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Badalona (Barcelona)
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SEGUNDO PREMIO “OVELLES ELÈCTRIQUES” DE RELATOS DE CIENCIA FICCIÓN, FANTASÍA Y TERROR
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informativas sobre la fauna y flora batrianas los habían definido como “una
mezcla entre un elefante y una tortuga con el mal humor de un sargento de
infantería”. La descripción era apropiada respecto al tamaño del animal, pero
más que a una tortuga se parecía a un armadillo, totalmente cubierto de placas
quitinosas que se superponían unas a otras. En cuanto al mal humor, habían
acertado de pleno. El varirata se dirigía enfurecido hacia la pila de madera,
derribando todo a su paso, atraído sin duda por el salivazo bioquímico que el
batriano había arrojado sobre el mecápodo de Adriel. Probablemente había
imitado el olor de otro macho, lo cual era inaceptable dentro de su territorio.
Heremon apuntó al animal y empezó a disparar. En sus flancos se
abrieron repugnantes flores de carne y sangre, pero se limitó a bramar
lastimeramente, sin desviarse de su camino. ¿Qué clase de animal era capaz de
recibir tales heridas y proseguir su embestida como si nada ? ¿Es que no sentía
dolor? Una sospecha empezó a formarse en el fondo de la mente de
Heremon. Quizá los batrianos tenían algo que ver con ello. A lo mejor eran
capaces, gracias a su capacidad de manipulación hormonal, de influir en la
reproducción de la fauna, seleccionando los rasgos que más les convenían y
dirigiendo su evolución hacia… De pronto, los batrianos dejaron de parecerle
tan primitivos y la selva a su alrededor dejó de ser un mero decorado para
convertirse en un enemigo más.
El varirata continuaba su carga, cada vez más cerca del vehículo de
Adriel, ignorando las guirnaldas de entrañas que colgaban de su costado.
Heremon apuntó cuidadosamente el cañón al lugar donde, enterrado bajo
capas de quitina, se escondía el diminuto cerebro del animal. Disparó. La
rudimentaria cabeza de la bestia desapareció en un estallido de sangre, pero
ésta siguió su carrera. Dos, tres, cuatro pasos y trastabilló. Las nueve toneladas
de carne, lanzadas a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora,
empezaron a rodar de manera descontrolada, aplastándolo todo a su paso,
hasta que finalmente se detuvieron con un horrible gemido.
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penetrante y dulzón que despedía les decía que sí lo era. Y los kuruntis machos
obedecerían implacablemente la orden que llevaban escrita en su ADN.
Disparó contra el insecto más cercano, que cayó reventado al suelo.
Muchos otros trepaban ya hacia él. Contó las balas que le quedaban. Nueve,
muchas menos que kuruntis. Decidió que la última sería para él.