buen escote -aunque esto no produce un
efecto espectacular pues ella es delgada-. Está descalza. Su cabello en melenita es claro, lacio y sus ojos oscuros,
color café, grandes y muy inteligentes. Bailamos un vals; hay mucha gente que danza también a nuestro
alrededor. Mientras bailamos, hablamos de las condiciones de alquiler del departamento, porque ella es la esposa
del dueño. Su marido conversa animadamente con los demás ocupantes de la mesa -yo tengo un sitio reservado
allí-sin hacernos el menor caso.
Nos internamos con Bianca entre las figuras oscuras y blancas de los bailarines. La orquesta está tocando un aire
exquisito. Nuestra conversación ha adquirido un tono íntimo; el cabello suavísimo de Bianca me acaricia la piel,
sus manos comunican a las mías una vibración honda y sutil, su cuerpo liviano se estrecha contra el mío girando
al ritmo del vals; ella me sonríe y yo quiero besarla. Delicadamente aparta el rostro y sin dejar de sonreír me
toma de la mano, se separa de mí con un gracioso aire y me dice: “Venga... ya bailamos demasiado...”.
Encantado con esta mujer, la sigo hasta la mesa. Su marido nos observa divertido. Ella se sienta a mi lado. Se
vuelve hacia mí, me mira y con dos dedos me acaricia con brevedad la frente, como si hubiera dibujado un
signo allí.
Termina la fiesta y ya hemos arreglado el precio del departamento de una manera muy favorable para mí.
Cuando camino por la calle húmeda, en donde juegan extraños reflejos azulados de la luz de los faroles,
empiezo a sentir que un peligro latente me amenaza.
Me encuentro de nuevo con Silvia al lado de mí, los dos vestidos de esport, acomodando los muebles y bártulos
en el departamento. Es el día de la mudanza. El departamento es hermoso, aunque de estilo antiguo, muy
amplio, en el primer piso de un edificio. Sobre el patio interior, adornado con plantas en macetas, un inmenso
cielorraso deja pasar la luz del día. El edificio se ha construido de tal modo que los tres pisos coincidan en sus
diseños, lo cual da por resultado que por haber sido hechos uno encima del otro, todos sus patios gozan de la
luz del sol a través de los vidrios de los techos.
Es un departamento grande y cómodo, pero no estoy del todo convencido de que me agrade. Silvia acomoda
paquetes y desarma otros, mientras yo voy colgando los cuadros. El peligro que nos amenaza sigue latente.
Silvia me mira y comprendo que ella ha pensado lo mismo que yo. Sin cruzar palabras decidimos ignorar la
amenaza y seguimos con lo nuestro. Salimos al patio a tomar un descanso.
Pienso, con nostalgia, en mis deseos de tener una casita en las afueras donde jugar con mis hijos; me pregunto si
los chicos podrán tener libertad de movimientos en este edificio cerrado y tan cerca del tránsito de los
automóviles. Miro hacia la calle; por todos lados, edificios. Me consuelo pensando que no son muy altos -
ninguno pasa de los cinco pisos-ni muy modernos. Y que, después de todo, aun no tengo hijos.
Repentinamente, se derrumban sobre nosotros los techos de vidrio y las estructuras de todos los cielorrasos, y
nos matan.

Marisa

Yo sé que vos me quieres, papá. Que sos el único que siempre me ha querido. Cuando gané el título “Reina de
las Comparsas 2000”, todos me adulaban, hasta mis contrincantes. Y hacían cola para ir a festejar, gastándose
conmigo los tres mil pesos del premio. Pero eso no es querer. Tampoco los baboseos asquerosos ni los regalos
caros de algunos viejos ricos, rogándome que vaya a vivir con ellos. Finalmente se hartarían de mí, terminarían
haciéndome echar con la cana. En cambio vos, papá, nunca te cansarás de tu Marisa. Lo sé, porque de otro
modo no me visitarías como lo haces, sin faltar, todas las noches.
Como lo hacías cuando aún era una niña. En esas noches sofocantes, cuando la vieja dormía en el patio,
roncando a más no poder, y te venías despacito para meterte en mi cama. A veces tenías olor a vino, papá, pero
yo te comprendo. Cómo no ibas a tomar, con esa vida perra que te había tocado, ahora lo veo. Con esa mujer
gorda y sucia, que se decía nuestra madre, solamente cuando nos necesitaba. Cuando nos necesitaba para dar
lástima o conseguir limosna, como lo hacía con mi única hermanita en brazos, la que murió, y en el acto
comprendí que lo había hecho igual conmigo.
-¡Señor!... ¡una monedita, para la leche de mis hijos!...
Plañía, en la puerta de la Catedral, apoyando exageradamente su gordura en la muleta, con mi hermanita recién
nacida en brazos y yo descalza, tiritando de vergüenza, al lado. De los tres, los únicos con hambre éramos mi
hermanita y yo, pues todo lo que sacaba con su pantomima lo cushpilaba ella, en esos enormes sanguches de
milanesas que le gustaba engullir, en el mercado, en el vino, en los cigarrillos. Y encima le gustaba apostarle a los
gallos.
Ya sé que era inválida, por esa pierna que le había cortado el tren cuando, siendo una chiquita de diez años, sus
hermanos, “por hacerle una broma” la habían empujado en la vía. Ya sé que tuvo una infancia inmunda, que su
única habilidad era pedir limosna, pues la habían obligado a eso toda la vida. Ya sé que era horriblemente
egoísta, por todo eso, si se había criado sin madre, desplazándose dolorosamente, noventa cuadras ida y vuelta
cada día, para traer esas moneditas para el vino de su padre y sus cuatro hermanos, porque encima la pegaban
de un modo bárbaro por cualquier cosa. Esos mismos hermanos que después te obligaron, papá, a traerla con
vos, porque durante una jornada de borracheras la habías dejado de encargue. ¡Cómo nos marca la vida, papá,
sin esa noche yo no hubiera nacido y vos quizás podrías haber sido más feliz, yéndote a Chile -eso decías
siempre-, cuando te habían ofrecido trabajo de estibador para esa empresa, que exportaba frutas al Japón!... En
cambio aquí... qué mierda podía hacer un tipo como vos, en Santiago, sino cagarse de hambre. Un tipo sin
estudios, sin otro oficio que el bajar o subir los brazos, para levantar bultos o alcanzar un balde. Finalmente la
vida te ganó, papá: bajaste los brazos para siempre, solamente atinabas a esperar que la gorda volviera del
centro, con sus limosnas, y te tirase una bolsita de bizcochos, si le sobraba, o una latita de cerveza para engañar
las penas. Yo sé que te sentías muy mal, papá, ahora lo sé, muy humillado. Por eso fue mejor morirte tan joven,
a los veintiocho años, cuando otros recién están comenzando a gozar los frutos de sus esfuerzos. Porque no
había frutos para gozar en tu existencia miserable, ni el ánimo para soplar algún esfuerzo.
Al principio te odiaba, papá, porque también yo como todos, era egoísta. Y entendía por el lado malo eso que
me habías hecho, la primera vez. Porque me hiciste doler mucho, porque yo no sabía lo que era y porque me
había asustado tanto que casi me muero, después ya no pude dormir en toda la noche. La segunda vez ya no fue
tan duro, y poco a poco me fui acostumbrando. Pero jamás lo comprendí mientras duró tu vida. Y si bien
tampoco se lo dije a nadie, como vos me habías pedido, me daba bronca, porque a medida que crecía, pensaba
que solamente me estabas usando para tu placer.
Ahora sé que me salvaste, papá, enseñándome lo que verdaderamente soy, lo único por lo cual puedo sentirme
realizada, íntegra: mi condición de mujer. Y aunque los otros chicos en la escuela me cargaban salvajemente,
diciéndome, “hablá como hombre”, “no seas maricón”, “pedazo de trolo” y otras barbaridades, sé que lo hacían
porque ellos también eran desgraciados, como todos los que iban a esa escuelita en medio de los ranchos.
Chicos criados a los golpes, obligados a trabajar o pedir limosna desde sus primeros pasos, desnutridos, sin
destino, sin amor.
En cambio yo, pude triunfar gracias a vos, papá. Pues ahora veo, en las miradas de envidia de las otras chicas,
siento en las caricias de mis ocasionales amantes -que siempre son vos, papá, lo sé- que soy la más hermosa de
las mujeres, la más sensual, la más fina, con una educación superior que me la procuré yo solita, gracias a los
concursos de belleza que he ganado, gracias a mis trabajos como locutora en la radio, gracias al dinero que me
pagan los viejos ricos, los políticos, los sindicalistas, para ocupar por un rato mi cama. Y ahora, cuando me
hablas a través de las copas, las velas negras y rojas, o después de la macumba, cuando todos entramos en
trance, el Pâi José empieza a temblar y la sangre de las gallinas muertas se eleva en vapor, transformándose,
poco a poco, en figuras transparentes, con tu voz, con las voces de cientos de seres queridos que por allí se nos
manifiestan... sé que todos tenemos un destino, papá, y el mío era este, ser un mujer entera, dulce, noble, altiva,
capaz de hacer feliz a un hombre. No como esa gorda bigotuda, oliendo a sudor o vómitos, que te habían
obligado a aceptar... Una mujer de verdad, no “travesti”, como dicen algunos de esos putos reprimidos que me
tienen envidia.
El ciego

Gualberto, el ciego, camina


sin ver,
por la orilla de los acantilados. Abajo,
ruge el mar.
A lo lejos, en lo profundo, los afilados picos de los riscos.
Gualberto tantea, con el extremo de su bastón: se confunde. Pero recupera el aplomo y prosigue.
La brisa surca las estrías de su pelo.
Bruscamente un chillido de gaviota lo sobresalta y pierde pie. Un pedazo de orilla cede bajo su cuerpo y se
desmorona.
Cae.
El bastón escapa de sus manos.
Le parece que vuela (presiente los cuchillos de los riscos, abajo, esperándolo).
Gualberto, el ciego, va a morir.
De pronto la escena se da vuelta;
El ciego, en vez de hundirse, sube. Siente en la piel la brisa y a su lado van pasando hacia el mar los algodones
de las nubes.
Ve.
Gualberto, el ciego, ha pronunciado el nombre de Dios.

Idílica

Había notado que mi hija tenía algunos de sus libros de estudio en mal estado. `Hija mía’, le dije. `Cuida tus
libros. Piensa que, aunque yo puedo comprártelos, hay muchas niñas que deben estudiar en libros prestados, o
trabajar a veces en tareas desagradables para poder adquirir uno que otro libro usado’.
Este argumento pareció impresionarla vivamente y aunque no dijo nada, noté que sus ojos se habían
humedecido y su espíritu como cargado de una cierta melancolía.
Varios días después, ya olvidado este asunto, nos disponíamos a abordar juntos su lección de literatura. Era una
tarde de verano; sobre las cortinas reverberaban los últimos reflejos del sol. `Trae tu libro’, le dije. `No lo tengo’,
contestó ella. `Cómo, ¿qué lo hiciste?’, pregunte, un poco asombrado. `Se lo he dado a una compañera que no
tenía’, fue la respuesta de mi hija.
No pude decir nada. Me levanté lentamente y la abracé. Ella acurrucó su cabeza en mi pecho y cerró los ojos.
Nos quedamos así unos instantes, y después salimos a caminar por el parque, bajo la dorada luz de la tarde que
huía.

La Plata, octubre de 1981.

La piel de Renata

Renata está desnuda sobre el cojín de terciopelo. Mordisquea una manzana y da vuelta lentamente las páginas
del Vogue, mientras yo trato de pintarla. Trato. Porque hasta ahora, pese a que llevo hechos mil docientos
retratos de Renata no he conseguido pintarla a ella sino a su figura.
Según los críticos yo era un buen pintor, hasta que la conocí a Renata. En gran parte fue a causa de ello -de lo
que los críticos decían-que llegué a sentir esos impulsos apremiantes de abandonar la pintura que me atacaban
en aquel tiempo. Pero llegó Renata. Con todo el sentido que ese verbo, “llegó” tiene, en sus acepciones más
felices. No voy a contar cómo la conocí; eso no tiene la menor importancia. Renata llegó y yo me di cuenta, y
esto sí tiene importancia, me di cuenta, porque lo que suele suceder generalmente es que las oportunidades
decisivas estén pasando de tanto en tanto por lado de uno y uno no se de cuenta. Renata llegó y aunque al
principio intuí que tenía que retenerla junto a mí sin saber exactamente por qué, después de convivir con ella
comprendí que toda mi vida, con cada una de sus experiencias, no había sido sino una extensa preparación para
llegar a intentar el retrato de Renata.
Comprendí que estaba en presencia de algo que se iba a producir una vez y nunca más. (O quizá, si se había
producido anteriormente no hubo alguien capaz de darse cuenta y dejar un testimonio comprensible). No sé si
hay algo de cierto en esas teorías según las cuales la humanidad es potente sólo para un limitado número de
posibilidades individuales, que se van reproduciendo con matices diferentes a lo largo de un proceso evolutivo
que ellos llaman “metempsicosis”. Como la única vida que conozco es ésta, que empezó para mí hace
treintaidós años, mi praxis me inclina a pensar que cada vida es un fenómeno absolutamente particular,
irreproducible. Se explica entonces mi deslumbramiento cuando supe que tenía ante mí la posibilidad de
conocer y expresar a Renata, a la única, e irrepetible Renata.
Ustedes estarán esperando que les diga qué tiene Renata; pero no se los podría explicar, aunque fuera poeta.
Sólo si vieran mi cuadro de Renata -lo que supondría que yo hubiera logrado terminarlo-llegarían a
comprenderlo. Ni siquiera viéndola a ella -fíjense bien en lo que digo-, ni siquiera viéndola conseguirían
comprender. Lo sé a través de mi propia experiencia; ninguno de los moscardones que me han rodeado desde
que mis cuadros comenzaron a hacerse famosos ha podido comprenderlo. Y muchos de ellos poseen largos
títulos. He visto alejarse de mí uno a uno a mis amigos, a mis familiares y a los críticos que dos o tres años antes
me habían colmado de elogios. Ahora dicen que estoy loco. Que he llegado al límite de mi capacidad creadora.
Y hasta algunos han ensayado una explicación psicologista que desenmascara a un edipo morboso largamente
reprimido -desde la muerte de mi madre, en mi infancia-, que habría hecho eclosión, fatalmente, en esa
“monomanía obsesiva”.
Bueno. Mientras tanto, yo pinto a Renata.
Siempre desnuda, porque es la única forma en que se la percibe verdaderamente como las que es. La he pintado
de frente, de perfil, en escorzo... corriendo desnuda entre los árboles del parque... También pinté un concilio de
Renatas:
Sobre un gran mural, representé un recinto con dieciocho sillas; en cada una había una Renata desnuda,
mientras otras dos, de espaldas, montaban guardia junto a una ventana.
Otra vez, pinté a Renata cabalgando sobre una melodía. La hice a ella, desnuda, en posición de montar y dejé el
resto del cuadro en blanco. Como el común de la gente no llega a ver la música, cuando lo expuse -en aquel
tiempo todavía interesaban mis pinturas-hice instalar en el piso, en ocho metros cuadrados alrededor del cuadro,
un dispositivo. Cada vez que alguien pisaba ese espacio, comenzaba a sonar en perfecta estereofonía un trozo
de “La Primavera” de Vivaldi. De esa manera, el que miraba el cuadro podía tener una idea aproximada de su
sentido.
De vez en cuando me acuesto con ella. No se me escapa que es una de las cosas que la mantienen junto a mí.
En los últimos tiempos hemos vivido exclusivamente con su dinero y aunque Renata afecta comprenderme
cuando trato de explicarle el objetivo de mi obra, y me muestra un respeto que tiene algo de cómplice y
divertido, creo que el factor que menciono más arriba es determinante para su lealtad. Sea como fuere, hay que
decir en honor de ella que no me hace faltar nada. Ni externo ni interno. Aunque tampoco me importaría
demasiado si fuese de otra manera. Soy un hombre que vive concretamente y como creo que la realidad
individual, -porque la realidad sólo puede ser individual-consiste únicamente en el momento que está
transcurriendo, en este instante, me conformo con poseer solamente lo imprescindible para poder aprovecharlo
lo más intensamente que sea posible.
Hay en mi relación con Renata un algo de extraño, que no puedo definir; es como un pacto, realizado en algún
tiempo y un lugar muy por encima de nuestro entendimiento. Por gracia de esa ley innombrada hemos vivido,
desde que nos conocimos en una armonía casi escandalosa. Ella se ocupa de nuestras necesidades materiales y
yo pinto. En una primera etapa exponía mis pinturas, pero nada ha cambiado desde que no lo hago más.
Salimos poco y cuando lo hacemos, vamos a las montañas. Hacemos el amor. A veces ella viaja, a los Estados
Unidos, a Italia o a Alemania, yo aprovecho esos días para escribir o retocar mis cuadros. No se crea que soy un
tipo desapasionado, pero con Renata me ocurre que no tengo la más mínima inquietud por lo que pudiera hacer
en esos viajes; jamás he sentido celos. Es algo difícil de explicar. No es que Renata no me importe, por el
contrario, es lo único que me importa hoy en día. Pero hay, junto a la conciencia de su importancia abismal para
mi vida, una especie de tranquilidad... es como la seguridad -y no sabría explicar de dónde viene-, la seguridad
de que ella va a estar a mi lado exactamente el tiempo que yo la necesite, ni más ni menos. Esto parece estúpido,
lo sé, incluso parece contradecirse con lo que dije sobre al tiempo y todo lo demás. Pero así exactamente es
como lo estoy viviendo.
Hoy he trabajado hasta muy tarde con Renata. Ella ha vuelto de la calle cerca de las seis. Se ha bañado,
contándome algunas tonterías mientras se jabonaba y ha venido desnuda después, para posar. Ha estado
ronroneando un rato a mi alrededor, pero ya sabe que no puedo acostarme con ella antes de pintar y se ha
resignado enseguida. Después ha tomado una manzana de la frutera y se ha ido a sentar sobre unos
almohadones oscuros que contrastan admirablemente con su piel. No le doy ninguna indicación: siempre la he
dejado que posara de la forma que más le guste. Me limito a acomodar los reflectores y comienzo a pintar.
He pintado hasta las cuatro de la mañana, Renata se ha quedado dormida sobre los almohadones, pero no he
logrado lo que busco. Que nadie crea que busco lo que el cubismo, aun suponiendo que las intenciones de
Braque, Picasso o Juan Gris hubieran sido las que interpreta Romero Brest. Mucho menos me interesa el
surrealismo. Lo que quiero pintar es absolutamente concreto, aun cuando nadie haya sido capaz de verlo -o, tal
vez, precisamente por eso. Cuando expuse mis primeros retratos de Renata, alguien escribió sobre un supuesto
“retorno al clasicismo”. Otro hablo por ahí de “hiperrealismo”. En verdad, podía decirse algo de eso, si había
que decir algo (yo creo que es superfluo tratar de interpretar la pintura con palabras, pero también entiendo que
la gente que escribe sobre arte vive de eso). En aquellos cuadros sólo había logrado la figura de Renata. Perfecta
en lo formal, posiblemente. Pero no es así como la quiero. Si buscara la imagen exterior de Renata, me bastaría
con fotografiarla y hacer una ampliación lo suficientemente grande después. O simplemente, con recortar
alguna de esas excelentes reproducciones a dos páginas que publican esas revistas norteamericanas para las que
ella posa. No quiero eso. ¿Saben lo que quiero? Que sus ojos despidan desde el cuadro el mismo brillo opalino
que les he visto tantas veces cuando se queda horas mirando el fuego. Que sus senos, su vientre y sus muslos
comuniquen ese calor vibrante que parece llenar con una aureola el espacio en torno suyo. Que su piel... Me
conformaría si solamente pudiera lograr eso -que no sería poco-; si pudiera lograr su piel, la textura de su piel, la
suavidad, la tersura extraordinaria de su piel.
Renata se ha despertado, y ha venido a acurrucarse tiernamente a mi lado.
Hace unos días habíamos ido a escuchar a un clarinetista a un club nocturno. El lugar estaba en penumbras
cuando empezó a tocar la orquesta. El negro era extraordinario. Tocaba como si en sus manos no hubiera un
instrumento sino un animal vivo con el que realizara algún extraño rito erótico y la música surgía como la
ondulación colorida del aire alrededor de los movimientos armoniosos de ese rito. Tocaron Mood Indigo y yo
que tenía los ojos fijos en Renata vi que las partes descubiertas de su cuerpo habían comenzado a brillar. Un
brillo suave, rojizo-azulado, que rodeaba su cabeza y sus manos en pequeñas nubes como de humo que se
ondulaban y cambiaban de color graciosamente bajo los impulsos del sonido. Me paré loco de alegría y le pedí a
Renata delicadamente que se desnudara. Ella lo hizo. Como ya he dicho, no existían contradicciones entre
nosotros. Y apareció bella como una sílfide luminosa... miré a todos con los ojos llenos de lágrimas,
emocionado por la magnífica escena que se estaba desarrollando y por mi propia generosidad al compartirla...
¿Qué creen que hicieron cuando reaccionaron de la sorpresa? En primer lugar ninguno de los imbéciles que allí
estaban fue capaz de ver más que una mujer que se había desnudado. En segundo lugar, un tipo trajo una
cortina y la taparon. Pero el negro que tocaba el clarinete se bajó del escenario y la abrazó llorando. Después me
dio un beso. Lo he buscado luego para rogarle que toque para nosotros nuevamente. Pero me han dicho que ha
muerto a los pocos días, por un exceso de heroína.
Renata ha vuelto del Mediterráneo con la piel apenas acariciada por un rubor de sol. En el momento que ha
llegado la he puesto a posar, porque por primera vez en mucho tiempo me ha comenzado a ganar una ansiedad
cada vez más febril por terminar con mi trabajo. Comprendo que eso está directamente relacionado con mi
poco éxito hasta ahora y con los apremios de ese maldito cancerbero que se llama tiempo. No en vano la
mayoría de los pueblos antiguos identificaban a sus demonios con el tiempo. Gilgamesh pudo cumplir con sus
objetivos sólo después de derrotarlo; pero yo soy apenas un mortal limitado y de pronto me he sorprendido
pensando solamente en ésto y pensando sin saber por qué en que el tiempo disponible está ya próximo a
expirar... y yo no he conseguido terminar mi obra.
Por eso es que ahora la tengo a Renata posando y mirándome tristemente aunque no ha dicho nada. Ella
hubiera querido hablar conmigo un rato, hacer el amor quizá y que nos tomemos el día libre después de haber
estado una semana sin vernos. Pero es imposible y ella lo entiende. He bajado cinco kilos en los últimos tres
meses y yo creo que si esto sigue así voy a sufrir en cualquier momento una crisis nerviosa.
Estoy hecho una piltrafa. He querido suicidarme metiendo la cabeza en la pileta, pero no he podido, porque
cada vez que estaba a punto de asfixiarme no podía resistir el impulso que me obligaba a sacar la cabeza del
agua. Me he puesto a llorar contra un árbol orinado por los perros y en ese momento me encontró Renata al
llegar. Me levantó del suelo, me hizo volver a la casa y me convenció para que vuelva a intentar.
Pintar no es una técnica que se pueda dominar al milímetro como cualquier otra. El pintor va acrecentando su
manejo de la línea, del color, del claroscuro con la práctica constante, pero no es este aspecto lo que determina
el valor final del cuadro. En realidad una obra de arte es un fenómeno complejo donde confluyen la técnica, la
imaginación y la cultura del artista. Sólo que hay un factor que es, en definitiva, lo que dota de ese brillo
metafísico que permite diferenciar de una artesanía a una obra de arte. Es un factor misterioso, indefinible, que
va desarrollándose o fluctuando en el alma del artista y que vive y desaparece con él. Yo comienzo a pintar un
cuadro; tengo en mi mente a veces precisado hasta el detalle lo que quiero conseguir... mis manos mezclan los
colores, ensayan pinceladas y texturas sobre la tela... Mis ojos seleccionan del modelo los elementos necesarios
para la composición y mi mente procesa y organiza todos esos datos y coordina las órdenes abstractas de mis
ideas con las realizaciones de mis manos... Todo ha sido ensayado, meditado y perfeccionado durante años. No
obstante, la obra fracasa. ¿Por qué? Porque mi espíritu no ha conseguido apropiarse del elemento metafísico del
tema.
¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado!... ¡Es ella, indu-dablemente! ¡Es su piel! ¿Cómo no se me ocurrió antes esta idea?
A través de un delicado trabajo de collage, lo he logrado.
La piel de Renata exhala como un aura dorada desde el cuadro. Es suave a la vista y al tacto. Se sabe que es ella
y ninguna otra por los siglos de los siglos. Los que contemplen este cuadro una vez no podrán olvidarlo en toda
su vida. Pero debo apurarme a mostrarlo. A pesar de que me esmero en mantenerla húmeda con baños de
salmuera, la piel de Renata ha comenzado a tomar sobre la tela un aspecto seco, y un tono amarillento,
apergaminado.

Córdoba, mayo de 1980.

El día potencial

El hombre abrió la puerta de su casa y salió a la niebla de la calle. Pensó: “qué pesada está hoy la neblina”. Los
edificios y la vereda parecían flotar. A esa hora ya había mucho movimiento, de gente que iba y venía, de
camiones, taxis y colectivos. Eran las ocho y media.
A dos cuadras, cerca de la esquina, había un prostíbulo. Pensó en la ironía de aquellas muchachas, “trabajando”
a plena luz, allí. Enfrente, plazoleta de por medio, había un jardín de infantes. Y entre ambos, al borde de la
plazoleta, una parada de colectivos, donde esforzadas amas de casa esperaban con sus bolsas sobreorladas por
los vegetales, mirando trabajar a las yiritas.
La niebla ocultaba a medias los objetos, como en un sueño. De lejos vio la miniminifalda roja de una de las
chicas, asomando. Su compañera permanecía semioculta; se veían las dos cabelleras rubias, a diferente altura,
sacudiéndose con los movimientos pásmicos de las mujeres. Aun sin verla del todo reconoció a la de minifalda
roja. Era una muchacha muy joven, alta, bonita, de piernas perfectas: digna de figurar entre las gatitas de Porcel.
El hombre se dijo que algún día hasta podría ser capaz de inducirlo a entrar; era bonita de veras. Se preparó,
con una sonrisa interior, a recibir las cotidianas invitaciones de las chicas.
-Buen día-, las saludó.
-Buen día tesoro- contestó la más bajita.
-¡Papi!... ¡Vení!... ¡No seas malito!... ¡Vení, vení, que te como entero, papito!... -exclamó con chasqueante susurro
la gatita que a él le gustaba.
Se sintió halagado por aquel tratamiento, declinando pensar que era el habitual, por parte de las muchachas,
hacia todo transeúnte varón. Entonces fue que sucedió el primer fenómeno. Cuando iba a posar de nuevo sus
ojos en las piernas perfectas, las dos muchachas desaparecieron. Con un “flop”, como cuando se desinfla un
globo, todo el edificio del prostíbulo desapareció.
El hombre se detuvo alelado. Atinó a estirar la mano, para probar si era cierto aquello. No pudo palpar nada.
En el espacio que antes ocupaban el flaco edificio de dos plantas y las chicas, ahora se había formado un vacío
oscuro, inundado de niebla.
-Estaré soñando...- pensó el hombre. Y miró hacia el frente, asumiendo un instante el aspecto de quien pide
ayuda. Mucha gente esperaba el colectivo. Un grupo de niños jugaban con su maestra, en la plaza. Al parecer
nadie había visto lo que sucediera. El mundo estaba en orden; con excepción del prostíbulo y las chicas, todo
seguía en su lugar.
Decidió seguir caminando por la vereda neblinosa. La palma de su mano, apretando con exceso la manija del
portafolios, empezó a humedecerse. Le dieron ganas de fumar. Tentó en el bolsillo de su saco una forma
rectangular; la extrajo. No. Era el portadocumentos. ¿No había puesto los cigarrillos en el bolsillo antes de salir?
Miró mecánicamente la foto polaroid:
Nombre: Alberto Uno.
Fecha de nacimiento: 19/09/49.
“Nueve, nueve, nueve. Tres veces tres, por tres”, pensó. “Veintisiete. Otra vez nueve.” Ah. Ahí estaba el
quiosco del gringo Pistarini. Se acercó a comprar cigarrillos. El gringo leía el diario.
-¿Cómo le va, profesor? -dijo.
-Bien, ¿y a usted? Demé un Parisién.
-¿Vio lo del crimen de La Calera? ¿Sabe quién había sido? ¿Se acuerda del muchachito ese tan elegante, de aquí a
la vuelta, el que vivía sobre Lavalleja? -le comentó sin pausa el gringo, ansioso por compartir la noticia. Alberto
Uno se interesó.
-¿Cuál, el buenmocito ese? -averiguó, mientras quitaba la cintita al paquete.
-¡Ese, ese! ¿Se acuerda que todo el mundo decía, qué buen muchacho, tan educado, los padres deben estar
orgullosos, trabajaba y estudiaba abog...
Alberto Uno levantó los ojos, sorprendido por la interrupción. No estaba. El gringo no estaba. ¿Cómo podía
ser? Metió la cabeza dentro del local, tratando de no aplastar con el pecho las cajas de caramelos y pastillas, pero
no. Verdaderamente no estaba. Le volvió a la mente lo de las prostitutas. ¿Qué estaba pasando? Olvidándose de
fumar, decidió seguir caminando, aunque con paso lento. Guardó el paquete en el bolsillo del saco.
La calle Rodríguez Peña se poblaba de gente que iba y venía. Era una linda mañana. El sol destellaba, alto ya...
pero esa niebla... Era extraño que a esa hora se mantuviera. Se solazó mirando a la gente presurosa, en la acera
de enfrente, por entre el tránsito veloz de doble mano. Una muchacha con falda marrón y medias amarillas. Un
viejo flaco, de chistera y flor en el ojal... ¡qué personaje!... Un... ¿qué pasa?... otro desaparecido... El gordo
monumental, que caminaba haciendo a la gente abrirse a su paso como las olas de un acorazado... no estaba.
Pero si él lo venía mirando. ¿Y qué sucedía, que la gente no decía nada, nadie ni se mosqueaba? Se detuvo un
momento y se tocó la cabeza. Dura de gomina. “Qué carajo pasa”, pensó. “Me estoy tarando yo, o qué. Aquí
está pasando algo. No me falla la vista, porque a la casa de las yiras la quise tocar, y no había nada.”
Siguió caminando, cada vez con menos velocidad. ¿Qué haría?
¿Iría a trabajar o se volvería a su casa? Se hacía tarde. A las nueve y diez tenía la primera hora. Las cosas estaban
desapareciendo. Tenía miedo. ¿Y si desaparecía el suelo bajo sus pies? ¿Adónde caería? No, no podía ser. Algo
estaba fallando en su mente. Mucho trabajo. Mucha lectura. Pero el argumento le pareció ficticio. Él no
trabajaba en exceso. Y lo único que leía aparte de textos resumidos sobre su materia eran historietas. Eso podía
ser. El Eternauta. Había leído hacía poco, dos veces, el libro completo de El Eternauta. Solano López, Héctor
G. Oesterheld. Pero, ¿podía haber influido tanto en su mente?... Decidió seguir caminando. Era obstinado.
Como cualquiera. Es más fácil ser obstinado que no serlo, pensó. Y vio que desaparecía un auto, y otro, pero
siguió. Como los perros alemanes a los que ponían una granada al cuello y se iban hacia los tanques, pensó.
De repente apareció ante sus ojos la magnífica vista del puente Avellaneda. Anchísimo sobre el río, gente que
iba, gente que venía, autos; un mundo bullendo sobre el puente. Dos Córdobas, una de aquel lado, otra, más
provinciana, para este lado del puente, pensó... qué raro...
En ese momento desapareció el puente. Enterito, como si se lo hubiera engullido el aire. No lo podía creer.
Superado su temor por la curiosidad, caminó más rápido, para ver qué había sucedido. Llegó al borde mismo
del vacío, adonde había estado el puente antes, y nada. Se agachó y tocó... no había nada. Pero la gente iba y
venía, por el vacío, y los autos. Pasó a su lado un muchacho en bicicleta; lo más campante, siguió por sobre el
vacío, sin caerse en absoluto. Acompañándolo con la vista lo vio empequeñecerse hasta llegar al otro lado,
doblar a la derecha y perderse en la ciudad.
Como un conejo hipnotizado por la serpiente se dispuso a probar consigo mismo aquel portento. Acercó un pie
al hueco; luego otro... y se cayó al abismo. Milagrosamente, logró aferrarse con los dos brazos al borde del
pavimento, su mano izquierda se atenazó al pie metálico de la baranda... Dos hombres y una señora lo
auxiliaron presurosos. Pronto se formó un nutrido grupo a su alrededor. Lo ayudaron a levantarse, la señora le
limpiaba el saco con la mano, un hombre decía “no se amontonen, por favor, aire, aire”, otro decía: “a ver,
paren un auto”, una mujer elegante le preguntó: “¿Se siente bien, señor? ¿Quiere que lo llevemos al hospital?”
“Es un desmayo nomás, ya le pasó”, decía otro. Lo miraban con curiosidad.
-Diganmé, ¿ustedes no ven nada?... en el puente... -exclamó Alberto Uno, pero algo que percibió en los ojos que
le observaban le aconsejó no seguir en esa cuerda. En el acto cambió de discurso: -Me pasa con frecuencia
últimamente... -dijo-. Mucho trabajo... Me agarró un mareo, veía todo borroso...-. Por suerte, las miradas se
tornaron comprensivas.
-¿Quiere que lo acerquemos hasta su casa? -preguntó la señora elegante.
-¡Gracias, gracias! -replicó Uno-. ¡Ustedes son tan amables!
¡Les agradezco mucho pero volveré caminando, vivo aquí, a tres cuadras! ¡Gracias!
Caminó presuroso sin mirar a los costados, sin hacer caso a los vacíos cada vez más numerosos que advertía a
su paso. Al fin, llegó hasta la puerta de su hogar. Abrió, se dirigió directamente a la habitación. Allí estaba Elena,
durmiendo aún sobre la cama ancha. Menos mal. El camisón se le había levantado casi hasta la cintura, su
pierna derecha formaba una gloriosa “V”, con el flanco interno del pie afirmado sobre la rodilla izquierda. Sin
proponérselo, se encontró adelantando la mano. Bruscamente se detuvo. Tuvo miedo de que ella también
desapareciera. Entonces, vestido como estaba, se acostó sin tocarla, a su lado, y puso el portafolios sobre las
piernas.
Durmió cinco minutos. Se despertó sobresaltado, pero Elena seguía allí. Apenas había modificado en unos
grados el escaleno curvilíneo que formaba con sus piernas. En ese momento él se movió. Elena se dio vuelta, y
lo miró.
-¿Qué te pasa, loquito? -le preguntó. Los ojos le brillaban, con sorna. Alberto acercó una mano temblorosa, y
luego de una larga vacilación, le aferró un pecho. Elena se rió a carcajadas.

El joven físico Gustavo Carré vino a confirmar, con la narración que le hizo su amigo Alberto Uno, cierta
presunción teórica sobre la cual venía trabajando desde hacía rato. Es la siguiente:
Los objetos y los seres se desenvuelven en dos planos de existencia, complementarios pero impercibidos hasta
el momento por la razón. Estos son, a saber, los de la materia potencial y de la materia en acción. Para
comprensión de Alberto, que era un lego en asuntos de física, le explicó que ambos planos formaban una
entelequia, algo comparable a la cinta sin fin que suele ponerse a los contestadores de teléfonos, y también, en
cierto modo, a la de Moebius.
En el plano de la materia potencial se desarrollaban los sucesos de seres y objetos en proceso de energizarse
para la acción, es decir, aquellos que iban a suceder, pero no sucedían aún, más que en carácter de ensayos
perfectibles. Así, aquellos sucesos podían repetirse una y otra vez, hasta que la carga de energía potencial los
capacitase para atravesar el límite sutil que los separaba de la accionalidad (lo que nosotros llamamos
comunmente realidad).
La dimensión del segundo plano, la materia en acción, no necesita de explicaciones, pues se trata del que
percibimos cotidianamente con nuestros sentidos.
Volviendo al anterior, al de la materia potencial, Gustavo le dijo que una de las líneas del pensamiento humano
se desenvuelve de modo asintótico con él. Es la de los proyectos, o de la prospección. Cuando nosotros desde
la cama, antes de comenzar el día, programamos las actividades que vamos a desarrollar -dijo Gustavo Carré-
estamos realizando, sin tener consciencia de ello, una especie de mayéutica entre nuestro pensamiento y la
dimensión de la materia potencial.
El día de aquellos sucesos, por una situación extraordinaria -aunque ninguna realmente lo es, según Gustavo, ya
que somos un concierto organizado hasta lo infinitesimal por el Gran Cerebro del Universo- tuvo lugar un
entrecruzamiento de los dos planos. Por una discronía de los elementos, Alberto Uno había atravesado la
frontera de otra dimensión, al poner el pie fuera del umbral de su casa. Y se había convertido, impensadamente,
en el privilegiado testigo de una realidad que ya acariciaban con la imaginación los científicos más avanzados del
mundo -sin atreverse a hacerla pública todavía. Quizás tal transvasamiento se hubiera dado por estar aún
Alberto, en ese instante, psicológicamente ubicado en el terreno del sueño, donde es posible que se de un mayor
acercamiento a esa realidad potencial...
-Quizás -dijo dubitativamente Gustavo Carré-. Ahora, nos tocar a ambos el azaroso papel de Galileos. Por
suerte, no existe ya el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
-No -dijo Alberto Uno, en el mismo tono-. Pero existe el Borda.

El cantor

A Carlos Di Fulvio

Amplio salón el del Banco de Córdoba. Techos altísimos; a los lados, sobre la pared, sobresalen molduras
bellamente labradas, en varios niveles, unas sobre otras, apoyadas en pilastras que se prolongan hasta los
dinteles de puertas de varias hojas. Un empapelado barroco cubre con tonalidades ocres y arabescos la pared,
hasta el último de los ornamentos. Arriba, delicadas figuras neoclásicas, sobre vitrales, en la claraboya. Un
funcionario municipal a nuestro lado -barba grisácea, traje gris, barriga blanca, corbata- explica que la carpintería
labrada en caoba, donde se engarzan las rejas de las cajas y el moblaje, «la trajo Juárez Celman», enteramente, de
Francia. «No se valora esto, en la actualidad»,nos dice. Casi al fondo del recinto, se ha instalado una tarima,
cubierta por una alfombra verde, un par de micrófonos y una silla barroca, para el cantor. Estamos en la
primera fila; no queremos perdernos un sonido de su guitarra, un solo detalle del recital.
La gente, llenando hasta el fondo el salón, habla en voz baja. El lugar impone respeto. De repente hay un
silencio; después, se levantan algunas cabezas y se produce un movimiento similar a la senda que abre un
remolino de viento en el trigal. Llega el cantor.
Alto, pálido en su traje negro, pelo aplastado hacia atrás, es la encarnación de lo que uno entiende por un
criollo. Los movimientos de su canto se han grabado en el rostro: sus cejas gruesas, su nariz que olfatea el aire
como el hocico noble de un buen parejero, sus labios finos, viriles.
Saluda con una inclinación, y luego de un breve proemio, empieza.
Las balas silban sobre su cabeza. Oye los gritos de la turba mitrista tras él, insultándolo. Pero se les ha escapado. Sin
embargo, no se engaña. No ha de ser por mucho tiempo. La provincia, tomada. Los pocos que no se han dado vuelta, muertos,
degollados. Y Catamarca, La Rioja, Tucumán... todo en manos de estos
bárbaros «ilustrados». No hay dónde huir. El coronel Carrara escapa al galope enjuto hacia el sur, pero sólo porque ha encontrado
una brecha entre sus enemigos. No se hace ilusiones. Sabe que tarde o temprano lo van a agarrar.
Las manos vacilan como la de quien se estremece al palpar un objeto sagrado, pero los primeros dedos se
atreven y emerge, dulcemente prístina, la introdución. «Milonga de un triste». Después sube y baja el antebrazo
en ángulo variante por tras del diapasón, mis ojos se humedecen, como cada vez que el alma a quien no domino
reconoce música verdadera en los sonidos. El silencio de la sala colmada permite que los acordes, la melodía y el
ritmo dancen libremente por encima de nuestras cabezas, entre los angelotes labrados en la caoba, giren
graciosamente bajo los palcos que impresionan como a punto de caerse de tanta hoja, tallos y flores burilados, y
regresen a tomar aliento a las manos del concertista. Al terminar el tema aprovecho para mirar un poco
alrededor. Trajes oscuros, escotes. Pero también muchachas en jeans, hippies, muchas barbas, poleras, algunas
llevan pintado un rostro, John Lennon, el Ché Guevara.
La tierra envuelve al hombrecabayo -como creían los indios de los españoles-, se ríe José Alberto, estúpida incongruencia de
quienes están a punto de ser muertos, se dice luego, reírse con una lanza en la nuca, aunque quién sabe, ya no se les escucha el
galope, pueden haberse quedado, no ha de darse vuelta pues el lugar es peligroso, sur de Ojo de Agua, lomadas que aparecen de
pronto y vizcacheras. Quizá pueda llegar a Córdoba aún, entrando en campo de los Bustos la cosa puede ser diferente; no vale
hacerse ilusiones tampoco, se dice en el acto, estos hijuna gran putas han sobrevivido porque son capaces de traicionar cuando
conviene, «la política es el arte de administrar las traiciones», decía el gran puto de Sorieri, por algo Ibarra no dejó más que un
puñado de seguidores, el caudillo sabe que su verdadero «carisma» es el tener las armas. Pueblo de mierda, piensa Carrara, defiende
a quienes lo hacen cagar. Muerto Ibarra, los mismos que se arrastraban hablan hoy del «infame tirano» y cantan loas a la
«civilización» que tendremos destruyendo todo vestigio de nacionalismo y reuniéndonos con el brilloso mundo del mercado libre, la
enciclopedia y la gloriosa era de la integración mundial. Para qué te metes, me decía Amanda, y tenía razón,¿no te das cuenta que
en este país los que defienden la verdad siempre pierden?
La voz del cantor suena ahora con tonos donde se combinan matices metálicos con otros vegetales. “Era
una cinta de fuego/ galopando, galopando/ piel revuelta en llamaradas/ mi alazán, te estoy nombrando...”
El sol antes de desaparecer le tiñe de rojo el Sur, y siente sólo un sobresalto, un fulgor y después la noche, como de luna nueva.
Sin poder explicárselo, se encuentra rodeado de caras que conoce pero ya no le sonríen como hace apenas dos meses, sino le miran con
desprecio o rencor. ¿Qué ha pasado? «Veo que se ha
despertado, coronel Carrara», dice el alférez Bru. Carrara calla y escucha que el otro dice: «No tengo noticias buenas para usted».
Silencio. «Diga nomás Bru», gruñe Carrara. «Será fusilado de inmediato». -¿Por orden de quién? -pregunta el coronel. -Del general
Taboada -oye.
La muchacha que está a mi izquierda es licenciada en Relaciones Internacionales pero le gusta la poesía. Y
evito mirarla por dos razones, una que sus formas encienden este extraño fervor y palpitaciones que ya no me
están permitidos. Otra, porque la he visto en un cuadro del Pinturiccio y eso me hace sentir una ridícula
sensación de inseguridad temporal. Y quiero concentrarme en la música, me gusta de verdad la voz de este
hombre, que ahora dice con lentitud las estrofas de ese estilo, «Poncho de flecos trenzados», que también
gustaba tanto a mi abuelo.
Carrara decide jugarse una carta terrible para su orgullo. Pide hablar a solas con Bru y cuando este echa a los soldados le dice:
«Mire amigo, no me queda más camino que decirle a usted la verdad. Yo en realidad soy un enviado del general Mitre. Tenía que
infiltrarme entre los rebeldes y entregarlos a nuestras fuerzas leales. Pero para que confíen en mí, ni el general Taboada debía
enterarse de mi misión. ¿Por qué se cree que fui el único que pudo escapar de La Viuda? Pero claro, amigo, porque yo sabía en qué
momento las fuerzas leales iban a atacar y me retiré en el momento justo. Ahora usted puede hacer un servicio a la Patria
llevándome a Santiago para que hable con el general. Le aseguro que allí todo se va a aclarar». El alférez de dieciocho años vacila.
«Tengo orden de fusilarlo donde lo encuentre, mi coronel», musita. «Pero mi amigo, ¿usted se va a poner en contra de la ley?
¡Cuando se entere el general Mitre lo va a fusilar a Usted!», casi grita Carrara. «Llévemé a Taboada. Esto ha sido un rapto
emocional de él, pero una vez que hable conmigo todo se va a aclarar... y después de todo, usted sigue siendo subordinado mío... yo le
ordeno ahora que me lleve a Santiago... bajo mi responsabilidad». El joven parece hondamente preocupado. Luego de un larguísimo
resollar, asustado, de mala gana, dice. «Está bien, coronel... espero que no me haga meter a mí también la pata en la vizcachera.
Duerma tranquilo ahora, mañana vamos a ver». Bajo del jacarandá frondoso donde habían conversado, Carrara se recuesta,
entonces. Hay luna llena. «Me parece que al menos he ganado la primera, piensa». Adolorido por la caída, siente después que un
sueño intranquilo lo va venciendo.
El último tema que el cantor anunciara no ha podido ser tal. Las ovaciones y el pedido del público lo
obligan a volver a sentarse y acomodar la guitarra. Pero antes de empezar a pulsar dice, pidiendo disculpas, que
en una hora más debe estar tocando en Cosquín. Así que esta sí ha de ser la última pieza. Es una bella poesía
que creó Jaime Dávalos, dice. Y su música pertenece a Eduardo Falú. «América, animal de leche verde»,
empieza a cantar, luego del punteo.
El alférez Bru se acerca sigilosamente al cuerpo delgado del coronel Carrara, que ronca bajo la luna. Lleva el revolver 45 en la
mano izquierda, pues es zurdo. El coronel deja de roncar y pega un respingo, como si hubiera recibido un choque. El alférez Bru se
detiene. Luego de revolverse un poco, Carrara vuelve a roncar. «Pobre tipo», piensa Bru. Y de cincuenta centímetros de distancia, le
descerraja un tiro en la cabeza.
Estallan los aplausos. El cantor sonríe y saluda. Luego baja los tres escalones y con su guitarra, inicia, entre
la marea humana, el dificultoso camino hacia la entrada. Recibe apretones de manos, reverencias. Yo me acerco
también, tímidamente, al pasillo, para mirarlo de cerca. Pero al llegar a mí, de repente, sucede algo que me corta
el aliento. Al verme el cantor parece espantado. Se pone pálido, tiembla. Soltando su guitarra, que por
suerte es sostenida por alguien antes de caer, parece querer escapar de mí. Pero luego vence su miedo. Se acerca.
Me mira. Y tomándome de la mano con sus dos manos frías, me dice sordamente: «Perdóneme, mi coronel...
¡yo no lo quería hacer!»
Ananova

Jaír creyó primero que él mismo había escrito esa frase:


“No hay garantías de que todo no esté ocurriendo, realmente, en tu interior”.
Pero cayó en la cuenta que desde hacía más de media hora estaba frente a la pantalla, con los brazos cruzados,
viendo pasar los mensajes del chat.
Banalidades. Luego de los primeros entusiasmos, quien accede a internet comprueba su semejanza con el
mundo material: en cualquier parte del mundo, Asia o Europa, Burundi o Canadá, prevalece la estupidez.
“¿Cómo te llamas?” “¿Adónde vives?” “¿De qué color son tus ojos?”, preguntas pitecantrópicas que uno puede
escuchar en cualquier pub para adolescentes, se reproducen una y otra vez en los chats. Con la única...
¿ventaja?... de poder mentir con más facilidad. “Tengo ojos azules” puede mentir una adolescente guatemalteca
y adjuntar, para probarlo, la foto de alguna modelito yanqui desconocida. “Soy licenciado en Leyes”, afirma
quien jamás pudo superar el tercer año de la secundaria. Pero no más allá. Pues hasta esas frivolidades deben ser
luego sostenidas con cierta inteligencia. Y en la red, si algo escasea es precisamente la inteligencia.
Por eso Jaír se sorprendió al ver de repente esa frase, al menos pretenciosa. Se sorprendió más al ver que ahora
se dirigían directamente a él:
-¿Y?... ¡Milagreiro! ¡Te escribo a ti! ¿Estás dormido, o qué?
“Milagreiro” era el nick bajo el que se ocultaba. “Garota-blú” la que le escribía. ¿Es realmente una mujer?, dudó
Jaír. Sería muy desagradable toparse nuevamente con algún trolo, como le había ocurrido poco tiempo atrás, en
cierto chat “intelectual”.
-Estoy aquí -contestó, cautelosamente- ¿Tomaste esa frase de algún libro?
-Tal vez. Tampoco estoy segura de no ser yo misma un libro, escrito por alguien superior -contestó en el acto
“Garota-blú”. Lo dejó asombrado. Decidió arriesgarse una vez más, aún bajo el temor de obtener sólo el pasaje
hacia otra frustración.

“Garota-blú” resultó ser (¿en realidad?) Ananova Rifkin. Hija de padre australiano y madre rusa, vivía en
Inglaterra. Allí trabajaba como periodista, para una cadena de televisión. “Tuve la mala suerte de nacer bonita”,
le había dicho en su segundo encuentro, cuando intercambiaron fotos. “Por ello tratan de usarme bajo ese
aspecto, quitándome tiempo para la investigación o trabajos más serios”.
Jaír disentía con este criterio. Era hermosa (si de verdad le había mandado su foto). El trabajar gran parte de su
jornada en los noticieros, dando la cara al público, no dejaba de ser algo de considerable nivel. Pero
secretamente pensaba que su opinión era interesada, pues si ella no fuese bonita difícilmente él estaría ahora
chateando con ella todos los días -a veces hasta 3 chateadas por día-. ¿En qué iría a terminar esto? -se preguntó,
y en el acto dibujó en su mente las palabras de censura: “al final somos todos pequeño-burgueses, mezquinos,
frívolos... queremos asegurar el porvenir, extraer a los sucesos el máximo placer, garantizar los beneficios...”

Ananova era realmente conductora de noticias, en la British Highlander TV, habitaba realmente en un pequeño
barrio exclusivo de Londres. Y era muy hermosa. Jaír -quien era realmente un Físico Nuclear de la Universidad
de Sâo Paulo- viajó para conocerla, dos meses después de su primer encuentro.
Ananova se acercó a él exactamente a las dos de la tarde de aquél sábado 14 de junio de 1997; Jaír sintió algo
como cuando el ascensor se lanza repentinamente hacia abajo. Era un día milagrosamente primaveral en
Londres; pasaron las horas caminando por los suburbios, hasta el crepúsculo.
En su casita -rodeada de jardines- pudo comprobar que su cabello negrísimo era infinitamente más suave de lo
que sugería la webcam, y sus ojos verdes no podían compararse en su belleza con nada conocido. Sabedora de
esto, ella no los cerraba para hacer el amor.
En algún momento tiene que llegar lo desagradable -pensaba Jaír al vivir una situación placentera, cada vez.
Durante la noche transcurrida en vela -él debía estar en la Universidad el lunes por la mañana, ella empezaba a
trabajar esa misma tarde- Ananova descargó su problema. No era pequeño.
Accidentalmente ella había descubierto un complot para precipitar al mundo hacia una nueva guerra. Según los
miembros de una poderosa Logia inglesa -con ramificaciones en todos los continentes-, este plan se
desarrollaría en tres etapas: primera, imponer gobernantes adictos en las mayores potencias, especialmente en la
presidencia de los Estados Unidos. Segunda, urdir un gran atentado, un ataque extraordinario contra Occidente,
para justificar la ofensiva. Tercera: lanzarse, con el mayor arsenal conocido en la historia, contra los enemigos de
la civilización anglosajona. El resultado debía ser asegurarse el control absoluto de las mayores reservas
energéticas y los territorios estratégicos de vital feracidad, para siempre.
El riesgo de este plan era que una reacción imprevisible de Corea, China -“o incluso Rusia, de quien aún no
debemos fiarnos”, habían dicho los conjurados- podía hacer saltar en millones de pedacitos al entero planeta.
“Ninguna epopeya se cumplió sin graves riesgos”, sostuvo entonces cierto anciano muy flaco, que hasta el
momento permaneciera callado. Sólo agregó que se debía tomar como claro ejemplo de ello a los Templarios.
Ananova había captado esta reunión por un error de sintonía al manejar su moviola, mientras procesaba las
noticias del primer informativo. Asustada, corrió a preguntar al Editor Senior qué debían hacer con ello. Este
pareció sorprenderse mucho al principio, pero terminó aconsejándole que se tomara un par de días para
relajarse: quizá el stress la estaba haciendo ver alucinaciones. O, en caso contrario, podía tratarse de alguna serie
que el canal probaba, en vez de la videoconferencia que ella creía haber captado con su sintonizador de red.
Pero a partir de allí, pese a que nadie había vuelto a referirse al asunto, habían aparecido aquellos hombres y
mujeres extraños que ahora la seguían por todas partes.

Jaír regresó a Brazil con agudo sentimiento de culpa. Por tranquilizar a Ananova, había terminado poniéndose al
lado de quienes ella ahora odiaba. La desgastante discusión había terminado cuando ella, junto a la escalerilla del
avión, le había dicho que no estaba segura de si deseaba otro encuentro. Iba a tomarse un tiempo para pensarlo.
Pese a la saudade Jaír aceptaba las cosas con cierto fatalismo:
-Yo he sido programado para ser un científico, no un revolucionario... -se justificó. En el acto sintió que algún
lugar de su conciencia se llenaba de indignación. -¿Cómo puedo pensar así? -se recriminó-. ¿Quién podría
haberme “programado” a mí? ¡Soy un ser humano, libre! ¡Puedo hacer lo que a mí me parezca mejor!
Dos días después, luego de innumerables cavilaciones, que no le dejaban trabajar en sus investigaciones, tomó
una arriesgada decisión. Escribió con el mayor detalle lo que Ananova le había confiado, y lo distribuyó,
metódicamente, por e-mail, en cuatro idiomas, a los miles de contactos en todo el mundo que guardaba en sus
bases de datos la Universidad. Cuando terminó la tarea, sintió un reconfortante alivio. Quiso conectarse con
Ananova por el Messenger, pero ella no contestó: debía estar en la calle, sin su laptop. Vio el resplandor del
amanecer filtrando por los ventiletes de la oficina, y apagó el ordenador.
Fue lo último que hizo, antes de caer en la oscuridad, de la cual en apariencia ya nunca más volvió.

El doctor Flavio Mendonza, nanotecnólogo de la Universidad de Sâo Paulo, se comunicó por teléfono con
Jaron Lanier. Era temprano aún en Sudamérica; hora de un frugal almuerzo, en Londres.
-Te dije que no debíamos dotarlos de sentimientos, ni de la capacidad de autotransportarse - masculló
Mendonza, reprimiendo con gran esfuerzo su cólera.
Luego de un expresivo silencio, Lanier le contestó en mal portugués:
-Bueno, Flavio... tienes razón. Pero no dejó de ser una experiencia interesante... ¿en qué se hubiesen
diferenciado de nuestras computadoras, si no les hubiésemos inducido los sentimientos?
-¡¿Interesante?! ¡Tuve que eliminarlo! ¡Borrarlo de todos los sistemas! Decenas de años, el esfuerzo más grande
efectuado jamás por mis neuronas, el resultado de casi toda una vida de investigación... ¡borrado con un solo
click! ¡Y todo por tu Ananova!
-No estés tan apocalíptico, Flavio... haremos otros... Después de todo, la cosa no fue tan grave...
-¿Que no fue tan grave? Ahora todo el mundo sabe lo que sucederá. ¡Él tuvo tiempo de avisar a miles de
personas por e-mail!
-¡Por ventura, Flavio Mendonza! -protestó Lanier, desde Londres- ¿Acaso crees que alguien va a tomar en serio
esa fabulación, cuando difundamos que fue creada por dos prototipos virtuales de inteligencia artificial?...

Comentarios

Ilógica precisión

“El Malamor reúne historias que se mueven con soltura del relato fantástico al realismo testimonial. Algunos de
esos 28 cuentos (entre los que se incluye “El casamiento”) recrean un presente indefinido cuya ilógica precisión
nos introduce en el inquietante vértigo de los sueños”.

Enrique Butti
Escritor
Diario El Litoral - Santa Fe
Sección Cultura

Los grillos atrevidos...

“A partir del gesto cotidiano, del hecho que no parece normal y que sin embargo nos alcanza, o de cualquier
historia sin principio, que no parece dicha por el autor sino brotada de un monte de ánimas o de un pedregal
humanizado por la fábula, todos los grillos atrevidos de una tierra sin tiempo”.

José Luis Menéndez


Poeta
Aleph
Revista literaria. Mendoza, mayo de 1994

Universalidad del Uta

“Uno de los cuentos que más asombro despierta es el de “Negro Mano Chusa”: ironía, exhibicionismo,
excentricidad y fanfarronería ornan a este personaje de la mano seca, el Uta, quien había estado en La
Salamanca y debe afrontar una serie de sucesos irreales y situaciones increíbles. Impacta la universalidad de este
cuento”.

Patricia Iezzi
Tesis de doctorado en Lengua Extranjera: Poética y poesía en la obra de Julio Carreras (h)
Facolta´ di Lingue e Letterature Straniere - Universidad de Pescara - Italia.

Dominio de la lengua

“He leído El Malamor. Gracias por haberme proporcionado momentos de gran satisfacción y placer intelectual.
Es usted un profesional de la pluma. ¡Y qué pluma!
“Lo más extraordinario es cómo usted consigue llegar hasta las últimas líneas sin que uno se de cuenta de lo que
va a suceder. Escribo emocionado con tan perfectos relatos.
“Otra cosa que me llamó la atención es su ajustadísimo dominio de la lengua, en una época en que la gran
mayoría no da el debido valor a la forma y, así, sacrifican el estilo.
“Estoy muy feliz por haber leído cuentos tan buenos y que al final estallan como una bomba ante los ojos del
lector. Es usted un verdadero valor de nuestra literatura”.

Sergio de Agostino
Doutorando e Mestre em Literatura Espanhola e Hispano-Americana
Universidad de Sao Paulo - Brasil.

Sobre el cuento “Negro mano chusa”

“...subyugante el relato (sobre La Salamanca) de un cuento de Julio Carreras (h). Su lectura aparece como una
invitación tentadora.
(...) La supervivencia de la leyenda de La Salamanca, como las de otras antiguas creencias en tiempos actuales, es
un hecho que, si bien no generalizado en todas las capas sociales, se manifiesta con frecuencia en sectores
campesinos y gente humilde y sencilla, quienes mantienen más sólidamente su vinculación con los núcleos
esenciales del mundo mítico. En Santiago, como en la mayoría de las poblaciones latinoamericanas con
presencia del aporte indígena, sólo se admite la adhesión a estas creencias después de haber penetrado -y si se
logra hacerlo- en la intimidad del paisano.
(...) Tomar la leyenda de La Salamanca como motivo de un cuento le da a éste la oportunidad de describir y
sugerir de forma inigualable la temática diabólica, misteriosa y mítica.
(...) Respecto de nuestra cultura regional y del carácter del santiagueño, el mismo Carreras ha dicho: “En el
origen de las costumbres de los pueblos se encuentran los mitos. Estos son en muchos casos una percepción
religiosa de la naturaleza: entendiendo por el término su sentido etimológico, re-ligar, esto es, restablecer el lazo
unitivo de los humanos con la Creación”.

Ricardo Sgoifo
Folklorista
Revista Santiagomanta

Cat people

Nueva York, 2 de marzo de 1998

Estimado Julio:

Fue un placer leer tus cuentos y no quise escribirte hasta haber completado la lectura. Como bien anticipa la
contratapa, tu colección incluye trabajos de la más diversa factura y género, y creo que con justicia te han
mencionado entre los “escritores argentinos del 2.000”. Enhorabuena.
“El Malamor” me pareció tremendo. Me hizo recordar la película “Cat people”, con esa mezcla de sensualidad y
fiereza dentro de un marco fantástico. “Negro mano chusa” es el clásico descenso a los infiernos, con el
sometimiento a las pruebas exigentes, que rematas con suma sencillez para redondear la anécdota telúrica: muy
bueno.
“Hijo de poeta” está en una de las vertientes literarias que más me interesan y a la que he apelado más de una
vez en mis propios cuentos: los relatos de inserción histórico-cultural, para dar un nuevo giro a los
acontecimientos de la historia de la cultura. Otro acierto.
“La idiota me recuerda un cuento de Borges en que la inocencia personificada destruye a su benefactor.
“Hombre de un sólo tiempo” es uno de los más logrados. Magnífico tu sentido y desarrollo del misterio,
simbolizado y congelado en una expresión en una fotografía.
“El Manchachicoj” es paralelo a “Negro mano chusa”, y quizás debieron ir juntos. Otro cuento sólido y bien
redondeado. Del mismo modo, creo que “La piel de Renata” y “La idiota” pertenecen a la misma onda.
Dejo para el final “Niebla en los árboles” porque -obviamente en mi opinión- es el mejor de todos. Me encantó
su clima de envolvente misterio sugestivo. Me hizo recordar a Howard Lovecraft (¿lo conoces?) y aún tiene algo
de Henry James. Mis calurosas felicitaciones.

Jorge Covarrubias
Licenciado en Letras Univ. NY
Director Periodístico para América Latina de
Associated Press International
50 Rockefeller Plaza
New York, NY 10020 - 1666

Ciudades invisibles

Nadie sabe verdaderamente qué cosa sea la magia. No hablo, naturalmente, de la magia concebida como
ejercicio, arte u oficio, sino de esa especial cualidad de las cosas o de los momentos que es capaz de encantar el
alma.
Uno no sabe qué es la magia, pero conoce esa experiencia de sentirse tomado, involucrado, sometido a
desconocidas leyes interiores que están más allá del rigor o de la dulzura.
Todos los viajeros han sido sensibles a esos extraños climas espirituales que crea la vida humana en sus
relaciones con lo desconocido. Léase a Homero o Marco Polo, al Italo Calvino de “Las ciudades invisibles”
para comprobar esta afirmación.
Pero no sólo los viajeros, sino también y especialmente los artistas han explorado esta veta íntima de la
sugestión que yo llamo magia, hasta el punto que muchos la identifican con la experiencia artística. ¿Qué hace el
dibujante de un rostro sino darle forma en el papel a una experiencia de observación y comunicación con la
figura, que de otro modo sería intransferible? ¿Qué hace el poeta sino construir con esos materiales
evanescentes un objeto material -el poema-susceptible de comunicarnos su experiencia, de transportarnos hasta
ella? El poema, acaso el
ejemplo más perfecto de esta idea de la magia yacente capaz de echarse a volar, es como ese óvalo misterioso, el
aleph, que aun antes de evocar la visión, es la visión misma.
Yo percibo en la prosa que teje estos relatos la capacidad de suscitar esa magia particular de las situaciones.
Magia que por otra parte no es antojadiza, sino que viene de profundos yacimientos de donde brota el alma
popular del noroeste y que es tan rica en Santiago del Estero; el paisaje, la tierra, el pasado, la fiesta. Todos estos
componentes se encuentran engarzados en una temática cuyos hilos son el goce de la vida, la adoración de la
mujer, la seducción de las creencias.
Una mirada que nos revela con delectación la reconstrucción de un ambiente, que presta la misma prolija
atención a las carpetas bordadas que a la energía que mana de los cuerpos. El relato del enamorado que se
interna por un camino que desdeña la frontera entre la cordura y la locura. Mujeres amadas con devoción que
reaparecen ante nuestra vista tanto tiempo después de la muerte, o que son susceptibles de transformarse en
figura bestial. El antiguo tema del pacto con el diablo, tan caro a la mitología noroéstica. El desconocido origen
de la congoja, que cubre su rostro para no ser reconocida. La relación breve y profunda entre la hechicera y su
paciente. Estas, entre otras imágenes que rondan, descriptas con la mirada atenta y respetuosa del pintor, que
debe acompasar su sentimiento con el del objeto para poder penetrarlo.
Estos asuntos de los relatos tienen para mí una fuente clara; el culto de los misterios que aportan las culturas
aborígenes del noroeste a la matriz criolla y que han de reaparecer bajo ropajes cristianos a veces y a veces
desnudos, en tantos encuentros del hombre de la región con su prójimo, o consigo mismo.
Me arriesgaré, además, a dar nombres y fechar la metáfora esencial de este libro, que es la de un hombre que
viene de la prisión y va hacia una fiesta. No es difícil leer allí algo más que una historia personal y advertir que
un destino comunitario, el de la Argentina de los años ‘80, justifica esa figura. Pero yo agregaría a esa, otra
forma de representarnos el tránsito hacia la libertad; la de un proceso de larga duración, por el cual las culturas
del noroeste, que son la raíz americana de nuestro follaje, avanzan desde tantas sujeciones históricas hacia esa
ceremonia esencial, que es la de transformarse en uno mismo.

Alberto Tasso
Dr. en Sociología
Santiago del Estero, febrero de 1985

Nota: posteriormente se han introducido los cuentos “Marisa”, “El día potencial”, “El cantor” y “Ananova”,
escritos independientemente, que no formaban parte de la la 1ª edición, comentada por estos autores.

Glosas del autor

Estos cuentos fueron escritos en su mayor parte en un periodo que abarca los años 1979 al `83. “Hombre de un
solo tiempo” fue escrito en 1987 (en abril, y publicado el 1º de agosto en “La Voz del Interior”), pero pensado
íntegramente en 1981. “Niebla en los árboles” integra una serie de cuentos fantásticos, de entre los cuales se
destaca junto con “El día potencial” (publicado en 1991 en Mester , revista literaria de la Universidad de Los
Angeles), todos escritos en 1987. De ellos es el único incluido aquí; los demás fueron integrados a otro libro.
He dudado varias veces antes de publicar el cuento “Un hombre superior” pues pertenece a una etapa muy
temprana de mi trabajo como escritor. Fue hecho en 1975. Tiempo de muerte y de dolores para la Argentina.
Particularmente para mí y mi esposa: hacía poco había muerto mi concuñado, un médico que integraba como
apoyo sanitario el contingente guerrillero que atacó el cuartel de Villa María. Escribía pues, pese a los dolores de
mi alma. Me desempeñaba en ese entonces como periodista y diagramador en una revista de Córdoba, y
también en esos días Eduardo Galeano había rechazado otro cuento que le enviara, para la revista “Crisis”, con
amables palabras en las que me pedía transformarlo en artículo sociológico (trataba sobre la experiencia de un
maestro en el paupérrimo campo de Santiago). Lo cual expresaba mi falta de oficio aún en el campo del lenguaje
propiamente literario; sin embargo yo estaba empeñado en ser escritor, y me había propuesto trabajar
sistemáticamente para ello. Finalmente he decidido incluirlo, principalmente porque pese a cierta “candidez” y
esquematismos en el planteo, por lo demás no me parece malo. Y también para que pueda ser comparado con
los otros, que pertenecen a una etapa muy posterior.

Cada uno de estos cuentos dejó en mí la impresión de que en algún modo se materializaban, luego de escritos.
No creo que esto fuese una ilusión. Tengo para mí que cada pensamiento suscita una cierta energía, que gravita
en el cosmos y pugna por definirse en el plano tangible. Mas al ser introducida en la palabra escrita, enfila su
potencialidad y pasa a formar parte de algún tipo de orden, no por metafísico menos real.
Del mismo modo, las acciones narradas pueden ser vistas desde un sentido lógico. Creo muy sinceramente que
cada hecho suscitado por los organismos vivientes, en este mundo, tiene su correlato. Simétrico o distorsionado,
pero siempre puntual.

Datos del autor

Nació el 19 de agosto de 1949 en Guasayán, provincia de Santiago del Estero. Hijo de Elízabeth Revainera
(docente) y Julio Carreras, poeta, hombre de radio, educador y funcionario público. Desde los cuatro a los trece
años estudió piano. Desde los 9 a los 14 (sistemáticamente) pintura, grabado, dibujo y guitarra. A los 14 también
empezó a tocar guitarra eléctrica en un conjunto de rock, y se mantuvo en esa actividad hasta los veinte. En
1970, es contratado para escribir sobre música moderna en el diario El Liberal.
Impulsó junto con otros jovenes un movimiento de música contemporánea, poesía y artes denominado SER,
con el cual hicieron el primer recital de esa música –luego llamada “rock nacional”- en Santiago y editaron dos
números de una revista, donde convivían la música con temas de historia, política, filosofía y educación.
En 1973 fue contratado como diagramador y redactor de Posición, revista quincenal de Córdoba. Allí trabajó
también para la revista Patria Nueva (semanal) y la correponsalía del diario El Mundo, de Buenos Aires. Actuó
como uno de los coordinadores del Primer Congreso Internacional por la Libertad de Prensa, que se realizó en
la Facultad de Ciencias de la Información, Córdoba, en marzo de 1974. Ese mismo año se casa con Gloria
Gallegos, oriunda de San Francisco y estudiante de medicina en la Universidad de Córdoba.
Desde 1976 permanece detenido, hasta el fin de la dictadura militar. (En 1993 un fallo de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación dictamina que durante esos años sufrió “Privación Ilegítima de la Libertad” por lo cual es
indemnizado).
Regresa a Santiago y a poco de llegar (diciembre de 1982) el Obispado le encarga los 31 Murales de Mailín, de
gran tamaño, que pinta al acrílico en un Santuario Popular al aire libre. La remuneración le permite adquirir una
modesta vivienda e instalarse con su esposa y su entonces única hija, Anahí. También recomienza a colaborar en
El Liberal, con una columna denominada “Acuarelas Santiagueñas” y poco después con el Suplemento Cultural.
Durante 1984 ocupa el cargo de director del Museo de Bellas Artes, de La Banda (Santiago del Estero). Más
tarde dirige el Centro de Capacitación Fernández (Santiago del Estero) y ocupa el puesto de tesorero-
vicepresidente en la Fundación “Amntena”, una organización rural, exportadora y educativa, de origen alemán
(1985 a 1989). Durante 1991-92 crea y dirige la revista literaria Quipu de cultura. En este período se editó su
novela Abelardo, 500 ejemplares, que se agotaron en cuatro meses.
En el plano familiar: cuenta en la actualidad con tres hijas más (Rocío, Guadalupe y Alejandra) que fueron
sumándose en el transcurso de este periodo.
Desde febrero de 1992 trabajó como redactor y encargado del suplemento Cultura y Educación, del diario El
Liberal. En diciembre de 1992 edita su libro de cuentos El Malamor. En junio de 1995 aparece la novela Ciclo de
Antón Tapia, edición actualmente agotada.
En 1995 es invitado por la Universidad de Pescara, Italia, para participar de un Convenio Internacional
denominado La idea del Visionario. Viaja allí y a Roma, con su esposa, durante el mes de mayo.
Desde noviembre de 1994 se dedicó exclusivamente al emprendimiento de una editorial e imprenta propias -
Quipu editorial-, que instala y mantiene hasta 1997, cuando la vende.
Desde 1997 a 1999 trabajó nuevamente en El Liberal, esta vez como encargado de la página de Opinión y jefe
de Editoriales. Simultáneamente comenzó a editar en internet la revista Quipu de Cultura.
Una egresada de la carrera de Licenciatura en Lenguas –la italo-argentina Patricia Iezzi-, realizó su tesis de
graduación basada en la vida, obra y relación con el INIsmo , movimiento internacional de vanguardia artística
del cual Julio Carreras (h) es miembro desde 1983. En 1999 se edita en italia –pero en castellano- su novela
Bertozzi, 500 ejemplares para uso del departamento de Lengua Extranjera, de la Universidad de Pescara. Hacia
fines de ese mismo año aparece la edición italiana, emprendida por ESI, una editorial romana.
Durante los años 2000-2001 dirigió el diario de Internet “Pantalla de Noticias”.
En marzo de 2000 fundó la Asociación de Periodistas de Internet (API). Sus artículos –especialmente después
del 11 de septiembre de 2001- se publicaron en innumerables periódicos de internet, editados desde España,
Cuba, México, EE.UU y otros países. En 2003 se integró al colectivo periodístico Indymedia – Santiago del
Estero.
Actualmente escribe para la revista Lezama, de Buenos Aires.

Obras editadas

El Fascismo. Ensayo. Córdoba, 1973.


Cantares. Poesía. San Francisco, Córdoba, 1986.
Cultura y Nación. Ensayo . Dirección de Cultura de Santiago del Estero. 1987. (1)
Abelardo. Novela. Santiago del Estero, 1991.
El Malamor. Cuentos. Santiago del Estero, 1992.
Ciclo de Antón Tapia -Novela. -Santiago del Estero, 1995.
Bertozzi, novela, Santiago del Estero y Pescara, Italia, 1997.
Numerosos artículos, poemas, cuentos, narraciones, críticas, publicadas en medios argentinos (como La Voz del
Interior, revista Puro Cuento, Aleph) y del extranjero (Mester, revista de la Universidad de los Angeles;
Berenice, revista editada en Roma, Italia , Albatroz, París, Francia; Barco de Papel, Madrid, España).

Obras terminadas (sin editar)

cueRtos -cuentos cortos -130 pág.


El alma en cada abrazo -Novela, 420 páginas.
El Jinete Oscuro -Novela, 518 páginas.
Mujeres – Relatos, 223 páginas.
Un largo adiós – Novela, 175 páginas.
Movimientos revolucionarios armados en la Argentina (Desde los Uturuncos y el FRIP a Montoneros y e ERP)
Ensayo histórico. 457 páginas.
El quid y El candil. 250 páginas. Textos muy breves, sobre diferentes temas (sociales, filosóficos, teológicos,
políticos, internacionales o relacionados con la vida cotidiana provincial o nacional argentina). Fueron
publicados diariamente en El Liberal entre 1997 y 1998 y en el Nuevo Diario, desde abril de 1999 hasta marzo
de 2000.
Artículos y comentarios. 350 páginas. Recopilación de artículos sobre cultura, política, sociedad, publicados durante
muchos años en revistas, diarios, publicaciones underground, o presentados en congresos, publicados en
diversos sitios de internet, etcétera.

Obras en proceso:
Tiempos felices. Novela. El protagonista es un adolescente cuyo padre, un poeta divorciado, lo habituó a tenidas
intelectuales con pintores, músicos, actores. Paralelamente, él lleva una vida bastante libre, tocando la guitarra
eléctrica en conjuntos de la época. Transcurre en Santiago del Estero, entre 1963 y 1970.
El Misterio del Mal. Larga novela que indaga la suerte de varios protagonistas de la lucha revolucionaria durante
los años 1973,74,75 y 76. Se desarrolla en Córdoba, Santiago del Estero, Chaco, Tucumán, Rosario, Buenos
Aires y las cárceles de Córdoba, Sierra Chica, Devoto, Caseros, La Plata y campos de concentración La Perla y
La Rivera, en Córdoba.
Vidas de Caín. Larga novela que aborda la historia de la humanidad a través de sucesivas reencarnaciones de un
mismo protagonista. También aspectos ocultos de la creación del universo y las logias que se disputaron el
poder a lo largo de los milenios. Desde los orígenes del mundo, hasta 1660. Transcurre en Atlántida, Egipto,
Uritorco, Irán, Palestina, España, Baden-Würtenberg.
Fulgor de los damascos .Textos reflexivos, novelados, acerca del amor, la política, la religión, mientras transcurre la
vida de una pareja de militantes revolucionarios luego de su salida de la cárcel. Sucede en la Argentina, desde
1983 a 1987. La narración se efectúa interpolando momentos de los años 1990, 1992, 1994, 1998, 2000.
La guerra de Ahriman. Extenso libro que aborda la guerra lanzada sobre el mundo desde el 11 de septiembre de
2001 desde la economía, la política y la teología. Su tesis es que la humanidad está alcanzando un nadir de la
manifestación del mal, tiempo durante el que se desarrollan batallas decisivas, tanto en el plano material como
en otros niveles menos perceptibles para los sentidos físicos.
Cartas a la Humanidad. Cartas filosóficas.

Para más datos sobre el INIsmo, ver la novela Bertozzi, de este mismo autor y los 1ero , 2do Manifiestos INI
argentinos, y otros artículos en español publicados por la revista Berenice. La novela puede ser obtenida en
librerías locales. La revista Berenice puede solicitarse a: Prof. Laura Aga-Rossi, Via Ostiense, 51 , 00154, Roma,
Italia.

ELMALAMOR

Contenido

Prólogo a la Segunda Edición Pág. 9


1) El Malamor Pág. 12
2) Hijo de poeta Pág. 27
3) Negro mano chusa Pág. 34
4) El monte de ánimas Pág. 48
5) La mutación de un luchador Pág. 53
6) Travesía breve Pág. 56
7) Incidente nocturno Pág. 59
8) El griego Pág. 61
9) Carmina Pág. 65
10) Dulcinea Pág. 82
11) La idiota Pág.85
12) El casamiento Pág. 90
13) Hombre de un solo tiempo Pág.96
14) Fiesta Pág. 110
15) Un hombre superior Pág. 112
16) Atraque Pág. 130
17) La remembranza que ocupó mi mente en una noche lluviosa y negra Pág. 137
18) Accidente de trabajo Pág. 140
19) El manchachicoj Pág. 142
20) El bulto Pág. 153
21) Danza de la materia y el alma Pág. 160
22) Niebla en los árboles Pág. 166
23) Saga de los cien pies Pág. 194
24) Astroagonía de Pal Pág. 199
25) Las cosas que me sucedieron buscando un departamento para alquilar Pág. 202
26) Marisa
27) El ciego Pág. 207
28) Idílica Pág. 208
29) La piel de Renata Pág. 209
30) El día potencial
31) El Cantor
32) Ananova

Comentarios Pág. 218


Glosas. Pág. 221
Datos del autor. Pág.224

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