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Baudelio había vivido los primeros y únicos quince años de su vida en el pueblo
de Santa Lorena. El chico estaba en la ebullición propia de su edad, la famosa “
edad del pavo”, pero no era rebeldillo como los demás. Gustaba de salir con los
amigos de su misma “onda”, pero siempre regresaba a su casa a la hora
convenida. De todas formas, él decía que era la hora de los novios y, como se
sentía rechazado por las chicas a causa de su sobrepeso, le valía más retirarse
por la vía de la obediencia a los padres. Era un buen estudiante y ahora mismo
se encontraba recibiendo los frutos de un arduo año de estudios de enseñanza
secundaria. Gustaba de los deportes, pero de los de pensar, como el ajedrez,
no de los de ejercitarse. Cuestión de autoestima.
Santa Lorena era un pueblecito tranquilo. Las tierras que la comprendían eran
pardas y ricas en toda clase de vegetación. A veces, parecía que el tiempo se
había detenido en él. Las yuntas de bueyes y los tiros de caballos que
paseaban por sus callejas como un espectáculo normal, le conferían un aire
añejo y delicioso. Desde la loma donde estaba enclavado el conjunto de
edificaciones que formaba el poblado, podía divisarse un paisaje rico y
variopinto: al Norte se distinguían la Cordillera de las Montañas Remotas, como
eran conocidas, cuyas estribaciones se pintaban de un gris azuloso contra un
cielo ligeramente blancuzco en aquella mañana, como las demás. Al Este, se
hallaba el lago de Cristal, aunque no era del todo visible desde el pueblo,
principalmente a causa del tupido bosque que lo flanqueaba. Al Sur, hermosos
campos de tierra vieja, llenos de frutos y trigales, embellecían la mirada.
Cuando el viento acariciaba los dorados cultivos, parecía la hermosa venustez
de una mujer peinándose los cabellos frente al espejo celestial. Ya se acercaba
la temporada de siega, en que las trigazas serían recogidas por las máquinas
del progreso, o las trigas de tres caballos, muy usadas por allí, dependiendo del
lugar y del granjero.
Virgilio cargaba con una extraña enfermedad, conocida como de Perthes, cuya
resumida descripción la define como un daño a la cabeza del fémur. Ello le
traía como consecuencia, que la pierna izquierda era más corta que la otra, por
lo que le era inevitable cojear. Le dolía, sí, pero lo sobrellevaba con entereza.
Los médicos que le atendían (y que no se ponían de acuerdo sobre la
conveniencia o no de aplicarle una cirugía ortopédica para corregir su defecto),
observaban con agrado cómo, cada vez que regresaba de Santa Lorena
(habiéndose tomado los baños de rigor), la cabeza de su fémur izquierdo
parecía haber mejorado en su aspecto, a la luz de las radiografías. El
adolescente llevaba más de cinco años con este mal, ahora defecto, y ya
estaba considerando seriamente la posibilidad de ser operado, dado que
estaba llegando a una edad en la que las disfunciones físicas no eran
precisamente deseables a la hora de las inevitables comparaciones con
muchahos y muchachas de su edad.
Sea como fuere, Virgilio era muy feliz, aunque no se sentía plenamente
satisfecho de la vida. Cuestión de hormonas.
Los amigos con que contaba en el pueblo eran: Taisa, una linda quinceañera de
ojos aceitunados y sonrisa angelical, de la que estaba prendado, pese a ser la
novia de su mejor amigo, de nombre Leandro, que era dos años mayor que
ellos. El propio Leandro, que iba a comenzar a estudiar la carrera de
Agronomía, lo cual sucedería al final del estío. Y Baudelio, por supuesto.
Los cuatro eran gente de corazón noble. Eran muy unidos y les decían «los
invencibles».
Un domingo de junio organizaron un pic-nic al lago Cristal. Baudelio, el
regordete de cara simpática, tenía un bote; bueno, en realidad era de su padre,
pero se lo prestaban cuando deseaba ir al lago, aunque con las
recomendaciones y precauciones de rigor. Se citaron en la «Plaza del Reloj»,
llamada así por el hermoso dispositivo mecánico que presidía la plazoleta
principal, que llevaba otro nombre, pero que nadie usaba, incluso el cartero del
lugar.
Las seis de la mañana parecía una buena hora para reunirse. El padre de
Baudelio les prestó además la camioneta y el remolque, pero quien conduciría
era Leandro, que ya contaba con la autorización oficial, léase licencia o carnet
correspondiente. Habían tomado las cautelas alimenticias pertinentes —sobre
todo Baudelio—, y emprendieron el trayecto hacia el lago, por el camino que
pasaba cerca de la casa de Virgilio. Aquel día sus abuelos tendrían un poco
más de trabajo en el Hotel-casa de reposo, que además contaba con un
Restaurante, al que llamaban «Sabiduría», pues se esperaba la afluencia
mucha gente, incluidos dos autocares repletos de turistas italianos. Ellos
deseaban haber podido contar con él, pero comprendieron que el chico
también necesitaba distraerse con los amigos de vez en cuando.
Como a una distancia de 300 metros de la orilla, más hacia el Este, se dice que
había un islote, llamado por todo el mundo como «isla de las Taivas»,
especialmente por los más antiguos del lugar. Lo cierto es que, pese a la
relativamente corta distancia desde la orilla, pocos, muy pocos, habían logrado
verlo, por lo que formaba parte de las leyendas folclóricas del lugar. Una densa
neblina cubría perennemente aquella parte del lago, como si se tratase del
velo de una novia que no deseaba ser descubierta.
Era la cuarta vez que Baudelio, Taisa, Leandro y Virgilio habían intentado algo
al respecto. Lo del día de campo no era sino una excusa para introducirse en la
leyenda y satisfacer con ello la normal avidez por aventuras propias de su
edad. En una ocasión también les acompañó la hermana de Taisa, de nombre
Irina, dos años menor que ella, un esqueleto en opinión de Virgilio, pero que no
le quitaba los ojos de encima.
En el lago Cristal la temperatura era refrescante; tal pareciera que el astro rey
había decidido no molestarles en aquel rincón del mundo. El silencio era más
pesado cada vez; distaban lo suficiente de la orilla como para escuchar algún
sonido, pero era éste un silencio con sabor enigmático, pese al zumbido del
motorcillo fuera-borda.
De repente, la niebla avanzó hacia ellos. No tuvieron que girar. Fue como si les
saliera al paso. En ese momento, el sol se fue disipando, como si el vapor
acuoso acturara como un filtro cada vez más espeso, hasta que ya no se le vio
colgado de lo alto. No podían divisar hacia delante, y a los lados, más allá de
15 metros. Virgilio sacó su brújula, pero ésta no se movía al girarla, como si la
aguja se hubiera quedado pegada.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —Inquirió Baudelio. Lo suyo era, a la vez, duda y
cuestión. Terror enmascarado, de seguro.
Sin decir más, comenzó a accionar una, dos, tres veces, el cordón del
encendido. —¡Maldita sea tu estampa! —Le gritó al motorcejo y comenzó a
darle golpes con la mano abierta; así, lo intentó otras tres ó cuatro veces más,
pero no logró que arrancara.
—Bueno, no importa, siempre podemos usar los remos, ¿no? —Dijo Virgilio
como para animar a su amigo; pero éste no se consolaba.
—Nos movemos.
Leandro hizo lo propio por la proa y confirmó el dato: unas leves ondulaciones
parecían acariciar la embarcación. Se le hizo extraño que hubiera corriente
alguna en aquel lago; luego se estaban moviendo.
—Que yo sepa —comentó—, no hay ningún rápido que salga del Cristal...
—No lo sé.
—¡Silencio!
Así lo hicieron.
—Es cierto —se sonrojó—. ¿Y qué habrá sido de Baudelio? ¡Dios! Ojalá no le
haya pasado nada. ¡¡Baudelio!...! ¡¡Bau!!...
No supieron qué responderle. Hasta que Virgilio sugirió que bordearan la costa
caminando. Él tomó hacia la derecha y ellos en dirección contraria.
—Vale, vale —los celos también hicieron acto de presencia en el novio. Taisa
retiró su abrazo, dejando asomar un ligero rubor en el rostro de Baudelio.
Baudelio volteó el rostro hacia ellos. Sus ojos lo decían todo; no cabía la menor
duda: algo había sucedido con él, que alcanzó a bisbisear:
—N-no lo s-sé...
—¿No lo sabes? —Rabió Leandro—. ¡No tienes idea del susto que nos diste...!
Baudelio volvió la mirada vacía al frente. Lo que menos necesitaba era una
corrección. Su mirada se tornó vidriosa, como si pretendiera alejarse con la
mente de aquél espacio. Leandro bufó y echó una ojeada a su alrededor. Del
lado del lago, niebla, incertidumbre, desazón. Del lado de tierra firme, la misma
descripción. Los pocos arbustos que atisbaba eran parecidos a los tarayes de
corteza rojiza, y florecillas rosadas adornando sus hojas ovaladas y agudas;
unos acerolos de frutos como manzanitas rojas, acerolas ricas y saludables;
también se percató de la presencia de adelfas, cuya savia es venenosa; o los
agracejos, o los arándanos trepadores, cuyas frambuesas rojizas son una
delicia. Junto a ellos, unos pinos de seis metros de altura aproximada, le daban
un toque mágico al bosquecillo que escondían detrás de sus ramas. Le gustaba
la Botánica, pero en ese momento no pudo identificar dónde podrían estar.
Trató de fijar la mirada por entre los ramales, pero la bruma se lo impedía.
Era Virgilio, jadeante, que corrió hacia ellos, cojeando, y que experimentó una
gran alegría cuando reconoció a Baudelio. Lo abrazó, pero sin reproches. Taisa
observó:
Virgilio, con el rostro encendido aún por el esfuerzo, contestó lo mejor que
pudo:
Baudelio la miró con cara de pocos amigos. Leandro lo captó y le dio un golpe
con la mano abierta, rozándole el hombro. Ante esto, Virgilio se apresuró a
describir lo sucedido.
—No. —Cortó Baudelio. Todos callaron. Lo que dijo a continuación, les dejó
helados—: Fue lo que me tiró a mí al agua.
Dejaron que prosiguiera. Lo hizo sin tan siquiera mirarles.
—Cuando me asomé, allá en el bote, para ver cómo era posible que
avanzáramos, no sé, pero sentí que ese “algo” me agarró y me tiró al agua.
Fue..., fue el momento más espantoso de toda mi vida, chicos. No sentí su
toque físico, si me entendéis lo que quiero decir, pero noté cómo era atraido
hacia abajo. Casi de inmediato perdí de vista la barca. En ese momento, me
acordé de algo que me enseñó mi padre: que debía invocar el nombre de Dios
y de la Virgen. Claro, no podía pronunciarlos con los labios, pero lo hice con
todas las fuerzas de mi mente. Era como si una corriente invisible me estuviera
llevando a la muerte...
“Entonces, ahora sí, sentí otro algo, una mano, que me agarró por el hombro, y
luego por la axila derecha, y comenzé a ascender. Todavía tenía oxígeno en los
pulmones, y el terror que experimentaba hacía que mi sangre bombeara a mil
por hora.
“No sé dónde, ni cómo, pero lo siguiente que recuerdo es que llegué aquí; más
bien ¡ya estaba aquí!..., sólo que acurrucado con medio cuerpo en el agua. No
había tragado ni una gota, porque no tenía ninguna sensación en el esófago,
como cuando casi me ahogué hace un año, allá en Las Termas...
“Luego, me senté aquí y me puse a dar gracias. ¡Caray! Aprecia uno mejor la
vida cuando le pasan estas cosas...
Leandro, donde antes le había golpeado, ahora le tocó para animarlo. Baudelio
completó siniestramente:
—Creo que aquí hay algo diabólico. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
—¿¡Quéee...!?
—¡Nooo…!
—¡Oye! —Le gritó Leandro, que parecía extrañado y aliviado a la vez—. ¿No
has visto por aquí un bote con motor?
Uno por uno, fue estrechándoles la mano. Antes de que siguiera con las
presentaciones (cada uno dio su nombre), Virgilio volvió a enunciar la
pregunta:
—¿El bote? Sí, claro. Por allí —señaló hacia el interior del lago—. Se lo llevó la
corriente.
—¿Pero qué dices? —Taisa intervino ahora—. ¿Cómo es posible que regrese?
¿Acaso alguien lo trae consigo?
—Nada de eso. Tranquilizáos. Es que hubo una corriente muy fuerte hace rato
y se lo llevó; pero conozco estas aguas perfectamente. Regresará, os lo
prometo.
En efecto. Como lo hizo un rato atrás, se deslizaba surcando las aguas hacia el
supuesto islote donde ahora estaban, se desplazaba hacia ellos con suavidad.
Leandro hizo el intento de lanzarse al agua, pero fue detenido por el otro.
Leandro no se opuso. Se acordó de la cosa esa que rondaba por allí. El joven se
lanzó al agua y avanzó hasta que le llegó al pecho. Asió el borde del horcón y
logró moverlo hacia ellos. Los cuatro muchachos sintieron una gran alegría,
pero más cuando Baudelio consiguió arrancar el motor, luego, eso sí, de que
Antón revisara la bujía y soplara sobre ella. Previamente, le había echado la
mitad del contenido de un bote de gasolina que habían traído para
emergencias.
—Pero, ¿cómo te irás de esta isla? —Inquirió Leandro—. ¿Acaso vives aquí?
—Precisamente —contestó—. ¡Hale! ¡Idos ya, de una buena vez! ¡Seguid esa
dirección!