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CAPITULO TRES
A la mañana siguiente, algo más insólito sucedió, pues los cuatro, todos a una y sin haberse
puesto de acuerdo (excepto Taisa y Leandro), asistieron a la Misa de seis y media. Normalmente
iban las viejecitas y algunas mamás, más algún que otro varón. Pero de eso a encontrarse con
jóvenes ¡y cuatro! a esas horas y en ese lugar, y en pleno verano, había un mundo de novedad de
por medio El mismo padre, don Cantares, miró con expectación a los muchachos. Para él no dejaba
de ser algo hermoso, y dicen que pasó aquel día más alegre que de costumbre. Aunque no desfilaron
al banquete de la Comunión, los muchachos experimentaron no poca alegría de saber que habían
coincidido, sin pretenderlo.
Al salir de allí se congratularon, pues, del sincrónico encuentro.
—Algo está pasando con nosotros —comentó Leandro, asido de la mano de Taisa—. Creo que la
visita al islote está ejerciendo un influjo mágico en nuestras vidas. Ayer, Taisa y yo sentimos que
debíamos venir a misa. Vosotros sabéis que esto de las cosas de Dios y todo el rollo, ni me va ni me
viene; así que pienso que debo de estar volviéndome loco o... —se miró por encima del hombro,
sonriendo— ...o ángel.
—¡Espectro —chanceó Baudelio—, te estás volviendo espectro! —Y añadió un segundo después
—: Oíd, no sé vosotros, pero yo no puedo esperarme al domingo. ¡Me muero de ganas por ir hoy
mismo!
—El problema es el transporte —Leandro lo sabía; no había muchos vehículos disponibles para
ellos, lo que dificultaba aún más la posibilidad de partir al lago.
—A lo mejor —intervino Virgilio—, si le digo a mis “abues”, me puedan prestar su coche. Creo
que, precisamente mañana, no van a ir a Las Termas, porque parece que van a pavimentar el
camino. Incluso, creo que están pensando en quedarse a dormir allí esta noche.
Dijo esto último con un aire misterioso, y añadió:
—Quizá, si les pregunto...
Dicho y hecho. Con las primeras luces de la siguiente jornada, después de asistir a la celebración
eucarística de rigor, partieron con rumbo a la cabaña de don Francisco. Afortunadamente, la
mañana no era tan calurosa como las anteriores, y las nubes que cubrían el cielo eran lo
suficientemente espesas como para prever que, cuando menos hasta el mediodía, no se
achicharrarían.
Para poder llegar a su destino, tenían que tomar una desviación que les llevaba hacia la carretera a
Benalmansa, distante 8 kilómetros del cruce. Luego, donde el bosque en torno al lago parecía
definir con claridad sus linderos, tomarían un camino de carretas —aunque en buen estado—, el
cual les adentraría en la floresta y les conduciría directamente a las cercanías de la cabaña en
cuestión.
Durante todo el trayecto, los muchachos disfrutaron mucho del paisaje. Baudelio, inclusive, les
decía los nombres de las diferentes especies forestales y algunas de sus propiedades, pero sin
alardear o mostrar soberbia en su enseñanza. Virgilio tomó algunas fotos, una de ellas de un
cervatillo que seguramente se había perdido, el cual no apareció en el posterior revelado más que
como una sombra. Un camino con una gráfica explícita, prohibiendo el paso por medio de una
cerca, indicaba precisamente dónde encontarían al anciano. El camino se adentraba en un sinuoso
bosque de chopos, álamos (ambos son árboles de la misma especie) y aceráceas. En el momento en
que distinguieron las primeras aguas del Cristal, sintieron un vuelco en el corazón. Siguieron
bordeando la orilla por un corto lapso de tiempo, hasta que por fin la encontraron.
Era la cabaña de don Francisco Agulló.