Professional Documents
Culture Documents
(1832-1896)
Como todo hombre prominente del siglo XIX, realizó una amplia
carrera publica: fue diputado, gobernador, magistrado de la
suprema corte de justicia y ministro. Fue, además, un periodista
exitoso con una señalada y personal actitud critica y satírica a la
que da rienda suelta en los periódicos La Orquesta y El Ahuizote.
El cuento "La Máquina de Coser" se incluye en el libro Cuentos
del General, que es una colección de veintiséis relatos que
presentan características comunes: brevedad en el título, la
acción y la descripción de los personajes; el estilo cuidadoso,
justo y preciso.
Riva palacio es considerado como uno de los iniciadores del
cuento mexicano.
La máquina de coser
Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su
hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armado
combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia
que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en
un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que
empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para
ellas como el más lujoso de los ajuares.
Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la
mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y
oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era
acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por
cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el
calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para
aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas
estaban cosiendo.
Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel
amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar
uno; era el verano, y las señoras que podían protegerla no se hallaban en
Madrid; estaban unas en Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el
Sardinero de Santander; y el administrador se mostraba inflexible.
Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la
máquina, miró el polvo en el piso, dibujando la base de la pequeña
cómoda, y le pareció como si se hubiera quedado huérfana en ese
momento. Todo lo por venir apareció ante sus ojos.
- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero quiere
regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia, y quiere
que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo toque de
ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡di a Pedrosa que
venga en seguida!
- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana;
que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser;
va usted a comprarla en seguida.
- Sí, mi General.
- Pues en marcha.
- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá usted hacernos ver
que nunca ha tenido que ver con una modista?
- ¿Y para qué?
- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí.
- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga quién
manda esto.
- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este regalo;
pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia;
llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero
ver, porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa
mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una
máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio... pero no,
espere usted un momento.
(1822-1895)
Pocas mañanas hay tan alegres, tan frescas, tan azules como esta mañana
de San Juan. El cielo está muy limpio, "como si los ángeles lo hubieran
lavado por la mañana"; llovió anoche y todavía cuelgan de las ramas
brazaletes de rocío que se evaporan luego que el sol brilla, como los
sueños luego que amanece; los insectos se ahogan en las gotas de agua
que resbalan por las hojas, y se aspira con regocijo ese olor delicioso de
tierra húmeda, que sólo puede compararse con el olor de los cabellos
negros, con el olor de la epidermis blanca y el olor de las páginas recién
impresas. También la naturaleza sale de la alberca con el cabello suelto y
la garganta descubierta; los pájaros, que se emborrachan con agua,
cantan mucho, y los niños del pueblo hunden su cara en la gran palangana
de metal. ¡Oh, mañanita de San Juan, la de camisa limpia y jabones
perfumados, yo quisiera mirarte lejos de estos calderos en que hierve
grasa humana; quisiera contemplarte al aire libre, allí donde apareces
virgen todavía, con los brazos muy blancos y los rizos húmedos! Allí eres
virgen: cuando llegas a la ciudad, tus labios rojos han besado mucho,
muchas guedejas rubias de tu undívago cabello se han quedado en las
manos de tus mil amantes, como queda el vellón de los corderos en los
zarzales del camino; muchos brazos han rodeado tu cintura; traes en el
cuello la marca roja de una mordida, y vienes tambaleando, con traje de
raso blanco todavía, pero ya prostituido, profanado, semejante al de
Giroflé después de la comida, cuando la novia muerde sus inmaculados
azahares y empapa sus cabellos en el vino. ¡No, mañanita de San Juan, así
yo no te quiero! Me gustas en el campo: allí donde se miran tus azules
ojitos y tus trenzas de oro. Bajas por la escarpada colina poco a poco;
llamas a la puerta o entornas sigilosamente la ventana para que tu mirada
alumbre el interior, y todos te recibimos como reciben los enfermos la
salud, los pobres la riqueza y los corazones el amor. ¿No eres amorosa?
¿No eres muy rica? ¿No eres sana? Cuando vienes, los novios hacen sus
eternos juramentos; los que padecen, se levantan vueltos a la vida; y la
dorada luz de tus cabellos siembra de lentejuelas y monedas de oro el
verde oscuro de los campos, el fondo de los ríos y la pequeña mesa de
madera pobre en que se desayunan los humildes, bebiendo un tarro de
espumosa leche, mientras la vaca
Carlos, que era el mayor, tuvo algunos escrúpulos ligeros. Pero el delito no
era tan enorme, y además, los dos sabían que la presa estaba adornada
con grandes cañaverales y ramos de zempazúchil. ¡Era día de San Juan!
-¡Vamos! -le dijo-, llevaremos un Monitor para hacer barcos de papel y les
cortaremos las alas a las moscas para que sirvan de marineros.
Nadie oía. Los niños pedían socorro, estremeciendo el aire con sus gritos;
no acudía ninguno. Gabriel se inclinaba cada vez más sobre las aguas y
tendía las manos.
Y Carlos volvía a hundirse, y con sus ojos negros muy abiertos le pedía
socorro.
-¡No quiero que te mueras! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡No quiero que se muera!
Y ambos gritaban, exclamando luego:
Y con la mano que tenía libre sacó de su bolsillo el diminuto reloj de oro
que le habían regalado el Año Nuevo. ¡Cuántos meses había pensado sin
descanso en ese pequeño reloj de oro! El día en que al fin lo tuvo no
quería acostarse. Para dormir, lo puso bajo su almohada. Gabriel miraba
con asombro sus dos tapas, la carátula blanca en que giraban poco a poco
las manecitas negras y el instantero que, nerviosamente, corría, corría,
sin dar jamás con la salida del estrecho círculo. Y decía: "¡Cuando tenga
siete años como Carlos, también me comprarán un reloj de oro!" "No,
pobre niño; no cumples aún siete años y ya tienes el reloj.
Tu hermanito se muere y te lo deja. ¿Para qué lo quiere? La tumba es muy
oscura, y no se puede ver la hora que es."
¡Oh mañanita de San Juan! ¡Tu blanco traje de novia tiene también
manchas de sangre!
(1918-2001)
El guardagujas
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al
volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto
ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña,
que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con
ansiedad:
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora
mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un
extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora
no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes
cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición
de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones
de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y
remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones
contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los
habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las
irregularidades del servicio y su patriotismo les
impide cualquier manifestación de desagrado.
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería
darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida
tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de
T.?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá
usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo
grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras
compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en
boletos una verdadera fortuna...
-¿Cómo es eso?
-¡Santo Dios!
Mario Benedetti
(1920- )
El Otro Yo
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió
lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba
Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba
con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer,
pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo
nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de
lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban
sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en
risotadas.
Augusto Monterroso
(1921-2003)
El eclipse
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.