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Juego de ojos

Miguel Ángel Sánchez de Armas

Hogar y exilio
Hace veinte o veinticinco años tuve mi primer encuentro con la literatura
africana con La conversión del rey Esomba del camerunés Mongo Beti. Después
fatigaría La casa grande del argelino Mohamed Dib, El baile marabi del
sudafricano Modikwe Dikobe, y una constelación deslumbrante de plumas que
desde la primera página mueven la entraña latina con voces que nos llaman desde
un ayer misterioso que corre por nuestras venas con misteriosas afinidades.
Recuerdo como si hubiera sido ayer que al navegar por el matorral de fantasmas
de Amos Tutuola de pronto me sentí en las profundidades del Macondo
garciamarquiano. Claro. ¿Quién si no el continente negro nos legó el realismo
mágico?
Fue en Nueva York que el dios de la literatura, sin duda complacido por el
incienso que le he quemado a lo largo de los años, puso en mi camino una estrella
de esta constelación africana. Ya he citado aquí antes a Edmundo Valadés
cuando sentenció que hay libros que por caminos misteriosos encuentran a un
lector. Y éste fue el caso. Se trata de Hogar y exilio del nigeriano Chinua Achebe,
el “más destacado escritor africano”, según se explica modestamente en la solapa
del breve volumen. Los lectores de JdO están familiarizados con Achebe pues
antes ha visitado estas páginas. Hogar y exilio es una evidencia más de lo aislado
que estamos de una literatura con la que tendríamos mucho que compartir.
Juzgue el lector si la siguiente frase podría o no figurar en un texto prehispánico:
“El hombre es un animal que inventa narraciones. Raramente pasa por alto la
oportunidad de acompañar sus tareas y experiencias con historias paralelas.”

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Achebe nació en Nigeria en 1930 y estudió en Londres, la capital del
Imperio. Su padre fue un misionero anglicano perteneciente a la tribu de los ibo,
una de las más importantes del África, que tiene por característica un gobierno
repartido en cientos de pueblos independientes. Para los ibo el individuo y el
pueblo son únicos. Tienen un gran sentido de la igualdad y una aversión profunda
al autoritarismo, al grado de que algunos dan por nombre a su primogénito
Ezebuilo que quiere decir, literalmente, “un rey es un enemigo”.
En este contexto colonial, en donde lo “civilizado” era acarrear agua en
recipientes de metal importados de Europa y no en ollas de barro locales, Chinua
pasó sus primeros años.
El camino lógico para los hijos de un ministro anglicano que durante 35
años viajó por Nigeria convirtiendo a los infieles y a los idólatras era educarse en
la fuente de todos los bienes: la capital imperial. Y allá viajó el joven Achebe para
encontrarse con un mundo que no sólo no estaba preparado para asimilar sino
que desconocía lo elemental de sus “súbditos” coloniales.
Las primeras imágenes de la capital del imperio proporcionan a Achua los
colores para un cuadro precioso: “Por primera vez en mi vida viví la experiencia de
ser conducido por un chofer blanco. Tomé nota mental de este extraordinario
evento y no dije nada. Pero Londres aún me guardaba sorpresas y develó un
espectáculo increíble: en un embotellamiento ocasionado por la reparación de la
calle, vi a un blanco en un sucio overol rellenando baches con asfalto caliente.
Entonces le hablé a mi hermano en nuestro idioma secreto para que no nos
entendiera el chofer y él, vacunado contra tal espectáculo, soltó la risa y
respondió: ‘Si el día de mañana viajara ese obrero blanco a Nigeria, le llamarían
Director de Obras.’”
Hogar y exilio es una narración autobiográfica en la que Achebe nos lleva
por el camino que el súbdito imperial recorre para “igualarse” como estudiante y
como ser humano, con los ciudadanos de la metrópoli, y comprender, al final, que
debe recuperar sus propios valores, que no hay nada vergonzoso o menor en sus
raíces, y que, a fin de cuentas, el color es un accidente. Con ironía y humor
entretejidos en una fina prosa que se mantiene alejada tanto de consignas como

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de ditirambos, Achebe logra comunicar un contundente argumento contra el
colonialismo.
El mazo con que el escritor pretende derrumbar el muro de la ideología
colonial es el arte. No estamos ante un texto de ciencia política y en ninguna de
sus breves 105 páginas encontramos un llamado a la justicia, una apelación al
equilibrio económico o una denuncia de la polarización norte - sur. Achebe se
limita a describir el proceso por el cual recupera su identidad como escritor...
escritor nigeriano, que escribe en inglés pero es... ¡nigeriano!
Esta conciencia que permite aceptar sin amargura o resentimiento que se
es una cosa y no otra (africano y no europeo), y comprender que la igualdad no es
necesariamente un camino de doble vía, podría ser compartida por nuestros
compatriotas expulsados a Estados Unidos. A través de experiencias propias y
ajenas Achua va describiendo un cuadro que sería familiar para muchos de ellos.
Y su fino sentido del humor acentúa el mensaje: un joven estudiante acude a la
oficina postal a enviar un paquete. La empleada pesa el bulto y para calcular el
costo del envío murmura: “A ver, Nigeria... Nigeria... ¿Es nuestra o es francesa?”
El joven responde tranquilamente: “Es de ustedes, señora”.
No es fácil el tránsito de vuelta a los orígenes. Como muchos de su
generación, por no decir todos, Achebe se encuentra a caballo entre dos
posibilidades. Por una parte se siente integrante de una cultura de habla inglesa;
por la otra, quizá más intuitiva que racionalmente, entiende que pertenece a
Nigeria. Uno de los primeros motivos de reflexión sobre las razones de esta
dicotomía, rememora Achebe, viene precisamente de la literatura. Esto sucede
cuando en la primaria en su país uno de sus maestros pone de tarea la lectura de
una “novela nigeriana”, Mister Johnson, de Joyce Cary, que había sido aclamada
por la crítica inglesa.
Los jóvenes alumnos nigerianos habían crecido con la literatura del imperio
y sus agentes, como Shakespeare, Milton, Defoe, Swift, Wordsworth, Coleridge,
Keats, Tennyson, Housman, Eliot, Frost, Joyce y Conrad. Por lo tanto fue con no
poca satisfacción que los maestros, ingleses todos ellos, ponen en manos de los
alumnos la novela de Cary. Pero grande fue su sorpresa cuando al comentar el

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libro en clase, en vez de reflexiones se enfrentaron a una rebeldía cercana al
motín: ni uno de los estudiantes pudo reconocerse en la “Nigeria” de la novela o
en sus personajes. Así recuerda Achebe la escena: “Uno de mis compañeros pidió
la palabra y expresó a un sorprendido maestro que lo único que había disfrutado
del libro había sido cuando el héroe nigeriano, Johnson, había sido asesinado a
balazos por su amo inglés, Mr. Rudbeck”.
Este incidente, según comprendió después, fue algo más que un episodio
interesante en un salón de clases colonial. “Fue una rebelión ejemplar”.
Ello lleva a Chinua al análisis de una faceta de la literatura sobre la que
poco se reflexiona: su papel como subsidiaria de la dominación. Comienza por
recordar que la literatura sobre África tiene una historia antigua. Un estudio de
Harnmond y Jablow, El África que nunca fue, examina cuatrocientos años y no
menos de 500 volúmenes publicados. Muestra el grado de fantasía y la clase de
mentiras que se publicaron sobre el continente y sus pueblos: salvajes, amorales,
sin alma, caníbales, ignorantes, de cerebro inferior, incapaces de crear belleza o
instituciones civilizadas. En pocas palabras, pueblos a los que, en última instancia,
se hacía un favor al esclavizarlos.
Durante mucho tiempo esta literatura ayudó a justificar la esclavitud. Pero
en el camino adquirió vida propia, de tal suerte que al abolirse el tráfico de
esclavos a principios del siglo diecinueve se reformuló, “con las herramientas de
fantasías académicas de moda y pseudo ciencias”.
Cuando Chinua Achebe publica su primera novela, Todo se desmorona, fue
recibida por la crítica -inglesa, desde luego- como una expresión pura de anarquía,
tan convencido estaba el imperio de que la única “literatura africana” era la
producida por blancos, o por negros totalmente colonizados en mente y espíritu.
Desde el relato del viaje de John Lok al África Occidental en 1561 en donde
describe pueblos de “existencia bestial, sin dios, leyes o religión”, hasta el
calificativo de “no humanos” que 350 años después les asesta Joyce Cary a los
danzantes negros, “encontramos que este modelo, como el conejo de las pilas,
sigue lleno de energía y batiendo su tambor”, dice Achebe con su ironía no exenta
de humor.

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Para Achebe, la lectura de Mister Johnson y su secuela de
cuestionamientos sobre su lugar en el mundo colonial y su propia patria, fue una
motivación en su camino a ser escritor. “Me abrió los ojos al hecho de que mi
hogar estaba bajo asedio y de que mi hogar no era sólo una casa o un pueblo,
sino más importante, un relato revelador en cuyo ambiente mi propia existencia
había comenzado a ensamblarse en un sentido coherente y significativo”.
La literatura como agente de la dominación colonial, y las posibilidades que
los pueblos tienen de combatirla creando su propia literatura es, en esencia, el
mensaje de Hogar y exilio. “Digamos que alguien viene a despojarme de mi tierra.
No esperamos que declare que lo hace por codicia o porque es más fuerte que yo,
pues tal confesión lo marcaría como un pillo y un abusivo. Así que contrata a un
narrador de historias con mucha imaginación para inventar una versión más
apropiada. Por ejemplo, que la tierra en cuestión no podría ser mía puesto que he
dado muestras de no poseer las cualidades apropiadas para cultivarla con
provecho y con la máxima ganancia. Podría añadir que la razón de mi ineficiencia
es mi muy bajo coeficiente intelectual y además explicar que mi cerebro dejó de
crecer a la edad de 10 años”.
Y si alguien cree que ésta es una torcida interpretación de Achua, aquí un
fragmento de Tierra de blancos de Elspeth Huxley: “ ... tal vez sea, como han
sugerido algunos médicos, que su cerebro es diferente, que tiene un periodo de
crecimiento más breve y posee células menos bien formadas y organizadas con
menor destreza que las de los europeos. En otras palabras, que hay una
disparidad fundamental entre las capacidades de su cerebro y el nuestro”.
Achebe viaja a Londres a estudiar con un pasaporte que reza: “Persona
bajo la protección inglesa” (eufemismo casi tan maravilloso como el que en México
se aplica oficialmente a los niños de la calle: menores en situación extraordinaria).
Eventualmente llega la independencia y el nuevo documento establece:
“Ciudadano de Nigeria”. Este tránsito es descrito por Chinua Achebe como “la
participación de un hombre en el ritual de millones y millones para aplacar una
larga y complicada historia de exacciones y amargura, y para responder
¡presente!, como diría el poeta Senghor, en el renacimiento del mundo”.

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Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.
2/6/10
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