You are on page 1of 101

LA S OLE DAD D E LOS GR AN DE S

ESTABLE CIMIEN TOS C OMER CI ALES

Pedro Damián Bautista


(…) si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don
Diego de Miranda, y la jira que hube con la espuma que saqué de las
ollas de Camacho y lo que comí y bebí y dormí en casa de Basilio,
todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, a cielo abierto.
-Sancho
-Quijote

2
CANCIÓN CARDENCHE

1
"No tengo papeles, no tengo nombre, no tengo país". De perdición. Sin oficio ni
beneficio. Como no aceptaban que estuviera cogiendo “a toda hora” con Yolanda-
Antonietta, en Laredo, Texas, le di para el norte. Me perdí en el desierto. Ya no me casé
con ella. Un buen cogedor perdido. Un vago. Su madre me denunció, y hasta me
rastreó para tirarme plomo. ("¡Pedro, hijo de perra!"). Los rinches con su voluntad
bastarda fueron tras de mis huesos y tras de mis güevos. Del desierto calibré los
magníficos días sin tragar. Raíces y sueño, ofidios, coleópteros, múridos; espejismos: vi
y escuché a Led Zeppelin en una colina (la suite “Stairway to Heaven”). Dios me habló
(“me estorbas, culerito”) y se fue. Conocí durante 45 días las flamas del sol y llegué a
morir parcialmente a un rancho o finca o quinta. Le puse al camello después de que me
dieron nopales y guayabas que yo pedí para reabastecerme en la geometría interior.
Moverse en solitario y labores en granjas y ferrocarriles en Coffeyville, Georgetown, en
Grand Country; Pima County, Apache Pass, Arizona, y la reservación de chiricahuas.
Perdido otra vez en Nuevo México. Las Tablas, Río Pecos (donde Pat Garrett le pisaba
los talones a William H. Bonney, el Billy The Kid), Arroyo Tayban, Sunnyside, Fort
Summer, Doña Anna, Mesilla, los campamentos ovejeros de Cañaditas Arenoso...
No papers no name no country.

Era 1985, tras haber hecho vagancia absoluta y servicios en la total y alta nación de
Zacatecas y la meseta madre mesoamericana. ¡Piedras en los bolsillos!
Regresé al valle. La meseta madre mesoamericana.

2
Es Dahran (Arabia Saudita). En un edificio de hormigón puro, sin ventanas, espigado y
duro, se halla como un bebé gigantesco, brutal –pero admirado por maravilloso– el
ordenador Cray 2 de la empresa petrolera Aramco: quinientas mil millones de
3
operaciones por segundo. Sorpresa, estupor ante la transformación de esa Aramco City
que Pedro ayudó a construir con arena en los años setenta. “¿Quieres trabajo?”, le
preguntaron una madrugada dos norteños fuera del café El Popular, en la calle Cinco
de Mayo, a las tres antes meridiano y en el centro de la ciudad de México. “Nomás que
es en el desierto, bien lejos y sin rucas, para construir butiedificios, casas...”

Pero si el ruido es otro modo de ser del movimiento, el horizonte cuaderno pautado.
Como origen un círculo dividido entre la luz y la oscuridad, uno contiene un germen del
otro, no se cancelan, juegan en un cierto orden y la sabiduría consiste en discernir este
orden y actuar en armonía con él. La no-dualidad. La implicación es la unidad de los
opuestos, el centro que implica la circunferencia, el infierno que implica el cielo. Del
juego de estas fuerzas polares surge el mundo del Ser. Cambio y movimiento
concebidos como la transformación continua de una fuerza hacia la otra. Pensaba esto,
holgado, más prieto que antes; moscardoneado por la policía árabe. “Mi carnalito...”, se
dijo Pedro, el tato, cuando pensó en su colactáneo.
–¡Naollin-Cuatro Movimiento, pendeeejo!

3
Fin del sexenio salinista. Ven de Yautepec, levanta mi vida y mi suerte –Damián pensó
en Julie Harris y la película “Member of the wedding”. Continuó escribiendo: Llegaron
en 1950. La ciudad de México se extendió entonces, trémula, hacia el norte, con los de
Tlaxcala, Durango, Coahuila, Zacatecas; hacia el oriente con los de Puebla, Veracruz,
Hidalgo; oaxacos, chiapanecos... el sur seguía verde; el poniente se pobló con los de
Toluca, Guanajuato, Querétaro, Guerrero, Michoacán... (verba volant, scripta manent).
Doblado por sus problemas que creía agigantarse y entorpecerlo o hacerlo reír, repasó,
ahora grabando con la voz de siempre el hermano mayor, los principales grupos
financieros del país. Pese a las pérdidas bursátiles, repunta el optimismo –iniciaba,
socarrón– pero antes de celebrarse la próxima convención nacional bancaria muchos
bancos aún sin entrar en operaciones estaban captando recursos por medio de mesas
de dinero y no de operaciones propiamente bancarias. Luego el franco pitorreo sobre
las chisporroteantes calificaciones de Standard & Poor’s, Morgan Stanley, Merrill Lynch:
enfocándose en factores económicos, sistémicos y administrativos, desempeño
4
presupuestario y flexibilidad; su escala CaVal, que vale pura chingada... Y las ebrias
alteraciones de los índices bursátiles asiáticos Nikkei-225, Hang Seng, Straits, Thai
Set… Mexicanos insertados en las tesis de la economía sumergida, o no observada –
¡ja!– (Aigner, Schneider y Ghosh, Me and my Shadow: Estimating the Size of the U. S.
Hidden Economy from Series Data) medidos con el modelo Mimic:
η = γ1 x1 + γ2 x2 +... γq xq + ζ,
donde η, variable latente, es la economía sumergida. Fin del sexenio salinista.

Y los que se salen de la investigación –escribió, armas en la motherboard–; yo llegando


a ti; tú perdida y desconocida para ti misma en Yautepec. Arribando las familias a la
Gran Ciudad, como se decía en las revistas, en las revistitas que aprendimos a comprar
y a leer, a atesorar. El campo parcelado que se pudrió de tristeza; la casa de
Xochicalco vacía. Yo acercándome a ti. Tu presencia en sábanas de Yautepec. Tus
terribles deliciosos pezones. El patio llovido...

Y la grabación en su tenaz juego memorioso: “Salud, ingenio y sinceridad”; desde 1902


la agencia publicitaria japonesa Dentsu se pavonea con este lema; por encima de
McCann-Erickson y Euro RSCG. Nada, nada. Los tragos en Casa Paco, en la calle
Dolores, en el centro de la ciudad de México (barrio chino), los vilipendiados y
esplendentes poetas infrarrealistas.1 La calle Dolores. Casa Dolores y su piano... Tu
unión conmigo, tu madre que me alimentaba con leche y miel de Yautepec. Dos
factores de alimentación bíblica, diría mi hermano... el chofer de los viejos camiones
repartidores del clarasol Los Patitos; mi hermano vago, alumno y maestro de escuelas
nocturnas, recio defensa central desde juveniles hasta primera intermedia, obrero de
tercer turno, correoso y digno, mineral y tácito, habitante nocturno...
–Quieren dormir al velador... el tufo sutil de los ingleses...

4
Pedro tenía al frente el rostro del cruel billete mexicano de veinte pesos, el venado
representativo del estado de Sonora, del grabador S. Moreno, en el billete de cien; las
nuevas liras turcas, las rupias indonesas e indias, los ringgits de Malasia y los dólares
1
Con Gohei Kogure, George Soros –de incógnito– y Li Ka-shing, el mismísimo expatriado chino poseedor
del conglomerado Hutchison-Whampoa (y autodidacta, el bárbaro).
5
australianos, guardados en su cartera durante meses, después de su vagabundaje. De
lo único que tengo certeza es que esta parte de mi vida ya valió madre –pensó. Entró
nuevamente al billar del centro de Tlalpan con pan y tres pequeñas cervezas;
previamente se había inyectado (arponeado) en el brazo la tremenda mezcla
alcanforada inventada por él. Se puso bien. Bajó los tres escalones de madera al
momento que en la calle continuaba la pertinaz llovizna dura, con mucho viento que
arrastraba millones de pequeños objetos. Fin del sexenio salinista.
–¡Coime!
–¡Mesa!

“La felicidad como forma de vida mediante un programa de meditación trascendental.


La ausencia de sufrimiento y fracasos. Más prosperidad, creatividad y logro de plenitud
para prácticamente todos los niveles de vida. Hagamos florecer ahora todo el esplendor
de la era de la iluminación dentro de nosotros. Todo en el Instituto Maharishi de Ley
Natural, allí, en la calle Concepción Béistegui, en la Del Valle”, le pasaron a Pedro la
invitación por teléfono. Colgó. Comió sardina con pan tostado, salsa de jumiles,
jitomates rebanados con cebolla morada, una gran tlayuda con chapulines alimonados y
agua de guanábana con cilantro y ramos de apio. Observó los camiones chatarra que
circundaban su patio. Luego escuchó: fue en algún lugar de los cielos donde todo tuvo
principio: se formó una abierta Confederación de Luz por parte de un grupo de seres
que, unidos, viajaron por los mundos y contribuyeron en el proceso evolutivo de ellos.
Cuando llegaron a nuestro planeta, la Tierra, fomentaron a nueve iniciados quienes a
su vez formaron cinco linajes o sacerdocios que sirvieron de sostén a todas las
variantes y tradiciones espirituales. Y son: el sacerdocio de Dzogchen, el sacerdocio de
los Druidas, el sacerdocio de Melquisedec, el sacerdocio de Quetzalcóatl, el sacerdocio
de los Mares del Sur. Hay otros cinco lados opuestos que representan la parte oscura.

Pedro, alarife, varillero, chofer y coime; tato; ayer apenas vagabundo, maestro de
primaria nocturna, soñó la debacle de su hermano mayor, experto en finanzas, corredor
de bolsa, expriista (de las jóvenes camadas de tecnócratas) y graduado en la London
Business School. Cuna y precipicio. El coime sacó la carta manuscrita del abuelo

6
Aureliano, enviada cuando recién llegaron adolescentes a la ciudad de México –“a
rifársela solos”– leyó:
"Antes de que no pusieras tus pocas barbas en los espejos ni los rastrillos en tus
mejillas transcurrieran el viento ya era penetración en los marcos de las ventanas, roce
en las cortinas, susurro entre las faldas de las muchachas y tú despojado de las
herramientas del acróbata. Una hora que hace al pan piedra y calles a las matatenas,
esta. Rica conjunción de astros para que por medio de los piecesitos femeninos
aprendas al tacto directo de todas las bendecidas naturalezas porque por principio de
cuentas el mexicano chaparrito es. Biologías que aciertan y una danza y una
complicidad para todas las truculencias de los fines de semana últimos y lo inconexo y
lo anacoreta de tus comportamientos todos. Botellas de tequila que has estrellado al
interior de tu estómago; de la locura lo barroco y lo vertiginoso; los trebejos los tiliches
los cachivaches, la mendacidad, lo pedantesco, la asociación delictuosa, la metátesis,
el traumatismo craneoencefálico (texto inentendible) el niño perdido y
hallado en el templo. Y no le dedicas más trabajo a la mentalidad, y sí a las mentadas
de madre, al hecho mismo repetido del sonsonete acumulativo de lo que se llama la
duración de la vida, o sea la edad; pero la edad de todas las mañanas, he: a) La radio
puesta en las gargantas de los baladistas o en las noticias o en los anuncios
comerciales sencillamente; b) El insensato mundo primaveral que de a poquito
asesinándote está; c) El agua que no existe y pelear por ella tienes que, esto hacerlo
aperrado colectivamente y frente a tu delegación municipalidad ayuntamiento; d) Por
ejemplo: el dinero que no posees y porque falta te hace de a madre; e) La alta
madrugada el bajo amanecer; f) También por ejemplo el otro día, el podrido día ése, el
maldito ojete día aquél, cuando empezarlo dijiste ya no podrías más; las innumerables
inenarrables piedras pómez apareciendo fantasmagóricas en la garganta y el
descender fatales al bajo vientre... y la letra ge es el kilo de mentiras que al tramarlas
bien tendrás que saber ejecutarlas todavía más perfectamente bien para darle de tragar
al perro de tu amor, a tu ataraxia y a la agilidad de sucio sobreviviente, correoso,
prángana-parrapa, jodidísimo guerrero mexica que habita tus camisetas o tus playeras
cuando usas... y aquí se hace un alto para tratar de interiorizársete e introducírsete en
los ojos la investigación con todos los utensilios y artefactos de la mentalidad para
medirte en el nivel sentimental. O acaso, ¿eres feliz? ¿o simplemente estás contento?
7
Porque si ninguna cosa, épale: sábete que Dios se te aparece comúnmente sólo a
tramos, a cachos, digamos que en pedacería para que lo reúnas, lo armes o trates de
estructurarlo tú en soledad y no lo andes buscando en parroquias y templos que ahí no
únicamente está y hay además oscuros sacristanes que niegan rotundos tu entrada. Y
para ya no estar mencionando las pifias de aquella tarde (inentendible)
porque haber llegado a ella resulta ya bastante doloroso, te diré: no te
entrometas en lo que entrometerte no debes, pásales por encima de las cachuchas a
todos, mira que hasta en donde más allá de la camiseta tu adelgazamiento ya evidente
es: las costillas que para ya una o alguna muestra en conferencias con radiografías
quizás los doctores y los enfermeros te solicitarían de favor que te les prestaras, y si así
la suerte te toca aprovecha y enseña también aparte del costillar el rostro y su rápido
escandalizante enflaquecimiento que por los problemas o por lo problemático de tu vida
dices tú que te acaece días meses y semanas atrás hace. Las ya tempraneras canas
laterales arriba de las patillas disparejas, míralas cómo han proliferado. Y en verdad
qué bárbaro tendrías que ser para no continuar en la friega que es toda esta catarata
de dificultades e insensateses pero que te sirven, dicen, para el crecimiento interno. Tú
eres simple y sencillamente un criaturita. Pero calumniador de ti mismo si te abres. Puto
y ojete si te pones a chillar. Pinche de tu pequeña personita si no me contestas pronto.
Y ya que están pasando los de la nocturna de regreso mejor aquí le paro
(inentendible) es que tampoco traigo mis lentes y el parque se está
poniendo frío. Escríbeme a la misma dirección. No desesperes y date una ayudadita a ti
mismo. Busca la manera de armonizar con los individuos, con los astros y con la
naturaleza, que es bien sabia, noble y alta para con los de buenos sentimientos. Trata
de ser feliz, como rabo de perro (es bien sencillo). Ya que no te guste lo fácil y ya no
chilles de a diario –no friegues. Acuérdate que a ese valle alguna vez le cantaron bien
recio porque tenía un lago... y peces. Te queremos y te extrañamos harto: YO".

5
(Pasando o antes de Atlixco, cerca, llegando a Riofrío –suspiros de varillero–; camino a
Zacapoaxtla o entre el Estado de México y el pinche Distrito Federal, o ya también en
Parres, hacia Morelos, o pegado a Yautepec, el solazo, el berrido, la interna

8
descomposición de sus personeros internos. El trizadero y el trizaderío de la mecánica
de la lengua.
–La Lengua Madre...
–La lengua de tu puta madre, puesqué...).

Fin del sexenio salinista.

(Llevaba un listón azul, rojo otro en la frentecilla de rapsoda el chiquito para su hipo...
Hicieron el lenguaje y luego trajeron los pedazos, en coches de donde murmuraciones
salían, hasta risas; política que a cabo llevaban para las colectividades; altas
temperaturas, fiebres, encharcaderos en julio; esperando los abuelos a los autobuses
suburbanos hacia todavía los pueblos y poblaciones terregaleras; vecinderíos de flacos
los compañeros perros y famélicas las personas, o al revés; cervezas calientes a la
caída de las tres de la tarde tronaron en los gañotes; jesucristos rotos y zumbos-ebrios-
trobos-zarazos arremetieron astrosos y pasaron a retirarse, en el por ejemplo tendajón,
a su salidita echados: el Amo y Señor del compañero precipicio con su aumentativa
acumulación en el cuentón de los desastres individuales; sueños del Nemonteni).

(Tlalticpac Toquitchin Tiez = la tierra será como sean sus hombres).

6
Otros nuevos bancos crecieron llevando a cabo operaciones bursátiles, lo que no era el
objetivo fijado y juramentado ante la nación. La Nación... Y la grabación de Damián no
paraba: …el Banco Interestatal ya tiene una cartera vencida de 540 millones de pesos,
a los pocos meses de entrar en operaciones. El Banco Invex, a tres meses de operar ya
repunta con utilidades netas de mil 900 millones de pesos; una cartera de créditos total
de mil 343.3 millones y capital contable de dos mil 150.7 millones de pesos. Luego los
pequeños puercos hermanos que se han portado bien: Banco Industrial, Inbursa,
Interacciones; y a los que vigilarían las ciegas y sordas leyes: Banco del Sureste,
Banco Capital, Regional de Monterrey...

Fin del sexenio salinista.


9
¡Fuera Adam Smith y David Ricardo del Estado Mexicano! –vibró el audio. ¡A dónde se
fue la esperanza, entonces! ¡Las aspiraciones al modelo de industrialización de los
países del Pacífico asiático cuyos procesos de desarrollo acelerado les han permitido
establecer una sólida base productiva interna, compartir el avance científico técnico y
elevar sensiblemente los niveles de ingreso de sus poblaciones! ¡Esto nada tiene que
ver con políticas económicas de apertura comercial a ultranza, liberalización de la
inversión extranjera y retiro del estado de sus funciones económicas como orientador,
regulador y promotor del desarrollo! ¡Nos va a cargar la chingada, ya verán...! ¡Ya
verán, Robert Rubin... Alan Greenspan!

7
Grandes multitudes transcurren por la ciudad crepuscular. Adónde te fuiste entonces,
Pedro, a dónde; tú encandilado, tú enchilado, tu hermano el del biyuyo en la cárcel o a
punto (fin del sexenio salinista); tú. “A veces nada el pato a veces ni agua toma”, como
exactamente 17 millones de valedores en 1994, que la giran ya de zorreros ya de
maracas macheteros conejos dosdebastos piñeros chalanes panaderos galopinas
cajueleros auxiliares de esto ayudantes de aquello… a veces también de chachareros
matanceros putas portes mecapaleros despachadores diableros lavaplatos toreros
proxenetas cilindreros alarifes meseros afanadoras torneros lavanderas burros orugas
punzones estibadores veladores mozos talacheros chafiretes farderas carpinteros
taloneras herreros afiladores pajareros tablajeros pepenadores yeseros peones
voceadores plomeros hojalateros aguadores mandaderos tortilleras porteros, a veces
también de sirvientas barrenderos boleros mecánicos zapateros costureras cerillos...
uñas dedos tripas, gatos...

(Sí, Naollin-Cuatro Movimiento, pinche cachanilla. Representado en el Tonalámatl.


Busca tu corazón en la Guerra Florida, arráncalo de la multiplicidad destructora. Cree
más en la simpatía que en la belleza, y hasta más que en la inteligencia. ¡Ah,
tecpanecas de Azcapotzalco, si los gachuzos hubieran llegado cuando Maxtla, cuando
Tezozomoc, otro hubiera sido el dope! “Ciervos creyeron a los caballos”).

10
8
–¡Coime, jijo'e...!
–¡Cerramos, culeros. Ya estuvo por hoy! –ordenó enérgico Pedro el coime, hastiado.
–¡Soy un príncipe a mi modo, jijo'etu...!
–¡Nos vamooos!

Cuatro jugadores de dominó salieron ebrios, gritando disparates y gimiendo esta vez,
con la melodía “Extraños en el paraíso” (), de Ray Connif:
–De cómo bajó Dios a las bodegas de Aurrerá... subistes...
–... el día que el coyote atrapó al correcaminos... entrastes...
–¡Los desayunos de Zapata Salazar, Emiliano, en el restorán San Angel-Inn!
–… y el pulque o los cuatrocientos conejos corriendo por las venas... ¡chafeastes!...

El coime bajó hasta la avenida San Fernando para llegar frente a la casa donde vivió
Santiago Galas; en el restorán campestre Quinta San Ramón buscó rastros de su
pasado y quiso llorar; en la vieja estación del tranvía de Tlalpan sintió que ya no podía
más pero le arrojaron piedrecillas. Siguió por la avenida hasta lo que fue el bello y
misterioso restorán París (con sus discretas prostitutas), buscando mensajes en las
banquetas; dobló por la calle Morelos –antes espesa de árboles– para entrar y cruzar el
parque de la colonia Toriello todavía con álamos y estoraques (frente a la casa donde
vivió el escritor Luis Gonzaga Inclán). Se detuvo un poco para sentir la noche. Volvió a
percatarse de las 78 bramadoras luces rojas cruzando el cielo. Recordó los sangrientos
encuentros de futbol en ese parque en los años sesenta del siglo XX, contra los
muchachos de la colonia Sección XVI (o colonia “del piojo”). Encendió un cigarro y miró
el entorno del parque: extrañamente seguía viva esa zona verde, aunque deteriorada
por el salvajismo de las familias de la puerca clase media que la tomaban como
basurero. Miró la gran fuente (“las plantas de mota”, murmuró sonriéndole a su
adolescencia ). Trotó un poco por la hierba crecidísima, se detuvo; se volvió a
arponear pensando de repente en la raza-chingá, de Rodolfo Sanabria. Encajó la

11
hipodérmica en uno de los álamos. Trotó nuevamente y salió del parque sonriendo
cuando pasaba un coche emitiendo una canción. 2

9
Como una visión inaudita, increíble ¿cierta?, casi frente a los leones de la entrada norte
del bosque de Chapultepec, desde el penthouse de Reforma y Circuito Interior, el jobber
vio pasar a su hermano, quien manejaba el camión de clarasol, lo llamó a silbidos, se
agitó en los barandales de la terraza y gritó desesperado: “¡Cabróóón! ¡Carnaaalll!
¡Volteaaa! ¡Estoy solooo! ¡Me voy a moriiir! ¡Te necesitooo!”.
–¡’Orita que pasamos por el puente oí como que alguien te gritaba... o quién sabe qué
pedo, pero como que te llamaban –le comentó el chalán al chofer del camión de
clarasol.
–Tsss... estás ya pendejo o qué transa... ‘Ira qué tráfico; y tengo que entrar ya al otro
camello...

Cuando fue medio día bajó por agua mineral y cigarros. Ahora estaba completamente
ebrio. Sin afeitarse y todavía con el traje de lino color crema (Davide Cenci), había
destrozado casi por completo el apartamento. Estaba seguro que pronto lo
aprehenderían. Grababa infinidad de mensajes, lecturas, cartas; grababa y borraba,
bebía de la botella el bourbon que lo encendía.

10
¿Por qué no tú y yo? Si me abres las puertas de tu herida voy hacia ella. Voy de
Yautepec hacia tu corazón atormentado –pensaba la muchacha, exnovia del proceloso
hermano salinista, observando en la huerta al tortuoso pájaro Trepador de Souleyeti;
absorta bajo el sol de Morelos, tirada con sus perros en la hierba, cansada de la tarde
de domingo y de las intensas cópulas con sus caporales; al viento el dorado de sus
magníficas piernas. Me tendrás en tu áspera sangre para cambiar mi duro amor por tu
terrible alma; tu impetuosidad por mi persona hirviente. Si me abres las puertas de tu
corazón, si me abres las puertas de tu alma... si es posible encontrarte nuevamente,
por enamorarme de la imposibilidad... ¿Quiénes deberíamos ser para no continuarnos
2
♫Vos sooois meu amigo Charlie Brown, oh oh oh, vos sooois meu amigo Charlie Brown, Charlie
Brown...!♫
12
desde...? Deberíamos ser solamente nosotros dos: tú y yo... un cuerpo florecido cerca
de otro cuerpo inflorescente...

11
(Tozepan titatanisqui. Unidos venceremos. Éxtasis es arrobamiento, como la portada de
la Aritmética de Baldor. La intensidad ritual, la sabiduría atávica, la imaginación mítica,
la relación con la muerte; lo que el mestizo deja en el suelo cuando sale o entra, cuando
sube o baja, cuando resuella o canta. Éxtasis es arrobamiento: Santa María de Agreda
sangraba cuando la rozaban; el deslumbrante colorido todo absoluto Lorena Wolffer; las
copas de Möet & Chandon al amanecer; el peso de los Evangelios en los caprichos de
la cibernética; la religión de la velocidad; Empédocles precipitándose en el Etna; los 75
agobiantes días de la defensa de Tenochtitlan (los acontecimientos en los canales); los
35 ríos que cruzaban la ciudad de México; las canoas sobre el lago mexicano a las tres
de la mañana; las primaveras y los veranos coruscantes en Tenochtitlan en 1520:
ciudad Miahuaxihuitl: la flor turquesa del maíz; los poetas infrarrealistas caminando
sobre la avenida Insurgentes Sur entre Villa Olímpica y Ciudad Universitaria bajo un
aguacero a las tres de la mañana de un día de 1981.3 La esplendorosa presencia de
Serena Williams o Vanessa Oyarsún o Valeria Marini… en las baldosas descalzas o en
un jardín descalzas. Maseualsiuamej Mosenyolchicauanij = las mujeres en el valle
trabajando; el olor de la carne quemada del guerrero Cuauhpopoca, el escupitajo de
éste en la faz de Cortés... Auh campa yesque in cualtin yn icuac nomiquilisque?... Auh
yn amo cualtin campa yesque? 4

Hay que llegar al éxtasis para sacar al alma del cuerpo.


–¡Ándale si vas, culerooo!).

12
Damián bebía ahora cervezas. El viernes transcurría certero y caliente. Grababa y
borraba, escribía también sobre brillante papel cobalto, lloraba a mares, enrabietado,
emperrado contra sí mismo, con enérgicos nubarrones de arrepentimiento por su
asesoría en el golpe amafiado-legorretero a la BMV de 1987 y en el fantástico fraude
3
... volando en ácido.
4
"¿Y a dónde irán los buenos cuando mueran? ¿y los no buenos a dónde irán?"
13
electoral de 1988; los importantísimos contactos internacionales que llegó a lograr para
financiamiento e inversión; su infame, cruda asesoría para los planes privatizadores,
SAR, reconversión industrial, Sedesol (y su consecuente, jocoso y comiquísimo
Programa Nacional de Solidaridad), “desincorporación” bancaria… el lamesuelismo a
los “inversionistas”. Extendió las fotografías de su desaparecida familia. Él y su
hermano con casquetes cortos, rostros sucios, zapatones raspados, overoles rotos; los
ojos enrojecidos de su madre, la mirada turbiasabia de su padre; el pueblo de Morelos
en el entorno; el tranvía que iba de Tlalpan hasta La Villa, entre frondas de árboles; el
suave y tremendo adolescente corazón de Leila Islas Said; el aljibe que entró en la foto;
sus hermosas y sufridas hermanas... No me mueve mi Dios para quererte... Ni el cielo
que me tienes prometido. Lanzó los envases de cervezas al Circuito Interior, atascado a
esa hora de autos. Entró nuevamente y abrió todas las puertas y ventanas de las
habitaciones. La grabación seguía emitiendo datos, ahora acerca del Foro de Davos, el
origen de Kellogg’s, la compañía marítima Troods del chipriota Hadji-Ioannous... la
oposición a los préstamos: Bernie Sanders, Alfonse D’Amato, al frente; la recesión
inducida (a la búsqueda de un dígito en la inflación)... el ajuste macroeconómico que
agudizó la vulnerabilidad... el clamor por el retorno de los fisiócratas... la angustia por el
Country-Risk... la noche-reunión cupular del 19 de noviembre de 1994… el abandono
de la banda de deslizamiento del peso… la destrucción de las cadenas productivas... la
sangre de Luis Donaldo en la canción de la culebra y en Lomas Taurinas… la tenebrosa
faz de Córdoba Montoya… la fuga de capitales con 230 asesores maquiavélicos y 989
empresarios convictos luego del sexenio aciago en el país más feliz y corrupto del
mundo... el rampante y “moderno” capitalismo cleptocrático... los neozapatistas, sus
rifles de palo, las tiendas de raya en el sureste mexicano, las criminales haciendas de
alemanes… el corrompido y delincuencial corredor Perisur-Picacho-San Jerónimo…
globalización y TLC versus ideología de la Revolución Mexicana...
–Psychomotherfuckers gringos! –gritó Damián desde su ventana hacia la avenida
Reforma. Pronto lo aprehenderían.

Fin del sexenio salinista.

14
Se desnudó y lanzó el Aiwa hacia afuera, los textos en inglés de economía política, la
obra de Leo Strauss... casi memorizada… todo reventó en la lateral del Circuito Interior.
Se bañó con agua fría, restregándose la boca y la lengua con jabón de lavandería. Se
vistió con camisa blanca y pantalón de lino, arrugado. Aventó por todo el apartamento
chequeras, agendas, los billetes de cien y veinte dólares que le quedaban. Se olvidó de
las llaves, se olvidó del coche, se olvidó de su rostro en el espejo. Salió a la calle,
oloroso a jabón Zote. Viajó en Metro y camiones hasta el billar de la calle Madero, en
Tlalpan, observando los hermosos rostros sabatinos de los chilangos. Todo el trayecto
con cierta aflicción y algarabía. A punto de soltarse a llorar, abrió con firmeza las
puertas giratorias del lugar y gritó: "¡Coime!".

Su hermano estaba al fondo del billar, acababa de tomar el turno y miraba a los
abigarrados jugadores de dominó; portaba una camisa abotonada hasta el cuello,
acatarradísimo, y de inmediato observó al personaje sin calcetines que había entrado.
–Pinche vozarrón del culero ese –comentó sin dejar de atender sus fichas, uno de los
jugadores de dominó.
–Carnal... –dijo Pedro, trémulo, en voz baja.

Los jugadores de pool se abrieron cuando el coime pasó lento y nervioso. Llegó hasta
su hermano y se impuso entre ellos un orden armonioso. Miles de pequeños vidrios
brillaban en las calles mojadas. 78 más 78 luces rojas cruzaron gozosas el ahora cielo
bramador. Algunos jugadores vieron salir juntos a los hermanos. Éstos en la banqueta
fintaron guardias y golpes de boxeo mostrando a la noche lo fino de sus esguinces.
Luego se echaron los brazos a los hombros y sonriendo descendieron por la calle
Madero. Y el cielo bajó y manchó al dinero.

15
HUELGUISTA, NUNCA VOLVERÁS A CASA

Damián Bautista cumplió ese día 18 años y sintió cómo su corazón se estrujó un poco
al percatarse de la ausencia a su lado de su novia Karen, quien escribió en el paradero
de transporte, frente a la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México, con
pintura amarilla, una madrugada durante la huelga universitaria de 1999, aquella
estremecedora sentencia: Huelguista, nunca volverás a casa.

Los amigos de Karen vagaban esa tarde fuera de la casa de Damián, siempre
consumiendo alimentos o bebidas artificiales; venían de nadar. Pina, Gralla (o Graya),
Sara, Icro, Salomón, Ferrus e Iska, éste una especie de andrógino, esperaban a Karen,
que vendría a su vez buscando a Damián. Pensaban consumir un poco de Alfa-
MetilFenEtilAMINAs, poppers, Coco Snow… lo que hubiera; bebían ginebra con soda
de un envase de Ginger Ale. Karen llegó por Patriotismo en una gran bicicleta alemana,
roja, con asiento de cuero enmuellado; su faldita de mezclilla blanca exhibía sus
estupendas piernas de 16 años sostenidas en unos gastados tenis Converse All Star, o
Superfaro.
–Pero el Damián sí está, ya hablé... –gruñó Karen, mintiendo y bajándose de la
bicicleta.
–Pues no abre nadie –dijo Sara–... y se te ven los calzones.
–… putilla –dijo sonriendo Pina.
–¡Damiááán! –gritó Karen, agravando más su áspera, ronca voz, al tiempo que daba
terribles toquidos con el puño en el viejo zaguán verde, de lámina. Pero el joven llegaba
en esos momentos por el lado opuesto, trotando.
–¡Hey hey hey...! –saludó.
–Nos dejas esperando, imbécil... –dijo Pina.
–Tenemos sed… –agregó Icro, el más joven, de trece años.

16
Damián abrió el pesado zaguán y todos se metieron lentamente. Se sentaron en las
escaleras del pórtico como si estuvieran verdaderamente cansados. Ferrus y Salomón
fueron al descuidado jardín de atrás de la casa y subieron a dos árboles. Karen se lavó
las manos en la llave de agua al pie de las escaleras y Damián metió la pesada bicicleta
de su novia para recargarla en la hiedra (observó las pantorrillas de la chica y sintió un
profundo amor por ella, algo que de inmediato no registró en su conciencia). Karen se
despojó de los tenis y se mojó los pies y las piernas, mostrando a sus amigos, como un
juguete, su nuevo esmalte plateado, platinado, brillosísimo, en las uñas de los dedos de
sus pies.
–Tremenda puta ¿dónde lo conseguiste? –se interesó Gralla (o Graya) ya desde la
burbuja del nü blue mystic.
–No se puede, no se puede ♫... –dijo Karen, negando con el dedo índice, mientras
subía las escaleras para alcanzar a Damián, que entraba para buscar a Ernesto, su
padre, alcohólico, quien ya estaba “tocando fondo”; lo tomó de la mano y el muchacho
se estremeció, sintió una profunda ternura por la desmadrosísima, e increíblemente
“madura” adolescente descalza, y en medio de la habitación (un hall amplio, semivacío,
de alto techo, con un televisor y un viejo sofá) la abrazó, oliendo su cabello rubio y
aspirando su dulce sudor; se besaron, la lengua de ella penetró casi de inmediato
avasallando la lengua del chico. Él acariciaba su cabello y cerraba los ojos. Karen se
separó un poco y lo miró; le pasó toda la lengua por la cara (como perra mascota) y se
carcajeó. Antes de entrar a la cocina ella lo detuvo, apretando su mano.
–Pues qué te pasó o qué, que estás tan mermelada... Dami.

Él no contestó y entró a la cocina para encontrar a su padre hasta el patio trasero,


tratando de abrir una gran lata de tres litros de alguna fruta en conserva. Se había
bañado y contrastaba la blancura de su camisa con el descuido del jardín en ese
atardecer; no se percató que lo miraban Ferrus y Salomón, en silencio, desde arriba de
los árboles. Damián sintió mucha ternura ahora por su padre. Algo le estaba sucediendo
en su interior desde que lo felicitaron por teléfono en ese día de su 18 cumpleaños; algo
que lo estaba transformando esa tarde. Acababa de ingresar a la facultad de
arquitectura, en la UNAM; acababa de terminar la huelga universitaria con la entrada de

17
la policía militarizada a Ciudad Universitaria, de madrugada; él se había salvado de la
aprehensión huyendo por los pedregales.
–Pap, ya vine, vamos a comer, tienes que comer... traje una torta.
–Parece que está orinado –comentó Karen, señalándolo. Damián se acercó y lo
observó.
–No, no friegues, es borracho pero no para tanto. Es agua. Estuvo tratando de lavar,
alguna cosa...

Ernesto comió con ganas y Damián salió con Karen a comprar vino. Los adolescentes
estaban despatarrados en las viejas duelas del pórtico, el césped y las escalinatas,
balbuceando estribillos de canciones en inglés y reproduciendo imágenes de series
televisivas o comentando algo sobre el canal 19 de televisión E-Entertainment o MTV,
entactógenos, Synth Coke...

Ya ninguno de ellos asistía al colegio (sólo Icro, en tercer año de secundaria, algo
inusual para un chico de su edad; un adelantado, un “promovido”, pues su padre le
prestaba mucha atención al considerarlo una especie de genio). Ferrus y Salomón, los
mayores (17 años) trabajaban esporádicamente en tiendas, negocios o franquicias;
vendían objetos hurtados o “partes” para electrónica; copiaban asombrosa y fielmente
CD “originales” (música, programas o “videos”) saltando “candados” o barreras de las
firmas; arreglaban instrumentos o aparatos electrónicos averiados, complejos asuntos
de software, o hackeaban por paga –a precios bastante caros; (Salomón se
comunicaba constantemente con el llamado Mark Abene, líder del grupo de hackers
Maestros de la Decepción, para intercambiar códigos, claves, arcanos, escondrijos…).
Pero nada en serio; nada tomaban en serio. Pensaban morir a los 22 años “eso, cuando
mucho”. Ferrus escribía textos sin género (un amigo de Damián dijo que eran poemas
con extraña estructura, inversos –con un “frío e indócil elemento sentimental
desconocido pero manifiesto”, le puso un recado en su correo electrónico– o canciones
de rock, o duros informes de la realidad, o mapas del planeta mental de alguien, o
armatostes del lenguaje, o desenfrenados giros de varios idiomas... o “quién sabe qué
pedo”). Sara, Pina y Graya (o Gralla) abandonaron la escuela (Pina fue expulsada
definitivamente del Colegio Madrid; “irremediablemente”, mencionaba el documento
18
expedido por los directivos a su padre) sin planearlo ni percibir que ya no asistían,
fueron pasando a otros asuntos “nunca más importantes, me cae”, y acercándose entre
ellas cada vez más; ni siquiera tenían en la cabeza el concepto de “amistad”. Sara
hackeaba con Ferrus y solucionaba sorprendentemente asuntos de computadoras
aplicando una lógica pura, basada en la naturaleza de las composiciones binarias y
geometría euclidiana. Pina, muy delgada, estilizada, con mucho lenguaje para
expresarse, copulaba con todos y estaba profundamente adentrada en la literatura de
ciencia-ficción; había creado un método infalible para robar libros “saltando” la aduana
de los códigos de barras de librerías con imanes y zinc o magnesio; aunque hurtaba
también alimentos y joyería para vender o regalar. Gralla vagaba con Karen y
trabajaban esporádicamente –también– en restoranes, aumentándose la edad; la
experimentación con alucinógenos era fundamental: anfetaminas psicomiméticas,
psicoactivas (DOM –dimetoximetilanfetamina– alias STP, MDMA –Éxtasis; XTC–, PCP);
hacían vertiginosos viajes en autobús a ciudades del norte de México o a la frontera
para comprar o hurtar caprichos, emborracharse o vender algo; o iban a alguna playa
de ride (autostop o aventón); se besaban en la boca cuando algo emocionante o
conmocionante sucedía; sus madres eran alcohólicas y adictas a barbitúricos; la de
Karen, una exmilitante izquierdista-trosquista, frondosa y lucidísima, tuvo como
amantes a secretarios de Estado y embajadores. Iska vivía en Ixtapalapa (“en Medio
Oriente”, decía Salomón, burlándose) en una casa nueva, amplísima, pero casi vacía,
sin mobiliario, construida, "a plazos", por su esplendorosa hermana Catalina –que se
prostituía en una casa de citas de la colonia Nápoles– en el barrio Huitzico, ya cerca del
Estado de México; eran solamente él, su madre y la hermana. Iska tenía que abordar
cinco transportes para llegar o salir de su casa (“¡hijo de la chingada, no mames!”,
exclamaba siempre ante ello Pina, hilarante, asombrada), era bailarín y participaba,
cuando lo llamaban, para papeles teatrales menores (“pero indispensables, bastardos”,
aclaraba a sus amigos cuando lo cuestionaban, mofándose) en obras de ese “teatro” de
carteleras comerciales, medio procaz, versiones de obras gringas mal puestas, mal
traducidas, con reparto de actores y actrices de fotonovelas, abandonados por los
productores cinematográficos.

19
En realidad los chicos nada, o todo, cuestionaban. Creían que alguna vez –quizá–
serían adultos; “cualquier cosa”, murmuraba Karen. Así como creían en los asuntos y
en la vida, o “vivir”, como se cree en la consistencia del malvavisco, o en las fugases
gaseosas.

“Vuelvo a ti como desde una cueva, Damián... no sé qué es eso, pero sueño cosas,
sueño sin dormir. Veo y siento cosas sin pensarlo, sin pensar, como pasando por aquí
por arriba... la maravilla de tu cara, tus labios... lo que pienso de ti, como que estás bien
lejos y yo te siento, y te vuelvo a ver, y te vuelvo a... vuelvo a ti, como un animal, siento
que soy como un animal que vuelve a su casa o madriguera, un animal de... cuando te
vuelvo a ver soy como un animal que regresa de... que eres como un jardín, es lo que
soñé, ¿cuándo?... que tú eras un jardín... o que un jardín se llamaba como tú, no sé, y
que yo... y yo me acostaba en ese jardincito y me abrazaba y me decía cosas
agradables, cosas buenas para continuar, decía, para continuar... con tu locura... así
decía, Dam: con tu locura”, comentaba Karen a Damián, sin mirarlo, dirigiéndose a la
tienda de abarrotes. Él escuchaba atento, con la vista puesta en nada, cuando la chica
calló repentinamente para inclinarse a desprender una piedrecilla metida en una de las
sandalias que Graya le había prestado. Cruzaron una esquina y la abrazó, fascinado
por las palabras de su “novia”, encantado por tenerla y por “tu existencia” (esto lo dijo
en voz alta cuando entraban al establecimiento, y Karen le miró el perfil por unos
segundos, con un punto de fugaz extrañamiento).

Bebieron vino y luego tequila con Ernesto. Los amigos pasaron al jardín posterior con
cervezas Lager en las manos. En la cocina charlaba Damián con su padre –o fingía
hacerlo– y entraban esporádicamente Salomón o Sara o Karen a conversar, escuchar o
comentar algo, o a preguntarle a Damián algo. La tarde transcurrió.

–Dios te salve María... –murmuró Sara, mientras tomaba un puñado de galletas Ritz de
una caja.
–Bendita eres entre todas las mujeres... –dijo a su vez el señor Ernesto, hojeando una
revista de arquitectura.

20
–Dios te salve María llena eres de gracia el señor es contigo bendita tú eres entre todas
las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre Jesús. Santa María madre de dios ruega
señora por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén –
Damián dijo la oración completa, lavando algún traste.
–¿Nuestra... muerte? –se interesó Ferrus. Nadie contestó.
–¿Tu vientre Jesús? –ahora fue Sara.

Ernesto rió con ganas, para sí. La oración se la enseñaron a Damián en el colegio
salesiano –devoto de Domingo Sabio– una de las diez escuelas de donde lo expulsaron
en la educación primaria (aún la decía todos los días, mecánicamente); pero remataba
–esto lo repitió el padre–: “María auxilio de los cristianos rogad por nosotros, san Juan
Bosco rogad por nosotros. Señor, te pido por mi papá por mi mamá y por todos mis
hermanos”.

Al final de la tarde los chicos se prepararon para ir a una fiesta y se aglomeraron en la


cocina, brillantes y lucidísimos por las cervezas y la efedrina.
–Dénos la bendición, señor –pidió Icro al padre de Damián–; mi mamá siempre me
echa la bendición; cree que no me doy cuenta –agregó el jovencillo.
–¿Cómo es una bendición? –preguntó Iska.
–Es como… –inició Graya, sin poder continuar; todos salieron y la jovencita recordó e
hizo una llamada a su madre, quien ya padecía el síndrome de Wernicke-Korsakoff
debido al alcohol. Lloró con ella un poco, y luego la olvidó.

Damián se quedaría a cuidar a su padre otro rato y tal vez los alcanzaría más tarde.
Karen le encargó su bicicleta y se quedaron platicando unos minutos en el zaguán. Ella
lo besaba y él la abrazaba con dulzura.
–Si no vas yo llego ya en la madrugada... para coger –le anunció la adolescente–; ando
bien cuqui cuqui...
–Te quiero mucho –dijo Damián, con un desequilibrado acento cursiloide (que no supo
de dónde provino).
–¡Ay... no mames! –se burló ella, alzando un poco la voz; sonrió y se fue corriendo tras
sus amigos.
21
Observó sus magníficas piernas desnudas sobre los tenis de botín, corriendo en la
noche de Mixcoac; el desordenado amarre de un puñado de cabello rubio en lo alto de
su cabeza, que bailaba con su juventud y su felicidad. Desde en medio de la calle los
observó a todos avanzar lentamente hacia la estación del Metro, jugueteando entre
ellos y sonriendo, enfrascados en comentarios sobre las bendiciones, las madres, la
religión, gadgets, los narcóticos, las cervezas; pensó acerca de él: se percataba cada
vez más frecuentemente de las cosas... los asuntos, los hechos, las personas y los
personajes; ya continuamente fijaba detalles y reflexionaba diferente, apreciando,
rechazando, advirtiendo al mundo... "la política"... "el sexo"... “la maldad”… “la vida”… y
se estremeció cerrando el zaguán. “Es que te estás haciendo grande... adulto”, recordó
que le comentó Salomón, indiferente y frío, hacía poco tiempo, durante las guardias de
la huelga universitaria, de madrugada, caminando por la serpiente de basalto del
escultor Federico Silva, matando una bacha, en el espacio escultórico de la UNAM, sin
prestarle mucha atención.

Damián abrió dos botellas de vino blanco. Puso óperas alemanas y preparó filetes de
res con mucha cebolla, limón, jitomate, ajo y cilantro. Lavó los trastes y dispuso la
cocina y los cigarros para fingir que charlaba y merendaba con Ernesto, quien casi no
hablaba ya. Entonces tuvo otra experimentación: la del abandono. Hasta entonces se
percató que estaban abandonados; que habían sido abandonados. Recordó con enfado
y mucha congoja las cartas de su madre desde España; su fuga con el maldito “escritor”
español –quien resultó ser “simplemente un periodista", le comentó el informadísimo
Salomón– cuando Damián tenía ocho años de edad. Cómo la odió; cómo quemó las
cartas, llenas de explicaciones absurdas; cómo lloró sobre las tardes esperándola en el
zaguán, sentado en un tabique, con el rostro en las rodillas, durante días, durante
meses, durante horas; de una estación a otra.* Los vecinos se acomedían a meterlo a
casa pues se quedaba dormido. (“El peloncito que espera a su mamá”).

*
Los ventarrones de marzo, el calorón de mayo, los aguaceros de julio…

22
Karen bailó descalza con un estudiante francés maravillado con la chica desde que
entró a la fiesta; era mucho mayor que ella, y Gralla (o Graya), Pina y Sara (ésta no
tanto) percibieron cómo se fijó en Karen (por sus ceño fruncido, su cabello fantástico,
enmarañado, su mirada con filos de navajas y sus piernas exquisitas y salvajes).
–Yo me lo cojo, Ka –dijo de inmediato Pina, emocionada.
–Mejor ayúdenme, desquiciantes. Consigan cervezas –comentó Karen, siempre
mirando a otra parte, buscando hacer daño con los ojos.

Los chicos se dispersaron, como ocurría siempre. El joven europeo buscó acercarse a
Karen y lo logró. Bailaron y se alejaron a un jardín, al lado de una alberca; la jovencita
cargaba sus tenis y dos cervezas. Bebió compulsivamente una de ellas de casi un
sorbo y besó en la boca al joven.
–“Once upon a time and very good time it was there was a moocow” –dijo Karen, sin
pensarlo, sin entender, repitiendo lo que Damián decía para sí mismo y que ella
escuchaba sin que él se diera cuenta.
–Tú... dices literatura... –se interesó el semivagabundo.
–No sé amiguito; yo no sé.

Karen quería mirar de cerca los ojos azules del muchacho y se inmiscuyó en él. La
fuerza de su presencia mareó al rubio, quien tuvo que separarla un poco de encima.
Hacía esfuerzos por preguntar sobre asuntos de aztecas, prehispanidad, pero Karen ni
siquiera intentaba entenderlo, miraba hacia un brillo celeste que había localizado al
interior de esos ojos y los escudriñaba desde leves y diversos ángulos. Estaba montada
en él, abajo del tobogán de una “resbaladilla”. Karen lo motejó como Firro. “Firro”, le
dijo, mientras abría su blusa púrpura, “cógeme un poco”. Miró hacia el interior de los
ojos azules y separó el brasier de sus magníficos senos (“tus bellos senos gordos”, le
decía Damián), como mostrándolos a una cámara extraña y oculta. Los movió hacia los
lados, los ofreció con las manos, lamió ella misma sus pezones, pero siempre como
ante una cámara espectral de lente azul. Después volvió real la presencia de Firro y le
hizo una salvaje felación para luego sentarse sobre el delgado pene del joven,
absorbiéndolo increíblemente; su microfalda se redujo aún más y sus hermosas y
blancas nalgas bailaban, potentes, en la noche, como una terrible niña jugueteando –
23
despojada de su calzón– con sus amiguitos, entre la bruma de los juegos mecánicos.
Sus agilísimas y duras piernas la habilitaban para ejecutar excelentes maniobras
“amorosas”, y el brillo plateado y diamantino de las uñas de sus pies resaltaba en la
noche.
–Miren a esa descarada puta –dijo Sara a sus amigas cuando la atisbaron, buscándola,
desde un ángulo del jardín.
–Con las nalgas al aire, la cabrona –agregó Pina.

Dos amigos las llevaron a casa de Damián a las tres de la mañana (sólo a Karen, Sara,
Graya e Iska, los demás se disolvieron con otros jovenzuelos, otras fiestas). Sara
decidió en el trayecto irse con los dos chicos, pues le simpatizó la plática y el Cuty-Sark
robado que bebían. Sólo tardarían 20 minutos y Karen le comunicó telefónicamente a
Damián que le preparara un baño de tina para cuando llegaran.

Ahí estaban. Graya (o Gralla) e Iska durmieron en el viejo sofá, echados y abrazados
frente a películas de Golden y Golden 2; ella volvió a marcarle insistentemente a su
madre sin recibir respuesta. La tina no se terminaba de llenar y Karen comía nueces y
zanahorias paseando por la noche del desatendido jardín; miraba hacia la ventana
iluminada escuchando las arias de ópera que emergían desde la habitación superior de
Ernesto, ya completamente ebrio, sentado en la cama. Damián trazaba sobre su
restirador, en papel cebolla, algunas medidas, y anotaba al margen líneas extraídas de
un texto. En su estudio –una habitación llena de trebejos– estaba colgado un cartel de
Karen-bebé.

Cuando la tina se llenó la chica entró al agua caliente disfrutándola realmente.


–Dam, mete mi calzón en un bote con detergente, a remojar –pidió la adolescente– y
dame un champú.

Damián le lavó los pies y las pantorrillas con mucha ternura, mientras la chica con la
cabeza echada hacia atrás silbaba una canción de Mayté Gaos, ya distorsionándola,
escuchada la tarde anterior, cuando pasaba con su bicicleta por un comercio de
abarrotes (rock en español de los años sesenta, que oía su padre). Pidió tocar un poco
24
el pene de Damián, y luego murmuró “ya estoy bajando, ¡rayos!”, terminando la fiesta
de anfetaminas. El joven salió del baño para irse a tumbar a su cama.

Karen durmió en la tina hasta las cuatro de la mañana, cuando el agua se entibió. Lloró
al percatarse de la situación y despertó de un mal sueño (soñó naufragar, otra vida,
automóviles, grandes persecuciones, lagos de anfetaminas, grandes cajas estibadas en
un puerto... Percodam, Vicodín...). Salió de la tina y sin secarse llegó a la habitación de
Damián, aún llorando; él tardó en despertar, la secó con una camisola y le envolvió el
cabello con una toalla, la metió en las sábanas y besó dulcemente todo su rostro,
sorbiendo sus lágrimas; ella le lamió las manos, como una mascota, y se quedó
profundamente dormida, luego de preguntarle, entre sollozos, sin esperar respuesta:
“¿Y Ernesto?”.

Damián miró el leve destello de la saliva de la chica sobre el dorso de sus manos, a la
luz de la madrugada que entraba por sus viejas cortinas, y durmió a sus pies,
guardando esas marcas entre sus axilas; resguardándolas del mundo.

25
ILHUICAC MAMALHUAZOCAN

I. ac tehuantin?
Los vendedores ambulantes empezaron a recoger sus mercancías alrededor de las
ocho de la noche y atendían a “líderes” que patrullaban cobrando, ajustando; alguna
sanción, un comentario, un obsequio, una petición… “Hijos de la chingada”, murmuró
Raphael Cammott, “yo chingándome”. Observó la infinidad de movimientos y
transacciones de dinero que se realizaban entre todos esos personajes agresivos,
barriales, canallistas; el comercio callejero, violento, “tranza”, provocador. La sudoración
pecuniaria de empleados que rendían cuentas a sujetos sucios, sus “patrones-líderes”,
viviendo en las calles –sus calles ya. “Pinches eyaculados”, los clasificaba Cammott con
mucha voluntad de sobajarlos.

En la calle Madero (antes Calle de la Esmeralda) caminó entre toda esa otra gente de
amarillo, afanada en asuntos políticos y comiciales, ajeno a todo. Había dormido casi
toda la tarde en la banca de una capilla de la iglesia de San Francisco, después de
intentar orar en La Profesa, refugiándose de la llovizna, y luego de derramar algunas
lágrimas ante San Ignacio de Loyola, pidiéndole realizar tan sólo dos o tres ventas más
de las barritas de plomo y estaño, que llevaba en un viejo morral de mezclilla, para
soldadura de tinas, cubetas o trastos de cocina.

Uno de los vendedores informales, “lacrosos”, El puercota (o Fofo), Daniel Alcántara, de


27 años, nativo del Estado de México (en una casa semirrural de Tultitlán, donde sus
parientes aún tendrían cerdos de engorda, gallinas, guajolotes) clasificado como eterno
sublíder y golpeador, manipulaba, haciendo alharacas, una pistola de plástico, idéntica
a una original, salvo el peso y la densidad. El sujeto, vigoroso y obeso, resuelto,
portando siempre ropa entre deportiva y “casual”, con un anacrónico y agresivo diente
de oro –el incisivo central derecho–, ponderaba personajes y escenas de aventuras
cabareteras o callejeras ante un grupillo de “empleados”, anónimos. Cammott los
26
observaba desde la acera poniente del Eje Central (antes San Juan de Letrán), con los
tacones en la orilla, farfullando mentadas de madre hacia el grupo, hacia el humo de la
avenida, hacia las orejas de Daniel Alcántara, en el que fijó la vista, interesado y
mordaz.
–Cacas de su puta mierda, pedos de su pinche madre, hijos de su mierda caca...
culeros, pinches ojetes bastardos –murmuraba incoherentemente, extasiado en la
ofensa.

El gordo describía y asociaba golpizas, borracheras, coches de lujo, cantidades


extraordinarias de dinero dilapidadas en cuestión de horas, intrigas tenebrosas entre
personajes para él poderosos y hasta encomiables: agentes policíacos, comerciantes
“establecidos”, lidercetes. Dada su fortaleza antes de engordar como animal, y debido a
su inescrupulosidad y cerebralidad, en su primera juventud fue reclutado por un
despacho de abogados para labores delictivas contra sindicalistas, para participar
membretado en sindicatos "blancos", patronales, y decididamente como golpeador,
asociado con priistas y bandas de porros del Politécnico (americanista recalcitrante).
Luego se movió –¿cobrando? ¿encargado? ¿vigilante?– en los márgenes de los
sospechosos talleres de costura y textiles, negocios de ropa “pirata”, talleres de
elaboración de etiquetas falsas, productores sin permisos, en Pino Suárez, San Antonio
Tomatlán, San Pablo, Izazaga, Jesús María, Alhóndiga... “Patrones” –ya impunes, a sus
anchas– coreanos, argentinos, judíos, libaneses o italianos, muchos de ellos convictos,
inmiscuidos en negocios sucios; violadores de toda reglamentación laboral. "Trabajaba"
también con los criminalizados joyeros del portal de Mercaderes y la calle Madero, y
sus pequeños puercos-secuaces cómplices de los negocios de compra de “pedacería”
de oro, con quienes Alcántara realizaba transacciones secretísimas, “encargos” que no
le confesaba a nadie, y que le provocaron una severa gastritis, debido a la dinámica
misma de la sordidez. También operaba subrepticiamente entre las bodegas de la zona
de La Merced, la Lagunilla, la colonia Morelos, Candelaria, Doctores, Obrera, la Buenos
Aires, la Guerrero; en sitios repletos de mercancía robada, “saldos”, productos chinos
chapuceros o de pacotilla. Se le veía en una motoneta, dinámico, en los movimientos
intensos de camiones, camionetas y tráileres, en las madrugadas, en todo el perímetro
del Centro Histórico –Fray Servando, Izazaga (antes Calle de Analco), Anillo de
27
Circunvalación, San Antonio Abad (antes Calle de Ateponaxco), Eje Uno Norte,
Granaditas, Congreso de la Unión– “escoltados” por patrullas. Un submundo habitado
por especuladores, “introductores” y hambreadores, que saltaban ya a narconegocios.
Socio de los atracadores impunes de los portales de Santo Domingo –la vecindad de
tres patios de la calle Leandro Valle, con entrada o salida por República de Chile; las
dos o tres, cuatro o seis expuestas bandas delincuenciales de la calle Palma, fuera del
Monte de Piedad, a pleno día, o en su anverso, Brasil (antes calle del Empedradillo); las
bandas de criminales de la zona computacional de El Salvador, Uruguay (antes Calle de
Don Juan Manuel) –quizá de las más sangrientas e impunes, debido a su real poder
económico. Transaccionaba con otros peligrosísimos vendedores ambulantes-
delincuentes de Moneda, Correo Mayor (antes Calle de las Arrepentidas, y endenantes,
del Indio Triste), Argentina (antes Calle de los Monasterios, después, del Reloj) –éstos,
de los más peligrosos– San Ildefonso, Corregidora (antes Calle de las Causas, luego
Acequia), Mixcalco, Apartado, Soledad, El Carmen, Eje Central… absolutamente
criminalizados, gangstas. “Impulsor” de los desdoblamientos de bandas-ambulantes: los
de avenida San Cosme, Metro Tacuba, Metro Indios Verdes, Metro Chapultepec, Metro
CU, Anillo de Circunvalación –aquí de lo peor; padroterismo y más. “Asesor” y
“ombligado” a vendedores de discos “piratas” en el Metro y su organización para el
asalto de convoyes después de las once de la noche. Coronado todo ello al norte de la
metrópoli con las inmundas, vomitorias bandas del asqueroso, mítico, real, crudo,
fantástico Tepito –en donde lo apodaban Ofisboy y donde equivocadamente el
narcopoder colombiano (la Holding) hizo asociación para labores distributivas, dada la
baja estofa tepiteña y su “desacademicismo” o “antiformalismo” delincuencial; un mal
planeado over the counter market. Tepito, conglomerado adulto; “barrio bravo”, con sus
rateros “antiguos”, su gente “bien reata”... “Para mí que chinguen a su madre:
comerciantes y vecinos son iguales: barrio de ojetes”, opinaba Cammott, asaltado
varias veces, “cliente”, cuando trabajaba rolando turnos, en calderas, en una
laminadora de avenida Canal del Norte:
["Qué tranza ese camellador, te vas a poner con las lucas p’al marranito…
andamos bien erizos", pegaron sobre el gil, tres barrios fulastras, una madrugada
de viernes, sentado en un paradero de transporte público; blandían un
verduguillo y dos leznas, violentísimos.
28
–Pos qué quieren que ponga –respondió Raphael, indiferente, mirando el asfalto,
conocedor de la noche, agotado, agobiado, endeudado, comiendo semillas de
calabaza saladas (pepitas); los vio atravesar la avenida hacia él, y supo después
de suponer.
–… ni campanas ni firulilla… rayastes, ¿no?
–Nooo, pos no hubo lana –preparó un puño dentro de la gastadísima chamarra
de dril; dispuesto a destrozarlos en el momento en que se atrevieran a tocarlo,
sin importarle los maullidos de los filos y la punta.
–¡La herramienta, la herramienta, pendejo nómina!… ¡la molleja, la medalla…
culero!... ¡lo del taxi!… –exigió, desbocado, el caco más desesperado, pues
desde las once de la noche no habría risqueado completamente bien (tendría
acopiados dos relojes, vales de despensa, monedas y 400 pesos, únicamente).
–Nooo, pos cuál taxi… espero el camión, ya va‘manecer…
–Le ponemos en su madre por culero... –sugirió otro, el más joven, atacado con
metaqualonas toda la noche.
–Neeel, pinche jodido, ganan una madre y luego... –indicó el jefe, chaparro
treintañero, al tiempo que hacía una ciegasorda señal de retirada debido a cierta
repentina intuición de peligro, pues Raphael se le prefiguró como un severo
ejecutor, sin entrañas; advirtió un puño descomunal y definió rápidamente el
torso y la estatura, las botas con punta de acero que les hubieran demolido los
testículos. Tenía razón. El lobo solitario y los chacales].

“Fofo” exponía su admiración por otros personajes, sujetos corrompidos, criminales de


barrio... Blandía el arma de juguete*, y no dejaba frase sin peladez.
–¡Queóbole pinche zotaco jijo de su puta madreee! –apuntaba a alguien, bromeando,
aunque mostrando toda una fiereza real, que a no ser por la guasa, amedrantaría
verdaderamente.
–¡Ay, culero... paso paso! –respondía un joven, de 1.53 metros de estatura, oaxaco,
empleado de Fofo.

*
Imitación de Colt Gobernment.
29
–‘Tonses el Perro y el Gemelo –el gañan retomaba la plática, ahondando– que se
pintan, cabrón, dicen ’ámonos a la verga... ¡’jo de su pinch...! y el mono ese
amenazando a todos, puto, a todos...
–El Perrito... ¡ya me imagino!... –comentó el de 1.53.
–Pasó. Luego llegaron el madral de patrullas. Como perros, los putos... pero s’ya qué...

En ese momento visitaron a Daniel Alcántara, en una camioneta Land Rover


(Freelander) plateada, del año, tres tipos (“más basuras”, murmuró Raphael Cammott);
uno de ellos, visiblemente norteño debido al sombrero tejano, los otros dos serían
negociantes priistas, guaruras, cancerberos, “madrinas”… inmiscuidos en asuntos de
sucia importancia; cebados en la violencia tepiteña, relajados, dueños de puestos, con
“merca” segura, liquidez, bodegas. Jóvenes, de 27, 28 años. “Nauseabundos”.

Detuvieron el tráfico en la lateral de Eje Central, sin importarles. Pasaron dos, tres
patrullas, y no les reclamaron. La camioneta no tenía placas y sí un papel pegado en el
medallón, falso, a modo de justificación oficial para circular, permiso, documento
apantallante... Eran después de la ocho y antes de las nueve de la noche. Una noche
pegostreosa, astrosa, como algunas zonas de la ciudad de México; individuos
circulando con sus almas, sucias o no; viejos vergonzosos; jóvenes-viejos; mujeres
purísimas; enfermos y empleados de empresas de seguridad; neuróticos, cirróticos,
ulcerados, gastríticos, apolíticos, eyaculadores precoces, impotentes, compulsivos,
paranoicos, aprehensivos, cleptómanos, dipsómanos, cobardes, traicioneros,
malamadres...

Raphael Cammott no dejó de atender la escena del grupo de gangstercillos. El puercota


subió en el asiento de atrás del vehículo, con el del sombrero tejano (quien miraba
hacia la avenida con ojos brillantes). Se saludaron con monosílabos familiares, frases
cortas y metálicas, ceceantes –pero pesadas como el plomo. Calzaban tenis gringos de
tres mil pesos, playeras (t-shirts) Soprani y gafas Wayfarer. El que manejaba portaba en
el cuello una gruesa cadena de oro de 24 quilates y un anillo con una piedra
escandalosa, ladrante. El puercota se veía el más sencillo. Sonreían y miraban como

30
embrutecidos, bestiales y cínicos –llenos de semen, calor, jamón serrano y brandy
Terry– en su derredor, exactamente como policías judiciales. Fumaban Pall Mall.
–Martínez es el que manda, Ofis, ahora... ¿o no, pareja? –dijo el enviado por alguien; el
que dirigía el encargo, metido en una camiseta del equipo de futbol América, con un
reluciente, carísimo reloj (quizá F.P.Journe).
–Tsss, eeey.. –contestó el que manejaba, indiferente, mirando lascivamente las nalgas
de una señora que transcurría frente a ellos.
–Ponte con los 50 kilos... y te quitas de pedos... ¿’erdá pareja?
–Eeey...
–Cuenta con esa madre, cuenta con eso. Pero no me saquen del pastel –pedía “Fofo”.
–Nooo, ‘scómo.
–Ves que soy perro fiel... dile al Martínez.
–¡Ooó!, lo veo lo veo, ¿no, pareja?
–Eeey... s’agüevooo... –cerró el chofer-pareja, hartándose.

El del sombrero tejano (El Bull), de ojos flameantes, le dejó un paquete dentro de un
envase de yogurt Danone, mirándolo con intensidad y recomendándole,
trompicadamente, asuntos sobre distribución y selección de clientela, con un incierto,
vago, tono norteño (que trataba de no mostrar), mezclando palabras en inglés;
arrastrando todo su mensaje. Fofo no entendió mucho, pero inmediatamente sacó
conclusiones sobre el encargo y se explicó todo. Ellos eran especialmente importantes
para Alcántara.

Acordaron en una semana volverse a encontrar. Los demás vendedores ambulantes en


activo observaron todo, aparentemente sin poner atención, guardando su mercancía,
apestosísimos ya a esa hora, con grasosos billetes sudados en los bolsillos; dinero
manchado.
–Luego la vemos, entonces... y acuérdate de lo del 18 de marzo. El ruco busca calidad,
mi Ofisboy, ca-li-dad... –dijo el enviado, subiendo al coche, sin soltar nunca el inicio de
sonrisa bastarda.
–¡Avísame! –se despidió el obeso, emocionado, inclinándose para encontrar desde la
banqueta y hacia adentro del coche los ojos de los otros dos sujetos, para agradecer
31
algo, para proponer “un pomo”, “unas viejas”, llevar gente, madrear a alguien, un
encargo… pero los otros dos jóvenes miraban ya a otra parte.

“El Bull”, pese a los tumultos, percibió que Raphael Cammott los miraba intensamente
desde la acera de enfrente; inclinó un poco el sombrero y se inquietó, algo que nunca le
sucedía, salvo con los grandes “jefes”, “cacasgrandes”.

II. ac tehuatl?
Quince minutos después, Raphael Cammott siguió como autómata al gordo hasta su
coche, un Jetta Europa, nacoide, dorado, reconvertido (robado), brillante, con tapones
de cobalto ribeteados con níquel, con nuevo registro y nuevo número de motor
sobreimpreso, que le costaría 50, 60 mil pesos, “de encargo”, emergido como un Adonis
en agua de colonia desde la ronda de Peralvillo; estaba estacionado por la plaza de las
Vizcaínas, en una zona oscura. Cuando Fofo sacó las llaves para abrir y se inclinó
sobre la puerta, echó una tremenda flatulencia, entonces aquel le cayó, murmurando
sin despegar los dientes “¡Chucho el roto!… ¡el Tigre de Santa Julia!...”, para de
inmediato someterlo.
–¡Aflójese, pinche marrano jijo de su mierda puta madre! –lo rodeó del cuello con un
brazo, una china de perfección brutal, exquisita (como ensayada en maniquí),
apuntándole, casi clavándole las pinzas de electricista, fingidas como una arma
definitiva, en lo más bajo de la espalda.
–¡No mames, pinch...!
–¡Cerrando el hocico, pinche gordote de cagada! –le apretó más el cuello; la estatura y
fortaleza de Cammott le permitían someter a cualquiera. Pero lo que estaba haciendo
era algo impensable para quienes sabían quién era Fofo y su pequeño pero sucio
efecto de potencial influencia y poder. Un traicionero mexicano, puro. Un trompo con
tachuelas; un traidor a la malagueña. Su capacidad de maniobra en su entorno y su
visión geométrica de las calles lo convertían en una especie de reyezuelo, ávido de
violencia, madrizas, complicidades; violador, criminaloide... Casi nada se le escapaba.
Como toda su calaña, poseía un sentido analítico y brutalmente concluyente acerca de
las personas casi con sólo “leer” sus zapatos (“léele los choclos a un güey para que
sepas qué transa, qué purrum”), el tipo de prendas de vestir o la articulación de sus
32
palabras y expresiones. (“Puro puto y pendejo; pura pinche vieja loca y jodida”, era
finalmente su conclusión respecto a la gente, “el cliente”).

Pero ahora estaba en manos de Raphael Cammott Berriozabal (cuyos apelativos,


provenientes de errores “de dedo” en su acta de nacimiento, propiciaban lo albureable y
la inmediata hilaridad), un auténtico (neto, oxigenado, limpísimo) rencoroso social,
desempleado hacía seis meses, obrero rolador de turnos, con una amplia y profunda
capacidad cerebral, analítico extremo, vengador en activo, silencioso y crudo, rudo,
potente, correoso, bizarro, golpeado por la vida –no un “crítico del sistema”, sino su
reencabronado enemigo declarado. Un sujeto “bien pinche aguarrás”, lo calificó alguna
vez un familiar, acreedor. Iba por la suya, sulfuroso.
–¡Híncate!... ¡Baje la jeta allí a la coladera, culero cacota! –le ordenó, severo, ahora
tomándolo por los cabellos y con las pinzas inclinándolo, acostándolo, dirigiéndolo
desde la nuca, como a un muñeco de ventrílocuo. Alternando el tuteo con el
distanciamiento del respeto, quizá para hacer menos agobiante la acción, o para
refocilarse entre la inmediatez y la respetabilidad; sí, para refocilarse entre la
inmediatez y la respetabilidad. Ese era el caso de Raphael Cammott.
–¡Panchoo...! –grito el gordo, todavía seguro de algo.
–¡Que se calle su puto hocico pinche cerdo hijo de su reputona mantecosa...! ¡Lo voy a
quebrar! ¡Te tuerzo! ¡Presta, afloje, jijito del chile! –lo bolseó, murmurando "las águilas
vuelan solas, los ojetes en parvada", y lo aventó prácticamente, en los últimos 30
centímetros de caída, al arroyo de la calle, bocabajo.

El Puercota había dejado de pensar en el mundo y sólo le interesaba el envase de


Danone, que cayó con él; no lo soltó. Raphael no le prestó atención al momento y el
gordo se percató de ello, con la cara entremetida en un hueco de la alcantarilla sin
tapadera, donde los trabajadores de pavimentación no podrían haber pasado
completamente la aplanadora grande ni la manual. Era una entrada condominal para
las enormes ratas que poblaban la zona y que en un par de horas saldrían por sus
comestibles dejados por el trajín del ambulantaje. En los resabios de la grava de
asfalto, casi suelta, de esa entrada residencial, Fofo sintió los ligeros pelos
blanquesinos y negroides de los roedores –que al entrar y salir se desprendían con el
33
roce del material– confundidos con los de su barbilla. Aspiró los húmedos aromas
íntimos de las ratas (“huele a verijas”, pensó) y las escuchó chilletear, rabiar y moverse
en defensiva debido a su presencia en la entrada de su habitáculo.
–¡Démen chance también, no sean putooos! –exigió, seguro por aferrarse al bote, su
compromiso (un dios del narco, indicio de bienestar y potencia vital) y acostumbrado a
esas acciones violentas, su sino. La apabullante presencia y la sombra dinámica de
Cammott le conferían a éste un sentido o condición multitudinaria, plural, de ahí que el
gordo percibiera que Raphael eran varios, y también porque sólo varios se atreverían
contra Fofo, en su territorio.
–¡Que cierre el hocico, pinche mierda de perro! –le gritó el obrero, sumergiéndole con la
bota todavía más la cara en el agujero y luego bolseándolo cómodamente.
–¡Si es por lo del Güerooo, se fue con “Tocino” y Tonatiú... iban a Cuernavaca por la
libre… no chinguen! –gritó completamente hacia adentro de la alcantarilla (soltando una
verdadera feria de flatulencias) como explicándole a las ratas un asesinato “entre
cuates”, dejado en el olvido por ministerios públicos y familiares, pero rememorando de
ello ahora, en esa posición, las amenazas chillonas, barriobajeras hasta la insensatez,
proferidas por la esquelética esposa –“pinche redrojo, con el rimel corrido”– de ese
mentado Güero, en el velorio y sepelio de éste: “¡Aiga sido quien aiga sido, me cai, va a
valer verga, tarde que temprano... por mi madrecita, me cai! ¡Chingo a mi madre si no,
me cai!”.

Las ratas irguieron sus cabezas y endurecieron sus orejillas, mirando hacia afuera,
hacia la tenue luz de gas de sodio, con los ojos como dos balines brillantes, royendo
nerviosas las paredes y con el enrrabietamiento creciendo debido al intruso. Se
inquirían unas a otras, de frente, y se rasgaban la pelambrera, detestándose por no
comprender esos significados.
–¡Que se silencie, fundillo de su puta madre! ¡Que se silencie!... ¡Ya debes un chingo!
¡¿Nooo?! ¡Ya debes el madral de cosas, caca!

Raphael le extrajo dos gruesos y sustanciosos fajos de billetes de las bolsas, muchos
de cien dólares. El puercota empezó a estudiar ya la situación, urgido, sacando
conclusiones inmediatas: ¿Quién era ese pinche loco? ¿Un tira despistado? ¿Un
34
“ajusticiador”? ¿Un culero que le estaba haciendo una broma pesadísima?... ¿“Mierda
de perro”? ¿De dónde venía eso? (Así le escuchó adjetivar a uno de esos comerciantes
“establecidos” respecto de los ambulantes... y no se le olvidó). Sin embargo se
apaciguó cuando sintió que el “pinche loco” no atendía el bote de Danone. “No hay
pedo”, pensó el gordo; “entonces no hay dope.” Cammott tuvo las llaves del carro; le
quitó los tenis al obeso, le ordenó que pusiera las manos en la espalda y sacándole el
cinturón hábilmente, le amarró con él las muñecas apretando muy fuerte. El gordo
aguantó. Había dejado el envase en el refilón de la banqueta, dos minutos antes,
creyendo que el atracador no prestaría atención a eso.

“Si andas bien pachón... Lo que deja la calle, hijo del camote...”, le dijo Raphael, al
sobar y disfrutar el ligero calor que ascendía desde los dígitos de los billetes de cien
dólares; devolvió la mirada a Benjamín Franklin y aspiró el aroma de bienestar de la
divisa verde y del dinero mexicano, hacia su espíritu; el olor de la industria de la
decencia y tiendas de tranquilidad… pero también sucio… aunque contratambién
relajante. “’Ira: te vas a quedar así, volteado, ‘orita regreso por la ranfla, cerdote... Te
veo levantado o haciendo iris y te descerrajo un vergazo ¿eh?”. Y ya para irse, urdió
una genialidad, hablándole severo en la nuca al obeso comerciante: "‘Ira, puto de
cagada, barrio de mierda: ya sé en lo que andas metido... andas en un pedote bien
pesado y te van a fallar... ya apañaron a tus valedores y van a ir por ti, si no ellos, yo...
hasta que te encontré, jijo, debes un chingo de madres... pero un chingo, butimadres, tú
sabes, ¿verdá?... me mandaron los bueyes esos del carrote que se fue, los putos
americanistas esos… te van a chingar... una trampa... porque debes de a madre de
cosas ya... tu puta vieja se te volteó, ojete, se la andan cogiendo... basuras de
Pantitlán… la cabrona… jefes y banda… ‘ai te lo dejo. No quiero volver a verte por aquí,
ni a tus cuates, ¿eh?, me da muina namás de verte diario, mierda... y me pagan muy
bien...".

El gordo sudó, persuadido por esas palabras azarosas, casi certeras. Era verdad. Ese
locote era mandado. Sospechó de todos; su esposa, una terrible güera oxigenada,
enronquecida, vulgar y malhablada hasta el paroxismo, adoradora de la cantante
Alejandra Guzmán y sucia gozadora del sexo, en secreto, con agentes judiciales y
35
patrulleros –“cerda y sicótica”, la calificaban algunos de ellos; “barrio” y recipiente de
incivilidad, proclive al crimen y a encunar delincuencia, machihembrada violentísima,
con varias sucesivas incursiones en el reclusorio femenil de Tepepan. Sospechó de su
suegra, de sus hermanos, similares, con varios homicidios en provincia, convictos… o
de los otros ambulantes… o de los miembros de la violentísima porra o barra
americanista, a la que pertenecía (y que él ayudó a conformar fundamentalmente con
los principios de grupos de choque; capacitados en Argentina por líderes protomilitares).
Repasó precipitadamente los crímenes, las violaciones; su época de porro y madrina, y
de atracador abierto, los judas con quienes trataba; rememoró advertencias, amenazas,
traiciones, balconeos, madrizas... Todo se lo llegaban ya a cobrar. Ya era hora. Tuvo
una terrible inquietud, infrecuente en él. Las manos se empezaron a cargar de sangre.
Al reflexionar intensamente descargó el peso de la cabeza y ésta se introdujo
involuntariamente 10 centímetros más en la morada de los roedores. Ya había sido
demasiado. Inesperadamente sintió unas pequeñas pinzas denticuladas en la aletilla de
la nariz y en el labio inferior; el aroma cercano de pelambre húmeda –de "verijas". Abrió
los ojos, desesperado, aterrado, incorporando su pesado cuerpo de manatí y
sacudiendo la cabeza para soltarse a las delgadas y apestosísimas ratas, que tenían
hundidos ya varios milímetros los dientes en la persona de Daniel Alcántara, vendedor
ambulante.

Raphael Cammott, Ofisboy, había levantado silenciosamente el bote de yogurt y


caminaba sin prisa. Salió al Eje Central para certificar lo inaudito de la noche y la
inverosimilitud de la vida. Cruzó la avenida y en una esquina abordó, sonriendo, el
trolebús hacia el sur, que en ese momento llegaba. Las contracciones de los músculos
cigomáticos, risorios, buccinadores y elevadores del ángulo oral le recordaron, de modo
inaudito, que hacía meses, o años, que no sonreía.

36
DECIR ESCRIBIR. DECIR

A
Pepe fue un chico de la calle, rápido, de 16 años, inteligente, a quien Aline Massot supo
apreciar de inmediato; llevaba ropa y víveres al grupo abandonado de niños cercano a
su casa, en un baldío contiguo al Eje 10, antes Río Magdalena, en la ciudad de México,
al sur.

El jovenzuelo sedujo a la mujer con el resplandor de su mirada y la velocidad de su


pensamiento. Posteriormente, dos años después, cuando un amigo de Aline lo empleó,
“sacándolo” completamente de las calles, ella lo inició sexualmente una tarde de
sábado, en su recámara de Cuernavaca, luego de toda una mañana de insistencias de
Pepe –bromeando y proponiéndose como “bien dotado, buen semental”– en las
pirámides de Teotihuacan y Xochicalco, donde fue a tomar fotos para una revista de
turismo, acompañada por el muchacho (ya de 18 años). Desesperada bajó a la
bragueta de Pepe, en un recoveco del observatorio de Xochicalco, y le hizo una jugosa
felación, seducida por el miembro del joven, enarbolado por éste horas antes, como una
espada, una virtud o una gran navaja… Excalibur, mientras ella manejaba por la
autopista.
–Ya... ‘ira... –le dijo a la mujer, intempestivamente, con el pene en la mano, erecto,
incontenible, cínico, audaz ciertamente... pero también ingenuo.
–¡Pepeee! ¡Qué haces! ¡Loco!
–Namás tócalo...
–¡Estásss loccc...! –gritó ella, febril, abriendo hasta donde podía los ojos e iniciando una
carcajada, pero a la vez conteniéndola, sin poder creer lo que vivía.
–Toca. Cálalo…
–¡Nooo!... ¡Grosero! ¡Yo no te...! ¡ah!... Mon dieu!
–Toca –invitaba el muchacho, proponiendo su órgano como una sugestiva venta, una
herramienta o fruto; sin saber exactamente lo que hacía.

37
–¡Guarda esooo! ¡grossier!... ¡Loquito!… ¡oh! –ordenó Aline, con el rostro
descompuesto por la risa y la excitación. Hasta entonces comprendió que toda la
mañana Pepe se había tomado mucha confianza con ella, pues la abrazaba por la
cintura y acariciaba sus brazos; la llegó a recargar sobre él, abrazándola por detrás, en
Teotihuacan, sobre un plano inclinado; aunque ella parecía indiferente, ocupada en su
cámara fotográfica.

A Pepe le interesó la muchacha desde que ésta se presentaba con comida, golosinas o
ropa para los chicos “de la calle”; ella se quedaba sentada en el asiento del coche con
las piernas afuera y los más grandes la rodeaban, charlando y mirándola; algunos con
un vacío en la mente. El adolescente sintió un llamado lejano, desde dentro de él,
cuando la mujer acomodó un seno en la copa del sostén, en el interior de la sudadera, o
cuando se mesaba el magnífico cabello rubio… o cuando lo miró por primera vez, ¡a él,
de 16 años!, ofreciéndole un chocolate Hershey’s que acababa de morder. Los ojos
azules de la mujer cayeron brillantes sobre Pepe, de repente, después de indagar sobre
los rostros de todos los otros niños y niñas, estudiando los motivos de la mugre, los
efectos de la calle, la barbaridad de esa pureza ética-infantil; la condición de despojo.
Era una caída de la tarde salvaje, brutal –con la invasión metropolitana de los malditos
automovilistas–, de invierno, después de que los niños llegaban de vagar, mínimamente
avituallados y metidos en trocillos de Erithroxylon casada con bicarbonato de sodio, o
piedra.
–Toma... ¿y tú cómo te llamas?, no te había visto –preguntó Aline a Pepe, que estaba
atrás de todos, de pie, con la camisa cerrada hasta el cuello con un prendedero, o
“seguro”; enfermo y rabioso. Estiró el brazo con la golosina, interesada en su rostro de
Rimbaud, pero con los ojos de brillo mineral (el azul de los ojos del poeta era el sulfato,
el nitrógeno de los de Pepe). El joven tomó el chocolate y no respondió; la miró con
intensidad desde el humo-bruma de la piedra (rush) llevándolo hacia el inicio, a las
inexorables puertas de la sexualidad. Era la primera vez que alguien se dirigía a él
desde la vida civilizada; desde esa vida allá afuera, tan cercana y tan lejana. Estimó a
esa mujer inexplicablemente; pensó que haría todo por “defenderla”, dada su violenta
interpretación del mundo. Nadie le había regalado nunca nada. Ella era una madre y
una hembra deseable, juntas las dos condiciones, sin poder explicárselo (¿y para
38
qué?). Guardó la envoltura de la golosina durante mucho tiempo. Constataba desde
entonces cada erección; empezó a observar a las mujeres de otra manera; sus
movimientos, las prendas, el calzado. Se acercaba incluso hasta donde era posible,
para olerlas, aspirarlas; olfato de perro de asfalto, afinó, refinó los aromas femeninos, al
grado de identificar la menstruación (sin saber explicarse qué era ese olor agrio en
unas, dulce en otras, agridulce en otras más; ácido, como puntas de alfileres; íntimo y
cálido, como una alcoba) en quienes vivían esos días especiales; el olor de las piernas
desnudas, o con pantis; cabelleras, perfumes, cremas y desodorantes. La bondad y la
crueldad... Operó en él la estimulación glandular inspirando la apertura del sentido del
olfato como su presentación ante el mundo.

Aline Massot –joven de 22 años, francesa parisina, perdida y encontrada a sí misma en


México–, tuvo una magnífica preferencia por Pepe y lo procuró hasta donde fue posible,
fascinada por su personalidad indiferente, fría; rasgado por las noches urbanas pero
reticente a “pertenecer”. Lo rescató, lo alimentó, lo vistió; le consiguió un empleo y una
habitación. Le brindó su valioso amor. Le dijo que escribiera y el jovencete elaboró una
especie de bustrófedon que encantó a la muchacha. Luego pulió su escritura, como un
don natural con un abundante lenguaje que impactó a Aline, ésta le regaló literatura
española y el chico devoró los libros como un juego (maravillado por las razones, las
aventuras, los diálogos o el sentido de la vida que emergían como "audio" de la
tipografía), asombrosamente. Nació en la calle –escribió Pepe, en un ejercicio de ficción
y realidad– sietemesino parido una madrugada de aguacero atrás del Monumento a la
Madre, en la calle Sullivan, por una suculenta prostituta cuarentona, ebria; hijo de un
jubilado polaco, dipsómano, que trabajaba en la embajada británica, en la colonia
Cuauhtémoc. Lo dejaron en el Jardín del Arte envuelto en un suéter, bajo una banca,
hasta que los barrenderos de las cuatro de la mañana lo recogieron. La madre fue
identificada y confesó al ministerio público. Pepe vivió tortuosamente con la mujer hasta
los cinco años, y ésta lo fue a depositar, nuevamente en la madrugada, a hurtadillas, en
una casa-hogar de Tlalpan (la Casa de la Señora de la Consolación, en la calle
Limantitla, a media cuadra de Insurgentes Sur). Se fugó a los ocho años de edad,
cuando supo lo que era una madre, en el camión de la basura, para experimentar más
amplitud y por motivos y principios genéticos de no-pertenencia. Caminó todo el día por
39
la Calzada de Tlalpan desde ese sur, preguntando, buscando a su madre; le dieron de
comer en Portales, y dejó de sentir tristeza cuando se acercó al Zócalo. Botó los
sentimientos y empezó a vivir. Dormía en la entrada de una zapatería Canadá, al lado
del cine Mariscala, cerca de Garibaldi, primeramente solo y luego acompañado por
otros tres desamparados, mayores que él, quienes lo acogieron como a una mascota.
“’Ira cómo le brillan los ojos a este…”. Pepe nunca lloraba, no sabía.

Aline se estacionó en el observatorio de Xochicalco después de acariciar la gran boa


blanca del joven, mirándola intensamente, como domadora asiática intercambiando
energía con el áspid; cerrarían en media hora. Tomó algunas fotografías para
aprovechar la luz, y en un rincón de piedra labrada puso el miembro de Pepe frente a
su boca y le pasó la lengua con ternura, preparándolo, recibiendo en la cabeza las
gotas de sudor del joven; el urogallo. Extrajo todo el semen ante el temblor del
succionado. Pepe nunca se había masturbado –no estaba en su mente– de modo que
salió de él toda una historia –historieta– infantil, de primeros espermatozoides,
juguetones, relajientos, rascabucheadores... toda una realidad para su inocencia, que lo
hizo llorar. Amó al mundo por ese placer inexplicable, sin saber qué era el amor. Aline lo
abrazó y lo besó con dulzura, descalza, arropándolo como a un pájaro, secando sus
lágrimas y conminándolo a que llorara más. Luego corrió por la autopista hasta su
recámara en el club de golf Tabachines y lo metió en la cama. Cuando ella se desnudó,
el joven quedó observando esa fisonomía femenina como un territorio biológico nuevo y
dulce; los grandes senos como bolsas de alimento y comprensión, el pubis que cubría
una fruta o pan, ofrecidos completamente para él, y los glúteos para descansar o
enfrascarse en juegos… y sintió nuevamente ese llamado desde un lejano interior. La
muchacha volvió a pasear por el vigorosísimo cilindro y luego lo acostó de frente,
encima de ella. Miró sus ojos negros y sus espesas cejas y dijo: “ahora ven,
hermoso...”. Lo atrajo, como boca de batracio, húmeda y cálida; maternal. Pepe tuvo la
sensación de regresar al sitio de un lejano y vago origen; pero a los pocos minutos
vació su mente de esos disparates y mandó la conciencia a su cuerpo cuando el aroma
de Aline penetró por su nariz, abriendo sus aletillas al máximo. Era una mujer desnuda
bárbaramente absorbiéndolo. No era el comportamiento habitual de ella, pero continuó,
40
instructora de pájaros. El joven fue dominado por un ser animal. Regresó al mundo y
tomó a la mujer con sus manos y se dio a la tarea de introducirse en toda esa gran
ensalada puesta para él. Cobró una habilidad fantástica, quizá por herencia genética,
para maniobrar sobre ese cuerpo, con algarabía; tuvo una abundante eyaculación
mientras ella gritaba, desconocida, sobreapetente, al percibir la temperatura del río
halagador. Pepe tuvo una conciencia clarísima de sus conductos deferentes y del
contenido que emergía, en una santa y deliciosa comunicación con esa mujer, a quien
concibió en determinado momento como una de las monjas carmelitas descalzas o
capuchinas, que en alguna ocasión –una Nochebuena, en los puentes de Río
Churubusco y División del Norte– bajaron de una camioneta para obsequiarles
golosinas, gorras, juguetes baratos a los chicos menores, despertándolos de entre
cerros de periódicos y trapos con que se cubrían; fotografiándose con ellos, “haciendo
la caridad”. Pepe observó todo desde la bruma del activo, a 20 metros, y concibió a las
monjas como hadas, sin saber qué era un hada.

El chico continuó 30 minutos más con la mujer, animalezco. Aline giró para colocarse
lateralmente luego de que Pepe salió de ella; cerró las piernas para que no se saliera la
joven leche, mientras lo acostaba amorosamente, siempre sonriendo.

B
buenas, doctor, titulé mi cuento "tiene que haber una fiesta en mi corazón todas las
noches", y se lo voy a regalar a la güera, lo escribí para ella, porque ella me enseñó a
escribir, me ayudó a escribir este cuento Mario Raúl, el valedor que trabajaba en la
oficina esa cerca del cuarto donde yo dormía, después de esa noche cachonda con la
güera regresé a la calle, todo me impactó, chingao, todo no puede ser de ninguna otra
forma, chin, me acuerdo siempre de su cuerpo de la Aline, sus sonrisas, yo tan
malamadre, ella se fue de México a las pocas cuantas semanas, yo delinquí, "robo con
violencia", cinchado, no pueden ser de otra forma las cosas, no pertenezco a nada, a
nadie, ando nuevamente en el vicio, traigo los brazos arponeados, gacho, y el que es
vicioso se queda siempre solo, usted me lo dijo una vez, y yo estoy solo, ya estoy solo,
por puro bato pújiro

41
me prestaron un ratito esta máquina aquí en el Reno, por 10 tlacos, y le mando esto
con el cuento, dizque
¿sabe doc? a mí también me gustaría tener una familia, ya guaché, como esas que
vienen a visitar a sus malandros aquí, comer con alguien, tener un trabajo, morros, ir de
visita a ver a más familiares, vestir y calzar, apercibir lo bueno del mundo, soltar la
inquina y la perversidad ya o alejarme de ellas ya, que un padre preguntara por mí, que
dónde ando, que de qué la ando girando, que una madre pusiera su mano en mi
cabeza, sólo un poco
me leí el libro que me mandó "los diarios del básquetbol", el mundo de los narcóticos es
canijo, me impactó, neta, el jim carey ese, las clicas, le mando mi cuento pues, que más
bien creo que es relato, por lo que nos explicó la última vez, pero el profe Mario Raúl
dice que es más bien una poesía, y que ya deje de parlar tatacha, ora que venga al
taller le enseño más de lo que he escrito, que se alivie pronto, y le doy las gracias por
preocuparse por mí, que ni lo merezco, me cae, este cachanilla que soy lo saluda
yo y mi menda: tres: José Zaldivar

"cuento"
Esta es la historia de un joven lépero y rebelde en un pueblecito de comerciantes y
pastores. Un bello pueblecillo de cometas y vivos aeróstatos.
Nuestro joven trabaja en los establos –bozal zagalero ovejero cirineo– duerme en
gallineros y autos viejos; cultiva la amistad de una anciana que es dulce y cálida con el
mundo. Ella le invita bollos y chocolate caliente, y platican, y conversan de animales y
planetas, de los puntos brillantes que caen del cielo para perderse entre la vieja
chaqueta y los cabellos sucios del adolescente. Comentan acerca de la gracia y la
fuerza de los céfiros, platican de países de más allá de las colinas, atrás de
enciclopedias y cromos; amplias y hondas naciones de gases, nuevas lenguas en los
climas y viejos parientes solares.
La plateada anciana es querida por la gente. El granuja es mirado con recelo “pues se
embriaga los domingos, huele mal, es silencioso, lee ciertas sucias gacetillas y ejercita
extrañas oraciones… Nadie sabe cómo apareció ni qué se confiesa con árboles y
bestias”.

42
Y sucede que al interior de un verano, de una joven conocida de la anciana el bellaco
se enamora. ¡Y cuántos peces del caudaloso río mecen el cuerpo de la chica! [sí sí, yo
quiero ser ese río caudaloso que invade tus sueños]. ¡Y qué cabello y cuánto color en
las mejillas! ¡Y los cincuentaicinco cascabeles de plata en cada trenza! ¡Y las
setentainueve luces rojas cruzando el cielo todas las noches!...
Pero los astros no acceden a favorecer al corazón llagado y turbulento del turbulento
mozalbete. Y provoca asco y cierto miedo en la jovencita, aun cuando nace una flama
al interior de la muchacha, y una piedrecilla que no termina de caer [ah, sí, yo quisiera
terminar por caer redondo en tu sonrisa].
Y cuando el tiempo devora estaciones y experiencias, con la negatividad del cuento
aparece el otoño. El palurdo joven renuncia al sentido de mentes y corazones. Se
atreve a concretizar la vida con la vida: delinque, es decir, delinque. No labora más.
Salta cercas. Hurta comida. Se escabulle antes de la aurora con su enferma y frágil
sombra por el bosque. Cruza arroyos y trepa a los árboles enrabietado. Busca y hunde
las manos en la tierra… Practica el vuelo. Ladrón de gallinas, aguarda el final en su
balada.
Todo se desencadena cuando la gente se harta del pillastre: “verdaderamente ya
enervan sus modales, su mirada de estropicios…”. Desde la vida adulta aconsejan a la
anciana no verle más, no dirigirle nadie saludos ni palabra alguna: “¡que participe en el
mundo sin delirios!”.
Para el invierno nuestro cabecilla tapia su corazón [no, no era así, yo hubiera querido
guardarte en mis interiores para los fríos terrenales]. Come de las últimas frutas
silvestres del año. Adelgaza. Se hunden sus ojos y prolifera un delgado vello en su
rostro. Amigo de abigeos, entra con ellos al pueblo, se desnuda en la placita cantando
ebrio, discute imposibles y arma camorra en la taberna.
Luego vendrían días en que dormiría en la hierba seca, golpeado. Meridianos y
atardeceres practicando el vuelo, y madrugadas cuando merodeaba los caminos
silbando extrañas y estremecedoras tonadillas.
Anémico, hondo, revoltoso, coruscante, convicto... fosforescente, la entrada de la
primavera invade sus ojos enrojecidos que sacuden en el carnaval las almas de la
anciana y de la muchachita. La chica se conmueve del bellaco quien con toda precisión
se marcha del pueblo al momento que termina el primer aguacero de la estación
43
cargando una mochila blanca y roída después de dormir media tarde en la sala de
espera de una clínica popular de beneficencia parecida a la que en donde ahora estoy
garrapateando estas tristes tonadas y cancionetas que me vienen de pronto a la cabeza
y que me llegan de pronto al corazón.

44
HISTORIA PATRIA

It was revealed to me that those things are good which


yet are corrupted which neither if they were supremely
good nor unless they were good could be corrupted.
-J. J.

Rosa Caviar entró por la estación Norte 45 y se quedó dormida apenas hubo ocupado
uno de los asientos dobles de un vagón del Metro de la ciudad de México, línea 6. Ya
pasaban de las 12 de la noche. Agazapada, logró permanecer en ese tren hasta los
talleres de la terminal Martín Carrera. Marcó nuevamente el número telefónico de su
emocionante nuevo novio ("de chamoy, hielo seco, chile piquín", lo clasificaba) y no lo
encontró aún.

En silencio, cuando guardaron esa unidad del transporte colectivo, se incorporó para
sentarse. Sus mallas blancas brillaban a pesar de la grasa y la mugre. La noche estaba
ahí, con ella y sin el ciclista amor de su vida. Su cabello caía del asiento, hacia atrás; se
cubrió las piernas con su gabardina y juntó las manos como disponiéndose a orar con
un último temblor que fue un suspiro finalmente en el nuevo acceso al sueño.

***
Un grupo de seres arrastraba sus ropajes por las aceras colmadas de basura sin
sentido. Los hombres, muchos jóvenes aunque ya avejentados, bajaron todos juntos
hacia los arrecifes húmedos del Metro, por la estación Lindavista, línea 7,
trompicándose, chirlando, abrazados por su propia burbuja de pestilencias. Después de
haraganear y burlar a la realidad en jardines y plazoletas, asustados esta vez debido a
las balaceras que se extendían ya a toda la ciudad, arribaban a sus dormitorios,
sucedáneos de las gigantescas ratas que se retiraban emitiendo arrufes caninos,
eléctricos, enervantes; echadas de sus lugares, éstas percibían a esos hombres y se

45
daba una reflexión humanoide en ellas; les repugnaba esa clase de seres andrajosos
que estaban por debajo de la realidad.
–Comimos sin salida en el armatoste ése; yo ya mero de ni nomás faltaba que pasaran
de nuevo por lo del otro día… el pinto pingüinito aquel todo, y que ya en la mañana…
–¡Pun pun pun, dos tres putazos dos tres patines!
–A la mejor de queee… ¡o ya ni la chinggg...! Que le mejor de queee… ¡corremos!
Manque el de los zapatos… dormiiidos, estaba...
–Un día dice tú: que hay que subir ahoy, que hay que bajar ahoy…
–Que el Dimas que vio a los siete polecías, en debajito de sus cachuchas, ¡tsss!, ¿o ya
cambiastes?
–Manque mejor me vaya en el… pasadillo, más que parecía en lo de una y diuna vez:
juí, y qué, ¡pus fallastes!; el Perro y el Gemelo: ¡dos!, más que los que había ya allí. Un
día sí, un día vamos para la fregada madre… todo y tiliches en bolsas de Aurrerá…
–¡T’as, pero como en el pennndejo! Un que de lo quiorita, en la carnita del brazosss,
‘ira: agarras, así, ‘ira: ¡vas doble, vas doble!, ¡vas! Así, ‘ira: ¡vas!
–Yo le me voy al dormirme ya p’aorita; ni qué rezá ni qué persiná… decía el agüelito de
San Felipe Ixtapa… ‘toy tovía asustad…
–Te vas para… ¡‘ínche carita de jijito‘elachi!
–Del de la tardeee, con las papitas. Las llaves del carro grande, del de la corbata, roja;
tráis mi cubeta… y ponle y ponle a la piedra…
–¡Mi jerga!, dijistes, ¡mi jerga! ¡Te van ‘tropellar, te van ‘tropellar!
–Onde que El Aguacate ya de nomás mírenos y mírenos… piedra y piedra.
–La cobijita del esteee, chamaco ¡canijo! ‘Ira, nomás pardió y pun pun pun. Piedra y
flamazo piedra y flamazo…
–Zumbaban los plomitos: ¡fuío fuío!
–Todos pasaron… y el Perro: “¡T’an en las fondas, traiban cuete!”… hasta la mona tiró.
–¡Cállat…, tú cállat ‘ínche menso!

En el subtúnel perpendicular a las vías, cavado por hombres y ratas en la estación


Instituto del Petróleo, quedaron dormidos los delirantes personajes de una balanza sin
fin, habitantes de esa nocturna madrinota responsable y con resguardo para todos.
Eran observados y sentidos a distancia por la pelambre eléctrica de las ratas;
46
escudriñados por los ojillos que mostraban furor y algún maravilloso y desequilibrado
instinto de repugnancia; las ratas elevaban el sentido de lo inverso animal: ellas ¿por
qué no repudiar a esos hombres nauseabundos?

Esa noche de convulsión en la ciudad todos los túneles del Metro estaban saturados de
pordioseros y mendigos, que crecían ya geométricamente en todas las ciudades.
Maniobraban para penetrar por los respiraderos y ocupaban los túneles como
dormitorios. Por la mañana emergían a las actividades: vagar por la ciudad, buscar el
avituallamiento, hacer alguna labor por paga; los que bebían o se intoxicaban se
procuraban sus materiales. Era la raza-chingá. El magnicidio de esa mañana había
trastornado a todos los habitantes; “a todos los sectores sociales”, se dijo en los
“medios electrónicos”.

***
Rosa, una ninfeta hermosísima y salvaje, con ojos verdes, rubia urbana crujiente,
piernas largas, esbelta natural, con voz muy grave con la que manda su indiferencia al
mundo; metida en un marco o burbuja de realidad individual que la hace invulnerable.
Una personalidad absolutamente propia, exquisita y real, contundente. Rosa Caviar.
Duerme ya desde hace unas semanas en los vagones del Metro y hoteles, pues por las
peleas por el territorio la buscan con malas intenciones. Rosa, 17 años… –“no tengo un
carajo domicilio…”

“Mi familia bien bien bien, les compré un depa, mis patrones les compraron un depa, en
la Pensil, iba a ser en la Anáhuac pero fue en la Pensil, y ya, para que no haya pedo ni
preocupaciones ni esas madres; yo voy a estar bien, le dije a Yeni, mi mami, yo estoy
bien Yeni, yo no tengo pedos, ande haciendo lo que ande haciendo, no hay dope, ja,
ustedes tengan su depa y métanse a vivir allí, yo acá, sin pedos, rolando sin pedos…
me han caído unas buenas campanotas, pero me quieren chingar, ja, te lo digo acá…
ya me lo alvirtieron... ja, pinches zambadas… ‘tons por ahí me hice la pendeja, y en la
tarde fui a hacer entregas, a Tlalpan, Coyoacán, Sanangelín. No no no, ya no me ataco,
no se puede, andar surtiendo y jalándole… pues nel, no me dejan... ni ganja ni la
chingada, no me hace falta, ya no; me atacaba... chale, me atacaba... pero me safé, me
47
vi un día por dentro y me safé, liqué todo el purrúm… muchos güeyes pues neta no
saben cómo, no pueden, y se clavan más, mis primas, 'inches chavas... ja... yo miré
algo a tiempo en todo el pedo, en el futuro, como se dice... además… ¡me enamoré
cabrón!... ¡yo!... ¡me toca a mííí! ¡como en las películas o las canciones, ja! ¡es
chidísimo! ¡chi-dí-si-mooo!”.
–¿Y de quién te enamoraste? –le pregunta a Rosa Caviar el interlocutor telefónico.
“Los besos, ¿no?, uf… sí, los pinches besos... Martel, un chavo de allá, de la Villa
Olímpica, hasta allá al sur, ya tiene 21 años, y me quiere... ¡me quiere! ¡a mí! ¡a mí, tan
pandrosa!”
–… no eres pandrosa –atajan, desde el Nokia.
“El dice que se llama Martel Mercurio Volante... chale pinche loco... ja, es de familia de
biyuyo, hace poesías… que son como rock… su mamá es de Francia. Lo conociii... en
una fiesta, él estaba en la fiesta, yo les llevé bolivia a esos niños ricos, en San Angel,
por la placita esa de San Jacinto, la empedradita, ya a las once de la noche de un
sábado; 'tonces ya abrieron, entregué y él me miró desde adentro… ¡cabrón!, con sus
ojotes azules, hermoso, todo chidísimo, todo precioso… la noche, el sábado, la
lloviznita, las calles, el corazón de las personas, mis huaraches, ja, ¡todo!... y en la
parada del Metrobús... ¡que me alcanza! ¡no mames!... que me dice: es que te tengo
que conocer, y que le digo pues acompáñame, voy hasta la Juárez, porque le andaba
cayendo por esos días en la azotea de Garduño y la Titi, que ya se iban medio año y
me iban a dejar el departamento, amueblado y la chingada... andaba a la gaviota,
pues… y nos fuimos platicando en el Metrobús, y yo miraba sus ojos y sus labios, y
escuchaba sus palabras, me cae, sus palabras pocamadre. Martel... íbamos comiendo
gomitas, ja… acababa de regresar a México y se acababa de morir su papá, mal pedo...
nos quedamos platicando en el parquesito Pasteur de Reformainsurgentes como hasta
las dos de la mañana y luego lo invité a mi azotea en Milán porque se quería ir en taxi
otra vez al sur y yo le dije que no por lo peligroso, entonces tomamos nescafé y nos
acostamos abrazados, con ropa... ¡sin coger! ¡ha sido el único que no me ha querido
coger luego luego…!”

***

48
Redondear, redondear, cumplir bien todo el redondeo. Es espigadita, delgadilla… se le
vio en la Vallegómez antier o antiantier... y unnn, y con un ciclista, un buey de bici de
carreras, también flaco… los dos se pelaron, los culeros… al tiro pues… Cambio y
salgo. (¡Ésele el Almaraz… le manda el Chuchín, el otro día, el tramo! ¡que dejastes el
pomo, las latas y a la Güerejaaa!)... mayo, a nueve, de mayo, digooo… ahoy en la
mañana… pásame al Paquitooo… en dieciocho de marzo, el deportivo, el deportivo
Dieciocho de Marzo… negativo, atiende un cuarentaicinco para el veintisiete… échame
al teniente Escamilla… treintaicuatro, catorce con ochentaisiete… ¡Lilianaaa!

Rosa Caviar despertó cuando escuchó la comunicación radial del otro lado de la larga
barda de la terminal del Metro; los agentes policíacos orinaban fuera del coche. Tembló
de frío después de percatarse dónde estaba; había dormido un par de horas. Se
incorporó. Encendió su pequeño radio que emitía noticias alarmantes aún. Miró sus
zapatillas de tacón de aguja y se arregló la falda frente al vidrio de una puerta del
vagón. Se sentó nuevamente y subió sus finísimas delgadas piernas de 17 años en el
asiento de enfrente. Abrió un nuevo paquete de goma de mascar y se llevó a la boca
dos laminillas verdes. Extrajo de su bolso un pequeño cilindro de aluminio, color azul
cobalto, y lo pegó a los orificios de su nariz dos veces, aspirando. Admiró su brazalete
de oro blanco con zafiros y amatistas, de Baume & Mercier (atraco de Árbol Galol en
Bosques de las Lomas; obsequio). Las luces de gas de sodio de las lámparas
exteriores que penetraban al gran patio atravesaban otros trenes paralelos con
alucinantes haces. Infinitas puertas, asientos y ventanas presentaban sus prodigios de
luz artificial ante los ojos dormilones de Caviar (“me dicen Caviar porque reparto perico
caviar, ja, pinocho caviar, nieve de calidad… ja”) quien escuchaba a lo lejos, sin cesar,
las sirenas de patrullas policíacas, hacia el sur y norte, desde el este y oeste; también
gritos de multitudes y grupos de sujetos corriendo por las avenidas, yendo y viniendo.
Coches y camionetas con gente de rostros graves, afectados –los imaginaba, luego de
aspirar el speed de xantinas del cilindro. Las anchas calles de esa parte del norte de la
ciudad, galpones, maquiladoras en línea y fábricas, muchas incendiadas, infinidad de
edificios multifamiliares resguardados, patrullados por sus habitantes; en calzadas y
avenidas militares y policías huyendo o resguardándose, en grupos de veinte, treinta,

49
llevando mochilas y sin uniformes, evidenciados todos por los cortes de cabello casi a
rape.

Repentinamente se interrumpió el suministro de energía eléctrica y el panorama fue


entonces más espléndido para Rosa Caviar; todo apareció como un bosque de cristal
sin cielo, o con un cielo muy bajo, perturbado por las voces de los enloquecidos
locutores de la radio. Un cielo con puertas de cristal. Movió el tuning y encontró para su
satisfacción la vieja canción “The Lion Sleeps Tonight”, perdida en el cuadrante.
Entonces se fue quedando nuevamente dormida.

***
Los embrutecidos locutores y comentaristas afanaban para su estilo esa madrugada, el
“desastre” ocurrido en la mañana.
–Sí, mira Roger, mira: orita me dicen que acaban de sabotear también la energía
eléctrica en gran parte de la ciudad; ustedes amigos…
–Pérame... pérame, Julio, esto es muy importante, lo que acabas de decir tiene mucho
que ver…
–Sí, con la importancia de la situación… los bancos llevan cuatros días cerrados y…
–…el descontrol a que se está llegando. No hay transacciones bancarias para que no
sigan sacando dinero del país. Las autoridades, nuestras autori...
–La parte operativa… en el airopuerto se están registrando salidas múltiples… llegan
reportes... un vuelo tras otro…
–Vamos a ver, estamos contactando, mira, a una persona, el capiii… el teniente, que
tiene mucha información, pérate… me pasas... ¿me pasan ya la llamada?… nos pasan
orita…
–¿Buenooo? –se oyó, escucharon miles de radioescuchas, la voz acajonada,
encajetada, encajonada, “en vivo”, del oficial Gamaliel Martínez, el “responsable”.
–Sí, capitán, comand... general, muy buenas noches, o ya días ¿verdá?… Sí mire usté,
nos contactaron con usted para que usted mismo informe al auditorio acerca de los
gravísimos acontecimientos de ahoy en la mañana; señor, primeramente, esteee,
capitán, nosotros estamos, bueno esta radiodifusora está pues tratando de brindar,

50
ofreciendo ¿verdá?, un servicio a la comunidad, a nuestro auditorio que está al
pendiente de lo que pue…
–…de las repercusiones que va a haber, Julio…
–De las reper… sí, pero díganos usted comandante Martínez, qué o cómo se le va a
hacer por parte de los altos mandos, de las autoridades, en fin, para afrontar…
–Sí. En estos momentos estamos ya coordinando los operativos. Ya existen suficientes
elementos para el recubrimiento de las zonas, las partes digamos, las más conflictivas.
Y un…
–Pero sí bueno, oquei; señor habla con usted Rogelio Santana, están entrando
muchísimas llamadas de gentes, de ciudadanos, que, bueno, pagan sus impuestos…
–Preocupados, Rogelio, preocupados –Julio le quitaba la palabra a Rogelio–; tenemos
preocupación, teniente. ¿Qué va a pasar entonces? Digo, si estamos viendo,
presenciando que las autoridades ante el vandalismo que promueven esos quienes…
porque eso son, y hay que decirlo: perd…
–Sí sí sí, pero que quede claro para el público y para los mexicanos: nosotros tenemos
la responsabilidad ¿eh?, la res-pon-sa-bi-li-dad…y nadien va a estar encima de
nuestras medidas, de lo que áigamos de hacer...

***
Para terminar de arreglarse, Arbol Galol vertió jugo de limón con un poco de espuma en
la palma de la mano derecha y se lo untó en el cabello después de haberse peinado.
“Guapo, carajo”, pensó para sí, observándose en el espejo, de frente, de tres cuartos,
de espaldas, girando el cuello sobre sus hombros tatuados con la llave del cielo.
Canilludo, mostró el puño al espejo con el brazo extendido. Se djio a sí mismo “buen
perrón”: 28 años de edad. Enseguida golpeó el piso con las plantas de los pies para
constatar la fortaleza de sus piernas enfundadas en botas protomilitares o paramilitares,
y brindarse seguridad. La chamarra de piel le levantaba el ánimo, pues lo presentaba
como un hombre “de buen camello… chale, ja”. No podía evitar mirarse continuamente
en el espejo. A pesar de las múltiples heridas en el rostro, se gustaba; sus irisojos
enrojecidos por las continuas borracheras, barbitúricos y narcóticos, proyectaban una
mirada lúcida, atenta a todo. Una mirada que en estado colérico, atemorizaba. Un tipo
de felino asfaltado, encanallado. En su pequeño baño de losas enmohecidas murmuró
51
frente al espejo de bordes oxidados: “Cuando me encabrono, doy miedo, je”, se dijo a
las 3:32 a.m. Fino y navajón; jirito y pendenciero. Después de dormir todo el día con
tufos de anfetaminas y alcohol, iba a la vida.

Salió de su departamento de la calle Medellín, en la colonia Roma, con una bolsa de


botellas vacías que dejaría para el hombre del carromato de la basura. Cuando bajaba
por la escalera la energía eléctrica se suspendió (“risquear, risquear bien”, pensó en su
labor). Miró la oscurísima calle y recordó en su infancia. “A las diez ya debo tener, cinco,
diez kilos.” Palpó en la bolsa de su chaqueta la estupenda Browning automática,
plateada y completa, pesada pero también ligera, digna; con tres recámaras hirvientes
de un plomo negro azulado. Recordó (¿por qué?) el suceso del día anterior en el
transporte público cuando observó la grupa, la cadera que ensombrecía el espacio, las
estupendas piernas envueltas en pantimedias negras de una pasajera al abordar el
vehículo; por unos segundos sus ojos se encontraron e involuntariamente la mujer miró
las manos huesudas de él puestas sobre las rodillas; cruzó la pierna izquierda sobre la
derecha y dejó flotando el eléctrico sonido del roce de la licra, exquisito.

Ahora iba a lo que iba. Pero antes se entrevistaría con otros sujetos. Recordó entonces
a Rosa Caviar, su mirada fría de niña-adulta, con el pequeño revolver todavía caliente.
“Guárdamelo, luego paso.” Ya eran casi las cuatro antes meridiano.

***
Martínez Martínez tomó un número telefónico de la entrevista al radio y luego llegaba al
encuentro con Arbol Galol y el comandante Trigo Palomero, en el Eje Tres, entre la
colonia Doctores y la colonia Buenos Aires, atrás del Centro Médico, con dos coches
acompañantes (un Infiniti Q45 blanco y un Mercury vino).
–Entonces qué pasión, mi arbolito. Aquí el oficial presta oídos. Al tiro –dijo, llegando y
sin saludar, escupiendo las palabras, salpicándolas, el comandante Palomero.

Un caso. Martínez, Gamaliel Martínez Martínez, motejado Repapacullotte por un viejo


militar francés, capacitador de policías en México. Forjado en los resabios del Servicio
Secreto (Independencia y Revillagigedo. Placa 149). Martínez pasó luego por la
52
División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia –la puerca DIPD.
Apañador en 1957 del luchador “rudo” y expresidiario Pancho Valentino, victimario del
sacerdote Juan Fuyana Tabernier. Con labores misteriosas y especiales, garantes en el
movimiento estudiantil de 1968 (que optó por olvidar, negar, borrar de su mente, raer de
la memoria). Ni siquiera se bajó de la suburban Cadillac Escalade, del año (con
agresivísimos vidrios polarizados, sin placas). Fumando un purito Ornelas, interrogó, sin
mirar, a Galol, respecto de personajes y situaciones; lugares, movimientos, horarios...
sólo para escuchar su voz, la tesitura. El joven delincuente respondía, mirando al suelo
y al voluminoso anillo del veterano policía.
–Qué periódico lees, grandote –preguntó ya para irse, en realidad desinteresado todo el
tiempo, hastiado de las entrevistas de ese día, Repapacullotte (“Papá Culote”, le
apodaban sus subalternos, casi como un secreto, mordaces), inaudiblemente, con una
voz grave, de viejo experimentado policía, conocedor de los movimientos de las
personas por su vestimenta, por su mirada, por la opacidad o brillo de los ojos, la
colocación y movimientos de las manos o la postura de los brazos (al sentarse), por el
corte de cabello, la graduación del cuello al mover la cabeza, por el tipo de golosinas
preferidas, por la masticación, el desgaste o pulimento cotidiano de suelas y tacones (la
erosión hacia el “norte” o “sur” del perímetro se leía como rangos de agresividad o
violencia contenidas o reales), el tipo de calcetines y hasta por las preferencias
musicales. Aunque como todo cientificismo vuelto personal, Papá Culote creaba sus
admoniciones individuales siempre cruelmente; excediéndose. Una interpretación que
de tan fría se trocaba jurídica.
–Esteee... es que no leo los periódicos, mi jefe –contestó Galol, atolondrado-
encabronado, inclinándose hacia la ventanilla.

Gamaliel Martínez calló, percibiente. Subió el vidrio y ordenó al chofer, Fili, partir; con
otra señal, levísima, ordenó retirarse a los otros dos coches, el blanco y el guinda, que
fueron a avenida Cuauhtémoc, hacia el sur. La madrugada ya le dolía, se percató. En
pocos minutos ya estaban en Chivatito, Alencastre (4:35 antes meridiano), para subir a
su casa de Tecamachalco que le regaló Gustavo Díaz Ordaz antes de morir. Pensó en
su pasado al observar las luces de Los Pinos (hacía mucho tiempo que no pasada por
ahí, pues siempre subía por Reforma, por precaución; “nada por el pinche Periférico,
53
Fili”). Recordó los brazos tendidos por los políticos “más vergas”; los jefes policíacos
agradecidísimos con él; los “estorbos” eliminados. “Todo me lo he merecido... y se lo
han merecido quiénes, cómo jijo de la chingada no, pues”, se dijo a sí mismo para
apaciguarse. Se confortaba de esa manera cuando tenía remordimientos por sus
crímenes “políticos” (a él, que no le interesó nunca “la polaca”; “yo chambeo, doy los
güevos, pongo plomo y mi enjundia sobre pendejos. No fuera quien soy, chingá”). Un
oscuro y temible predador, vitriólico, como la oficialidad mexicana creó, propició, educó
y prohijó. Miles de personajes terribles y temibles; “segundones” enquistados en los
recintos oficiales, sexenio tras sexenio, con encargos específicos, sucios, de
criminalidad por pagos estratosféricos al grado de volverlos inexistentes o renacidos
con otros nombres y personalidades, como agradecimiento. “Sardos”, secretarios,
sátrapas, policías, “monitores”, vigilantes, choferes, camanduleros, “gatos”… pululantes
y sádicos; incondicionales hasta la ignominia...

Martínez Martínez recordó, sin proponérselo, la mirada de mangosta erguida de Arbol


Galol, minutos antes, cuando subía la ventanilla electrónica de la camioneta y ésta
arrancaba; el especial aspecto de los ojos, rencorizados, coruscantes, y los brazos
sueltos, caídos, pero atubados, como para iniciar una pelea callejera. No lo había
mirado directamente, lo sintió; percibió toda la imagen y el acontecimiento con el rabillo
del ojo, y eso, esa percepción y ahora ese recuerdo, lo perturbaron. Supo que el joven
delincuente admiró el pulimento de la carrocería, las molduras y la ausencia de placas
reglamentarias del vehículo; o las perfectas muñequeras de su camisa Eddie Bower, y
eso le produjo también una vaga mortificación. ¿Por qué? Sin embargo, a los pocos
minutos quedó dormido e inmediatamente empezó a roncar, el chofer ya sabía que
entonces tendría que disminuir la velocidad y dejar que la seda de los ocho cilindros
arrullara al viejo policía. “Ya se jeteó el jediondo, ‘ijoelachi...”, pensó el sirviente-chofer,
fastidiado, harto, que era requerido para todo, y a cualquier hora, por el conglomerado
de la familia: llevar y traer caprichos; limpiar faltas y soportar malos genios. Lo único
“respetable” era copular ferozmente con la hija mayor del viejo, la “quedada”, solterona
consentida de 45 años, que llevaba todos los negocios del padre (especulador,
acaparador, hambreador, bodeguero, introductor, intermediario...), quien había

54
incursionado ya en negocios de piratería fina para derivar casi electrónicamente en el
narcotráfico; para “invertir”.

Árbol Galol giró y se encontró con el rostro de Trigo Palomero –un igualmente
corrompido viejo policía que ascendió desde vigilante de barrio; xochimilca
irremediable, rústico hasta la barbaridad– luego que Martínez Martínez se había ido “a
chingar a su madre”:
–El viejo es cabrón... y culero. Y aiga la cosa ya tú sabes que esa conbinación es bien
ojeta para el que la soporta, mi Galón. Hazle el paro al general y me alivianas a mí
tanbién, vale... y manque las cosas así se vean, tú tanbién sales ganando –adelantó
Palomero, fumando un apestoso cigarrillo Casinos (“quién sabe dónde los compra, el
buey”, se preguntaban intrigados sus subalternos, burlones) utilizando al hablar una
variación idiomática de castellano antiguo con arcaísmos e idiotismos, para Árbol Galol
encabronantes.
–¡Chale chale, mi jefe! –casi interrumpió Galol, sonriendo, con las manos dentro de la
chamarra y pateando con suela y tacón una piedra imaginaria o una corcholata
imaginaria, o estirando la pierna para destrabar un calambre, como niño (como cuando
era niño y conversaba torpemente con alguna niña)– ¡Pos cuál general, no me chingue!
Si la neta me cai que a ni sargento llegó, puro brazo ejecutor, mi jefe, puro
operacionista… ¡¿a poco no?! Y siempre me sale y saca usté que general, que la
chingada...
–Hállale y miéntale como bien te suene, mi cabrón, yo ya tampoco le tengo voluntá al
mono ese. Pero sí te lo restriego aquí: ya te puso la ceja, y él ya sabe que tú trais
lengua, que eres visionudo... no le quieras agarrar los güevos al tigre…
–¡Péreme péreme, Palomero! Péreme. Ya entonces todo ya al chile. Vine porque usté
me llamó. Ando limpio...
–¡Eso crés tú! ¡Yo escarbo y sale... aunque sea un pedito, cualquier madrecita! –
interrumpió esta vez Trigo Palomero, iniciando de inmediato un grado de cólera,
arrojando con los dedos pulgar y anular, casi hasta la acera de enfrente, la colilla del
cigarrillo sin filtro. Los dos agentes que lo acompañaban y un madrina miraron
interesados, aunque sin ningún otro ánimo ni intención (“si el pinche espadero ese lo

55
tuerce, pos que lo tuerza”, pensaba uno de ellos, con cierto odio hacia el comandante
Palomero; “pinche indio”) hacia las dos cabezas parlantes.
–¡Le digo que si usté quiere al chile, pos al chile las cosas! ¡Queobas! ¡Y sépale: ya las
cosas ya cambiaron! ¡Usté ni va a rascar ni la verga! ¡Traigo otra protección más
cabrona, más peluda, más dedona!... –Galol habló enérgico, zumbó el sonido
españolete de los dedos anular y pulgar dos, tres veces en la banqueta (un gato se
alejó, afectado por ese sonido) aunque de inmediato bajó al sereno, conociéndose– ¡yo
estuve allá adentro y se bisbisean el guatote de cosas de la gente de Martínez. Por
puro ñango interés me enteré; sólo fue cosa de abrir las orejas, quitar la cerilla...!
–¡Allá adentro y acá afuera, no seas lelote! Y qué, qué pinche pedo. Aigas lo que aigas
oyido, qué, qué puto pedo vas a hacer tú, pinche jodido... ¡Y éyele: escarbo porque
escarbo! ¡Te encuentro al fumanchú porque te lo encuentro! ¡Tú qué chingado pedo!

El comandante Trigo Palomero quiso contrarrestar su inquietud ante la transformación


intempestiva de Arbol Galol. Esperaba algo así en algún momento. Hasta lo había
soñado…

[… soñó al “hijo de su pinche madre” a pleno mediodía fuera del Tío Sam, el cabaret
que estuvo en Niño Perdido, la avenida antes de ser Eje Central Lázaro Cárdenas. El
mozalbete estaría recién salido del Tribilín (Tribunal para Menores). Golpeado, tísico,
con los jiotes como islotes costrosos en bajorrelieve sobre el océano de la anemia. De
14 años. “Ya cinché a alguien, mi jefe. De un kinder: una maestra. Hubo buena paga. Y
le traigo la celebración –así dijo en el sueño: la celebración–: un busbuni, para su
señora, mi jefe”. Y sacaba de atrás, de la espalda, un carajo conejo, pequeño, vivo,
"diadeveras". Lo ofrecía a Palomero, sonriendo, mostrando los dientes cariados hasta
la barbaridad, con perforaciones, hoyuelos y pozos, verdaderos arrecifes de tan
irregulares, en donde se advertían restos de comida reciente: piel de frijol, migajón,
trocillos de tortilla... “Es pa’su esposa”. Enseguida perforaba con un calibre 22’ al conejo
en la parte anal para que la bala ya con sangre y pedazos de vísceras del animal diera
debajo de un ojo del policía, impulsándolo hacia atrás, hasta dar con el chofer-
subalterno, dentro de la patrulla, orinándose y botando el globo ocular como canica

56
“bombona”, a media calle. Un sueño absurdo; un sueño negro. “¡Despierta, pendejo,
pos qué trais! Gritas como perro”, lo despertó la esposa].

–¡Si usté mismo dice que ya no le tiene fe... ‘tons quiobo...! ‘Ire... –Galol reconsideró,
entonces, su historial, su actitud perruna, y transformó completamente su persona;
lanzó un terrible gargajo, espeso, verdinegro (un embrión de mantarraya de su océano
interior de encabronamiento, rencor...), como si ahí fuera toda su renuncia a la
obediencia– ¡Nel!: ¡mira, ponte a las vergas, Palomero! ¡Hasta aquí llegamos…! ¡Me
reemputas...! ¡Namás de verte…! ¡Jijo…! ¡Y te digo que todo va ir para la chingada,
pinche matute! ¡Tu pinche dizque general jediondo se bota a la verga, tú te botas a la
verga, la ley se va a la chingada! ¡Namás porque yo lo digo! ¡Y sábele...!
–¡Érriaaa! ¡Pos qué güevotes te nacieron redepente, cabroncito!... ¡Érriale! ¡Si conozco
todo tu chingado historial!... ¡te enchiquero a las de ya!... –el comandante cortó,
tasajeando la madrugada; hablaba chirriando las muelas, enervadísimo; tal vez más
alterado porque Galol lo tuteara, pero también cáustico, como quien observa a una
víbora nauyaca devorar a una mascota hamster, sin poder intervenir.
–… ¡nos vamos los dos, nos vamos los dos!, ¡agüeliiitaaa! ¡a güeeevo que nos vamos
los dos culeeeros! ¡Y me aviento el tiro para clavar al Martínez! ¡Lo pongo!, ¡a quien
tenga que ponérselo se lo pongo…! –sentenció Arbol Galol, retirándose abruptamente,
iniciando varias carcajadas liberadoras, inconclusas, con los ojos abiertísimos,
caminando hacia atrás, poniendo su índice en el pecho y aventándolo luego a Trigo
Palomero, tres, cuatro, cinco veces, como arrojando alpiste a las palomas de una plaza;
con la mirada severa (la que usaba cuando atracaba; la que metía, inyectaba miedo de
inmediato)–… ¡ya son un chingaputamadral de cosas!

El comandante se quedó mirando la suela de aquellas botas y el pantalón sin


valencianas alejarse por la grasosa banqueta de la asquerosa colonia Doctores, hacia
el sur. Dejó de tallar las muelas y sintió la boca seca, toda la saliva desapareció, se
evaporó, se gastó... él, tan salivoso. Buscó su cajetilla de cigarros sin filtro, un dulce,
goma de mascar... un extra de saliva... y se percató que le temblaban las manos. Deseó
una cerveza. Nunca había visto a Arbol Galol irritado, enfurecido, y quizá eso hubiera
sido muy bueno saberlo desde hacía mucho; enterarse que también, algún día, se
57
podía rebelar ese "fantástico" raterillo; quien llegó a ser uno de los mejores portes de la
ciudad, casi admirable por su finura y efectividad para abrir bolsos, extraer carteras,
monederos, billeteras (“hasta pantaletas”, bromeaban los judas, los jueces, los eme
pes).
–Qué trancita, mi jefe, qué le cantaba el roñoso –preguntó a Palomero el madrina,
acercándose, intrigoso.
–Nad... pásame un tabaco... ‘jodesupinch –dijo el comandante todavía con el
enarcamiento de cejas, rebudiando, sintiendo cómo le “subía el azúcar”, incontenible.
–Ta’usté blanco...
–Nad... Ya ‘ámonos.

***
Martel transcurrió con su bicicleta y su sombra por el circuito exterior de Ciudad
Universitaria, luego de entrar por avenida Revolución; el viento helado le puso rubor en
el rostro. Cuando pasó por el lado sur del Estadio Olímpico se detuvo para reparar un
pedal que le daba problemas. Iba en esas condiciones desde el norte de la ciudad. Ya
serían las cinco de la mañana. Levantó la vista para observar al helicóptero negro que
sobrevolaba los estacionamientos del estadio buscando descender. El ciclista vio a dos
automóviles, el Infiniti Q45 blanco y el Mercury color vino, de los que bajaron varios
sujetos esperando el descenso del helicóptero. Había asimismo otro vehículo, alejado
precautoriamente, una suburban, desde donde otros hombres observaban. La aeronave
descendió y los tipos se reunieron, dos o tres quedaron en los coches, alejados.
Hablaban. Discutían, se percató el ciclista, debido a los ademanes. No le dio
importancia y se sentó en la orilla de la calzada que rodea al estadio para masajearse
las piernas heladas luego de reparar la avería. Entonces dos de los hombres se
alejaron un poco, tres cuatro metros, y se llevaron las manos a las cinturas, como
fajándose, como cerciorándose de las hebillas de sus cinturones. No se veía con
claridad debido a la bruma de la madrugada, y el ciclista ya no atendía aquello, lo
registraba pero no le interesaba; no le interesó ya nada más y volvió a pedalear
entrando ahora a Insurgentes, hacia el sur; ya deseaba estar en su cama. De la
suburban salieron tres tipos, dos tomando a uno por los brazos y conduciéndolo hacia
el grupo; uno de ellos observó al ciclista alejarse y hasta entonces supuso que se
58
habría percatado de todo –un ciclista a esa hora no era habitual. El tipo sujetado fue
subido al helicóptero con una chamarra echada en los hombros. Tres patrullas
policíacas pasaron lentamente por la parte surponiente del estadio (como viniendo de
San Jerónimo hacia el norte, pero en realidad llegaron desde el final de avenida
Revolución –a un lado de lo que fue la terminal de tranvías CU-Letrán-Valle– para
entroncar, a la derecha, con Insurgentes hacia el sur, o pasar al inicio de avenida
Universidad, casi frente a la terminal de trolebuses, o doblar 45 grados a la izquierda
para tomar, a unos metros, el inicio igualmente de avenida Revolución) como en lo que
llaman “operativos”, con las luces apagadas. Se detuvieron un poco en una pendiente y
un policía viejo (demasiado viejo para trabajar en el turno de la noche-madrugada),
habló por teléfono con alguien, rascándose los testículos con repentina fruición. "En
elll... pasamos ya en estos momentos; vamos a salirnos de área pa’tomar ruta otra
vez... Traigooo... el chinguero de sueño... Luego ai arreglamos... Salgo salgo".

El helicóptero levantó el vuelo. Las patrullas y los tres coches echaron a andar. La
cilindrada de los motores se escuchaba fría en toda el área del estadio. Ya eran las
cinco de la mañana. El transporte colectivo entraba a la zona de San Angel con
pasajeros adormilados. Una patrulla se fue hacia el sur por Insurgentes, otra por
avenida Universidad, y la tercera dobló para tomar Revolución hacia el norte. Los
misteriosos coches se detuvieron un poco frente al mural de altorrelieve de Diego
Rivera en el lado norte del estadio, sobre Insurgentes, con luces intermitentes; uno de
los tipos arrojó desde el Infiniti un envase de agua Perrier. Luego la suburban y el
Mercury arrancaron con alta velocidad, entrando a los carriles centrales de Insurgentes,
hacia el sur, a 100 o 110 kilómetros por hora, para luego acelerar a 130. El coche
blanco echó reversa y bajó por el puente de la Rectoría de la UNAM, para dar vuelta en
U hacia el norte, todavía por Insurgentes –alguien arrojó una colilla de cigarro y
bostezó. Lentamente, frente al jardín conocido como “el llano en llamas”, a un lado de la
Rectoría, los cuatro hombres admiraron la sinuosidad de ese bosquecillo, el rocío y la
vaporización de la madrugada despidiéndose, los primeros trinos, el césped
humedecido, la leve hondonada, la conjunción de jacarandas, pinos y arces, la
suavidad de la percepción misma, les aligeraron los espíritus.

59
El ciclista, casi para entrar a la Villa Olímpica, fue observado y registrado con la cámara
de un teléfono móvil por uno de los hombres de los coches de hacía un rato, desde el
semáforo, aún intrigado. Llegó a su departamento, bebió leche tibia y escribió en papel
de estraza unas palabras dedicadas, con lápiz, a Rosa C. No terminó las frases y se tiró
en la cama para después disfrutar la textura de las sábanas sobre las burbujas de un
formidable cansancio.

60
MANUSCRITO TACHONADO

De la ausencia de ti
que hace su ceguera
-Louis Aragon

Profesor: En Escritorzuelos, uno de los grupos literarios de Yahoo!, conocí en el año


2006 a una interesante mujer de la cual perdí toda pista. Su nombre era Yolanda-
Antonietta y había llamado la atención y la fascinación de los participantes en esas
comunidades virtuales que tenían que ver con erotismo, arte y literatura, debido a sus
estupendos, desequilibrantes textos.

Ella era una "aficionada" –así se clasificaba– a la literatura, de treinta años de edad,
tejana, de Laredo, profesora, divorciada, con un estupendo e impresionante físico y una
deslumbrante sensualidad que dejó una fugaz herida en las historias personales de
quienes la conocimos. De esto proviene todo mi interés. La belleza inolvidable, la
perfección, el erotismo personificado, un dispositivo hipnótico, "la intermitencia de una
presencia", decía aquel Baudrillard. Seducción y deseo.

“La seductora brilla debido a su ausencia”, sí. Ella llevaba a cabo un interesante
proyecto de escritura erótica con rasgos de lo que llamamos en aquellos años como lo
explícito, planteado con la exposición de su persona "para potencializar una energía
individual" –esto con sus propias palabras– y reafirmarse constantemente como
"seductora/seducida para actuar múltiple y polifónica en la vida hacia el enriquecimiento
de las nociones que tenemos de nosotros mismos". Una atractiva fundamentación que
negaba tácitamente "lo trágico de eros", como nos acostumbraron a pensar durante
todos esos años.

La busqué, inevitablemente, y luego de pedírselo casi con insistencia, pues disponía de


muy poco tiempo, accedió a conversar conmigo. Fue en las pascuas de la Navidad de

61
2007, en el Sanborns de Plaza Loreto –hoy convertida en basurero–, en San Angel,
muy cerca de su domicilio.

Yolanda-Antonietta Montaño Wiliams residía en la ciudad de México y en Cuernavaca,


temporalmente, tenía múltiples actividades: realizaba traducciones del inglés, italiano y
francés; revisaba acuciosamente una ambiciosa tesis de maestría sobre literatura
mexicana; investigaba muchos asuntos del México prehispánico; coordinaba un
restorán familiar de comida italiana (experta en guisos); tenía un interesantísmo
ascendente napolitano y sioux; impartía cursos de los tres idiomas en empresas, y
departía su generosidad con los varones. Al parecer vivía una desahogada situación
económica.

Su desaparición fue repentina. Nadie supo algo. Había llegado a propiciar clubes de
admiradores y aficionados a sus textos... y a su anatomía. Su dirección electrónica y su
teléfono dejaron de ser atendidos. Especulamos con otros compañeros que la
sabíamos (aunque en verdad sabíamos muy poco) que tal vez encontró al hombre, es
decir, a su hombre; o tuvo que viajar, repentinamente. Nunca hemos elucubrado sobre
alguna tragedia o algo similar, Yolanda-Antonietta estaba lejos de eso, no vivía con esos
estigmas, quiero decir, debido a su vigorosa personalidad y su gran potencia
energética, algo no fácil de explicar, si me lo pidieran.

Los siguientes textos los recobré y transcribí de un cuaderno manuscrito con varias
tintas y lápiz plomo; es un diario que ella me obsequió en su estudio luego que hizo un
poco de limpieza de su escritorio, el inolvidable día que nos conocimos; creo
vagamente que Antonietta desconocía fehacientemente el contenido del cuaderno y lo
tiraría. Insistí desesperadamente para que me lo obsequiara; “insistes como fetichista,
qué bárbaro”, me comentó, siempre sin mirarme, y con dos dedos al lado de un hombro
me lo extendió, indiferente.

He sabido que usted hace la investigación de esa fascinante mujer que pasó por
México fugazmente. Sirva entonces esta muestra, con tachaduras que respeté, para el
acopio de textos y la elaboración de ese libro sobre Yolanda-Antonietta que usted
62
realiza. Las acotaciones de inentendimiento son mías. Nos seguiremos comunicando.
Saludos.
Cuernavaca, Morelos. Enero de 2027.

Marzo-septiembre. Equis. Tío Eleazar. No puedo contener la risa. Obseso y chistoso.


Un pariente lejano, era primo de mis tíos y tías “directas”, pero él se me impuso como
pariente cercano, únicamente por (¿con?) conocerme.

Fue en la oficina del tío Bernardo, “Gordo”, a quien fui a buscar para una firma, encargo
o algo, no recuerdo. Estábamos bebiendo café y chismeando acerca de la familia,
siempre me pide opiniones sobre la familia; era un pequeño recibidor de su oficina de
asesor de empresas en la colonia Condesa, relajados, frescos, sonrientes; un lunes
hermoso, me encantan los lunes mexicanos. Le recomendé que dejara ya el Zoloft,
antidepresivo de Pfizer, y recurriera a la Damiana de California. Estábamos en lo del
café y hubo una llamada telefónica de Eleazar, el "tremendo pariente"; llegaría en un
momento pues iban a tratar lo de un negocio. Estaba por la zona. Yo tendría que pasar
al Edificio Basurto, en avenida México, por algunas prendas y objetos que me
devolvería Heriberto pues ya había terminado con él [un absobloodylutely cabrón]; se
quedó con lencería, fotos y filmaciones y con un diario muy muy muy íntimo
(manuscrito inentendible; mezcla varios idiomas)

Eran las once de la mañana. Cortamos la plática y me acompañó afuera mientras me


comentaba que Eleazar era un “primo lejano, latosillo pero buena gente, jarioso como
jijo…”, esto lo dijo por lo bajo. Nunca me aclaró que era "pariente" mío. Cuando nos
despedíamos en la calle, llegó el tal Eleazar, ¡oh! De un metro 65 centímetros, delgado,
blanco, norteño, lo que se conoce como “vivaracho”, “alburero”, aunque no tan vulgar,
con una brillantísima mirada, medio mordaz. Mis tíos lo motejaban como Trosqui o
Trosky, pues decían que se parecía a un cómico o comediante de los años sesentas.
Me miró desde treinta metros allá, caminando por la banqueta, apurado; me clavó la
vista. Llegó y primero me saludó a mí desde seis o siete metros antes: "¡Buenos días,
buenos días! ¡Señorita, muy buenos días!", saludó, abrillantadísimo. "¡Ándale canijo!
63
¡Qué lata das, hombre!", bromeó con una supuesta severidad Bernardo. "No me riñas
compadre, no me riñas; mejor preséntame. ¡Caray, mira nomás!", dijo Eli, desorbitado,
mirándome, como midiéndome los senos y luego los seis centímetros que le llevo de
estatura. "Ella viene siendo tu sobrina, para que no te alebrestes, huerco, ni te chifles",
adelantó Bernardo, con la intención de recalcar los lazos familiares, advirtiendo la
excitación de Eli.
–¡N’ombre!... ¿con ese tafanario? –esto último lo murmuró el nuevo tío; descaradillo.

Eleazar me tomó un codo y luego ya no soltó mi mano. Yo sonreía y me carcajeaba con


sus inmediatas, ingenuas y hasta estúpidas ocurrencias. Un resbaladizo machito
mexicano, y norteño para colmo; caliente y (inentendible; parece slang en inglés y
creo que italiano) como pocos, a sus 60 años, con una desahogada y cínica situación
económica, pues poseía negocios, franquicias y una abundante pensión económica del
ejército gringo, donde trabajó en labores administrativas. Tenía una casi inexistente
“esposa”, como un objeto en su casa, y dos hijos que ya no veía desde su graduación.

Le dije que iba a encontrarme con alguien y me acompañó después de interrogarme y


luego que Bernardo volvió a su oficina para atender otras llamadas telefónicas,
requerido por su asistente. Mencioné a Eleazar que solamente eran tres calles e insistió
en acompañarme; “claro que te encamino, madre”, me dijo. Yo no paraba de sonreír con
sus jocosidades e idioteces. Caminamos muy lentamente y él sostenía mi mano, como
paseando por el atrio con un cura, aconsejándome. Cuando yo miraba a otra parte,
atisbaba hacia mi trasero, obsesivo, creyendo que yo no me percataba de ello. Me dijo
que la familia lo tenía relegado, por pícaro, decían; “por exitoso”, justificaba él, severo.
Utilizaba recurrentemente los términos Fulano, Zutano, Mengano y Perengano, y sus
diminutivos, para plantar un anonimato… hilarante. Luego dejó abruptamente todo eso
de la parentela y quiso saber más de mí, acechante y excitado. Olía a una loción
inglesa que no supe identificar, muy agradable, de un tipo muy aséptico. Ya casi
llegando al edificio me abrumó con calificativos sobre mi bronceado, mis labios
"carnosos", mis dientes blancos como ”la nieve”, mi sonrisa "franca, como de
adolescente” o “chamaca de 15 años”… y mis piernas “brutales, Yolanda, estupendas,
te lo digo sinceramente”; al decirme esto, confesionalmente, bajó la voz, se colocó de
64
frente y enarcó las cejas. Me ruboricé. "También hablo francés", dije estúpidamente, no
entiendo por qué, quizá para agregar atributos no carnales. "¡Uuuyyy, muñeca!
Tenemos que vernos luego. Te voy a enseñar esta ciudad, lugares, sorpresas, mucho,
mucho que yo conozco", hablaba torpemente ahora; me pidió que si podía grabarle o
hablarle en francés, un anhelo de siempre –supe por mi prima Loretta que el cabroncito
iba a los table dance a buscar mujeres del este europeo que hablaran francés. "Oui
oui", dije más estúpidamente; me caigo gorda sólo de acordarme.

En las escaleras del edificio intercambiamos teléfonos, direcciones. Me anotó una


infinidad de referencias para localizarlo, como si yo también estuviera emocionada por
conocerlo. Cuando yo le anotaba en su agenda mis datos, me acarició el cabello
poniéndomelo detrás de la oreja y palpando mi lóbulo.
–Soy Eleazar, cachorra, E-lea-zar. Y háblame de tú, tutéame desde ahora –me ordenó,
softly.

Le dije que iba a visitar a un amigo para recoger algún encargo, “asuntos personales”;
se excitó más. Me urgía tener conmigo un diario que Heriberto–pinchecabrón me hurtó,
pues me interesaba con urgencia algo que había escrito ahí; una referencia, un dato…
Las descripciones eróticas, apparierantmoi avec Tom, Memo, Sebastian, don Pedro
Álvarez, y con Carlos, con quien ya salía para entonces, no me interesaba que las
hubiera leído el malvado sevillano, ya que “lo nuestro” había quedado atrás, aunque
(inentendible)

Le di muchos besos en la mejilla a Eli para que se retirara complacido y entré al edificio.
Me hablaría por la noche, a casa. Cuando estaba frente a Heriberto me interrogó acerca
de "el viejo” que me había acompañado; no entiendo cómo me vio. "Es mi tío",
adelanté. "Pues te miraba las nalgas como un bendito", conjeturó.
–No digas idioteces, por Dios… no seas sucio; balayures –lo reprendí, molesta.

Me entregó en una bolsa de Liverpool las prendas, fotos; desnudos míos en el jardín de
Cuernavaca, en playas y en camas de hoteles; videofilmaciones donde aparezco en
manos de Tom, literalmente, en los hoteles cercanos al aeropuerto, entre las dunas en
65
Zihuatanejo, en Tijuana, en mi cama de San Ángel y Cuernavaca, a los 28 años,
fantástico; y con Heriberto, a los 29, él de 48 ya, en su cama, en la cocina de su
apartamento de la colonia Juárez, tomada en el fregadero, en la alfombra, en su cama
del Edificio Basurto, en mis camas de San Ángel y Cuernavaca, en el sofá de mi
estudio, golosa, lactante, y en su coche; una cópula en un bosquecillo al lado de la
carretera cuando lo disfrutaba emitiendo gritos como loca. Eran dos horas de
filmaciones. A los dos cuadernillos que anhelaba, les arrancó hojas, maniático. Ahora sé
que se quedó con pantaletas y algún sostén… y copias de las fotos y de las
filmaciones, me aclaró Loretta; “no seas pendeja, Antonietta”. Claro, debió haber sido
así, pero ya no me tendría más, para su desdoro.

En la puerta del apartamento me retuvo, y antes de que argumentara algo para


seducirme, le adelanté que estaba ya con Carlos Álvarez… “enamorada”, agregué creo
que ridículamente. Heriberto sonrió, dominante, poderoso, seguro de sí y con un
conocimiento carnal de mi persona –algo que me fastidió, pues me sentí atrapada,
engatusada, limitada, perdida... aparentemente. "No bromees, gorda, tú solamente
estás enamorada de esto", se palpó el gran bulto del vértice de las piernas y de
inmediato una corriente eléctrica recorrió mis senos, mi vientre y mis muslos. Tuve la
intención de ceder con la inmediata reacción de agacharme y abrir la Cremallera del
Amor con los dientes, como lo hacía frecuentemente con él, pero sonó mi teléfono,
como una salvación religiosa ante la probable “perdición“ (Deus ex Machina!). Era tío
Eleazar, mi monje salvador. Giré y de espaldas a Heriberto contesté; cualquier llamada
la tomaría como algo interesantísimo y de suma importancia, como una estupenda
coartada para no caer en manos de ese maldito baturro-gachupín que me encantaba a
rabiar, caramba, con esas barbas pelirrojas y esa boca, ese aroma sobre todas las
cosas preponderantemente masculino, que me volvían más débil que una cordera, una
cervatillo ante un león... Mirando el Parque México desde una de las sobrias ventanas
de Heri, respondí la andanada de preguntas de mi "tío". Quedó inquietísimo y planeaba
una lista de obsequios, citas, paseos, fiestas; verborreico, wordy, tenía el don seductor
del “rollo” bien armado, inteligente y con detalles audaces. Tío Eleazar. Atrapado por my
buttocks, I’m sorry.

66
Ante la situación en que me encontraba, aproveché esa llamada y urdí una salida. Le
dije que pasara por mí, que ya me retiraba de ahí; platicaríamos entonces. Casi gritó,
emocionadísimo, loco. Ya eran las once 45. Heriberto se acercó por detrás, cuando yo
guardaba el teléfono en mi bolso. Me tomó por la cintura –su poder, su aroma– retiró el
cabello de mi nuca y ahí puso su boca succionadora, maldita, divina… “Os voy a
inundar de semen para preñaros, cabrona… va a ser lo último que hagamos… preñarte,
perra exuberante… opulenta ramera…”, me dijo el Heliogábalo, ¡inolvidable!,
cubriéndome con adjetivos que ya no entendí, mientras desparramaba sus labios
ensalivados por mi piel. Retuve el cabello adelante, ofreciendo mis hombros, mi cuello y
espalda; me pasó una mano entre les fesses y con la otra me estuvo reconociendo
hábilmente los senos bajo la blusa, botando hacía arriba el soutien, oprimiéndolos
desde los pezones y (inentendible, creo que es más slang; terrible) “vorrei
qualcosa di solido” pinche baldracca "tus frutas almibaradas", susurró,
transido, casi místico. Ahí estaba yo nuevamente, atrapada en lo mismo. Trabajada
para ser ensartada a placer [recordé Shakesp’r♠]. Tuve la conciencia de que jamás iba a
poder dejarlo de ver, aunque me casara con el hombre más extraordinario del mundo,
enamorada o no… ¡nunca iba a poder dejarlo totalmente! ¿Nunca iba a poder dejarlo
totalmente? Pensé en Carlos, absurda; entonces regresé, volví a no sé dónde ni sé de
dónde, pero volví: me propuse mentir; haciendo un esfuerzo “sobrehumano”, clamé,
pedí: “ya vienen por mí, ya déjame, no seas pinche”, al modo mexicano, prometiéndole
que lo volvería a visitar una vez más, "y ya, ¿eh?”, le sentencié, como a un niño. “¡Me
cago en la puta madre!”, susurró el divino semental, refunfuñando, grumbling, al tiempo
que buscaba su puro H. Upmann. Lo besé, cerrando un poco los ojos, "entregándome",
dándole mi lengua como una cucharada con cajeta, cajeta caliente, saboreando la suya
y sus jugosos labios. Me acomodé el torso y salimos. En el elevador aún me oprimía los
glúteos, como arris, como tratando de dejar una marca, su marca animal; felino o
búfalo; condujo mi mano a su magnífico bulto de la entrepierna, el vértice de la leche;
ahí la dejé; recordé, con la mirada en los botones de su linda camisa de seda Pal zileri,
el aroma del escroto y uova, la hermosa media esfera, el bálano, pletórica de sangre, y
la suavidad de su textura; el vello púbico y el cuerpo cilíndrico por donde tanto

“Your love and pittie doth th’impression fill


Wich vulgar scandall stampt upon my brow…”.
67
transcurrió juguetona mi lengua (ciocciare!, chiédere: poppare!); el líquido lubricante,
delicioso; las eternas tardes cuando lo tuve desnudo en el sofá de mi estudio o en mi
cama, recién bañado, dormitando, enredada y perdida entre la pelambre de su pecho,
lamiendo sus rebosantes dos malvaviscos como niña, y muy lentamente su estupenda y
magnética paleta de sangre, golosina perturbadora, con gula, con loca insaciedad,
greedy, poppatore, ávida, en un rito de adoración latina para el macho surtidor, mareada
por el fuego de mi entrepierna, asfixiándome con la temperatura de mis muslos y las
llamaradas en mi vientre. [Dios mío, qué discurso, help me!]

Salimos y tuve irremediablemente que presentarlos. Mi "tío" estaba ya fuera de su


escandaloso coche rojo, excitadísimo. Comentábamos cualquier cosa y los dos
mostraron una cómica suspicacia. Me propuse burlarme de ambos dejándome abrazar
por Heriberto, quien, recargado en el coche, recibía, cauto, mon derrière sobre él;
acariciaba su barba y metía mi mano en su camisa entreabierta, o me sujetaba de la
hebilla de su cinturón con los dedos hacia adentro del pantalón, equilibrándome, para
sacar una zapatilla y jugar con mi pie desnudo en su choclo; alternadamente abrazaba
a Eli, besuqueando sus mejillas y bailoteando discretamente en la acera, entre los dos,
moviendo sólo la cadera con cortos pasitos tropicosos o salseros de 10 o 15
centímetros mientras los hombros ritmaban con alguna música que emergía de mis
senos, rumba de tetas. Los puse locos. Par de cabrones, con sus pensamientos
hemorroidales sobre (texto inentendible).
Impuse mi poder, mi dominio. Eleazar le mencionó a Heri, ya para despedirnos, un viejo
programa o serie televisiva, llamado México y España; “¡México, España te saluda!”, así
comenzaba o terminaba ese programa y su rúbrica, dijo, “después del fut y antes de los
toros”. Me percaté que nunca miró realmente al "baturro", como ejerciendo una especie
de desprecio; el desprecio-envidia-autominusvaloración de la abyecta clase media
mexicana ante algunos extranjeros; como los desplantes que me hacen las mexicanas,
clasificándome como une putain, whore. Heriberto se quedó sin decir algo, como caído;
me observaba con un screeching de dientes, por celos. Eleazar me abrió la puerta
ridículamente y subí al coche; sentada me acaricié los muslos mirando al ibero; como
una cabaretera escudriñando clientes; esto lo he observado en las películas mexicanas
de los años cuarentas; Heri se acercó a besarme la boca, yo lo evité poniéndole la
68
mejilla, mi “tío” se percató de ello y se puso al volante, no paraba de hablar, mezclando
asuntos de la arquitectura de ese edificio con la colonia Hipódromo-Condesa; “aquí es
la Hipódromo-Condesa, no la Condesa”. Infinidad de silogismos y "cotilleo". Se puso un
gazné y guantes, dios mío… "La tercera condesa de Miravalle, doña María Magdalena
Dávalos de Bracamontes y Orozco, esposa de don Antonio Trabueso y Alvarado,
caballero de Alcántara", recitó, mientras ajustaba los dedos. Heriberto tenía los brazos
en la portezuela del coche, colgando hacia adentro las manos, inclinado, con una
estupenda mueca de risa y derrota que no terminaba de expandirse; miraba los guantes
de Eli y las maniobras de los dedos, no me miraba a mí. Creo que veía en Eleazar su
propia vida, o su futuro inextricable, o (inentendible, muy garrapateado) lo
adoré (inentendible; argot intrincado)
las acaricié a modo de despedida y terminé envolviendo insinuantemente en mi mano
su gran dedo anular derecho –en verdad del tamaño de un pene “regular”– como
buscando o solicitando un escroto, descuidadamente, mirándolo a los ojos,
mordiéndome un extremo del labio inferior y dejando que se cayeran mis párpados.
“Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis”, murmuró, repitiendo lo que yo
le recitaba frecuentemente, segurísimo de sí, segurísimo de sus testículos. Se despidió
de Eli gritándole, irónico y sarcástico, cuando el coche empezaba a avanzar: "¡Hasta la
vista, tío!”. Lo miré intensamente, a lo diabla [como me miraron un par de mujeres una
mañana en el mercado de brujas y plantas medicinales Sonora], y luego le menté la
madre en mexicano, propiamente, con el brazo aventando a su puño por arriba y atrás
del hombro, y me menté la madre a mí misma, carajo... con ese sentido mexicano de
"mentar la madre", que no mencionar: vete a la fregada, fuck it!, vete al diablo, pero
también colgándole una ofensa fuerte, con desprecio. Uf!... –scacco al re…

Iríamos al Restaurante del Lago, en Chapultepec, pero antes Eleazar me llevó a unos
encargos y compras en Polanco y Lomas Altas. Carlos estaba en Canadá. “Me cotorreó
tu amiguito ése; gachuzo canijo”. Ardía en cuestionarme sobre mi relación con
Heriberto, lo cual le expliqué días después. Disfrutaba su plática interminable y muy
interesante, en verdad, cuando me hablaba sobre acontecimientos históricos de
México, sitios, personalidades (“frecuenté la Residencia Braniff, de Reforma y París,
durante años…”), fechas, política, aunque también puro yak, yuk. Me comentó sobre
69
una probable carrera política pendiente, pero que él había evitado. Comimos y yo bebí
un poco de coñac. Por la tarde fuimos muy rápido a asuntos de él y luego me llevó a
casa. Aventé las zapatillas y fui a orinar. Subí las piernas al sofá para estar cómoda y
seguir con la conversación; ésta dio un giro para irse por lo personal. Le comenté que
ya no quería con Heriberto pues salía ahora con Carlos, y que (inentendible) tenido
en México, “siempre señores mayores”.
–¿Te atrae el hombre mayor? Ese gachupín… parece tu papá –me dijo, curioso. "Mi
papito… beacoup… beacoup", contesté. "¡Uuuyyy!", exclamó, sentándose cerca de mí.
Luego, no recuerdo por qué, me confesó que era o fue amigo de un Salinas de Gonzali
o Gortari, “gran cuate, somos grandes cuates; me ayudó mucho”. Como yo no sabía
quién era ese hombre (“¡estuvo en el Consejo de administración de Dow Jones!”,
indicaba Eli, medio truculento; un bigwig, creo) cambié de tema. Derivamos en el
erotismo y puso gran atención; como muchos machos, lo viven pero no se lo explican.
Cerca de mí, jugueteaba con mis pies mientras yo abría su mente. No sabía qué decir.
Quedó mudo. "El erotismo es la racionalidad del sexo y la ciencia de la sensualidad",
dije, como extasiada, o ebria. Me besó los pies, los tobillos, como devoto. “Es que tú
eres eso que me acabas de explicar, Antonietta, exactamente”. Luego quedó como
agotado. Se retiró ya tarde; me estaba adormeciendo con su pequeña mano.

Me acompañó a todas partes esa semana y la posterior. Dedicado a mes chairs…


Fuimos y paseamos por Morelos, me llevó a las corridas de toros en Texcoco y
Tlaxcala. Magnífico bebedor, me dio a probar el pulque y el aguardiente conocido como
mezcal. Estábamos en una fiesta mexicana, en una casa del Estado de México, un
“compadre” suyo o algo así. Me comentó que en Oaxaca existe la Matlacíhuatl, una
mujer que se les aparece a los ebrios, “a los borrachos.” Me nombró como “princesa
azteca”, de ojos pardos; absurdo mot flatteur. “Las hembras toltecas y mexicas eran así
como tú, Yolanda-Antonietta: altas, oxigenadas, dignas, con esa estupenda
alimentación, y la columna vertebral, erguidas, frescas, la piel sana, la cabellera libre y
limpia, con vegetales en sus pensamientos y flores del valle en los pechos. ¡Ah, cabrón,
me pulí, ja!”. Podría ser un comediante, con facilidad. Desasosegado constantemente.
Empezó a sonar un mariachi y llamó la atención de todos. Me levanté para buscar un
baño y creo que su compadre, un hombre con un puesto en la política mexicana, que
70
impulsaba a Eli "a entrarle", se acercó a él para cuestionarlo sobre mi persona
(inentendible) inquietadísimo desde que llegamos y nos presentaron.

Un viernes en Cuernavaca, en un sofá, en casa, después de correr en su nuevo


Mazda3 i Sedán, y luego de beber un poco de champaña, me desnudó y me besó toda,
toda, toda, inevitablemente, después de pedírmelo y de estarme toqueteando todo el
día. Lo percibía como inofensivo o algo similar, de modo que me dejé conducir, mansa y
gata; gata mansa. Subimos a la recámara y me pidió que mientras me acariciaba le
hablara en francés, ¡qué risa! El sabor de mi vagina lo inspiró (como gourmandise), e
incorporándose, me dijo que sabía a miel: “¡Es increíble, es pura miel!”. Yo estaba
definitivamente medio ebria, o ebria completa, muy obediente, muy obscena, abierta de
piernas, abierta de la mente, ivre. Boté todo. En el espejo lo miré desnudo, pequeñito,
laborando sobre mis senos, imaginé un niño; ¡qué risa! Le mencioné sobre Carlos y mi
fidelidad, y expuso, oportuno, justificadamente, su gran personalidad de empedernido
sodomita. Pero también me hizo una confesión bárbara: yo le había vuelto la erección.
Desde que me vio tuvo un impulso, me dijo, que le produjo un tremendo ardor en los
testículos; la sangre irrigaba el pene, su penecito, nuevamente. Él, tan calenturiento, el
pobre. Todo el tiempo que estuvimos en la colonia Condesa con Heriberto, y después,
tuvo la erección; cuando yo bailoteé en la acera (ya no lo recordaba) casi eyaculó –qué
confesión, dios. "Mirarte las piernas fue algo que me impactó, Yolanda; tu presencia, tu
color, tu sonrisa, tus manos. Hace seis años me operaron, y algo pasó, quedé mal,
perdí todo el... la virilidad; me asusté creyendo volverme marica".
–No exageres, mi amor –dije, aguantándome una carcajada.

Me lo propuso [back scuttle, uy!]; ya. Lo tuve dentro de mí sin percatarme casi, luego de
proponérmelo hasta agotar mi negativa; slaphappy. Para tenerme así me hizo toda una
curiosa disertación sobre las virtudes de los penes pequeños. Me mordisqueó toda,
como un náufrago hambriento, y me penetró con verdaderamente gran habilidad,
experiencia y lubricidad después de ensalivarme enloquecidamente el orificio violeta, il
pòdice, como si se alimentara con la miel de un árbol; inghiottito, ni modo. Éramos
personajes de una revista pulp. Sed de testosterona (inentendible)
71
Yo lo dejaba hacer, algo ruborizada, mirándolo con los ojos entrecerrados y con un poco
de inverecundia, sobre mi hombro, complacida-sorprendida por su vehemencia sobre
mi epidermis y sobre ese secreto petit coin-vierge; "el nido del Sátiro", decía; ¡qué risa!;
el rubor de la flor visitada por el colibrí o por las abejas… “Así te quería tener desde que
te conocí, muñeca nalgona, esponjosa”, me dijo al oído, íntimo, uranista, luego que
exclamé “softly’n slowly, please!”; un gourmand, lamiendo y mordisqueando los
cartílagos y el hélix de mi oreja y luego metiéndome la lengua por la pared laberíntica,
¡riquísimo!, hasta donde podía, arrebatado, efervescente por los terminajos en francés
que emití disparatadamente.

A los dos días me fui de México; alcancé a Carlos en Montreal, necesitadísima de él. Eli
me llevó al aeropuerto, por supuesto, y me advirtió, impositivo, chistosísimo, screwy,
que aunque me casara nos íbamos a "seguir viendo": ahí me regaló un libro “raro”,
novela, edición especial, única “Los Juan López Sánchez y López López Sánchez de
López”, de alguien, José Manuel Puig Casauranc, jocosísima, me la chuté en el vuelo.
***
He dejado a Carlos para siempre; lo lamento. Me volví a meter en la cama un par de
veces con Heriberto, inevitablemente, para entender algún asunto pendiente sobre mi
dependencia sexual; me fue a buscar hasta Venice, como perro, cogiéndome todo el
tiempo como (inentendible) lloró, por fin... lloré... como pendeja; –"quién me
manda", como dicen los mexicanos...
***
Resulta que Eleazar ya es, finalmente, senador; "caí", me dice en el mensaje, y me pide
una entrevista en cuanto arribe a México
(manuscrito inentendible) suplicándome que (inentendible) wacky… oops!

Abril 6. México (aún)


Una hoja suelta

72
Me iban a robar robaron en la colonia Roma. Dos tipos, o tres, no sé, y un perro, un
American Pit Bull Terrier, todo mugroso, como robado, atado con un lazo al cuello. Salí
de la casa de... no lo quiero escribir ahora, y abrí el coche en una calle oscura,
desolada, en domingo, como a las nueve de la noche, o diez; sí, diez 30, almost; los
tipos salieron de la sombras, repentinamente. Era una calle muy poco alumbrada, con
muchos árboles de copas frondosas. Pensé que estaban molestos porque habría
dejado el carro en un lugar obstruyendo un zaguán, o algo así; creí que serían gypers.
No. “Presta el billete pincha gorda cabrona”, me dijo el más grande y más violento, pero
con mucho sufrimiento en el rostro. “Ay papito, pero no traigo cambio”, dije
estúpidamente, desencanchada, como tonta. De inmediato se fue con el perro al frente
del coche y se quedó conmigo el más joven, con un evidente grado de desnutrición y un
bigotillo ralo, de los años cuarentas, muy tranquilo, continuando con la operación, como
ensayada, desde luego. “Saca saca, no mames”, me ordenó, parco, w/moxie, “que no
aiga que basculearte, ¿eh?”, agregó, mirando al final de la calle y hacia los edificios de
departamentos, a los laterales, como buscando una luz encendida, o a una novia, con
un cigarrillo apagado en los dedos. ¿Basculearme?, nunca entendí eso, tan sugestivo.
Por eso de "no mames" medio sonreí mirando al suelo –todos me piden que mame, ja.
Miré su suéter de lana, mal tejido, que se lo haría su madre o una abuela. Entendí que
era un asalto, ya. Memo me dice que en esos casos debe una serenarse, no hablar
mucho ni mirar al ratero. Me serené y me incliné para abrir mi bolso que ya había
aventado al asiento derecho. Con las dos manos hurgué para buscar un billete de 500
pesos que no había podido cambiar, o abrir, en todo el día; y cuando estaba inclinada el
joven me pasó una mano por dentro de la falda, acariciándome los muslos por la parte
posterior, mientras dijo: “ve nomás, lo que tienes, uf”. La situación me dio risa y me
mordí los labios para no expresarlo. Saqué el billete de 500 pesos y tres más de 200. El
se olía la mano izquierda, con la que me había tocado, una manita en verdad suave,
como de mico. Me quitó el dinero, con una mirada de bien cabrón, mientras se colocaba
el cigarro entre los labios. Estábamos en un triángulo: el coche abierto, la portezuela y
la calle. “Presta la molleja”, me dijo, mientras me miraba les poitrines; pensé: ¿molleja?
¿me abro la blusa? ¿quiere mi leche? o qué; el del frente le hizo una seña que no
percibí exactamente pero la sentí detrás de mí, y el muchacho del bigotillo me ordenó,
medio enérgico: “el guacho, el reloj, pendeja gorda”; de inmediato me quité el Gucci y
73
se lo di. El del sufrimiento se deslizó por entre unos arbustos para pasar a la acera,
como escondiendo su dolor, con el silencioso y triste perrito; el que estaba conmigo
guardó el botín con una mano y con la otra me tentaleó los senos, queriéndome apretar
los pezones y le dije, como idiota, sonriendo, “no señor, please, despacit...”, mientras le
retiraba la mano con las mías, “¡cómo ñooo, tetona!”, jugueteó, pues me advirtió
jugueteando, y me oprimió un pecho. Se acercó un coche y mejor lo dejé hacer, pues
me empecé a aterrorizar debido a un intensísimo brillo en sus ojos, un brillo proveniente
de los reclusorios, que conocí cuando visitamos a mi primo Pat –un mal paso. Giré la
cabeza hacia un lado, cerré los ojos e intenté una oración (texto inentendible) le
dejé mis bubis expuestas, a su gusto. Las tocó con las dos manitas... pero con un
sentido como asexuado, sin voluntad erótica, o sexual; no sé, algo extraño. Algo que en
el acto mismo se desvanecía. Un grito o alarido de mudo. Pude observar un espantoso
aunque cómico anillo de bronce con la forma de un cráneo, o “calavera” –"es la santa
muerte, que veneran todos los delincuentes jodidos; porque en México hay ratas
grandes y ratas jodidas", me explicó Memito; jodido en México es ser pobre. Hubo un
destello de los ojos rojos de la daredevil, simulados por piedrecillas, que simularían a su
vez rubíes; entonces me tranquilicé. Intempestivamente el de las manitas giró y se fue,
y en su espalda pude percibir nuevamente su asexuamiento, el torso parvo, pipiolo,
como un paquete de dos kilos de azúcar; el calzado sería del número tres, mexicano...
y el suetercito de la abuela. Hubo entonces mucho viento y lo que más me preocupaba,
ya echado a andar el coche, era mi gordura mencionada. “Pinche gorda”, ¡oh, no!

“Son como eyaculadores precoces”, me dijo mi prima Ashley, días después, cuando le
platiqué, mientras manejaba; “todo asaltante trae un trauma; a la mejor eyaculó cuando
te toqueteó; eso les basta”. Recordé la escena de aquella noche y comenté, en
mexicano: “pues, ay, pobrecito”, compadeciéndome. “¡Ah, pendeja esta!”, gritó la güera,
sorprendida, frenando bruscamente, y nos carcajeamos.

Cuaderno dos. Le chauffeur. Un ángel semigordo.


Sin limeranza. Cansada de las llamadas del profesor Sebastian Carmona Desmoens, el
necio brasileiro, accedí a encontrarlo; “sólo un rato, profesor”, le dije, adelantándome a
74
sus requerimientos sexuales evidentes. Carlos no pudo verme esos dos meses, viajó a
Asia, por lo que yo andaba desesperada el día 18; vuelta loca. El 20 empiezo a reglar,
de modo que 17, 18, 19 ando… muy sensible, en celo total; un segundo celo, pero sin
riesgo de embarazo. Soy un caso de una entre cien mil mujeres con ese peculiar ciclo,
me dijo mi ginecólogo. Son tres o cuatro días con mucha predisposición a la cópula
incesante, algo biológico, científico. Hay una producción brutal de hormonas; ríos de
estrógenos. Tengo un flujo vaginal constante, como miel y dicen quienes han probado
que a eso sabe. Me pongo muy sensible, mis senos se ponen como muy cargados y
toda mi piel sensibiliza mucho al tacto. Los pezones se ponen carmesíes y muy
delicados, como pétalos de rosas chinas, con una comezón entre tormentosa y gozosa;
sufro en brama; ya. Me buscan como perros, todos, to-dos… Quien me toma esos días
se lleva un bombón [qué idiota, ugh!]

Me iba a Cuernavaca para aislarme de los lobos pero tuve que regresar, como estúpida,
pues olvidé unos detalles de un encargo de mi tía. Entré a casa enojada y ahí recibí el
llamado de Sebastian, insistente, agobiante. Le dije que lo vería si tenía tiempo, dios
mío. "Te pido solamente unos minutos, Antonietta". Tenía un encargo urgente; regresé
de la autopista de Cuernavaca porque olvidé algo, rogué comprensión. "Pues tengo
algo para ti". Tenía algo para mí. Un precioso bañador, climático, italiano, Just Cavalli;
una par de pantofole para mi enloquecimiento, con pedrería, de piel de no sé que
animal; ¿choto?, ¿nutria?, y un disco muy raro, de alcoba, de Antonio Carlos Jobim, oh!
"Puedo verlo solamente un poco, tengo prisa", le dije, intentando desvanecer toda
intención. "Estoy aquí en la universidad, me ejercito un poco. Ven". Ven; lo dijo con otro
tono de voz, como íntima, más de matrimonios, como cuando mi marido me llevaba a la
cama para tomarme –mon dieu! Qué inquietud me nació de inmediato. Me doblegó; el
vientre me empezó a efervescer; tuve que cruzar y cerrar así las piernas fuertemente;
oprimí mis pezones, intentando serenarlos. El vivía en la entrada del Pedregal de San
Angel, o sobre avenida San Jerónimo, con otros académicos brasileños, bajaba muy
fácilmente a Ciudad Universitaria para ejercitarse, caminando; tendría 50 o 51 años de
edad, divorciado, blanco, de un metro con ochenta centímetros de estatura, no fuerte:
ancho, semigordo, de piernas de acero, con una espalda amplísima, y mucho, mucho
vello; creo que practicaba, o leía, la Cábala; ahora usaba barba, ¡de cuatro meses!,
75
cumpliendo mi capricho; eso también fue un factor para atraerme ese día; impartía
cursos de posgrado en la Facultad de Ciencias de la UNAM y daba clases privadas,
particulares, de portugués. El día que lo conocí yo trotaba por el circuito universitario y
él se me unió, ligero; me hizo reír mucho. Luego lo encontré dos o tres veces y
corríamos juntos; la cuarta vez me sorprendió, me divertí mucho por sus ocurrencias y
su finísimo humor intelectual. Accedí a conversar luego de correr; yo estaba muy
sensible, hot renard/ardant bagascia (inentendible) me dejé
conducir al Jardín Botánico, dócil e infantil; pájara y zorra; no pensaba llegar a nada
más que su amistad; me dejé tocar y tocaba yo sus brazos velludos, ¡sin pretender
nada más! Pero me empezó a besar, y ya no supe de mí, como en las telenovelas
mexicanas. Entre los pedregales, entre la hierba, al fondo del Jardín Botánico, bajo un
sol ardiente y después de pedírmelo durante dos horas, accedí. Me dio una cogida
extraordinaria, bang-up, como un macho fabuloso... puissant, fantástico; desnudos y sin
importarnos nada. Su fortaleza me sorprendió, pues me levantaba en vilo y me
penetraba riquísimo, a su antojo; me tomó a su antojo, el cabrón, dos veces. Tuvimos
que suspender la fiesta pues creo que (inentendible) qué pena

Después salí con él muy amistosamente, a tomar café en Plaza Loreto, en el estúpido
Sanborns, ya tarde, y unas dos veces a cenar, pero nada más. Yo no quería nada más;
yo ya no quería nada más –¿yo ya no quería nada más? La última vez, ya muy tarde,
me dejó en casa y dentro de su coche nos besamos; metió su mano entre mis piernas.
Muy bien. Me desenfrené, qué eretismo. Me dominaba y eso me encantaba gustaba.

No podía dejar de hablarle “de usted”; no podía tutearlo, no me nacía. Me esperaría, por
fin, en los prados frente a la pista de atletismo y los campos de futbol, atrás del estadio
olímpico. Yo estaba apresurada y llegó una de mis primas, Loretta, con una amiga, una
gossipy que vendía cosméticos; platicamos y les presté mi rostro para probar los
productos, carísimos. Luego salí de casa y tomé Revolución hasta arriba, a un lado del
estadio, doblé a la izquierda para entrar a la UNAM y luego conduje por la calzada que
lleva al Jardín Botánico e Insurgentes Sur. Iba despacio, buscando al profesor; hice dos
rondas con el coche y no lo localizaba, hasta que entre unos arbolillos descubrí a un
toro babilónico, semidesnudo, con sólo un short… uuuhhh! Me atemoricé y aceleré para
76
dar una vuelta en U y huir por la parte posterior a él; me sintió o no sé qué; quise
fugarme lateralmente pero aguardé un poco en la curva de retorno, tensa, respirando
mal, vite. Entonces me percaté que andaba casi desnuda, imbécilmente; cuánta incuria.
Como no descendía para nada del coche no llevaba mucha ropa, además en esos
pinches días todo me molesta, y para colmo la noche anterior platicando con las
muchachas me pinté las uñas de los pies de un rojo encendido, metálico, muy llamativo;
con Loretta y su amiga me puse un rimel tipo Cleopatra, muy cargado, y probamos
lápices de ojos, kohls, sombras, makeups, me embadurné la boca con un lipstick
escandalosamente rojo; andaba como para anuncio de cosméticos o licores –nunca me
maquillo; bien muñequita, bien putita mexicana clase media. Quería algo para ponerme
encima, un maldito suéter, un pantalón, una blusa; bajé del Peugeot y sentí entonces mi
semidesnudez, ¡ah!, con el sol y un poco de viento sobre mis piernas; busqué una
prenda en la cajuela, empinada. Eran las once de la mañana. Pasó un taxista por detrás
y me tronó un beso con los labios apretados, con un sonido petilant, lascivo, que entró
por mis muslos como con un poco de voltaje; el hombre se detuvo adelante y echó
reversa lentamente. La cajuela era un desorden; arreglé un poco, nerviosísima; sólo
portaba una faldita de seda beige, una blusita rosa, ombliguera, con tirantitos en los
hombros, ajustada, sin sostén, una braguita casi invisible, que no se siente, zapatillas
abiertas, dos cadenitas de plata en un tobillo, arracadas y un poco de perfume, y toda
pintarrajeada de la cara, como cabaretera, como una (inentendible). Me di cuenta
que el pinche taxista había abierto la puertita del motor de su Volkswagen verde, como
reparándolo, para hacerse tonto y mirarme; determinadamente decidió acercarse. Yo
sacudía el tapete de la cajuela y saqué todas las cosas y cachivaches. De repente me
abordó; "buenos días, ¿se le descompuso?", me preguntó.
–Buenas, no gracias, es que esto es un mugrero –respondí, sin mirarlo. "A veces hay
que hacer limpieza, ¿verdá?", comentó, haciendo una voz de niño pendejo, o de
provincia mexicana. "Siempre, es que este coche lo agarra tanta gente, mire nada más
las cochinadas que guardan", señalé lo que había puesto en el suelo: periódicos,
revistas, propaganda, botellas, trapos, envases, cordeles, cajas, bolsas, "ahora tengo
que buscar dónde tiro todo esto".
–Hay por ai unos basureros, señorita, namás que por aquí no...

77
Era un tipo vulgarísimo, de unos treinta y tantos años, cenizo, con el bigotillo mexicano
clásico, mi prima dice que de Pedro Infante, agresivo, muy lúbrico, muy lujurioso, uf, de
estatura media; un rostro parecido al de un viejo actor que se llamaba Rodolfo Acosta.
No perdía detalle del movimiento de mis senos y me escudriñaba descaradamente por
detrás cuando yo seguía limpiando la cajuela. Conversamos tonterías de la universidad,
el atletismo, mientras me ayudaba a amontonar todo el mugrero para el paso del
hipotético camión de sanidad, o limpia. Era tremenda su lubricidad; yo evitaba mirarlo a
los ojos, ocupada en la limpieza, pero me percataba de sus movimientos, y como
percibía que yo no lo miraba, me observaba abiertamente, con salacidad, con sus ojos
enrojecidos por el alcohol o las desveladas; tenía la camisa semiabierta, arremangada,
y se veían dos cadenas de oro, o “baño de oro”, como se dice aquí en México, entre un
vello escaso. Nadie pasaba, excepto uno que otro coche. Terminé, cerré la cajuela y
pasé un limpiador, o mechudo, por toda la carrocería. Entonces tomó distancia para
mirarme a placer, moviéndose detrás de mí mientras yo le decía que era tejana,
norteña, divorciada, que esperaba a alguien pero no quería verlo; pude darme cuenta
que murmuraba uf, ah, y se sobaba o acomodaba el miembro, o pito, le batracien, ja!
discretamente, por dentro del pantalón. Guardé todo, saqué un cigarro y Felipe, creo
que así se llamaba, me pidió uno; me recargué en el coche y junté mi cabello en la
nuca; él se puso de frente, cercano ahora, y se pasmó con mi torso, pues abrió más los
ojos… l’éclat! "Y a tu taxi qué le pasó", le pregunté, mirando por sobre su hombro,
evitando su mirada; "anda fallando, lo tengo que dejar enfriar un rato, amiga, es que
ando en friega desde la mañanita".
–Desde a qué hora –miré entonces el piso, identificando grietas, hojas secas, sin soltar
el cabello. "Desde como las cinco de la mañana, Yola... y aquí a quién vas a ver o qué...
tu novio, tu amigo, tuuu...", cambió bruscamente la conversación; descarado. "¡Mi qué,
mi qué!", interrumpí, sonriendo, iniciando un chacoteo o chacualeo mexicano, y
haciéndome a un lado, sacando el torso de su vista, buscando ahora algo, algún rayón
en el coche; "tú sabrás, amiga", ironizó, con una sonrisa maligna, ladina, del Indio
Bedoya en "El tesoro de la Sierra Madre", inclinando el cuello hacia un hombro y
aventando la mirada hacia abajo para mirarme ahora los muslos. "Es un profesor, anda
hasta allá –señalé hacia un lugar impreciso, creo que al cielo– pero ya no lo quiero ver...
¡ya no quiero, ya no quiero!", dije, sexosa, como bajándome de una cama.
78
–Por qué, ¿y eso? –me percibió, interesadísimo, con aún más brillo en los ojos, u otro
fulgor. "Pues... ya no", dije en tono de voz más bajo, mirando al cielo.

No dejaba de mirarme los senos, el cabrón, con los párpados como con pesantez; se
acercó más, confianzudo; me comentó que yo era “de buena familia, ¿verdá?”, agregó;
me carcajeé; percibió la buena salud de my bosoms [pues los cuido con aplicaciones de
ácido desoxirribonucleico de lechaza de salmón salvaje y agua especial de los
glaciares, para la firmeza y tonicidad; manteca de karite; June Jacobs; Linèance para
los muslos y Lipocure de Vincy en las pompas. Un secreto; que no se me olvide]...
(inentendible) quale guarnizione mi consiglia di mettervi? mensa…

–Qué bonito te ríes. Estás bien hermosísima, Yolis, a ese maestro lo has de traer loco,
me cai, cualquiera, nomás de verte, uy –se atrevió. "Exagerado. Ya me voy, Felipe ¿o
Fernando?", le di la mano; "Felipe, Felipe, muñeca", se acercó más; lo percibí como
violador o algo así; sicótico y colérico; creo que me atemorizaban sus ojos, pero me
reconocí excitada por su presencia y su olor a sudor y lavanda barata... y porque emitía
un calor especial, animalezco. Abrí la portezuela del coche después de que casi me
sacudí su mano sudada, delgada, sin forma completamente masculina, como de
adolescente masturbador, sin dureza de hombre trabajador, como aparentaba, mano de
pez; me senté con las piernas afuera mientras metía la llave en el switch; la pinche
faldita apenas me cubría los muslos y my nipples se empezaron a erectar, aun
temiéndole. Me odié; maldita calenturienta. El tipo inició entonces una palabrería
incoherente, stutter, sobre el divorcio, las parejas, “el querer”, el amor... mencionó una
canción de José-José, absurdo; sacó sus cigarros (Boots, dios mío) y rechacé fumar
nuevamente; me ofreció la mitad de una laminilla de goma de mascar, de hierbabuena,
deliciosa; entonces se acuclilló ["se puso en cuclillas", me corrige mi prima] agarrado de
la portezuela abierta, yo tenía un pie en el estribo y lo tuve que bajar; su rostro quedó
frente a mis piernas flexionadas, íntimo, y yo sin saber qué hacer, como atarantada.
Hasta que me dijo algo sobre los vellitos de mis pantorrillas, reaccioné; me empecé a
despedir, moví las piernas hacia adentro, levantándolas, y con el movimiento el
descarado atisbó como perro hacia mi interior, lo sentí sin verlo; encendí el motor y
Felipe detuvo la puerta, recargado, mirándome ahora toda toda toda, regodeándose;
79
sentí una excitación brutal, al grado de atraerlo y besarlo; jalé la puerta suavemente y
miré sus ojos, hasta entonces; me arreglé nuevamente el cabello en la nuca y él se
recargó con los codos en la ventanilla, muy cercano, comentándome cosas del trabajo
duro y del cansancio, la ciudad... sin dejar las interjecciones y el pene en paz;
empezaba a sudar, tartamudeando y expeliendo el humo del cigarrillo por las fosas
nasales; percibí su aroma a tabaco y su olor personal más fuerte, casi mareante, como
de un animal con el semen chorreando... un homínido; miraba mi escote y mis muslos y
ahora yo no le quitaba la vista, fijándome en los detalles de su bigote alambrezco, mal
diseñado, la boca grande y húmeda, salivosa, medio espumosa y burbujeante en las
comisuras de los gruesos labios; con mucha violencia en los destellos de la mirada.
Empezó a sudar abiertamente cuando me cuestionaba sobre mi condición de
divorciada. Entonces… intempestivamente, me provocó una profunda tristeza; imaginé
su vida, su cotidianidad: casa y trabajo; le dije, bajando la voz, mascando el chicle con
vulgaridad, sacando un trozo de lengua para producir saliva y sorberla, flirteando
involuntariamente, o ya desvergonzadamente, pinche puta, que yo iba a correr por ahí y
que nos encontraríamos otra vez, se entusiasmó y le di un beso de despedida en la
grasosa mejilla, ugh, luego que dejé un atado de cabello en mi nuca. “Sacamos a
pasear al animal”, me dijo –o entendí eso– casi murmurando, sin despegar los labios,
contraproponiendo; no supe qué quiso expresar o insinuar. "Ahora voy a ver a ese
hombre, ay", comenté para mí, nuevamente sexosa, aventando las zapatillas a un lado
–esto lo excitó más (inentendible) "Sí muñeca, que te vaya bien... estás
bien chula... madre", se sinceró, con un gesto de iniciación de severidad clavada en mis
senos y en mis pies desnudos, pues estoy segura que percibió el paulatino crecimiento
de mis imprudentes mamelons. Arranqué despacio cuando él se agarraba la minchia,
acariciándose, ahora por encima del pantalón, lo observé por el espejo retrovisor lateral,
y me provocó más tristeza.

Después de haber corrido, Sebastian se ejercitaba como profesional, estirando un


resorte con brazos y piernas, bajo el sol, con un vigor tremendo y entregado,
sudorosísimo, en los prados; dazzling. Apenas vio el coche se acercó como león a la
orilla de la calzadita y me llamó con aspavientos; me puse muy nerviosa, entre
arrepentida y malhumorada, con el peso de un compromiso que no terminaba de
80
aceptar; me abrió la portezuela cuando todavía estaba el motor encendido. En verdad
tenía una lindísima barba, espesa, negra, dura, estaba muy bronceado, muy velludo; un
pasticcino. Me puso las zapatillas y me ayudó a salir, muy caballeroso, muy gentil; le
dije que no pensaba bajarme del coche por la semidesnudez en que andaba. "Te vi
pasar y sabía que regresarías. Cómo no, ven al césped, a la sombra de los arbolillos",
me invitó, con su voz grave y el tono entre portugués y argentino. "Profesor, me
prometió que..."; me interrumpió: ¿Llevás prisa?, preguntó, como teniendo una solución.
"Pues le dije que sí, voy hasta Cuernavaca, y debo regresar hoy mismo." Me ofreció su
acompañamiento y eso me confundió. Para pasar a los prados casi me cargó sobre
unos arbustos; su aroma a sudor y colonia maderas me penetró hasta el bulbo
raquídeo... caramba, dammed! Me quité nuevamente las zapatillas para poder caminar
y me di cuenta que el taxista anterior (¿u otro?) se estacionaba cerca, oblicuo, con una
cachucha puesta, observándonos. Bajo los arbolillos donde tenía su mochila Sebastian,
me invitó un Gatorade, helado; platicamos nimiedades; el cosquilleo del césped en las
plantas de mis pies me inquietó mucho más; él se secó el sudor con una toalla y me dijo
lo difícil que yo era, y yo le dije lo caprichoso que era él –“caprichudo”. Me abrazó... ay,
uf... la pucha chorreaba, amantequillada (argot inentendible) quise
inútilmente separarlo, imposible. Desde que me miró llegar supo mi condición; sabía
mucho de mí, desde que me hablaba por teléfono. "Estas despampanante y mejor que
nunca, Antonietta". Le intenté explicar que no me había maquillado para él, que no
llevaba esas prendas por él, que no estaba allí totalmente por él, pero ni siquiera me
atendía; le comentaba asuntos de familia, Cuernavaca, las tías... Me dijo que no
ofreciera explicaciones de nada y me abrazó suavemente, pero como encerrándome,
cercándome, besando mis hombros y mis antebrazos, pasando sus manazas por mi
cintura y diciéndome que estaba muy tensa, que me relajara; su barba era un enjambre
divino, hirsuto y muy masculino, una preciosidad que empecé a tocar instintivamente,
sintiendo cómo una especie de alborozo invadía mi vientre; me apretó contra él
suavemente, todo suavemente, y hundió su pelambre en mi cuello para aspirarme, pues
le gustó mi aroma (Naomi Campbell, Mistery), barato pero rico, que él me regaló; era un
delicioso regodeo con mi piel; me decía que me extrañaba y que pensaba en mí de
modo obsesivo; llevaba una semana tratando de localizarme. Yo tenía las manos como
rasguñándole con suavidad los brazos, sin atreverme a abrazarlo, intentando vana y
81
suavemente separarlo, pero asimismo como atrayéndolo hacia mi cuello, por instinto;
"¡miau!", expresé, con gatuna involuntariedad y toqué furtivamente sus perfectos
trapecios, sus duros deliciosos deltoides y tríceps, y me lamió el otro lado del cuello; su
aroma a sudor y colonia, como dulce y marino, ¡oh!, y la presión de sus manotas,
causaron un efecto de debilitamiento en mí. Él sabía no sé cómo, no puedo explicar
cómo, que esa actitud era una especie de poder, con el que me dominaba, con el que
me doblegaba para que yo me entregara sin reticencias, casi sin escrúpulos [Heriberto
tiene también ese conocimiento sobre mí; y lo tuvo Thomas, y no me acuerdo quién
más, pero hay otro más]. Saben de ciertos momentos de debilidad... Luego buscó mi
boca, la ofrecí = fatto. Volvió a mi cuello y estuve a punto de desmayarme. Aparecieron
varios chicos futbolistas alharaquientos y decidimos retirarnos. En el coche, el calor;
seguimos con los besos, me bajó un tirante de la blusita y se fue a un zinna, como
conociendo mis tetas, reconociéndolas; las miraba como a dos grandes flores o
canastos con pan, y las llevó a su boca; frutos dispuestos. Me contorsioné con ese
mujik, vikingo, rey normando, Enrique VIII, o un gran negro africano o del Amazonas...
en todo ello pensé, sin limeranza. El profesor Sebastian Carmona, sus manos; reímos.
Me dijo que mi boca con ese tono de rojo encarnado era muy incitante; le ponía mi
lengua en los besos, sintiendo un rico cosquilleo con su bigotote. Bajé entonces al
estanque con los labios calientes y húmedos, sedienta y licenciosa, arrebujada,
lengüeteante, poppatore… pero tuvimos que parar pues alguien nos miraba desde un
promontorio con arbustos, me alertó egli; me incorporé, como emergiendo de una
piscina, y distinguí a Felipe, ¿u otro taxista?, agazapado, peeper, nosy. Nos fuimos de
ahí, tranquilos, hacia la carretera. No pasó mucho tiempo, por la zona después de
Parres, en los bosquecitos, nos detuvimos. Metió el coche hacia lo sinuoso, abrió la
cajuela y me sometió, empinada, a una barbaridad de collegamento, como me hubiera
querido tener el taxista. Yo succionaba todo el ferrocarril de fábula de una manera
hambrienta, putezca; le prometí matrimonio, entrega, fidelidad, pasión. Me desquicié.

En Cuernavaca tuve que hacer lo prometido a mis tías, sin pantaletas, pues Carmona
me la quitó y no dejó ponérmela, y como a las seis de la tarde regresamos a la ciudad
de México, también por la carretera federal. Toda la tarde me estuvo toqueteando. Yo,
escuchando a Joy Division: Ian Curtis: wow! ["Love will tear us apart", pusieron en su
82
lápida]. Manejaba él y de repente se metió a uno de los moteles de la carretera, sin
consultarme, ya cerca de la ciudad. "No lo pedí, Sebastian".
–Un poco, corazao, un poco... dame un poco más de ese cuerpo de lujo que tenés –dijo
muy seguro, imponiéndose, acariciándome los muslos. "¡No-lo-pe-dí yooo!", grité,
enojada. "Un poco de gozo, un poco de placer. Te hace falta yo lo sé... ahora
desnudos...". Caprichudo... whimsical. Ya estábamos adentro. Nos dieron un cuarto con
cortina para el coche, y así, sin dejarme duchar (inentendible) me devoró por
la entrepierna, enloquecido. Decía que emanaba melaza, y lamía. Sus manos… como
inolvidables, por todo mi cuerpo, en un recorrido incandescente, eternas, un daydream,
haughtiness, buscando algo (inentendible; mucho slang)

[“Es cierto que la mano no parece ser algo hasta tal punto exterior para el destino, sino
comportarse con respecto a éste más bien como algo interior”, dice el señor Hegel,
encontrado curiosamente al vuelo, at once, en la página 188 de Fenomenología del
espíritu, lo juro].

Luego me sometió a una escandalosa y vigorosísima chiavata, hasta las diez de la


noche. Estuve demandante y descarada. No pude dejar que se fuera y lo llevé a mi
alcoba luego del motel y de un poco de vodka. Omito describir toda la locura y la
sinrazón de mi comportamiento esa noche, en mi cama, y el magnífico vigor
complaciente de Sebastian Carmona Desmoens, biólogo. Todas mis glándulas y las
puntas de mis nervios se estimularon magníficamente teniendo dentro a ese hombre.
Claro que lo volvería a ver.

“San Pacomio reconocía a los incrédulos y a los cínicos por el hedor, el abad Eugendis
descubría por el olor a quien había faltado a los Diez Mandamientos o a los Siete
Pecados Capitales: 17 aromas distintos; también distinguía a los corazones virginales,
como el tuyo, Yolanda-Antonietta; san Hilarión veía en los jóvenes sus fantasías
sexuales; san José de Copertino veía como desaliño de la gente el vicio de la psiquis;
san Francisco de Asís se quedó ciego por el exceso de lágrimas...”, me dijo el sabroso
cangaceiro Sebastian, dulcemente, en la mañana. Lo cambiaría por Carlos. [My God!,
¡qué estoy escribiendo, suripanta!]. ¡17 aromas distintos, wow!
83
sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no…

***
Sebastian se fue a Londres, vivía en Covent Garden, el canijo, y desde ahí me
mandaba correos líquidos, bárbaros. Sin limeranza. "El amor es hijo de la pobreza y la
abundancia", fue lo último que me escribió, no de su autoría, claro, pinche
pioviggina di barks barks barks
(termina con una lluvia de modismos, contracciones y peladeces en inglés y francés,
absolutamente intraducibles).

84
CREMATÍSTICA

♪). Pídele al Señor un poco de iluminación, un poco más de luz para que puedas ver,
para que te ilustre y para que puedas saber qué es lo que vas a hacer después de tanto
haber pecado después de tantas maldades que haz hecho en toda tu vida. Ve a la
iglesia, confiésate y comulga y reza un padrenuestro y tres aves marías y un yo
pecador y sal ya de tu encabronamiento de todos los días que aunque tú no lo veas así,
no has tenido mucho de muchas cosas pero sí, si en realidad te comparamos con toda
esa pobre gente que en verdad está del carajo, viéndoselas negras todos los días
desde que dios amanece rajándosela pero si en serio y pensando en cómo carambas
hacerle para poder llevarse un pedazo de pan a la boca, yendo a sus trabajos si tienen
o bien de mañanita comprando el periódico con los pocos pesos que hay para poder ser
los primeros en pararse afuera de las fábricas de los talleres de los lugares donde les
dan chamba, aunque sea una semana o un mes de eventuales, rolando turnos
cubriendo vaca-ciones haciendo guardias haciéndole a esto o a aquello, mal que bien
ganándose unos centavos, tlacos, para darles a sus familias que la papa que el pipirín,
unos frijoles, estirando el dinero hasta donde una no se imagina. Milagros, milagros,
milagros que hacemos todos para soliviantar los gastos y las fregaderas de la vida, y tú
nada más de vagote todo el santo día solamente pensando en el vicio con esa facha
que traes.

Pero si yo digo pero si yo pienso: tú crees que no me da reteharta pena encontrarte a


pleno mediodía tiradote o babeado o vomitando en las banquetas orinado, con las
moscas que te revolotean y la gente que pasa y dice cosas: que para cuándo o con
más o sin menos de entre todos sacándote la vuelta. A veces, por ejemplo antier o
antiantier, que agarro y que mejor me paso por la petrolería para no tener que caminar
por donde estabas, para no avergonzarme delante de la gente, dios mío, pero luego
luego que llegan: Mercedes, allá está tirado el Damián bien briago, Mercedes, Damián
se está peleando allí abajito en la curva; que ya te dieron un botellazo o que ya te llevó
85
la panel o que andas escandalizando en el mercado escupiéndole a la gente
insultándola de broncudo y de infame, nada más para cuando otra y otra y otra vez,
pues yo no se –por ésta † que no lo se– qué o de qué andas dolido, por qué sufres así y
por qué te arrastras y luego por qué te arrancas del suelo como endemoniado y corres
como loco tropezándote con las piedras, chocando con los carros y con las personas y
le pido a la virgen santísima que me ayude ya a entenderte porque no eres tonto pero te
pones muy bruto, te has dejado hacerte mal quién sabe si por nada o vaya una a saber
por qué o el porqué de tu cochino comportamiento…

Acuérdate cuando íbamos a misa todos juntos, o cuando en las noches aquí alrededor
del radio también todos juntos yo mirándolos y midiéndolos como pollitos, haciéndoles
tortillas de harina, y con el también recabrón de tu padre jugándoles las manos y
contándonos sus historias aquellas. Íbamos todos a todas partes juntos, estábamos
todos en todas partes juntos, eras y parecías trebolito en ese entonces junto con la
pajuelas de tus hermanas…

Pero de un tiempo para acá puros dolores de cabeza, puras muinas contigo, puro rezo
y rezo para que el Señor me ayude ya a olvidarme de ti, pero siempre me machetea en
la cabeza que ora qué andarás haciendo, en dónde andarás metido, dejaste la escuela
la casa responsabilidades, de veras que ya no puedes pero si ni contigo mismo. A
veces pienso que me merezco este calvario que ando cargando y que se llama como tú
y digo entre mí: no importa lo que esté sufriendo mi lobito, ya se le pasará así como le
llegó nomás que conozca una muchachita o que le caiga un trabajito regular todo
entonces va a ir por muy buen camino…

Pero después pienso que ni para cuándo, con toda esta nubladera, todo este
nubladerío de cosas que están pasando en todas partes, todos los bastantísimos
esfuerzos que hacemos todos y ni así la vemos llegar, y lo único que veo claro es que
te entierras más y más con todos esos cochinos vicios que agarraste sepa dios dónde y
con quién y desde cuándo, entonces me desespero, me entra la desesperación y quiero
yo también probar de lo que tú pruebas para ver si se siente una tan a gusto como
dicen que se siente y dejar planchadas y lavadas y que los chamacos se la partan solos
86
y que se acostumbren a crecer sin padre y sin dinero… Pero luego me arrepiento y me
empiezo a sentir muy feo por pensar eso y me pongo a chillar toda la tarde con la cara
metida en el delantal.

Tú no te pones tampoco a darte cuenta que apenas tienes catorce años y ni has
terminado nada todavía, para nadie es justo que estés haciendo lo que estás haciendo.
Te destruyes te jodes te acabas… los algodoncitos esos con aguarrás o quién sabe qué
porquería, el alcohol, el cemento ese de zapatero que te pone todo menso y loco, y me
da pena, me da reteharta vergüenza decirte lo que te estoy diciendo… y luego las
pastillotas esas azules que dejaste en la cama el miércoles que viniste, a poco crees
que yo no sé, quesque te dolía la cabeza… te dolía la cabeza madres, pero si es que
andas con el demonio en el cuerpo o qué, por todos los cielos, pero si es que ya no te
bastan las caguamotas, el pulque que te vas a tragar al toreo de Nicolás, las botellotas
de tequila que te tomas con toda tu pandilla allá por los hornos, sí, las niñas te han
visto, si no creas que eres invisible, recabrón, y luego andan como locos furiosos en las
fiestas, todos y tú el más escandaloso, el más peleonero, la patrulla que apedrearon
hace quince días ya lo supe, se pelean con los de las magueyeras y con los samueles
van y rompen vidrios de los fraccionamientos de allá arriba y les envenenan sus perros
a esas familias ricas, andan de vagos y de golfos de un lado para otro con cadenas y
cinturones buscando nomás jeringar a la gente, haciendo nomás maldades fregadera y
media todos drogados escuinclas y chamaquitos diatiro ya perdidos encementados
fumando de esos pedazos de quién sabe qué cochinada y tragándose de esas pastillas
para locos, hablando a puras peladeces, los primos de la Pastora, la pinche escuincla el
güerillo y el otro, los de Tomasa, los del maestro Zamarripa… burlándose de todo el que
pasa, con esos pelos… zarrapastrosos… todos van pero si derechito a ser unos
bandidotes holgazanes y borrachines con el cuerpo arrebatado al camposanto
solamente de puritito milagro y trabajándose ya desde ahorita una locura que no tiene
nombre ni paciencia, porque así, porque así como andan viviendo, quién sabe a qué
edad lleguen.

Deja eso, deja ya toda esa lumbre que te está quemando por el amor de dios. Vente
para la casa en las tardes todos los días para que les vigiles y les revises la tarea a tus
87
hermanos, acarréame un poco de agua, ya tengo las piernas llenas de várices, mírame
las canas que me han salido. Tómate aquí tus cervezas o tus porquerías si eso es lo
que quieres, yo lo que quiero es tenerte aquí conmigo para que ya nada te pase, aquí
comes como Dios manda, comes lo poco que tenemos pero comes, haz lo que tengas
que hacer pero hazlo aquí. Estás todavía pero si bien jovencito, ya no andes perdido
por ahí, piensa y pídele al Señor que te ilumine. Mira nada más los ojos que traes…

♫). Tinaquear tinaquear, fz, fz10, porque no tengo la misma suerte porque ahora somos
más pobres que antes atravesando llanos basureros baldíos zarzales nopaleras todo
tiznado y con roña saltando bardas de adobe con harta hambre con harta siempre
pinche hambre.

Aquí pasó alguien renqueando para bajar por las fondas aquí se chuparon unas
caguamas y dejaron las botellas se me pegan todos los dedos en las hileras de
cagarrutas que bajan por la huerta seca de Tomás y Caga era Adria y Ruta su prima la
güera de botica que hablaba quién sabe en qué chingado idioma; ya más de mediodía
se levanta el sol con el cielo más pinchemente y siempre arriba de todos.

Raspados los brazos y también los cachetes las escuelas ahorita están cerradas y ya
van a abrirlas para los de la vespertina revolcados unos chavitos que reprobaron con
todo y sus escapularios… mi escapulario roto que se me rompió anoche en la putiza
con tres cuatro quince o quién sabe cuántos samueles culeros.

Todos los días con todas las camisa rotas y todos los escapularios perdidos la rodilla
madreada y todos como los sueños colgados en los cables con los zapatos y con todos
los muñecos y policías y las personas siempre encabronadas y grises que pasan
buscando dinero… y está bien de la chingada ir al cantón porque para qué.

Allá viene El Norteño bajando la loma con una cubeta para el neutle porque su ñora lo
dejó llorando con los brazos entre los brazos quemados entre sus brazos chille y chille
ya hace un chingo que su ruca se fue quesque con El Cometa el cabrón afilador se
llevó a la ñora… le gustó nada más porque le gustó se la llevó.
88
Pinches yonamines chocolates cabrones… pasidriles… benzodiacepinas que hablan
mal de su pinche madre fenociclidina y su abuela benzedrina; aliviánate tú solamente y
sóplame… y ahora El Norteño ya para que se endereza para qué va a camellar… ya no
va a ir al jale porque de hoy porque de hoy y de aquí en adelante… a güevo que no le
va a importar ya nada.

Importar nada importar madres valer corneta acercándose uno cada vez más al hoyo
porque yo traigo otro boleto al final y al fin de la colonia siempre hasta atrás… atacarse
con todas las uñas con todos los pelos con todos los hígados los estómagos y las
baisas; llegar a ponerse al parejo con los troncos y con el cielo y el solazo y montarse
en valer puritita chingada…

Allá abajo pasa la ley chingando gente nada más mamando la gáver atracando… por
qué, porque son ojos los cabrones y pueden y la hacen chillar pero acá no suben… acá
que ni le hagan al vivo porque acá no pueden y no saben… y no saben cómo porque
son cuitas y también putos y es todo y lo único que saben.

No voy a bajar hasta que anochezca o ya quién sabe… porque ya está todo esto para
ni madres… y voy también a ser peor cada vez más… cada vez más culero y voy a
parecerme cada vez más a todo lo que odian todos. Voy a ser peor peor peor. Me cae
que ya no voy a ser igual… ni igual ni mejor. Yo sólo sé eso porque yo traigo otro boleto.
Me voy a torcer conmigo y dentro de mí con todas las cosas dentro... voy a empezar a
rascarme y escarbarme por dentro hasta adentro… por donde esté entonces lo brilloso.

Mañana voy a la tocada del gimnasio y me voy a poner mañana también hasta la
madre…

89
LA SOLEDAD DE LOS GRANDES ESTABLECIMIENTOS COMERCIALES

A la una de la mañana Imelda Terrones me fue a dejar al lado mexicano de la frontera


norte y abandoné para siempre su Lincoln blanco de los años setenta. Entré enojado a
la casa de mi tío Santos. Todavía me asomé a mirar cómo se secaba las lágrimas al
tiempo que ponía el coche en marcha. Horas antes pintamos con su madre la cocina de
su nueva casa de la calle Chestnut, en Laredo, Texas, y yo me sentía verdaderamente
bien, caray. Luego el sustancioso apareamiento en la cama de su amiga Verónica
Ortigosa y la despedida sin remedio, ofendiéndonos un poco: "¡Pinche motherfucker,
imbécil!", me dijo dulcemente.

Al día siguiente partí de Nuevo Laredo para no volver a verla. Pero antes le llamé por
teléfono. Después del llanto se sintió mejor, me confesó; como si no hubiera sucedido
nada. “Nada a nadie”, me dijo, fría, hijadelachingadamente. (“Te vas a acordar de mí, y
de mi gáver”, pensé, vengativo; “pero ya no va a haber”).

Durante el trayecto en el autobús hacia el Valle de México vine pensando, como


baladista, en todo eso que fue. El aroma de la cama con ella desnuda, sus cabellos, sus
fascinantes senos, el inolvidable aroma de sus piernas, la sustanciosa y voraz vagina
azul. Los años que la tuve conmigo; la conversación y el deseo constante. Su
pensamiento y las lagunas de indiferencia. Dormir y despertar con su persona ardiente,
aunque padeciéndola igualmente.

En Querétaro desperté a las ocho de la noche. Llegaba al olvido. Entonces me percaté


de mi compañera de asiento. ¡Hasta entonces! Una mujer de 30 años,
aproximadamente, trigueña; buscaba con fruición algo en su bolso. Durante el trayecto
la observé un par de veces y me pareció una mujer mayor, de quien únicamente me
habían atraído las aletillas alabeadas de su nariz. Creo que estuvo comiendo golosinas
todo el tiempo y leyendo en inglés, en voz baja, un grueso libro de consejos, un diario,
90
un misal o poesía; eran hojas de papel cebolla; su murmullo me relajó y me condujo al
sueño. Los ruidos de sabanillas de celofán y algunas diminutas cascarillas
resquebrajadas me arrullaron, y creo que allá en el sueño se lo agradecí. Nunca traté
de conversar con ella. No la había realmente visto hasta que para descender del
autobús tuve que hablarle. Llevaba un vestido de gasa café, estampado con flores
rojas, ceñido, con olanes en la bastilla y delgados tirantes en los hombros; el cabello
abundante y muy fino, caoba, le caía desordenadamente sobre los hombros; dos
figuras geométricas plateadas eran sus aretes y de frente sus preciosas ojeras y sus
pecas me expusieron un rostro fresco y claro. No me contestó cuando pedí permiso
para salir hacia el pasillo; apenas esbozó una mueca de sonrisa, el inicio de una
sonrisa. Se recogió hacia atrás y pasé.

“Creo que no me veo muy agradable”, pensé en el baño después de orinar y mirarme
en un espejo. Cuando regresé a mi lugar, la mujer conversaba con alguien. Tenía una
revista en el regazo. Acercándome, pude observar, deslumbrado, el libre, electrizante y
relajado vello de sus axilas, pues se recogía el cabello en la nuca. Entonces me percaté
de su verdadera persona y su físico real.
–¿Perdón, podría abrir la ventanilla un poco? –me preguntó, casi molesta, pues en
verdad hacía mucho calor. Abrí la ventanilla sin contestarle y le ofrecí mi lugar, a modo
de disculpa. Aceptó. Entonces me observó y la observé. Nos observamos. Giré noventa
grados a mi izquierda para preguntarle casi de frente que si todo estaba bien. Ahora su
sonrisa apareció e ilustró el metro cuadrado en donde estábamos. Le pregunté su
procedencia:
–¿Yooo? Vengo desde Nuevo Laredo, ni cuenta se dio.
–Sí… digo, no, es que vengo cansado y pensando... –bajé la mirada, cerré un poco los
ojos y recordé como ráfaga y con turbación aquellos azules labios vaginales.
–Eso me imaginé desde que me senté, se la ha pasado muy callado, y durmiendo –dijo
Eugenia, su nombre.
–Es que era el calor... todo el día aquí, en el camión...
Nos reímos y miramos hacia afuera. Enseguida se rascó la espalda poniendo al frente
sus hermosos senos, ampliando el espacio en que estábamos, de manera
sorprendente. Después se descalzó con desempacho; observé el esmalte rojo
91
bermellón de las uñas encendidas de sus pies. Se soltó la cabellera. El viento me puso
el aroma de sus cabellos, indescriptible. Cerré los ojos y descansé la cabeza en el
respaldo tratando de no intervenir con mi persona en toda esa genial, iluminada y
sencilla belleza sin maquillaje; un rostro perfecto, con cejas sin depilar, enormes
pestañas, labios encarnados sofialoren, brillantes y sobresalientes pómulos... Sentí que
se fue. Ella hizo como para sí misma un comentario acerca del lugar que dejábamos
atrás con la inicial velocidad del autobús y se persignó (“ave María purísima”, balbució).
Volví a observarla tratando de explicarme su maravillosa existencia. Cuando me miró,
retornó, retornamos.

Tenía una personalidad elegante y sencilla. Sus movimientos eran finos, rápidos, ágiles,
como de alguien libre pero ausente. Jugaba con sus pies desnudos sobre el respaldo
del asiento de enfrente. Salimos de Querétaro y ya no paramos de hablar. Un chorro de
aire fresco volvió clara nuestra conversación. Y su voz, su voz... entre grave y dulce,
como constipada y con una melodía entre maternal y sexual.
–Ya te hablo de tú, ¿no? –me dijo, mientras se frotaba las rodillas con las manos, pues
después de un rato empezó a bajar la temperatura.

Una leve llovizna entró hacia nosotros. La dejamos. Al llegar a la terminal se recogió el
cabello en la nuca nuevamente y observé ahora, a veinte centímetros, pasmado, los
exquisitos movimientos de sus brazos desnudos. Ella iría hacia Lindavista y yo al sur. A
las once de la noche bebíamos café en una fría mesa. La voz de los altoparlantes
indicaba salidas y llegadas de autobuses. Pero nosotros estábamos felices y con un
poco de sueño. No había gente a nuestro alrededor. Ella se colocó un suéter encima de
los hombros y con las manos acercó la taza a sus labios.
–“Yo soy el único que te conviene y te puede hacer feliz, porque no te amo”, ¿qué te
parece eso? –me comentó.
–¿Es una cita... o frase? –pregunté.
–Síp, lo oí antenoche en la radio, en inglés.
–Yo soy, el único, que, te conviene, y, ¿te puede hacer feliz?… porque ¿no te amo?... El
amor no existe –afirmé.
–Síp.
92
–Nop.
–¡Sííí! –gritó acercándome unos segundos su rostro, con su fabuloso y fresco aliento.
–Pues piensa eso. So happy! –puse mi tasa encima de su cabeza, como coronándola.
–¡Japi, japi, japi!

Nos levantamos al mismo tiempo de la mesa y caminamos hacia afuera. Frondosa en lo


absoluto. Alta y fresca. Esbelta y magnética. Las finas correas de sus zapatillas bajaban
de sus talones en un erotizante descuido que volvía más agradable el movimiento de
los olanes de su vestido y resaltaba el poder absoluto de sus magníficas pantorrillas.
Abordó un taxi y acordamos llamarnos, irremediablemente, irrenunciablemente.
–¡No me vayas a fallar! ¡Llámame mañana! –gritó despidiéndose, agitando su mano.

Con una tremenda erección llegué a mi casa a encontrar la ruina. Nada importante en
esos momentos. Me acosté con un magnífico cansancio. Escuché los motores de los
camiones y autobuses que iniciaban pesadamente el ascenso por la carretera federal y
la autopista de Cuernavaca. En el radio de buró oí la canción "Sherry, baby", en la
estación Universal, en FM. Recordé el movimiento interno del vestido de la potente
exquisita norteña cuando abandonábamos la terminal de autobuses. Pensé que nunca
la volvería a ver y así me quedé dormido.

No la llamé por la mañana del día siguiente. Hasta en la tarde recordé la aparición. De
la bocina telefónica salía un aroma. Su voz era magnífica. Cuando la escuchaba la
imaginé desnuda.
–No dormí bien –me dijo cuando nos despedíamos desde nuestros cables, después de
acordar la cita. No creí que tuviera importancia preguntarle el motivo y le dije: “Hasta
luego”.
–… no dormí bien, ¿eeh? –volvió a decirme, como llamándome desde el otro lado de un
río, y colgó.

Al otro día, a las tres de la tarde, sábado, llegué al Palacio Postal, en el centro de la
ciudad de México. Entré por la calle Tacuba y de inmediato localicé a Eugenia en la fila
de los compradores de estampillas. Me gustó el lugar de nuestra cita. Olvidé todo
93
apenas la observé. Llevaba puesto un vestido de algodón, blanco, delgado, entallado,
con delicados tirantes en los hombros, un poco arriba de la rodilla; la envolvía de
manera deliciosa. Sus zapatillas blancas de piel, con finas cintas la presentaban mucho
más que voluptuosa. (¿Qué iba yo a hacer con una mujer así? ¿Sabía lo que iba a
hacer con una mujer así?). Me acerqué sin que me viera. Llegué hasta ella recordando
sus labios en la orilla de la taza de café.
–Hola norteña ¿a quién escribes? –le hablé por encima del hombro.
–¡Hola! ¿Por dónde llegas? ¡Te estaba buscando! –me dijo creo que con verdadero
gusto por volverme a ver. Estaba ya a cuatro personas para llegar a la ventanilla. Su
fascinante voz nuevamente me sorprendió.
–A ver, qué bonitas arracadas –le dije tocándole una de ellas–; es plata, ¿no?
–Síp. ¿Por dónde entraste?
–Por esa calle, la adoquinada –señalé a una puerta.
–Ven –me acercó a ella tomándome de la hebilla del cinturón– ¿dormiste bien? Qué
ojeras... –frunció el ceño y observó mi rostro algunos segundos, seria. Luego me besó
en la boca, sorpresiva y cálidamente, sin cerrar los ojos, como si nos conociéramos de
toda la vida. (“¡Jesús, María y José!”, murmuró, cuando despegamos nuestros labios).
Todos nos miraron agradecidos; supongo que algunos hombres me envidiaron. Fuimos
hacia los buzones sin hablar. Después de que mandó un montón de tarjetas postales
nos volvimos a besar, entre el mármol y el bronce del Correo Central; ahora la acerqué
hacia mí tomándola por la cintura, y sus senos en mi pecho resultaron una delicia. Y
ese beso, ese beso...

Caminamos. Era verano y una tarde soleada, con mucho color. El tono de su voz daba
brillo a las cosas y a los asuntos. Fuimos a algunos lugares, salíamos y entrábamos,
hablábamos y sonreíamos. Nos carcajeamos y caminamos, caminamos. Nos metimos
entre las multitudes. Donde le apetecía nos deteníamos y reposaba sus bondadosos
senos en mi persona. Comimos algo en la terraza de algún lugar amplio y ahí nos
quedamos bebiendo cervezas.
–Tengo el presentimiento de queee… –Eugenia interrumpió lo que iba a decir.

94
Nos levantamos para caminar. Entramos en una plaza donde había un salón de fiestas,
gente en bancas, salas de cine, helados, tenis, adolescentes. Desde la entrada de un
salón alguien creyó reconocer en mí a otro. Pasamos como invitados y nos condujeron
a una mesa y puesta en ella una botella de Bacardí añejo (puaj), la que inmediatamente
cambiamos por cervezas. Era una boda. El novio cuarentón ha de haber sugerido, ya
ebrio, que entrara todo el mundo. “¡Soy feliz!”, gritaba por allá, y pedía brindar por todo.
Bebimos y nos carcajeamos entre el absoluto alboroto de la fiesta. Nos trataban
estupendamente y hasta firmamos un libro de recuerdos de invitados... y nos
abrazábamos. Rodearla con mis brazos y tenerla así era tan gozoso que me mareaba.
Yo también era feliz. Si ella hubiera estado con otro hombre sin conocerme, yo,
observándola simplemente, sería feliz. Bailamos prácticamente todo lo que emitieron
dos orquestas. Decidimos descansar para beber plenamente. Sabía que me habían
seducido sus piernas y después de descalzarse me las subió discretamente en los
muslos.
–Dame un masajito, no puedo más –me pidió. Esporádicamente su vestido subía hasta
la mitad de los muslos; jugueteaba con el humo de su cigarrillo y un tirante caído de los
hombros la volvía más deseable.

Los novios se fueron. Eugenia apagó el cigarro con fuerza, bajó las piernas, se calzó,
se arregló un poco el cabello y salimos. En la calle respiramos profundamente. Nos
abrazamos y esta vez me apretó, anhelante, en silencio. En el taxi pidió coquetamente
al chofer que nos llevara a Lindavista.
–Vamos mejor a mi casa o algo más cerca –intervine.
–Debo estar con la tía, no la amueles, acabo de llegar... –me aclaró, deliciosamente
ebria, recargándose en mí y acariciándome el rostro.

El taxista que nos llevó tenía sintonizada Radio Mundo, que ya finalizaba la
programación del día con la canción coral en francés "El día que llegaron las lluvias".
Eugenia pidió al hombre que si podía subir el volumen y me apretó las manos.

Entramos a esa casa por un zaguán de reja oxidada, muy alto; dentro había un
frontispicio, frisos y columnatas, descuidados. Nos dirigimos a la cocina. Parecía una
95
mansión deshabitada. Todo estaba oscuro excepto una mínima iluminación en un
pasillo del segundo nivel. Ella se dejó caer en una silla y se quitó las zapatillas mientras
me dijo que buscara algo para comer. Subió para saludar a su tía y luego llamó por
teléfono desde un saloncito de abajo. En la cocina preparé emparedados mientras
trataba de aminorar la borrachera con trozos de queso y zanahorias en vinagre.
Eugenia alzó un poco la voz en el teléfono y luego colgó. Entró en la cocina mirando al
piso y negando algo con movimientos de cabeza. Me dijo, como corrigiendo una
explicación anterior:
–Pues como ves, aquí vive sólo ya mi tía. Tiene otra casa en Cuernavaca. Aquí pasa
solamente unos días; allá tiene sus asuntos, sus negocios. Ya está viejita… pobrecita;
casi ya no oye... pero huele muy bien el dinero. A mí me quiere mucho.

Fumaba mirando al jardín de altísima hierba, descuidado, y ya no se ocupaba por


acomodarse los tirantes del vestido. Descalza, se deslizaba por el espacio de la cocina,
maullando suavemente, sin mirarme. Yo observaba sus pantorrillas con sus estupendos
músculos gemelos.
–Jamás me imaginé traer un hombre a esta casa... –dijo repentinamente– aquí pasé
parte de mi adolescencia. Me seguían hasta la puerta, en autos, señores
calenturientos... quién sabe qué querían... –sonrió, pícara.
–¿Ya está tu tía dormida? Supongo...
–Síp. Ya está requetebién dormida.
–Entonces... ¿soy el primer hombre con el que entras por ese zaguán? Qué generosa…
–dije mientras le ofrecía su emparedado– yo también soy bien “calenturiento”...
–Tú eres un secretito mío... un sacramento –se carcajeó y lanzó la colilla del cigarro al
jardín, campirana. Divina.

Se sentó encima de una mesa y comió con ganas. Divina. Estaba infantilmente feliz.
Como ocupándose de algo que durante muchos años abandonó. De ahí pasamos a una
especie de biblioteca; retratos, objetos de colección, altísimos libreros, vitrinas, un
profundo aroma encerrado; los parientes. Me invitó vino tinto, encendió una discreta
lámpara y en la gruesa alfombra nos tiramos, al pie de un enorme ventanal con las

96
cortinas abiertas. La luz de la luna penetraba total e hizo brillar sus rodillas. Sus ojeras
a esa hora se ahondaron.
–Tócame toda, estoy tremenda... –me pidió, echada bocabajo, después de un largo
silencio y luego que me confesó que estudió en un colegio de monjas “muy erotizada”.
–Estás fantástica –me asombré con sus volúmenes.
–Estoy loca...
–Estás deliciosa.
–Estoy terriblemente tremenda y loca –sacudió la cabellera.
–Estás tremendamente deliciosa y loca.

Sonrió. Acaricié su espalda. Después de otro largo silencio quiso llorar por algún
recuerdo de su vida (“un matrimonio”, pensé inequívocamente). Lloró. Le dije que no
llorara. Ya no lloró. Le dije que le iba a dar un regalo.
–Un pirulí.

Volvió. Sus bronceados muslos aparecieron. Se movió, ofreciéndome su dominio;


emitía leves maullidos, sonriendo, mirándome a los ojos. Incorporado traté de
desnudarme y ella aprovechó para posesionarse de príapo. No podía sacarme las botas
para que bajara el pantalón y me senté en un sillón para maniobrar. Sentía su lengua
ardiendo; no me soltaba, obsesiva... Tuve que llamarle suavemente la atención. Se
incorporó como volviendo a la realidad, con el rostro encendido.
–Desde el autobús tenía ganas de hacerte eso –me confesó sonriendo y pasándose la
lengua por los labios, como una niña que acabara de saborear un helado. Terminé de
sacarme el pantalón y me acomodé en el sillón. La atraje hacia mí y se sentó,
hundiéndose de frente. Absolutamente fresca, profesa.

Nos holgamos hasta la madrugada; sí, siempre la advertí como una religiosa,
erubescente, erotizante♥ Subimos a su recámara y dormimos un par de horas. Por la
mañana, temprano, su tía tocó la puerta para despedirse.

Emitía términos como “¡Jesús de mi vida, todo!”, “¡Ave María purísima, qué cosa!”, “¡Cristo redentor,
cómo entra!”, “¡Ay padre santo, cuánta carnalidad!”, “¡Sagrado corazón de Jesús, ricura celestial!”...

97
–¡Ya me voy, corazón! ¡Te llamó anoche tu prima Cuty-cu para invitarte a lo de las Pani!
¡Cierras bien todo si sales y vas a misa! ¡Luego te llamo, m’ijita!
–¡Ándele tía! ¡Se cuida!

Yo estaba de espaldas a la lúbrica sobrina, medio dormido. Me besó la nuca y luego los
hombros. Oímos cómo salió la tía en su viejo Buick con chofer y algo comentamos
sobre su personalidad.
–Qué sabroso estás... ¿dormimos más?
–No, ya… tengo que... hacer cosas... –respondí, estirándome.
–Yo también...

A continuación pasó a abrirme las piernas e indagar con labios y lengua. “No tiene
lleno”, pensé agradablemente. Continuamos así con otra sesión estupenda. Sus
mejillas estaban sonrosadas, bellas. Al montarme, me dijo lagrimeante, desesperada,
profundizando el placer en sus ojeras:
–¡Cásate conmigo... tráeme a México, te juro por Dios Nuestro Señor que... no conocía
esto...! ¡Hasta acá te vine a encontrar!, ¡Virgen Santísima!

Pero sí conocía. Estaba fastuosa. Lloraba y gritaba. Quedé dormido nuevamente hasta
las nueve de la mañana. Desperté abrazado a sus piernas y me levanté a prepararle
algo de comer. Hice una gran ensalada con mucho queso y la llevé a la cama. Observé
a esa maravilla almibarada, suelta y desprendida del mundo. Varios mechones de
cabello le cubrían el interesantísimo encendido rostro. Mirándola dormir, por un
momento sentí ganas de llorar; inexplicablemente. Frente al televisor comí la ensalada.
Al poco rato despertó, sonriendo como niña. Me acerqué y le di de comer en la boca.

Más tarde, en la comida-fiesta-borrachera a la que fuimos, se servían tragos a placer


(¡aghh!). Tragos como océanos. Allí nos perdimos. En la gran cocina comí quesos y
jamones al lado de una estudiante de arte o algo así. Muy hermosa. Ella y sus amigas
en verdad muy hermosas. Cachorras, lúcidas, traviesas y terribles. Cuando me hablaba
se me acercaba demasiado, consideré. Ya ebria, subía y bajaba un impresionante vaso
con tequila, vehemente. En un momento lo derramó sobre su blusa.
98
–Cuidado, mejor bebe otra cosa, o ya no bebas así... –le sugerí mientras buscaba una
servilleta para ofrecérsela.
–Tú límpiame, yo ya no sé ni qué onda... luego esa música. Diles que le bajen ¿no?

La limpié. El cuello, los brazos, el vientre. Me jaló a un pequeño patio y nos besamos
desesperados, yo con miedo, ella con rabia, con verdadero furor... pues yo le recordaba
a alguien, segurísimo… Olía a jabón y Dior. Se levantó la falda y se me untó
decididamente al cuerpo. Ya había oscurecido.
–¡Métemela toda... estoy tan caliente…!
–Estás borracha.
–¡Sí, estoy borracha y estoy bien caliente desde hace semanas!... ¡métemela toda! –
exigió, impetuosa; ahora acentuando más la confusión.
–Por ahí anda tu galán... –le advertí, besándole el cuello.
–¡La chingada ese menso! Yo no te digo nada de esa mujer con quien llegaste. No es tu
esposa. Estoy segura que NO es tu esposa. ¡No es tu mujer! Cógeme como te la coges
a ella... se ven tan... luego luego te eché el ojo, cabrón... cógeme... ya te...

Su intuición era sorprendente. La tenía pelvis a pelvis. Se tallaba sobre mí, ardiendo.
Estaba parada sobre las puntas de sus pies y sacaba los talones desnudos de sus finos
mocasines. Alternadamente con el pie me escarpaba el pantalón. Nos besábamos con
regodeo. Su breve talle contrastaba con sus fuertes y redondos volúmenes. Para sacar
sus pantaletas bajé y besé sus rodillas.
–Móntate en ese lavaderito –le dije–. ¡Qué bárbara estás, qué nalgona!
–¿Te gustan?... ¡Nalgona!... ¡Por dios!... Me desmayo... ¿quién eres?, ¿qué dices?...
–Y esta blusita... mira, la vas a reventar... tan chichona.
–¡Uuuyyy! ¡Cómo me hablas! ¡Me fascina eso! ¿Así eres siempre?… ¡Sí, eres un
cabrón!... Desde que entraste por la puerta, con esa mujer... esas caras que traían los
dos... Eres un cabrón... Eso es lo que pasa: que eres un cabrón y que yo lo sé...

En verdad sus besos eran locos y maravillosos, y geniales sus palabras que emergían
inspiradas en esos besos locos. “Estás empapada”, le dije cuando toqué su sexo
levantando su falda.
99
–¡Dios mío!… ¡Nada me importa, qué locura!... muérdeme... me arden los pezones...
¡ay!

Ya había tomado sus muslos en vilo cuando entró un personaje al espacio donde
estábamos, era un amigo de ella, ebrio; se quería refrescar pues consideraba que
estaba haciendo una especie de ridículo. Me confundió:
–Disculpa, Bernar... qué pedito...

Ella se bajó de la posición rapidísimo, arreglando su falda. De inmediato entraron al


lugar muchos invitados para pasar a otro patio y mirar la luna que acababa de
exponerse, amplia y sedante. La bellísima peque y yo nos quedamos mirándolos sin
entender. Alguien la jaló hacia otro lado ofreciéndole nuevamente tragos. Cuando salía
de ahí me miró como los que se despiden en las terminales. Busqué algo de agua
mineral y en un pasillo me reencontré con Eugenia. Ya estaba algo ebria como todos y
no deseaba beber más, pues se excitaba con cierto riesgo, me confesó al oído. Llegó
hacia mí asediada por un grupo de sujetos que ya habían apreciado sus abundantes
formas. Ya no nos separamos.

Cerca de las diez de la noche abandonamos el lugar. Nos fuimos a mi casa bailoteando
por la calle y cantando. Cogimos en la cocina, sobre la mesa, en un sofá, en la tina de
baño, frente al lavabo, mirándonos los rostros... Eugenia movía la cadera de manera
terrible; una niña lúbrica. Hizo varias llamadas por teléfono mientras yo me duchaba y
luego dormimos, yo estupendamente, ella muy inquieta. (“Dame más”, sentí que me dijo
en voz baja; susurrando, ya lejos de mi sueño, entre las dunas de las almohadas). En la
madrugada me despertó, pues “hablaba” en el sueño. La observé y me causaron
mucha gracia los disparates que decía; juegos infantiles, nombres familiares,
explicaciones, compras…

Al otro día seguimos juntos y en la cama. Cuando salimos por la tarde, caminando, nos
detuvimos fuera de una tienda de discos para escuchar una canción de José-José,
abrazados. Entonces ella me dijo, trémula, apretándome las manos:
–¡No me dejes! ¡No me dejes esta noche! ¡No me dejes ya nunca!
100
Al tercer día hablamos por teléfono para encontrarnos pero algo sucedió. Se iba para el
norte, de improviso; la familia, etcétera. Estaba un poco alterada. Sus palabras se
mecían entre el arrepentimiento y la pena, el honor y el compromiso, el deseo y el
olvido...
–Esto es mucho... yo, quisiera tu corazón, tenerte conmigo. Yo te busco luego, ¿sí?
–Cuándo –inquirí, sin pensar ni sentir alguna maldita cosa.
–Déjame regresar de allá. Adiós. Te mando dos besos, en la boca uno y el otro... allá
abajo ¿sí? –sentí que sonrió y lejanísimamente eso me agradó; me reconfortó. Pero
luego me conturbé.

Nunca la volví a ver.

Cuando pensé nuevamente en esa conversación eran casi las siete de la noche de un
mes de lluvias. ¿Qué había dicho? ¿Qué había escuchado? ¿Cómo habían sido las
cosas, los objetos, esa tarde? No comí. Creo que estuve en un lugar hojeando revistas
después del horario de trabajo. Vagué. Recuerdo que llovía levemente; después cayó
un chubasco.

Ahora estaba fuera de un centro comercial gigantesco. Allí enfrente, una camioneta tipo
guayín tenía la radio puesta en la estación Seis Veinte. Dentro, una muchacha se
maquillaba mirándose en el espejo retrovisor. Escuché atento dos o tres melodías y la
rúbrica de “El repertorio de la música que llegó para quedarse.” Luego seguí caminando
sin rumbo al tiempo que se encendía el alumbrado público. Compré un periódico
vespertino y lo metí en la bolsa de mi saco. Cuando comenzó nuevamente el aguacero,
corrí para alcanzar un taxi... y lo abordé.

101

You might also like