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CAPITULO UNO

Baudelio había vivido los primeros y únicos quince años de su vida en el pueblo
de Santa Lorena. El chico estaba en la ebullición propia de su edad, la famosa “
edad del pavo”, pero no era rebeldillo como los demás. Gustaba de salir con los
amigos de su misma “onda”, pero siempre regresaba a su casa a la hora
convenida. De todas formas, él decía que era la hora de los novios y, como se
sentía rechazado por las chicas a causa de su sobrepeso, le valía más retirarse
por la vía de la obediencia a los padres. Era un buen estudiante y ahora mismo
se encontraba recibiendo los frutos de un arduo año de estudios de enseñanza
secundaria. Gustaba de los deportes, pero de los de pensar, como el ajedrez,
no de los de ejercitarse. Cuestión de autoestima.

Virgilio, por su parte, era un muchacho normal para su edad, también de


quince. Había venido al pueblo de vacaciones, como todos los años desde que
tenía uso de razón. Aunque la capital de provincia le atraía mucho —donde
vivía y, por ende, cursaba sus estudios—, por todas las diversiones que en ella
podía disfrutar, con todo aceptaba gustoso cada invitación que sus abuelitos le
hacían para pasarlo con ellos durante el Verano.

Santa Lorena era un pueblecito tranquilo. Las tierras que la comprendían eran
pardas y ricas en toda clase de vegetación. A veces, parecía que el tiempo se
había detenido en él. Las yuntas de bueyes y los tiros de caballos que
paseaban por sus callejas como un espectáculo normal, le conferían un aire
añejo y delicioso. Desde la loma donde estaba enclavado el conjunto de
edificaciones que formaba el poblado, podía divisarse un paisaje rico y
variopinto: al Norte se distinguían la Cordillera de las Montañas Remotas, como
eran conocidas, cuyas estribaciones se pintaban de un gris azuloso contra un
cielo ligeramente blancuzco en aquella mañana, como las demás. Al Este, se
hallaba el lago de Cristal, aunque no era del todo visible desde el pueblo,
principalmente a causa del tupido bosque que lo flanqueaba. Al Sur, hermosos
campos de tierra vieja, llenos de frutos y trigales, embellecían la mirada.
Cuando el viento acariciaba los dorados cultivos, parecía la hermosa venustez
de una mujer peinándose los cabellos frente al espejo celestial. Ya se acercaba
la temporada de siega, en que las trigazas serían recogidas por las máquinas
del progreso, o las trigas de tres caballos, muy usadas por allí, dependiendo del
lugar y del granjero.

Al oeste, mediando más labrantíos y huertas, como a una distancia de un


kilómetro, se erguía el Pico del Árbol, llamado así en honor de un único
ejemplar de arce de azúcar, imponente, de 35 metros de altura, justo en la
cresta, rodeado de unas rocas escarpadas que parecían no tenerle miedo a las
alturas. Resultaba imposible que en aquel paraje pudiera sobrevivir semejante
ejemplar, pero se debía a que una pura y cristalina fuente de agua manaba de
la cumbre, lo que lo hacía casi mágico, justo allí donde el arce había logrado
echar raíces. Se decía que tenía dos mil años. Dato, por demás, exagerado.

Al pie del Pico del Árbol brotaba un manatial de aguas termales. Su


propiedades ejercían efectos curativos sobre diversas enfermedades, y Virgilio
procuraba venir todos los días a bañarse en ellas. El Ayuntamiento había
logrado hacer de Las Termas un centro de recreación y salud, pero distaba lo
suficientemente lejos de Santa Lorena como para turbar la paz de sus
habitantes. Sus abuelos habían logrado edificar una casa de reposo en el lugar,
una variación de hotel, junto a la burga, lo cual les permitía vivir con holgura.

Virgilio cargaba con una extraña enfermedad, conocida como de Perthes, cuya
resumida descripción la define como un daño a la cabeza del fémur. Ello le
traía como consecuencia, que la pierna izquierda era más corta que la otra, por
lo que le era inevitable cojear. Le dolía, sí, pero lo sobrellevaba con entereza.
Los médicos que le atendían (y que no se ponían de acuerdo sobre la
conveniencia o no de aplicarle una cirugía ortopédica para corregir su defecto),
observaban con agrado cómo, cada vez que regresaba de Santa Lorena
(habiéndose tomado los baños de rigor), la cabeza de su fémur izquierdo
parecía haber mejorado en su aspecto, a la luz de las radiografías. El
adolescente llevaba más de cinco años con este mal, ahora defecto, y ya
estaba considerando seriamente la posibilidad de ser operado, dado que
estaba llegando a una edad en la que las disfunciones físicas no eran
precisamente deseables a la hora de las inevitables comparaciones con
muchahos y muchachas de su edad.

Sea como fuere, Virgilio era muy feliz, aunque no se sentía plenamente
satisfecho de la vida. Cuestión de hormonas.

Los amigos con que contaba en el pueblo eran: Taisa, una linda quinceañera de
ojos aceitunados y sonrisa angelical, de la que estaba prendado, pese a ser la
novia de su mejor amigo, de nombre Leandro, que era dos años mayor que
ellos. El propio Leandro, que iba a comenzar a estudiar la carrera de
Agronomía, lo cual sucedería al final del estío. Y Baudelio, por supuesto.

Los cuatro eran gente de corazón noble. Eran muy unidos y les decían «los
invencibles».
Un domingo de junio organizaron un pic-nic al lago Cristal. Baudelio, el
regordete de cara simpática, tenía un bote; bueno, en realidad era de su padre,
pero se lo prestaban cuando deseaba ir al lago, aunque con las
recomendaciones y precauciones de rigor. Se citaron en la «Plaza del Reloj»,
llamada así por el hermoso dispositivo mecánico que presidía la plazoleta
principal, que llevaba otro nombre, pero que nadie usaba, incluso el cartero del
lugar.

Las seis de la mañana parecía una buena hora para reunirse. El padre de
Baudelio les prestó además la camioneta y el remolque, pero quien conduciría
era Leandro, que ya contaba con la autorización oficial, léase licencia o carnet
correspondiente. Habían tomado las cautelas alimenticias pertinentes —sobre
todo Baudelio—, y emprendieron el trayecto hacia el lago, por el camino que
pasaba cerca de la casa de Virgilio. Aquel día sus abuelos tendrían un poco
más de trabajo en el Hotel-casa de reposo, que además contaba con un
Restaurante, al que llamaban «Sabiduría», pues se esperaba la afluencia
mucha gente, incluidos dos autocares repletos de turistas italianos. Ellos
deseaban haber podido contar con él, pero comprendieron que el chico
también necesitaba distraerse con los amigos de vez en cuando.

Para que no se sintiera solo en la parte de carga, Baudelio acompañó a Virgilio


durante el trayecto. En más de una ocasión sufrieron las tropelías de la
inexperiencia de Leandro, que iba felizmente acompañado de Taisa.
Comprendiendo lo difícil que ésto suponía para Virgilio, Baudelio trataba de
distraer su atención hacia sí, cosa que finalmente logró; tan al final que ya
habían llegado.

Cuando se detuvo la camioneta, se apearon entre cantos y gritos. Bajaron las


cosas y aprestaron el bote con rapidez.

Como a una distancia de 300 metros de la orilla, más hacia el Este, se dice que
había un islote, llamado por todo el mundo como «isla de las Taivas»,
especialmente por los más antiguos del lugar. Lo cierto es que, pese a la
relativamente corta distancia desde la orilla, pocos, muy pocos, habían logrado
verlo, por lo que formaba parte de las leyendas folclóricas del lugar. Una densa
neblina cubría perennemente aquella parte del lago, como si se tratase del
velo de una novia que no deseaba ser descubierta.

Muchas quimeras se habían formado en torno


al lugar; entre ellas, la típica de los padres:
“hijo, no te acerques a la bruma, porque ahí
asustan”, o cosas parecidas. Se dice que nadie
lograba penetrar en la densa capa de vapor, y
que las embarcaciones que lo intentaban, ellas solas giraban en otra dirección,
como si una mano invisible las desviara.

Era la cuarta vez que Baudelio, Taisa, Leandro y Virgilio habían intentado algo
al respecto. Lo del día de campo no era sino una excusa para introducirse en la
leyenda y satisfacer con ello la normal avidez por aventuras propias de su
edad. En una ocasión también les acompañó la hermana de Taisa, de nombre
Irina, dos años menor que ella, un esqueleto en opinión de Virgilio, pero que no
le quitaba los ojos de encima.

En otra ocasión, fueron por toda la orilla, pero la expedición se tornó


totalmente un fracaso, porque no lograron avanzar lo suficiente como para
investigar. Hubieran deseado tener un medio de transporte aéreo; de seguro
lograrían, cuando menos, definir si existía o no la tal mentada isla de las
Taivas.

Cuando lograron echar a andar el motor fuera-borda, zarparon contra el fresco


viento matutino. Eran las siete en punto. El cielo estaba completamente
desencapotado, dejando que sus espacios se adornaran con alguna que otra
nubecilla tímida, y los acompasados cantos de las cigarras auguraban una
calurosa jornada. Leandro y Taisa estaban abrazados, ajenos al mundo que les
rodeaba; Virgilio se aguantaba al verlos. Amaba a Taisa, pero ni cómo
hacérselo saber.

Más adelante, al rebasar una punta de tierra y rocas pobladas de enormes


coníferas, comenzaron a divisar la niebla.

—Ahí está —señaló Baudelio.

En ese momento, todos callaron en seco.

Esta vez decidieron no atacar el objetivo de inmediato —ya fuera definible o


no, existente o no—, sino después de dar una vuelta más amplia, a ver si entre
el espeso velo lograban descubrir alguna entrada. Eran jóvenes que creían
estar en la plenitud de la vida y , claro, no tenían miedo.

En ese preciso instante, la madre de Baudelio, a varios kilómetros de allí, sintió


un piquete en la nuca; señal de que algo extraño iba a suceder, e hizo lo que
mejor sabía: dejando de lado la monda de patatas y apagando el fuego del
cocido gallego que estaba preparando, puso ambas rodillas en el suelo de
cemento y comenzó a rezar:

Dios mío, ven en mi auxilio;


Señor, date prisa en socorrerme.
Así lo hizo en varias ocasiones; hasta que se incorporó resoplando (la obesidad
era algo de familia), y retornó a sus quehaceres, ya más tranquila. No era la
primera vez que hacía una cosa semejante.

En el lago Cristal la temperatura era refrescante; tal pareciera que el astro rey
había decidido no molestarles en aquel rincón del mundo. El silencio era más
pesado cada vez; distaban lo suficiente de la orilla como para escuchar algún
sonido, pero era éste un silencio con sabor enigmático, pese al zumbido del
motorcillo fuera-borda.

Leandro se separó de su novia. Lentamente, como un gusano, fue acercándose


a la proa, desde donde comenzó a husmear en torno suyo. Al cabo de unos
minutos, dio la orden de apagar el motor. Si aquél era un silencio pesado, el
que sobrevino después fue la condensación misma del sosiego. Alguien hizo un
comentario sobre lo fuerte que se sentían sus latidos, pero nadie le hizo caso.

De repente, la niebla avanzó hacia ellos. No tuvieron que girar. Fue como si les
saliera al paso. En ese momento, el sol se fue disipando, como si el vapor
acuoso acturara como un filtro cada vez más espeso, hasta que ya no se le vio
colgado de lo alto. No podían divisar hacia delante, y a los lados, más allá de
15 metros. Virgilio sacó su brújula, pero ésta no se movía al girarla, como si la
aguja se hubiera quedado pegada.

—¡Maldición! —Exclamó—. Estamos perdidos, creo...

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —Inquirió Baudelio. Lo suyo era, a la vez, duda y
cuestión. Terror enmascarado, de seguro.

—No sé... —Leandro se apresuró a responder; Taisa se le aproximó y loabrazó


casi temblando.

—¡Qué emoción! —Dijo ella— ¿Por qué no encendemos el motor y,


simplemente, nos dejamos llevar?

—¡Buena idea! —Apoyó Baudelio, que eso de andar perdidos no le resultaba


del todo grato.

Sin decir más, comenzó a accionar una, dos, tres veces, el cordón del
encendido. —¡Maldita sea tu estampa! —Le gritó al motorcejo y comenzó a
darle golpes con la mano abierta; así, lo intentó otras tres ó cuatro veces más,
pero no logró que arrancara.

—Bueno, no importa, siempre podemos usar los remos, ¿no? —Dijo Virgilio
como para animar a su amigo; pero éste no se consolaba.

Virgilio entonces se agachó y tomó las paletas, mitad de madera, mitad de


plástico. Colocó la del lado derecho en el tolete, y enseguida procedió a
acomodar la otra. Mas, de repente, algo golpeó la frágil embarcación en la
quilla, y el segundo remo cayó al agua. Virgilio emitió una interjección alusiva
y, por más que trató, no pudo alcanzar el apéndice de madera. De hecho, el
otro remo casi estuvo a punto de caer al agua, pero Taisa lo asió en su
deslizamiento.

—¿¡Qué fue éso!? —Exclamó Leandro, refiriéndose a lo que les golpeó.


Baudelio, en su puesto de popa, se asomó al lago, pero no vio nada; excepto
que la barquichuela avanzaba hacia algún punto.

—Nos movemos.

Leandro hizo lo propio por la proa y confirmó el dato: unas leves ondulaciones
parecían acariciar la embarcación. Se le hizo extraño que hubiera corriente
alguna en aquel lago; luego se estaban moviendo.

—Que yo sepa —comentó—, no hay ningún rápido que salga del Cristal...

—Entonces —intervino Taisa, con un dejo de nervios—, ¿por qué nos


movemos?

—No lo sé.

—Yo tampoco —dijo Baudelio.

—Ni yo —apostilló Virgilio.

Las sonrisas habían desaparecido de sus juveniles facciones. El sol también se


había puesto en sus corazones. Ahora, más que nunca, deseaban salir de allí.

Instantes después, Leandro hizo una observación:

—¡Mirad! Alcanzo a ver algo así como tierra.

Todos escrutaron hacia delante. Aguantaron la respiración mientras estiraban


los cuellos y afinaban la vista para tratar de comprobar la certeza de sus
palabras, cuando en ésto ¡splash...!, se oyó un chapuzón. Voltearon para
averiguar su causa. Lo que vieron (o mejor: lo que no alcanzaron a ver) les dejó
paralizados: Baudelio ya no estaba ahí. Una de dos: o se había lanzado al lago,
o se había caído. Virgilio fue el primero en asomarse (tanto movimiento hacía
peligrar la verticalidad). Como no lo distinguieron, ni siquiera un rastro que
seguir, comenzaron a gritar y a remar en reversa. La forma de la barca
permitía impulsar en ambas direcciones. Fue Virgilio quien reaccionó primero:

—¡Silencio!

Así lo hicieron.

—Nunca podremos saber si Baudelio está chapoteando o qué —justificó.


—Si esto es una broma, te juro que lo mato —Dijo Leandro; pero eran sus
palabras más las de un amigo que trataba de comprender la situación, que la
de alguien alterado. De cualquier forma, no le caía en gracia la desaparición de
su camarada.

Comenzaron a llamarle por su nombre a grandes voces.

Pero sus reclamos no encontraron eco en la espesura de la niebla, como si ésta


hubiese decidido escupirles silencio. Minutos después, la embarcación encalló
en tierra firme. Taisa, entonces, se admiró por un instante:

—¡Vaya! Llegamos a la famosa Isla de las Taivas.

—¿Será? —Cuestionó Virgilio al tiempo que descendían de la nave—. ¿Cómo


sabemos que es la isla?

—¡Por la niebla! —Respondieron Taisa y Leandro al unísono.

—Es cierto —se sonrojó—. ¿Y qué habrá sido de Baudelio? ¡Dios! Ojalá no le
haya pasado nada. ¡¡Baudelio!...! ¡¡Bau!!...

Los demás le corearon, pero sin éxito.

—¿Qué vamos a hacer? —Taisa estaba a punto de llanto.

No supieron qué responderle. Hasta que Virgilio sugirió que bordearan la costa
caminando. Él tomó hacia la derecha y ellos en dirección contraria.

No tardaron en encontrarle. Fueron Leandro y Taisa los que lo hallaron. Estaba


acurrucado, sentado en una roca junto a la orilla, contemplando las aguas que
reflejaban grises colores. Empapado de pies a cabeza.

—¿Estás bien? —Leandro no sabía si abrazarlo o golpearlo; no así Taisa, que lo


estrujó y se lo comió a besos.

—Vale, vale —los celos también hicieron acto de presencia en el novio. Taisa
retiró su abrazo, dejando asomar un ligero rubor en el rostro de Baudelio.

Leandro lo tomó de los hombros.

—¿¡Qué demonios te pasó!? —Y lo sacudió; pero Baudelio no parecía


reaccionar.

—¡Ni que hubieras visto un fantasma...!

Baudelio volteó el rostro hacia ellos. Sus ojos lo decían todo; no cabía la menor
duda: algo había sucedido con él, que alcanzó a bisbisear:

—N-no lo s-sé...
—¿No lo sabes? —Rabió Leandro—. ¡No tienes idea del susto que nos diste...!

Baudelio volvió la mirada vacía al frente. Lo que menos necesitaba era una
corrección. Su mirada se tornó vidriosa, como si pretendiera alejarse con la
mente de aquél espacio. Leandro bufó y echó una ojeada a su alrededor. Del
lado del lago, niebla, incertidumbre, desazón. Del lado de tierra firme, la misma
descripción. Los pocos arbustos que atisbaba eran parecidos a los tarayes de
corteza rojiza, y florecillas rosadas adornando sus hojas ovaladas y agudas;
unos acerolos de frutos como manzanitas rojas, acerolas ricas y saludables;
también se percató de la presencia de adelfas, cuya savia es venenosa; o los
agracejos, o los arándanos trepadores, cuyas frambuesas rojizas son una
delicia. Junto a ellos, unos pinos de seis metros de altura aproximada, le daban
un toque mágico al bosquecillo que escondían detrás de sus ramas. Le gustaba
la Botánica, pero en ese momento no pudo identificar dónde podrían estar.

Trató de fijar la mirada por entre los ramales, pero la bruma se lo impedía.

De repente, se escuchó un ruido del lado por donde habían llegado.

Era Virgilio, jadeante, que corrió hacia ellos, cojeando, y que experimentó una
gran alegría cuando reconoció a Baudelio. Lo abrazó, pero sin reproches. Taisa
observó:

—¿Por qué vienes corriendo?

Virgilio, con el rostro encendido aún por el esfuerzo, contestó lo mejor que
pudo:

—Esteee, verás... —Dubitó, pero siguió adelante, señalando hacia atrás—: Es


queee... escuché un ruido salido del agua.

Baudelio le prestó atención. Taisa le cuestionó:

—No me digas que tú también te topaste con un fantasma...

Baudelio la miró con cara de pocos amigos. Leandro lo captó y le dio un golpe
con la mano abierta, rozándole el hombro. Ante esto, Virgilio se apresuró a
describir lo sucedido.

—Sí. Escuché un chapoteo cerca de la orilla. Luego, me pareció ver un rastro


en el agua, y como que algo salía del lago. La verdad, no sé lo que era; pero no
me quedé ahí para averiguarlo. ¡Chispas! ¡Que me muera si no es verdad!

—Pudo ser cualquier cosa —se apresuró a decir Leandro.

—No. —Cortó Baudelio. Todos callaron. Lo que dijo a continuación, les dejó
helados—: Fue lo que me tiró a mí al agua.
Dejaron que prosiguiera. Lo hizo sin tan siquiera mirarles.

—Cuando me asomé, allá en el bote, para ver cómo era posible que
avanzáramos, no sé, pero sentí que ese “algo” me agarró y me tiró al agua.
Fue..., fue el momento más espantoso de toda mi vida, chicos. No sentí su
toque físico, si me entendéis lo que quiero decir, pero noté cómo era atraido
hacia abajo. Casi de inmediato perdí de vista la barca. En ese momento, me
acordé de algo que me enseñó mi padre: que debía invocar el nombre de Dios
y de la Virgen. Claro, no podía pronunciarlos con los labios, pero lo hice con
todas las fuerzas de mi mente. Era como si una corriente invisible me estuviera
llevando a la muerte...

“Entonces, ahora sí, sentí otro algo, una mano, que me agarró por el hombro, y
luego por la axila derecha, y comenzé a ascender. Todavía tenía oxígeno en los
pulmones, y el terror que experimentaba hacía que mi sangre bombeara a mil
por hora.

“No sé dónde, ni cómo, pero lo siguiente que recuerdo es que llegué aquí; más
bien ¡ya estaba aquí!..., sólo que acurrucado con medio cuerpo en el agua. No
había tragado ni una gota, porque no tenía ninguna sensación en el esófago,
como cuando casi me ahogué hace un año, allá en Las Termas...

“Luego, me senté aquí y me puse a dar gracias. ¡Caray! Aprecia uno mejor la
vida cuando le pasan estas cosas...

Leandro, donde antes le había golpeado, ahora le tocó para animarlo. Baudelio
completó siniestramente:

—Creo que aquí hay algo diabólico. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

Virgilio preguntó con ansiedad:

—¿Y la barca? ¿Dónde la dejásteis?

Taisa y Leandro le miraron horrorizados.

—¿¡Quéee...!?

—La dejamos donde nos separamos —dijo Taisa—; ¿recuerdas dónde?

—¡No me digas que no la viste cuando venías en esta dirección! —Leandro le


zarandeó.

—¡Nooo…!

De inmediato, todos ellos se pusieron a correr en pos de la única salida de


aquel infierno indefinido: la barca del padre de Baudelio. Leandro pidió que no
apuraran demasiado el trote, para permitir que Taisa no se rezagara. Buena
forma de disimular su falta de condición.

Doscientos metros adelante, llegaron al lugar donde —estaban seguros—


habían dejado el bote.

Pero allí no había rastro de él.

En su lugar, se hallaba un joven, sentado en cuclillas, aparentemente


meditando.

—¡Oye! —Le gritó Leandro, que parecía extrañado y aliviado a la vez—. ¿No
has visto por aquí un bote con motor?

El otro les miró con curiosidad y se irguió sobre su espalda.

—Hola —dijo—. Mucho gusto en saludaros. Mi nombre es Antón. Antón Ajedo.

Uno por uno, fue estrechándoles la mano. Antes de que siguiera con las
presentaciones (cada uno dio su nombre), Virgilio volvió a enunciar la
pregunta:

—¿Lo has visto?

—¿El bote? Sí, claro. Por allí —señaló hacia el interior del lago—. Se lo llevó la
corriente.

Leandro sospechó de inmediato; había anclado muy bien la embarcación; mas


no externó su recelo.

—Pero no tengáis miedo. Enseguida regresará.

—¿Pero qué dices? —Taisa intervino ahora—. ¿Cómo es posible que regrese?
¿Acaso alguien lo trae consigo?

—Alguien o algo... —pronunció Baudelio en tono lúgubre.

El joven les miró y se apresuró a decir:

—Nada de eso. Tranquilizáos. Es que hubo una corriente muy fuerte hace rato
y se lo llevó; pero conozco estas aguas perfectamente. Regresará, os lo
prometo.

Baudelio emitió un resoplido.

—Entonces... —externó—, seguramente sabrás quién me tiró al agua...

—¿Al agua? ¿Cómo?

—¿No lo sabes? Dijiste que conocías estas aguas a la perfección...


—Cierto, cierto —extendió las manos en señal de rendición; sin embargo, no
parecía muy dispuesto a develar los peligros que acechaban en aquellas costas
—. El caso es que ahora estás bien, ¿no? —Entonces exclamó—: ¡Hey! ¡Mirad,
ahí viene el bote! ¿No os lo dije?

En efecto. Como lo hizo un rato atrás, se deslizaba surcando las aguas hacia el
supuesto islote donde ahora estaban, se desplazaba hacia ellos con suavidad.
Leandro hizo el intento de lanzarse al agua, pero fue detenido por el otro.

—Déjame. Yo iré por él.

Leandro no se opuso. Se acordó de la cosa esa que rondaba por allí. El joven se
lanzó al agua y avanzó hasta que le llegó al pecho. Asió el borde del horcón y
logró moverlo hacia ellos. Los cuatro muchachos sintieron una gran alegría,
pero más cuando Baudelio consiguió arrancar el motor, luego, eso sí, de que
Antón revisara la bujía y soplara sobre ella. Previamente, le había echado la
mitad del contenido de un bote de gasolina que habían traído para
emergencias.

Todos subieron. Todos excepto Antón.

—Ven. Ven con nosotros —le rogó Taisa.

—Oye, este lugar no es bueno para quedarse —añadió Virgilio.

—Aquí asustan... —completó Baudelio, con una sonrisa en los labios.

—No puedo —externó Antón—. Yo pertenezco aquí. ¡Marcháos!

—Pero, ¿cómo te irás de esta isla? —Inquirió Leandro—. ¿Acaso vives aquí?

El otro le apuntó con el índice y le guiñó el ojo.

—Precisamente —contestó—. ¡Hale! ¡Idos ya, de una buena vez! ¡Seguid esa
dirección!

A una señal de Leandro, Baudelio giró hasta apuntar la proa en el rumbo


sugerido, y aceleró.

Un minuto más tarde, rindiéndose ante el embate del barquito, la niebla se


disipó, dando paso al más brillante de los días. Las risas afloraron en los
muchachos y comenzaron a entonar cantos. Ni siquiera sintieron el calor
cuando llegó. Se sentían libres, después de haber pasado un trago amargo.
Pero fue un comentario de Virgilio lo que les hizo callar:

—¿Os fijásteis? Cuando nos despedimos, Antón traía la ropa seca.

Pero fue lo que dijo Leandro lo que les puso a pensar:


—¡No es posible! —Comprobó el dato en el reloj de Taisa—. ¡Pero si son las
cinco de la tarde!

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