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ARTE RADICAL- Santi Eraso

Edward Said, uno de los analistas más destacados de la cultura


contemporánea, en su libro Representaciones del Intelectual escribió: “Si el
estudio de la cultura en todas sus manifestaciones –literarias, artísticas– trata
‘solo’ de la representación formal, entonces resulta que las actividades de las
artes y las letras son esencialmente ornamentales y, como máximo, poseen
rasgos ideológicos de carácter secundario”.

Determinadas mentes bien pensantes, amantes del “arte de toda la vida”


(asimilado, correcto e inofensivo), creen que lo más sencillo es presuponer que
las formas artísticas no tienen historia; que las “obras de arte” surgen de la
nada, ajenas a contextos políticos, y que los artistas viven ignorando las
condiciones sociales en las que se inscriben sus experiencias. Estas opiniones
deducen y, peor aún, intentan hacernos creer, que el arte es una manifestación
idealista del espíritu porque las representaciones son indiferentes a la realidad
o, como mucho, la imitan, para que nadie la cuestione. De ahí su entusiasmo
por el esteticismo formalista o el realismo naturalista. De hecho, entienden las
obras de arte como ilustraciones de época o simple decoración de salón. Esta
visión romántica olvida las circunstancias y contradicciones en las que
surgieron las obras, relegando su carácter provocador, negando el valor
antagonista de las formas emergentes y desligando las representaciones de las
circunstancias políticas que las originaron.

Cuando estos defensores del arte tienen poder (en cualquiera de sus
versiones: político, económico o mediático), en ciertas ocasiones –véase el
reciente caso de la sala de exposiciones Rekalde en Bilbao– este se manifiesta
en una actitud totalmente despótica, muchas veces legítima pero no por ello
menos autoritaria –destitución de cargos, cancelación de programas, censura
etc.– o se apoya en discursos periodísticos que criminalizan el valor crítico de
la acción creadora utilizando el insulto y el desprestigio. Hace unos días, a
propósito de la notable programación de la mencionada sala bilbaína, se
pudieron leer en la prensa comentarios que hablaban de las naderías y
tontadas pretenciosas de los jóvenes vanguardistas de provincias, radicales
izquierdistas, que se dedican a epatar al burgués, aullar por las calles, asustar
ancianas o concejales, echar espuma por la boca o provocar temblores post-
oteizanos y churumbelerías de parque temático.

Cuando esos adalides del “orden artístico” defienden el valor supremo de


Chillida, Picasso, Matisse o Warhol, olvidan con facilidad que estos artistas,
como otros muchos que ahora ocupan los altares de los museos e instituciones
de prestigio a los que esas “mentes bien pensantes” acuden sin rubor con sus
mejores galas, ante todo, fueron parte esencial de otras vanguardias, que
actuaron contra las formas de representación impuestas por la realidad;
precisamente para reclamar otras, en definitiva, para alterar la vida. Y no nos
olvidemos, además, que casi todos ell*s lo hicieron provistos con las armas
pacíficas del arte y sus lenguajes críticos, porque entendían que era la mejor
manera de conjugar poética, estética y política.

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