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Albert Camus fue quien mejor expresó la fascinación universal por la Guerra
Civil española cuando escribió que "fue en España donde los hombres
aprendieron que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza
puede vencer al espíritu, que hay épocas en que el coraje no se ve
recompensado. Es por esta razón, sin duda, por lo que tantos hombres a
lo largo y ancho del mundo conciben el drama español como una tragedia
personal". 72 años después de su fundación, el destino de la Segunda
República sigue generando un debate apasionado y con frecuencia
áspero. En muchos aspectos —escala geográfica, número de víctimas,
consecuencias demográficas y horrores tecnológicos—, la Guerra Civil
española ha quedado minimizada por contiendas posteriores. Sin
embargo, a día de hoy se han publicado más de quince mil libros sobre el
conflicto.
Tan exitoso fue el bloqueo de la reforma que, hacia 1933, los socialistas,
desilusionados, cometieron el segundo gran error al decidir el abandono
de la coalición gubernamental. En un sistema que favorecía intensamente
a las coaliciones, esto provocó la entrega del poder a la derecha en las
elecciones de noviembre de 1933. Los patrones y terratenientes
recortaron salarios, aumentaron los despidos, expulsaron a los
arrendatarios y elevaron las rentas. El Partido Radical en el gobierno
dependía de los votos del poderoso partido católico, la CEDA, cuyo líder,
José María Gil Robles, estaba resuelto a establecer un Estado autoritario
y corporativo. Se desmanteló la legislación social y, uno tras otro, los
principales sindicatos se debilitaron debido a las huelgas provocadas y
aplastadas por el gobierno; en especial, el paro nacional de los
trabajadores agrícolas que tuvo lugar en el verano de 1934. La tensión iba
en aumento. La izquierda veía el rostro del fascismo en cada acción de la
derecha; la derecha olía la amenaza de la revolución en cada movimiento
de la izquierda.
El factor central en la primavera de 1936 fue la fatal debilidad del gobierno del
Frente Popular. Prieto estaba convencido de que la situación exigía la
colaboración de los socialistas en el gobierno, pero Largo Caballero
insistió —y éste fue el mayor error de la élite política republicana— en que
los republicanos liberales debían gobernar en soledad hasta que llegara el
momento de crear un gobierno enteramente socialista. Estaba seguro de
que si las reformas provocaban un levantamiento fascista y/o militar, éste
sería derrotado por la acción revolucionaria de las masas, y empleó su
poder, así, para impedir que Prieto formara parte del gobierno. Que el
gobierno republicano no podía satisfacer el hambre popular de reforma
quedó demostrado por una ola de incautaciones de propiedades en el sur.
Alarmada por la confianza de la izquierda, la derecha se preparó para la
guerra. La conspiración militar quedó en manos del general Emilio Mola.
Los republicanos liberales del Frente Popular se mostraban débiles y
pasivos mientras las cuadrillas del terror del partido fascista, Falange
Española, orquestaban una estrategia de tensión: su terrorismo provocó
represalias de los izquierdistas y creó el desorden que justificaría la
imposición de un régimen autoritario. El asesinato del líder monárquico,
José Calvo Sotelo, el 13 de julio, proporcionó la señal definitiva a los
conspiradores.
Tal vez el mayor error de Rojo fue adoptar una estrategia de ataque y no de
defensa. Ciertamente, después de la batalla del Ebro, los republicanos se
enfrentaron a una derrota segura. Barcelona cayó el 26 de enero de 1939.
En Madrid, el 4 de marzo, el comandante del ejército republicano en la
zona central, coronel Segismundo Casado, se rebeló contra el gobierno
republicano con la esperanza de detener una masacre cada vez más
absurda. Sus errados deseos de una paz negociada fueron rechazados
por Franco y, después de una lucha interna en la zona republicana, las
tropas todo a lo largo del frente de batalla comenzaron a rendirse. Los
nacionales entraron en Madrid el 27 de marzo y cuatrocientos mil
republicanos emprendieron a duras penas el exilio. La victoria de los
nacionales se institucionalizó en la dictadura de Franco. Más de un millón
de convictos padecieron cárcel o fueron confinados en campos de trabajo.
Además de las cuatrocientas mil personas que murieron en la guerra, se
ordenaron cien mil ejecuciones entre 1939 y 1943.
Con los republicanos sometidos por el terror político del régimen franquista, la
responsabilidad de la oposición activa cayó sobre los exilados. Era
natural, por lo demás, que los republicanos derrotados volvieran la mirada
hacia los líderes políticos de la década de los treinta, y que su primer
objetivo fuera el restablecimiento de la República. De hecho, la gran masa
de los exilados no podía hacer gran cosa. Los que residían en
Latinoamérica habían sido neutralizados por la distancia. Otros que
permanecieron más cerca pudieron verse forzados a ingresar en la Legión
Extranjera francesa, las brigadas de trabajo alemanas o en campos de
concentración. La necesidad de aprender nuevos idiomas y encontrar
trabajo en un medio hostil hizo que la mayoría de los exilados tuvieran
poco tiempo para dedicarlo a España. Otros engrosaron las filas de la
resistencia francesa. Con todo, el factor más importante que contribuyó al
fracaso de la oposición exilada fue la persistencia de las divisiones
ideológicas de la Guerra Civil. La historia del exilio es un relato de
fragmentaciones incesantes y coaliciones efímeras. Las divisiones
existentes en la izquierda republicana se hicieron más hondas debido a la
dispersión geográfica que siguió a 1939, y a las amargas recriminaciones
sobre las razones de la derrota. La discordia más seria se daría entre los
comunistas y los demás grupos, y en menor medida entre los pro y
anticomunistas de cada grupo.