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DESPERTAR

El brusco chasquido del freno de mano me sacó de mis meditaciones antes de que el
taxista detuviese el contador y me indicase el importe de la carrera observándome a
través del retrovisor con la gorra calada hasta las cejas.

La clínica de reposo tenía exactamente el aspecto que había imaginado. Un caserón de


un blanco inmaculado a orillas de un tranquilo lago y rodeado de enormes jardines.

De acuerdo con mi terapeuta, aquel lugar lograría sacarme de aquella vigilia perpetua en
que se habían convertido mis noches desde que Alicia no estaba a mi lado.

Su recuerdo ardía con saña en mi memoria cada vez que mis pensamientos volvían a
llevarme a la fatídica noche en que regresé a casa tras una reunión con mi editor, para
encontrar la silueta de su cuerpo todavía caliente sobre el colchón y el vacío de una
ausencia que meses después, seguía acompañándome.

Desde el primer instante en que mis ojos rozaron su rostro aquella tarde en el café de la
calle Madison supe que sería mi musa. Mis diferencias con el editor jefe del periódico
donde trabajaba como redactor, me habían costado mi empleo y, aunque en un principio
me había tomado aquel despido como una oportunidad para perseguir mi sueño y
terminar aquella novela en la que había depositado todas mis esperanzas de escritor
novel, los meses se sucedían sin que el manuscrito avanzase en ninguna dirección.

La historia que había estado tan clara en mi mente ya no lo era tanto y el borrador
parecía haberse estancado en un bucle interminable de revisiones y reediciones. Estaba
bloqueado y mis ahorros disminuían a un ritmo alarmante. Parecía evidente que no
había más opción que darme por vencido cuando el aroma de su perfume se mezcló con
el del café que vertía en mi taza. Alcé la vista y vi la chapa con su nombre en la solapa
de su delantal. Alicia. Un nombre perfecto para una criatura maravillosa como ella.

El resplandor de su rostro iluminó mi mundo disipando las tinieblas que ensombrecían


mi inspiración. Retomé mi novela y un par de meses después, se la hice llegar al editor
con el firme convencimiento de que sería aceptada.

En pocas semanas salió al mercado y pronto mi cara ocupaba las portadas de las revistas
literarias de medio país. Todo había sucedido de un modo increíblemente precipitado y,
sin embargo, el éxito no me había tomado por sorpresa. Sentía que cualquier cosa era
posible siempre que ella estuviese a mi lado y así era.
El mero hecho de evocarla en mi mente aunque sólo fuese durante un segundo,
inspiraba en mí historias que de inmediato se convertían en exitosas novelas que
ocupaban los primeros puestos en las listas de ventas.
La vida fluía en total armonía hasta que ella se fue llevándose mi alma consigo.
Luego llegaron el insomnio y el hastío. Absolutamente incapaz de escribir una sola
línea, ocupaba mis días apoltronado en el sofá frente a un televisor apagado, tratando de
encontrar sentido a mi desgracia. Sabía bien que la vida puede cambiar en un segundo
pero estaba convencido de que Alicia no había podido irse por su propia voluntad. Ella
no haría algo así, no sin si quiera despedirse.
Por desgracia la policía no compartía mi teoría y las pesquisas cesaron a las pocas
semanas de su desaparición. Mi casa no era ya la misma, impregnada por el penetrante
olor de la soledad.
Yo ni siquiera tenía ya fuerzas para regodearme en mi desgracia e incapaz de aceptar o
negar una realidad que no me era posible asimilar, decidí ceder a las recomendaciones
del doctor y aceptar la cura de sueño que tantas veces me había recomendado en los
últimos meses.

Dormir. Caer en la inconsciencia, alcanzar la supresión total de mis sentidos era la única
forma que se me ocurría de escapar, aunque sólo fuese un momento , del intenso dolor
que me provocaba su ausencia.

Durante mi primera noche en el centro, me tumbé boca arriba sobre la cama


observando el entramado de vigas de madera que soportaban el techo de mi cuarto
mientras trataba en vano de convencerme de que aquello daría resultado y mi vida se
reconduciría.

No sabría decir cuánto tiempo había transcurrido cuando el gorjeo de los pájaros en el
jardín se coló por la ventana de mi cuarto y me incorporé confuso. Rescaté de mi
memoria aquella sensación que durante tanto tiempo había deseado experimentar de
nuevo. No había lugar para la duda, acababa de despertar. Por primera vez en varios
meses desde la desaparición de Alicia, había conseguido dormir y, aunque éste debería
ser para mí un motivo de alegría, aquello me alejaba en cierto modo de su recuerdo.
Obviamente suponía un progreso hacia mi recuperación, pero ésta exigiría
necesariamente cerrar mi capítulo con ella, sepultar aquel recuerdo de nuestra historia
que, aunque dolorosa, sentía cómo lo único capaz de mantenerme con vida.

Mientras esperaba mi turno en la cola del bufete para el desayuno, intentaba


convencerme de que aquello era sin duda lo correcto y aceptar aquella cura de reposo
era mi única opción para restablecerme y retomar las riendas de mi vida. Era absurdo
pensar que con ello traicionaba la memoria de Alicia, donde quiera que ella estuviese,
sin embargo y por más que tratase de alejar de mí aquel sentimiento, no podía evitarlo.

- Buenos días, ¿qué le gustaría desayunar? - sonó la voz de la camarera.

Mi aliento se congeló cuando alcé la vista y observé aquel rostro que inundaba mi
mente en las largas noches de insomnio y mis labios no pudieron reprimirse al
pronunciar su nombre.

- Alicia - susurré con un hilo de voz.

Ella me miró confusa.

- ¿Disculpe? - balbuceó - me temo que se confunde, señor. Mi nombre es


Samantha - añadió señalando la tarjeta identificativa que colgaba de una cinta
alrededor de su cuello.
- Discúlpeme - acerté a decir - se parece usted mucho a alguien que conozco. Creo
que no tomaré nada hoy, gracias - concluí abandonando la fila apresuradamente.

Atravesé el comedor y salí al jardín con paso apurado. Necesitaba aire. Aire y espacio
para pensar sobre lo que acababa de suceder.

Era obvio que aquella noche había logrado dormir, eso podía admitirlo pero ¿a quién
quería engañar? ¿Acaso pensaba que mis heridas cicatrizarían como por arte de magia
en aquel lugar? Por supuesto que no, no lo harían ahora y tal vez no lo hiciesen jamás
porque ahora eran parte de ese nuevo yo en el que la partida de Alicia me había
transformado.

Sentado sobre la hierba en el jardín, una nueva historia comenzó a forjarse en mi mente.
Una gran mansión junto al lago, un humilde pescador y la sirvienta de la adinerada
familia dueña de la hacienda. Un primogénito vil y caprichoso y su hermano menor,
codicioso de la herencia que no recibiría jamás.

La idea no era original pero al menos había recobrado la compulsión creadora que se
había esfumado con mi musa.
En centro disponía de un amplio programa de actividades al aire libre destinados a
preparar el camino para que el sueño llegase de una forma natural y placentera.
Probablemente yo necesitaba más que nadie tomar parte en aquel circuito, sin embargo
tenía que plasmar sobre el papel aquel atisbo de creatividad y casi a hurtadillas, regresé
a mi cuarto.

Era un ambiente perfecto para escribir y todo estaba dispuesto, sin embargo mis ideas se
esfumaron tan rápidamente como habían llegado. No logré escribir una sola línea y
hundido por un fracaso que debería haber anticipado, me tumbé sobre la cama
recreándome en mi desdicha.

Los minutos dieron paso a las horas y en algún momento el sopor me invadió
arrastrándome a la inconsciencia. El cielo estaba ya teñido de púrpura cuando mis ojos
se abrieron de nuevo.
Debía haber dormido durante horas y estaba completamente despejado. Tras varios
meses de insomnio, poder descansar era para mí todo un logro, de modo que me
refresqué y bajé al comedor para la cena.

Estaba seguro de que me esperaba una larga noche en vela pero eso era algo a lo que
estaba acostumbrado. Al día siguiente seguiría el programa que el doctor me había
prescrito y, con un poco de suerte, mis ciclos de sueño se regularían.

De vuelta en mi cuarto, puñado de hojas manuscritas llamó mi atención.


Parecía mi propia caligrafía aunque estaba seguro de no haber escrito ni una sola de
aquellas líneas. La historia ni siquiera se parecía a la que había rondado mi cabeza
durante mi paseo por los jardines y tampoco me resultaba familiar.

El protagonista era Jim Maxwell, un hombre atormentado por sus propias obsesiones
que, en su intento por mantenerse a salvo de sus enemigos inventados, se veía arrastrado
a un espiral de demencia autodestrucción y.
Alguien tenía que haber entrado en mi cuarto durante la cena. Probablemente alguno de
los huéspedes me había reconocido y dejar sobre mi escritorio el borrador de una
historia inconclusa debía ser su particular modo de burlarse de mi carrera fracasada.

En un arranque de ira, bajé a la recepción y me encaré con el encargado.

- Disculpe - gruñí - alguien ha entrado en mi cuarto mientras yo no estaba.

- Eso no es posible, señor - respondió perplejo - el sistema de tarjetas es seguro al


100%.

- Por supuesto que no - repliqué enojado - y supongo que estas notas forman parte
de la decoración, ¿verdad?

El recepcionista me miró estupefacto sin articular palabra.

- He venido aquí a descansar y no podré hacerlo si he de estar esquivando a algún


perturbado incapaz de respetar la intimidad de los demás. Se supone que éste es
un centro serio. Si esto vuelve a suceder, me temo que tendrán que atenerse a las
consecuencias - concluí agitando en el aire el puñado de notas antes de darme
media vuelta y regresar a mi cuarto.

Cerré con un portazo antes de arrugar las notas en mi mano y arrojarlas a la papelera
con la mala puntería de costumbre. Aquello debería dárseme bien, era un gesto que
había estado practicando con frecuencia durante los últimos meses. Escribir borradores
de unas cuantas líneas que luego desecharía, se había convertido en mi rutina diaria
pero, al igual que la calidad de mis obras, mi puntería no había mejorado en absoluto.

Tal vez había llegado el momento de enterrar toda esperanza y asumir el irrevocable
hecho de que mi carrera estaba acabada. De nada servía mantener la esperanza en algo
que no sucedería jamás.

Me preparé un baño caliente y me sumergí bajo el agua.

- Es hora de que acabe con esto - pensé - tal vez todavía tenga alguna oportunidad
de recuperar mi antiguo empleo si hablo con el Sr. Huxley y le expongo mi
situación.

Huxley siempre me había considerado un buen redactor y únicamente mi empeño por


profundizar demasiado en mi propio enfoque de la noticia había provocado mi despido.

- Tu papel es el de una cámara, amigo - solía decirme - no escribes artículos de


opinión.

Desde mi actual perspectiva, podía ver que tenía razón pero, por aquel entonces, mis
sueños de convertirme en un novelista de éxito, nublaban mi juicio hasta el punto de
hacerme perder mi empleo.
Más sereno tras el baño, me agaché al pasar junto a la papelera para recoger la pelota de
papel arrugado pero ya no estaba allí.

Me volví y escruté el cuarto de punta a punta. No había nadie allí. La puerta estaba
cerrada tal y como yo la había dejado.

El asunto había ido demasiado lejos pero, quienquiera que estuviese gastándome aquella
pesada broma no iba a divertirse más a mi costa. Seguramente pensaba que bajaría de
nuevo para montar una escena y él esperaría mi aparición, oculto en algún lugar del
vestíbulo pero no iba a darle ese gusto.

No pude evitar esbozar una sonrisa al imaginar la decepción de aquel bufón cuando
comprobase que su plan no había dado resultado. Tal vez intentaría algo más osado pero
ahora estaba preparado. O eso creía hasta que vi el manuscrito sobre el escritorio.

Pasé la primera página y reconocí el borrador que minutos antes había arrojado a la
papelera, sólo que en esta ocasión, a juzgar por su extensión, parecía estar completo.

Eché una ojeada al reloj. Faltaba poco más de una hora para que apagasen las luces, una
medida que formaba parte de la política del centro. Era obvio que no tendría tiempo de
leerlo completo pero seguramente lo dejaría tras un par de páginas pésimamente
redactadas incluso en una noche como aquella en la que estaba seguro de que el sueño
no llegaría.

Me recosté sobre la cama y retomé la historia justo donde la había dejado.

Aquel tal Maxwell era un completo paranoico. Un sociópata que había construido un
mundo paralelo para recluirse en él y culpar de su desgracia a toda la humanidad. A lo
largo de la historia se perfilaban con claridad dos personalidades antagónicas que
emergían a ciertos intervalos; una de ellas destructiva y criminal y la otra temerosa y
encerrada en sí misma, incapaz de asumir como propios los crímenes y miserias de su
alter ego.

Estaba completamente enfrascado en la lectura cuando la luz se apagó con un chasquido


dejando el cuarto sumido en la penumbra. No había imaginado que la historia pudiese
mantener mi atención durante tanto rato. Tal vez había subestimado el talento de mi
anónimo acosador y, por patético que pudiese resultar, su habilidad con la pluma
excedía con creces la mía propia.

Verme superado por aquel narrador fantasma era otra vuelta de tuerca para constatar el
hecho de que mi carrera había llegado a su fin. Sin embargo, sentía la necesidad de
continuar leyendo y, puesto que las luces ya se habían apagado, no podría hacerlo allí.

Una imponente luna llena inundaba el cielo y su lechosa luz blanquecina bastaría para
permitirme, por primera vez en mucho tiempo, acabar lo que había comenzado.

Jim Maxwell pasaba los días vagabundeando por las calles con el único propósito de
arruinarle el día a cualquiera que tuviese la desgracia de cruzarse en su camino. Era un
hombre mezquino que disfrutaba atormentando a sus semejantes, e incluso a aquella
versión temerosa y pusilánime de sí mismo en la que se transformaba al llegar la noche.

Era débil y casi sin darme cuenta, comencé a identificarme con algunos de los rasgos de
la personalidad de aquel Maxwell nocturno, encerrado en sí mismo, fracasado y
silenciosamente enfadado con el mundo.

Al caer la noche, el Jim Maxwell destructivo se desvanecía, dando paso a aquella otra
personalidad frágil y derrotada en la que me veía reflejado.

Tal vez por eso no me sorprendió que en algún punto de la narración, el nombre de Jim
Maxwell desapareciese por completo de aquellas páginas para ser sustituido por el mío,
convirtíendome en el protagonista de aquel descabellado relato.

Debatiéndome entre la intriga y el espanto, mis ojos recorrían las líneas de aquel
imposible manuscrito, horrorizándome con cada nuevo acontecimiento.

Las primeras luces del alba despuntaban ya en el horizonte púrpura de la mañana


cuando alcancé el último capítulo.
La historia se retorcía en un vertiginoso torbellino que empujaba al incrédulo
protagonista a descubrir que el criminal al que tanto odiaba y temía, aquél que le había
arrancado a su familia y cuyo recuerdo le dejaba sin fuerzas para otra cosa que la
autocompasión, no era otro que él mismo.

Trataba de recomponer aquella rocambolesca historia de la que, sin saber cómo, me


había convertido en protagonista y el libro se deslizó entre mis manos al ver mi propia
firma estampada en la última página.

De lo que vino después, mis recuerdos no son del todo nítidos. Golpes en mi puerta, el
chasquido metálico de la cerradura y una horda de agentes de policía invadiendo mi
cuarto en una fracción de segundo.

El cargo del que se me acusaba era el homicidio de mi venerada Alicia.


Aquello no podía ser cierto, yo sabía la verdad. Ella había desaparecido durante mi
reunión con mi editor, él podría corroborarlo y yo conocía al culpable.

- Tienen que encontrar a Jim Maxwell, él es el responsable - vociferaba mientras


intentaba sin éxito resistirme a las esposas.

Sólo al despertar de nuevo horas más tarde en el calabozo de la prisión estatal,


comprendí la horrenda realidad.

El cadáver de Alicia había sido hallado en mi propia casa. Su delicado cuerpo flotando
en el formol, inexorable al tiempo, en una gran cuba de vidrio frente a mi cama.

El doctor me miró con compasión y negó con la cabeza antes de abandonar la celda.
Alicia. Era tu bello rostro el que atormentaba mi sueño y si tu muerte me dolía más allá
de las palabras, aún más doloroso era descubrir que era yo el responsable.

Nada quise decir en mi defensa durante los días posteriores a mi arresto. No pronuncié
una palabra cuando el abogado quiso conocer mi versión de los hechos ni durante los
exámenes psiquiátricos que se me practicaron para determinar si era realmente
consciente de mis actos.

Por desgracia para mí, ahora lo era y la culpa de haberle quitado la vida a lo único que
hacía que la mía mereciese ser vivida, era insoportable.

El juez sentenció mi ingreso en la institución mental del condado. No quedaba mucho


tiempo y mi recién recuperada lucidez me decía que allí no sería fácil hacerlo, de modo
que me quité el cinturón y, en pie sobre mi cama, lo enrosqué entorno a la viga central
del techo. Pasé el lazo alrededor de mi cuello y respiré por última vez mientras
observaba el ejemplar de la que sería mi última novela publicada. Probablemente
empujado por el morbo, mi editor me había hecho llegar una copia aquella misma
mañana.

Aquella inmensa luna de la carátula de mi horrenda obra sería la última imagen que mis
ojos verían jamás.

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