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SEGUNDO PREMIO “OVELLES ELÈCTRIQUES” DE RELATOS DE CIENCIA FICCIÓN, FANTASÍA Y TERROR

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RELATO GANADOR SEGUNDA MENCIÓN DE HONOR

“El arte de la guerra según Charles Darwin”

Por Ricardo Montesinos Valentín

Badalona (Barcelona)

—Lo que yo te diga, Desola. Cuando esta campaña acabe pienso


pasarme tres meses en Beta Cygni, gastándome toda la paga en furcias y
tequila. Voy a dejar mi marca en todos los bares y putas de Puerto Martillo. Te
aseguro que se van a acordar de mí durante…
La voz de Adriel surgía de los altavoces atravesando densas capas de
estática y ruido blanco. El software de comunicaciones apenas podía
recomponerla. Aún así, conservaba toda su habitual suficiencia. Una
fanfarronería interminable que llenaba la estrecha cabina, sin dejar espacio
para nada más. Llevaba así desde que la pequeña patrulla mecanizada de
reconocimiento había salido de la base de avanzada Beth Gimmel. Llevaban
cuatro horas explorando la selva que crecía en el fondo de la red de cañones
que recorría como las grietas de un cristal fracturado la meseta de Asapi-Sabu.
Sólo lugares como aquél, resguardados por las paredes del cañón de las
intensas emisiones de radiación ultravioleta, permitían el desarrollo de la vida
en Batri.
— …y cuando se me acabe la pasta, me volveré a alistar. Que vivan la
Fuerzas Armadas Terranas. Otro paseíto de dos años como éste y después ya

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veremos. Quizá me licencie definitivamente o quizá me inscriba en la escuela


de oficiales. ¿Tú qué opinas, Desola? ¿Qué tal suena “capitán Adriel”?
—Horrible —cortó Desola, harto de cháchara—. ¿Y usted, teniente?
¿Qué hará cuando dejemos Batri? ¿Volverá a casa?
Una visión de su mundo natal cruzó fugazmente por delante de los ojos
del teniente Heremon. Volvió a ver el páramo rocoso, azotado
interminablemente por violentas ventiscas y salpicado de los enormes cráteres
de las minas a cielo abierto. Vio también la triste ciudad donde creció, oscura
y gris, cientos de torres residenciales de treinta pisos, todas idénticas entre sí,
empequeñecidas por la gigantesca arcología industrial que vomitaba toneladas
de humo las veinticuatro horas del día.
—No, no volveré a casa —respondió—. Cogeré mi paga y me
compraré un billete a las colonias. Estoy harto de esta guerra.
—Bah, teniente. Esto no es una guerra, es un paseo, un puto desfile.
Esos jodidos macacos viven en la Edad de Piedra.
Adriel no dejaba de tener parte de razón. Los batrianos estaban tan
atrasados tecnológicamente que, desgraciadamente, no era necesario imponer
el silencio de radio. Vivían en chozas en las copas de los árboles, de donde
apenas bajaban nunca, y vivían básicamente de la recolección de frutos y de
los animales que cazaban con sus rudimentarias lanzas y cerbatanas. Los
socioxenólogos de la Agencia Terrana de Colonización no habían conseguido
averiguar mucho más de su cultura.
—Aún así, estoy harto de Batri. Estoy harto de los baños de
radiaciones, estoy harto de las selvas, estoy harto del calor, de la humedad, de
los parásitos y, sobretodo, estoy harto de ti, Adriel, y de tus interminables
rajadas. Así que cállate un rato. Es una orden.
De los altavoces sólo surgió el crepitar de la estática y una risita que
Desola no consiguió aguantarse. Los tres mecápodos ligeros siguieron
avanzando a través de la espesa jungla que cubría el fondo del cañón. Tenían

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el aspecto de extrañas chinches mecánicas, con sus cuatro patas articuladas y


su cabina en forma de huevo, erizada de antenas y coronada por el pequeño
cañón semiautomático de 37mm. Podían parecer desgarbados, pero su
pequeño tamaño y el poco peso que le confería la delgadez de su blindaje los
convertían en la mejor opción para desplazarse entre aquella vegetación tan
densa. Mucho mejor, en todo caso, que los mecápodos de asalto, tan
pesadamente acorazados que su mismo peso los hundía en el esponjoso suelo
selvático.
—Teniente —dijo de pronto Adriel, que iba en cabeza—. Me parece
que he visto algo.
—¿Batrianos?
—Puede ser, las lecturas del sensor biométrico concuerdan con el
tamaño y peso de los macacos. Son dos, en la copa de un árbol. Permiso para
disparar, señor.
—Negativo —dijo Heremon, conectando los sistemas tácticos del
vehículo—. No podemos disparar hasta soltarles el rollo. Los inspectores de la
ATC siempre comprueban eso en los registros de misión. Voy a adelantarme
hasta tu posición, Adriel. Desola, vigila atrás.
Heremon dirigió el mecápodo hacia delante hasta encontrarse con el de
Adriel, que estaba a los pies de un grueso árbol-girafa. Sus sensores y su cañón
apuntaban hacia la copa.
—Están allí, teniente —dijo Adriel—. En aquella rama en forma de Y.
La pantalla mostró a Heremon la imagen ampliada de los batrianos.
Estaban en una de las ramas más altas, observándoles, colgando de los brazos
mientras sostenían con los pies una especie de palos cortos, cerbatanas quizá.
No le extrañó que la tropa los llamase macacos, realmente tenían un aspecto
simiesco. Eran más bajos y achaparrados que los humanos y estaban cubiertos
por una espesa capa de pelo que los protegía de las omnipresentes radiaciones
U-V. Además, sus extremidades superiores eran tremendamente musculosas.

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Los batrianos habían evolucionado en las copas de los árboles y se


desplazaban por ellas agarrándose de las ramas, por lo que sus brazos estaban
hiperdesarrollados. Sus piernas, al contrario, eran esbeltas, acabadas en unos
pies delicados de hábiles dedos, que superaban en destreza a las manos
humanas. La evolución había hecho que brazos y piernas intercambiaran sus
funciones. Pero lo que más llamaba la atención eran los dos enormes bultos
de sus cabezas, que los xenobiólogos llamaban sacos hormomiméticos. Se
trataba de dos enormes glándulas con las que eran capaces de secretar
emulaciones de hormonas de otras formas de vida de su entorno. Los
utilizaban sobretodo para segregar feromonas con las que atraer a los animales
que cazaban.
Heremon conectó el traductor e hizo que los altavoces exteriores del
mecápodo enfocasen hacia la copa del árbol.
—Les habla el teniente Francis Heremon, del 49º regimiento de
caballería mecanizada, VIII Cuerpo Expedicionario Colonial —recitó con voz
monótona—. Como representante legítimo del Gobierno Terrano les informo
de lo siguiente: De acuerdo con la Ley Especial de Explotación de
Exoplanetas y careciendo el planeta Batri de instituciones de carácter estatal
que lo representen institucionalmente, la ATC certifica la ausencia de
interlocutores que puedan negociar en plano de igualdad con las autoridades
Terranas. Por lo tanto, el Gobierno Terrano asume la autoridad sobre el
citado planeta Batri, que a partir de ahora tendrá el estatus de Protectorado
Colonial. Por todo ello deberán dirigirse a la base militar Terrana más cercana
para su inscripción en el censo y posible reubicación. ¿Han comprendido lo
que les he dicho?
Las dos criaturas no dieron muestra de haber entendido nada. Siguieron
mirándoles desde las alturas, balanceándose estúpidamente. A Heremon le
pareció que los bultos de sus cabezas habían empezado a palpitar ligeramente.
—Es inútil, teniente —dijo Adriel, impaciente—. Déjeme disparar.

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—Un momento —volvió a conectar los altavoces—. ¡Tienen diez


segundos para responder!
Por toda respuesta uno de ellos se soltó de la rama donde colgaba.
Empezó a caer desde una altura de más de treinta metros. Parecía que iba a
estrellarse contra el suelo, pero en su caída se agarró a una especie de liana y se
balanceó hasta posarse en la copa de otro árbol. Cuando Heremon se
sobrepuso de la sorpresa vio que el otro se había doblado sobre sí mismo,
llevándose el palo que sostenía con los pies a la boca. Los sacos de su cabeza
se habían hinchado de forma grotesca. El palo parecía apuntarles
directamente.
—Cuidado —advirtió a Adriel, que aún estaba despistado buscando al
batriano fugitivo—, parece que va a…
Los sacos se comprimieron violentamente y del tubo salió disparado
algo que fue a estrellarse contra la cabina del mecápodo de Adriel.
—¡Coño! —exclamó éste, apuntando el cañón hacia la copa del árbol—
. ¿Qué ha sido eso?
—¡No, Adriel! —gritó Heremon— . No disp…
El mecápodo empezó a disparar contra el árbol que, literalmente,
estalló en una sucesión de pequeñas explosiones. Un diluvio de hojas, afiladas
astillas y ramas gruesas como la pierna de un hombre empezó a caer sobre
ellos, golpeando las cabinas ligeramente blindadas y enterrándolos bajo capas
de desechos vegetales.
—¡Joder, Adriel! —dijo el teniente, luchando con los controles para
sacar su vehículo de aquella prisión—. Te he dicho que no…
—Teniente —le interrumpió una voz nerviosa distorsionada por la
estática. Era Desola—. ¿Me recibe?
—Tranquilo, Desola —contestó—. Hemos sido nosotros, parece que
Adriel está un poco nervioso.
—No me refiero a eso. Es el suelo. Está temblando.

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Heremon se quedó quieto y entonces pudo notarlo. Era cierto, el suelo


se sacudía de manera casi imperceptible. Consultó los sensores sísmicos de las
patas del mecápodo. Magnitud local de uno con seis y aumentando. La meseta
de Asapi-Sabu no era una zona de actividad sísmica, así que difícilmente podía
ser un terremoto. O quizá… Una idea cruzó su mente, ardiendo como fósforo
blanco. Se abalanzó sobre el micrófono.
—¡Adriel, sal ahora mismo de tu mecápodo! ¡Es una orden! Y tú,
Desola…
Pero era tarde, la voz de Desola ya surgía histérica por los altavoces,
gritando de pánico.
—¡Mierda, es enorme! —decía, medio ahogada por el retumbar del
cañón—. ¡Viene hacia mí y es jodidamente enor… Krtch… der…
Pffffsssssssssssssss…
—¿Desola? ¡¿Desola?! ¡Adriel, te he dicho que salgas del mecápodo! —
Heremon cambió de frecuencia para contactar con la base—. Atención, Beth
Gimmel, ¿me recibe? Atención, Beth Gimmel, aquí el teniente Heremon, ¿me
recibe?
De los altavoces sólo salió estática. Debían estar cruzando uno de los
picos de máxima actividad solar. Ahora los temblores del suelo eran
claramente perceptibles y su intensidad aumentaba por momentos. Volvió a
cambiar de frecuencia.
—¿Adriel? —se dio cuenta de que no le había escuchado desde que les
cayeran encima los restos del árbol—. Adriel, ¿estás bien?
No hubo respuesta. Los temblores eran realmente intensos ahora, lo
que fuera que los provocaba estaba a punto de llegar. Maniobró el mecápodo
para acabar de salir del montón de troncos y se alejó unos metros, sin dejar de
vigilar la espesura por donde debía aparecer.
No tuvo que esperar mucho. Apareció de pronto, derribando un grueso
árbol como si fuera una mata de bambú. Un varirata. En las charlas

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informativas sobre la fauna y flora batrianas los habían definido como “una
mezcla entre un elefante y una tortuga con el mal humor de un sargento de
infantería”. La descripción era apropiada respecto al tamaño del animal, pero
más que a una tortuga se parecía a un armadillo, totalmente cubierto de placas
quitinosas que se superponían unas a otras. En cuanto al mal humor, habían
acertado de pleno. El varirata se dirigía enfurecido hacia la pila de madera,
derribando todo a su paso, atraído sin duda por el salivazo bioquímico que el
batriano había arrojado sobre el mecápodo de Adriel. Probablemente había
imitado el olor de otro macho, lo cual era inaceptable dentro de su territorio.
Heremon apuntó al animal y empezó a disparar. En sus flancos se
abrieron repugnantes flores de carne y sangre, pero se limitó a bramar
lastimeramente, sin desviarse de su camino. ¿Qué clase de animal era capaz de
recibir tales heridas y proseguir su embestida como si nada ? ¿Es que no sentía
dolor? Una sospecha empezó a formarse en el fondo de la mente de
Heremon. Quizá los batrianos tenían algo que ver con ello. A lo mejor eran
capaces, gracias a su capacidad de manipulación hormonal, de influir en la
reproducción de la fauna, seleccionando los rasgos que más les convenían y
dirigiendo su evolución hacia… De pronto, los batrianos dejaron de parecerle
tan primitivos y la selva a su alrededor dejó de ser un mero decorado para
convertirse en un enemigo más.
El varirata continuaba su carga, cada vez más cerca del vehículo de
Adriel, ignorando las guirnaldas de entrañas que colgaban de su costado.
Heremon apuntó cuidadosamente el cañón al lugar donde, enterrado bajo
capas de quitina, se escondía el diminuto cerebro del animal. Disparó. La
rudimentaria cabeza de la bestia desapareció en un estallido de sangre, pero
ésta siguió su carrera. Dos, tres, cuatro pasos y trastabilló. Las nueve toneladas
de carne, lanzadas a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora,
empezaron a rodar de manera descontrolada, aplastándolo todo a su paso,
hasta que finalmente se detuvieron con un horrible gemido.

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Heremon se desabrochó rápidamente las correas que lo mantenían


sujeto a su asiento, despresurizó la cabina y abrió la compuerta. El calor y la
humedad lo atraparon como si fuera engullido por una bestia gigante y fofa.
Se dejó caer por el costado del mecápodo y se dirigió hacia el montón de
detritos vegetales que cubrían el vehículo de Adriel. Al acercarse al montículo
notó el penetrante olor que despedía la secreción que el batriano había
lanzado contra ellos.
Se encaramó al montículo y empezó a retirar los troncos que habían
caído sobre Adriel. Una rama, afilada como una estaca, había atravesado la
cabina, clavándola al suelo como si fuera la aguja de un entomólogo. Estaba
luchando contra el cierre de la compuerta cuando algo cálido y húmedo se
estrelló contra su cuello. Se llevó allí la mano para descubrir sus dedos
cubiertos de una bilis pegajosa de color negruzco. El olor de este esputo era
diferente del anterior, no obstante. Más penetrante, más dulzón. Miró a su
alrededor, pero no vio señal alguna de los dos seres. Aún así, desenfundó su
pistola y disparó un par de veces al aire, para asustarlos.
Algo empezó a moverse a su alrededor, arrastrándose lentamente hacia
él. Eran una especie de escarabajos de color negro brillante, del tamaño de una
sandía. Con una oleada de alivio, los reconoció como kuruntis, unos insectos
gigantes vegetarianos, totalmente inofensivos. Surgían de los macizos de
helechos, de los huecos de los árboles, de las madrigueras ocultas bajo las
piedras. Empezaron a trepar por las patas del mecápodo dañado. Entonces
vio que algo brillaba en las mandíbulas de los coleópteros. Algo de colores
vivos y olor dulce. Pulpa de fruta. Se esforzó por recordar ese detalle concreto
de las charlas sobre xenobiología, algo sobre los ritos de reproducción.
Estaban regurgitando la pulpa para ofrecérsela e intentar aparearse con él,
clavándole una afilada probóscide de quince centímetros de largo. Por
supuesto que Heremon no era un kurunti hembra en fase fértil, pero el olor

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penetrante y dulzón que despedía les decía que sí lo era. Y los kuruntis machos
obedecerían implacablemente la orden que llevaban escrita en su ADN.
Disparó contra el insecto más cercano, que cayó reventado al suelo.
Muchos otros trepaban ya hacia él. Contó las balas que le quedaban. Nueve,
muchas menos que kuruntis. Decidió que la última sería para él.

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