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UNIVERSIDAD DE SAN MARTÍN DE

PORRES

Facultad de Ciencias de la Comunicación,


Turismo y Psicología

Escuela Profesional de Psicología

Curso: Seminario de Realidad Psicosocial


Peruana

Semestre: 2005 – 2

Docente: Jorge Bruce


PRESENTACIÓN DEL CONSORCIO NACIONAL PARA LA ÉTICA PÚBLICA, PROÉTICA.

Salomón Lerner1

En: I Conferencia Nacional Anticorrupción. Consorcio nacional para la ética pública – Proética,
Lima. p. 383-388. 2001.

En nombre de Proética quería tomar unos pocos minutos para presentarles un pequeño
resumen de la responsabilidad que asumimos no solamente el día de hoy sino desde algunas
semanas o meses atrás, de formar este consorcio que creemos va a ser de mucha utilidad para
la lucha en la cual todos estamos hoy reunidos. Nosotros sí nos vamos a quedar, algunos
funcionarios internacionales seguramente partirán esta noche y les agradecemos por estar en
esta reunión y por haber elevado tan brillantemente el nivel de estos debates y las ideas que
nos toca a los peruanos llevar adelante. No sabemos todavía con certeza si el Ministro de
Justicia continuará o no, pero el 28 de julio el gobierno de transición terminará su período para
dar paso a un gobierno constitucional elegido en los últimos comicios. El INA debe entregar un
diagnóstico el 29 de julio. Proética, a partir de hoy, asume estas responsabilidades y, como
dijo el doctor Santistevan, ojalá que todo este conjunto de iniciativas anticorrupción al igual que
todo el plan de trabajo de Proética, pueda conformar un solo plan que sea de todos los
ciudadanos peruanos que queremos erradicar esta lacra de la corrupción en la sociedad
peruana.

¿Quiénes somos? Somos un consorcio formado por cuatro instituciones, la Comisión Andina de
Juristas, el Instituto prensa y Sociedad, la Asociación de Exportadores, y la Asociación Civil
Transparencia, para crear conciencia sobre la importancia de luchar contra la corrupción y el
daño que ésta causa al país. Este grupo interinstitucional busca abordar la problemática de la
lucha contra la corrupción desde un enfoque multidisciplinario, permitiendo que las ventajas
comparativas y habilidades específicas de las entidades participantes, se potencien la una a la
otra en la firme creencia de que la diversidad de perspectivas y experiencias no hace sino
multiplicar las posibilidades de éxito de un esfuerzo como Proética. El consorcio, sin embargo,
no se agota en las cuatro instituciones que lo conforman; somos el núcleo inicial de una
iniciativa que busca convocar con cada vez más énfasis a otros grupos organizados de la
sociedad civil que consideren pertinente sumarse gradualmente, en la medida de sus
posibilidades, a este esfuerzo de lucha contra la corrupción.

¿Qué queremos? Proética quiere promover en todos los sectores de la sociedad civil una clara
conciencia sobre la necesidad de estar permanentemente alertas para prevenir actos de
corrupción en todas las escalas, posibilitando de este modo que la propia vigilancia ciudadana
se convierta en el más eficaz instrumento para frenar la corrupción. La prevención es, como
queda claro, la línea principal de la acción de Proética para reducir los niveles de corrupción en
el país. Para ello, es necesario garantizar el monitoreo constante de las actividades del
Estado, los entes asociados a la acción estatal, el sector privado y las instituciones de la
sociedad civil y los propios individuos. La participación ciudadana es clave para realizar esta
labor de vigilancia y, eventualmente, fiscalización de las actividades, la empresa privada, el
Estado y la sociedad civil. Ningún esfuerzo contra la corrupción estará completo si no pasa por
un planteamiento integral para una educación que reivindique los valores morales y éticos de
una sociedad saludable. La estrategia educativa anticorrupción debe comprometer no sólo a
las autoridades del sector o a las instituciones dedicadas al análisis de la educación en el país,
sino también llegar a los maestros de todos los niveles y promover desde los primeros años de
la escuela una conciencia clara sobre los actos de corrupción entre los niños y jóvenes.

¿Por qué es importante Proética? Las recientes revelaciones del grado de corrupción a los que
se había llegado en el país y la certera posibilidad de establecer una respuesta ejemplar contra
estos actos inmorales y delictivos instaron a Proética efectuar una diagnóstico de la realidad de

1
En representación de Proética.

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la sociedad peruana, al término del cual se ha detectado los siguientes cuatro problemas
fundamentales.

Primer, la debilidad y falta de autonomía de instituciones nacionales. La sistemática erosión de


la institucionalidad democrática ha hecho que en los últimos años sea virtualmente imposible
garantizar ante el ciudadano y la sociedad el cabal cumplimiento de la legalidad en el Perú. Es
preciso restablecer las instituciones, devolviéndoles en algunos casos las atribuciones perdidas
y en otros confiriéndoles la adecuada representatividad para que la población recupere la
confianza en ellas. Este problema se aprecia en forma especialmente grave en la escasa
autonomía del poder judicial, situación que es necesario revertir.

Segundo, la generalización de la cultura del secreto. En la última década el Perú vivió inmerso
en una cultura del secreto, que primero dirigió el ocultamiento de información, sobre todo la
oficial, por encima de la necesidad de ventilar públicamente los asuntos que conciernen al
Estado, y que tienen un efecto directo sobre la vida de los ciudadanos y la sociedad. Proética
plantea la promoción de una cultura de la transparencia a fin de revertir este problema.
Tercero, la ineficiencia en el sistema de controles gubernamentales encargadas de la vigilancia
política, económica, fiscal y legal de las actividades del Estado, han visto recortadas sus
funciones y atribuciones en los últimos tiempos. Por excesos o por ausencias la inoperancia de
un sistema de controles ha abierto la puerta para la sistematización del abuso de poder en
todos los niveles de la vida social, política y económica del país. Urge el desarrollo de un
sistema de control cuyo ámbito de acción sea más amplio y a la vez funcione de forma más
eficaz.

Cuarto, la falta de una adecuada conciencia ciudadana. El factor cultural es indudablemente


una de las claves de la pauperización de los valores morales de la sociedad peruana durante
las últimas décadas. La discrecionalidad de las autoridades en los ámbitos de su competencia,
por ejemplo, que algunos consideran excesiva, lo es en tanto esté orientada al beneficio
personal en vez de hacia la búsqueda de una prosperidad común y hacia el fortalecimiento de
una conciencia ciudadana que promueva valores éticos y morales que son sin duda los más
importantes, y por lo mismo, uno de los retos más difíciles de cumplir en la lucha contra la
corrupción.

El efecto inmediatamente visible de estos cuatro problemas ha sido el dramático avance de la


corrupción, y por ello, de la pobreza material, moral y ética de la sociedad peruana. La
desmoralización evidente de vastos sectores de la población que siente que no hay nada que
hacer, reduce la capacidad de respuesta de una sociedad que intenta salir de la confusión
moral en la que se encuentra. Remontar esta situación se convierte, por lo tanto, en el
compromiso fundamental de Proética, a fin de darle al país las herramientas que necesita para
reconstruir la confianza en su propio futuro.

Las propuestas de Proética para crear conciencia sobre la importancia de luchar contra la
corrupción y el daño que ésta causa al país tienen como objetivo dotarnos de un mecanismo de
control social y pueden sintetizarse en las siguientes líneas concretas de acción.

Independencia de los medios de comunicación del Estado para permitir que el manejo de sus
contenidos periodísticos y culturales no se supedite a los intereses políticos de la autoridad de
turno. Establecimiento de una política de educación que desde la etapa escolar más temprana
promueva adecuadamente los valores éticos y morales que deben primar en una sociedad
saludable. Inculcar ala juventud que se apresta a integrarse a la población económicamente
activa los valores que le permitan luchar efectivamente contra la corrupción. Suscripción de un
compromiso ético entre los empresarios del país para garantizar que ninguno de ellos requiera,
acepte o permita la comisión de actos dolosos en sus empresas o entorno de trabajo.
Definición del papel de los organismos multilaterales en la vigilancia de los préstamos
otorgados, especificando cláusulas de condicionalidad en caso de desvío en el destino de los
fondos. Transparencia informativa en el ámbito de las adquisiciones del Estado a fin de poner
a disposición de las instituciones y personas que lo soliciten todos los detalles de la compra y
destino de los bienes estatales. Monitoreo permanente de la política de privatización y entrega
en concesión de empresas y bienes del Estado, con énfasis en la garantía del correcto destino
de los fondos recaudados. Vigilancia ciudadana y monitoreo constante de la política de

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licitaciones del Estado a fin de evitar la posibilidad de requisamiento ilícito por parte de
funcionarios. Creación núcleos ciudadanos especializados en todo el ámbito nacional para la
vigilancia y prevención de posibles actos de corrupción.

INA hace unos momentos entregó otras iniciativas que seguramente Proética en los próximos
días va a tomar. Creemos que muchas de ellas son muy importantes en la lucha contra la
corrupción y todas ellas seguramente serán puestas a juicio de todos los miembros de esta
institución.

Se propone, además, como elemento central de todos estos esfuerzos el establecimiento de


mecanismos de coordinación permanente entre Proética, la INA y otras entidades que se
sumen al trabajo. Uno de los mecanismos propuestos para esta coordinación será la
suscripción de un compromiso para la evaluación anual del trabajo realizado por las
instituciones involucradas en la tarea conjunta de luchar contra la corrupción en el Perú.

Nuestros hijos y nietos merecen un país mejor, más libre, justo, plural, democrático, que éste
en el que hemos vivido en las últimas décadas. Un país donde la búsqueda de la verdad sea
incansable y la libertad no sea una palabra vacía de contenido, donde la justicia no sea una
meta inalcanzable para las mayorías y sólo sirva para unos pocos que la usufructúan y
someten al resto de ciudadanos. Un país donde se respete a las personas y a las opiniones,
donde la eficiencia se combine con la solidaridad y esté al servicio de todos y no de unos
pocos. Un país donde la participación en las decisiones ciudadanas no sea una realidad
restringida, protegida por leyes. En fin, un país que construya una sociedad moderna,
democrática, que sólo podrá realizarse con el desarrollo de la civilidad y de una cultura cívica
con contenido moral, y en un marco pluralista de tolerancia y respeto, diálogo, solidaridad sin
impunidad, con la legitimación de un Estado responsable de velar por el bien común.
Trabajaremos para ellos. Muchas gracias.

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FUNDAMENTOS ÉTICOS DE UNA COMISIÓN DE LA VERDAD

Salomón Lerner Febres

En: La rebelión de la memoria. Selección de discursos 2001-2003. Instituto de Democracia y Derechos


Humanos, Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, Centro de Estudios y Publicaciones.
Lima. 2004.

La misión que el país ha encomendado a la Comisión de la Verdad y Reconciliación involucra


una diversidad de tareas, todas ellas vinculadas con la imperiosa necesidad de echar luz sobre
los terribles hechos de violencia padecidos por nuestra sociedad entre los años 1980 y 2000. El
cumplimiento de nuestro cometido demandará, ciertamente, llevar adelante rigurosas
investigaciones para obtener los datos relativos a las numerosas violaciones de derechos
humanos cometidas en esos años. Al mismo tiempo, exigirá someter tales datos a un análisis
serio que permita una interpretación razonable de los hechos, para lo cual la Comisión está
convocando ya a profesionales expertos y comprometidos con la edificación de la democracia
en nuestro país. Todo ese esfuerzo, finalmente, solamente estará completo si es motivo de una
profunda reflexión que nos permita, en primer lugar, comprender por qué ocurrieron los
sucesos que hoy lamentamos, y en segundo lugar, qué debemos cambiar en nuestra vida
común para que tales desgracias no tengan posibilidad de repetirse.

Investigación, análisis y reflexión resultan, pues, las grandes sendas por las que transcurrirá
nuestro trabajo y sin embargo, debo decir que al enunciarlos hago una descripción incompleta
de la verdadera naturaleza de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, pues tales
actividades solamente cobran sentido si se hallan remitidas a un propósito moral, que es la
esencia de nuestra misión. Ese propósito ético -origen, fundamento y justificación de esta labor-
es propiciar en nuestro país un examen de conciencia colectivo, un reconocimiento de nuestras
culpas y a partir de ello un esfuerzo sincero de reconciliación con nosotros mismos.

Así, la verdad que buscamos, aquella que estamos dispuestos a brindar al país, no debe
entenderse únicamente como la formulación de un enunciado que corresponda a la realidad de
los hechos, como ocurre en el dominio de la ciencia; aspiramos a obtener y ofrecer una verdad
provista de contenido y repercusión morales, es decir, una verdad que implique reconocimiento
de uno mismo y del prójimo, una verdad que posea atributos de curación espiritual. Lo que
buscamos es una verdad sanadora y regeneradora.

¿Es necesaria?
Somos conscientes de que no es fácil llevar a cabo un proceso de tan severa introspección
colectiva como el que nos proponemos realizar. El pasado que debemos iluminar, los
recuerdos que tendremos que remover y las culpas que nos toca señalar en cumplimiento de
un mandato legal, son terribles y abrumadores, y es natural que una persona, lo mismo que
una comunidad, se resistan espontáneamente a involucrarse en un trance semejante.

Es factible, ciertamente, situados en el terreno de la política práctica, eximirnos de realizar este


examen de conciencia. No falta entre nosotros quien considere que una ruta más llana para los
futuros cometidos de la nación sería el sencillo expediente del olvido, en el entendido de que la
tranquilidad y la estabilidad políticas del país requieren avanzar sobre aguas menos turbulentas
que las que tendremos si insistimos en echar luces sobre el pasado.

No obstante, debemos tener en claro que lo que resulta factible en política puede ser,
observado desde una altura mayor, un verdadero imposible moral, y en este caso lo es. La

Discurso inaugural del Seminario realizado en Lima por la Fundación ecuménica para el
desarrollo y la paz (Fedepaz), el Consejo Latinoamericano de 19lesias (Clai), el Concilio
Nacional evangélico del Perú (Conep), el instituto Bartolomé de Las Casas (IBC) y el Centro de
Estudios y Publicaciones (CEP), 9 de octubre 2001. Publicado en Verdad y reconciliación.
Reflexiones éticas, abril 2002.

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primera convicción ética de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, aquella sin la cual todo
esfuerzo ulterior resultaría banal, reside en el carácter absolutamente necesario de su misión
para el futuro de nuestra comunidad.

¿Por qué es necesario someterse a este examen? Porque la vida de una sociedad no es
equivalente al funcionamiento de un mecanismo de relojería o al movimiento de los astros,
regidos ambos por leyes absolutas e impersonales; por el contrario, la existencia social es, por
encima de todo, un tejido de relaciones entre personas concretas, dotadas todas ellas de una
historia singular, de preocupaciones presentes y de ilusiones y proyectos. Para que esas
relaciones sean limpias y saludables, para que la vida en sociedad -en cualquier sociedad-
constituya un espacio de realización humana y no el escenario de una existencia maquinal,
vacía de contenido, es preciso que se halle siempre referida a una dimensión moral: en ella
reside la posibilidad de confiar unos en otros, de sentimos reconocidos en nuestros vecinos y
no negados por ellos, de ver en los demás el complemento de nuestra existencia personal y no
un límite a nuestras apetencias e intereses.

Todo ello que menciono -esas posibilidades de relacionamos humanamente- ha resultado


severamente dañado en el Perú en las últimas décadas. Es el fundamento moral de nuestra
existencia colectiva lo que en última instancia resultó socavado por los años de violencia que
padecimos. El espectáculo cotidiano de la muerte y de la impunidad, la proliferación de
proclamar a favor del uso ciego de la fuerza como forma de transformación social o de
restitución del orden, la sensación de que la única forma de estar a salvo era encerrarnos a
piedra y lodo en nuestras propias casas, indiferentes al estruendo de destrucción que nos
cercaba, todo ello se fue sedimentando en una forma nueva y empobrecida de representamos
nuestra vida en sociedad. Y no es exagerado pensar que la grave degradación de nuestra vida
cívica y política en los últimos años constituyó un reflejo, una deplorable repercusión de la
violencia, traducida en atonía social, en dejadez, en resignación al autoritarismo como forma
tolerable de vida.

El fundamento moral debilitado en las últimas décadas debe ser recuperado, y no lo será si nos
resistimos a afrontar la verdad de nuestra reciente historia nacional. Las relaciones entre
nosotros podrán traducirse en vínculos creativos, en vías de realización humana, únicamente
cuando hayamos reconocido los hechos, restituido la dignidad arrebatada a las víctimas,
expresado nuestra compasión y arrepentimiento a los dolientes, y ejercido la justicia civil,
requisito indispensable para el perdón y la reconciliación. Es un imperativo moral, un
requerimiento de nuestra sociedad como comunidad de seres humanos, lo que nos lleva a
decir que esta tarea que se nos ha asignado resulta absolutamente necesaria.

Y de otro lado, además de necesidad moral absoluta, el esclarecimiento del pasado es también
un elemento indispensable para la regeneración política del país. El supuesto realismo político
de quienes preconizan el olvido como decisión práctica, se revela, en realidad, como un
acercamiento ingenuo o superficial a los grandes problemas que tenemos que resolver. No hay
democracia duradera ahí donde no existe confianza ciudadana en la validez general de las
leyes y en un grado mínimamente aceptable de equidad de parte del sistema político que nos
rige. ¿Cómo pretender edificar una sociedad de ciudadanos plenos si, al desdeñar la búsqueda
de la verdad, decimos tácitamente a un sector amplio de nuestros compatriotas que sus
sufrimientos, la pérdida de sus seres queridos, las enormes privaciones que afrontan como
resultado del proceso de violencia política, en suma, sus dolorosas heridas, son irrelevantes
para el futuro político del país?

Naturaleza de la misión
Estamos, pues, ante un imperativo moral y ello solamente hace más delicada nuestra misión.
Delicada porque involucra sentimientos y pasiones y porque se halla en diálogo con el equilibrio
ético y emocional que necesitamos para encaminarnos hacia una sociedad más humana.

Por ello, es indispensable también reconocer con claridad que es lo qué está en juego en este
proceso, de manera tal que no se reduzca a una pesquisa policial, sino que se convierta en
fuente de pedagogía ciudadana y recuperación moral.

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Mal haríamos en entender esta inspección de nuestro pasado solamente como una actividad
de señalamiento de los culpables directos de crímenes sin nombre. Ello forma parte importante
de nuestro trabajo, sin duda alguna. Pero este se inscribe en un escenario más amplio que es
el de la responsabilidad general en los hechos que nos tocó padecer.

La noción de responsabilidad se halla incrustada en el centro de toda reflexión de pretensiones


éticas. Solamente en la medida en que somos responsables -y que aceptamos serlo- nuestros
actos son susceptibles de juicio moral o incluso judicial. Y en ciertas circunstancias la
responsabilidad, en tanto cualidad de nuestros actos, trasciende largamente la dimensión de
las causas eficientes. ¿A qué circunstancias me refiero? Ciertamente, a las que enturbiaron la
vida de nuestro país en las ultimas décadas: cuando en un país se desencadena una violencia
que deja decenas de miles de muertes, miles de desapariciones forzosas, innumerables
destinos humanos estropeados por atropellos, exacciones y humillaciones indescriptibles, es
difícil limitar el ámbito de las responsabilidades morales a aquellos que ejecutaron directamente
los crímenes.

Sin perjuicio de que, quienes así lo hicieron, afronten ante el Poder Judicial las consecuencias
de sus actos, es necesario comprender que, en rigor, es todo el cuerpo político de nuestro país
-nuestros dirigentes políticos, nuestros administradores del Estado y todos nosotros,
ciudadanos de a pie- el que ha de comparecer ante este juicio moral que se debe llevar a cabo.

Nada de lo dicho implica atenuar la culpabilidad de los bandos que llevaron adelante los actos
de violencia que deploramos. La apelación a una responsabilidad general tiene la finalidad y el
atributo de situar nuestra reflexión en el camino de una recuperación ética de nuestra sociedad,
al hacer evidente que si nos despedíamos por aquel sendero de autodestrucción colectiva ello
fue porque todos, de un modo u otro, lo permitimos. Si no lo reconocemos así, si no
procesamos ese hecho a través de nuestra propia capacidad de introspección, poco habremos
cambiado y quedará siempre latente la posibilidad de incurrir en una nueva aceptación pasiva o
activa: de la barbarie cuando una nueva crisis -política, económica o de cualquier otro signo-
haga presa de nuestra patria.

El siglo XX registra en sus anales otros casos -no pocos, por desgracia- de sociedades que de
pronto, sin razón aparente, descendieron por un camino de odio y autodestrucción, en el que
las peores barbaridades que el hombre puede infligir al hombre se convirtieron en el amargo
pan de cada día. No es insó1ito que, concluida la ola de violencia, las sociedades, todavía
estupefactas, aleguen desconocimiento de los hechos concretos o de su magnitud verdadera
como una forma de atenuar su culpa. Ese argumento, aún si hubiera sido válido en algún caso,
ciertamente no lo es para nosotros. Nadie puede decir en conciencia que no supo lo que estaba
ocurriendo o que no tuvo oportunidad de saberlo. Si alguien desconoció lo que ocurría en las
alturas de los Andes o en las aldeas de nuestros hermanos ashaninkas, en el oriente del
territorio nacional, ello fue porque no quiso enterarse, porque prefirió cerrar los ojos.

Y esto, esta imposibilidad práctica y moral de alegar desconocimiento, nos sitúa de manera
inevitable ante el problemático campo de la responsabilidad colectiva e individual. ¿No es
acaso, el primer mandato ético para el que sabe de una maldad, de una injusticia, el
denunciarla, el oponerse a ella? Si ello es así nuestra sociedad tiene que responderse -es
decir, que responder ante sí misma- por que no vivió la muerte de los más humildes como un
escándalo intolerable, y la sociedad civil, el cuerpo organizado de nuestra comunidad, deberá
explicarse por que no denunció y se opuso a dicho escándalo con mayor energía, con mayor
riesgo de su propia tranquilidad.

No es grato escarbar en este hondo problema. Necesitaremos grandes reservas de valentía y


desprendimiento para hacerlo. Necesitaremos, sobre todo, eludir grandes tentaciones como la
de hacer encamar toda la responsabilidad en sus agentes visibles, aquellas organizaciones y
personas que son, evidentemente, los agentes directos de los crímenes por investigar. Sí, su
culpa es grande e imposible de soslayar o atenuar. Pero en cierta medida, si la violencia
alcanzó la magnitud y el grado de irracionalidad que sabemos, ello fue porque nosotros lo

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permitimos y esa es una verdad que tenemos que precisar y afrontar para seguir adelante.

Estamos hablando de un fracaso de nuestra sensibilidad moral. Ese fracaso procede en


ocasiones de una elección activa y consciente del mal como curso de acción. En otros casos,
tal vez los más complejos, proviene de una falta de comprensión del mal, de una resignación a
él fundada en la creencia, siempre engañosa, en su banalidad. Cuando vaciamos de contenido
moral los actos humanos al creer, por ejemplo, que ellos son apenas la expresión de
necesidades técnicas, estamos optando por tolerar el mal, pues aceptamos suspender el juicio
moral sobre nuestro comportamiento y el de nuestros semejantes. ¿Cuántos de nosotros
prefirieron creer que la razón de Estado o la invocación de una nueva sociedad justificaba la
muerte de personas concretas? Es imposible saberlo. Pero lo cierto es que cuando ese
razonamiento se difundió en distintos sectores de nuestra sociedad, comenzamos a andar por
el camino que nos llevaría, al cabo de veinte años, a hacer el recuento de millares de muertes y
desapariciones.

Arrepentimiento y perdón
Ningún acto humano es neutral. No hay decisión ni acción deliberada que escape al territorio
de la moral, y por ello siempre es susceptible de juicio. Pero así como todo acto humano puede
ser juzgado, también debe ser comprendido.

Nuestra tarea, que concebimos, según vengo diciendo, como una labor de recuperación moral,
es también un ejercicio de comprensión. Es imprescindible que así sea, pues el reino de la
ética es también, por definición, el reino de los significados. Las ciencias humanas de este siglo
-la filosofía al igual que las ciencias sociales- han dado una importancia singular a la actividad
intelectual de la interpretación y la comprensión -la hermenéutica- como forma de captar, mejor,
con más hondura y sutileza, y también con más justicia, el amplio y complejo mundo de los
hombres.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación entiende por ello que su tarea exige no solamente
recuperar los hechos en su rotundidad factica, sino también insertarlos, por medio de una
interpretación razonable, en un relato pleno de significado para todos nuestros compatriotas.
Hay una amarguísima fábula moral oculta bajo la masa de hechos conocidos y por conocer;
hay una narración oscura que habla de resentimientos y desprecios, de confusiones e
ignorancias, de soberbia y humillación, sin la cual la historia contemporánea de nuestra patria
no podrá declararse completa.

Las desgracias que debemos aclarar ocurrieron por una opción militante por el mal y asimismo
por una defección de nuestra sensibilidad moral. Pero al mismo tiempo sucedieron porque hay
un contexto social, histórico y cultural que hizo posible tal opción perversa y tal defección
culposa. Hay que comprender ese contexto para completar el entendimiento del proceso de
violencia. Al hacerlo, estaremos mejor preparados para evitar que aquél se repita.

He hablado de comprensión como complemento del juicio moral que necesitamos. Es preciso
en este momento prevenir una indeseable confusión: la comprensión es un requisito previo
para el perdón, pero no obliga necesariamente a perdonar.

Al comprender recuperamos el sentido de nuestro proceder individual y colectivo; hacemos


nuestro pasado y nuestro destino más manejables, porque son más inteligibles. Pero para que
de esa operación intelectual y moral a la vez que es la comprensión, resulte el perdón, es
imprescindible una estación intermedia, que es el arrepentimiento. Queremos que la verdad y
las culpas sean conocidas, porque esa es una forma de restituir a las victimas su dignidad
arrebatada. Al mismo tiempo, aspiramos a que ellas, verdad y culpa, sean reconocidas por sus
agentes. En primer lugar, por sus causantes directos, y en segundo lugar, por todos nosotros,
portadores de una responsabilidad general, como he afirmado antes. El reconocimiento es un
paso previo al arrepentimiento, y sólo a través de este último quedan abiertas las puertas al
perdón. Pero ese perdón -que, insistamos en ello, no significa la inhibición de la justicia civil- no
puede ser concedido por nadie más que por las víctimas, si viven todavía, o por sus familiares,

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si ellas ya no están entre nosotros.

El perdón, manifestación de nuestro espíritu que está en el centro de la fe cristiana, posee una
densidad de significados difícil de apreciar por alguien distinto de aquel que lo concede. Sin
embargo, podríamos decir que tiene la propiedad de liberamos del pasado, de un pretérito
gravoso que amenaza petrificamos en el sufrimiento. El perdón, por cierto, no puede
constituirse en una obligación para quien ha padecido atropellos sin nombre, pero es valioso
saber que a través de él nos habilitamos para empezar de nuevo, para hacer del mundo que
nos rodea, una vez más, un espacio de libertad.

Reconciliación
Conocimiento, reconocimiento, arrepentimiento y perdón forman, pues, eslabones de un
ineludible proceso de restauración de nuestro tejido moral. Cada uno de ellos nos acerca más a
una meta que esta en el origen y en el fin de nuestro cometido como Comisión de la Verdad.
Me refiero a la reconciliación, que ha de ser a la vez un punto de llegada y una estación de
partida para nuestra nación. Debe ser un punto de llegada, porque solamente si las verdades
que expondremos se ponen al servicio de un nuevo entendimiento, de un diálogo más puro y
franco entre los peruanos, tendrá sentido y estará justificada esta inmersión en recuerdos
insufribles, esta renovación del dolor pasado que solicitaremos hacer a un número considerable
de nuestros compatriotas. Ha de ser un punto de partida, puesto que será a partir de esa
reconciliación genuina -es decir, sustentada en un acto de valentía cívica como es el examen
que proponemos- como se hará más robusta nuestra fe en la creación de una democracia que
no sea un mero cascarón de formalidades, sino el espacio, común en que nos reunamos todos
los peruanos investidos plenamente de nuestra condición de seres humanos reconocida por
todos y de nuestros atributos de ciudadanos plenos.

Por todo lo dicho, debe ser evidente que los miembros de la Comisión de la Verdad estamos
persuadidos de que nuestra tarea, si bien reclama el concurso insustituible de nuestros mejores
profesionales e intelectuales, es mucho más que una investigación académica o de semblante
judicial. Es, como he dicho ya, una misión ética que busca poner en acto las reservas de
energía moral que, a pesar de todo, existen todavía en nuestro país. Quien habla de moral,
quien enuncia preocupaciones éticas, se co1oca inevitablemente en el reino de lo humano y
por ello es justo decir que nuestra ilusión y nuestro compromiso, como el de todos ustedes que
nos acompañan, es en última instancia propiciar que nuestra patria sea cada vez más, de
ahora en adelante, un recinto de realización humana para todos.

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LA ENTREGA DEL INFORME FINAL EN LIMA
Salomón Lerner

En: La rebelión de la memoria. Selección de discursos 2001-2003. Instituto de Democracia y


Derechos Humanos, Coordinadora Nacional de derechos Humanos, Centro de Estudios y
Publicaciones. Lima. 2004.

Excelentísimo señor Presidente de la República,


señorita presidenta del Consejo de Ministros,
señores ministros de Estado,
señores congresistas,
señor Defensor del Pueblo,
señores altos funcionarios del Estado,
señor jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas
señores comandantes generales de los institutos de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional,
señores miembros del cuerpo diplomático acreditado en el Perú,
señoras y señores representantes de organizaciones de víctimas,
damas y caballeros:

Hoy le toca al Perú confrontar un tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra
historia ha registrado más de un trance difícil, penoso, de postración o deterioro social. Pero,
con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente con el sello de la
vergüenza y la deshonra coma el que estamos obligados a relatar.

Las dos décadas finales del siglo XX son -es forzoso decirlo sin rodeos- una marca de horror y
de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos.

La exclusión absoluta
Hace dos años, cuando se constituyó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se nos
encomendó una tarea vasta y difícil: investigar y hacer pública la verdad sobre las dos décadas
de origen político que se iniciaron en el Perú en 1980. Al cabo de nuestra labor, podemos
exponer esa verdad con un dato que, aunque es abrumador, resulta al mismo tiempo
insuficiente para entender la magnitud de la tragedia vivida en nuestro país: la Comisión ha
encontrado que la cifra más probable de víctimas fatales en esos veinte años supera los 69,000
peruanos y peruanas muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o
por obra de agentes del Estado.

No ha sido fácil ni mucho menos grato llegar a esa cifra cuya sola enunciación parece absurda.
Y, sin embargo, ella es una de las verdades con las que el Perú de hoy tiene que aprender a
vivir si es que verdaderamente desea llegar a ser aquello que se propuso cuando nació como
República: un país de seres humanos iguales en dignidad, en el que la muerte de cada
ciudadano cuenta como una desventura propia, y en el que cada pérdida humana –si es
resultado de un atropello, un crimen, un abuso- pone en movimiento las ruedas de la justicia
para compensar por el bien perdido y para sancionar al responsable.

Nada, o casi nada, de eso ocurrió en las décadas de violencia que se nos pidió investigar. Ni
justicia ni resarcimiento ni sanción. Peor aún: tampoco ha existido, siquiera, la memoria de lo
ocurrido, lo que nos conduce a creer que vivimos todavía en un país en el que la exclusión es
tan absoluta que resulta posible que desaparezcan decenas de miles de ciudadanos sin que
nadie en la sociedad integrada, en la sociedad de los no excluidos, tome nota de ello.
En efecto, los peruanos solíamos decir, en nuestras peores previsiones, que la violencia había
dejado 35.000 vidas perdidas. ¿Qué cabe decir de nuestra comunidad política, ahora que
sabemos que faltaban 35.000 más de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?

Un doble escándalo
Se nos pidió averiguar la verdad sobre la violencia, señor Presidente, y asumimos esa tarea
con seriedad y rigor, sin estridencias, pero, al mismo tiempo, decididos a no escamotear a
nuestros compatriotas ni una pizca de la historia que tienen derecho a conocer. Así, nos ha
tocado rescatar y apilar uno sobre otro, año por año, los nombres de decenas de miles de

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peruanos que estuvieron, que debería estar y que ya no están. Y la lista, que entregamos hoy a
la nación, es demasiado grande como para que en el Perú se siga hablando de errores o
excesos de parte de quienes intervinieron directamente en esos crímenes. Y la verdad que
hemos encontrado es, también, demasiado rotunda como para que alguna autoridad o un
ciudadano cualquiera pueda alegar ignorancia en su descargo.

El informe que le entregamos expone, pues, un doble escándalo: el del asesinato, la


desaparición y la tortura en gran escala, y el de la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de
quienes pudieron impedir esta catástrofe humanitaria y no lo hicieron.

Son las cifras abrumadoras, pero, así y todo, ellas no expresan desgraciadamente la real
gravedad de los hechos. Los números no bastan para ilustrarnos sobre la experiencia del
sufrimiento y el horror que se abatió sobre las víctimas. En este Informe cumplimos
cabalmente el deber que se nos impuso, y la obligación que contrajimos voluntariamente, de
exponer en forma publica la tragedia como una obra de seres humanos padecida por seres
humanos. De cada cuatro víctimas de la violencia, tres fueron campesinos o campesinas cuya
lengua materna era el quechua, un amplio sector de la población históricamente ignorado
-hasta en ocasiones despreciado- por el Estado y por la sociedad urbana, aquella que sí
disfruta de los beneficios de la comunidad política.

El insulto racial -el agravio verbal a personas desposeídas- resuena como abominable estribillo
que precede a la golpiza, al secuestro del hijo, al disparo a quemarropa. Indigna escuchar
explicaciones estratégicas de por qué era oportuno, en cierto recodo de la guerra, aniquilar a
esta o aquella comunidad campesina o someter a etnias enteras a la esclavitud y al
desplazamiento forzado bajo amenazas de muerte. Mucho se ha escrito sobre la discriminación
cultural, social y económica persistente en la sociedad peruana.

Poco han hecho las autoridades del Estado o los ciudadanos para combatir semejante estigma
de nuestra comunidad. Este Informe muestra al país y al mundo que es imposible convivir con
el desprecio, que éste es una enfermedad que acarrea daños tangibles e imperecederos.
Desde hoy, el nombre de miles de muertos y desaparecidos estará aquí, en estas páginas,
para recordárnoslo.

Hay responsabilidades concretas que establecer y señalar, el país y el Estado no pueden


permitir la impunidad. En una nación democrática, la impunidad y la dignidad son
absolutamente incompatibles. Hemos encontrado numerosas pruebas e indicios que señalan
en dirección de los responsables de graves crímenes y, respetando los debidos
procedimientos, las haremos llegar a las instituciones para que se aplique la ley. La Comisión
de la Verdad y Reconciliación exige y alienta a la sociedad peruana en su totalidad a
acompañarla en esta demanda para que la justicia penal actúe de inmediato, sin espíritu de
venganza, pero al mismo tiempo con energía y sin vacilaciones.

Sin embargo hay algo más que el señalamiento de responsabilidades particulares. Hemos
encontrado que los crímenes cometidos contra la población peruana no fueron, por desgracia,
actos aislados atribuibles a algunos individuos perversos que transgredían las normas de sus
organizaciones. Nuestras investigaciones de campo, los testimonios de casi diez y siete mil
víctimas nos permiten más bien denunciar en términos categóricos la perpetración masiva de
crímenes, en muchas ocasiones coordinados o previstos por las organizaciones o instituciones
que intervinieron directamente en el conflicto. Mostramos en estas páginas de qué manera la
aniquilación de colectividades o el arrasamiento de ciertas aldeas estuvo sistemáticamente
previsto en la estrategia del autodenominado "Partido Comunista del Perú -Sendero Luminoso".
El cautiverio de poblaciones indefensas, el maltrato sistemático, el asesinato cruel como forma
de sentar ejemplos e infundir temor, conformaron para esta organización una metodología del
terror puesta en práctica, al servicio de un objetivo: la conquista del poder, considera do
superior a la vida humana, mediante una revolución cruenta. La invocación a "razones de
estrategia", tras la cual se ocultaba una voluntad de destrucción por encima de todo derecho
elemental, fue la sentencia de muerte para miles de ciudadanos del Perú. Semejante voluntad
de muerte enraizada en la doctrina de "Sendero Luminoso", es imposible distinguirla de su
propia naturaleza como movimiento en estos veinte años. La lógica siniestra que desarrol1ó
trasunta sin tapujos en las declaraciones de los representantes de esa organización, y se

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ratifica en su disposición manifiesta a administrar la muerte acompañada de la crueldad mas
extrema como herramientas para la consecución de sus objetivos.

Existía un desafío desmesurado y era deber del Estado y de sus agentes defender la vida y la
integridad de la población con las armas de la ley. El orden que respaldan y reclaman los
pueblos democráticos amparados en su constitución y su institucionalidad jurídica só1o puede
ser aquel que garantice a todos el derecho a la vida y el respeto de su integridad personal. Por
desgracia dentro de una lucha que ellos no iniciaron y cuya justificación era la defensa de la
sociedad que era atacada, los encargados de esa misión no entendieron en ocasiones su
deber.

En el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a la vista las normas del derecho


internacional que regulan la vida civilizada de las naciones y las normas de la guerra justa,
hemos comprobado con pesar que agentes de las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Policiales
incurrieron en la práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos, y
que existen, por tanto, fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad.
Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, masacres, torturas, violencia sexual, dirigida
principalmente contra las mujeres, y otros crímenes igualmente condenables conforman, por su
carácter recurrente por su amplia difusión, lo que aparece como patrones sistemáticos de
violaciones a los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer y
subsanar.

Ahora bien, tanta muerte y sufrimiento no se pueden producir y acumular, por el solo accionar
mecánico de los miembros de una institución o de una organización. Se necesita, como
complemento, la complicidad, la anuencia o, al menos, la ceguera voluntaria de quienes
tuvieron autoridad y, por tanto, facultades para evitarlos. La clase política que gobernó o tuvo
alguna cuota de poder oficial en aquellos años tiene grandes y graves explicaciones que dar al
Perú. Hemos realizado una reconstrucción fidedigna de esta historia y hemos llegado al
convencimiento de que ella no habría sido tan terrible sin la indiferencia, la pasividad o la
simple incapacidad de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos. Este informe
señala, pues, las responsabilidades de esa clase política, y nos lleva a pensar que ella debe
asumir con mayor seriedad la culpa que le corresponde por la trágica suerte de los
compatriotas a los que gobernaron. Quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para
tener el honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia; quienes juraron hacer cumplir la
Constitución que los peruanos se habían dado a sí mismos en ejercicio de su libertad, optaron
con demasiada facilidad por ceder a las Fuerzas Armadas esas facultades que la nación les
había otorgado. Quedaron, de este modo, bajo tutela las instituciones de la recién ganada
democracia; se alimentó la impresión de que los principios constitucionales eran ideales nobles
pero inadecuados para gobernar a un pueblo al que se menospreciaba al punto de ignorar su
clamor, reiterando así la vieja práctica de relegar sus memoriales al lugar al que se ha
relegado, a lo largo de nuestra historia, la voz de los humildes: el olvido.

La lucha armada desatada en nuestro país por las organizaciones subversivas involucro
paulatinamente a todos los sectores e instituciones de la sociedad, causando terribles
injusticias y dejando a su paso muerte y desolación. Ante esta situación, la nación ha sabido
reaccionar -aunque tardíamente- con firmeza, interpretando el signo de los tiempos como el
momento oportuno para hacer un examen de conciencia sobre el sentido y las causas de lo
ocurrido. Ha tornado la decisión de no olvidar, de recuperar su memoria, de acercarse a la
verdad. Este tiempo de vergüenza nacional ha de ser interpretado, por tanto, igualmente como
un tiempo de verdad.

Haciendo suyo el anhelo de la nación, la Comisión de la Verdad y Reconciliación ha asumido


su tarea como el esclarecimiento de una verdad entendida fundamentalmente en un sentido
ético. Recogemos así la decisión voluntaria de someterse a una investigación, motivados por la
lúcida conciencia de que se han cometido entre nosotros graves injusticias que exigen una
explicación y una rendición de cuentas, en vistas a la reconciliación de nuestra sociedad. Las
raíces de nuestra preocupación por la verdad, así como las expectativas que tenemos de su
descubrimiento, ponen de manifiesto la dimensión estrictamente moral de esta empresa.
Hemos buscado comprometer a la nación entera en las actividades de escucha y de
investigación de lo ocurrido –para que entre todos los peruanos reconozcamos la verdad.

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Ésta es al mismo tiempo arrancamiento de algo a la ocultación y negación del olvido. Sacar a la
luz lo que estaba velado y la recuperación de la memoria constituyen maneras diversas de
referirse a lo mismo y ya en los albores de nuestra civilización el referente común que unía
ambas experiencias era la relación entre los hombres y la justicia.
Frente a la desmesura por la cual los hombres olvidaban lo divino incurriendo en la hybris, la
soberbia que endiosa, nacía la exigencia ética del recuerdo, de no olvidar que somos los
mortales en lo abierto del mundo. Es así como impera la justicia acordando a cada cual su
lugar.

La trasgresión del orden social, la guerra y la violencia es precisamente la desmesura que


olvida lo esencial, que oculta el sentido ultimo de nuestra naturaleza. Por eso frente a ella es
necesario el recuerdo que ilumina y que al hacerlo asigna responsabilidades. La verdad que es
memoria solo alcanza su plenitud en el cumplimiento de la justicia.
Por eso, este tiempo de vergüenza y de verdad es también tiempo de justicia. La sangre de
decenas de miles de compatriotas clama ante la nación desde las huellas de la tragedia: los
asesinatos y ajusticiamientos selectivos y colectivos, las fosas comunes, las poblaciones
desterradas, las madres y los hijos sufrientes, los desaparecidos, los desposeídos. No
podemos permanecer indiferentes frente a una verdad de esta naturaleza. "Porque sufrimos
-expresa Sófocles en el corazón de la tragedia-, reconocemos que hemos obrado mal". Se
trata, en efecto, de un sufrimiento humano, producido deliberadamente por obra de la voluntad.
No estamos ante una fatalidad, como pudiera ser el caso de una desgracia natural, si no ante
una injusticia, que pudo y debió ser evitada.

¿Quienes son ante esto los responsables?


En un sentido estrictamente penal, la responsabilidad recae sobre los directos causantes de los
hechos delictuosos, sobre sus instigadores y cómplices, y sobre aquellos que, teniendo la
potestad de evitarlos, eludieron su responsabilidad. Ellos deberían, pues, ser identificados,
procesados y condenados con todo el rigor de la ley. La "Comisión de la Verdad y
Reconciliación" ha acopiado, por eso, materiales y expedientes sobre casos puntuales, y los
pone ahora en manos de las autoridades judiciales del país para que actúen de acuerdo a
derecho. Pero en un sentido más profundo, precisamente en un sentido moral, la
responsabilidad recae sobre todas las personas que, de un modo u otro, por acción o por
omisión, en la ubicación y en el papel que desempeñaron en la sociedad, no supieron hacer lo
necesario para impedir que la tragedia se produjese o que ella adquiriese semejante magnitud.
Sobre ellas recae el peso de una deuda moral que no se puede soslayar.

Ahora bien, la responsabilidad ética no se restringe a nuestra relación con los hechos del
pasado. También con respecto al futuro del país, a aquel futuro de armonía al que aspiramos,
en el que se ponga fin a la violencia y se instauren relaciones más democráticas entre los
peruanos, tenemos todos una responsabilidad compartida. La justicia que se demanda no es
solo de carácter judicial. Ella es también el reclamo de una vida más plena en el futuro, una
promesa de la equidad y solidaridad, precisamente por enraizarse en el sentimiento y la
convicción de que no hicimos lo que debíamos "en la hora de la tragedia. Por haber surgido de
la interpelación del sufrimiento de nuestros compatriotas, es que la responsabilidad para con el
futuro del país se impone como una obligación directa y urgente, tanto en un sentido personal
como institucional.

Ha llegado pues la hora de reflexionar sobre la responsabilidad que a todos nos compete. Es el
momento de comprometemos en la defensa del valor absoluto de la vida, y de expresar con
acciones nuestra solidaridad con los peruanos injustamente maltratados. Así pues nuestro
tiempo es de vergüenza, de verdad y de justicia pero también lo es de reconciliación.

Hay, quienes tienden a considerar la historia de nuestro país en un sentido fatalista, como si los
males que en el ocurren fuesen atávicos e irremediables; y hay quienes tienden a considerarla
en un sentido sarcástico, como si los males no tuviesen que ver con nuestra propia vida y
transcurriesen en un escenario ajeno que pudiera ser objeto de burla. Ambas actitudes revelan
un problema de identidad y de autoestima que no permiten encontrar en uno mismo, o en la
memoria nacional, las fuerzas que ayudarían a cambiar, y a mejorar, el rumbo de las cosas. La
vergüenza nacional, que todos experimentamos por tomar conciencia de la tragedia, no debe

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ser una experiencia sólo negativa, ni debe prevalecer sobre la riqueza oculta de nuestro
pasado. Solamente así podremos adoptar una actitud constructiva ante el futuro. En la hora
presente debemos superar la actitud del espectador que sucumbe, avergonzado, ante las
tentaciones del fatalismo o del sarcasmo, y adoptar la actitud del agente que es capaz de hallar
en la propia historia las fuerzas morales para la necesaria recuperación de la nación. Es el
sentido ético de la responsabilidad el que puede permitirnos asumir esperanzadamente nuestra
identidad mellada.

Recogiendo las huellas de nuestra memoria como nación, no podemos dejar de advertir el
parentesco entre la situación presente y la especial coyuntura que vivió el país en el tránsito
hacia el siglo XX. El más claro de los motivos que desató la discusión de la llamada
“Generación del Novecientos” fue precisamente el trágico desenlace de la Guerra del Pacífico.
La experiencia de la guerra estuvo además directamente asociada a la percepción de un
fracaso nacional. Ello explica la mirada introspectiva que todos los protagonistas compartieron,
así como el tono invocatorio a rehacer el país desde los escombros de la derrota. El momento
histórico fue concebido, desde el punto de vista ético-político, como una oportunidad única para
pensar en un esfuerzo colectivo de reconstrucción nacional

Como en un crisol de sueños y expectativas frustradas surgieron debates que habrían de ser
un anticipo de la evolución trágica del siglo XX. Hay que rescatar de ellos lo positivo que
tuvieron y pues resultan aleccionadores con respecto a la fractura profunda que sufriría el país
posteriormente. En la reflexión cumplida por la Generación del Novecientos quedó plasmada en
términos ideales de una parte la fragmentación y la desintegración de la memoria peruana, y de
otra la imperiosa necesidad de comprendemos.

Hoy, como antaño, por la naturaleza del conflicto vivido, así como por la gravedad de los
problemas sociales y los enfrentamientos ideológicos que él ha puesto al descubierto, no cabe
duda de que la cuestión central para el replanteamiento de la memoria nacional se vincula
estrechamente con la cuestión de la reconciliación futura. Como en el caso de los debates del
siglo pasado, también ahora la experiencia vivida puede convertirse en una oportunidad para
imaginar la transformación ética de la sociedad. Para que esa oportunidad sea realmente
aprovechada deberían cumplirse muchas condiciones, y el Informe Final que ahora
presentamos quisiera sea un primer paso en esta dirección. A él habrán de seguir muchos
otros que finalmente podrían considerarse en el establecimiento de renovadas formas de
convivencia entre los peruanos y en la progresiva construcción de ciudadanía plena para todos.
Desterrar la exclusión y la violencia, responder desde el Estado de modo justo a la sociedad a
la que representa, asumir las instituciones y personas el valor exacto que encierra la vida y
dignidad humanas, son algunos de los hitos que marcan los avances por un largo y difícil
camino.

Vivimos en el país tiempos difíciles y dolorosos, pero igualmente prometedores, tiempos de


cambio que representan un inmenso desafío para la sabiduría y la libertad de todos los
peruanos. Es un tiempo de vergüenza nacional, que debiera estremecernos en lo más hondo
al tomar conciencia de la magnitud de la tragedia vivida por tantos de nuestros compatriotas.
Es un tiempo de verdad, que debe confrontarnos con la cruda historia de crímenes que hemos
vivido en las últimas décadas y que debe hacernos conscientes también del significado moral
del esfuerzo por rememorar lo vivido. Es tiempo de justicia: de reconocer y reparar en lo
posible el sufrimiento de las víctimas, y de someter a derecho a los perpetradores de los actos
de violencia, es, en fin, tiempo de reconciliación nacional, que debe permitirnos recuperar con
esperanza la identidad lesionada para darnos una nueva oportunidad de refundar el acuerdo
social en condiciones verdaderamente democráticas.

Señor Presidente:
El informe que presentamos a usted, y por intermedio suyo a toda la nación, contiene un serio y
responsable esfuerzo de reflexión colectiva sobre la violencia que vivió el Perú a partir de mayo
de 1980. Se ha elaborado sobre la base de 16,986 testimonios recogidos en todo el territorio
nacional de la boca de miles de peruanos, hombres y mujeres en su mayoría humildes que nos
abrieron sus puertas y sus corazones, que consintieron en recordar -para instrucción de sus
compatriotas- una verdad que cualquier persona quisiera olvidar, que tuvieron la valentía de

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señalar a responsables de graves crímenes y la entereza de compartir su dolor y, también, su
terca esperanza de ser, algún día, reconocidos como peruanos por sus propios compatriotas.

Las voces de peruanos anónimos, ignorados, despreciados, que se encuentran recogidas en


estos miles de paginas, deben ser -son- más altas y más limpias que todas aquellas voces que,
desde la comodidad del poder y del privilegio, se han apresurado a levantarse en las últimas
semanas para negar de antemano, como tantas veces ha ocurrido en nuestro país, toda
credibi1idad a sus testimonios y para cenar el paso a toda corriente de solidaridad con los
humildes.

Creemos, Señor Presidente, que ya no será posible acallar los testimonios aquí recogidos y
puestos a disposición de la Nación entera. Nadie tiene derecho a ignorarlos y, menos que
nadie, la clase política, aquellos ciudadanos que tienen la aspiración –legítima, aunque no
siempre entendida con rectitud- de ser gobernantes y por tanto de ser servidores de sus
compatriotas, según ordenan los principios de la democracia. Mal harían los hombres y mujeres
políticos, mal haríamos todos, en fingir que esta verdad, que estas voces, no existen, y en
encogernos de hombros ante los mandatos que surgen de ella.

Asumir las obligaciones morales que emanan de este informe -la obligación de hacer justicia y
de hacer prevalecer la verdad, la obligación de cerrar las brechas sociales que fueron el telón
de fondo de la desgracia vivida- es tarea de un estadista, es decir, de un hombre o una mujer
empeñado en gobernar para mejorar el futuro de sus conciudadanos.

Señor Presidente,
compatriotas,
amigos:

Empecé afirmando que en este informe se habla de vergüenza y de deshonra. Debo añadir, sin
embargo, que en sus páginas se recoge también el testimonio de numerosos actos de coraje,
gestos de desprendimiento, signos de dignidad intacta que nos demuestran que el ser humano
es esencial mente digno y magnánimo. Ahí se encuentran quienes no renunciaron a la
autoridad y la responsabilidad que sus vecinos les confiaron; ahí se encuentran quienes
desafiaron el abandono para defender a sus familias convirtiendo en arma sus herramientas de
trabajo; ahí se encuentran quienes pusieron su suerte al lado de los que sufrían prisión injusta;
ahí se encuentran los que asumieron su deber de defender al país sin traicionar la ley; ahí se
encuentran quienes enfrentaron el desarraigo para defender la vida. Ahí se encuentran: en el
centro de nuestro recuerdo.

Presentamos este informe en homenaje a todos ellos. Lo presentamos, además, como un


mandato de los ausentes y de los olvidados a toda la Nación. La historia que aquí se cuenta
habla de nosotros, de lo que fuimos y de lo que debemos dejar de ser. Esta historia habla de
nuestras tareas. Esta historia comienza hoy.

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PROMOVER LA ÉTICA PÚBLICA

En: I Conferencia Nacional Anticorrupción. Consorcio nacional para la ética pública – Proética,
Lima. P. 367-379. 2001.

Diagnóstico
Ausencia de una ética pública
Los diferentes ámbitos institucionales y sociales examinados demuestran que nuestra sociedad
adolece de un serio déficit de sentido ético en el espacio público. Una serie de comportamiento
y prácticas sociales traslucen un muy débil compromiso con lo público y el bien común, e
indican que la acción política ha prescindido del horizonte ético de los valores.

La función pública se ha utilizado para la satisfacción de intereses particulares que afectan los
deberes de función, los intereses colectivos y la moral social. A su vez, la cultura administrativa
ha sido erosionada por sucesivos gobiernos. La instrumentalización política de las principales
instituciones públicas, agravada por la falta de institucionalización de una carrera
administrativa, las bajas y/o arbitrarias y desiguales remuneraciones, el inadecuado sistema de
captación de personal y la ausencia de un sistema de recompensas y méritos acorde con el
desempeño honesto y eficiente, han originado una profunda desmotivación y desmoralización
entre los funcionarios públicos.

Constatamos la violencia moral sufrida por la nación como producto de la corrupción


organizada desde el corazón mismo del poder del Estado. El daño ocasionado a la moral
pública ha sido enorme, y trasciende el destino de varias generaciones.

En la esfera pública, la corrupción ha generado una desconfianza generalizada frente a las


instituciones estatales. Esta ausencia de credibilidad social es uno de los costos más graves
de la corrupción, porque quebranta la relación entre el ciudadano y el Estado, y privatiza la vida
pública. El individuo o el grupo social toma en sus manos las funciones delegadas en el poder
público en el momento en que desconfía de la imparcialidad de las instituciones estatales.
Asimismo aparecen sectores sociales profundamente cuestionados por su comportamiento en
el espacio público, como la clase política, ciertos estamentos militares y policiales, algunos
gremios empresariales y algunos medios de comunicación social.

Factores que han posibilitado el relajamiento de una ética pública ciudadana


En las últimas décadas, la práctica de la corrupción en el Perú ha avanzado significativamente,
debido a una serie de razones. En primer lugar, la creciente permeabilidad en extendidos
sectores de la población, que la consideran como una conducta “natural” en el uso de las
cuotas de poder dentro del Estado y en la vida cotidiana.

En segundo lugar, el sistema de creencias morales y de hábitos de conducta se ha


resquebrajado, trastocando los roles sociales. Las sensibilidades frente a la corrupción han
oscilado entre la complacencia, la tolerancia y la resignación en gruesos sectores de la
población. No hay hábitos y costumbres de honestidad suficientemente asentados y la ley no
representa para la ciudadanía la objetivación de valores sociales aceptados.

En tercer lugar, el utilitarismo exacerbado, aunado al culto de la viveza ha generado un fuerte


debilitamiento del sentido de lo público y ha conducido a una perspectiva que privatiza el
espacio y la función públicas. Ello explica la falta de compromiso con una ética pública
inspirada en valores ciudadanos.

En cuarto lugar, es preciso considerar que la corrupción generalizada se inserta, de un lado, en


un proceso de movilidad social a cualquier costo, sin sanción moral, y, de otro, en la
complicidad de un importante sector de la clase dirigente.

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En quinto lugar, se constata, que la política de entretenimiento de los medios de comunicación
ha dejado de lado consideraciones éticas sobre los contenidos ofrecidos a la ciudadanía, y ésta
ha retroalimentado con su pasividad e inercia dicha situación. Más graves son los notorios
casos de complicidad de algunos medios de comunicación con el régimen autocrático de
Fujimori, al haber facilitado el montaje de un sistema basado en la corrupción y la fuerza.

En sexto lugar,, en la esfera política se percibe el divorcio entre la ética y la gestión pública. La
acción política fija sus propios fines que debe perseguir a cualquier precio. La crisis y
devaluación de los partidos políticos ha contribuido a forjar una construcción social que disocia
la política de la ética. El poder nos e comprende como un medio de servicio.

Presencia esperanzadora de una reserva moral


Sin embargo, no todo el panorama ha sido sombrío. Conocemos de experiencias de probidad
en instituciones públicas, sobre todo en instituciones pequeñas, tales como algunas alcaldías,
unidades desconcentradas de ministerios, etc. En ellas, los funcionarios que dirigen las
organizaciones se sienten pertenecientes a la comunidad, y por lo tanto sus intereses no se
diferencias de los intereses ciudadanos; se sienten vigilados y tienen que regresar a su
comunidad al término de su función pública. La clave del funcionario probo es no alejarse del
interés ciudadano.

Asimismo, hemos sido testigos de la reacción de importantes sectores ciudadanos a nivel


nacional que levantaron su voz de protesta contra el pasado régimen autocrático: movimientos
de estudiantes, movimientos de mujeres, colectivos diversos de la sociedad civil,
organizaciones sociales, etc.

Una mirada a todo lo anterior nos indica que resulta urgente reestablecer la confianza en las
instituciones públicas y privadas, y para ello es necesario recuperar los valores éticos en el
sector público y capitalizar los signos ciudadanos de lucha contra la corrupción.

Valores y reglas democráticas


La pregunta central gira en torno a cómo imaginar ua construcción ética de lo público que
conduzca a una estrategia preventiva de combate a la corrupción en el mediano y largo plazo.

La comisión define la ética pública como el conjunto de usos y costumbres que practican los
ciudadanos en el espacio público y considera que estos usos y costumbres deberían ser
gratificantes y no perjudiciales para todos los miembros de la sociedad y destinados a fortalecer
y no a debilitar el sistema democrático.

La meta de la promoción de la ética pública es combatir la actual cultura de corrupción y


construir una visión factible de la ética pública que se plasme en una cultura de la honestidad,
transparencia y respeto en los diferentes ámbitos, tanto de la función estatal como social en
general.

Es necesaria la construcción de nuevas formas de relación, costumbres y conductas a partir de


valores ciudadanos, es decir, de reglas de juego claras aceptadas por todos. Para ellos es
indispensable reconocer y aprehender los valores que sustentan la institucionalidad
democrática; procurar que las reglas de juego acordadas sean coherentes con ella; y difundir y
fortalecer el cumplimiento de las normas acordadas, premiando las conductas probas y
sancionando las corruptas.

Esta construcción presupone la habilidad de elaborar códigos de ética y de conducta


institucionales adecuados. Se debe propiciar que cada colectivo formule su propio código de
conducta ética, a partir del reconocimiento y explicación de los valores que orientan la función
pública, las conductas esperadas y las opciones en torno a dilemas éticos que contribuyen a
forjar un nuevo sistema de relación con el ciudadano.

Los códigos de ética deberían tomar en cuenta no sólo el cumplimiento correcto, sino también
diligente, de las obligaciones y responsabilidades de quienes ejercen la función pública. Deben
propiciar la transparencia y difusión de los actos de éstos, previniendo los conflictos de

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intereses, sancionando el uso indebido de información privilegiada, exigiendo la utilización
adecuada de los recursos públicos y estableciendo la obligación de comunicar los actos de
corrupción establecidos tanto por la ley como por el propio colectivo.

En el caso de existir códigos de ética y de conducta institucionales, sería aconsejable revisarlos


de manera colectiva enfatizando los conceptos de corrupción, su vigilancia y sanción. Por
último, se recomienda el recurso de la persuasión antes que el de la fuerza, así como el diseño
de mecanismos que permitan un nexo entre los códigos vigentes y la vigilancia ciudadana.

La construcción de una ética pública en el Perú involucra a todos los miembros de la sociedad
que comparten los espacios privados, como la familia, y en particular ciertos espacios públicos,
como la escuela, la educación superior, los medios de comunicación y la función pública.

La familia constituye el ámbito de formación ética primigenia. La vida familiar es el primer lugar
de la socialización del niño, del aprendizaje de las reglas de la vida en sociedad, del despertar
de la conciencia moral, de la educación en el discernimiento del bien y del mal.

La escuela juega un papel primordial, sobre todo en el reconocimiento y el respeto hacia unos y
otros, en la apertura hacia un mundo que está por construir, en el aprendizaje del trabajo en
equipo y en la difusión de una cultura de la responsabilidad, de la solidaridad y de valores
éticos compartidos. La escuela está llamada no sólo a instruir, sino también a educar, tanto a
través del currículo explícito (las materias que se enseñan y la didáctica disciplinaria), como a
través de todo lo implícito (las relaciones, los espacios de intercambio, las actividades
informales, la didáctica en general).

Para devolver la eticidad a la escuela y la docencia superior es preciso partir de la revaloración


del estatus del docente.

En el ámbito de los medios de comunicación, reconocemos la tremenda influencia que ejercen


los mismos (sobre todo el audiovisual) en todos los ámbitos de la vida social. Para cumplir con
su misión de información, de opinión y promoción de cultura, los medios de comunicación
deberán no sólo estimular el sentido crítico de las personas, sino también ser críticos consigo
mismos, y tomar conciencia de su rol como formadores de la conciencia pública.

En atención al artículo 14° de la Constitución Política, los medios de comunicación deben


colaborar con el Estado en la educación y en la formación moral y cultural de los ciudadanos.

En el ámbito de la función pública, reconocemos la dificultad existente para lograr que {esta sea
asumida como una función de servicio. La función pública antes que como una labor de
servicio es vista y aprovechada como un trabajo de supervivencia personal, cuando no de
beneficio propio. La motivación y conducta de los servidores públicos peruanos todavía están
orientados a satisfacer una serie de aspiraciones de corte familiar, amical y partidista, antes
que de la colectividad y el Estado. Predomina así, una sociedad de privilegios que desestimula
el sistema de méritos. Esta realidad tiende a empaparse de una fuerte inercia resistente a los
cambios.

Consideramos que se deberá revalorar la función pública y, en los casos pertinentes, refundar
organizacionalmente las instituciones.

RECOMENDACIONES
Familia
1. Reconocer la contribución de la familia como primer ámbito de formación ética y el
primer lugar de socialización del niño, del aprendizaje de las reglas de la vida en
sociedad y del despertar de la conciencia moral.

Escuela
1. Revalorar y dignificar la carrera del maestro, contemplando niveles de ingresos dignos
y facilidades para su superación profesional. Enfatizamos esta recomendación bajo el
tema de la ética pública, además del contexto de la reforma administrativa, por

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considerar la escuela un espacio paradigmático para el ejemplo y guía de la educación
en valores.

2. Incorporar en la estructura curricular vigente, en el Área Personal Social, un conjunto


de competencias y capacidades directamente relacionadas con la probidad y la ética en
el respeto y manejo de lo público. De preferencia aplicando el Sistema de Casos, por
ser hoy día considerado como el más efectivo para el tratamiento de los temas éticos.

3. Elaborar de forma compartida (cuerpo docente, administrativo y educandos) códigos de


ética y de conducta escolar, que sean aplicados y trabajados desde los diversos
Proyectos Educativos escolares.

4. Desarrollar programas que promuevan la formación vivencial cotidiana de probidad e


integridad en el manejo de lo público que involucren a la escuela y la comunidad.
Estos programas serán espacios privilegiados para el aprendizaje y ejercicio de los
valores ciudadanos.

Educación superior
1. Introducir cursos de ética profesional, elaborados en base a casos, para los alumnos de
universidades y enseñanza superior.

Medios de comunicación
El artículo 14° de la Constitución Política, dispone que los medios de comunicación deben
colaborar con el Estado en la educación y en la formación moral y cultural de los ciudadanos,
por tanto, se recomienda:

1. Abrir un debate nacional sobre la política del Estado respecto a la regulación de las
concesiones y el uso del espacio radioeléctrico, teniendo presente la experiencia
reciente en el Perú y la legislación de otros países del continente.
2. Que los medios de comunicación hagan suyas las recomendaciones del Plan Nacional
Anticorrupción y desarrollen un plan de comunicaciones de fomento de la ética, la
integridad y los valores de la persona.
3. Precisas los criterios para la distribución transparente de la publicidad estatal.
4. Considerar mecanismos de vigilancia ciudadana para hacer valer el deber de
cooperación de los medios con la formación ética, cultural y democrática de la
ciudadanía y la contribución que en esta materia debe brindar la publicidad en general.

Función pública
1. Se aspira a crear y adoptar un Sistema de Integridad Pública que contemple la
elaboración de códigos de conducta de los servidores públicos. Para ello,
recomendamos tomar en cuenta las siguientes recomendaciones del Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD):
• Definir en forma colectiva los valores y estándares éticos del sector público.
• Garantizar que los valores y estándares éticos sean asumidos por los
funcionarios y conocidos por los ciudadanos.

• Supervisar el cumplimiento de los valores y estándares éticos en el


funcionamiento de las organizaciones públicas.

• Asegurar que los sistemas de organización vigentes apoyen la integridad ética,


transformando las conductas inadecuadas en actos difíciles de cometer y fáciles
de detectar.

• Determinar qué tipo de sanciones eficaces se dan ante los actos de corrupción
detectados y comprobados, y qué servicios competentes encargados de la
fiscalización, la investigación y el enjuiciamiento existen para descubrir faltas de
integridad y ética.

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• Establecer y fortalecer mecanismos que faciliten la vigilancia ciudadana sobre el
comportamiento de los funcionarios públicos.

2. El Sistema de Integridad Pública debería ser fortalecido con la formulación de una Ley
de Servicio Civil que implique:

• Un sistema de ascensos basado en el rendimiento y la capacidad profesional,


con el fin de desarrollar condiciones apropiadas para que el servidor público se
profesionalice y trabaje motivado a partir de incentivos adecuados (salarios
competitivos, capacitación permanente, etc.).

• Un sistema de promoción y recompensas en el sector público. Es necesario,


para esto, organizar un sistema o mecanismo público de reconocimiento y
recompensas por las conductas probas.

• Un sistema de asesoría y evaluación permanente. Se requiere un servicio de


orientación o asesoría permanente al servidor público y un sistema de
evaluación permanente de éste, tanto a nivel interno como por parte del público,
que redunde en una sistemática oportunidad de superación dentro de la carrera
pública 8encuestas de imagen de honestidad en las instituciones públicas, etc.)

• Asumir en los ministerios y entidades públicas una decidida política de


transparencia similar a la que se viene desarrollando en el campo económico y
fiscal, un sistema de fiscalización efectiva interna y externa de los funcionarios
restringiendo la discrecionalidad arbitraria de que hacen uso y un sistema de
sanciones que modifique las normas actuales de proceso administrativo-
disciplinario aplicable al os funcionarios, trabajadores docentes y administrativos.
A fin de garantizar la justicia administrativa, hacer expeditivos los procedimientos
y evitar la prescripción de las faltas.

• Establecer un conjunto de requisitos mínimos, de público conocimiento, para la


designación de Cargos de Confianza a fin de garantizar idoneidad en quienes por
encargo del Estado tienen la potestad de adoptar las más altas decisiones del
desarrollo nacional.

3. Se recomienda crear la carrera del Servicio Civil. El Sistema de Integridad Pública


tendrá una base sólida y mejores perspectivas para el desempeño público con la
existencia de Servidores Públicos entrenados especialmente para esta labor.

FOMENTAR LA VIGILANCIA CIUDADANA

Diagnóstico

Ausencia de un movimiento ciudadano de lucha contra la corrupción


En el Perú no ha existido un movimiento ciudadano especializado en la lucha contra la
corrupción. Sin embargo, a partir del 2000 y durante el presente año han surgido diferentes
iniciativas ciudadanas en esta materia.

Podemos clasificarlas como organizaciones nuevas y especializadas en la lucha contra la


corrupción, y organizaciones ya existentes que han incorporado la lucha contra la corrupción
como línea de trabajo. Este surgimiento y, en general, la preocupación creciente que tiene la
población frente al fenómeno de la corrupción ha sido posible a partir de hacerse públicos los
hechos y vídeos por todos conocidos que han mostrado la dimensión del deterioro de la moral
pública Esto nos señala que estamos en un momento muy importante para marcar un punto de
inflexión en la conciencia ciudadana. Sin embargo, esta trascendente tarea debe ser
impulsada y orientada, de manera tal que no sea una preocupación pasajera.

20
Un sector considerable de la población experimentó un estado de desmoralización y
escepticismo profundo al pensar que era prácticamente inútil enfrentarse al poder omnipotente
y oculto, pero más que ello primó en muchos casos el concepto de que la eficacia era más
importante que la honestidad. Así, la conocida frase “roba, pero hace obra” se manejó como
una justificación ante la gran corrupción. De otro lado, se constata que el marco legal sobre
participación ciudadana no sólo era escaso sino que, además, había sido elaborado de manera
tan complicada que en la práctica se hizo imposible su aplicación.

RECOMENDACIONES
Propuestas generales
1. Fomentar espacios de concertación entre las organizaciones ciudadanas y las
instituciones públicas responsables de la lucha contra la corrupción.

2. Garantizar el acceso a una información oportuna, clara y transparente para un efectivo


ejercicio de control ciudadano.

3. Capacitar a los servidores y funcionarios públicos para responder oportunamente a los


requerimientos de información de la ciudadanía.

4. Promover a través de los medios de comunicación el ejercicio de los derechos


ciudadanos y la organización contra la corrupción

Reforma de la Ley de Participación y Control Ciudadano (Ley 26300 y modificatorias)


1. Mejorar el ejercicio del derecho de revocatoria de autoridades elegidas, mediante la
extensión del mismo a los Congresistas de la República, la elección de las autoridades
regionales y judiciales conforme lo ordena la Constitución y la revisión de los procedimientos
para revocar alcaldes y regidores.

2. Reglamentar el derecho de remoción de autoridades designadas para todos los niveles


de gobierno (central, regional y local) y organismos estatales.

3. Revisar los requisitos y procedimientos del derecho de demanda de rendición de


cuentas, para establecer criterios flexibles que permitan y no impidan el ejercicio de los
derechos.

4. Revisar los requisitos para el ejercicio del derecho de iniciativa legislativa y de su


aprobación en el Congreso.

5. Revisar los requisitos y procedimientos del derecho de referéndum como derecho de


los ciudadanos sin sujeción al Congreso. Se recomienda que el referéndum pueda ser
solicitado por el 1% de los ciudadanos.

Instancias Descentralizadas de Atención Ciudadana


1. Establecer Oficinas Departamentales de Sugerencias y Denuncias Ciudadanas en
todas las capitales de Departamentos del país mediante convenios con el Ministerio
Público, la Contraloría General de la República y la Defensoría del Pueblo, y normar un
procedimiento claro y sencillo que permita la presentación, seguimiento y resolución
oportuna de las quejas y denuncias.

2. Promover la existencia de Equipos Móviles Interprovinciales de las Oficinas de


Recepción de Sugerencias y denuncias ciudadanas con las finalidad de que visiten
todas las provincias de los Departamentos.

3. Constituir Comisiones Municipales Contra la Corrupción en cada municipalidad


provincial que fiscalicen las labores de las autoridades administrativas de las
municipalidades, combatan la corrupción promuevan la ética pública en su
circunscripción.

Redes ciudadanas contra la corrupción

21
1. Promover Procuradurías Ciudadanas a cargo de organizaciones de la sociedad civil
encargadas de promover actividades de lucha contra la corrupción y promoción de la
ética pública en coordinación con las Oficinas Departamentales, Equipos Móviles
Interprovinciales y Comisiones Municipales.

Campañas Nacionales de Promoción, Educación y Difusión


1 Establecer Estímulos Nacionales orientados a premiar cada año a las instituciones,
funcionarios y organizaciones de la sociedad civil o personas individuales más
destacados en la lucha contra la corrupción y la promoción de la ética pública.

2. Promover Convenios de Integridad suscritos por los postores en licitaciones y


concursos del Estado promovidos por todas las instancias públicas y por los gremios
empresariales de la localidad.

Vigilancia Ciudadana sobre los Medios de Comunicación


Impulsar la constitución de Veedurías Ciudadanas de Comunicación Social, promovidas por
facultades de comunicación de las universidades, organizaciones no gubernamentales,
asociaciones de consumidores y usuarios y la Defensoría del Pueblo, entre otras instituciones.

22
LA BARBARIE QUE NO QUEREMOS CONOCER*

Gonzalo Portocarrero

En: Desplegando alas, abriendo caminos. Sobre las huellas de la violencia. Centro de
Atención Psicosocial. Lima. 2003.

Quisiera empezar agradeciendo la invitación de Carlos Iván Degregori2 a participar en esta


mesa redonda. He sentido esta invitación como un encargo honroso y una responsabilidad.
Como a todos los presentes, el tema de la violencia me ha angustiado y, durante mucho
tiempo, lo he pensado en forma casi obsesiva. No obstante, la invitación me tomó por sorpresa,
me asustó. En un comienzo sentí que podía decir muchas cosas pero temí que la dispersión
impidiera que mi exposición llegara a significar una posición definida. En esa agitación, se me
impuso la conveniencia de hilvanar en una argumentación ordenada las ideas que he ido
recogiendo y elaborando en los distintos espacios comunicativos en los que participo3. Espero
que esta síntesis, aunque apresurada, me ayude a controlar mi ansiedad. Me permite, en todo
caso, llegar a la cita de hoy con este escrito que me da seguridad. No obstante, para ayudar la
escucha y comprensión del texto, me parece pertinente anunciar el argumento central. Quiero
explorar con ustedes la idea de que en el Perú no queremos asumir la barbarie que
cotidianamente reproducimos. Es decir, en vez de enfrentar el espanto de nuestros odios y
desgarramientos nos decidimos por la prescindencia y el olvido. Y así, desde luego, no
aprendemos, no elaboramos una memoria que nos abra el camino del futuro.

I
Desde la época colonial al menos, el orden social ha sido en el Perú tan precario como estable;
mejor que el caos pero aún muy lejos de la ansiada legalidad. Los estilos de autoridad,
basados en la arbitrariedad, la fuerza y el abuso, siguen predominando pese a que los
procedimientos hayan cambiado. En realidad vivimos una tensión irresuelta entre la tradición
autoritaria y la institucionalidad democrática. En todo caso, el predominio del polo autoritario ha
minado la validez de la ley. Entonces, los dispositivos legales, careciendo de legitimidad, sin un
sentimiento de obligación que los valide, no han logrado sujetar ni al mal ni a la barbarie. La
función civilizatoria de la autoridad legal ha sido menguada por un íntimo descreimiento de su
efectividad debido a un profundo escepticismo. Por lo tanto, el mal, en sus múltiples rostros: el
abuso y la crueldad, la avidez y el autoflagelo, no ha tenido otro freno que los buenos
sentimientos de la gente. De otro lado, hay que añadir que la intensidad y la crudeza de los
antagonismos sociales no han encontrado un contrapeso moderador en la expectativa de una
integración pacificadora. Dadas todas estas circunstancias de invalidez de la ley y falta de una
ilusión comunitaria, resulta que una y otra vez hemos sido asaltados por estallidos de barbarie,
por periodos en los que se libera la ferocidad de los odios latentes en nuestra sociedad. Es
decir, el desmadre de los antagonismos: desde aquellos que enfrentan los grandes grupos
sociales hasta aquellos que oponen regiones, pueblos, familias y hasta familiares entre sí.

Ahora bien, debería ser claro que todos perdemos en la dinámica de la barbarie, pues en el
fragor de la lucha, en la actuación del odio, la violencia se emancipa de cualquier racionalidad

*
Este trabajo fue presentado en el Seminario Internacional "Memoria y violencia política en los
países andinos" organizado por el Instituto de Estudios Peruanos en Lima, el 19 de setiembre del
2002.

2
Carlos Iván Degregori, antropólogo, es uno de los integrantes de la Comisión de la Verdad y
Reconciliación. Es autor de una vasta bibliografía en el campo de las Ciencias Sociales.

3
Quisiera referirme al Seminario "Batallas por la memoria: los antagonismos de la promesa peruana",
que bajo el auspicio de la Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú se viene
desarrollando desde mayo del 2002. Agradezco a Jorge Bracarnonte, Santiago Lopez Maguiña, Marita
Harnrnann y Victor Vitch, con quienes compartirnos la responsabilidad de organizar el evento. También
tengo que referirme al Taller de Estudios de las Mentalidades Populares pues es otro espacio de dialogo
en el que han ido madurando muchas de las ideas que retorno acá.

23
convirtiéndose en un fin en sí misma, en crueldad, en un vicio que deshumaniza. Su actuación
genera aún más violencia y brutalidad. Llega un momento en que el fervor por causar daño
(casi) no tiene limites ni frenos, entonces las razones son cada vez menos importantes y la
orgía de violencia continua hasta que una de las partes se desangra.

La barbarie del periodo 1980-2000 no es un acontecimiento aislado en la historia del Perú, pero
la hondura de sus raíces y la cotidianidad de sus formas más diluidas no deben hacernos
insensibles a los hechos concretos y menos aún a las responsabilidades de los individuos.
Tiene que llamarse la atención sobre el carácter de "estallido" de la barbarie; es decir, la
generación súbita e imprevista de una dinámica en la que los odios rompen todos los diques y
se retroalimentan, creando una espiral de violencia que barre con todo. Una causación circular
acumulativa: el llamado efecto "bola de nieve".

La insurrección senderista tuvo un carácter abiertamente político pero un trasfondo religioso.


Alimentada por antagonismos reales, patentes en la explotación y exclusión seculares del
mundo andino, fue también motivada por una mezcla indiscernible de búsqueda de justicia y
afán utópico de cambiar radicalmente la sociedad peruana. Finalmente, en la ideología
maoista, el senderismo encontró la perspectiva que le permitía convocar y enaltecer al odio;
transmutarlo en violencia. Más que una visión del país, el marxismo de los sesenta e una
produjo un estado de ánimo. La abyección de la injusticia encontraba en el gamonal, el
empresario nativo y el capitalista extranjero sus asquerosas corporeizaciones. Y las soluciones
parecían estar al alcance de la mano. Surge entonces la "idea critica". Una visión lacerada del
país. El Perú se funda en una injusticia radical, constitutiva: un país expropiado a sus
auténticos dueños, un simulacro de nación, una patria estéril, incapaz de nutrir a sus hijos.
Apropiada, usada, vendida por las fuerzas del colonialismo, reclama, sin embargo, advenir a la
vida. Liberarse de las trabas que frenan su progreso. Para ello es necesario barrer
jubilosamente a los opresores, sin miramientos, ni concesiones. En el temple emocional de esta
posición confluyen pues el resentimiento, la indignación y la esperanza.

Ahora bien, la "idea crítica" es una visión que surge desde abajo, en los sectores escolarizados
del mundo andino. Es además una respuesta demorada a la narrativa criolla, a la idea oficial
del Perú. En efecto, a mediados del XIX, el mundo criollo, pese a su insignificancia
demográfica, se asume como la encarnación del Perú. Excluye así al mundo andino, le niega
todo valor y proclama que la redención del indígena solo seria posible gracias a la educación.
Predomina la pro creencia de que los indios se “degeneraron", primero por la conquista, luego
por los trabajos excesivos del coloniaje y finalmente por las fiestas y borracheras. Se perfila
entonces una imagen (criolla) del indio donde se compaginan el desprecio y la culpa. Un ser
triste y abyecto, en cuya (mala) suerte los criollos tenemos tanto una oportunidad que
aprovechar (la empleada doméstica, el cholo barato) como una responsabilidad que afrontar.
Sea como fuere, la idea critica es la respuesta andina a la narrativa criolla.

La tensión entre ambos relatos es clara. Lo que es menos visible, sin embargo, es aquello que
comparten. Ante todo la deshumanización del otro. La idea crítica se funda sobre una
endogamia popular andina desde donde los criollos pueden aparecer como "pistacos"4, seres
malignos que deben ser destruidos. Por su lado, desde la narrativa criolla, la "indiada" es bruta,
(casi) incapaz de acceder a la civilización. Sólo la dureza del maltrato puede salvarla de su
propia bestialidad. Pero, pese a las mutuas excomuniones, ambas perspectivas están tras el
horizonte de la "promesa peruana". El deseo que recorre ambos relatos es establecer una
comunidad nacional. Un espacio de identificaciones y de solidaridad. En ambos casos, no
obstante, se trata de un deseo que se desarrolla unilateralmente en la dirección de la
semejanza; es decir, se aspira a la convergencia homogenizadora, a la fusión unificadora.
Ahora bien, la excomunión del otro y el rechazo del diferente son actitudes lógicas cuando la
heterogeneidad ha estado asociada a la jerarquía y al maltrato. De cualquier forma, el hecho es
que el deseo de fundar una comunidad diversa no ha estado igualmente presente en el
imaginario peruano. La idea de una sociedad de ciudadanos, tolerantes de sus diferencias;
aunque celosos de su mutua equidad, ha sido relativamente marginal y tardía.
4
El pistaco es una figura mítica, un personaje siniestro que asesina a la gente a fin de sacar a sus víctimas
la grasa. Se supone que esta grasa es luego vendida a un elevado precio en el mercado internacional.

24
Enfatizar el terreno de la cultura, de las simbolizaciones, no significa necesariamente perder de
vista las otras dimensiones de los vínculos sociales. La verdad oficial, la narrativa criolla,
legitimó la explotación del indio y del cholo. Fomentó el centralismo, concentró al Estado y a
sus funciones, tanto administrativas como represivas y civilizadoras, en la costa y en Lima. De
esta manera se generó una profecía autocumplida, un círculo vicioso. La explotación
económica y la exclusión política degradaron el mundo andino, dificultaron su desarrollo
económico y su afirmación cultural. Paradójicamente, el relativo éxito de la narrativa criolla
sedimentó entre sus cultores un temple pesimista y nostálgico. El sujeto criollo se define como
preso de la tragedia. El destino es abrumador pues el mismo criollo ha convertido a los
inocentes indios de ayer en los seres abyectos de hoy. Y, finalmente, con tanto indígena y con
tanto cholo no puede ser sino menguado el futuro que aguarda al Perú.
II
La verdad, dice Badiou, "no sobrevuela los datos de la experiencia, es una figura singular de la
inmanencia". Además, insiste este autor, no existe rasgo predicativo y único que pueda totalizar
los componentes de una verdad, por lo que una verdad es una multiplicidad infinita. Entonces
sólo nos queda elaborar aproximaciones a ella. Narrativas necesariamente incompletas pero
traspasadas por una intención de veracidad, por una buena fe, que las hace siempre abiertas,
capaces de acoger e integrar ese hecho desconocido o aquella novedad que estaba
(maliciosamente) oculta. Lo que llamamos "verdad" es un "forzamiento", algo inacabado que
nos permite, sin embargo, anticipaciones de saber, "no sobre lo que es sino lo que habrá sido
si la verdad alcanza su culminación" (Badiou, 1995, pp. 42- 43). Desde esta perspectiva la
Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) tendría que apresurar un relato que "fuerce" la
verdad, que sea una mejor hipótesis, que nos permita comprender y enjuiciar las
responsabilidades en el estallido de la barbarie que asoló nuestro país entre 1980 y el año
2000.

Si pensáramos las tareas de la CVR desde lo deseable y no sólo desde lo políticamente


posible, cifraríamos en ella la esperanza de reconstruir el imaginario nacional de elaborar una
narrativa que dialectice e integre la historia oficial criolla con la perspectiva de la idea crítica.
Reconocer lo incompleto de la validez de cada una de estas grandes aproximaciones. Hacerlo
mediante la contrastación y el dialogo que nos haga tomar conciencia de que ambas son
(sub)versiones de la promesa peruana. Entonces, por ejemplo, no se trata, coma la plantea la
historia oficial, de que la "invasión española" fuera una "conquista", el fin del mundo
prehispánico y la paulatina degeneración de lo nativo en una cuasi animalidad de la que nada
bueno puede salir. Pero tampoco se trata de que las clases más favorecidas sean pistacos
encubiertos, demonios malvados que tendrían que ser destruidos. Otra vez es visible la
simetría entre los relatos. El racismo criollo animaliza al hombre andino. Y la endogamia andina
deja fuera y sataniza al criollo foráneo y diferente. No habrá una narrativa nacional, una
identidad peruana hasta que estas visiones no se confundan, hasta que quede clara la
veracidad incompletud de cada una de ellas.

Para empezar, la CVR debería desmontar el informe Uchuraccay. Dicho informe usó la
verosimilitud de la narrativa criolla para generar la premisa básica de la llamada "guerra sucia".
Me refiero a la ausencia de testigos, a la marginación de la prensa de las "zonas de
emergencia" desde entonces totalmente sujetas al terror estatal. Los hechos fueron clarísimos.
Las fuerzas armadas (FFAA) alentaron a los campesinos a eliminar a los extraños, al mismo
tiempo que rehusaban dar protección a los periodistas que querían cubrir los sucesos de la
violencia. La trampa estaba tendida y ocurrió entonces la que tenía que ocurrir: los campesinos
asesinaron a los periodistas y desde entonces nadie se atrevió a adentrarse en las "zonas de
emergencia". Recurriendo a la teoría del "malentendido" –como los indios son brutos y estaban
asustados es seguro que confundieran a los periodistas con subversivos-, el informe
Uchuraccay diluye la responsabilidad de las FFAA ocultando la existencia de una política
genocida. De cualquier forma el informe fue decisivo pues puso al Perú urbano de espaldas a
lo que estaba sucediendo en el mundo rural. Las zonas de emergencia, núcleos de
concentración del mundo andino, quedaron excluidas de las escasas garantías del orden legal.
Allí primó la barbarie de ambos bandos. Mientras tanto, en el otro Perú, la mayoría no quería
saber. Las excepciones fueron los que no tenían miedo de saber y aplaudían la barbarie y, de
otro lado, los menos, ina ínfima minoría, aquellos que sabían y criticaban pero que igual (casi)
no eran escuchados.

25
En realidad las "zonas de emergencia" se convirtieron en "campos de concentración". Es decir,
según Agamben, en espacios "donde la ley es suspendida en forma integral, donde todo es
verdaderamente posible". La población es despojada de cualquier derecho de modo que su
propiedad puede ser robada y, ella misma, violada, torturada y asesinada. En realidad la
política de ambos contendientes fue similar. Cada bando se guió por la máxima de "todo el que
no está abiertamente conmigo está contra mí". Ambas partes rechazaron la posibilidad de ser
neutrales. Los que no tomaban partido eran definidos como gente peligrosa, como
simpatizantes potenciales del bando contrario. La idea era lograr el control total de la población
y la destrucción también total de la fuerza opuesta. En ese contexto, la barbarie es la ley.
Todos autorizados a vivir su odio, a experimentar su crueldad. A la larga, desde luego, se
impuso el poder más temible.
Pero la narrativa criolla no sólo fue argumentada por intelectuales para hacer invisible el
genocidio. Aún más decisivamente, marcó la actuación cotidiana de oficiales y soldados en las
"zonas de emergencia". Deshumanizó a los "cholos" e "indios" y justificó el asesinato a
mansalva de todos aquellos que no estaban dispuestos a aliarse explícitamente con el Estado
criollo. No tomar partido era ser un "terruco" o un "soplón", delito que podía ser condenado con
la tortura y el asesinato. Pero en honor a la verdad, habría que decir que no sólo fue el racismo
criollo la ideología que fundamentó la acción de las FFAA. Igualmente importante fue la
doctrina contrainsurgente elaborada por los Estados unidos y transmitida en las escuelas para
oficiales de América Latina. La idea era que el comunismo se basa en el terror y que la
respuesta no puede ser otra que crear un terror más grande. Uno que subyugara a las
poblaciones que pudieran apoyar a los subversivos, que los persuadiera de que por ese camino
les iría peor. En realidad la doctrina funcionó.

No obstante, la CVR no ha hecho ni lo uno ni lo otro. No ha denunciado el informe de


Uchuraccay y tampoco ha puesto en evidencia las bases racistas e ideológicas de la política
contrainsurgente. Ha apostado a que la verdad se abrirá paso a través de la reiteración de
testimonios que irían sedimentando en la conciencia publica la idea de que hubo una política
contrasubversiva salvaje, que cifro su éxito en fomentar una crueldad viciosa. Pero en este
vacío interpretativo, con la idea de no anticipar conclusiones a "forzar" la verdad, sucede que
aquellos que fomentaron y excusaron el salvajismo pueden seguir hablando de "excesos"
lamentables pero imposibles de evitar, dado el carácter civil del enfrentamiento y la
imposibilidad de distinguir entre el enemigo y la población. El Estado, en vez de gastar unos
cuantos millones en atrapar a Guzmán, reaccionó asesinando millares de campesinos al costo
de muchos miles de millones de dólares. Y la CVR, en lugar de poner al desnudo la bestialidad
de nuestro mundo social, ha optado por dejar que las víctimas se encarguen de la tarea. Pero
no creo que de la acumulación de "testimonios" pueda componerse una verdad. La
proliferación de datos e información no garantiza de por sí una narrativización más veraz de la
que está disponible en el sentido común. De hecho, la interpretación oficial -los senderistas
crueles y fanáticos enfrentan a las fuerzas del orden que cometen excesos pero que logran
finalmente un triunfo que es también el del país- no tiene contrapesos. En todo caso, está la
versión simétricamente opuesta. La de los senderistas derrotados para quienes su lucha fue
justa aunque sus excesos fueron una equivocación.

El problema se complica porque la coyuntura política varía. La creciente debilidad del sistema
representativo, de los líderes y los partidos políticos, consolida la fuerza de los militares. Tanto
así que las cosas que no se dijeron en su momento serán mucho más difíciles de decir en el
futuro. Inclusive las FFAA, en un inicio, aparentemente dispuestas a reconocer mucha de su
responsabilidad, han retrocedido a su posición “tradicional” que es extender un manto de
impunidad a cada uno de sus miembros. Cuando se dice que el asesinato es un “delito de
función” se está admitiendo que los ejecutores tenían un mandato expreso de no respetar la
vida de la gente; de crear ese terror mucho más grande y disuasivo que el terror senderista.
Entonces las FFAA parecen convencidas de que no hubo otro camino, que el horror genocida
era la única forma de frenar la insana senderista.

El dispositivo de las audiencias públicas parece estar inspirado en la idea de que la verdad se
abrirá paso dejando hablar a las "víctimas". Pero las audiencias no han causado sensación, no
se han sostenido como parte de la agenda pública. El común de las gentes, al menos en Lima,
las ha ignorado. Igual sucede en gran medida con la misma CVR. Las causas y razones de

26
esta indiferencia son muy complejas y variadas. No obstante, en un esfuerzo de síntesis, habría
que poner por delante el dato de que la CVR no nace de un mandato popular. También el
hecho de que haya optado por un perfil bajo. Pero quizá lo más decisivo es que la gente no
quiere saber. Los hechos son demasiado traumáticos y, de otro lado, la expectativa de que
pueda hacerse una justicia realmente efectiva es tan remota que, en lo cotidiana, prima una
apatía o desinterés. Las mayorías protegen así su calma y (buena) conciencia. Pero quizá esta
apatía sea también resultado que la CVR no haya logrado formular una promesa lo
suficientemente seductora. Es decir, que no haya insistido en que su fin es elaborar una
narrativa nacional que funde el sujeto ciudadano. Afirmar que es posible sostener las fuerzas
de la barbarie, siempre y cuando se las reconozca y se ofrezca a cambio el horizonte
revitalizado de la "promesa peruana" de una vida digna para todos, basada en el respeto y la
solidaridad entre los peruanos en vez de la jerarquía y la discriminación, hoy tan prominentes.

Esto me lleva al último punto que quisiera tratar: la perspectiva de lo deseable es necesaria
pero ilusoria en el actual contexto político. Queda así la perspectiva de lo posible y conforme el
tiempo pasa se hace evidente que muy pocos apoyan la CVR. En realidad esta es el
remanente de una apertura y una esperanza que parecen hoy clausuradas. En este contexto se
vuelve penoso escuchar a los comisionados ofrecer justicia alas victimas que testimonian su
dolor. La promesa está desfasada. A la CVR sólo le queda avivar la esperanza de justicia,
autoindicarse como un primer intento, señalar la radical insuficiencia de sus trabajos,
manifestar que éstos recién empiezan...

Entonces, la tarea fundamental está en el futuro. Insistir en la necesidad de elaborar una


memoria colectiva, una narración creadora de ciudadanía. Relato que deberá tener sus
soportes rituales, sus espacios de vivificación. Señalar el horror, mostrar la barbarie. Estas
tareas son enteramente posibles.
Lima, octubre 2002

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