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James Smithson y su Legado

En diciembre de 1903, Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, contemplaba en la


tumba abierta del cementerio inglés de Génova, Italia, los restos mortales de James
Smithson, un científico inglés que recorrió el continente europeo y que, años antes de su
muerte en 1829, concibió el insólito plan de hacerse un lugar en la posteridad. Smithson,
que se consideraba un “ciudadano del mundo”, iba a emprender en espíritu un último viaje a
un país que nunca conoció.

Hoy los restos de Smithson yacen en el mismo sepulcro de mármol que adornaba su tumba
en Italia. Pero el monumento ocupa ahora un nicho junto a la puerta principal del castillo de
arenisca roja guarnecido de torres que constituye el núcleo de un extenso conjunto de
museos, bibliotecas, galerías de arte y centros de investigación que lleva su nombre: La
Institución Smithsonian.

Muchos hemos oído hablar del Instituto Smithsoniano, pues bien, cada año millones de
visitantes se pasean por este lugar para ver los objetos que ahí se encuentran: máscaras de
la tribu ligbe de Costa de Marfil; uno de los uniformes de media gala de George Washington;
antiguos artefactos de bronce chinos y puntas de lanza de pedernal de hace 10 mil años; el
bastón de Benjamin Franklin; el mostrador del restaurante de Woolworth donde comenzaron
las manifestaciones en favor de los derechos civiles a principios de los años 60 del siglo
pasado; las ojivas nucleares de un misil soviético SS-20: el avión Spirit of Saint Louis de
Charles Lindbergh y el burdo prototipo de madera de la computadora Apple.

El imperio Smithsoniano -que en su mayor parte se extiende sobre la explanada que separa
el monumento a Washington del Capitolio, en la capital estadounidense- no tiene igual en el
mundo. Pero los objetos que allí se exhiben, por curiosos y admirables que parezcan, no son
mas que la punta del iceberg intelectual, científico y cultural. Recluidos en laboratorios y
atestadas oficinas, los investigadores y voluntarios del Smithsonian restauran y preservan
libros raros, clasifican lepidópteros, rastrean asteroides, pegan objetos rotos de cerámica
antigua y revisan colecciones filatélicas donadas a fin de agregar alguna estampilla al acervo
de la institución. Algunas de sus increíbles colecciones (más de 150 millones de objetos) se
hallan en diversos recintos esparcidos por todo Estados Unidos, razón por la cual se le
conoce como el desván de la nación.

Numerosos científicos y eruditos, fervientes defensores y políticos escépticos se han pasado


mucho tiempo debatiendo acerca de lo siguiente: la institución debe su existencia a la
fortuna de James Smithson, pero también le debe su carácter a la ambigua redacción de su
testamento.

Testamento y herencia
El misterioso benefactor de la institución que lleva su nombre nació en 1765. Smithson era
hijo bastardo, lo que lo privaba de toda esperanza de hacer carrera en la milicia, la iglesia la
política o el servicio público. Esto lo frustraba. Su madre le heredó una fortuna tan vasta,
que ni las apuestas parecían mermarla. Nadie sabe qué fue, pero un día decidió encontrar la
manera de perpetuar su nombre. Quizá sea la explicación de que su testamento, escrito de
su puño y letra en 1826, especificara que si su único sobrino moría sin dejar herederos, toda
su fortuna debía legarse a Estados Unidos para que en Washington se fundara “La
Institución Smithsoniana, un establecimiento consagrado a acrecentar y difundir el
conocimiento entre los hombres”.
El sobrino de Smithson murió sin dejar herederos en 1835. Cuando el cónsul americano en
Londres supo de ello y del testamento, se quedó perplejo. Smithson jamás visitó los Estados
Unidos y, al parecer tampoco se comunicó con nadie allí. Ni en su biblioteca ni en sus
documentos se hallaron muchos indicios de que le interesara ese país. Por eso algunos se
preguntaron si Estados Unidos debía aceptar o no el cuantioso legado, porque no estamos
hablando de un dinerillo guardado, sino de una gran fortuna.

Tras salvar el escollo de los tribunales ingleses, Estados Unidos recibió en 1838 el dinero de
Smithson: un cargamento de 105 sacos de soberanos de oro. Éstos se fundieron en la casa
de moneda de Filadelfia, se reacuñaron en metálico (508,318.46 dólares) y se entregaron al
Tesoro, en Washington.

Por entonces, el Congreso estaba enfrascado ya en un intenso debate sobre la mejor manera
de cumplir el deseo de Smithson de “acrecentar y difundir el conocimiento entre los
hombres”. Los votantes instaban a los congresistas a invertir la fortuna en bibliotecas,
escuelas de agronomía, una universidad nacional e institutos de capacitación en artes
prácticas. Pero el ex presidente John Quincy Adams, que encabezó la comisión encargada del
legado, pidió que no se excluyera “ninguna rama o campo del saber humano de una parte
equitativa de esta donación.”

Pues sabiendo como son los políticos, la discusión se alargó 8 años. En cierto momento
Adams, exasperado, declaró que era preferible “arrojar todo el dinero al Potomac” que
aceptar un plan muy estrecho. Por entonces, empero, no quedaba mucho dinero que arrojar
al río: el Tesoro había invertido la donación en unos bonos estatales que debían redituar
intereses, pero que en su mayoría estaban en mora. Entonces Adams persuadió al Congreso
de que asignara al cometido una suma igual a la original más los intereses.

Lluvia de Donativos
El 10 de agosto de 1846, el presidente James Polk firmó la ley para crear la Institución
Smithsoniana. El documento estipulaba que parte de la renta anual de 30 mil dólares
devengada del dinero de Smithson se usaría para construir un edificio de “materiales
sencillos y duraderos” en un terreno público del Distrito de Columbia. El inmueble contaría
con una biblioteca “formada por valiosas obras de todas las ramas del conocimiento
humano”, además de espacio para “toda clase de artefactos curiosos y exóticos y todo
género de especímenes del campo de la historia natural”, como los que habían empezado a
acumularse en varios museos de Washington.

La frase “envíaselo al Smithsonian” pronto comenzó a oírse por todo el país. Numerosos
voluntarios, desde los aburridos oficiales de caballería en campaña contra los indígenas
hasta los topógrafos ferrocarrileros y peones de las mimas de oro, se convirtieron en
recopiladores que acrecentaban los acervos de historia natural con un inacabable aluvión de
“hallazgos”. Con el tiempo llegó a haber unos 1000 “misioneros” que reunían cosas para la
Institución. En 1858 el Congreso asignó fondos para construir un museo nacional anexo al
Smithsoniano.

El alud de obsequios, préstamos y adquisiciones ha perdurado hasta la fecha, y los objetos


que hoy pueden verse allí son muy variados: botones de campañas electorales, figurillas de
porcelana, estampas de beisbolistas, las zapatillas rojas que usó Judy Garland en el Mago de
Oz, entre otras muchas cosas.

La institución no solo posee el famoso diamante Hope, de 45.5 quilates, que donó el joyero
neoyorquino Harry Winston, sino también el paquete de papel estraza en que lo envió por
correo desde Nueva York.
Empleado curiosos y raros
Además de objetos, la institución ha coleccionado un buen número de simpáticos personajes:
desde su primer conserje Joseph Herron, a quien le agradaba trabajar desnudo, hasta el
distinguido entomólogo Harrison Dyar, que llegó al Smithsonian en 1897. Cuando Dyar no
estaba clasificando insectos, se ocupada de mantener dos casas, dos esposas y dos grupos de
hijos que no sabían nada unos de otros. Luego se le ocurrió cavar túneles debajo de sus dos
viviendas trabajando las noches y fines de semana.

De hecho, en el Instituto parece existir la idea de que la excentricidad debe tolerarse porque
suele fomentar iniciativas útiles y geniales. Aleš Hrdlička, inmigrante checo conocido como
“el doctor calavera”, dirigió el departamento de antropología física en 1903. su fascinación
por los cráneos no tenía límite. Como creía que era un desperdicio sepultar un cadáver
cuando se podían estudiar los huesos en aras de la ciencia, reunió una colección de más de
25 mil calaveras, muchas de las cuales consiguió robando tumbas. Además solía medirles la
cabeza a sus amigos con una cinta métrica que siempre tenía a la mano.

La obsesión de Hrdlička resultó ser inmensamente valiosa para el FBI y otras dependencias
ejecutoras de la ley. Con base a los datos obtenidos de su enorme colección de cráneos, los
científicos de la institución idearon una tecnica llamada reproducción facial que permite
reconstruir el rostro de personas con los restos óseos que de ellas se conserven.

El 25 de enero de 1904, cuando Graham Bell, en su calidad de miembro del consejo directivo
del Instituto Smithsoniano, depositó los restos de James Smithon en el castillo de la
Institución, terminó de cumplir una misión personal. Los restos de este “gran benefactor” se
hallaban donde debían estar.

Setenta años más tarde, en 1973, los restos de Smithson volvieron a ser perturbados. La
cripta se restauró y limpió como parte de los preparativos para celebrar el bicentenario de la
nación, y, curiosos incorregibles, los antropólogos de la institución decidieron echar un
vistazo. Informaron que el esqueleto “parecía ser de un hombre, caucásico, que falleció
entre los 50 y 65 años”; que su estatura “era unos 5 centímetros menor que la del
estadounidense medio actual” y que era “un poco más bajo que el inglés medio de clase alta
de fines del siglo XVIII. Era muy delgado pero atlético, con un tronco largo, pecho ancho y
brazos y manos poderosos. Los dientes del lado izquierdo se ven desgastados por morder
una pipa.” señalaron también que “ciertas peculiaridades del dedo meñique derecho revelan
que tocaba el clavicémbalo, el piano o algún instrumento de cuerda, como el violín”.

Si el espíritu de James Smithson acaso anduvo revoloteando por la cripta aquel día, debió
sonreír al ver el esfuerzo de los antropólogos por acrecentar y difundir algunos
conocimientos más sobre su persona. En este 10 de agosto se cumplen 164 años de la
Institución y por lo visto James Smithson hizo realidad su ilusión: pasar a la posteridad. Feliz
Cumpleaños Smithsoniano.

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