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ANTOLOGIA:

CANCIONARIO POPULAR MEXICANO Y


CUENTOS DE AMOR CON HUMOR
Contenido
Contenido.......................................................................................................2

Introducción...................................................................................................4

Prólogo...........................................................................................................4

Dedicatoria ....................................................................................................5

Cancionero Popular Mexicano........................................................................6

RUMBO PERDIDO.........................................................................................6

QUINTO PATIO.............................................................................................7

QUE TE VAYA BIEN......................................................................................7

LA BARCA....................................................................................................8

PIEL CANELA ...............................................................................................9

OJOS TRISTES .............................................................................................9

AMOR MIO...................................................................................................9

HIPÓCRITA ................................................................................................10

TRES PALABRAS........................................................................................10

OBSESIÓN.................................................................................................11

DI POR QUE ............................................................................................12

PERFUME DE GARDENIA............................................................................12

EL REY.......................................................................................................13

ESTA TARDE VI LLOVER.............................................................................14

NOVIA MÍA.................................................................................................15

PALOMA NEGRA.........................................................................................15

RAYITO DE LUNA.......................................................................................16

NUESTRO AMOR........................................................................................16

Biografías (Cancionero Popular Mexicano)...................................................17

Mario Álvarez............................................................................................17

Luis Arcaraz...............................................................................................17

Federico Baena.........................................................................................18

Roberto Cantoral.......................................................................................18
Roberto Capo............................................................................................18

Guty Cárdenas..........................................................................................18

Álvaro Carrillo............................................................................................19

José María Contursi....................................................................................19

Osvaldo Farrés..........................................................................................19

Pedro Flores..............................................................................................20

Francisco Gabilondo Soler ........................................................................20

Rafael Hernández......................................................................................20

José Alfredo Jiménez..................................................................................21

Agustín Lara..............................................................................................21

Chucho Navarro........................................................................................21

Gabriel Ruíz...............................................................................................21

Consuelo Velázquez..................................................................................21

Cuentos de Amor con Humor.......................................................................22

El demonio y la pastora.............................................................................22

Amor y otros muebles...............................................................................23

Los celosos................................................................................................28

La vida maravillosa...................................................................................32

Dieta de amor...........................................................................................34

Recuerdo de..............................................................................................39

Moncha Fernández,...................................................................................39

pirata del mar Caribe................................................................................39

Nunca te cases..........................................................................................41

con un académico.....................................................................................41

Pigmalión..................................................................................................47

Biografías (Cuentos de Amor con Humor)....................................................60

Bibliografía...................................................................................................62
Introducción
El siguiente trabajo tiene el fin de darnos a conocer con letras, con
música con cuentos.

Hablar del amor es algo que día a día se observa en muchas formas.

La música, nadie es alguien sin ella.

Prólogo
Hablar del la música es como hablar del amor, en ya sea cantando,
leyendo o hablando; nos expresamos de una manera muy Romántica
hacia los más queridos.

México es uno de los pocos países que conserva su música, su talento


y esta unida con el amor y el humor, ambos esta entrelazados ya que
sin una no existiera la otra.

Los sonidos, el ritmos, todo aquel verso tiene su significado, especial


digamos, pero siempre pensando en algo, en alguien.
Todo lo que se refleja en la siguiente antología es una serie de
culturas, una serie de experiencias, reales o irreales; pero con un
motivo, aquel motivo que nos inspira día a día a ser alguien, aquel
motivo que nos dice quien somos y en que nos convertimos.

Tal ves este trabajo no se el mejor de todos pero es un trabajo, un


trabajo que llevo días, horas, minutos y segundos de nuestro tiempo,
dedicación y sobre todo esfuerzo.

Dedicatoria

“A mis padres por educarme día con día y


por su comprensión al elaborar los trabajos escolares.”
Cancionero Popular Mexicano

RUMBO PERDIDO
Autor: Mario Álvarez

Sé que te vas,
con un rumbo perdido,
has de jurar
que abandonas el nido.

Ya no tendrás
el calor de mis besos,
nunca podrás
encontrar un cariño mejor.

Algo quizá
te hablará de un olvido
y has de querer
regresar a mi nido.

Ya no podrás
encontrar un recuerdo
porque mi amor, como tú,
ya su rumbo tomó.

QUINTO PATIO
Autor: Luis Arcaraz

Por vivir en quinto patio


desprecias mis besos
un cariño verdadero
sin mentiras ni maldad.

El amor cuando es sincero


se encuentra lo mismo
en las torres de un castillo
que en mi humilde vecindad.

Nada me importa
que critiquen la humildad
de mi cariño
el dinero no es la vida
es tan sólo vanidad.

Y aunque ahora no me quieras


yo se que algún día
me darás con tu cariño
toda la felicidad.

QUE TE VAYA BIEN


Autor: Federico Baena

No me importa que quieras a otro


y a mí me desprecies;
no me importa que solo me dejes
llorando tu amor.
Eres libre de amar en la vida
y yo no te culpo,
si tu alma no supo quererme
como te quiero yo.

Sé muy bien que es en vano pedirte


que vuelvas conmigo,
porque sé que tú siempre has mentido
jurándome amor
y yo en cambio no quiero estorbarte
ni dañar tu vida;
soy sincero y sabré perdonarte
sin guardar rencor.

No creas que siento despecho


al ver que te alejas,
si me dejas por un nuevo amor:
te dejo también;
que al fin con el tiempo el olvido
curará mis penas.
Sigue feliz tu camino
y que te vaya bien.

LA BARCA
Autor: Roberto Cantoral

Dicen que la distancia es el olvido,


pero yo no concibo esa razón;
porque yo seguiré siendo el cautivo
de los caprichos de tu corazón.

Supiste esclarecer mis pensamientos,


me diste la verdad que yo soñé,
ahuyentaste de mi los sufrimientos
en la primera noche que te amé.

Hoy mi playa se viste de amargura


porque tu barca tiene que partir
a cruzar otros mares de locura;
cuida que no naufrague en tu vivir.

Cuando la luz del sol se esté apagando


y te sientas cansada de vagar,
piensa que yo por ti estaré esperando
hasta que tú decidas regresar.
PIEL CANELA
Autor: Bobby Capo

Que se quede el infinito sin estrellas


o que pierda el ancho mar su inmensidad
pero el negro de tus ojos que no muera
y el canela de tu piel se quede igual.

Si perdiera el arcoiris su belleza


y las flores su perfume y su color
no sería tan inmensa mi tristeza
como aquella de quedarme sin tu amor

Me importas tú y tú y tú y solamente tú
me importas tú y tú y tú y nadie más que tú.

Ojos negros, piel canela


que me llegan a desesperar.

Me importas tú y tú y tú y solamente tú
me importas tú y tú y tú y nadie más que tú
Y nadie más que tú
y nadie más que tú
y nadie más que tú.

OJOS TRISTES
Autor: Guty Cárdenas

Tienen tus ojos un raro encanto,


tus ojos tristes como de niño
que no ha sentido ningún cariño,
tus ojos dulces como de santo.

Ay, si no fuera pedirte tanto


yo te pidiera vivir de hinojos,
mirando siempre tus tristes ojos,
ojos que tienen, ojos que tienen
sabor de llanto.

AMOR MIO
Autor: Álvaro Carrillo

Amor mío, tu rostro divino


no sabe guardar secretos de amor;
ya me dijo que estoy en la gloria
de tu intimidad.

No hace falta decir que me quieres


no vuelvas loco con esa verdad;
no lo digas, no hagas que llore
de felicidad.

¡Cuánta envidia se va a despertar


cuántos ojos nos van a mirar!
la alegría de todas mis horas
prefiero pasarla en la intimidad.

Olvidaba decir que te amo


con todas las fuerzas que el alma me da;
quien no ha amado, que no diga nunca
que vivió jamás.

HIPÓCRITA
Autor: José María Contursi

Hipócrita,
sencillamente hipócrita,
perversa te burlaste de mí,
con tu savia fatal me emponzoñaste
y sé que inútilmente me enamoré de ti.

Y sábelo,
escúchame y compréndeme,
no puedo, no puedo ya vivir;
como hiedra del mal te me enredaste
y como no quieres me voy a morir

TRES PALABRAS
Autor: Osvaldo Farrés
Oye la confesión
de mi secreto,
nace de un corazón
que está desierto.

Con tres palabras


te diré todas mis cosas,
cosas del corazón
que son preciosas.

Dame tus manos, ven,


toma las mías
que te voy a confiar
las ansias mías.

Son tres palabras,


solamente mis angustias,
y esas palabras son:
cómo me gustas.

OBSESIÓN
Autor: Pedro Flores

Por alto está el cielo en el mundo,


por hondo que sea el mar profundo
no habrá una barrera en el mundo
que este amor profundo no rompa por ti.

Amor es el pan de la vida,


amor es la copa divina,
amor es un algo sin nombre
que obsesiona al hombre por una mujer.

Yo estoy obsesionado contigo


y el mundo es testigo de mi frenesí.
Y por más que se oponga el destino
serás para mí, para mí.

Amor es el pan de la vida,


amor es la copa divina,
amor es un algo sin nombre
que obsesiona al hombre por una mujer.
DI POR QUE
Autor: Francisco Gabilondo Soler

Di por qué, dime, abuelita,


di por qué eres viejita, di por qué sobre las camas
ya no te gusta brincar.

Di por qué usa los lentes,


di por qué no tienes dientes,
di por qué son tus cabellos como la espuma del mar.

Micifuz siempre está junto al calor, igual que tú

Di por qué frete al ropero


donde hay tantos retratos,
di por qué lloras a ratos, dime abuelita por qué.

PERFUME DE GARDENIA
Autor: Rafael Hernández

Perfume de gardenia
tiene tu boca
bellísimos destellos
de luz en tu mirar.

Tu risa es una rima


de alegres notas
se mueve tus cabellos
cual ondas de la mar

Tu cuerpo es una copia


de Venus de Citeres
que envidian las mujeres
cuando te ven pasar.

Y llevas en tu alma
la virginal pureza
por eso es tu belleza
de un místico candor.

Perfume de gardenia
tiene tu boca
Perfume de gardenia
Perfumé del amor.
EL REY
Autor: José Alfredo Jiménez

Yo sé bien que estoy afuera


pero el día que yo me muera
sé que tendrás que llorar.

Dirás que no me quisiste,


pero vas a estar muy triste
y así te vas a quedar.

Con dinero y sin dinero


hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la ley;
no tengo trono ni reina,
ni nadie que me comprenda,
pero sigo siendo el rey.

Una piedra en el camino


me enseño que mi destino
era rodar y rodar.

Después me dijo un arriero


que no hay que llegar primero,
pero hay que saber llegar.

Con dinero y sin dinero.


Hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la ley;
no tengo trono ni reina,
ni nadie que me comprenda,
pero sigo siendo el rey.

GRANADA
Autor: Agustín Lara

Granada, tierra soñada por mí,


mi cantar se vuelve gitano
cuando es para ti,
mi cantar hecho de fantasía,
mi cantar flor de melancolía
que yo te vengo a dar.
Granada, tierra ensangrentada
en tardes de toros,
mujer que conserva el embrujo
de los ojos moros.

Te sueño rebelde y gitana


cubierta de flores
y beso tu boca de grana,
jugosa manzana,
que me habla de amores.

Granada, Manola cantada


en coplas preciosas,
no tengo otra cosa que darte
que un ramo de rosas,
de rosas de suave fragancia
que le dieran marco
a la Virgen Morena.

Granada, tu tierra está llena


de lindas mujeres
de sangre y de sol.

ESTA TARDE VI LLOVER


Autor: Armando Manzanero

Esta tarde vi llover,


vi gente correr
y no estabas tú.

La otra noche vi brillar


un lucero azul
y no estabas tú.

La otra tarde vi
que un ave enamorada
daba besos a su amor ilusionada
y no estabas tú.

El otoño vi llegar,
al mar oí cantar
y no estabas tú.

Yo no sé cuanto me quieres,
si me extrañas
o me engañas,
solo sé que vi llover,
vi gente correr
y no estabas tú.

NOVIA MÍA
Autor: José Antonio Méndez

Novia mía,
desde el primer y fiel abrazo
se hundió por siempre en el ocaso
mi negra y cruel melancolía.

Novia mía,
borraste en mi la desconfianza
reviviendo mis esperanzas
cuando jamás lo presentía.

Soy muy tuyo


y tú, mi amor, lo has comprendido
al ver así, así rendido
a tus caprichos, mi orgullo.

Al abismo no temo ir en desenfreno


si no me apartas de tu seno
novia de todo mi egoísmo.

PALOMA NEGRA
Autor: Tomás Méndez Sosa

Ya me canso de llorar y no amanece,


ya no se si maldecirte o por ti rezar.
Tengo miedo de buscarte y de encontrarte
donde me aseguran mis amigos que te vas.

Hay momentos en que quisiera mejor rajarme


y arrancarme ya los clavos de mi penar,
pero mis ojos se mueren sin mirar tus ojos
y mi cariño con la aurora te vuelve a buscar.

Ya agarraste por tu cuenta la parranda,


paloma negra, paloma negra ¿dónde andarás?
ya no juegues con mi honra, parrandera,
si tus caricias deben ser mías, de nadie más.

Y aunque te amo con locura: ya no vuelvas,


paloma negra, eres la reja de un penal.
Quiero ser libre, vivir mi vida con quien yo quiera,
Dios dame fuerzas que estoy muriendo por irla a buscar.

RAYITO DE LUNA
Autor: Jesús (Chucho) Navarro

Como un rayito de luna


entre la selva dormida,
así la luz de tus ojos
ha iluminado mi pobre vida.

Tú diste luz al sendero


en mi noche sin fortuna
iluminando mi cielo
como un rayito de luna.

Rayito de luna blanca


que ilumina mi camino,
así es tu amor en mi vida
la verdad en mi destino.

Tú diste luz al sendero


en mi noche sin fortuna
iluminando mi cielo
como un rayito de luna.

NUESTRO AMOR
Autor: Gabriel Ruiz

Nuestro amor, nuestro amor,


como un rayo de luz se encendió
y depués de formar un idilio de amor
se extinguió.

Lloraré, llorarás,
sin poder prescindir del ayer
que es una obsesión.
Cargaremos la cruz del dolor
de aquel recuerdo
que dejará aquel beso
que encendió nuestro amor.

LIBRO ABIERTO
Autor: Fidel Avalos Valadez

Dicen de mí
que yo he sido un libro abierto
donde mucha gente ha escrito,
no hagas caso, nada es cierto.

En blanco está,
nadie supo escribir nada
no dejaron ni una huella
nadie me importaba nada.

Me importas tú,
tú si escribes muy bonito,
para ti soy libro abierto,
escribe en mi te necesito.

Biografías (Cancionero Popular Mexicano)

Mario Álvarez
(1911-1970)

Compositor y pianista. Nació en Güines, ciudad cubana situada en la


parte occidental de la isla, en la provincia de La Habana. En la capital
se recibió de abogado y más adelante acompañó a Ernesto Lecuona
como pianista a la Ciudad de México donde se quedó a vivir. Murió el
25 de junio de 1970.

Luis Arcaraz
(1905-1963)

Luis Arcaraz nació en la ciudad de México el 5 de diciembre de 1905


y murió en un accidente automovilístico en 1963. Su debut musical
ocurrió en 1924 al presentarse con su orquesta en el Teatro Palma de
Tampico, Tamaulipas. Más tarde se dedicó a viajar por los países
latinoamericanos y Estados Unidos, llegando su orquesta a ser una de
las más populares de su tiempo. Es autor de más de 200 canciones y
de la música de más de 24 películas.

Federico Baena
(1917- )

Músico y compositor. El maestro Federico Baena nació en la Ciudad de


México el 2 de marzo de 1917. A la edad de 18 años inicio su vida
profesional en la música, pero fue hasta 1942 cuando se le dio la
oportunidad de grabar una de sus composiciones: "Que te vaya bien"
la cual fue interpretada por las hermanas Águila. Trabajó en la XEW y
en la XEB hasta 1960. Ha escrito canciones para casi 30 películas

Roberto Cantoral
(1935- )

Nacido en Ciudad Madero, Tamaulipas, el 17 de junio de 1935, es uno


de los compositores mexicanos de mayor fama internacional. En 1950
debutó al lado de su hermano Antonio en el Teatro Follis; también fue
integrante de los Tres Caballeros junto con Camín Correa y Leonel
Gálvez. Actualmente dirige la Sociedad de Autores y Compositores de
Música.

Roberto Capo
(1922-1989)

Félix Manuel Rodríguez Capo, Bobby Capo, nació el primero de enero


de 1922 en la isla de Puerto Rico. Fue miembro del Cuarteto Victoria,
dirigido por el también famoso Rafael Hernández, y de la famosa
orquesta de Xavier Cougat aunque sus mayores logros los obtuvo
como solista, grabando sus propias composiciones tales como "Piel
canela", "Luna de miel en Puerto Rico" y "María Luisa". Murió el 18 de
diciembre de 1989 a la edad de 67 años.

Guty Cárdenas
(1905-1932)

La vida de Augusto Alberto Cárdenas Pinelosta, mejor conocido por su


nombre artístico de Guty Cárdenas, se caracterizó por su brevedad y
su intensidad. Nació en Mérida, Yucatán el 2 de diciembre de 1905 en
el seno de una familia acaudalada. Fue descubierto por Ignacio
Fernández Esperón ("Tata Nacho") quien lo convenció de irse a la
ciudad de México a probar suerte. Ahí logró triunfar en un corto plazo
gracias su voz y la calidad de sus canciones. Murió a los 27 años
víctima de un asesinato en la ciudad de México el 5 de abril de 1932.

Álvaro Carrillo
(1921-1969)
Originario de Cacahuatepec, Oaxaca, Álvaro Carrillo Alarcón nació el 2
de diciembre de 1921. En 1945 recibió el titulo de Ingeniero agrónomo
de la Escuela Nacional de Agricultura en Capingo y se mudó a la
Ciudad de México para trabajar en la Comisión del Maíz. A través de
su amistad con Antonio Pérez Mesa, miembro del Trío Los Duendes,
logró que estos le grabaran el tema "Amor mío", el cual se convirtió en
un gran éxito que le hizo abandonar su carrera por la composición. Su
vida fue truncada en un terrible accidente el 3 de abril de 1969.

José María Contursi


(1911- 1972)
Compositor argentino nacido en Lanús el 31 de octubre de 1911. Con
la colaboración de grandes músicos logro componer un sinnúmero de
tangos tales como "Quiero verte una vez más" (con Mario Canaro);
"Sin lágrimas" (con Charlo); "Tú" (con José Dames); "Verdemar" (con
Carlos Di Sarli); "Si de mí te has olvidado" (con Osvaldo Fresedo);
"Como dos extraños" y "Vieja amiga" (con Pedro Laurenz); "Al verla
pasar" y "Como aquella princesa" (con Joaquín Mora); "En esta tarde
gris", "Gricel" y "Cada vez que me recuerdes" (con Mariano Mores); y
"Garras" y "Mi tango triste" (con Aníbal Troilo). En México, el cantante
Javier Solís hizo famoso su tema "Sombras" al cantarla en el estilo
balada ranchera. Murió el 11 de mayo de 1972.

Osvaldo Farrés
(1902-1985 )

Este compositor nació en Quemado de Güines en la provincia de Villas


en Cuba el 13 de enero de1902. En los 1940s dirigió el programa de
radio El Bar Melódico de Osvaldo Farrés, programa que llevó más
tarde a la televisión. Su bolero más conocido (al menos
internacionalmente) es Quizás, quizás, quizás (1947) traducido al
inglés como Perhaps, perhaps, perhaps e interpretado por varios
artistas incluyendo Nat King Cole (en 1958) y Doris Day.
Pedro Flores
(1894-1979 )
Pedro Flores Córdova nació el 9 de marzo de 1894 en Naguabo, Puerto
Rico en el seno de una humilde familia de 12 hijos. Después de
graduarse a los 16 años como profesor en la Universidad de Puerto
Rico trabajó como maestro hasta ser reclutado por el ejército de los
Estados Unidos. Al salir del ejército viajó a los Estados Unidos donde
en 1930 formó el Cuarteto Flores para empezar a grabar sus boleros y
baladas. Murió en julio de 1979.

Francisco Gabilondo Soler


(1907)

Francisco Gabilondo Soler nació hace tiempo, el 6 de octubre de


1907: entre cerros, lluvia, bosques y manatiales. Creció muy alto y
era aficioando a aprender; así, aprendió todo lo que pudo,
especialmente geografía, matemáticas, astronomía, cuentos y
música. Estos dos últimos los aprendió más, de modo que los
combinó en distintos tamaños y formas. Tanto se dedicó a eso, que
acabó trabajando de compositor.

Desde el 15 de octubre de 1934, Francisco Gabilondo también se


empezó a llamar Cri Crí y cantó sus cuentos musicales en la radio
durante casi 27 años. Luego, continuó con su vocación de aprender,
asimilando mucha historia, idiomas y grandes cantidades de
astronomía. Hasta se comió unos chocolates. Cuando cumplió 30,385
días de edad, optó por irse a vivir definitivamente al País de los
Sueños el 14 de diciembre de 1990. Pero dejó una maleta con 216
canciones y kilos de cuentos con las aventuras de su alma musical:
Cri Crí, el Grillito Cantor.

Rafael Hernández
(1892-1965)
Rafael Hernández Marín nació en Aguadilla, Puerto Rico el 24 de
octubre de 1892. Comenzó su entrenamiento musical a la edad de 12
años, aprendiendo a tocar varios instrumentos como la guitarra, el
violín y el piano. Ya de adolescente se mudó a San Juan para formar
parte de la Orquesta Municipal. Con la llegada de la Primera Guerra
Mundial fue enlistado en las fuerzas armadas, pero al ser dado de baja
regresó a Nueva York para continuar su carrera. Murió de cáncer el 11
de diciembre de 1965. Su legado son sus innumerables composiciones
musicales en las que se incluyen operetas, zarzuelas, danzas, valses,
congas, guarachas, rumbas, boleros, romanzas y plenas.
José Alfredo Jiménez
(1926-1973)
Uno de los compositores más queridos del género ranchero en México.
Nació en Dolores Hidalgo, Guanajuato el 9 de enero de 1926. A los 10
años de edad, y después de la muerte de su padre, la familia se mudó
a la ciudad de México donde tuvo que dejar los estudios a temprana
edad para ayudar al mantenimiento de la familia. En 1948, participó
por primera vez en la radio, la XEX, y más tarde en la XEW
acompañado por el trío Los Rebeldes. Su primera canción grabada fue
Yo interpretada por Andrés y sus Costeños la cual fue un gran éxito;
innumerables éxitos más le seguirían. Murió el 23 de noviembre de
1973.

Agustín Lara
(1897-1970)
Agustín Lara Aguirre del Pino nació el 30 de octubre de 1897 en la
Ciudad de México. Desde muy temprana edad comenzó sus estudios
musicales aprendiendo a tocar el piano para después trabajar en
centros nocturnos. Fue descubierto por el tenor Juan Arvizu y en 1926
registró su primera canción La prisionera. A partir de entonces,
compuso más de 500 temas, desde boleros hasta valses, una operata,
El pájaro de oro, e intervino en más de 30 películas.

Chucho Navarro
(1913-1993)

Barítono, guitarrista y compositor mexicano. Integrante original, junto


con Alfredo Gil y Hernando Avilés, del trío Los Panchos, el cual fue
formado en 1944. Nació el 20 de enero de 1913 en Irapuato,
Guanajuato. Murió el 24 de diciembre de 1993.

Gabriel Ruíz
(1908-1999)

Este compositor mexicano llamado el Melodista de América, nació en


Guadalajara, Jalisco el 18 de marzo de 1908. Dejó a medias la carrera
de medicina para aceptar una beca en el Conservatorio Nacional de
Música donde obtuvo su maestría como concertista en piano después
de 4 años de estudio. Su composiciones más conocidas son Usted,
Despierta y Amor.

Consuelo Velázquez
(1917- 2005)

Compositora mexicana nacida en Ciudad Guzmán, Jalisco, el 29 de


agosto de 1917. Su tema Bésame mucho es su más grande éxito
habiendo sido grabado en varios idiomas y por famosos intérpretes
tales como Frank Sinatra y los Beatles. Durante tres años se
desempeñó como diputada y fue presidenta de la Sociedad de Autores
y Compositores Mexicanos y vicepresidenta de la Confederación
Internacional de Sociedades de Autores y Compositores.

Cuentos de Amor con Humor

El demonio y la pastora

Josep Vicent Marqués


Érase una vez el demonio, y el demonio se enamoró de una pastora
bellísima y ella le correspondía. Está claro que ella no sabía que
trabajaba de eso, de demonio. El le había
dicho que era arriero y que había llevado mala vida. El demonio le
pidió audiencia a Dios.
—Quiero cambiar de vida. Hagamos las paces —le dijo.
Dios lo miró asustado.
—¿Será posible? —le dijo—. ¡Como si estuvieses haciendo lo que
haces por propia voluntad!. Es un castigo. ¿Qué te crees que es? ¿Un
puesto de trabajo, un enchufe?
Ahora le llegó al demonio el turno de asombrarse:
—¡Ay! Yo que creía que lo hacía porque me gustaba. ¿No soy yo malo,
malísimo? Pues bien, lo era. Ahora no soy malo. O no quiero serlo.
—¿En qué quedamos? —contestó Dios, como si la lógica fuese su
fuerte.
—No importa —se explicó el demonio. Desde el momento en que ya
no me gusta ser malo, ya no puedo trabajar de demonio. Lo haría
mal. Búscate otro. Alguien que haya hecho una cosa bien gorda.
—Un castigo es un castigo. —Seré bueno. Buenísimo. Y sin intentar
hacerte la competencia.
—Un castigo es un castigo.
—Sí, ya lo sé... Pero si el castigo consiste en hacer un trabajo que ya
no se puede cumplir...
Ponme otro castigo y quédate con mi negocio.
Lo cierras o nombras otro encargado.
Aquí parece que Dios y el demonio se enzarzaron
en una compleja discusión teológica sobre
el origen de la culpa. Intentar reproducirla le
costó a fray Tomás de Llaminera ser quemado
por hereje. Ya se sabe que éstas son cuestiones
muy delicadas. Se dice que el texto de fray-
Tomás describía la conversación con expresiones
discutibles como la de Dios diciéndole al
demonio "no irás a dejarme solo, tú estás tan
metido en esto como yo", y el demonio diciéndole
"cabezota" a Dios, y Dios diciéndole
"ya verás tú cuando la pastora sea vieja, cómo
echarás de menos tu infierno y las escapaditas
a buscar almas".
Afortunadamente, no nos interesa aquí el aspecto
teológico del cuento. Sin embargo, nos
place informaros que la pastora, cansada de esperar
al demonio, se casó con un arriero que
antes había llevado mala vida y tuvieron un
hijo y fueron felices, y cuando el niño hacía
una travesura, la pastora le decía:
—¡Demoniete, que pareces hijo del demonio!
Amor y otros muebles
Manuel Vicent
Al regresar de vacaciones la pareja se encontró
con el piso desvalijado. Esta vez los ladrones
no optaron sólo por las bandejas de plata y
las pequeñas joyas de mamá, por beberse el
whisky y defecar en medio del salón, como
manda el reglamento. Habían arramblado con
todo usando un camión de mudanzas. Según
la versión del portero, un día desolado
de agosto llegaron unos fulanos con la razón
social de una empresa estampada en el lomo,
exhibieron un volante que a simple vista es-
taba en regla y a continuación comenzaron a
arriar bultos por la terraza con sogas de transportista.
Cuando la pareja entró en casa no
halló sino las paredes desnudas; pero, inexplicablemente
los ladrones habían respetado
el espejo biselado de la alcoba, donde tantas
veces se había reflejado el deseo.
No quedaba ni un mueble, ni un cuadro, ni un
electrodoméstico, ni una alfombra. Por supuesto,
el televisor también había desaparecido, y
cada puerta ahora se abría a un espacio desierto.
Ellos traían de la playa dos maletas sucintas
con ropa sucia que abandonaron en mitad de
la sala vacía y luego se miraron sin hablar, recorrieron
alelados las estancias totalmente peladas
y al final un sollozo de la mujer estalló de
forma distinta en el fondo del dormitorio. El
primer cambio que experimentaron fue el de
la propia voz. Había una resonancia desconocida,
probablemente olvidada, en las palabras
de la pareja que los tabiques devolvían con un
eco muy crudo. Las pequeñas blasfemias o gemidos
ya no se ahogaban en las cortinas, y las
miradas que ellos se cruzaban también eran
más directas, puesto que no había ningún objeto
que se insertara entre los dos. Lentamente
les acogió la sensación de despojo, se sentaron
en el suelo del comedor, uno frente al otro,
con la espalda en la pared y permanecieron en
silencio contemplándose dentro de un nuevo
paisaje. En realidad, aquel hombre no era nada
sin el viejo sillón. Durante 10 años de matrimonio
la silueta del marido se había implicado
profundamente con los muebles del hogar
y en este momento ella tenía que realizar un
gran esfuerzo para asimilar su imagen limpia
sin referirla al aparador, a las lámparas o al trasfondo
de la biblioteca. Tampoco el cuerpo de
la mujer en aquella soledad de cal, ausentes ya
los reflejos de la madera y de las copas de cristal
en la vitrina, poseía la densidad a la que él se
había acostumbrado. Pero hace mucho tiempo,
en este mismo escenario, ellos se amaron
ardientemente en las tardes de lluvia.
—¿Recuerdas? Es como aquella vez.
—Deja.
—Este era el piso piloto y lo acabábamos de
comprar. Estaba vacío.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hicimos muchas veces el amor aquí en el
suelo sobre una manta cuando éramos novios.
Olía a pintura.
—Deja.
—Tú gritabas contra las paredes desnudas.
—Nos acaban de robar: ¿no lo entiendes?
>
En aquellas tardes lejanas de lluvia el orgasmo
de los jóvenes amantes sonaba en la casa
deshabitada como en un acantilado y ellos
se querían con la fuerza de una pasión que
carece de historia. Antes de casarse llegaban
al piso mordiéndose en el ascensor, abrían la
puerta con toda la sangre ya en el bajo vientre
y se arrojaban en el parqué recién acuchillado,
entablaban una refriega absolutamente
carnal, y el deseo del cuerpo contrario, que
sólo se requería a sí mismo, no necesitaba
colchón, ni lámparas, ni tresillos, ni consolas,
ni espejos, ni estanterías, ni chinos de
alabastro, ni la Santa Cena de Leonardo, ni
colchas bordadas por unas monjas de Granada,
ni esas uvas de resina ni, por supuesto, el
televisor. Ambos atravesaban en largas cabalgadas
la desnudez del espacio y el crujido del
amor rebotaba en los tabiques. Los objetos
llegaron después.
Primero fue aquel arcón de herrajes oxidados y
cebolletas reparadas que el joven marido heredó
de la familia, donde la abuela almacenaba
la cecina de buey y las hogazas de pan candeal.
Estaba penetrado todavía por un perfume de
casa de labranza que él conocía muy bien. La
nueva pareja lo había utilizado para guardar
las sábanas almidonadas, pero sus entresijos
permanecían impregnados con fragmentos de
memoria cuyo aroma lo llevaban a la infancia
en el pueblo. También acudió a continuación
un armario ropero de nogal con luna emplomada
de origen desconocido o perdido en el
pasado. Tenía profundos cajones que se abrían
como féretros, y alguno de ellos estaba sin explorar
todavía después de diez años de matrimonio.
Este mueble severo había presidido los
mil coitos reglamentarios de la pareja, formaba
parte indivisible de su amor, ya que siempre se
veía reflejado en el espejo biselado de la alcoba
cuando los cónyuges realizaban la posesión. La
luna del armario mandaba la imagen de los conejos
al espejo de la pared y éste la devolvía a la
luna del armario; así que ellos no eran más que
una apariencia. Con el tiempo este armatoste
llegó a despertarles un reflejo condicionado.
Esa mezcla de alcanfor, membrillo, almidón y
lavanda que exhalaba su intestino se había unido
para siempre a través de la nariz con las venas
eróticas del fémur. El resto de los muebles,
aunque eran relativamente nuevos, no carecían
de historia. Se habían diluido en la biografía
amorosa de la pareja o en su vida común, hasta
tal punto que no se podía separar la consola de
la paga extraordinaria del marido, ni la lámpara
de Murano de aquel viaje a Venecia, ni los
regalos de boda del recuerdo de los primeros
años felices, ni la colección de cerámica popular
de aquella etapa de activismo progresista, ni
las litografías enmarcadas del paseo de los sábados
por las galerías de arte. El lento acarreo
de objetos había terminado por formar un paisaje
donde ellos se reconocían. No se trataba
sólo de una dimensión en el tiempo. También
la sensación del espacio se la habían llevado
los rateros. La cera del aparador, los guiños
de la plata, el reflejo de las copas de cristal, la
delicuescencia2 del cuero, el tamiz dulce de las
pantallas trazaban una red hexagonal de luces,
y dentro de ella los cónyuges habían tomado
un volumen real.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada. Resistir.
—No tenemos televisor.
—Entonces no habrá más remedio que mirarse
a la cara.
—Es terrible.
—Bueno.
—¿Qué más da?
—¿Me quieres?
—Claro.
La pareja decidió resistir con buen ánimo, y en
el primer momento incluso le pareció divertido
dormir aquella noche en el suelo del piso vacío.
Al día siguiente cada uno acudió al trabajo con
normalidad, se hicieron compadecer por los
compañeros de la oficina, alguien habló de la
inseguridad ciudadana, compraron bocadillos
y algunas cervezas y al final de la tarde ambos
regresaron juntos a la casa desierta. Sentados en
el parqué del salón, con las patas en aspa como
dos excursionistas, se zamparon las viandas sin
hablar, escrutándose mutuamente. ¿Quién sería
ese señor que estaba ahí enfrente? Resultó
curioso en extremo. Después de muchos años,
la mujer había descubierto por primera vez que
aquel sujeto parecía tener un brazo más largo
que otro. Podía tratarse de un efecto óptico,
puesto que la composición de su figura había
variado con respecto al fondo del cuadro. Por
su parte, el hombre también fijaba en la chica
una mirada devastadora en silencio.
—¿Te pasa algo?
—Nada. Que tienes la cabeza más gorda.
—Te crees muy gracioso.
-—Perdona.
—Eres idiota. ¿Sabes una cosa? Se te ha descolgado
el cuello. Pareces un pavo.
—¿Un pavo yo?
Esta pequeña gresca se inició a la hora del telediario.
Pero ningún bombardeo en Líbano, ni
hazaña de Jomeini, ni sonrisa agria de Bogart
podía establecer un alto al fuego entre ellos. Sin
un solo cacharro a su alrededor, estaban condenados
a comunicarse. Mientras infinitas parejas
se hallaban en ese instante frente al televisor,
con la memoria perdida en un concurso en que
dan una calabaza al perdedor o regalan un viaje
al Caribe a quien adivina los afluentes del
Tajo, ellos habían comenzado un acto de devoración.
No tenían nada que decirse ni podían
ver Flamingo Road de modo que no había más
remedio que comerse una pierna para pasar el
rato. La comunicación consiste en eso. Uno
empieza por preguntar el nombre del prójimo,
luego sonríe y le coge de la mano; a continuación
le besa o le acaricia los ijares, le interroga
cosas del alma o del pasado y al final acaba fregándose
el cuerpo con él crudamente sobre una
tarima. Y cuando el deseo ha terminado, entran
los hígados en escena según un modo caníbal,
hasta que el serrín de la tripa se derrama. Ahora
la pareja se arrastraba por el suelo deshabitado
mordiéndose la yugular en busca de un objeto
donde reflejarse. Desnudos, de forma ciega,
como dos reptiles, en la penumbra desolada
se dirigían hacia el espejo biselado de la alcoba
principal. Una especie de bálsamo les acogió
cuando se contemplaron de nuevo como otros
seres en el único vidrio de la casa que los había
transformado en imágenes o espectros. En medio
del acto carnal la pareja interrogaba al aire
una duda aciaga.

¿Quien eres tu?


-Calla
—¿Me quieres?
—No sé. Te odio. Parece que esa sombra te desea
mucho. Mírala. Es la misma de siempre.
Ahí en el espejo.
—Ya no está el armario.
—¿Y que?
—No puedo seguir.
Sin la presencia adusta del armario ropero ellos
no alcanzaron el orgasmo ni una sola vez, y
aquel hombre fuera de su sillón había perdido
toda la autoridad. Ninguna lámpara le coronaba
y la biblioteca tampoco le hacía ya paisaje a su
inteligencia. La mujer contra la cal del tabique
no era más que una figura.
La vida sin cacharros alrededor resultaba insoportable,
sólo poseían un cuerpo sin deseo,
no había otro remedio que tratar de conocerse,
y de ese modo, al segundo día de soledad comenzaron
a morderse en la rodilla, en el costado,
en la nuca, en las paletillas y en el vientre.
Iban malheridos al trabajo, con esparadrapos
en el rostro, y al final de la tarde regresaban a
casa para continuar con el banquete.
—¡Imbécil! Esta vez me voy a comer tu pie.
—¡Socorro! Mi oreja.
—Nam, ñam. Ya eres mío.
En el piso sólo se veían botellas de cerveza estalladas.
Y algún lamparón de sangre en las paredes.
Pero de pronto se les ocurrió una idea
feliz. Podían pactar amistosamente la solución
de rodearse de objetos otra vez. Fue una buena
salida. A medida que a la casa iba llegando una
cómoda, un aparador, una cama, una vitrina,
un televisor, una estantería, un frigorífico, una
mesa de comedor, unas sillas, un sofá, unos visillos,
una alfombra y un arcón, el conocimiento
de la pareja comenzó a diluirse y a tomar referencia
con respecto a la consola. Puesto que
ya hablaba la televisión ellos podían callar. Era
un silencio con intermediarios. Los cacharros
hacían de intérpretes de la soledad y dentro de
ella volvieron a ser felices y desconocidos. El
instante supremo se alcanzó aquella tarde en
que él pudo sentarse finalmente en un sillón
con el periódico y ella enchufó el aparato para
contemplar Flamingo Road mientras hacía calceta
al lado de su amado. De aquel mueble.

Los celosos
Silvina Ocampo
Irma Peínate era la mujer más coqueta del
mundo; lo fue de soltera y aún más de casada.
Nunca se quitaba, para dormir, el colorete
de las mejillas ni el rouge de los labios, las
pestañas postizas ni las uñas largas, que eran
nacaradas y de color natural. Los lentes de
contacto, salvo algún accidente, jamás se los
quitaba de los ojos. El marido no sabía que
Irma era miope; tampoco sabía que antaño
se comía las uñas, que sus pestañas no eran
negras y sedosas, sino más bien rubias y mochas.
Tampoco sabía que Irma tenía los labios
finitos. Tampoco sabía, y esto es lo más grave,
que Irma no tenía los ojos celestes. El siempre
había declarado:
—Me casaré con una rubia de pestañas oscuras
como la noche y de ojos celestes como el cielo
de un día de primavera.
¡Cómo defraudar un deseo tan poético! Irma
usaba lentes de contacto celestes.
—A ver mis ojitos celestes de Madonna —exclamaba
el marido de Irma, con su voz de barítono,
que conmovía a cualquier alma sensible.
Irma Peínate no sólo dormía con todos sus
afeites: dormía con todos los jopos1 y postizos
que le colocaban en la peluquería. El batido
del pelo le duraba una semana; el ondulado de
los mechones de la nuca y de la frente, cinco
días; pero ella, que era habilidosa, sabía darles
la gracia que daban en la peluquería, con jugo
de limón o con cerveza. Este milagro de duración
no se debía a un afán económico, sino a
una sensualidad amorosa que pocas mujeres
tienen: quería conservar en su pelo las marcas
ideales de los besos de su marido. ¿Y cómo los
conservaba, si su marido no usaba lápiz labial?
En el perfume de la barba: el pelo de la barba,
mezclado al pelo de su cabellera de mujer, formaban
un perfume muy delicado e inconfundible
que equivalía a la marca de un beso.
Irma, para no deshacer su peinado, dormía sobre
cinco almohadones de distintos tamaños.
La posición que debía adoptar era sumamente
forzada e incómoda. Consiguió en poco tiempo
una seria desviación de la columna vertebral,
pero no dejó por ese motivo de cuidar su
peinado. Se mandó hacer el almohadón como
chorizo relleno de arroz que usan los japoneses.
Como era muy bajita (hasta dijeron que
era enana), se mandó hacer unos zuecos con
plataformas que medían veinte centímetros de
alto. Consiguió que su marido se creyera más
bajo que ella. Ella nunca se sacaba los zuecos,
ni para dormir, y su estatura fue siempre motivo
de admiración, de comentarios sobre las
transformaciones de la raza. Como amazona se
lució y, como nadadora, en varias oportunidades,
también. Nadaba, es natural, con un pequeño
salvavidas; y al caballo que montaba, su
cuidador le daba una buena dosis de narcótico
para que su mansedumbre fuera perfecta. El
caballo, que se llamaba Arisco, quedó un día
dormido en medio de una cabalgata. La caída
de Irma no tuvo mayores consecuencias ni
puso en peligro su vida; lo único desagradable
que le sucedió fue que se le rompió un diente.
La coqueta volvió a su casa fingiendo tener
una afonía y no abrió la boca durante un mes.
Tampoco quiso comer. Buscó en la guía la dirección
de un odontólogo. Esperó dos horas,
contemplando los países pintados en los vidrios
de las ventanas, que le sugerían futuros viajes a
los bosques del Sur, a las cataratas del Niágara,
a Brasilia o a París; ya en los últimos momentos
de la espera, cuando le anunciaron: "Puede
pasar, señora", el dentista le saludó como un
gran señor o como un gran payaso, agachando
la cabeza. Señaló la silla de las torturas, sobre la
que se acomodó Irma. Después de un "vamos
a ver qué pasa", contempló la boca, no muy
abierta por coquetería de la señora.
—Es este diente —gritó Irma—. Se me rompió
en un accidente de caballo.
—De caballo —exclamó el dentista—. Qué términos
violentos. No será para tanto. Vamos
a examinar este collar de perlas —dijo—. ¿Y
cómo dice que se produjo? Algún tarascón,
sin duda.—El dentista gimió levemente al ver
la perla quebrada—. Qué pena, en una boca
tan perfecta. Abra, abra un poco más.
"Si mi marido estuviera en el cuarto de al
lado", pensó Irma, "qué imaginaría, él que es
tan desconfiado".
—Habrá que colocar un pivot —dijo el dentista—.
No se va a notar, se lo puedo garantizar.
—¿Saldrá muy caro?
—Para estas perlas nada resultaría bastante
valioso.
—Sin broma.
—Sin broma. Le haré un precio especial.
—¿Especialmente caro?
Tal vez se había excedido en las bromas,
pues el facultativo le guiñó el ojo y le oprimió
la pierna como con tenazas entre las de él,
lo cual provocó un gemido, pero todo esto lo
hizo muy respetuosamente, sin ningún alarde
ni vacilación. Después de concretar, en una
tarjeta rosada, la hora en que se empezaría el
trabajo, Irma recogió sus guantes, la tarjeta,
su bufanda v la cartera y, corriendo, salió del
33
consultorio, donde tres enanas la miraban
con envidia.
Transcurrieron los días sin que el marido lograra
arrancar una palabra a su mujer. De noche,
antes de acostarse y de besarlo, apagaba la luz.
—¿Cuándo oiré tu voz melodiosa, deidad de
mis sueños?
Un arrullo de palomas le contestaba con el
encanto habitual, porque, hablara o no hablara,
la gracia era una de las especialidades
de Irma.
—Te noto extraña —le dijo un día su marido—.
Además nunca sé adonde vas por las tardes.
—Loquito, adonde voy a ir que no sea para
pensar en vos.
Por lo menos hablaba.
—Me parece muy natural, inevitable casi podría
decir, pero no creas que me quedo tranquilo.
Sos el tipo de mujer moderna que tiene
aceptación en todos los círculos. Alta, de ojos
celestes, de boca sensual, de labios gruesos, de
cabellos ondulados, brillantes, que forman una
cabeza que parece un soufflé,2 de esos también
dorados, que despiertan mi alma golosa. ¡La
pucha que me da miedo! Si fueras una enana
o si tuvieras ojos negros, o el pelo pegoteado,
mal peinado y las pestañas descoloridas... o
si fueras ronca, ahí nomás; si no tuvieras esa
vocecita de paloma. A veces me dan ganas de
querer a una mujer así ¿sabes? Una mujer que
fuera lo contrario de lo que sos. Así estaría
más tranquilo.
—¿Qué sabes? ¿Acaso no hay otras cosas que la
altura, el pelo, los ojos celestes, las pestañas?
—Si lo sabré. Pero, asimismo, convendría que
fueras menos vistosa.
—Vamos, vamos. ¿Querés acaso que me vista
de monja?
—Y ese collar de perlas que se entrevé cuando
sonreís, es lo más peligroso de todo.
—¿Querés que me arranque los dientes?
El marido de Irma cavilaba sobre la belleza de
su mujer. "Tal vez todo hubiera sido distinto
si no fuera por la belleza. Me hubiera convenido
que fuera feíta como Cora Pringosa. Era agradable
y no me hubiera inquietado por ella, pues
a quién \e trabiera gustado y, si a alguien le hubiera
gustado, a quién le hubiera importado".
¿Adonde iría Irma por la tarde? Salía con prisa y
volvía escondiéndose. Resolvió seguirla. Es bastante
difícil seguir a una mujer que se fija en todo
lo que la rodea. Fracasó varias veces en sus intentos,
porque se interceptó entre él y ella un automóvil,
un colectivo, unas personas y hasta una
bicicleta. Logró por fin seguirla hasta Córdoba y
Esmeralda, donde tomó un taxi hasta la casa
del dentista. Ahí bajó y entró sin que él supiera
a qué piso iba. No había ninguna chapa indicadora.
Esperó en la planta baja, fingiendo leer
un diario. Subía y bajaba el ascensor. Se sentó
en un escalón de mármol de la escalera.
Aquella tarde en que se aproximaba la primavera,
el dentista acompañó a Irma hasta la
puerta del ascensor. Al pasar junto a los vidrios
pintados de las ventanas, el odontólogo
murmuró:
—¿No sería lindo pasear por estos paisajes?
A Irma le pareció que la abrazaba en una cama
de hotel. Se ruborizó y, al entrar en el ascensor,
no dijo adiós.
—¿Está enojada? ¿Le hice doler? Sonría. Muéstreme
mi obra de arte —exclamó el odontólogo
asustado.
El ascensor se llevaba a la paciente entre sus
rejas como a una prisionera.
Afuera llovía; ya estaba su marido apostado
con un paraguas cerrado en la mano. Había
oído las frases pornográficas pronunciadas
por esa voz de barítono sensual. Ciego de
rabia blandió el paraguas y, al asestar a Irma
un golpe en la cabeza, le rompió el premolar
recién colocado y simultáneamente se le cayeron
los cristales de contacto, las pestañas,
los postizos de su peinado; las sandalias altas
fueron a parar debajo de un automóvil. No la
reconoció.
—Discúlpeme, señora. La confundí. Creí que
era mi esposa —dijo perturbado—. Ojalá
fuese como usted; no sufriría tanto como estoy
sufriendo.
Apresurado se alejó, sintiéndose culpable por
haber dudado de la integridad de su mujer.

La vida maravillosa
José Miguel Oviedo
Lo que más le fascinaba de ella era ese alegre
despertar de pájaro, como si cada día la
echaran a un mundo fabuloso. Abría los ojos
desconcertados, brillantes de gozo, y saltaba de
la cama impulsada por un resorte. Entraba a la
carrera en el baño, donde se bañaba y lavaba
la cabeza en menos de diez minutos; luego,
todavía húmeda, salía envuelta en una toalla
y enturbantada por otra, y a toda velocidad
completaba su arreglo delante de él, pero siempre
corriendo, brincando, riéndose mientras se
maquillaba o se hacía las uñas o se cepillaba
violentamente el pelo con la cabeza volcada
hacia abajo o metía con precisión la punta de
los pies o las manos por las aberturas de la ropa
interior. Él le alcanzaba una taza de té y a veces
una tostada que ella sorbía y mascaba sin terminarlas
nunca, pues antes cogía su bolso, le
daba un beso de despedida y desaparecía por
la puerta, todavía con la botellita de perfume
en la mano. Era un misterio para él cómo ella
podía lucir así tan impecable.
No volvía a verla hasta caer la noche, cuando
los dos llegaban a casa de sus respectivos
trabajos con minutos de diferencia, salvo que
se encontrasen en la calle para cenar fuera,
lo que era poco frecuente. Preferían comer
en casa, aprovechando que a dos pasos de allí
había una gigantesca tienda italiana que ya
lo tenía todo hecho, desde increíbles ensaladas
hasta frágiles galletas de anís. Pero la que
volvía era muy distinta de la que salía por la
mañana: después de cenar, se movía pesadamente,
tiraba los zapatos como si se quitase
un aparato ortopédico, miraba todo con un
aire ausente y hablaba con lentitud, sin mucha
claridad. El escuchaba los absurdos o penosos
incidentes del día que ella tenía que contarle, los
inevitables tropiezos que sus planes habían sufrido,
los desagradables diálogos con tal o cual
persona. Observaba cómo poco a poco se iba
ensombreciendo, llenándose de rencor y frustración,
cómo lloriqueaba o maldecía, cómo no
aceptaba puntos de vista ajenos y sólo quería
obtener pequeñas victorias inmediatas, aunque
fuesen inútiles. El había aprendido a callar
y a dejar fluir casi sin interrupciones ese
flujo tormentoso que ella recitaba mientras
se colocaba boca abajo entre las piernas de
él y dejaba que le masajease la espalda y le
suavizase esos nudos de tensión que corrían
entre sus finas vértebras y su piel, como ratones
debajo de una alfombra. Eso la adormecía
casi del todo; cuando se iba a la cama, medio
cayéndose, él tenía que ayudarla a desvestirse,
igual que a una niña que ha permanecido
mucho rato despierta. En esas condiciones
no hacían el amor, pero se manoseaban furiosamente
por un rato, lo que los dejaba a
ambos inexplicablemente satisfechos. Ella se
dormía de inmediato, dejando habitualmente
su pierna cruzada sobre la de él, lo que al
comienzo le brindaba una sensación de agradable
tibieza, pero luego no: el peso muerto
le iba adormeciendo la pierna atrapada y sentía
que le hormigueaba sordamente, como si
tuviese gangrena. Pacientemente, esperaba el
momento en que la misma densa inmovilidad
anulaba todos sus sentidos y caía en el sueño
como en un pozo tapizado de plumas.
Al día siguiente, el disgusto de él por la vida
de ambos estaba otra vez allí, pero no para ella,
que volvía a saltar de la cama como si hubiesen
abierto las puertas de su jaula y pudiese ver
toda la vida maravillosa que tenía por delante.

Dieta de amor
Horacio Quiroga
Ayer de mañana tropecé en la calle con una
muchacha delgada, de vestido un poco más
largo que lo regular, y bastante mona, a lo que
me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con
los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco
preocupada ella por mi plantón como pudiera
haberlo estado mi propia madre. Esto es
frecuente.
Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un
tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida,
un tan franco desinterés respecto de un badulaque1
cualquiera que con la cara dada vuelta
está esperando que ella se vuelva a su vez, tan
cabal indiferencia, en suma, que me encantó,
bien que yo fuera el badulaque que la seguía en
aquel momento.
Aunque yo tenía que hacer, la seguí y me detuve
en la misma esquina. A la mitad de la
cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa
de altos.
La muchacha tenía un traje oscuro y muy
tensas las medias. Ahora bien, deseo que me
digan si hay una cosa en que se pierda mejor
el tiempo que en seguir con la imaginación el
cuerpo de una chica muy bien calzada que va
trepando una escalera. No sé si ella contaba los
escalones; pero juraría que no me equivoqué
en un sólo número y que llegamos juntos a un
tiempo al vestíbulo.
Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la
condición de la chica del aspecto de la casa, y
seguí adelante, por la vereda opuesta.
Pues bien, en la pared de la misma casa, y en
una gran chapa de bronce, leí:
DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que
me podía pasar esa mañana. Seguir a una
mona chica de traje azul marino, efectuar a
su lado una ideal ascensión de escalera, para
concluir...
¡Físico dietético!... ¡Ah, no! ¡No era ése mi
lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía
yo que hacer con una muchacha anémica,
hija o pensionista de un físico dietético?
¿A quién se le puede ocurrir hilvanar, como
una sábana, estos dos términos disparatados:
amor y dieta? No era todo eso una promesa
de dicha, por cierto. ¡Dietético!... ¡No, por
Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el
amor. Amor y dieta... ¡No, con mil diablos!
Esto era ayer de mañana. Hoy las cosas han
cambiado. La he vuelto a encontrar, en la
misma calle, y sea por la belleza del día o por
haber adivinado en mis ojos quién sabe qué
religiosa vocación dietética, lo cierto es que me
ha mirado.
"Hoy la he visto..., la he visto... y me ha
mirado..." '•i-Sí
¡Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente
en el final de la estrofa, lo que yo pensaba
era esto: cuál debe ser la tortura de un grande
y noble amor, constantemente sometido a
los éxtasis de una inefable dieta... Pero que
me ha mirado, esto no tiene duda. La seguí,
como el día anterior; y como el día anterior,
mientras con una idiota sonrisa iba soñando
tras los zapatos de charol, tropecé con la placa
de bronce:
DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
¡Ah! ¿Es decir que nada de lo que yo iba soñando
podría ser verdad? ¿Era posible que tras
los aterciopelados ojos de mi muchacha no
hubiera sino una celestial promesa de amor
dietético?
Debo creerlo así, sin duda, porque hoy, hace
apenas una hora, ella acaba de mirarme en la
misma calle y en la misma cuadra, y he leído
claro en sus ojos el alborozo de haber visto
subir límpido a mis ojos un fraternal amor
dietético...
Han pasado cuarenta días. No sé ya qué decir, a
no ser que estoy muriendo de amor a los pies de
mi chica de traje oscuro... Y si no a sus pies, por
lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a
su casa todos los días.
Muriendo de amor... Y sí, muriendo de amor,
porque no tiene otro nombre esta exhausta
adoración sin sangre. La memoria me falta a
veces: pero me acuerdo muy bien de la noche
que llegué a pedirla.
Había tres personas en el comedor —porque
me recibieron en el comedor—: el padre,
una tía y ella. El comedor era muy grande,
muy mal alumbrado y muy frío. El doctor
Swindenborg me oyó de pie, mirándome sin
decir una palabra. La tía me miraba también,
pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba sentada
a la mesa y no se levantó.
Yo dije todo lo que tenía que decir, y me quedé
mirando también. En aquella casa podía
haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pasó
un momento aún, y el padre me miraba siempre.
Tenía un inmenso sobretodo peludo, y
las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso
pañuelo al cuello y una barba muy grande.
—¿Usted está bien seguro de amar a la muchacha?
—me dijo, al fin.
—¡Oh, lo que es eso! —le respondí.
No contestó nada, pero me siguió mirando.
—¿Usted, come mucho? —me preguntó.
—Regular —le respondí, tratando de sonreírme.
La tía abrió entonces la boca y me señaló con el
dedo como quien señala un cuadro:
—El señor debe comer mucho... —dijo.
El padre volvió la cabeza a ella:
—No importa —objetó—. No podríamos poner
trabas en su vía...
Y volviéndose esta vez a su hija, sin quitar las
manos de los bolsillos:
—Este señor te quiere hacer el amor —le
dijo—. ¿Tú quieres?
Ella levantó los ojos tranquila y sonrió:
—Yo, sí —repuso.
—Y bien —dijo entonces el doctor, empujándome
del hombro.— Usted es ya de la casa;
siéntese y coma con nosotros.
Me senté enfrente de ella y cenamos. Lo que comí
esa noche, no sé, porque estaba loco de contento
con el amor de mi Nora. Pero sé muy bien lo que
hemos comido después, mañana y noche, porque
almuerzo y ceno con ellos todos los días.
Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene
el té, y esto no es un misterio para nadie. Las
sopas claras son también tónicas y predisponen
a la afabilidad.
Y bien: mañana a mañana, noche a noche, hemos
tomado sopas ligeras y una liviana taza de
té. El caldo es la comida, y el té es el postre;
nada más.
Durante una semana entera no puedo decir que
haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros
un instinto de rebelión bestial que muy
difícilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba
la lucha; y ese rencor del estómago
digiriéndose a sí mismo de hambre; esa constante
protesta de la sangre convertida a su vez en una
sopa fría y clara, son cosas éstas que no se las deseo
a ninguna persona, aunque esté enamorada.
Una semana entera la bestia originaria pugnó
por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi
corazón tiene cuarenta pulsaciones en vez de sesenta.
No sé ya lo que es tumulto ni violencia
y me cuesta trabajo pensar que los bellos ojos
de una muchacha evoquen otra cosa que una
inefable y helada dicha sobre el humo de dos
tazas de té.
De mañana no tomo nada, por paternal consejo
del doctor. A mediodía tomamos caldo
y té, y de noche caldo y té. Mi amor, purificado
de este modo, adquiere día a día una
transparencia que sólo las personas que vuelven
en sí después de una honda hemorragia
pueden comprender.
Nuevos días han pasado. Las filosofías tienen
cosas regulares y a veces algunas cosas malas.
Pero la del doctor Swindenborg —con su sobretodo
peludo y el pañuelo al cuello— está
impregnada de la más alta idealidad. De todo
cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno.
Lo único que vive en mí, fuera de mi inmensa
debilidad, es mi amor. Y no puedo menos
de admirar la elevación de alma del doctor,
cuando sigue con ojos de orgullo mi vacilante
paso para acercarme a su hija.
Alguna vez, al principio, traté de tomar la mano
de mi Nora, y ella lo consintió por no disgustarme.
El doctor lo vio y me miró con paternal
ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las
ocho, cenamos a las once. Tomamos solamente
una taza de té.
No sé, sin embargo, qué primavera mortuoria
había aspirado yo esa tarde en la calle. Después
de cenar quise repetir la aventura, y sólo tuve
fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte
sobre la mesa, sonriendo de debilidad como
una criatura.
El doctor había dominado la última sacudida
de la fiera.
Nada más desde entonces. En todo el día, en
toda la casa, no somos sino dos sonámbulos de
amor. No tengo fuerzas más que para sentarme
a su lado, y así pasamos las horas, helados de
extraterrestre felicidad, con la sonrisa fija en las
paredes.
Uno de estos días me van a encontrar muerto,
estoy seguro. No hago la menor recriminación
al doctor Swindenborg, pues si mi cuerpo no
ha podido resistir a esa fácil prueba, mi amor,
en cambio, ha apreciado cuanto de desdeñable
ilusión va ascendiendo con el cuerpo de una
chica de oscuro que trepa una escalera. No
se culpe, pues, a nadie de mi muerte. Pero a
aquéllos que por casualidad me oyeran, quiero
darles este consejo de un hombre que fue un
día como ellos:
Nunca, jamás, en el más remoto de los jamases,
pongan los ojos en una muchacha que tiene
mucho o poco que ver con un físico dietético.
Y he aquí por qué:
La religión del doctor Swindenborg —la de
más alta idealidad que yo haya conocido, y
de ello me vanaglorio al morir por ella— no
tiene sino una falla, y es ésta: haber unido en.
un abrazo de solidaridad al Amor y la Dieta.
Conozco muchas religiones que rechazan el
mundo, la carne y el amor. Y algunas de ellas
son notables. Pero admitir el amor, y darle por
único alimento la dieta, es cosa que no se le ha
ocurrido a nadie. Esto es lo que yo considero
una falla del sistema; y acaso por el comedor
del doctor vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos
fantasmas de amor, anteriores a mí.
Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de
toda muchacha mona cuya intención manifiesta
sea entrar en una casa que ostenta una gran chapa
de bronce. Puede hallarse allí un gran amor,
pero puede haber también muchas tazas de té.
Y yo sé lo que es esto.

Recuerdo de
Moncha Fernández,
pirata del mar Caribe
Camilo José Lela
Capítulo I
Elena, joven chilena, sonreía feliz con su ramo
nupcial en la mano, mientras recibía las felicitaciones
de sus invitados.
Para Elena empezaba una nueva vida: la vida
conyugal, en la que había que esmerarse por
conseguir ser, al propio tiempo, tan cuidadosa
amante como tierna madre.
Pero, ¡sí, sí! Sus invitados, dando muestras de
la mayor incultura, empezaron a reñir profiriendo
las más soeces frases y, no contentos con
ello, desenvainaron los aceros y empezaron a
pincharse.
Pinchazo va y pinchazo viene, uno de los pinchazos
se lo metieron a Elena por un espacio
intercostal y Elena que, en su virginal candor,
no estaba hecha a esta suerte de trato, fue y
falleció como un pajarito al que avieso cazador
atinó bien.
Y Elena, en vez de ser conducida al tálamo envuelta
de rosa, fue llevada al depósito judicial
envuelta en una gabardina.
Capítulo II
¡Qué amargas fueron las lágrimas de su esposo
al verse viudo tan precozmente y sin pensarlo!
¡Y qué enigmática la sonrisa de su matador
que, arropado en el anonimato, se fue a tomar
un vermut con sifón, a ver si apagaba con el
alcohol el gusanillo del remordimiento que le
corroía el alma!
Capítulo III
Cuando pudo darse cuenta de lo acaecido,
su joven esposo, que se llamaba Roberto, se
postró de hinojos y exclamó:
—¡Amada mía, mi dulce Elena, mi vida sin ti
ya no tiene objeto y voy a quitármela presto!
Y entonces se arrojó por la ventana y se rompió
un brazo, porque no vivía más que en un
primer piso.
—¡Se rompió un brazo por amor! —exclamaban
las señoritas de la minúscula y bien urbanizada
localidad de autos—. ¡Qué hombre más
adorable! ¡Sería un hombre capaz de hacer la
felicidad y de labrar la dicha de la más exigente
de las mujeres!
Capítulo IV
Roberto, animado por los plácemes recibidos
por su caballeresca conducta y su muy noble
proceder, empezó a seleccionar entre las jóvenes
que le rodeaban aquélla a quien poder hacer
feliz. ¡Así son los hombres! ¡Y así es de duro
e ingrato su corazón!
—¡Mire usted que Roberto andar ya coqueteando
con todas cuando aún no es posible
que haya cicatrizado la llaga de su dolor!
—¡Ya, ya! ¡Eso es no tener principios!
—¡Y usted que lo diga, hija, y usted que lo diga!
Capítulo V
Roberto, cuando hubo seleccionado bien,
se quitó la corbata de luto y se declaró a
Rosarito Corrientes, la amiga del alma de
Elena.
—Charito, amor mío, tierna paloma que has
volado sobre un alma yerma espantando la
sombra del dolor, ¡te amo!
Rosario Corrientes encontró todo muy normal.
—¡Ya lo sabía, Roberto, Roberto mío, Robertito
querido!
Rosario Corrientes se quedó un breve rato pensativa
y después, con sus claros y diáfanos ojos
en blanco, exclamó:
—¡Son los dictados del corazón, a los que no
podemos sustraernos!
—¡Pues que son los dictados del corazón, a los
que no podemos sustraernos!
—¡Ah, ya! ¡Los dictados del corazón, naturalmente!
La pareja se enlazó las manos, mientras por el
azul zureaba1 la tímida paloma.
Capítulo VI
Sobre el sombrero de Rosario Corrientes, un
canotier2 de paja orlado con cintas blancas y rematado
en seis cerezas rojas y brilladoras como
unos labios, cayó un cuerpo extraño.
—¿Qué es eso, Roberto mío?
Roberto desdobló su pañuelo de batista suiza.
—Nada, Charito, la paloma.
Capítulo VII
Roberto y Rosario fijaron la fecha de su boda,
pero se cuidaron muy mucho de no invitar a
nadie.
—Oye, Roberto, ¿y si invitásemos a alguien,
pero obligásemos a los invitados a dejar los aceros
en el guardarropa?
Roberto, después de pensarlo mucho, respondió:
—¡Déjate de cosas, Chanto mía, más vale prevenir
que curar!
Rosario Corrientes, Charito para los íntimos,
sonrió rebosante de amor, de dicha, de felicidad
y de admiración.
—¡Cuánto sabes, Roberto mío!
Y Roberto, ciñéndole el talle, le susurró al
oído:
—Es que todas las precauciones, amada mía,
se me antojan pocas para poder protegerte de
las asechanzas de los hados malignos..'.
Sobre las mejillas de Rosario rodaron dos perlas
que, como hacía un aire fresquito, se le fueron
a secar en la barbilla.
—¡Charito!

Nunca te cases
con un académico
Manuel L. Alonso
Leonardo era publicista, una de esas personas
que escriben de varias materias. El prefería
usar esa palabra y no free lance.1 Jamás se hubiera
atrevido a utilizar la expresión^^ lance.
Leonardo era muy respetuoso con el idioma
español y, en lo posible, trataba de preservar su
pureza, ya un tanto mancillada. A Leonardo,
la cosa que más le impresionaba en el mundo
era la Academia de la Lengua. Para referirse a
ella siempre decía "la venerable institución".
Sin asomo de ironía.
Los periodistas, dados al manejo del tópico y la
construcción apresurada e inexacta, eran el blanco
más frecuente de sus iras. A menudo se presentaba
en el despacho del director de algún
diario con la pretensión de publicar un artículo
satirizando el lenguaje periodístico. No hace
falta decir que jamás conseguía su propósito, lo
que no era óbice para que acumulase montañas
de sarcásticos comentarios que algún día, cuando
fuese académico —porque Leonardo tenía
la esperanza secreta de ocupar un sillón en la
venerable institución—, verían la luz.
—¿Qué expresión es esa de "un largo etcétera"?,
escribía. El etcétera no puede ser largo ni
corto, puesto que significa "y lo demás".
O bien:
—¿Por qué se utiliza la preposición "de" en
tantos casos en que resulta absolutamente superflua,
como "pienso de que"?
Como todos los que dedican su vida a una
causa, Leonardo terminó por volverse un tanto
pesado. Aburridos de oírle decir siempre las
mismas cosas, sus amigos empezaron a esquivarle
y hasta se pusieron de acuerdo tácitamente
para no pasar por el paseo del Prado, pues
sabían que él vivía allí cerca y que acostumbraba
a merodear por el caserón de la Academia
como otros rondan los teatros acechando la salida
de los artistas.
Efectivamente, cada día Leonardo salía de casa
muy atildado, con su sombrero flexible y su
paraguas, tanto si llovía como si lucía el sol, y
hasta la hora de comer paseaba entre Atocha
y La Cibeles o bordeaba, del final de Moyano a
la Puerta de Alcalá, la verja del Retiro. Con los
años se iba volviendo distraído, y su costumbre
de componer mentalmente artículos o cartas
al director le procuraba algún sobresalto por
cruzar sin atender a los semáforos. Y como era
más sencillo reducir el paseo que dedicar toda
la atención al odioso tránsito (tránsito ¿eh?, y
no tráfico), día a día iba menguando el trayecto
y aumentando el número de vueltas. Más allá
de la Cuesta de Moyano y del Scalextric —entonces
aún existía— no se aventuraba, y por el
otro extremo, pasado Neptuno, acabó por no
hacerlo tampoco. De modo que terminaba por
quedarse dando vueltas en torno al museo y al
edificio de la venerable institución, casi como
un perrillo que, olisqueando un árbol, busca
el lugar más a propósito para alzar la pata. (A
veces Leonardo se acordaba de la grande afrenta
que el poeta Rafael Alberti había inferido a
la venerable institución meándose de joven en
sus muros. Rafael Alberti era, por ese motivo,
un enemigo personal para Leonardo).
No es necesario explicar que el jueves, día en
que se reúnen los académicos, era para Leonardo
la jornada más importante de la semana:
poder contemplar al admirable Delibes
con su zamarra de rústico; a Buero, siempre
grave, tosiendo y envuelto en humo; a Cela,
imponente con su vozarrón y panza; al propio
don Dámaso, a la sazón presidente... Los
veía descender de un taxi (casi ninguno gastaba
coche propio), saludarse con deferencia,
nada engreídos ni mundanos, sencillos como
oficinistas; los veía entrar en aquel edificio en
el que estaban puestos sus sueños, y suspiraba
preguntándose cuándo llegaría el día en
que...
Los jueves no tenía fuerzas para escribir, y su
paseo era doble: por la mañana y por la tarde.
Incluso dormía mal, preocupado por su discurso
de ingreso.
Un día Leonardo se entretuvo en los puestos
de libros de Moyano. Hacía buen solecito y se
estaba a gusto revolviendo y manchándose los
dedos con el polvo acumulado en los viejos libros.
Llegó a un puesto de esos en que venden
restos de ediciones y colecciones populares, y
misteriosamente, puesto que allí no podía haber
nada que le interesase, permaneció largo
rato sin decidirse a proseguir su paseo.
Atendía el puesto una chica con gafas, la nariz
un poquito ganchuda. No se puede decir que
fuese guapa, pero había algo en ella que atraía
a Leonardo. Quizá el acento, que no conseguía
identificar, una cadencia rara llena de notas
agudas. O aquel aire de persona seria, poco
dada a la frivolidad y la coquetería, características
femeninas que repelían a Leonardo.
Era primavera, y hasta la calmosa sangre del
futuro académico se alborotaba con el aroma
nuevo del aire, con los trinos de los gorriones
en el Retiro y con ese picorcito insidioso que el
sol dejaba en la piel. Así que, muy galante, se
destocó y, tomando al azar unos libros, entabló
conversación con la muchacha.
—¿Usted me los recomienda?
—Ya lo creo.
—¿Me asegura usted que son buenos?
—Y tanto.
—Siendo así, me los llevaré.
Pero no se fue sin haber conseguido enterarse
de algunas cosas: se llamaba Catalina y estaba
pasando unos meses en Madrid en casa de
unos familiares; el puesto era de su tío, algunas
veces ella se quedaba al cuidado mientras
el tío hacía una de esas gestiones que es necesario
hacer personalmente. ¿Y el acento? El
acento se debía a que Catalina era de un pueblecito
de Mallorca. Como estaba acostumbrada
a pensar y expresarse en una variante
dialectal del catalán, utilizaba giros que para
Leonardo resultaban extraños.
Volvió a verla otras veces, y casi siempre conseguía
quedarse a solas con ella unos minutos. El
tío hacía mutis con la oportunidad de un personaje
de zarzuela que deja libre la escena al galán,
y como esto llevaba a Leonardo a sentirse
un poco culpable, cada día compraba un buen
montón de libros para compensarle. Más tarde,
de vuelta en su casa, los examinaba despacio y
separaba los aprovechables. Las noveluchas, lo
que llaman bestsellers, se las regalaba al portero.
Empezó a abandonar un tanto sus escritos y
hasta hubo días en que no se acordó de acercarse
a la Academia. Como aquello no podía seguir
así, solicitó de Catalina una salida formal.
Y así, una noche fueron a cenar y al teatro.
En el teatro, Catalina atendía a las explicaciones
y las divagaciones lingüísticas de Leonardo,
e incluso le hacía preguntas que denotaban su
buena disposición para aprender. Las cabezas
se volvían hacia ellos y, chistándoles, les reclamaban
silencio.
Cuando comenzaron a salir ya como novios,
sus conversaciones eran siempre parecidas:
—Leonardo, tengo que pedirte una cosa. ¿Cómo
se dice, infligir o infringir?
—Son dos cosas distintas, mujer, pero lo primero
que tienes que tener en cuenta es que no
se dice pedir sino preguntar.
—Es lo mismo, ¿no?
—Será lo mismo en tu lengua vernácula, pero
en español son dos cosas bien distintas.
—¿Como lo de infligir o infringir?
Lo malo era que la aplicación de Catalina no
se reflejaba en progresos prácticos, puesto que
a pesar de las recomendaciones de Leonardo
continuaba usando las mismas expresiones
traducidas literalmente de su lengua materna.
Esto les acarreaba pequeños disgustos. A lo
mejor, a la hora de despedirse, en el portal de
los tíos, preguntaba ella mimosa:
—¿Pensarás conmigo?
—No, mujer —se enfadaba él—. Lo que tienes
que decir es que si pensaré en ti. En ti, no contigo.
Y como para castigarla, se iba sin dar una respuesta.
Pero pensaba en ella. Pensaba en ella
casi tanto como en la venerable institución.
Por eso mismo Leonardo fue a una joyería,
compró un anillo de pedida y se presentó en
casa de los tíos de la muchacha para hacer una
petición de mano en toda regla.
Le aceptaron. Y ella, cuando vio el valioso anillo,
tuvo que quitarse las gafas y enjugar una
lagrimita.
—No importaba comprar uno tan caro.
Ni en un momento así podía Leonardo dejar
de comportarse como un paladín de la lengua,
y se apresuró a rectificarla:
—No hacía falta, Catalina.
—Pues eso, que no importaba.
En fin, se casaron.
Hicieron un viaje de novios discreto, unos pocos
días para visitar a los padres, y volvieron a
Madrid al principio del otoño, cuando la ciudad
recupera su ritmo y los ordenanzas sacan
brillo a los vetustos asientos de la Academia.
Instalados ya en el espacioso piso de él, Catalina
empezó a revelarse como una mujer distinta.
Ahora no se quedaba embelesada escuchando
los soliloquios del gramático ni le pedía consejo
sobre alguna palabra dudosa, y cuando él
intentaba corregir alguna de sus incorrecciones
de habla, se encogía de hombros sin atender.
—Catalina, no debes confundir el verbo ir con
el verbo venir. No digas "vengo" sino "voy".
—Catalina, mujer, no se dice tachi, se dice
taxi. Es fácil, primero pronuncias una ce, tac, y
luego una ese, si. Tac-si.
Y Catalina, dejándole con la palabra en la boca,
se iba a otra habitación y se ponía a leer. Leía
mucho, pero, según comprobó el consternado
marido, sólo le interesaban las muestras más
deleznables de la literatura barata. Se pasaba el
día absorta en sus novelillas o, lo que era aún
peor, hojeando revistas de las que se ocupan
del corazón y bajo vientre de los famosos.
Hubo veces que Leonardo tuvo que reprimir algún
exabrupto de los que sólo Cela es capaz de
redimir en público, sobre todo cuando regresaba
a casa a la hora de la comida y encontraba a su
negligente esposa despreocupada de la comida,
que iba pegándose en el fondo de las cacerolas.
—Un día se va a incendiar la casa, y tú no te
enterarás.
Poco a poco fue recuperando sus costumbres
de siempre, y comenzó a alargar sus paseos
para retrasar la hora de volver a casa. Con expresiones
que antes estaba lejos de aprobar, se
lamentaba en su fuero interno de su suerte y
despotricaba del momento en que había conocido
a Catalina. Un día recibió una noticia que
le hizo olvidar todas sus desdichas domésticas:
de uno de los más prestigiosos círculos culturales
de la ciudad le invitaban a dar una conferencia.
Durante semanas no hizo otra cosa que
elaborar borradores. Presa del frenesí purista,
tachaba, expurgaba, se exprimía las meninges
buscando sinónimos, consultaba diccionarios,
recurría a sus clásicos, ensayaba en voz alta el
efecto de una frase... Catalina, molesta porque
él ya no salía de casa, se quejaba de que así no
era posible hacer la limpieza, y alevosamente le
infligía —que no infringía— pequeñas crueldades,
como la de extraviarle algún papel.
Cuando llegó el día del acontecimiento,
Leonardo se levantó al punto de la mañana,
impaciente y abrumado como un novio,
aunque la conferencia no era hasta la noche.
Se trataba del mismo foro donde habían actuado
Caro Baroja, Lázaro Carreter y hasta
Aleixandre. Una oportunidad que significaba
el primer paso de un camino que podía conducirle
hasta... Convenía cuidar cada detalle,
elegir cuidadosamente las citas —sin olvidar
alguna maliciosa referencia a Alberti—, pulir
cada párrafo, cada cláusula.
Anochecía cuando fue a pedir a Catalina que le
preparase el traje negro de las ocasiones solemnes.
La llamó. No obtuvo respuesta, ni siquiera
el acostumbrado "vengo". No la encontró en el
dormitorio, ni en el salón, ni en la salita. Sólo
en el último momento se le ocurrió mirar en la
cocina, lugar al que ella tenía poca afición.
Antes de entrar ya le alertó un fuerte olor a
gas. Catalina yacía en el suelo. La tomó por un
hombro y la sacudió con energía. Qué mujer,
desmayarse con la cocina llena de gas, como
para haberse asfixiado. Ella abrió un ojo, el
otro, tosió débilmente y musitó unas palabras.
—Ay, Leo, que me asfixio.
Ahora bien, para ser exactos, no pronunció la
equis como él pacientemente la había explicado,
sino que más bien dijo:
—Ay, Leo, que me asfichio.
—Asfichio —remedó Leonardo—, como si
fuera tan difícil pronunciar asfixio.
Enojado, salió de la cocina sin hacer más caso
de ella. Cerró la puerta, que como todas las
demás de la casa tenía al estilo antiguo, su
propia llave. Fue como cuando se quiere dar
un escarmiento a un niño. De momento no
pensó que la cocina no tenía ventanas, ni que
las paredes demasiado gruesas impedirían a
los vecinos escuchar los gritos de Catalina, ni
que ella acaso no estaba en condiciones de
cerrar el gas.
Recapacitó en todo esto, e iba a entrar a socorrerla
cuando le llegó su voz, un hilito tembloroso
a través de la gruesa puerta.
—¡Leo, que me asfichio\
—Asfixiar. Se dice asfixiar. Hasta que no lo digas
bien no sales.
Un silencio, y de nuevo la llamada, más débil:
—Leo, que me ahogo.
—Sin trampas. Di asfixiar.
—Me asfichio, me estoy asfichiando.
—Tú verás, pero hasta que no aprendas... taxi,
éxito, xenofobia, asfixiar, no es tan difícil.
Permaneció largo rato ante la puerta, aun después
de que cesaran los lamentos. Cuando se
dio cuenta de que le quedaba el tiempo justo,
fue a vestirse apresuradamente.
Mientras tomaba un taxi en el paseo del Prado,
no lejos del edificio de la venerable institución,
se dijo que unos minutos de retraso serían de
buen tono. Para compensar a su auditorio, se
sentía con ánimos de improvisar un poquito y
prolongar la charla. Así demoraría el momento
de volver a casa y enfrentarse con los enojosos
trámites.

Pigmalión
Manuel Vázquez Montalbán
La había visto alguna vez recorrer las aceras del
barrio con una cesta de paja entre útil y sofisticada,
como su abrigo de sospechosa piel que disminuía
aún más la pequeñez de sus facciones y
se tragaba parte de una melenita artificial en lo
lacio y lo dorado. Superpuesta sobre las restantes
mujeres habituales de aceras y tiendas, acuarentadas
de excesiva delgadez o gordura, de facciones
y piernas cansadas, en flagrante olor a cotidiano,
la muchacha parecía una desterrada o un prometedor
animal de paso. Pero no la deseé hasta una
tarde de invierno vencido, cuando la vi al otro
lado de la acera esperando ensimismada la orden
del semáforo, de un brazo le colgaba un niño,
del otro un bolso excesivamente nuevo, blindado
diríase al darle un rayo de sol sobre la corteza
de pura piel de becerro. Entre el niño y el bolso
quedaba ella, rubia sin duda teñida, de cejas desencantadas,
boca y pechos tristes, la sensualidad
en las caderas y unas piernas para palpar con los
ojos, altas y carnales. Buena para cometer adulterio
pensé, con un cierto remordimiento, en
una morbosa situación de confianza traicionada,
la de ella, la de su marido, probablemente la
mía. El niño pendía del hilo de su mano, trotaba
como un muñequito envuelto en una nube de
colonia más eficaz que delicada, confiado como
un príncipe primogénito abierto a la aventura
de una tarde llena de tenderas cariñosas, chupa-
chups, pellizcos y el lenguaje de adultos que
fingen ser niños sin un mínimo de educación
teatral. Era un niño de spot1 televisivo: rubio,
flequillero, secundaba el desganado arrastre
de su madre con un cierto fatalismo, moviendo
la cabecita en todas direcciones como
tratando de recordar en poco tiempo y para
siempre lo que veía.
Ella no se me reveló del todo hasta la primavera,
cuando se quitó el abrigo y un vestido
de entretiempo enfundó su cuerpo justo, a
la vez lleno de rincones y posibilidades. Volvía
a estar allí con el niño y junto al semáforo,
como si sólo se hubiera retirado un instante
para quitarse de encima el invierno y un abrigo
de piel artificial. Casi sin concienciarlo, recorrí
su mismo camino hacia el quiosco de diarios,
pendiente de la tensión de sus piernas y sus
caderas contra el estuche de una falda de lanilla
tan buenísima como la piel del bolso. La
dejé comprar un diario de la tarde y una revista
situable a medio camino entre la astrología
y la divulgación de calité sobre los diamantes
más robados del mundo, pasando por alguna
que otra ración de marxismo convencional
aplicado a la interpretación del ciclo de novela
burguesa de Thomas Mann. La seguí con su
misma parsimonia de mujer cansada por una
mañana repleta de labores domésticas, consciente
de que el día iba a dar paso a la noche
sin la menor posibilidad de sorpresa. Sus ojos
buscaban inútiles dispersiones en el paisaje resabiado
del barrio de renta limitada y el niño le
colgaba como una obligación asumida, a veces
reconocida en un apretón suave de la manita
dotada de cinco vidas calientes y sudorosas.
Reconocía yo a breve distancia su nuca alta
entre las brechas de una melena excesivamente
maltratada por los tintes, pero aún apetitosa en
su caída, aún deseable como una corona dorada,
penacho sobre un rostro de sexuada boca,
como una ranura tierna y ávida. Reconocía su
espalda corta y delgada, como hincada en unas
caderas embutidas en la que imaginaba piel porosa,
casi cárdena en las junturas húmedas, auténtico
planeta entre el calor y el frío para una
mano necesitada de la inmensa patria de un
culo. Sus brazos largos prometían caricias de
lenta llegada, cruces estilizadas sobre el propio
cuerpo en protección de fáciles vencimientos
o abrazos llenos de enervante torpeza, brazos
equivocados de distancia, miopes de volumen.
De vez en cuando me ponía a su altura para reconocer
lo fugitivo de sus facciones pequeñas,
a la larga línea de garganta y senos, apenas sostenida
por un pezón muy sólido, luego sabría
que excesivamente mamado bajo el consejo de
un pediatra a la antigua usanza. Vientre plano,
amenazantes huesos de caderas, como asas, y
aquellas piernas inacabadas, llenas de longitud
V de carne.
Luego la seguí en su vía crucis cotidiano por
tiendas perfectamente imaginables: dos bolsas
de leche, cuatro Donuts de chocolate, una
coliflor amarilla que más parecía ramillete de
siempre vivas, tijeritas para las uñas, laca, spray
espuma para afeitar sin brocha, que sus ojos
grises contemplaron escépticos antes de dejar
caer en un capazo,2 en la certeza de que no habría
motivos para confiar ni para desconfiar de
sus atributos. Cruzamos la mirada cuando, en
la puerta de la perfumería, flirteé brevemente
con el niño agradecido y sonriente por la dedicación
del forastero que trataba de ponerse a su
estatura. También ella me agradeció la dedicación
enseñándome unos dientes excesivamente
separados e instó al niño para que correspondiese
a mi saludo, lo que el pequeño hizo
recurriendo a sus gracias de más seguro éxito.
De reojo comprobé que ella me miraba con esa
curiosidad de joven casada de barrio pequeño
burgués, nuevo y uniformado, donde el otro
siempre es una sorpresa cuando se aproxima a
menos de medio metro de distancia.
—Es muy vivo este niño.
—Para lo que le conviene.
Dijo, pero sonreía. Entablé conversación y la
proseguí caminando junto a ellos, sin asumir
la sorpresa contenida con la que me miraba y los
reojos cautos que repartía a derecha e izquierda.
Para huir del marco peligroso para una situación
que no le desagradaba, encaminó sus
pasos hacia el parque, menos recelosa a medida
que nos alejábamos del territorio de su estricta
cotidianeidad. El niño la abandonó en cuanto
divisó la silueta de un tobogán rojigualdo. Fue
vano el vuelo de la madre para atraparlo, retenerlo
como un punto de referencia o de apoyo
moral. El niño nos dejó solos sobre nuestras
piernas y no tuvimos otro remedio que ceder al
recurso del banco de parque atardecido donde
nos dejamos caer con púdica distancia, fugitiva
una sonrisa entre su nariz y su boca, tan relajado
yo de cuerpo como tenso de alma.
No dio para mucho el tema del descuido del
parque, ni el de las peculiaridades de un niño
excesivamente contemplado en su condición
de nieto primogénito de cuatro abuelos. Fue
fácil pasar al tema de un cierto hastío por la
rutina de la vida y ella tenía ganas de decirme
que estaba cansada de recorrer tiendas con un
niño colgado del brazo y de su aburrimiento.
—Me gustaría trabajar en algo.
O terminar de estudiar, añadió, mientras me
observaba para comprobar el efecto que me
provocaba su pasado cultural. Mi grata sorpresa
propició el que me contara que casi había
terminado el bachillerato entre desidias que sus
padres aprovecharon para inducirla al oficio
del matrimonio. Su marido era aparejador por
las mañanas y por las tardes trataba de montar
una urbanización por su cuenta y riesgo en una
finca patrimonial milagrosamente cercana a la
ciudad. Ella rezumaba esa prosperidad menor
de joven matrimonio burgués compuesto por
una mujer con cierta educación, vigilante de la
propia dieta y saunadicta y por un hombre trabajador,
de su casa al trabajo, del trabajo a casa,
honrado, prudentemente emprendedor que
antes de los cuarenta años ya ha conseguido
poseer un chalé con piscina de cinco por diez
metros y hace un viaje cada año al extranjero
para ver porno en Copenhague o Disneylandia
en Los Angeles. Cuando le dije que yo daba
clases en la Universidad y que estaba escribiendo
una edición crítica del pensamiento económico
de Flores de Lemus, advertí que ante sus
ojos aparecía el filtro purpúreo de la valoración
intelectual y que se descomponía de su penúltima
resistencia ante el extraño infiltrado en su
tarde de primavera. El niño liberado y excitado
se había convertido en nuestro mejor cómplice.
Le propuse ayudarla a recuperar el correcto camino
cultural perdido y ella me ofreció en bandeja
la relación entre educación y erotismo.
—Si mi marido se entera de que vuelvo a estudiar.
.. Odia a las mujeres sabihondas.
—¿Es muy reaccionario?
—¿Quiere decir muy revolucionario?
—No. Pregunto si es muy conservador.
—El dice que no.
Miraba ella una piedrecita gris e inmotivada a
la que no llegaba la punta de su pie. Buscaba
las palabras justas para ejecutar a su marido sin
perder el decoro.
—Pero lo es.
Y alzó su rostro amalvado por el crepúsculo y la
sonrisa para decir:
—Todos los hombres lo son, ¿no?
—No tengo nada que conservar.
—¿Es usted soltero?
—Soy casado, pero no ejerzo. Estoy separado.
—¿Tiene hijos?
La pregunta iba envuelta en dedicación y lástima
por un corazón, el mío, sin duda destrozado
por una vida familiar rota.
—Lo importante es que esta tarde empieza usted
las clases particulares.
—¿Con quién?
—Conmigo.
—Soy muy gandula.3 Necesito que me estimulen.
—La ayudaré. Le tomaré la lección cada tarde.
La broma fue lo suficientemente ambigua como
para que me permitiera citarla al día siguiente
por la tarde en el mismo parque. Le llevé dos
libros de seguro éxito: La balada del café triste de
Carson McCullers y Principios Fundamentales de
Política de Montenegro. No se esperaba un asalto
semejante, ni que yo tuviera perfectamente
calculados y experimentados los efectos de tales
lecturas. Los relatos de Carson McCullers
le harían suponer una hipersensibilidad hasta
entonces desconocida, directamente conectada
con la mía, como si por el mero hecho de
leerlos ya perteneciera a la comunión de los seres
más sensibles y entrañables de este mundo.
En cuanto al breviario de formación política,
la introduciría en un caos de formulaciones
conceptuales, en todo opuesto a la jerarquización
de valores usados en la construcción
de una vida de renta limitada, con segunda
residencia en el campo y algún que otro viaje
en busca de porno e imaginación. La siembra
de la duda política me había aportado en el
pasado resultados inestimables, entre mujeres
que consideraban que la castidad era uno de
los principios fundamentales del franquismo
y que a través de convulsiones políticas se
prestaban a una segunda fase de politización
por vía vaginal.
Le apliqué sistemáticamente el plan de seducción
cultural, adaptado a sus peculiares experiencias
anteriores, modificando el método en
función de las necesidades de Irene. Proseguí
el tratamiento a base de relatos sensibles y divulgación
democrática, antes de enfrentarla a
libros de poemas incitadores al compromiso o
ensayos como El segundo sexo que ya exigían
una decidida voluntad de perdición por los
morbosos pasillos de las verdades prohibidas.
La lectura del libro de la Beauvoir precipitó
las consecuencias. Los déficits lingüísticos de
Irene la obligaron a entregarse a mi asesoría, a
confiar en mí como en un sacerdote poseedor
del latín y con el del lenguaje único para comunicarse
con las divinidades. Pronto advertí
que pese a la dimensión estrictamente intelectual
y ajardinada de nuestros encuentros, las
distancias físicas decrecían y nuestros muslos
se juntaban para apoyar el mismo libro. Al tuteo
siguió ese toque precipitado con las manos
colgantes de brazos blandos y contenidos que
subraya conceptos y llamadas aparentemente,
pero que esconde la tentación del abrazo;
como si saliera de una grave enfermedad de
estupidez burguesa, la convaleciente Irene mejoraba
el color de su espíritu y su cuerpo se me
acercaba con tanto apetito como su cerebro.
Fue entonces cuando trabajé para hacerle incómodos
nuestros encuentros al aire libre.
—Aquella señora que parece la mujer de un veterinario
no nos quita el ojo de encima. Debe
pensar que somos amantes.
—No. Si no estoy tranquila. Un día va a verme
un vecino o un familiar. Y si mi marido se
entera...
—Se entera, ¿de qué?
—De esto.
—¿De este cursillo de Universidad a distancia?
Se echó a reír y me dio un golpe con la mano
lenta, tanto que se quedó sobre mi hombro el
tiempo suficiente para que yo la cogiera y la
acariciara con un roce tan suave como nuestras
relaciones hasta entonces. Ella no sabía
dónde esconder la mirada y entonces abandoné
su mano, articulé mi brazo con todas las
consecuencias y pasé el dorso de mis dedos por
su mejilla arrebolada. Después la mano en su
caída se apoderó de la parte desnuda de su brazo
y le apreté la carne dura y fría como transmitiéndole
un mensaje de frustración y querencia.
Para entonces ya me miraba tratando de
que mis ojos o mis labios le dijeran lo mismo
que mis dedos. Me puse en pie.
—Vamos. Aquí es imposible hablar.
Se adaptó a mi paso vivo y el niño trotaba colgado
de su madre, quejándose a veces por la
rapidez de la marcha. Me introduje en el portal
de mi casa, llamé al ascensor, sin mirarle la cara,
sin preocuparme por las posibles preguntas de
su rostro. Dentro del ascensor nos miramos fijamente,
yo con calculada mezcla de timidez y
determinación, ella con mirada de primera noche
de bodas. El niño se había sentado en el
suelo de la cabina y contaba con sus deditos
una quimérica cuenta de recuerdos o porque
síes. Ya en casa, aparté libros y ropas para poder
tumbarnos en el sofá. Le sonó roto el intento
de decir simpáticamente: "Qué desorden", y en
cuanto el niño se perdió en las cuevas del piso
en busca de la aventura, mis manos tomaron
posesión de su cuerpo con pasión de adolescente
hambriento. El niño entraba a veces como si
fuera un tren a cuatro patas, pero no concedía
importancia al desorden de las ropas del que
asomaban carnes como nuevas, especialmente
aquellos senos de blancura casi lunar abotonados
por pezones lilas. Traté de buscarle desnudeces
más fundamentales y ella me contuvo con
eficacia, rehízo sus ropas; como recuperándose
de un mareo que le enrojecía las mejillas y los
ojos, se puso en pie tambaleándose.
—¿Tienes televisión?
—Sí. Al fondo del pasillo.
Cogió el niño al paso y se lo llevó. Oí ruido
de puertas y sintonías, voces de televisor. Otra
puerta cerrada. Apareció lenta, segura, rehaciendo
o deshaciendo aún más su melena breve y
desvaída, se desnudó de espaldas y de pronto me
ofreció la exactitud de sus carnes, puntas y junturas
antes de zambullirse como una nadadora
en mi cuerpo, más para ocultarse que para entregarse.
Fue un acto sin quejidos, con lenguaje
de respiración y manos, que se repitió sin
despegarnos, como si temiéramos que la distancia
del parque volviera a plantearse como
una premonición de separación para siempre.
Luego, ella quiso fumar un cigarrillo según un
ritual convencional que probablemente había
asimilado en alguna lectura que yo no le había
asesorado. Sólo suelen fumar los adúlteros
después del amor y más de un adulterio
ha sido intuido o descubierto porque tras la
sexualidad matrimonial uno de los dos busca
en el cigarrillo la nostalgia del otro cómplice.
Momento temible el del cigarrillo, sobre todo
cuando el partenaireA tiene veleidades literarias
y quiere cobrar la factura de la entrega con las
monedas de la intimidad confidente. No me
propuso que viviéramos siempre juntos, pero
sí empezó a explicar su proyecto de futuro aún
entonces disfrazado de crítica del pasado.
—Gracias a ti puedo volver a ser yo, ¿comprendes?
Temible, pensé. Pero la contemplación de su
cuerpo tan deseado durante la fase de reciclaje
educativo me compensaba de cualquier temor
de caída en las arenas movedizas de la confraternización.
Se vistió con suficiencia y me trató
como una madre que promete al hijo un
próximo retorno. Me había dominado sobre el
sofá y se desquitaba de mis conferencias políticas
y culturales asumiendo por primera vez un
protagonismo indiscutible. Ya en aquel primer
encuentro pude darme cuenta de la tentación
de reproducir una vez más el modelo matrimonial.
Aunque la veía marchar en parte como
si fuera un juguete ya usado, también hubiera
deseado que se quedara y despedí al niño como
si fuera más mío que cuando subía en el ascensor
sentadito sobre el vacío. Me molestó el que
Irene me citara al día siguiente en el parque
porque presentí el reflujo del remordimiento
y un largo forcejeo moralizante entre la casada
descarriada y el seductor de barrio. Inevitable.
Toda la tarde siguiente la consumimos
en el tira de mis deseos y el afloja de su razón.
Irene había dispuesto de toda una noche para
recuperar el complejo de culpa, para recordar
lo mucho que trabajaba su marido, al fin y al
cabo sin otra posibilidad de compensación por
su parte que la exclusividad sexual.
—Si fuera económicamente independiente,
¿comprendes? Pero él me mantiene. Me paga
hasta la peluquería.
—Yo no te propongo una traición, sino un acto
de libertad. Ni tú, ni yo, ni él hemos escogido
unas relaciones sociales y culturales a las que
llamamos matrimonio.
—Oh, sí. Tú hablar sabes. Hablas muy bien.
Me confundes.
Fingía entonces estar herido por tan despectivas
palabras y ella me consolaba hasta el borde
del vencimiento, pero en cuanto tiraba de su
mano para iniciar el camino hacia casa, recuperaba
el esqueleto y se resistía como una muía
obcecada. No vacilé en utilizar los recursos
más tópicos: adiós pues, eres una cobarde, tienes
alma de esclava, maldita la vida si no nos
permite ni un acto irresponsable, no podemos
vivir eternamente pendientes de los contratos,
etc., etc. Mi tratamiento culturalizador había
sido demasiado corto, se notó en la ineficacia
de mis reclamos para escalar las murallas de
Jericó de la moral convencional. Desalentado,
le arranqué una cita para el día siguiente
a la que no acudió. El techo de mi habitación
devolvía mi perplejidad ante la ambigüedad
de mis sentimientos en parte colmados por la
aventura saciada, en parte frustrados por tan
rápido final. Dos días después de una de estas
perplejidades me arrancó el timbre: Irene y
el niño colgante quedaron sorprendidos, sonrientes,
destapados cuando yo abrí la puerta.
Por el tartamudeo de mi corazón y de mi estómago
descubrí que era inmensamente feliz.
Semanas después las yemas de mis dedos hubieron
podido evocarla en todas sus esquinas.
Aquella cérea piel de lujo, apretada, restallante,
el cuello asumido por mi mano y dirigiendo
hacia mi cuerpo la boca llaga, la lengua
breve, aguda, a veces una eternidad de tacto
goloso y absorbente. El amor civilizado cara
a cara o el amor de vencedor y vencido con
las carnes de ella a cuatro piernas empujada
por un jinete encorajinado e indiscutido; el
amor experimental de abajo arriba o el caprichoso
asalto sobre una mesa de comedor llena
de fichas sobre las proféticas ciencias de Flores de
Lemus. El intercambio del cuerpo seguía completado
con el cultural. Mis libros iban y volvían
y yo notaba el enriquecimiento de la sabiduría
convencional de Irene, su asimilación del lenguaje
críptico, su progresiva capacidad de hablar
de Hemingway como de un amigo de la familia
o de sentenciar la obsolescencia5 del degaullismo6
cuando Giscard d'Estaing ganó la partida a
Chaban Delmas en la pugna por la candidatura
presidencial tras la muerte de Pompidou.
—Es otra derecha —me atreví a decir—. Tiene
un largo aprendizaje negociador con la izquierda.
No es como aquí, que siempre ha tenido
fácil el recurso del exterminio.
—La derecha siempre es la derecha.
Me contestó Irene en un tono de voz de profesora
no numeraria militante en un grupo ML.
No me sorprendió, pues, que pocos días después
me dijera que intentaba ingresar en la Universidad
acogiéndose a los exámenes para mayores
de veinticinco años.
—¿Qué quieres estudiar?
—Psicología.
—No te lo aconsejo.
—;Por qué?
—Toda mujer casada que se matricula en psicología
busca resolver sus propios problemas
psicológicos.
—Pues haré Ciencias Económicas.
—Dios mío, me harás la competencia.
—Burro. Pero qué burro eres.
No exagero si me atribuyo buena parte del
éxito de Irene en los exámenes de entrada en
la Universidad. Durante dos meses las relaciones
sexuales fueron decreciendo en relación
directa a la intensidad de clases particulares
que le impartí, con corrección de trabajos y
elaboración de temas incluidos. El niño seguía
siendo el habitante de la caverna televisiva o
un espectador desinteresado de nuestras clases
particulares. Sólo de vez en cuando, entre
cansancios de la mente, nuestros cuerpos se
desnudaban y yo recuperaba su peso tibio entre
mis brazos, aunque no su cabeza: anclada
con la boca llaga y la lengua como un látigo
o una marea de placentera humedad. Cuando
mi mano le proponía el viaje sobre mi cuerpo,
la cabeza de Irene se bloqueaba, como si
se le hubiera roto el flexor del cuello y en sus
ojos leía una no confesada repugnancia por
emplear en menesteres de excitación o balsamización
sexual una lengua capaz de recitar la
teoría del valor según Ricardo.
Pasó casi todo el verano en el chalé comprado
gracias a la laboriosidad del marido. Ya tenía
en el bolsillo el apto para el acceso a la Universidad
y vivía concentrada como un deportista
en un esfuerzo de formación permanente para
llegar en forma el comienzo de curso. Avisó al
marido de lo que le esperaba y me contó su
reacción en uno de los escasos encuentros desnudos
que tuvimos durante aquel verano, en
un hotel lleno de holandeses, a medio camino
entre su chalé y un apartamento que yo había
alquilado en la costa.
—Lo ha encajado estupendamente. Dice que
me comprende y que hago muy bien. Me ha
sorprendido. Es un gran tipo.
No tuvo tiempo que perder en espera de recuperaciones.
Hizo el acto sexual una vez, con
ciertas características de ultimátum o de ejecución
sumarísima. Se había desnudado sin
misterio y se vistió como si hubiera oído el
"Viajeros al tren". Cuando volvió con las primeras
lluvias me telefoneó más que me vio.
Como la luz del gas que se apaga lentamente,
la transición del vernos al no vernos ni siquiera
fue perceptible. De pronto me di cuenta de
que ya no la veía, de que mi barrio había vuelto
a ser una encrucijada de idas y venidas entre
tedios y cansancios. Cebé mis ojos en una
muchacha pelirroja que siempre corría urgida
por ignoradas prisas, regalando el trote casi
sonoro de dos pechos obsesivos. Pero un día
la vi de muy cerca y como un maníaco sexual
inconsciente, me pareció demasiado joven
para un hombre como yo, incapacitado para
las alegrías aceleradas, y la dejé pasar como sin
duda el vampiro de Dusseldorf o Jack el Destripador
dejaron pasar generosamente más de
una vez a una víctima ignorante de que podía
haberlo sido.
Desdichada servidumbre la del hombre que
ha leído demasiados libros y confunde la ética
con la estética. No me parecía moral acosar a
Irene, ni siquiera espiar sus paseos con el hijo
colgante. Así que me dediqué a una traductora
suiza empleada en una revista de productos
farmacéuticos y reinicié el expediente de una
sexualidad exclusivamente aplicada a la relación
entre el hambre y la posibilidad de comer.
Recuperé mi tendencia a las partidas sexuales
simultáneas: la traductora suiza el lunes o miércoles,
una ex compañera de curso los jueves y
algunos fines de semana, una ex campeona de
patinaje artístico, a la que conocí en una manifestación
pro amnistía, y que tenía disponibles
todos los sábados por la mañana a partir
de las siete treinta. Recordaba a Irene no sólo
como una aventura amorosa, sino como una
propuesta de comportamiento, es decir, como
una mujer que me había obligado a asumir un
determinado rol de comediante, hasta el punto
de convertirlo en mi más deseada personalidad.
Descubrí que hubiera querido incluso convivir
con ella, con el niño, reincidir en la mecánica
de los gastos cotidianos compartidos, recuperar
las raíces en horas fijas, como se recupera la
cama, los zapatos, el coche, el paraguas.
No volví a verla hasta tres años después. Algo
más descuidado su cabello, no muy al día su
vestuario, el cuerpo más espléndido asomado
a una treintena triunfal y mejorando el conjunto
por insinuadas arrugas de frutal sazón:
las ojeras le cansaban aquellos ojos grises y
dos suaves líneas enmarcaban la boca llaga.
Su forma de estar y andar, avalada por la esplendidez
de sus caderas y sus piernas, la hacían
destacar en un grupo de mujeres que discutían
en la puerta de una entidad cultural,
recientemente abocada a un fatal proceso de
democratización por imperativos de su junta
directiva copada por empecinados izquierdistas.
Irene hablaba con suficiencia, las demás
escuchaban. El niño tenía ya casi diez años y
ora escuchaba a su madre, ora se despegaba del
grupo para tratar de arrancar el cartel anunciador
de la conferencia de Tierno Galván sobre
"Humanismo y Socialismo". Cuando los
bedeles abrieron las puertas, Irene inició la
marcha sin dejar de hablar e instintivamente
tendió la mano para asir la de su hijo. Allí estaba.
El niño se adhirió a su madre y la siguió
como yo le había visto seguirla años atrás sobre
las aceras de mi barrio. Con la cabecita
movida en todas direcciones, como tratando
de recordar para siempre todo lo que veía.
Me senté unas filas detrás de ella y elegí contemplarla.
A través de sus reacciones viví la
conferencia de Tierno Galván. Irene no estaba
de acuerdo con el viejo profesor. Cabeceaba
negando, se revolvía indignada, lanzaba codazos
irónicos a su compañera de asiento, mientras
en el otro lado el niño se había dejado caer
de la butaca para ensayar sobre el frío suelo
la imposible ficción de ser buzo. A la hora de
las preguntas, Irene levantó su cuerpo hecho
a la medida de habitación caldeada, como isla
de invierno, y preguntó al conferenciante si
asumía la tradición del socialismo reformista
de Prieto o del socialismo revolucionario de
Largo Caballero.
—Señorita...
—Ni señorita, ni señora. Irene a secas.
—Irene. Con la fama de tradicionalista que
tengo no me haga asumir más tradiciones.
Por los gestos de la despechada Irene comprendí
que estaba diciendo algo parecido a: "Es
poco serio. Si hasta ahora ha hablado en serio,
¿por qué esta broma?" Procuré salir cerca de
ella y la cogí por el hombro en la escalera. Al
reconocerme puso brillo de cariño en sus pupilas
grises y por un momento me pareció que su
boca se acercaba como por impulso que contuvo
a tiempo. Mal cogidos mutuamente fuimos
empujados por los desocupantes, el niño nos
seguía a remolque de los faldones del chaquetón
de su madre. Irene me propuso ir a cenar.
—¿Y tu marido?
—Estamos separados. Hace tiempo.
Fue breve, eficaz resumen de tres o cuatro años
de su vida. Vivía de su trabajo, estaba acabando
la carrera de Historia, el marido le pasaba una
generosa pensión por la manutención del niño.
Ya no vivía en el barrio.
—Tengo un piso viejo y grande en el ensanche.
Lo he decorado en plan salvaje. Me cuesta cuatro
cuartos y es comodísimo. Estoy a un paso de todas
partes. ¿Sigues viviendo en el barrio? A veces
he vuelto, pero de paso. ¿Publicaste la edición
crítica de Flores de Lemus? ¿Todavía no? Eres
increíble. Se te va a adelantar Fuentes Quintana.
En Moneda y Crédito he leído que prepara un
estudio becado por la Fundación Juan March.
Pregunté al niño qué hacía. Me devolvió la misma
sonrisa agradecida que años atrás. Se encogió
de hombros como si no le importara ni a
él ni a mí lo que hacía. Irene le instó a que me
contestara con palabras y no con gestos. Dije
que era igual. Debió brotar en un momento
determinado un brillo de reclamo en mis ojos,
porque Irene confesó de pronto:
—No vivo sola con el niño. Tengo un compañero.
—¿De juegos?
—Burro. Qué burro llegas a ser. Tengo un
amante, cono. ¿Te gusta más así?
Hemos de vernos o llámame. Una de las dos
cosas, dijo cuando me despidió con un beso en
la mejilla y me dejó en una mano, con inhibida
desenvoltura, una publicación clandestina
del Partido del Trabajo. Con la otra traté de
acariciar la cabeza del niño, pero casi no pude.
Se iba al trote al lado de una mujer a la que
enseñé a escapar.

Biografías (Cuentos de Amor con Humor)

Manuel L. Abuso
(Zaragoza, España, 1949), fue crítico de cine y teatro
antes de dedicarse a la creación literaria. Es colaborador de las
principales revistas españolas. Entre sus obras se encuentran la
novela
Niño, ¿quieres un caramelito? y varios libros infantiles por los que ha
recibido premios de literatura infantil.

Camilo José Cela


(Iria Flavia, La Coruña, España, 1916 - Madrid, 2002),
escritor y miembro de número de la Real Academia Española. Premio
Nobel de Literatura en 1989. Autor de numerosas novelas y
libros de viajes, entre las que se encuentran La familia de Pascual
Duarte, Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona, entre
otros títulos.

Silvina Ocampo
(Buenos Aires, Argentina, 1903 - 1994), poeta y
narradora, sus cuentos se caracterizan por un fino humor; la mayoría
pertenece al género fantástico. Entre sus obras se encuentran Viaje
olvidado,
Autobiografía de Irene, La furia, Las invitadas y Las reglas del
secreto.

José Miguel Oviedo (Lima, Perú, 1934), profesor universitario, ejerce


en universidades de Estados Unidos. Especialista en literatura
latinoamericana.
Colaborador de diversos diarios en Lima, Madrid y México.
En su obra narrativa se refleja su mundo interior a modo de
pensamientos
y esbozos literarios. Ha escrito Soledad y compañía, La vida
maravillosa y Cuaderno imaginario, entre otros títulos.

Horacio Quiroga
(Salto, Uruguay, 1879 - Buenos Aires, Argentina,
1937), narrador y cuentista. En 1901 se trasladó a Argentina donde
transcurrió el resto de su vida. Vivió largo tiempo en el territorio de
Misiones, cuya exuberante naturaleza inspiró parte de su obra. Sus
libros mas difundidos son Cuentos de la selva y Cuentos de amor, de
locura y de muerte.

Manuel Vázquez Montalbán


(Barcelona, España, 1939 - Bangkok, 2003)
se definió a sí mismo como "periodista, novelista, poeta, ensayista,
antólogo,
prologuista, humorista, crítico, gastrónomo, culé y prolífico
en general". Su personaje mas famoso es el detective Pepe Carvalho.
Entre sus muchas obras se encuentran Los mares del sur, Galtndez y
Marcos: el señor de los espejos.

Manuel Vicent
(Vilavella, Castellón, España, 1963), licenciado en
Derecho, estudió Filosofía y Letras y Periodismo. Recibió el Premio
Nadal por su novela La Balada de Caín y el Premio Alfaguara de
Novela por Son de mar. Su prosa se caracteriza por su mordacidad
e ironía. Entre sus obras se encuentran Crónicas urbanas, Otros días,
otros juegos y Espectros.

Josep Vicent Marqués


(Valencia, España, 1943), profesor de Sociología
en la Universidad de Valencia; colaborador habitual en la prensa
diaria, es autor de ensayos sobre temas sociales relacionados con el
mundo de las relaciones personales, por los que ha sido premiado.
Es fundador de grupos ecologistas. Entre sus obras se encuentra
Sexualidad y sexismo.

Bibliografía
Libro:
Cancionero Popular Mexicano
Autores:
Mario Kuri-Aldama
Vicente Mendoza Martínez

Libro:
Cuentos de Amor con Humor
Autor:
Nieves Zuasti

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