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Actually Notes.

Revista de Arte, Historia y Literatura


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Carlos Belane carlosbelane@actuallynotes.com

Obras Recomendadas

Un Final Inacabado
La adivinadora destapó,
una a una, las cinco
cartas que había
elegido momentos
antes aquel hombre.
Las figuras de las cartas
quedaron boca arriba,
dando forma a lo que
se conoce como una
cruz celta. Después de
un largo silencio la
adivinadora comenzó a
hablar.
-No sé, no sé... –
dijo.
La adivinadora le volvió
a contar algo que ya
había repetido la
semana anterior. Le
dijo que seguía sin
estar segura, que,
quizás, mejor sería que
volviera a barajar y
eligiera cinco nuevas
cartas. El hombre
recogió en un taco
todas las cartas, las
removió y, cuando
creyó estar seguro, procedió de nuevo a separar cinco. Era la
segunda ocasión que lo hacía en lo que iba de día. Hacía rato que el
hombre había comenzado a pensar que la adivinadora no se atrevía a
decirle la verdad, lo que las cartas decían sobre su futuro.

Le venía leyendo las cartas a aquél hombre, con cierta regularidad,


desde hacía cuatro meses. Y lo cierto era que en las últimas sesiones

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no le había dicho toda la verdad. Y no había sido porque no se


hubiera atrevido, sino más bien porque no veía con claridad el
mensaje que las cartas enviaban. Además, no le conocía lo suficiente.
No conocía muchos detalles de su vida íntima. Sin conocer los
necesarios detalles personales mínimos, le costaba relacionar lo que
decían los arcanos con los acontecimientos que el futuro deparaba a
ese hombre.

-Necesitaría que me dijese si tiene usted algún “problemilla”


con sus relaciones –dijo la adivinadora, que no sabía por dónde
comenzar.
-¿Problemilla? –respondió él–.
-Mire –dijo la adivinadora con gravedad–, llevo algunas
semanas intentando entender qué dice realmente cada tirada que
usted hace, y eso es porque no alcanzo a saber si lo que aparece
dibujado en su futuro es o no es una buena noticia. En las tiradas de
hoy, como en las de la semana pasada, siempre aparece un
abandono, alguien le abandona, alguien muy próximo a usted, una
relación personal.
-¿Un abandono? –preguntó él, como si los interrogantes fuesen
casi una afirmación.
-Eso dicen las cartas. Algo que se acaba, una unión que
termina, pero que no termina de terminar, no sé si me explico. ¿Está
usted casado?
-Sí –respondió.
-Supongo que no pasan por buenos momentos, ¿verdad? –dijo
la adivinadora.
El hombre, a pesar de que la adivinadora le miraba con las cejas
enarcadas, en claro gesto de interrogación, no contestó.

La pequeña sala en la que la echadora de cartas desarrollaba sus


sesiones permanecía ahora en silencio. La adivinadora se levantó y
descorrió los tupidos visillos que ocultaban la luz de la mañana. El
hombre no apartaba la vista de las cartas, que aún permanecían
sobre la mesa, flanqueadas por dos velas blancas que aunque
encendidas, apenas iluminaban ya, pues quedaban suspendidas por
el resplandor del día. El paisaje que dibujaba la sala, ahora, no
parecía ni tan reservado ni tan misterioso. A pesar de ello, el hombre
continuaba observando las figuras de las cartas, ajeno al resto y
como si quisiera entender el significado de los dibujos del juego de
arcanos que reposaba sobre la mesa.

-¿Hay alguna solución? –preguntó el hombre.


La adivinadora había escuchado tantas veces esa pregunta que tenía
varias respuestas pensadas de antemano para poder consolar a los
que no eran portadores de un destino cómodo. Pero en aquel caso,
con aquél hombre, prefirió no utilizar ninguna de esas frases

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construidas que decían que el futuro se puede cambiar o que el futuro


no es inamovible por su propio concepto: nadie sabe si el porvenir se
puede cambiar porque el porvenir, que se sepa y a nuestros efectos,
solo sucede una vez. En aquella ocasión, la adivinadora, optó por
callar.
El hombre, como si llevase tiempo esperando la oportunidad, dijo:
-¿Hace usted brebajes de amor?

La adivinadora pensó si lo que aquel hombre necesitaba realmente


era un brebaje que enamorara o lo que de verdad necesitaba era que
terminara de toparse con esa realidad ambigua que le perfilaba un
futuro incierto. Alguien parecía abandonarle, lo decían las cartas,
aunque también enviaban un mensaje contradictorio, que no lograba
traducir en palabras. Algo así como un final inacabado.
-¿Lo tiene o no lo tiene? –preguntó el hombre.
La adivinadora, sin palabras, le contestó afirmativamente. Accedió a
proporcionarle, en menos de veinticuatro horas, una pócima que
reuniera las propiedades deseadas: enamorar.

II

Al día siguiente, por la tarde, el hombre ya tenía en su bolsillo un


pequeño tubo de cristal que contenía un líquido de color marfil, denso
y opaco. Según las palabras de la adivinadora, aquél frasquito
contenía un brebaje capaz de enamorar. Le advirtió que tenía que
tener en cuenta que ninguna pócima ofrece resultados por sí sola. “La
persona que beba ésta pócima frente a usted, caerá rendida a sus
pies, pero, créame, para que sea efectivo cualquier hechizo debe
acompañarse de buena voluntad”, dijo la adivinadora. “Recuerde eso
siempre”.
Mientras caminaba calle abajo, con rumbo a su cita, acariciaba entre
los dedos el pequeño frasco de cristal y pensaba si sería cierto lo que
también le había dicho la adivinadora: “Sus efectos pueden ser
inmediatos”.

III

Había quedado con su amante en verse aquella misma tarde. Ella le


había dicho, de forma torpe y por teléfono, que tenían que hablar
sobre algo que no podía esperar. El hombre tuvo que inventar una

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nueva excusa para que su mujer no sospechara y no siguiera


urdiendo elucubraciones que el devenir de los acontecimientos
hilvanaban en su contra. Cada vez se acumulaba un número mayor
de ausencias difíciles de justificar. Quizás le delatara su mirada
huidiza y desamparada ante el complejo de culpa, quizás le
descubriera el temor desamparado ante la falta por el acto infiel.
Había quedado con su amante en la terraza de una cafetería a la que
solían acudir y que estaba lejos de cualquier parte: lejos de la oficina,
lejos de casa y de posibles delaciones.
Se levantó y salió a su encuentro, pues él ya se encontraba sentado
en la terraza, esperándola. Ella traía el gesto forzado, muy serio, y
rehuía que sus miradas pudiesen encontrarse durante más de dos
segundos.
-Lo nuestro tiene que terminar. Lo sabes igual que yo –dijo la
amante.
Él, de algún modo, llevaba algún tiempo esperando escuchar esas
palabras. Esas palabras que la adivinadora, al leer las cartas, no
sabía dónde colocar, ni con qué orden, ni con qué sentido.
La amante le intentó explicar porqué se precipitaba sobre ellos la
ruptura. Utilizó muchas palabras para decir algo que ambos ya
conocían. Le repitió viejos tópicos que hablaban de pasiones
agotadas, de cansancio y monotonía. La amante creía que era mejor
acabar así, en ese momento, cuando aún eran capaces de decirse
cosas el uno al otro, sin caer en la frustración de la enemistad. Le
cogió la mano, que tenía cerrada y apoyada sobre la mesa, y la
apretó imprimiendo algo de fuerza que se podía traducir como
aliento, como ánimo. Él, en su mano cerrada, tenía el pequeño frasco
que la adivinadora le había entregado apenas hacía una hora.
Tras un tenso silencio, ella disculpó su ausencia encaminándose al
lavabo. Se levantó con cierta parsimonia de la mesa y caminó con un
aparente paso tranquilo y sereno. Desde el mismo momento en que
le había anunciado su ruptura, su estado de ánimo había cambiado,
había mejorado. El rostro de la amante parecía apaciguado, mientras
que el de él daba la sensación de estar ausente, perdido,
meditabundo. Ella sabía que una vez que le dijera que no podían
continuar con su relación, sentiría una especie de liberación,
quitándose un peso de encima. Y así fue. “Siempre hay que saber
cuándo las cosas terminan. Igual que empiezan, terminan”, se decía
mientras miraba el aspecto que le devolvía el espejo del baño. “Un
aspecto inmejorable”, pensó.

Entretanto, él, continuaba sentado. Permanecía con la mano cerrada,


ocultando a la vista el frasquito que contenía aquel extraño líquido del
color del marfil. Mientras el camarero terminaba de servir las dos
nuevas bebidas que él había pedido momentos antes, pensó en todas
las posibilidades que tenía ante sí. Su mirada iba y venía, se debatía
entre el vaso y el frasquito de cristal. Miró alrededor para comprobar

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que nadie le observaba. Volvió a mirar el frasco y lo descorchó,


cuando estaba a punto de derramar el líquido sobre el vaso de su
amante, algo le empujó a detenerse. De pronto acertó a preguntarse
si realmente aquella mujer alguna vez habría estado enamorada de
él. Se preguntó si la insensatez que iba a cometer era producto del
amor. Una idea, quizás más insensata que la de embriagar a su
amante con un elixir para enamorarla, le levantó de la silla. Guardó el
frasquito en su bolsillo, dejó dinero para pagar las consumiciones y se
marchó. Cuando salía por la puerta vio que la que, en esos
momentos, ya era su ex-amante se dirigía de nuevo a la mesa. Eludió
el encuentro y se marchó.

IV

Cuando llegó a casa su mujer cenaba en el salón, frente al


televisor. Sin hacer demasiado ruido se encaminó hasta el dormitorio
y se cambió de ropa, llevando siempre consigo la pócima. Fue a la
cocina, sacó un vaso de cristal del armario y lo llenó de agua.
Acarició, una vez más, el frasco de cristal que contenía el brebaje
mágico capaz de enamorar. Producto de cierto nerviosismo, tuvo que
aplicar su destreza para poder desenroscar el tapón de corcho y,
cuando por fin lo consiguió, vertió de un golpe todo el contenido
sobre el agua. Permitió que ambos líquidos se mezclaran hasta
formar una espesa solución que comenzaba a emanar un fuerte olor a
medicamento. En ese momento, llamó a su mujer. Le dijo que se
acercara hasta la cocina. Cuando ella estaba casi junto a él, él no lo
pensó, acercó el vaso a sus labios y comenzó a beber con el firme
propósito de caer perdidamente enamorado ante ella.

© Carlos Belane

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