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Vicente Riva Palacio

(1832-1896)
Como todo hombre prominente del siglo XIX, realizó una amplia
carrera publica: fue diputado, gobernador, magistrado de la
suprema corte de justicia y ministro. Fue, además, un periodista
exitoso con una señalada y personal actitud critica y satírica a la
que da rienda suelta en los periódicos La Orquesta y El Ahuizote.
El cuento "La Máquina de Coser" se incluye en el libro Cuentos
del General, que es una colección de veintiséis relatos que
presentan características comunes: brevedad en el título, la
acción y la descripción de los personajes; el estilo cuidadoso,
justo y preciso.
Riva palacio es considerado como uno de los iniciadores del
cuento mexicano.

La máquina de coser

Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban


más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan
desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto,
y la máquina de coser.

Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su
hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armado
combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia
que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en
un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que
empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para
ellas como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía, y


cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero aquel trabajo
era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna
prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla


parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna
hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la
mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y
oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era
acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por
cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el
calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para
aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas
estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando


una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra
seguía en el trabajo.

Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel
amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar
uno; era el verano, y las señoras que podían protegerla no se hallaban en
Madrid; estaban unas en Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el
Sardinero de Santander; y el administrador se mostraba inflexible.

No había medio; empeñar la máquina o salir con ella a pedir limosna en


mitad de la calle.
Cuando Marta vio que don Pablo el portero cargaba con aquel mueble,
esperanza y compañía de su juventud, sintió como si fuera a ver expirar
una persona de su familia.

Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la
máquina, miró el polvo en el piso, dibujando la base de la pequeña
cómoda, y le pareció como si se hubiera quedado huérfana en ese
momento. Todo lo por venir apareció ante sus ojos.

Pan y habitación para un mes, ¿y luego? ... Se cubrió la


cabeza, se arrojó sobre su cama y comenzó a llorar
silenciosamente, y como les pasa a los niños, se quedó
dormida.

Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa


para almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que en una preciosa
bandeja de plata le presentó su camarista.

El General la abrió, y a medida que iba leyéndola se acentuaba una sonrisa


en sus labios que vino a terminar casi en una carcajada.

- Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus invitados-, ni al


demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón la compra de
una máquina de coser.

- ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura? -preguntó sonriendo uno de


los amigos.

- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero quiere
regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia, y quiere
que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo toque de
ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡di a Pedrosa que
venga en seguida!

Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos sabían que el


General tenía el genio más dulce de la tierra con tal de que no le
contradijeran y que le sirviesen al pensamiento.
Los otros criados comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos
después se presentó Pedrosa.

- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana;
que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser;
va usted a comprarla en seguida.

- Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina.

- Yo no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la


Marquesa. Que esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de
máquinas?

- Sí, mi General.

- Pues en marcha.

Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y rojo de fatiga.

- Ahí está ya la máquina.


- Bien; arréglela usted para que pueda ir esta tarde por el tren; pero no,
tráigala usted aquí, quiero ver cómo es una de esas máquinas, que no las
conozco.

- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá usted hacernos ver
que nunca ha tenido que ver con una modista?

- Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de honor,


como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato que
menos funcionaba durante mi visita.

Entraron la máquina al comedor; rodeáronla todos, y cada uno de ellos


daba su opinión sobre ruedas y palancas, y querían moverla de un modo y
de otro, todo con la más perfecta ignorancia.

- Está bien cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba la muchacha


que la mandó empeñar... ¡pobre mujer! Quizá le costó un sacrificio el
desprenderse de este mueble, obligada por la necesidad.

- Quizá le sopló la fortuna y no quiso trabajar más -replicó uno de los


comensales.

- Doctor -dijo el General-, nadie empeña cuando sopla la fortuna. Algo


daría yo por saber de quién era esta máquina.

- ¿Y para qué?

- Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no la ha


desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene
todavía; yo compraría otra para mi hermana, si ella regala una máquina,
¡por qué no he de regalar yo otra?

Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había de


llevar adelante, se apresuró a decir:

- Sí mi General quiere, por los papeles que dan en el Monte de Piedad


puedo yo saber quién era la dueña.

- Pues en seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la


máquina hasta entregarla a la pobre mujer que la empeñó.

- Mi General, ¿y si me preguntan de parte de quien voy?

- Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte de una señora;


invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no más que no
suene mi nombre para nada.

Pedrosa salió apresuradamente, y todos volvieron a tomar sus respectivas


tazas de café.

En un alegre piso de la calle del Varquillo había habido un almuerzo


animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra de la
hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos o tres amigas suyas
estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven Marqués que cubría
los gastos de aquella casa.

La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de copas,


y la madre de Celeste entraba y salía disponiéndolo todo, que aunque
nunca había tenido grandeza, había servido en casas en donde la
grandeza era el estado normal.

Repentinamente sonó la campanilla: alguien llamaba en la escalera, cruzó


la puerta, y pocos momentos después entró la doncella, que era una
francesita con humos de gitana, y dirigiéndose a celeste le dijo;

- Señora, un hombre que trae una máquina de coser para la señora.

- ¿Para mí? -dijo con gran admiración Celeste-. Se habrán equivocado de


cuarto.

- Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora.

- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí.

La doncella salió, y los chistes más picantes se cruzaron entre los


convidados a propósito de aquel regalo. La madre de Celeste, al lado de la
puerta, esperaba también con curiosidad.

El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó en medio del comedor y


se retiró inmediatamente. Celeste se levantó sonriendo, se acercó al
mueble y repentinamente una nube de tristeza cubrió su rostro; abrió con
mano trémula las puertecillas, y exclamó como una especie de gemido,
dirigiéndose a la mujer que estaba en la puerta.

- ¡Madre, nuestra máquina!

Y se inclinó sobre el mueble silenciosamente.

Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas lágrimas desprendidas


de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes del aparato.

- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga quién
manda esto.

Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo que


pasaba, y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, contó todo,
todo, sin ocultar el nombre del General.

Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose, le dijo a Pedrosa:

- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este regalo;
pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia;
llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero
ver, porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa
mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una
máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio... pero no,
espere usted un momento.

Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor, llegó


a su gabinete, abrió una pequeña gaveta, y sacó de allí un carrete de hilo,
ya comenzado, volvió al comedor, hizo mover los resortes de la máquina,
colocó allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose a Pedrosa
le dijo:
- Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último que tuvo la
máquina, y que lo guardaba como un recuerdo: ese es el regalo de la
muchacha honrada para la joven de Segovia.

Manuel Gutiérrez Nájera

(1822-1895)

Ciudad de México. Su actividad artística se inicia a temprana


edad y transcurre plena como colaborador de las
publicaciones periódicas más importantes del siglo XX.
En el cuento “la mañana de san Juan”, se pueden encontrar
los rasgos literarios más sobresalientes de su obra: la mezcla
de lo poético y lo narrativo; la emotividad romántica, la
familiaridad de los temas, la presencia de mujeres y niños así
como los personajes predilectos y la recreación de la realidad.

Manuel Gutiérrez Nájera


La mañana de san Juan

Pocas mañanas hay tan alegres, tan frescas, tan azules como esta mañana
de San Juan. El cielo está muy limpio, "como si los ángeles lo hubieran
lavado por la mañana"; llovió anoche y todavía cuelgan de las ramas
brazaletes de rocío que se evaporan luego que el sol brilla, como los
sueños luego que amanece; los insectos se ahogan en las gotas de agua
que resbalan por las hojas, y se aspira con regocijo ese olor delicioso de
tierra húmeda, que sólo puede compararse con el olor de los cabellos
negros, con el olor de la epidermis blanca y el olor de las páginas recién
impresas. También la naturaleza sale de la alberca con el cabello suelto y
la garganta descubierta; los pájaros, que se emborrachan con agua,
cantan mucho, y los niños del pueblo hunden su cara en la gran palangana
de metal. ¡Oh, mañanita de San Juan, la de camisa limpia y jabones
perfumados, yo quisiera mirarte lejos de estos calderos en que hierve
grasa humana; quisiera contemplarte al aire libre, allí donde apareces
virgen todavía, con los brazos muy blancos y los rizos húmedos! Allí eres
virgen: cuando llegas a la ciudad, tus labios rojos han besado mucho,
muchas guedejas rubias de tu undívago cabello se han quedado en las
manos de tus mil amantes, como queda el vellón de los corderos en los
zarzales del camino; muchos brazos han rodeado tu cintura; traes en el
cuello la marca roja de una mordida, y vienes tambaleando, con traje de
raso blanco todavía, pero ya prostituido, profanado, semejante al de
Giroflé después de la comida, cuando la novia muerde sus inmaculados
azahares y empapa sus cabellos en el vino. ¡No, mañanita de San Juan, así
yo no te quiero! Me gustas en el campo: allí donde se miran tus azules
ojitos y tus trenzas de oro. Bajas por la escarpada colina poco a poco;
llamas a la puerta o entornas sigilosamente la ventana para que tu mirada
alumbre el interior, y todos te recibimos como reciben los enfermos la
salud, los pobres la riqueza y los corazones el amor. ¿No eres amorosa?
¿No eres muy rica? ¿No eres sana? Cuando vienes, los novios hacen sus
eternos juramentos; los que padecen, se levantan vueltos a la vida; y la
dorada luz de tus cabellos siembra de lentejuelas y monedas de oro el
verde oscuro de los campos, el fondo de los ríos y la pequeña mesa de
madera pobre en que se desayunan los humildes, bebiendo un tarro de
espumosa leche, mientras la vaca

muge en el establo. ¡Ah! Yo quisiera mirarte así cuando


eres virgen, y besar las mejillas de Ninón... ¡sus mejillas
de sonrosado terciopelo y sus hombros de raso blanco!
Cuando llegas, ¡oh mañanita de San Juan!, recuerdo una vieja historia que
tú sabes y que ni tú ni yo podemos olvidar. ¿Te acuerdas? La hacienda en
que yo estaba por aquellos días era muy grande; con muchas fanegas de
tierra sembrada e incontables cabezas de ganado. Allí está el caserón,
precedido de un patio, con su fuente en medio. Allá está la capilla. Lejos,
bajo las ramas colgantes de los grandes sauces, está la presa en que van a
abrevarse los rebaños.

Vista desde una altura y a distancia, se diría que la presa es la enorme


pupila azul de algún gigante, tendido a la bartola sobre el césped. ¡Y qué
honda es la presa! ¡Tú lo sabes...!

Gabriel y Carlos jugaban comúnmente en el jardín. Gabriel tenía seis años;


Carlos, siete. Pero un día la madre de Gabriel y Carlos cayó en cama, y no
hubo quien vigilara sus alegres correrías. Era el día de San Juan. Cuando
empezaba a declinar la tarde, Gabriel dijo a Carlos:

-Mira, mamá duerme y ya hemos roto nuestros fusiles. Vamos a la presa.


Si mamá nos riñe, le diremos que estábamos jugando en el jardín.

Carlos, que era el mayor, tuvo algunos escrúpulos ligeros. Pero el delito no
era tan enorme, y además, los dos sabían que la presa estaba adornada
con grandes cañaverales y ramos de zempazúchil. ¡Era día de San Juan!
-¡Vamos! -le dijo-, llevaremos un Monitor para hacer barcos de papel y les
cortaremos las alas a las moscas para que sirvan de marineros.

Y Carlos y Gabriel salieron muy quedito para no despertar a su mamá, que


estaba enferma. Como era día de fiesta, el campo estaba solo. Los peones
y trabajadores dormían la siesta en sus cabañas. Gabriel y Carlos no
pasaron por la tienda, para no ser vistos, y corrieron a todo escape por el
campo. Muy en breve llegaron a la presa. No había nadie: ni un peón, ni
una oveja. Carlos cortó en pedazos el Monitor e hizo dos barcos, tan
grandes como los navíos de Guatemala. Las pobres moscas, que iban sin
alas y cautivas en una caja de obleas, tripularon humildemente las
embarcaciones.

Por desgracia, la víspera había limpiado la presa, y estaba el agua un poco


baja. Gabriel no la alcanzaba con sus manos. Carlos, que era el mayor, le
dijo:

-Déjame a mí que soy más grande. Pero Carlos tampoco la alcanzaba.


Trepó entonces sobre el pretil de piedra, levantando las plantas de la
tierra, alargó el brazo e iba a tocar el agua y a dejar en ella el barco,
cuando, perdiendo el equilibrio, cayó al tranquilo seno de las ondas.
Gabriel lanzó un agudo grito. Rompiéndose las uñas con las piedras,
rasgándose la ropa, a viva fuerza logró también encaramarse sobre la
cornisa, teniendo casi todo el busto sobre el agua. Las ondas se agitaban
todavía. Adentro estaba Carlos. De súbito, aparece en la superficie, con la
cara amoratada, arrojando agua por la nariz y por la boca.
¡Hermano!, ¡hermano!

-¡Ven acá!, ¡ven acá! No quiero que te mueras.

Nadie oía. Los niños pedían socorro, estremeciendo el aire con sus gritos;
no acudía ninguno. Gabriel se inclinaba cada vez más sobre las aguas y
tendía las manos.

-Acércate, hermanito, yo te estiro.


Carlos quería nadar y aproximarse al muro de la presa, pero ya le faltaban
fuerzas, ya se hundía. De pronto, se movieron las ondas y asió Carlos una
rama, y apoyado en ella logró ponerse junto del pretil y alzó una mano;
Gabriel la apretó con las manitas suyas, y quiso el potro niño levantar por
los aires a su hermano, que había sacado medio cuerpo de las aguas y se
agarraba a las salientes piedras de la presa. Gabriel
estaba rojo y sus manos sudaban, apretando la blanca
manecita del hermano.

-¡Si no puedo sacarte! ¡Si no puedo!

Y Carlos volvía a hundirse, y con sus ojos negros muy abiertos le pedía
socorro.

-¡No seas malo! ¿Qué te he hecho? Te daré mis cajitas de soldados y el


molino de marmaja que te gustan tanto. ¡Sácame de aquí!

Gabriel lloraba nerviosamente, y, estirando más el cuerpo de su hermanito


moribundo, le decía:

-¡No quiero que te mueras! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡No quiero que se muera!
Y ambos gritaban, exclamando luego:

-¡No nos oyen! ¡No nos oyen!

-¡Santo ángel de mi guarda! ¿Por qué no me oyes?

Y entretanto fue cayendo la noche. Las ventanas se iluminaban en el


caserío. Allí había padres que besaban a sus hijos. Fueron saliendo las
estrellas en el cielo. ¡Diríase que miraban la tragedia de aquellas tres
manitas enlazadas que no querían soltarse, y se soltaban! ¡Y las estrellas
no podían ayudarles, porque las estrellas son muy frías y están muy altas!

Las lágrimas amargas de Gabriel caían sobre la cabeza de su hermano. ¡Se


veían juntos, cara a cara, apretándose las manos, y uno iba a morirse!

-Suelta, hermanito, ya no puedes más; voy a morirme.

-¡Todavía no! ¡Todavía no! ¡Socorro! ¡Auxilio!

-¡Toma! Voy a dejarte mi reloj. ¡Toma, hermanito!

Y con la mano que tenía libre sacó de su bolsillo el diminuto reloj de oro
que le habían regalado el Año Nuevo. ¡Cuántos meses había pensado sin
descanso en ese pequeño reloj de oro! El día en que al fin lo tuvo no
quería acostarse. Para dormir, lo puso bajo su almohada. Gabriel miraba
con asombro sus dos tapas, la carátula blanca en que giraban poco a poco
las manecitas negras y el instantero que, nerviosamente, corría, corría,
sin dar jamás con la salida del estrecho círculo. Y decía: "¡Cuando tenga
siete años como Carlos, también me comprarán un reloj de oro!" "No,
pobre niño; no cumples aún siete años y ya tienes el reloj.
Tu hermanito se muere y te lo deja. ¿Para qué lo quiere? La tumba es muy
oscura, y no se puede ver la hora que es."

-¡Toma, hermanito, voy a darte mi reloj; toma, hermanito!

Y las manitas ya moradas se aflojaron, y las bocas se dieron un beso


desde lejos. Ya no tenían los niños fuerza en sus pulmones para pedir
socorro. Ya se abren las aguas, como se abre la muchedumbre en una
procesión cuando la Hostia pasa. ¡Ya se cierran y sólo queda por un
segundo, sobre la onda azul, un bucle lacio de cabellos rubios!

Gabriel soltó a correr en dirección del caserío, tropezando, cayendo sobre


las piedras que lo herían. No digamos ya más: cuando el cuerpo de Carlos
se encontró, ya estaba frío, tan frío, que la madre, al besarlo, quedó
muerta.

¡Oh mañanita de San Juan! ¡Tu blanco traje de novia tiene también
manchas de sangre!

Juan José Arreola

(1918-2001)

Nació en Zapotlán el grande, Jalisco. En una


época en que predominaban la literatura de
nuestro país el realismo y los temas sobre el
campo, Arreola dio vida a una literatura
novedosa y sorprendente, basada en los sueños
y la fantasía; junto con Juan Rulfo transformó la
literatura mexicana, ubicándola en el universo
del panorama mundial.

El guardagujas

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que


nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con
un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el
horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que
el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al
volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto
ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña,
que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con
ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora
mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un
extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que


pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá
mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos


informes.

-Por favor...

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora
no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes
cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición
de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones
de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y
remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones
contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los
habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las
irregularidades del servicio y su patriotismo les
impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse


cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas
poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas.
Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar
por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar
muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron
abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el
honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería
darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida
tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de
T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser


conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá
usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo
grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras
compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en
boletos una verdadera fortuna...

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el


dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en
pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que
incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por
los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?


-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los
viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en
cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras
palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas


medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables.
Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su
trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones
importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la
empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla
ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los
conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado
en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos
trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un
lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que
dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de
las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de
segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en
que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren
queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El


tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas
se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las
obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas
de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha
sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los
vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales


aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse


en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren
su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos
pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en
nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el
maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la
línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien,
el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y
obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su
enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en
hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de
contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan
satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción
del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas
de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es


usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome
el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas
estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por
una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir
ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su
increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente
se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para
siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes
de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de
educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la


imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente
costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su
venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros
adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban
encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de
escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un
entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar
un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les
proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros
les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones.


Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una
ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la
empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay
estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y
llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco
de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del
teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos
muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a
veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales
de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe


excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como
desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye
la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni
siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T.
Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia:
"Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros
descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese


resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo.


Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a
llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con
sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?


En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías.
Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el
espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y
habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los
sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario
más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer
la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su
vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación
perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad
posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en
T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro,


muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está
expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están
provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en
el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas.
Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido
y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren
permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la


ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de
traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en
manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber
adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas


jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos
tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros
me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones
además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que
los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los
pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto
de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de
grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que
admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una
vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo
vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero


acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas
intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda
civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan loores
selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le
gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar
desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de


bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El
guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y
desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía,


desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia,
se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice


que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto


rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente,
al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso


advenimiento.

Mario Benedetti

(1920- )

Uruguay. Se vio obligado a trabajar desde edad muy


temprana, lo que le permitió conocer con profundidad el
ambiente monótono y gris de las oficinas burocráticas de
Montevideo, que se convirtió en un elemento central de
sus obras. En 1949, benedetti publicó su primer libro de
cuentos, esta mañana; un año mas tarde, el libro de
poemas, solo mientras tanto. En 1953 pública su primera
novela, quien de nosotros. El tono informal y de
conversación, característico de su escritura, ejerció una
gran influencia en los poetas de su generación. Con su
novela la tregua, que apareció en 1960, Benedetti adquirió
presencia internacional. Su rica y abundante producción
literaria abarca todos los géneros.

El Otro Yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban


rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a
la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo
menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices,


mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho
le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus
amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello,
Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió
lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba
Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba
con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer,
pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo
nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre


Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente
vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de
lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban
sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en
risotadas.

Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia.


Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban:
«Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo,


sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la
nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la
melancolía se la había llevado el Otro Yo.

Augusto Monterroso
(1921-2003)

Guatemalteco, llegó como un exiliado


político a la ciudad de México en 1994, en
donde se estableció y desarrolló su
excepcional obra literaria. En 1975 recibió
el premio Villaurrutia y en 1988 la
condecoración del Águila Azteca. Con
títulos como obras completas (y otros
cuentos) (1959). La oveja negra y demás
fábulas (1969), movimiento perpetuo
(1972), lo demás es silencio (1978), viaje
al centro de la fábula (1981), la palabra
mágica (1983), y la letra e (1987), el autor
ocupa un importante lugar entre los
escritores latinoamericanos.

El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada


podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza,
aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en
el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a
bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su
labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a
Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las


lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron
comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su


cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que
para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más
íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y
salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad


en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no
sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su


sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la
opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin
ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que
se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la
comunidad maya habían
previsto y anotado en
sus códices sin la valiosa
ayuda de Aristóteles.

Karla Alejandra Medina


Casillas
N/L: 27
G/G: 2: B

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