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EL HOMBRE QUE ESCUPIÓ EL VOLCÁN

CAPÍTULO CUATRO
Capítulo Cuatro

25 de junio. Hospital Medistra.

Había dormido 14 horas seguidas, y fue tan benéfico aquel sueño, que Abdel Hamíd
Mahomar Al Kafati se despertó con una euforia incontenible. No le costó nada levantarse y
dirigirse al baño. Orinó con la luz apagada, pero algo le llamó la atención y, al descargar su
fluido natural, encendió la luz del reservado. Cuando se miró en el espejo, lanzó un grito corto,
lleno de sorpresa.

Su rostro ya no presentaba señal alguna de haber sufrido quemaduras jamás.

Al revisar el resto de su cuerpo, vio que estaba ligeramente mejor, pero no tan ‘repuesto’
como su faz, que contempló largo rato. No recordaba cómo era su rostro. En su época, los
espejos no eran tan fieles como los actuales, muchas veces recurrían incluso a sus armaduras
para acicalarse, aunque él tenía quién velara por su apariencia. Como buen árabe, en su vida
anterior había tenido una barba desde que fue ‘oficialmente’ declarado adulto, aunque había
llegado a este mundo sin ella. Mas ahora reparó en que no tenía la piel como la de un adulto,
sino como la de un bebé. Y presentaba ciertos vasos capilares indicando dónde, en un futuro,
tendría barba, mas no por el momento. Sus ojos verdes brillaban como si fueran reflejos de la
selva al amanecer.

De repente, una voz conocida se escuchó desde la puerta.

Era Muchtar, que también parecía asombrado por la mejoría:

—¡Bapak (señor) Hamíd! —Exclamó—. ¡Seberapa baik anda melihat! (¡qué bien te ves!)

—¡Terima kasih! (¡gracias!)

—Los doctores se van a asombrar. Bueno, ya lo están, debido a tu largo sueño; de hecho,
creo que fue la última enfermera la que comentó algo sobre tu cara, pero como no había mucha
luz sobre ti, no pudieron verte como yo ahora.

El chico palpó el rostro del hombre con ambas manos, como si fuera un control de
videojuegos, presionando aquí y allá. Luego, se escuchó un ‘toc, toc’, en la puerta del cuarto, y
penetró la misma enfermera a que hacía alusión Muchtar.

En efecto, quedó sorprendida y maravillada a la vez. De inmediato, salió corriendo y fue a


dar aviso del cambio en el rostro del paciente. En cuestión de minutos, aquello estaba lleno de
curiosos y de personal médico. No faltó el que diera aviso a la Prensa, la cual hizo acto de
presencia tan solo media hora después.

Le hicieron toda una serie de pruebas. No faltó alguna que otra mujer a la que se le escapó
decir a media voz: “¡Qué guapo está!” o “¡Tampan!”, que es lo mismo. Abdel miró hacia el
fotógrafo de Prensa, pidió a Muchtar que le dijera que quería verlo aparte, que deseaba pedirle
un favor… “a cambio, le ofrezco una exclusiva”. (¡Vaya! Parece que nuestro hombre aprendía
rápido).

Minutos después, el camarógrafo penetró en el cuarto.

—¡Halo! (¡‘Hola’!, por si había dudas).

—Selamat datang (bienvenido) —Abdel lo recibió con una amplia sonrisa, y se dio cuenta
que era la primera vez que sonreía de aquella manera, que inclusive le dolían las comisuras de
los labios, y hasta los hoyuelos que tenía en los carrillos. Lo hizo sentarse frente a él y solicitó
del periodista, en cuanto éste se presentó como empleado del «Indonesia-media.com»—: Deseo
conocer al candidato a Presidente del Golongan Karja.

—¿A Bertemu Tama? —Preguntó el hombre, con una expresión a la vez de extrañeza y
temor? —¿Mengapa? (¿Por qué?)

—Porque tengo algo muy importante que decirle A SOLAS.

—Hombre, comprenderás que no va a ser tarea fácil, más ahora que estamos a la vuelta de la
esquina de las elecciones.

—Dile que es un asunto que allanará su futuro. Si le dices esto, y que yo quiero conocerlo
personalmente, él sabrá sacar ventaja política de ello.

—En lo personal, no confío mucho que sea el hombre que necesitamos —expresó el
informador gráfico.

Abdel se mostró reacio a comentar semejante observación, sea a favor o en contra. Algo le
decía que siempre debía ser prudente en sus apreciaciones, sobre todo cuando estaba en juego
algo tan importante como el futuro político de toda una nación. Sin más, accedió a que el
hombre le sacase tres o cuatro fotos, no sin antes advertirle que necesitaba que fuera discreto.

—Si se lo dices a alguien que no sea la propia gente de Tama, que se te seque la lengua.

El reportero lo miró sonriente, pensando que se trataba de una simple advertencia. Pero
Hamíd fue contundente:
—Si no eres discreto, te aseguro que esa lengua que tienes se te secará, y no podrás hablar
hasta que rectifiques y pagues el daño que cometas.

—Señor Mahomar —concluyó el visitante, antes de partir del cuarto—. No creo que sea
necesario enseñar los dientes conmigo. Si confía en mí, no tiene de qué preocuparse.

—Me disculpo, señor —dijo Hamíd—. Prefiero que sepa a qué atenerse ‘antes de’…

Cuando desapareció por la puerta, Muchtar se le quedó mirando.

—Eres un cavernícola —expresó y se retiró también.

—¿Qué?; ¿qué hice?

Pero Muchtar no dijo una palabra más. Comprendió que había sido un bocón. Un ‘pembual’
en su lengua.

Entonces Abdel, en la soledad de su habitación, escuchó esta vez una voz que le inundó de
paz, fortaleza y a la vez le dejó anonadado.

“Sueños que permanecen en el etéreo subconsciente de la memoria.


Luces que se asoman por los resquicios de la mente como alimañas.
Reinos ya olvidados de efímeros poderes.
Nada es eterno.
Sólo Dios”.

—¿Quién eres? —Preguntó, sabedor que aquella cacofonía no era suya.

“Volverás a vivir si logras escapar de la prisión de tu alma”.

—¿Mi alma?

“Sí, alma.
“Eternos lazos de cósmicas virtudes y efímeros defectos.
Lo que eres, lo que fuiste y lo que serás”.

—¿Quién soy yo?

“Eres reflejo”.
“Eres lo que hiciste, lo que pensaste,
lo que aprendiste, lo que estudiaste,
lo que soñaste, lo que emprendiste,
lo que amaste y lo que odiaste”.
—¿Reflejo?; ¿de qué?

“De la eternidad”.

—¿Qué es la eternidad?

“Es lo que siempre permanece y no cambia,


pero a la vez es lo que sostiene el ser y el existir.
No puede haber tiempo en la eternidad,
pero es el Eterno quien le da su consistencia…
…Y su esencia”.

—¿El Eterno es lo que llamamos Dios?

“Dios es Padre.
Es Amor, Justicia, Paz, Providencia y Paciencia perfectos”.

—¿Y quién soy yo? ¿Un enviado?

“Ven, te llevaré y verás”.

—¿Me llevarás al Infierno de vuelta?

Hamíd sabía que una fuerza externa y corpórea le sostuvo durante su reciente viaje al
‘Neraka’ (Hades o Infierno en otros idiomas), a decir de los bahasai.

“No temas”.

—No temeré. Estoy listo, ¡pero no me sueltes!


Capítulo Cuatro, parte 2

El sueño del árbol.

Abdel Hamíd fue succionado entonces y extraído de la tierra de los


vivos. A una velocidad vertiginosa, vio sucederse un sinfín de colores en
perspectiva, pero no eran como los colores que había visto en la tierra,
sino que eran vivos; no lejanos, sino que él formaba parte de ellos, y
cada tonalidad le envolvía como una silente capa de rocío. Pero era
tanta la rapidez con que se sucedían aquellos cromáticos sentires, que
le resultaba casi imposible asimilarlos.
Al fin, cuando quedó envuelto por una tenue capa de esperanza, se
vio a sí mismo frente a un árbol. Él estaba sobre un extraño lago de
oscuros colores, como aceites verdosos aceitunos, reflejantes solamente
de la luz que aquel árbol emanaba.
Estaba erigido sobre un islote de perfiles triangulares, rocoso testigo
de soledades y viajeros. De flores violáceas, cual diminutos focos de luz
tenue, que le daban al conjunto un aspecto mágico y misterioso.
Abdel Hamíd deseó poder decir algo, como para preguntar dónde
estaba, o tal vez para expresar la admirable belleza de aquel solitario
ejemplar.
Parecía un cerezo en flor.
Hamíd no sabía a ciencia cierta cómo se desplazaba por las aguas (se
sentía a sí mismo mover las piernas, como si recorriera una banda sobre
la superficie del lago), pero esto no le preocupaba, sino llegar a su
destino: la isla del árbol.
Había una playa, de suaves arenas, mediría tal vez unos 20 metros de
ancho, por 4 de profundidad, y de ella surgía un camino que hacia lo
alto del montículo encaminaba. Pero era un camino agreste, dañado por
el desuso, con hierbas silvestres surgidas del árido suelo, aunque a los
lados de la vía, unas pequeñas lomas de zacate peinado a veces,
irregular en otras, le conferían un aspecto delicioso. El camino, visto
desde el agua, se perdía por detrás de la roca mayor, la que sostenía el
árbol como parecido al cerezo en flor. El islote tendría unos siete metros
de altura, y el árbol, unos tres.
Cuando los pies de Hamíd pisaron (o aterrizaron) en el grano de
arena, quedó ahí, parado, como si estuviera echando raíces, con los pies
hundidos en el suelo.
Algo muy dentro de él le decía que aquello era un sueño, y que ya lo
había vivido hacía muchos, muchos años. En ese momento, no
recordaba de dónde procedía.
“Eternidad y belleza”,
…escuchó decir.
Acto seguido, se encontró en la cima, al pie del árbol. También supo
que parecía (sin ser) un ‘cercis’, o ‘arbol de amor’, o ‘de Judas’, que en
griego significa ‘navecilla’. Pero al mismo tiempo las flores cambiaron de
forma, y cuando estuvo debajo de ellas, sintió otros nombres, que le
trajeron más confusión: ‘Acacia de la seda’, ‘albizia’, ‘parasol’, y otros
nombres que no quiso retener. Luego, las flores se movieron, como si
una mano invisible las meciera, y apuntaron hacia él. Y comenzaron a
cantar, y sus voces eran como campanitas de cristal que, en melodías
diversas, conformaban un solo tejido de sonidos que al hombre le
hicieron perder el sentido, poco a poco. Pero fue cuando unas pocas de
aquellas florecillas de hojas rosáceas le lanzaron unos como rayos de
luz, y luego una especie de líquido (o gas, pues era muy volátil), que, sin
llegar al rostro de Abdel, le hicieron caer al fin sobre una colchoneta de
césped, al pie del árbol de muchos nombres y flores como el cerezo, el
cercis o tal vez una albizia de suaves, cadenciosos y hermosos foliolos,
donde sus sentidos quedaron suspendidos.

“Sueña…”
La voz provenía del ejemplar arbóreo.
—¿Cómo? —Objetó—. ¿Qué no estoy soñando ya?
Aquel sonido mezclado con viento, y hojas, y arrullos de paz, que
Abdel había interpretado como el origen de la voz que le dijera que
soñase, volvió a emitir unas palabras:

“No, no es un sueño cualquiera lo que ves.


No es tampoco un relato onírico lo que verás.
Es que, oh mortal, no hay forma de que sepas lo que fuiste,
si no te abandonas bajo mi follaje”.

—No te entiendo, buen árbol. Si ya estoy en un sueño, ¿por qué razón debo soñar? ¿Acaso
yo…?

El corazón de Abdel se arrugó en su pecho. El árbol no pronunció palabras alguna por unos
instantes que, sin duda, duraron demasiado como para poder apagar el fuego de la inquietud en
su corazón. Al fin, nuestro hombre completó la pregunta de la que no quería escuchar la
respuesta:

—¿Acaso ya estoy muerto?

La voz retumbó en el entorno de Abdel, cual tambor de lentos compases:

“Solamente soñando podrás repasar tu existencia”.


—¿Lo estoy…? —La voz de Abdel Hamíd se le quebró en la garganta. El árbol fue directo a
la respuesta:

“Sí. Lo estás.
¿Quieres ver cómo viviste?”

—No lo entiendo —Abdel Hamíd Mahomar era ahora un mar de lágrimas—. ¿Dónde estoy?
¿Quién eres tú, buen hombre, o buen árbol…; quienquiera que seas?

“Estás en un mundo pequeño, intermedio entre tu nueva vida y la anterior.


Viniendo aquí, y soñando,
será la única forma en que podrás saber
cómo viviste antes de tu primera muerte”.

—Todo lo tengo olvidado. Creo que me interesa más saber cómo morí que cómo viví.

“Saber cómo viviste, te dirá en mucho cómo moriste”.

—¡Pero bueno, la única vida que recuerdo es la que tengo en el Hospital! ¿Cómo sé si
realmente viví otra, y todo no esto no vaya a ser una especie de engaño de la mente, o algo así?

“¿Ya no recuerdas lo del Infierno?”

Aquella pregunta le dejó helado. O caliente. Un calosfrío recorrió su espalda. En silencio


asintió. Aquella “regresión” había sido demasiado real como para dejarla en el olvido.

—Entonces, viví otra vida, hace mucho tiempo, y luego fui al Infierno. ¿Es así?

“Estuviste en el Infierno, sí, pero eso no quiere decir


que pertenecieras a él.

De allí nadie regresa jamás,


excepto los que son llevados para contar lo que ahí hay
Ven, reposa en mi regazo, al abrigo de mis ramas.
Viniste aquí flotando sobre el agua,
Necesitas saber quién eres,
para actuar en consecuencia.
Ven, ponte en oración… y sueña”.

Al cabo de unos instantes, los sentidos corporales de Abdel Hamíd Mahomar se


suspendieron; ya estaba acostado al pie del árbol de hermosísimas flores, cuando del césped
que actuaba como una cama, surgieron pequeñas ramitas que fueron cubriéndolo como si fuera
una sábana que desease protegerlo de la inclemencia de la noche.

Entonces, nuestro hombre comenzó a soñar lo siguiente…

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