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MISTERIO EN LA CASA DE LAS TAIVAS

CAPITULO DOS

El día transcurrió sin mayores contratiempos: regresaron cada uno a su casa; regaños por la
tardanza, como era de esperarse. Pero nada, comparado con la emoción de lo que acababan de vivir.
Habían jurado no decírselo a nadie, como si fueran tumbas. Pero eran tumbas que gritaban para ser
escuchadas.
Baudelio contrajo un ligero resfriado, principalmente debido a la emoción contenida, cuyo escape
se tradujo en forma de estornudos y fiebre. Nada grave. Su indisposición propició que se pusiera a
pensar en quién le había tirado al agua, pero aún más en quién sería el que le había rescatado;
¿acaso sería Antón? No lo sabía a ciencia cierta. Lo que más gusto le dio fue cuando su madre le
contó lo que sintió al estar cocinando, y cómo se había puesto a rogar por él, ante el presentimiento
de que algo malo le iba a suceder. Baudelio fue muy discreto, pero dio gracias porque, sin duda,
hubiera muerto ahogado si el ¿ángel? aquél no le hubiera salvado. En cuanto a lo del remo perdido,
ya vería cómo lo substituiría; dijo la verdad al respecto, y el asunto no pasó a mayores. Taisa se
quedó castigada por el resto de la jornada; no podría salir con Leandro al cine (el que se erige en el
patio central del Ayuntamiento), y tampoco tenía ganas de ello, la verdad sea dicha.
Virgilio se montó en la motoneta y llegó a Las Termas cuando las tripas le gruñían como lobos al
acecho. Devoró un bistec de enormes proporciones y ayudó en los menesteres propios del albergue.
Los italianos, y los no italianos, se fueron ya avanzada la tarde, cuando la brisa vespertina hacía
acto de presencia para mitigar los calores soportados. Unas cuantas propinas le pusieron de muy
buen humor.
De regreso, adaptó la moto a la burra superior del coche de sus abuelos, y así les acompañó hasta
Santa Lorena. Ya eran más de las nueve y media, y el sol había emitido sus últimos rayos (en
verano se oculta muy tarde), confiriéndole al entorno un aspecto fulgurante, anaranjado y rosácero;
y tal parecía como que los árboles danzaran entre llamas de fuego.
Cuando ya se divisaban las primeras construcciones del pueblo, completamente sin querer, no
pudo más y comentó:
—Hoy conocimos a un tal Antón Ajedo. Un muchacho joven. Buen tipo.
“¡Cielos!”, se dijo. “Metí la pata”. Había accedido en guardar silencio; era un secreto.
—Ajá —fue el lacónico comentario de su abuelo, al tiempo que intercambiaba miradas de
extrañeza con su mujer; cosa que él no captó.
—¿Habéis oído hablar de él?
La abuela miró a su marido y respondió con suavidad:
—No estoy muy segura. No sé si sea pariente de los Ajedo, los de la tiendita de...
—...¿Don Braulio? —cortó él.
—Sí —intervino el abuelo—. Hace muchos, muchos años, tenían un hijo que desapareció sin
dejar ni rastro. Lo buscaron días, semanas enteras, por el monte, por la ciudad, por los campos y por
todas partes; sin éxito. La verdad, no estoy seguro, pero creo que se llamaba igual... Antonino, o
Antonio... no me acuerdo.
—Pero eso fue hace muchos años, cariño. —Dijo ella—. Más de veinte. A estas alturas, si se
tratara de la misma persona, tendría unos cuarenta, ¿no?
—Así es. —Respondió, y luego le preguntó a su nieto—: ¿Dónde lo vísteis, por cierto?
—Estee... —dudó un instante; si les decía la verdad, pondría en riesgo a los demás; así que lo
reveló a medias—: ...en el lago Cristal, en una orilla...
El abuelo le miró por el retrovisor con mirada inquisitiva y ya no dijo nada más.
Aquella noche, Virgilio se durmió contemplando la incompleta luna a través de su ventana. Los
dígitos de su reloj de cómoda marcaban las dos y media de la madrugada. Fue lo últio que vio
aquella vigilia.

Baudelio tuvo pesadillas; soñó con demonios que se lo querían llevar al Averno, y que se
enfrentaba a ellos con las puras manos, y no pocos se burlaban de él, y luego escuchaba una voz que
ahuyentaba a sus enemigos como cucarachas despavoridas; mas cuando se giraba para ver de quién
se trataba, éste había desaparecido, y luego soñó que estuvo a punto de morir ahogado mientras era
arrastrado por un aluvión pluvial, y su sueño se esfumó con él en el limbo de la semiconsciencia,
bañado de sudor. Eran las seis de la mañana.

Leandro no pudo dormir, no pudo hilar ni media hora de descanso. También fue carcomido por el
recuerdo de lo sucedido. De todas formas, no le inquietaba demasiado el hecho de no poder
descansar, porque sabía que estaba de vacaciones. Haría concha en su cama y se quedaría
descansando más de lo debido. Aún así, despertó a la misma hora que Baudelio, con la sensación de
haber sido golpeado por un buey en la retaguardia.
Taisa tenía unas bolsas en los ojos, que parecían de agua; todo porque ella sí había logrado
dormir, abrazada a su viejo osito de peluche, que era blanco y tenía la mitad de tamaño que ella. A
las seis ya estaba apoyando en las labores domésticas (lo cual le permitiría salir temprano con
Leandro; su castigo ya había sido cumplido, pues). Para ella, lo sucedido el día anterior no era sino
un simple recuerdo; todavía no sabía si había sido real o no.

Virgilio no despertó a las seis, sino a las ocho, cuando vinieron por él Leandro, Baudelio y Taisa.
Los ojos se le fueron con el corazón, y no dudó en pensar que era ella la criatura más hermosa del
mundo. Leandro se percató de esto y le lanzó una rama que traía entre los dedos.
Al poco rato se reunieron en la sala de estar de su casa, confiando en la privacidad de sus paredes.
El lugar estaba plagado de cojines de vivos colores, por lo que optaron por sentarse en el suelo,
apoyados en los asientos de los sillones. Al centro, una mesita de madera y cristal sostenía una
figurita de barro que parecía la antítesis de una sílfide, tocando una trompeta hacia los cielos. Sobre
la mesa instalaron unos vasos de agua. Fue Baudelio, que ya no mostraba las crueles mordidas del
resfriado, quien comenzó diciendo:
—No puedo creer lo que pasó —la experiencia pasada le confería el derecho a iniciar—; como
dice mi abuelo: «¡lombrices y babosas!» He estado repasándolo una y otra vez, y no encuentro
explicación lógica alguna.
—¡Sí! —Interrumpió Taisa—. Comenzando por la niebla. ¿Os fijásteis cómo nos atrapó de
repente y luego, cuando apagamos el motor, cómo el agua nos fue atrayendo hacia la isla?
—No hubiera pasado lo que pasó si nunca le hubieras ordenado a Baudelio que apagara el motor
—externó Virgilio, blandiendo un dedo acusador hacia Leandro.
Leandro se defendió doblemente:
—En primer lugar, yo sugerí que se apagara —Baudelio no estaba de acuerdo, pero Leandro fue
más vehemente y completó su defensa— y, además, ¿acaso no fue muy emocionante todo lo que
aconteció después? —Enarboló una sonrisa en son de paz.
—Sí..., estuvo fantástico —Virgilio intervino, mirando al vacío frente a ellos—, me refiero a
Antón. Y luego la barca que se movía sola...
—¡Sí! —Secundó Baudelio—. El tipo ése me salvó.
Todos le miraron.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Leandro.
—Porque, ¿no recordáis que su ropa estaba seca cuando salió del agua?
—Ajá, y la seguridad con la que se movía en ella... —Observó Taisa.
—¡Eso, eso! —Confirmó Baudelio.
—Mis abuelos me dijeron que hace muchos años desapareció alguien con ese nombre.
—¿Cuál, Virgilio?
—¡Pues Antón, tío!
—El caso es que tiene el mismo apellido que don Braulio, el de la tienda.
Los demás asintieron con vehemencia.
—...Sí, pero en aquél tiempo... sólo tenía veinte años...
—Entonces, no puede ser él —observó Leandro haciendo aspavientos.
—No, claro —asintió Baudelio, guiñando un ojo—. Pero podemos investigar...; ¿qué os parece?

Por la tarde, en efecto, Virgilio y Leandro fueron a la tienda de don Braulio Ajedo. Estaba
enclavada en la esquina de las calles Berenice Campos y Los Rodríguez. Se la distinguía de lejos
por el anuncio luminoso de un conocido refresco de cola, colocado en diagonal para ser visto desde
cualquier punto. La calle estaba siendo pavimentada con alquitrán de hulla, por lo que las máquinas
impedían el paso a los vehículos, que eran, de por sí, pocos; pero ellos no se arredraron.
La tienda tenía un nombre: “El Recuerdo”. Sugestivo para lo que ellos pretendían aquella víspera.
El edificio era de viviendas multifamiliares, construido a base de piedras sólidas, ladrillos y vigas
de acero. Al entrar en ella, percibieron un grato aroma a vino tinto, y a charcutería, y a vida y
bullicio. Cerraron la puerta tras de sí, para que el acre olor de la obra no penetrase en la tienda. Un
chiquillo pagó una cuenta y se retiró. Ellos se dirigieron entonces con don Braulio y, mostrador de
por medio, lo saludaron. Sabido es que en esas latitudes un saludo vocal es suficiente para darse por
aludido, y esta vez no fue la excepción. Para facilitar las cosas, compraron unos pastelitos de
chocolate y los consumieron muy despacito. Para pasarlos mejor por el gaznate, se refrescaron con
una bebida gaseosa y disfrutaron un rato del abanico, o ventilador de cielo, que giraba emitiendo
oleadas de aire caliente. Virgilio tomó entonces su cuaderno.
—Don Braulio, disculpe usted, quisiéramos hacerle unas preguntas; es para un estudio que
estamos presentando, ya sabe, un trabajo de verano...
—Ya. ¿Y de qué se trata?
—Es una encuesta sobre la familia —se apresuró a decir Leandro.
—¿Estáis en algún programa de verano, o algo así?
—Sí, don Braulio —contestó el mayor de los muchachos.
—Adelante, pues —sonrió cruzándose de brazos—. Puedes comenzar cuando quieras.
Así, con las lógicas pausas a causa de los clientes que acudían a comprar, ésto fue de lo que
hablaron:
Don Braulio era viudo. Había perdido a su mujer hacía veintidós años. Se llamaba Amalia. Le
había dado dos hijos: Antón y Antonia. La niña nació primero, pero murió al poco, a causa de una
infección viral que no pudo ser tratada a tiempo. Les mostró la foto. El orgullo de don Braulio,
Antón, había fallecido veintitrés años atrás, cuando había salido de expedición con varios
muchachos, supuestamente al lago Cristal. Fue algo trágico. Todos desaparecieron. Eran siete, y
ninguno regresó. Nunca supieron qué pasó. Se organizaron cuadrillas de búsqueda por meses
enteros, con la ayuda de la Guardia Rural, de los guardabosques y de los niños exploradores, más un
sinfín de gente. Supusieron que habían desaparecido en el lago, porque habían hallado rastros de
una acampada. Incluso se mandó llamar a unos indios de los Estados Unidos y la casa consistorial
pagó los viáticos; traían perros entrenados y toda la cosa. Pero toda huella que seguían,
ineludiblemente se perdía al llegar al lago.
Lo más extraño de todo era la supuesta isla, que estaba rodeada de aquella ominosa neblina todo
el tiempo. Nadie conseguía penetrar en ella, por más intentos que se hicieron: A las lanchas se les
apagaba el motor y no podían avanzar; los que llevaban remos se desviaban de su curso
misteriosamente (en este punto, Leandro y Virgilio estaban boquiabiertos, escuchando). Nadie
recordaba haber estado allí nunca anteriormente, como si la niebla siempre hubiera existido. Se hizo
el intento de alquilar una avioneta en tres ocasiones, pero, casualmente, cuando se acercaba al lugar,
surgía una tormenta de quién sabe dónde, y tenían que desviarse. Llamaron a curanderos y a gente
metida con esas cosas de los espíritus, entre ellos una pareja venida de Finlandia (de quienes se
decía tenían el poder de escuchar voces en otro nivel ‘diferente’ al normal). Fueron ellos los que
bautizaron a la isla con ese nombre. No se les entendía nada, porque hablaban un raro idioma, el
ugrofinés, o algo parecido. Se referían al lugar con el nombre de «Taivas», porque era una palabra
que repetían continuamente. Y desde entonces quedó bautizada de esa forma: «la Isla de las
Taivas».
Finalmente, se abandonó la búsqueda. Sólo uno de los padres de aquellos muchachos continúa
yendo de vez en cuando al lago, y se acerca con su barquita, pero siempre sin éxito. El hombre se
llama Francisco. Construyó una cabaña junto al lago.
Doña Amelia, la esposa de don Braulio, falleció un año después, a causa de la pérdida de Antón,
y desde entonces él vivía triste y solo.
Entonces les mostró la foto. Leandro y Virgilio sintieron cómo sus corazones bombeaban sangre
con más fuerza. Estaba ya algo gastada, aunque no mucho; la tenía, empero, enmarcada, lo que le
permitía conservarse pese al paso del tiempo. Era a todo color. En ella aparecían retratados seis
muchachos. De izquierda a derecha, Rafael Kast, Leoncio Rumbres, Antón Ajedo, Feliciano y
Felipe Ansón, y finalmente Francisco Agulló. El que tomó la foto se llamaba Christian Leduq y era
francés. Eso fue un día antes de partir a la expedición que supuso, a la larga, su extraña
desaparición.
Don Braulio tenía esperanza de que su hijo estuviera vivo. Confesó que una vez tuvo un sueño en
el que su Amalia, ya difunta, se le aparecía para decirle que rezara por su Antón; que no había
muerto. Pero nada más. Se despertó llorando.
Se hizo un pesado silencio. Los chicos traían consigo una lupa de buen tamaño. Con ella,
ampliaron la imagen de Antón. No, no parecía ser el mismo. Vestía diferente, pero, sobre todo,
estaba muy gordo. Sus facciones estaban como deformadas por la obesidad, aunque sus ojos sí se
asemejaban. El Antón con el que ellos habían hablado era delgado, pero robusto, y de mirada
agradable. Además, estaba el hecho de que eso fue hacía veintitrés años. Lo cual suponía que...
—¿Qué edad tenía su hijo entonces? —preguntó Virgilio.
—Veinte o veitiuno. A veces me es difícil calcular con precisión.
“Eso lo pondría con 43 ó 44 hoy...”, calculó Virgilio; un pensamiento fugaz cruzó los espacios de
su mente: “...a menos que en ese lugar no transcurra el tiempo...” Pero desechó ésto de inmediato,
como si fuera una polilla.
En ese momento, deseó con toda su alma poder decirle a don Braulio que su hijo estaba vivo, y
fue tan grande su anhelo que se le empañaron los ojos. Leandro comentó:
—Sería muy interesante si pudiera proporcionarnos una copia de esta foto. Bueno, debe ser un
tanto difícil para usted, me imagino...
El hombre le miró un largo rato. Leandro sostuvo su mirada estoicamente. Vio en ella un dolor
inmenso, pero también un agradecimiento por poder compartir con alguien sus recuerdos. La
famosa encuesta había pasado a segundo término. Al principio creyó que el sufrimiento era a causa
de la pérdida por la pérdida en sí, pero poco a poco percibió en esa mirada una especie de sensación
de fracaso, como si don Braulio sintiera profundamente el no haber estado a la altura de las
circunstancias. No podía descifrar tal sentir, pero tampoco estaba dispuesto a inquietar al hombre al
respecto, por lo que siguió sosteniendo su encaro.
—Puedes llevártela, pero me la traes en una hora —blandió la advertencia con calma.
—Gracias —dijo Virgilio, que había sentido la cosa muy tensa—. Una sola pregunta más, don
Braulio.
El tendero le miró relajadamente; incluso parecía sonreír.
—¿Cómo dijo que se llama el hombre que vive junto al lago?
—¡El hombre de Cristal...! —soltó entre carcajadas. Todos rieron, pero en seguida completó su
respuesta—: Se llama igual que su hijo, Francisco...: Francisco Agulló.
Miraron la foto de nuevo, llegó otro cliente y ellos aprovecharon para retirarse de ahí con rapidez.
Lo primero que hicieron fue dirigirse a la papelería “el Triángulo”, donde sacarían una copia exacta
de la foto.
—¡No! —Exclamó Virgilio a mitad de camino—. Parece que Juanito tiene un escáner. Quizás así
podamos digitalizar la imagen y ampliarla.
La idea le agradó a Leandro, que no entendía un rábano de aquello; él era «de pueblo, y a mucha
honra». Pasaron por detrás de la Iglesia de san Damián y Virgilio recordó que tenía que visitar al
cura, don Cantares (le decían así porque era muy desafinado; pero, en realidad era un «pedazo de
pan», como suele decirse).
Media hora más tarde ya tenían las imágenes en el ordenador electrónico de Juanito, un joven de
su edad, enamorado de la informática y el diseño. De esta forma, hicieron una ampliación de la
imagen de Antón Ajedo, e imprimieron un par de copias de la gráfica original, a tamaño natural.
Viéndolo así de cerca, se parecía mucho más al hombre joven de la isla de las Taivas.
Cumplieron el plazo prometido con don Braulio y le regresaron su foto enmarcada. Para
redondear la cosa, adquirieron un par de refrescos de 2 litros, pues se reunirían más tarde con los
demás, de nuevo en casa de Virgilio.

A las ocho se volvieron a ver. Todavía era de día.


Leandro y Virgilio expusieron emocionados la conversación sostenida con el anciano. Leandro
concluyó con el sentir que tuvo acerca del hombre:
—No sé —dijo—. Es como si en su mirada se cruzaran los caminos de la esperanza y el del
fracaso, como si él sintiera que su hijo..., creo yo..., como si no hubiera sido un buen hijo y él se
sintiera culpable de ello, por no haberle prestado la atención debida; pero lo sentí muy cargado de
dolor, como si estuviera dispuesto a dar lo que fuera por volverlo a ver, aunque fuera sólo un
instante.
“¡Qué más da!
“Yo lo miré fijamente, poniendo en mi mente el recuerdo que guardo del Antón que conocimos
ayer, como si pretendiera proyectar su imagen con mis ojos. No sé, la verdad, me cayó muy bien el
viejo...
Se enjugó una gotita que comenzaba a aparecer en su párpado, y disimuló un quedo:
—Traigo irritación...
Taisa se acurrucó junto a su novio, solidarizándose con sus sentimientos. Por primera vez,
Virgilio no se incomodó con este gesto, pues él mismo habría hecho algo semejante, además de
darle un fuerte abrazo. “No cabe duda que Leandro es un gran tipo, por eso me cae gordo”, pensó.
Baudelio lanzó la cuestión que todos esperaban, como si fueran dados en una mesa de juego
imaginaria. Era su turno.
—Bueno, ¿y cuándo vamos de nuevo?
—No creo que podamos sino hasta el domingo —comentó Leandro—. Valdría la pena ir a visitar
al señor Agulló a su cabaña.
—La única molestia son los visitantes —Dijo Virgilio—. Cada vez viene más gente de fuera a
fastidiar...
—Sí, y lo dejan todo muy sucio.
—Yo también ensucio —confesó Virgilio—. Tendré más cuidado de no hacerlo.
—Vale, vale —intervino Taisa—, ‘hermanos ecologistas’; ¿desde cuándo ahora...?
—Yo sentí fuertes deseos hoy de ayudar a Cuquito, el cojo —comentó Baudelio—. Creo que he
sido demasiado cruel con él. Pero hoy, precisamente ‘hoy’, me di cuenta de ello... No sé... como si
hubiera despertado; ¿voy bien o me regreso?
Leandro echó una ojeada rápida a Taisa.
—Tengo que hablar contigo —le dijo.
Ella comentó que también, aunque se extrañó de que se lo manifestara precisamente en ese
momento.
Llegaron entonces los abuelitos de Virgilio, procedentes de Las Termas, sonrientes como siempre
aunque aquél día no habían tenido demasiado movimiento. Los muchachos les recibieron con
mucho gusto, por lo que se sintieron bastante acogidos; y eso que era su casa...
—Me da mucho gusto verlos —Leandro era sincero en su saludo—; disculpen la confianza de
habernos reunido en su casa sin avisarles.
Taisa miró a su novio, incrédula. Nunca lo había visto tan... cortés.
La deferencia de Leandro impresionó profundamente a los anfitriones, como le comentarían
más tarde a su nieto. Virgilio también había sufrido una transformación, y Baudelio, y la
misma Taisa.

Algo extraño había sucedido con ellos.

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