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MARZO DE 2002
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I. INTRODUCCION GENERAL
En filosofía para determinar su naturaleza se suele dar una doble definición: Nominal y
Real.
1.1. Sustantivo Teología, del gr. Theos = Dios, y logos = Tratado, Estudio o conocimiento
de Dios.
Técnica: conocimiento de Dios, en cuanto Dios, tal como nos lo da a conocer la divina
revelación, procedente de El y ordenada a El.
* Alejandro de Ales: "la doctrina sagrada se llama divina o teología porque procede de Dios,
trata de Dios y conduce a Dios".
Filología: latín: modo, o mejor moderatio = Moderación, templanza, justo medio, sugiere
algo relativo a las costumbre, que es menester moderar a atemperar según determinadas normas.
2. Definición Moral
San Alberto Magno: "el nombre no es otra cosa que una Implícita definición' y la definición
es la explicación detallada del nombre".
Teología Moral: "Es aquella parte de la teología que trata de los actos humanos en orden
al fin sobrenatural".
Para Santo Tomás, la vida de fe es: " El movimiento de la criatura racional hacia Dios".
Hoy la Teología "única" se expone, por motivos pedagógicos, en los siguientes tratados:
Dogmática, moral, ascética, mística, exégesis, Patrología, simbólica, liturgia, pastoral,
catequética, positiva, kerigmática, etc.
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Para Sto. Tomás, la teología presenta una sola división: Especulativa y práctica. (Dogma y
Moral). Señalando en todo caso que la teología es a la vez especulativa y práctica.
Algunos autores decían: que la moral tendría por finalidad determinar hasta qué punto
podemos acercarnos al pecado sin pecar. Una comprensión de este tipo se aleja de la moral
propiamente cristiana.
Los "actos humanos" son la materia especial que estudia y analiza la teología moral, no
es su mera esencia o constitutivo (psicológico), ni en orden a una moralidad puramente humana
o natural (ética o filosofía moral), sino en orden a su moralidad sobrenatural, relacionada con
el último fin, conocido por la divina revelación.
Dios en cuanto Dios, conocido por la divina revelación, es el objeto propio de toda la
teología: la dogmática le estudia en sí mismo, y como principio de todo cuanto existe, y la
Moral le considera principalmente como último fin, al que nos encaminamos por medio de
nuestros actos.
Hemos de tener en cuenta que la teología -toda-, parte siempre de principios revelados, que
constituyen su materia propia y tiene por objetivo, desentrañarlos con la razón iluminada por la
fe. Por su parte la dogmática se fija preferentemente en las verdades reveladas en cuanto
constituyen el objeto de nuestra fe. En cambio la Moral insiste en el movimiento de la persona
hacia Dios a través principalmente de la Caridad. En una palabra: La dogmática: es "el
desarrollo o explicación de la fe", y la Moral es "el desarrollo o explicación de la caridad". De
este modo el Acto Moral por excelencia es el amor a Dios y al prójimo por Dios.
3.1. Con la Teología Dogmática: - forma una ciencia única, en ella reconoce sus principios,
su fundamento vital, de los que extrae sus consecuencias prácticas.
3.2. Teología ascética y mística: todo con la parte. Puesto que la moral abarca todo el
conjunto de la vida cristiana:
3.5. Etica o Filosofía Moral: Coincide con el objeto material: que trata de los actos
humanos. Y se distingue por su objeto formal, su razón de ser ordenadamente al fin
sobrenatural; y a su fin que es Dios mismo.
4. IMPORTANCIA Y NECESIDAD
Su importancia: Se trata de encaminar los actos humanos a la conquista del último fin
sobrenatural, que es la razón misma del hombre sobre la tierra.
Necesidad
5. FUENTES
- Sagrada Escritura
- Magisterio de la Iglesia
- Tradición Cristiana
Tradición: Los Santos Padres; Los Teólogos; El sentir del pueblo cristiano; La celebración
Litúrgica
5.2. Fuentes subsidiarias comunes a toda la Teología: La razón natural: no sólo la razón
iluminada por la fe; La autoridad de los filósofos: Sócrates (399 A.C), Platón (346 a.C.)
Aristóteles (322 a.C.); lat. Cicerón 43 a.C. y Séneca 65 d.C. el Mayor moralista; La historia
(maestra de nuestra vida) no sólo en orden teórico sino práctico.
6. METODO
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método analítico-deductivo, empleado por los grandes teólogos escolásticos, tales como Sto.
Tomás, San Antonio, Cayetano, Billamrt, Suárez, Lugo y otros medievales y modernos.
6.2. El Casuístico trata de precisar ante todo la solución práctica a los múltiples problemas de
la vida diaria. Es un método sintético inductivo, tiene ciertas ventajas, sin embargo encierra
serios peligros. Al prescindir de los grandes principios positivos, minimizada elevación de la de
la moral cristiana. Convirtiendo la "ciencia de las virtudes a practicar en la ciencia de los
pecados a evitar". Peligro deformación de las conciencias.
7. DIVISION CLASICA
Añadía Sacramentos
No suele haber grandes diferencias entre los moralistas católicos. casi todos siguen más o
menos de cerca el esquema de Santo Tomás de Aquino. prima secundae de la Suma Teológica.
a 1 La persona y la sociedad
a 2 La participación en la vida social
a 3 La justicia social.
SINTESIS: La vida en el Espíritu Santo realiza la vocación del hombre. Está hecha de
Caridad divina y solidaridad humana. Es concedida gratuitamente al hombre como una
Salvación.
7.2. Teología Moral Especial: estudio pormenorizado de las virtudes y en contraste con ellas
el de los pecados opuestos.
Tendencias
A) Sto. Tomás. presentan esta materia a base de las virtudes teologales y cardinales y
derivaciones: virtudes, actos, vicios y pecados opuestos, los dones del Espíritu Santo, preceptos.
Con ello se consigue una visión exhaustiva y científica de todo el ámbito de la moral especial.
B) San Alfonso María de Ligorio, lo hacen a base de las virtudes teologales y de los preceptos
del decálogo y de la Iglesia. Su objetivo es práctico, menos científicos y sistemáticos, pero más
fácil y sencilla y, por tanto más pastoral.
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En la actualidad la moral especial por las exigencias que le impone el enorme desarrollo
científico y técnico. Se debe tener muy en cuenta el primer modo, recogiendo lo mejor también
de los aportes del segundo.
Desde el punto de vista pedagógicos la Moral especial queda estructurada del siguiente modo:
- EL SUJETO MORAL
- EL ACTUAR HUMANO
- LA DIGNIDAD DE LA VIDA HUMANA
- BIOETICA
- TEMAS BIOETICOS
2. T.M.E. SOCIAL
LOS MANDAMIENTOS
PRIMERA TABLA
El Primero y principal
SEGUNDA TABLA
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¿QUE EL BIEN MORAL?
(Consideraciones preliminares)
1. El bien
¿Qué queremos dar a entender cuando decimos que algo es moralmente bueno o malo?
Usamos las palabras para significar la realidad. Las diversas lenguas están de acuerdo en usar
diferentes palabras para representar una realidad específica y así podemos comunicarnos unos
con otros. Las palabras son símbolos que sustituyen a la realidad, por ejemplo, caballo, árbol,
luna, sol, etc. El término bien así mismo representa una realidad. Con todo, esta no se percibe
con tanta facilidad como un árbol o un caballo. Verdad, justicia, belleza, bondad, son términos
que expresan realidades que, sin duda alguna, significan algo para nosotros. Podemos tener
firmes convicciones acerca de estas realidades y sin embargo, vernos en dificultades para
describirlas con claridad. Los filósofos tratan de determinan claramente la realidad que se
esconde detrás de estas palabras. A través de la historia ellos nos han dado algunas definiciones
de estos términos. Algunos de ellos se oponen entre sí, pero en el caso de la bondad moral,
muchos están de acuerdo acerca de algunos elementos comunes que nos presentan como
esenciales. Haremos un breve examen de los puntos de vista más importantes sobre este asunto
con la esperanza de que la comparación de los diferentes sistemas de moral nos ayude a
encontrar uno que convenza.
2. El bien natural
¿Cuál es la realidad representada por el término bien moral? Antes de dar respuesta a esta
pregunta, nos será útil examinar el sentido más general del término bueno. Cuando el agricultor
afirma que la lluvia es buena, se está refiriendo a la bondad de la lluvia para el crecimiento de su
cosecha. Demasiada lluvia sería mala porque haría que las plantas se pudriesen. El esquiador
tiene por buena la abundante nevada porque le facilita su deporte. En cambio el conductor la
tendrá por mala porque le dificulta el cumplimiento de su trabajo. Un moderado ejercicio se
tiene por bueno porque ayuda a la salud. Ya demasiado, por otro lado, puede ser malo porque
llega a debilitarla. Podemos concluir que, en estos casos, bueno significa cualquier acción o
cualquier objeto que contribuye a la obtención de un fin deseable, el cual puede elegirse
personalmente, como en el caso del esquiador, o dado por la naturaleza, como la salud o el
crecimiento de las plantas. Esta consideración nos indica que la bondad se basa sobre una
relación especial y que está constituida por ella.
Se puede explorar, sin embargo, un poco más a fondo el sentido del término bueno. El
agricultor puede llamar buena su cosecha, y esto sin referencia a sus ganancias o a un posible
premio. Su cosecha es buena cuando alcanza la plenitud de su capacidad, cuando "llega a la
plena realización" de su naturaleza. Un automóvil se tiene por bueno cuando todas sus partes se
encuentran en orden y funcionan con propiedad, según fueron planeadas. La cosecha y el
vehículo se consideran ahora en sí mismos, atendiendo a su propia naturaleza o diseño para ver
si lo tienen o alcanzaron su plenitud. Podría decirse que su realidad actual es comparada con su
naturaleza ideal y juzgada de acuerdo con el grado en que se acerca a ella, o se la ha alcanzado
ya. Esta clase de bien se llama bien natural
3. El bien moral
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En ética nos ocupamos de la bondad del hombre, y no de la bondad de las plantas o de las
máquinas. El término bien moral se reserva para designar en especial el bien humano. Un
hombre bueno es una persona que es buena en su humanidad y no propiamente en alguna
habilidad, por ejemplo, en el deporte o en la cirugía. Un gran deportista no necesariamente es
una persona buena. Existe, así mismo, consenso general en afirmar que no nacemos buenos ni
malos sino que nos hacemos personas buenas o malas por nuestros actos buenos o malos. Un
acto específicamente humano difiere de las acciones de los animales por el hecho de que el acto
humano es hecho previa deliberación, vale decir, con libertad de elección y con el conocimiento
del objeto del acto. El resultado de un acto libre y consciente es la responsabilidad; el acto es
imputado al libre agente. El juez absuelve a una persona acusada si se prueba que no obró a
ciencia y conciencia en lo referente a la violación de la ley.
Queda por hacer una pregunta: si nos hacemos personas buenas porque hacemos actos
buenos, ¿cuál es la cualidad particular del acto humano que lo hace bueno o malo? Vimos antes
que los objetos o las acciones se consideran buenos, en general, si contribuyen al crecimiento del
ser, ayudándole a alcanzar la plenitud de su ser. No nacimos completos sino incompletos con un
buen número de potencialidades características. Podemos, entonces, tratar de alcanzar la
perfección ideal humana a medida que crecemos. Se sabe que algunas acciones aumentan
nuestro carácter humano. Hay otras, al contrario que, se sabe, nos impiden llegar a ser bien
equilibrados, personas perfectas. La cortesía y la veracidad, por ejemplo, nos ayudan a convivir
con los demás en la clase de cooperación social que es necesaria para nuestro crecimiento como
seres humanos. Por otra parte, falta de autocontrol, conducta antisocial, mentir, vivir del robo,
nos degradan en cuanto hombres.
El punto clave para dar con el juicio moral es encontrar el criterio con el cual podamos
determinar qué acciones contribuyen a la obtención de la plenitud de nuestro ser humano, qué
acciones nos hacen más humanos o, en otras palabras, qué clase de acciones son moralmente
buenas.
Las teorías éticas desarrolladas a través de los siglos, se distinguen unas de otras por el
criterio de moralidad que profesan explícita o implícitamente. A su vez estos criterios, en cierto
modo, se refieren siempre a una teoría sobre la naturaleza del hombre. Vamos a considerar ahora
los principales criterios propuestos por diferentes filósofos, y que son de importancia para
nuestra búsqueda de un modelo válido de moralidad.
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ALGUNOS CRITERIOS DE DISCERNIMIENTO ETICO
QUE SE HAN PROPUESTO EN LA HISTORIA
Mucha gente juzga la bondad o malicia de sus acciones por sus gustos o disgustos. Sus
emociones y sentimientos determinan lo que tienen por bueno o malo1. La moralidad, de acuerdo
con esta teoría, sería subjetiva ya que dependería de los variados sentimientos y emociones de la
persona que obra. Una afirmación moral no tiene base racional porque es tan sólo una expresión
de una reacción emocional. Charles L. Stevenson, nacido en 1908, sostiene, sin embargo, que el
contenido emocional de los juicios morales no es del todo irracional. Podemos encontrar ciertas
razones para nuestros gustos y disgustos y así nuestros juicios morales tendrían un fundamento
objetivo.
Una reacción sólo emocional, como base para hacer los juicios morales, no puede ser un
criterio satisfactorio de moralidad. Las actitudes emocionales no hacen bueno o malo un acto. Si
esto fuera verdad, el bandido, el violador y el ladrón podrían argüir que están haciendo actos
buenos. Si se sostiene, tal como lo hace Stevenson, que nuestras reacciones morales, nuestros
gustos y disgustos, tienen una base racional, todavía tendría que probarse esta fundamentación
racional para llegar a obtener un criterio válido de moralidad. Parece que tal búsqueda nos
llevaría a las necesidades y deseos objetivos de la naturaleza humana. Como resultado, debe
descartarse la opinión según la cual las reacciones emocionales son la base de los juicios
morales.
2. Intuicionismo Moral
La teoría ética intuicionista sostiene que el acto bueno o malo según la moral puede ser
reconocido por cualquier persona normalmente desarrollada.
Se afirma que todos tenemos una intuición intelectual de la bondad o malicia de nuestros
actos pero que no podemos dar razones que la expliquen. Bien es un concepto simple que no
puede ser descompuesto en partes2. Los intuicionistas sostienen que el bien no puede ser
definido, pero, con todo, que puede ser conocido, lo mismo que no podemos definir el color
amarillo y sabemos lo que es.
La teoría intuicionista puede ser atractiva por su carácter directo y sencillo, pero deja muchos
problemas sin resolver. ¿Cuál es la intuición correcta y la que debe seguirse cuando se dan
opiniones encontradas? ¿Nos podemos ejercitar en excluir el influjo del amor propio, la opinión
pública, y otros factores extraños, cuando se trata de tener una intuición genuina del bien, sin
ninguna distorsión? El presupuesto fundamental del intuicionismo es que las cosas sólo pueden
ser definidas mediante el análisis de sus componentes. Sin embargo, muchas realidades son el
resultado de relaciones y sólo pueden definirse y conocerse por sus relaciones con las otras. La
justicia, la fidelidad y la bondad son determinadas por relaciones y son el resultado de ciertas
1Este enfoque, adornado con sofismas filosóficos, fue propuesto por Alfred Jules Ayer (nacido en 1910) en su obra Emotive
theory.
2Los sistemas éticos que definen el bien en términos de algo diferente, cometen la "falacia naturalista", como lo anota George
Edward Moore (1873-1958). Según él , estos sistemas confunden los hechos morales con los hechos naturales, ya que ellos
identifican el bien con el placer o con lo útil o con la auto-realización. Sin embargo, ellos no explican qué hace bueno el
placer o la auto-realización. Se limitan a definir los objetos buenos. No explican el predicado mismo bueno.
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relaciones. La bondad del acto humano, también, puede determinarse por su relación dinámica al
crecimiento del ser humano en cuanto tal. Tal relación es una realidad peculiar y puede muy
bien dar explicación de la bondad del acto.
3. Positivismo moral
El positivismo moral es una teoría ampliamente defendida que sostiene que la moralidad no
está determinada por la naturaleza del acto sino por factores extrínsecos a él. La moralidad se
hace, no se descubre. Esta doctrina cuenta con una larga historia. Una de sus formulaciones es la
teoría del contrato-social. Con el fin de vivir en paz y tranquilidad, los individuos dejan a la
autoridad pública determinar qué acciones debieran imponerse y cuáles prohibirse. Los
individuos hacen un contrato, por decirlo así, con el gobierno para obedecer sus órdenes a
cambio de paz, orden y seguridad. El origen del bien y del mal puede encontrarse en cierto modo
en un contrato social de esta especie. La moralidad se constituye por este factor positivo que es
extrínseco a la naturaleza del acto. El hecho de que algo sea mandado o prohibido lo hace bueno
o malo. En el campo religioso, esta teoría positivista sostiene que ciertas acciones son buenas
porque Dios las manda y otras son malas porque Dios las prohibe. Según esta teoría Dios sería
arbitrariamente libre para determinar qué acciones debieran ser buenas y cuáles malas. Mentir
sería malo porque Dios lo prohibe y no porque la naturaleza de la mentira es tal que contradice
la tendencia del hombre a la verdad y la necesidad de cooperación social.
De acuerdo con el positivismo, el poder del Estado para legislar es el fundamento y el origen
de la moralidad. En el campo internacional también podría crear derecho. Cuanto esté al alcance
de una nación poderosa se convierte en su posesión legal y moral.
Hoy día muchos le dan al positivismo moral una formulación algo diferente, cuando afirman
que la moralidad viene determinada por "el estilo de vida" de una determinada sociedad o
nación, o por la opinión pública o por el parecer de la mayoría. A medida que cambia el estilo de
vida o la opinión pública, cambia la moralidad. Lo que hace la mayoría se convierte en norma de
moralidad. Según esta sentencia, las relaciones prematrimoniales, por ejemplo, se tuvieron por
malas no hace mucho, pero la "actitud" y el parecer de la mayoría cambió, y entonces las
relaciones prematrimoniales se hacen moralmente buenas. En las últimas décadas, las
"costumbres" sociales determinan el bien y el mal.
La doctrina ética del positivismo moral, bajo diferentes nombres, se vio ampliamente
aceptada por muchos particulares y organismos internacionales hasta que sobrevino la II Guerra
Mundial. Los grandes cambios causados por la guerra produjeron una transformación gradual de
la opinión referente a los dogmas básicos del positivismo moral. Muchos particulares
cuestionaron el derecho de los gobiernos para legislar de una manera arbitraria y rechazaron aún
la validez de la mayoría de las decisiones de los parlamentos si estaban en conflicto con los
derechos básicos humanos. Afirman que la esclavitud es moralmente mala aunque la mayoría
(del Congreso) pueda imponerla; privar a una minoría de sus derechos humanos y civiles
fundamentales es malo aunque la mayoría (del Congreso) apoye la discriminación por el poder
militar y policial.
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Los movimientos reformistas que se extendieron por todo el mundo después de la guerra
enfatizaron que los gobiernos no tenían derecho a aprobar leyes contrarias a una ley fundamental
de la humanidad, porque tal ley es más fundamental que los estatutos hechos por el hombre, y
sólo ella es la fuerza original determinante del bien y del mal. La moralidad, entonces, se
descubre mediante el estudio de las necesidades fundamentales y de los fines existenciales del
hombre. En estos aspectos todos somos iguales, y ninguna ley positiva puede contradecir, con
validez, nuestros fines naturales ni impedirnos trabajar por la adquisición de nuestros fines
existenciales. El objetivo de la legislación consiste en ayudar a implementar esta ley
fundamental. Ninguna ley positiva puede ser arbitraria, como ningún parlamento podría aprobar
leyes que favorecieran el crimen, la mentira, el robo, sin destruir el fundamento mismo de una
nación. En otras palabras, la moralidad es natural más que convencional.
El positivismo moral sostiene que la moralidad está constituida por factores extrínsecos al
acto, pero los seguidores de esta teoría se ven forzados a abandonar su tesis central cuando
llegan a las aplicaciones. Los legisladores, por ejemplo, tienen que examinar la naturaleza de un
acto determinado desde el punto de vista de su capacidad intrínseca para promover el bienestar
humano. Se ven forzados a mirar el bien en la naturaleza del acto. Aún la opinión pública está
basada sobre una comprensión correcta o incorrecta de que ciertas acciones y prácticas son aptas
por su propia naturaleza para promover o impedir el bienestar humano, como quiera que lo
conciban.
4. El hedonismo
Existe un buen número de teorías éticas que explícitamente señalan cierto aspecto intrínseco
del acto humano como criterio de su bondad o malicia moral. El hedonismo es una de estas
teorías. Como sistema ético se remonta a la antigua Grecia. Aristipo3 y sus seguidores, se cree
que sostuvieron que un acto es bueno cuando es capaz de producir la sensación de placer
(hedone, en griego) que ellos identificaron con felicidad. De acuerdo con los hedonistas, la
felicidad es, sin duda alguna, el fin del hombre, y es lógico defender que la bondad de un acto
viene determinada por su propiedad intrínseca, es decir, el placer, que nos acerca al fin del
hombre. El bien es un medio para la realización del hombre en la felicidad. Se consideran como
moralmente malas las acciones que producen dolor y que perturban nuestra felicidad.
Sin embargo, buscar sin moderación el placer puede causar dolor y aburrimiento. El sabio
conoce cómo ejercer un suficiente autocontrol, de tal modo que no se convierta en un esclavo del
placer, lo que sería una experiencia dolorosa.
5. El utilitarismo
Bentham sostuvo que todos los placeres podían ser medidos cuantitativamente. Las diversas
clases de placeres pueden ser reducidas a unidades de placer y así se hace posible calcular la
cantidad de felicidad. El papel de la ética consiste en ayudarnos a elegir las acciones que
producen el mayor placer posible. El hombre es, por naturaleza, egoísta, pero se ve forzado a
tener en cuenta también la felicidad de las otras personas porque ellas necesitan la cooperación
de los demás seres humanos para mayor felicidad del mayor número de personas.
John S. Mill aceptó los principios fundamentales del utilitarismo de Bentham pero rechazó la
opinión según la cual todos los placeres podían ser medidos cuantitativamente. Los placeres
difieren cualitativamente, y debemos esforzarnos por obtener placeres que estén más de acuerdo
con seres racionales que con animales. Mill enfatizó también el carácter social de la felicidad
más que Bentham. El fin de las acciones morales no es precisamente la propia felicidad sino la
mayor felicidad de todos los miembros de la sociedad.
4Sus más destacados exponentes fueron Jeremías Bentham (1748-1832) y John Stuart Mill (1806-1873).
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Evaluación del utilitarismo
Se da un buen número de problemas con esta teoría ética. Se podría empezar cuestionando el
mismo punto de partida. ¿Es cierto que todas nuestras acciones conscientes y deliberadas buscan
placer? ¿El placer y el bien son la misma cosa? Si buscamos necesariamente el placer de alguna
manera y este es igualado con el bien, todas nuestras acciones ya serían más, con el bien.
Además, la teoría de Bentham según la cual todos los placeres, inclusive los racionales, pueden
ser cuantitativamente medidos, ha sido abandonada por los utilitaristas modernos. Con todo,
ellos afirman que podemos calcular en alguna forma la medida en que nuestras acciones pueden
contribuir a la felicidad de la gente, y estamos obligados a escoger esa forma de acción que
produce los mejores resultados. Los utilitaristas de la regla insisten en especial en que es un
procedimiento racional el examinar posibles vías de acción y determinar aquellas reglas que
promuevan el mayor bienestar y felicidad del mayor número de gente posible.
Justicia y utilitarismo
Las reglas que tienden a producir el mayor bienestar del mayor número de personas pueden
descuidar o inclusive violar los intereses y la felicidad de una minoría o aún de una considerable
parte de la sociedad. La respuesta de los utilitaristas a esta objeción es que tal regla no sería
moral porque violaría la distribución justa y equitativa de bienes. Pero tal respuesta contradice el
criterio moral del utilitarismo porque se acogería a un principio más fundamental, a saber, la
justicia.
La felicidad y el utilitarismo
Los utilitaristas hacen énfasis en que la gente, en general, puede apreciar qué acciones
promueven la felicidad y son, por tanto, moralmente buenas. Se da aquí una serie de
suposiciones. Se presupone que todo mundo sabe lo que es la felicidad o el bienestar del
hombre, y que todo mundo entiende estos conceptos de la misma manera. Si cada individuo
pudiera presentar su propia interpretación como un criterio válido de moralidad, terminaríamos
en un sistema moral caótico y por completo subjetivo. Los utilitaristas, como es obvio, están en
contra de un tal sistema.
5Tal como ésta suele ser presentada en los textos que actualmente se difunden para una adecuado discernimiento veremos que
es indispensable contar con las orientaciones dadas en la Encíclica Veritatis Splendor.
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Muchas teorías éticas se vuelven directamente a la naturaleza humana como criterio de
moralidad. El elemento común de estas teorías es la tesis que sostiene que nacimos como seres
humanos incompletos pero que tenemos potencialidades específicas que nos capacitan para
acercar nuestra naturaleza a su realización y plenitud y así llegar a ser personas buenas. De aquí
que estos sistemas se han llamados teorías de la auto-realización. El bien moral para el individuo
consiste en acciones que lo acerquen en lo posible al ideal de naturaleza humana. Estamos
obligados por nuestra misma naturaleza a desarrollar en nosotros lo genuinamente humano y a
evitar acciones "deshumanizantes". Disponemos de un sinnúmero de potencialidades que son
características exclusivas de los seres humanos. La ética tiene la tarea de estudiar y clarificar
estas características para determinar qué es lo genuinamente humano y, por lo tanto, moralmente
bueno.
Platón (aproximadamente del año 429 al 347 antes de Cristo) asumió que existe un mundo de
"formas ideales" que son los arquetipos perfectos de todas las cosas. Todo sobre la tierra
participa de las formas ideales por una semejanza más o menos cercana. Existe, así mismo, un
arquetipo o forma ideal del hombre. Nuestro entendimiento nos relaciona en alguna manera con
esta forma ideal y nos indica cómo tenemos que acercarnos a esta naturaleza perfecta del
hombre. La vida moralmente buena consiste en desarrollar nuestra naturaleza de tal manera que
se asemeje en lo posible a esta forma ideal de hombre.
La ciencia moderna está basada en el supuesto de que la naturaleza dinámica de las cosas
explica sus operaciones, acciones y reacciones. La investigación científica trata, a su manera, de
penetrar los misterios de la naturaleza de las cosas: ¿qué es lo que hace al oro, oro y al uranio,
uranio? ¿Podemos cambiar la naturaleza básica de las cosas? ¿Podemos producir nuevas clases
de seres bajando al interior mismo de ellos y manipulando sus propiedades?
Aristóteles sostuvo que los seres humanos tienen una naturaleza específica como todos los
demás seres. La gran diferencia entre nosotros y los demás seres consiste en que nosotros
tenemos inteligencia y libertad, mientras que los demás seres son dirigidos por fuerzas ciegas y
por instintos. El hombre es libre en muchas de sus actividades y puede obrar con libertad de
acuerdo con su naturaleza racional o en contra de ella; puede obrar de una manera humana o
inhumana. El acto moralmente bueno es aquel que libremente crea lo propio del hombre en
nosotros y nos acerca a nuestra auto-realización. Los actos que están en conformidad con nuestra
naturaleza son actos moralmente buenos.
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Esta teoría, perfeccionada y desarrollada ulteriormente por otros filósofos, es conocida con el
nombre de ética de la ley natural o ética teleológica, 6 (de la palabra griega telos, que significa
fin). Se trata de una ética que aspira acercar al hombre a su fin o realización.
La naturaleza humana
En la aplicación concreta de esta teoría una gran parte va a depender de nuestra comprensión
del hombre. Uno oye con frecuencia la objeción de que la naturaleza humana es tan compleja
que resulta difícil conocerla lo suficiente para usarla como guía práctica en la determinación de
la moralidad de las acciones. Se puede admitir que el hombre es un ser complejo. Si bien
podemos afirmar con tranquilidad que conocemos bastante nuestra naturaleza para tomarla como
un criterio práctico; sus principales impulsos existenciales y sus metas son el objeto de nuestra
inmediata experiencia. Nada nos es más cercano que nuestra propia naturaleza.
Sin mucha reflexión filosófica, conocemos nuestras necesidades y las exigencias para vivir
con decencia. Experimentamos que nuestras necesidades individuales, tanto materiales como
espirituales, son mayores que nuestro poder individual para satisfacerlas. Esta experiencia nos
lleva a la aceptación de la necesidad moral de cooperación social, al reconocimiento de la
exigencia de la confianza y de la veracidad mutuas, y a la aceptación de la autoridad paterna y
legítima civil. Entendemos que tenemos que respetar la vida y la integridad corporal de nuestros
semejantes, ser fieles en el matrimonio, guardar las promesas y los acuerdos, respetar la
propiedad justa de los otros.
La historia de los orígenes del mundo y del hombre, narrada en los primeros capítulos del
Génesis, contiene acontecimientos directamente relacionados con la historia de la salvación. A
ellos se remiten con frecuencia los posteriores libros de la Sagrada Escritura 7: La creación del
hombre a imagen y semejanza de Dios8, el pecado original9, y la promesa del Redentor10.
Si bien todas las criaturas por el mero hecho de ser y de ser buenas12, y son en sí mismas
vestigios del Creador y, en este sentido, guardan una cierta semejanza con Dios, que es la
plenitud absoluta del Ser y Bondad, esta semejanza alcanza en el hombre su mayor medida, ya
que sólo él es capaz de conocer y amar a Dios: "Unidad de alma y cuerpo, el hombre sintetiza en
sí, por su propia condición corporal, los elementos del mundo material... Sin embargo, el
hombre no se equivoca al reconocerse superior a las cosas corporales y al considerarse algo más
que una partícula de la naturaleza...; reconociendo tener un alma espiritual e inmortal, no se
engaña con ficciones falaces, sino que al contrario, toca la misma profunda verdad de las
cosas"13.
Esta verdad consiste en que el hombre ha sido creado por Dios con una estructura natural
capaz de recibir la llamada divina a la amistad, a recibir la adopción de hijo, a penetrar en la
misma intimidad con Dios. El hombre no es simplemente el más perfecto entre los seres
materiales, sino que se encuentra a otro nivel: el de ser una persona. Su particular semejanza con
el Creador radica sobre todo en su espíritu, esto es, en el hecho de poseer un alma espiritual e
7cf Rm 5, 12ss
8Catecismo de la Iglesia Católica, Primera parte, segunda sección, capítulo primero, párrafo 6.
9Idem, párrafo 7
10Id., Capítulo 2
11cf Gen 1, 26; Sab 2, 23; GS 12
12cf Gen 1, 31; 1 Tim 4, 4
13GS 14
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inmortal, con capacidad de un conocimiento intelectual y de una voluntad libre, que posibilitan
el diálogo amoroso con Dios; pero su ser personal incluye también el cuerpo -no solamente el
alma-, es decir, el hombre entero, los dos co-principios -cuerpo y alma- que forman su
naturaleza.
Por su espiritualidad, el hombre no es sólo algo, sino alguien; no es simple objeto, sino una
persona, capaz de actuar libremente y, en consecuencia, responsable de sus actos. Esta dignidad
del hombre es de todo el hombre: cuerpo y alma, porque la persona es el hombre en singular
todo entero. Por eso, "no es lícito despreciar la vida corporal del hombre, antes bien el cuerpo ha
de ser considerado bueno y digno de honor, puesto que ha sido creado por Dios y destinado a
resucitar en el último día"16.
El hombre es, pero al mismo tiempo se hace. Efectivamente, la persona humana puede y debe
perfeccionarse constantemente mediante el desarrollo de sus capacidades naturales, sobre todo a
través del conocimiento y del ejercicio de su libertad. La plenitud de ese desarrollo y de este
perfeccionamiento se encuentra en el conocimiento y en el amor de Dios.
Dios en su designio de amor hacia los hombres, quiso que éstos pudieran conocer y amar al
Creador no sólo mediante el conocimiento y amor imperfectos de que son capaces las simples
fuerzas humanas, sino también mediante fuerzas sobrenaturales, pues "Dios, por su infinita
Bondad, destinó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar de bienes que superan
totalmente la inteligencia humana"17. Este fin sobrenatural -por encima de las fuerzas y
exigencias de cualquier naturaleza creada- consiste en ver y amar a Dios tal como es, en la
unidad de su Ser y en la Trinidad de las Personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo18. El
Nuevo Testamento nos enseña que: "Nosotros vemos ahora como en un espejo, confusamente.
Entonces veremos cara a cara"19. "Veremos a Dios Tal cual es"20.
Por otra parte, la vida sobrenatural -vida de la gracia, de fe, esperanza y caridad-, comporta
una nueva presencia de Dios en el hombre -la inhabitación de la Trinidad-, a la que se refería
Jesucristo cuando dijo a los Apóstoles: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le
amará y vendremos a él, y haremos morada en él24.
Dios Creador está ya presente en todas las criaturas, pero esta nueva presencia de Dios en el
hombre es en su distinción de personas: en cuanto Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por el simple
hecho de que el hombre es una criatura, Dios está en el hombre; pero mediante la gracia, el
hombre está en Dios, en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el hombre es
"introducido en la familia de Dios"25 en calidad de hijo, mediante una misteriosa unión y
semejanza con el Hijo eterno del Padre: "mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre
participa del eterno nacimiento del Hijo del Padre, porque se hace hijo adoptivo de Dios: hijo
en el Hijo"26.
La cuestión sobre la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios27, adquiere una nueva
y definitiva perspectiva en el Nuevo Testamento, a la luz de la clara revelación de Jesucristo 28.
Cristo, en efecto, es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura29, por quien y
para quien todo fue creado30, hasta el punto de que el primer Adán es el tipo del que había de
venir31. Sólo Cristo -por ser el Verbo hecho hombre- es la imagen verdadera de Dios, de forma
que ser imagen de Dios es, en la actual economía, de la gracia, ser imagen de Cristo. Cristo,
como imagen perfecta de Dios, es el mediador de la creación, hacia el que tiende todo. A El
corresponde restaurar la imagen de Dios oscurecida en el hombre por el pecado, y restaurar al
hombre a aquel primer estado perdido por el pecado.
La fe de la Iglesia afirma que el primer hombre fue constituido por Dios en estado de justicia
y santidad33. En este estado, el hombre tenía los dones sobrenaturales (gracia, virtudes, etc.), y
22cf 2Pe 1, 4
23cf 1Jn 3, 1; Jn 1, 12; Rm 8, 15-16
24Jn 14, 23
25cf Ef 2, 19
26Juan Pablo II, Homilía, 23.03.1980, n 2 (ver en Enseñanzas del Pueblo de Dios).
27cf Gen 1, 26
28Importancia de la perspectiva cristológica propuesta por el Concilio Vaticano II, ver especialmente GS 22.
29Col 1, 15
30cf Col 1, 16
31Rm 5, 14
32Se recomienda estudiar en el Catecismo de la Iglesia Católica los números 385 al 412.
33cf Concilio de Trento, Decreto sobre el pecado original, Sesión V del 17 de Junio de 1546 (DS 1511); Dz 788
19
otros dones llamados preternaturales porque, aunque no eran estrictamente debidos a la
naturaleza humana, sin embargo, tampoco se referían inmediatamente a la unión del hombre con
la Trinidad, que es lo específico de los dones sobrenaturales.
Todos estos dones son perfecciones donadas gratuitamente por Dios al hombre, sin que la
naturaleza humana los exigiera de algún modo. Sin embargo, Adán se apartó de Dios por el
pecado, destruyendo en sí mismo la imagen sobrenatural de Dios y disminuyendo la perfección
de su semejanza natural con el Creador34.
La existencia del mal en el mundo es una realidad evidente; pero el origen del mal, sobre todo
de aquel que el hombre descubre en su corazón, no nos consta si no es por la Revelación y la
fe35. Este origen es el pecado original.
Había un mandato de Dios que el hombre debía observar libremente 36, como signo y
manifestación de su dependencia del Creador. El sentido de tal mandato era el de una prueba,
pero no tanto que Dios quisiera probar al hombre, sino porque deseaba que el hombre recibiese
la gloria del fin sobrenatural no sólo como un don gratuito, sino como algo merecido por el
mismo hombre, por sus buenas obras. Dicho de otro modo, es signo del amor que Dios le tiene
al hombre, porque quiso darle la gloria de un modo plenamente acorde con la libertad humana37.
Cuando la mujer y el hombre traspasaron el mandato divino queriendo establecer ellos el bien
y el mal, cometieron un pecado cuya gravedad es difícil de comprender. Se trató de una radical
rebelión contra Dios, a quien conocían y al que hasta entonces habían tratado con gran
familiaridad.
El relato del Génesis manifiesta claramente las consecuencias del primer pecado: el
sufrimiento, la fatiga, etc., hasta el punto de que Dios dice al hombre: maldita sea la tierra por tu
causa38. También la pérdida del don preternatural de la inmortalidad: Porque eres polvo y al
polvo tornarás39. La muerte se revela como pena del pecado40.
Se puede entender esta incapacidad del hombre para autorredimirse, si se tiene en cuenta la
realidad del pecado y de la salvación. El pecado no es una simple acción del hombre que, en
cuanto tal acción, pasa y no permanece; el pecado es también el consiguiente estado del hombre,
es la carencia de la gracia sobrenatural y el correspondiente alejamiento y oposición de la
voluntad humana a la Voluntad de Dios. La salvación es la remisión del pecado, la readquisición
de la gracia y la correspondiente conversión del corazón humano al amor de Dios50.
Por ello la alternativa existencial es: estar en gracia o estar en pecado. Como el hombre ha
sido llamado por Dios a la vida sobrenatural, su existencia ya no está limitada al nivel de la
realidad natural. Por consiguiente, no hay una salvación natural alcanzable con las solas fuerzas
de la naturaleza humana: solo existe la salvación sobrenatural que, por ser tal, el hombre no
puede alcanzar por sí mismo.
Sólo Dios puede salvar al hombre, dándole de nuevo la gracia que destruye el pecado. Esto es
posible, para la omnipotencia divina; y es también posible para el hombre el ser redimido, pues
42Decreto Ad gentes, n 8.
43Sal 32, 1ss; citado en Rm 4, 7; cf Sal 65, 4ss; D. Spada, L'uomo in faccia a Dio, Imola 1983, 170
44cf Mc 2, 5-12
45Rm 5, 12; 1Co 15, 22
46Is 64, 6
47Ef 2, 3
48Rm 6, 20
49Decreto sobre la Justificación, 13 de Enero de 1547 (DS 1521).
50Lo dicho se puede ampliar en: M. Schmaus, Teología Dogmática, vol III, 71ss.
21
su naturaleza no es inamovible en su decisión: puede, con la ayuda de Dios, arrepentirse y
disponerse para recibir la gracia51.
51Sobre la temática anteriormente expuesta además de la literatura arriba sugerida serán de utilidad: J. A. Sayés,
Antropología del hombre caído, BAC Madrid 1991; J. L. Ruiz De la Peña, Imagen de Dios. Antropología Teológica
Fundamental, Santander 1988; y del mismo autor El don de Dios. Antropología teológica especial, Santander 1991;
L. F. Ladaria, Antropología Teológica, Madrid-Roma 1987; Gregorio de Nisa, La gran catequesis; y del mismo
autor, De Beatitudini (sobre las Bienaventuranzas).
22
NOCION E HISTORIA DE LA TEOLOGIA MORAL
Un estudio de la teología moral debe comenzar, como el de cualquier ciencia, por una
delimitación de su objeto y sus características en cuanto saber. La teología moral es el saber
sobre el hombre y su conducta, anclado en la Revelación divina. Revelación que culmina en la
Encarnación del Verbo, en cuanto El nos enseñó y ha germinado en la experiencia de siglos
acumulada y transmitida por los hombres que le han conocido y amado, pues Cristo sigue
viviendo hoy: "Iesus Christus, heri et hodie: ipse et in saecula" (Heb 13,18). Por eso es la
suprema ciencia sobre el actuar humano, y la única capaz de guiar al hombre a su perfección y
su felicidad tanto temporal como eterna. Pero es una ciencia peculiar –la ciencia de la fe– a la
que hay que acceder conscientes de su singularidad. Al adquirir esta conciencia nos ayudará el
considerar su relación con otras ciencias de la conducta y el conocimiento de su desarrollo en la
historia: con progresos y momentos de flexión y decadencia, con los desafíos y promesas que
encuentra en nuestro tiempo, sintetizados en los requerimientos que el Concilio Vaticano II ha
planteado para su fruto y vitalidad.
La teología es el estudio de Dios y de sus obras bajo la luz sobrenatural de la fe que es una
participación de la ciencia divina, y contempla a Dios y a todo cuanto ha sido creado por El:
Dios es considerado en Sí mismo; las criaturas, en cuanto que están relacionadas a su Creador
como a su principio y a su fin.
Entre todas las criaturas, el hombre ocupa un lugar preeminente. Subraya el Génesis cómo fue
formado con un acto creador especialísimo: "creó Dios al hombre a imagen suya" (Gén 1,27), lo
modeló, le inspiró el aliento de la vida53, lo bendijo, le confió el dominio sobre la creación54 y,
sobre todo, le dispensó un trato de amistad55. A la desobediencia del primer pecado, Dios
respondió con su eterno decreto de la Redención. Llegada la plenitud de los tiempos56, el Verbo
se hizo Hombre para salvar a los hombres, restaurándolos de nuevo en la amistad divina.
52SANTO TOMAS, Summa theol I, q.1; Cfr. S. Pinckaers. "Las fuentes de la moral cristiana". Eunsa, Pamplona 1988, pp.23
y ss. (especialmente en la segunda edición francesa, Les sources de la morale chrétienne (Sa méthode, son contenu, son
histoire), Edition Universitaires Fribourg Suisse – Editions du Cerf París 1990, contiene una completa y actualizada
bibliografía sobre la materia y las varias discusiones en curso); La renouveau de la morale, 2º ed. Téqui, parís 1979;
L'Evangile et la Morale, Edit.Univ.Fribourg Suisse – Edit. du Cerf París, 1990; G. Grisez, The Way of the Lord Jesus: I
Christian Moral Principles, Franciscan Herald Press, Chicago 1983, pp. 3–39; C. Spico, Teología Moral del Nuevo
Testamento, Eunsa, Pamplona 1972, pp. 9–52; R. García de Haro – I. de Celaya, La sabiduría moral cristiana (La renovación
de la moral a veinte años del Concilio), 2º ed. Eunsa, Pamplona 1986; J. Ratzinger – Ph. Delhaye, Principes d'éthique
chrétienne (avec la colaboration de H.U. von Balthasar et de H. Schürmann), Ed. Lethielleux, parís, 1975; L. melina, La
conoscenza morale (Linee di riflessione sul Commento di san Tommaso all'Ethica Nicomachea), Città Nuova Editrice, Roma
1987. Queremos destacar por su especial interés para entender – desde sus bases filosóficas– la radical diferencia existente
entre la comprensión de la teología –dogmática y moral, inseperablemente especulativa y práctica– propia de la tradición
patrístico tomista y la que caracteriza a las éticas de la segunda escolástica y de las escolásticas enciclopedista y nitzcheana
(de las que depende una buena parte de la moral contemporánea), A. MacIntyre, Three Rival Version of Moral Enquiry,
Ducworth, London 1990.
53Cfr. Gen 2,7.
54Cfr. Gen 1, 28–29
55Cfr. Gen 2, 7–23; 3,8–11
56Cfr. Gal 4,4
23
Es lógico que una parte de la teología se ocupe de la conducta del hombre, como criatura
predilecta de Dios, pecadora y redimida, y que debe retornar a su Creador y Redentor. En
concreto, llamamos teología moral a aquella parte de la ciencia teológica que estudia y dirige el
comportamiento humano, para encaminar a los hombres a su fin sobrenatural, es decir a la
bienaventuranza eterna, que consiste en la posesión de Dios. Trata, pues, de la conducta del
hombre en su orden a Dios: en cuanto lo ha creado, lo ha redimido y lo gobierna amorosamente
para salvarlo.
El término "moral" procede del latín mos, moris, que significa uso o costumbre –un modo de
hacer acostumbrado; significa, también, el modo de hacer correspondiente a la propia
perfección; en este segundo sentido, implica la idea de norma o medida, contenida en cuanto el
hombre es por naturaleza y gracia. Esta última acepción es la que se toma al hablar de teología
moral: no se limita a las costumbres –individuales y sociales–, sino que enseña cómo hay que
vivir para que la conducta sea expresión adecuada de la dignidad del ser y destino que Dios ha
dispuesto para todos los hombres. Por eso se dice que juzga y dirige la vida humana, que es
"normativa"57.
Habida cuenta de que hay otras ciencias que también estudian la conducta del hombre,
conviene ahora destacar el punto de vista con que la contempla la moral (lo que la escolástica
llama su objeto formal) y la luz con que la investiga, que es la que hace posible su modo
específico de estudiar el comportamiento humano.
57Cfr. K. Wojtyla, I fondament dell'ordine etico, CSEO, Bologna 1980, pp. 20 y ss y 107 y ss.
24
esos mismos actos desde el exterior y según el método de observación que es propio a cada una
(jurídico, sociológico, etc.). Les escapan, en buena parte, los aspectos más ricos de nuestra
acción: la intención, la libre elección, la actitud ante el sufrimiento, la visión de la fe, en una
palabra, el dinamismo íntimo de la libertad y de la gracia. Su mismo desarrollo ha hecho cada
vez más patente que dichas ciencias no son suficientes para conocer al hombre, ni para dar
respuesta a sus interrogantes fundamentales58: no bastan tampoco para guiar adecuadamente
nuestra conducta. A su vez, la moral necesita de las ciencias positivas en cuanto le ayudan a
conocer factores –de orden social, psicológico, histórico, etc.– que se encuentran implicados en
las acciones concretas, y que le conviene saber para hacer más precisos sus juicios éticos59. En
suma, proporcionan datos importantes para la teología moral, pero no los criterios de
discernimiento: "se debe recurrir a las 'ciencias humanas', para comprender mejor la verdad
revelada sobre el hombre y sobre las normas morales de su obrar, poniendo en relación con ellos
los resultados válidos de estas ciencias (...) Es importante subrayar, sin embargo, que la
utilización por parte de la teología de elementos o instrumentos conceptuales provenientes de la
filosofía o de otras disciplinas exige un discernimiento que tiene su principio normativo último
en la doctrina revelada. Es ésta la que debe suministrar los criterios para el discernimiento de
esos elementos o instrumentos conceptuales, y no al contrario"60.
La luz con la que la teología moral estudia la conducta humana es la razón iluminada por la
fe: en otras palabras, los principios revelados, que suponen y perfeccionan el conocimiento
racional: "la verdad ofrecida en la revelación de Dios sobrepasa ciertamente las capacidades del
conocimiento del hombre, pero no se opone a la razón humana. Más bien la penetra, la eleva y
llama a la responsabilidad de cada uno (cfr. 1 Pe 3,15)" para ahondar en ella61. La teología
moral aborda su tarea desde la plataforma firme de las verdades poseídas por la Revelación
divina, que permiten ver al hombre en la perspectiva del entero plan de Dios.
58Cfr el convincente estudio de J.L. Brugués. La fécondation artificielle au crible de l`ethique chrétinne. Communio–Fayard,
1989, con interesantes testimonios del mundo científico, vg. pp. 19 y ss y 48 y ss.
59Cfr.S. Pinckaers. Las fuentes de la moral cristiana. pp.82–121.
60Congregación para la Doctrina de la Fe. Instr.Donum veritatis. 24–V–1990, sobre la vocación eclesial del teólogo, n.10.
61Congregación para la Docrina de la Fe. Instr.Donum veritatis sobre la vocación eclesial del teólogo, n 1.
62La certeza de la fe es superior a la de las certezas de la razón sobre el ser humano y su destino, porque no apoya en razones
por la razón encontrada sino directamente en Dios: "Esta fe –afirma San Juan de Avila–, no está arrimada a razones ni
motivos, cualesquiera que se puedan traer; porque quien por aquellos cree, no cree de tal manera que su entendimiento quede
persuadido, sin quedarle alguna duda o escrúpulo. Más la fe que Dios infunde está arrimada a la Verdad divina, y hace creer
con mayor firmeza que si lo viese con sus propios ojos, y tocase con sus propias manos, y con mayor certeza de la que tiene
de que cuatro son más que tres, o de otra cosa de éstas, que las ve el entendimiento con tanta claridad, que ni tiene escrúpulo,
ni las puede dudar aunque quiera": San Juan de Avila, Audi filia. c.43.
63Juan Pablo I, Audiencia General 20–IX–1978.
25
Por otra parte, contiene verdades sobrenaturales que exceden a la capacidad del
entendimiento humano, pero se erigen como foco luminosísimo que desvela mil aspectos de las
realidades terrenas. Aspectos que de otro modo hubieran permanecido escondidos o sólo con
mucha fatiga hubiéramos llegado a entrever. Basta pensar, por ejemplo, en la profundidad con
que la fe nos hace entender la Providencia divina, al saber que Dios nos quiere como hijos. O, en
el valor que da a las actividades humanas el misterio de la Encarnación; el significado de
nuestras miserias y sufrimientos unidos a la Cruz; la dignidad del cuerpo, que está llamado a la
Resurrección; el relieve que la virtud teologal de la caridad infunde en las obligaciones y
deberes cívicos, etc.
Por esta razón el último Concilio quiso insistir en que se tuviera un "especial cuidado en
perfeccionar la teología moral, cuya exposición científica, nutrida con mayor intensidad de la
El conocimiento especulativo y el práctico implican, sin duda, dos modos diversos de situarse
ante la realidad: uno principalmente interesado en saber cómo es ésta; y otro que atiende a la
conducta que el verdadero ser de las cosas pide de nosotros 69. En este sentido, se dice que la
teología dogmática es más especulativa y la moral más práctica. Santo Tomás, sin embargo,
insiste en que toda la teología es, a la vez, especulativa y práctica, porque las distintas verdades
dogmáticas –empezando por la Trinidad, cuyo conocimiento y amor es el fin y el fruto de la vida
cristiana– guían de raíz nuestra conducta.
El carácter práctico de la teología, asentado en la fe que obra por la caridad, comporta además
que constituya un saber en el que se avanza, de algún modo, en paralelo al crecimiento en la vida
cristiana: "en la fe cristiana están intrínsecamente ligadas el conocimiento y la vida, la verdad y
la existencia (...) El quehacer teológico exige un esfuerzo espiritual de rectitud y de
santificación"70. trata de verdades a las cuales se accede plenamente sólo con el empeño ético por
vivirlas mejor. Como veremos en su momento, y ya decían los clásicos paganos, sólo el virtuoso
juzga fácilmente con acierto del contenido de la virtud71.
La unidad entre la dogmática y la moral viene exigida por la naturaleza propia de la ciencia
teológica. La teología es un saber de Dios y de las criaturas desde la perspectiva de Dios, gracias
a la participación en la misma ciencia divina que nos da la fe. Dios, conociéndose a sí mismo,
conoce todas las cosas; por la fe, de alguna manera, contemplamos todas las cosas de Dios. Por
eso, aunque la teología trata de materias dispares y variadísimas –su objeto es uno, pero no
simple; va desde las relaciones intratrinitarias hasta los varios aspectos de la conducta humana,
como por ejemplo la justicia en los contratos civiles–, lo hace sin dejar de ser una única ciencia.
Como las verdades de la fe forman una unidad inseparable, todas iluminan conjuntamente
cada aspecto de la vida cristiana. Ciertamente algunas verdades de fe se refieren más
directamente a la conducta humana y resulta más sencillo ver su conexión con el orden moral;
sin embargo, todas las verdades de la fe deben tenerse presentes al estudiar la vida moral, pues
68Decr. Optatam totius, n.16. El tiempo transcurrido desde el Concilio es aún poco para que se puedan recoger todos los
frutos de las indicaciones conciliares. Un panorama significativo puede verse en las siguientes publicaciones
colectivas:AA.VV. Persona, Verità e Morale, "Atti del Congresso Internazionale di Teología Morale, Roma 1986", Città
Nuova Editrice, Roma 1988, W. May, Principles of Catholic Moral Life, Franciscan Herald Press, Chicago 1980, y AA.VV.,
Etica y Teología Moral ante la crisis contemporánea, Eunsa, Pamplona 1980.
69Sobre la importancia de este volver al ser de las cosas para toda fundamentación verdaderamente personalista de la moral,
cfr. J. Seifert. Essere e persona. (Verso una fondazione fenomenologica di una metafisica classica e personalista), Vitae e
Pensiero, Milano 1989.
70Congregación para la Doctrina de la Fe. Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, nn. 1 y 9. Decía San Alfonso:
"¡Cuántos hay que, estudiando para hacerse sabios, no salen ni sabios ni santos, porque la verdadera ciencia es la ciencia de
los santos, que consiste en saber amar a Jesucristo, y el amor divino trae consigo la ciencia y todos los demás bienes!
Viniéronme los bienes a una todos con ella (Sap 7,2), esto es, con la santa caridad": San Alfonoso María de Ligorio, Práctica
del amor a Jesucristo, c.8, V.Y ya el Crisóstomo: "Tened caridad, así veustra ciencia no tendrá riesgos. Quiero que vuestra
ciencia sobrepase la de vuestros hermanos. Si les amáis, lejos de elevaros por encima de ellos y despreciarles, trabajaréis por
hacerles participar de vuestras luces": San Juan Crisóstomo, In I Cor, Homiliae, 20, ad loc.
71Cfr. Ralph. McInerny. Ethica thomistica. The Moral Philosophy of Thomas Aquinas. The Cath.Univ.of Amer.Press,
Washington 1982,p 92 y ss.
27
de otro modo se corre el riesgo de perder la perspectiva de la Revelación y falsear el método
propio de la ciencia teológica. Por ejemplo, el dogma del pecado original es decisivo para
resolver rectamente muchos problemas corrientes de la vida cristiana, porque evita confundir lo
que son inclinaciones desordenadas –fruto del pecado– con las verdaderas tendencias naturales
del hombre; y lo mismo puede decirse de la fe en la acción santificadora de los sacramentos, sin
cuya ayuda muchas exigencias del cristianismo serían imposibles. Si no se tratase del simple
olvido práctico de esas verdades, antes se negara abiertamente alguna de ellas, desaparecería el
saber teológico, pues habría sido sustituido por una opinión humana (si la fe no se asume entera,
lo que de ella resta se acepta simplemente porque así opina el sujeto, no por la autoridad de
Dios)72.
Cuanto acabamos de ver sobre la unidad entre la dogmática y la moral, nos permite ya
concluir que las fuentes de la teología moral son las mismas de toda la teología: la Escritura, la
Tradición y el Magisterio, en su indisociable unidad73. Su estudio se hizo en la introducción a la
Teología y en la Teología Fundamental. Aquí recordaremos sólo algunos puntos de especial
interés.
Para un adecuado uso de estos distintos saberes, conviene recordar ante todo que la moral
cristiana es sobrenatural y tiene una perspectiva propia, fruto de la Revelación divina sobre el
hombre: la identificación con Cristo como esencia misma de la moral, el uso de los Sacramentos
como fuentes de la virtud, etc., son verdades sobre nuestra conducta que escapan a la sola razón.
Por eso, fuentes propias de la teología moral son las fuentes mismas de toda la teología: la
Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. Sin embargo, la teología moral exige también el
recto uso de la filosofía y de las ciencias del hombre, no como fuentes de su perspectiva propia,
pero sí como condiciones para su desarrollo: porque la fe supone la razón y la Revelación
ilumina la experiencia humana, sobre la que las modernas ciencias del hombre han adquirido
datos muy valiosos.
No puede haber teología –esto es, un intellectus fidei– sin una metafísica o filosofía del ser,
que está implícita en el dogma de la Creación74: la fe no destruye, sino que supone y
perfecciona la razón. La teología moral tiene en su base un correcto uso de la razón, que es
presupuesto del intellectus fidei sobre las verdades morales; así por ejemplo, considerando que la
72"Quien no adhiere a la doctrina de la Iglesia, que procede de la Verdad primera manifestada en la Escritura, como a regla
infalible y divina, no posee el hábito de la fe. En cambio, quien adhiere con espíritu de fe, otorga su asentimiento a todo lo
que la Iglesia enseña; porque si alguno toma las enseñanzas de la Iglesia lo que le parece oportuno y deja lo que no le
satisface, muestra no adherir ya a tal regla infalible sino a su propia voluntad": Santo Tomás, Summa theol. II–II, q.5, a.3.
73Esta unidad ha sido particularmente subrayada por el Vaticano II: cfr. Const.dogm dei verbum, n.10.
74Es importante hacer hincapié: el rechazo de la metafísica es muchas veces fruto del silencio o negación de la verdad de la
Creación: Cfr. J. Ratzinger. Trasmisión de la fe y fuentes de la fe. "Scripta Theologica" XV (1983) pp.25 y ss.
28
bondad específica de la criatura espiritual consiste en la unión con Dios (como nos enseña una
correcta metafísica), entendemos mejor que la santidad consista en la unión sobrenatural con
Dios, mediante la identificación con Cristo. Por otra parte, la fe corrobora y asegura las verdades
que la razón puede alcanzar sobre la conducta humana. Así, la maldad del aborto es una verdad
accesible a la razón –aunque, a veces, los hombres la nieguen porque su inteligencia está
oscurecida por el pecado–; verdad que los cristianos poseemos con mayor seguridad, porque la
fe ilustra a la razón.
Desde estas bases se llega a un uso correcto de las ciencias humanas particulares integrando
los datos que proporcionan en una adecuada perspectiva ética. Como vimos, tales ciencias, por
sus propias características metodológicas, se quedan en la periferia del comportamiento: sólo la
metafísica tiene acceso a la estructura íntima del ser creado y al sentido último de la vida
humana. De ahí que sea una metafísica creacionista –con la ayuda que le llega de la teología– el
único medio para encontrar el justo estatuto ético de las ciencias humanas particulares. Esta
afirmación no infravalora el papel de estos saberes, sino que pone de relieve el modo recto de
usarlos: "las investigaciones científicas –con sus aplicaciones– precisan ser guiadas por la ética.
Esta guía no disminuye en absoluto la independencia epistemológica del conocimiento
científico; en cambio, ayuda a las ciencias a cumplir su más profunda vocación al servicio del
hombre". De suyo, los conocimientos científicos son ambivalentes; pueden usarse para bien o
para mal: "por eso, cuando la ciencia se separa de la moral, el hombre corre graves riesgos" 75. En
una palabra, la teología y la ética hacen posible que esas ciencias se pongan verdaderamente al
servicio del hombre, de su perfección y de su salvación eterna76.
Las raíces del problema son complejas y no nos corresponde analizarlas todavía, sino que lo
haremos al tratar de la ley moral y de la conciencia. De todos modos, algo conviene decir desde
ahora. Es evidente que hoy tenemos un sentido y una experiencia mucho más vivas de la
historicidad del hombre y de su conocimiento79. Esto ha hecho pensar en algunos80 que no
existen, al menos no podemos conocer más, normas morales concretas de valor permanente,
fundadas en la naturaleza humana81, lo único posible sería un tanteo experimental de normas de
conducta, en dependencia del desarrollo de la ciencia y de la idea que el hombre se forma sobre
sí mismo. No cabrían, para el hombre, normas morales universalmente válidas sino sólo
directrices prudenciales, es decir algo que en las circunstancias actuales es válido para la
mayoría de los casos, pero no sabemos si lo es en todos los casos ni menos si lo será siempre.
Dentro de la teología católica, esta orientación se ha presentado en los últimos años a través
de la distinción entre lo que llaman normas categoriales y normas trascedentales. La Escritura
contendría dos tipos de normas: unas trascendentales (que consistirían esencialmente en el
imperativo de seguir a Cristo en una actitud de fe y amor) y otras categoriales (como serían
todas las determinaciones concretas del Señor o las enumeraciones de vicios y pecados que
hacen las Epístolas de San Pablo). Las primeras serían inmutables y válidas para todos los
tiempos y circunstancias; las segundas, en cambio, podrían variar, porque habrían nacido del
contexto socio– cultural en que vivieron Jesús y los apóstoles. De este modo se postula un
replanteamiento de toda la moral cristiana, como si su contenido, salvo la obligación de seguir a
Cristo, estuviera actualmente necesitado de una revisión radical82.
La respuesta a esta cuestión, en lo que tiene de justo interrogante ante la mayor experiencia de
la historicidad, está en hacer presente que podemos conocer y formular normas absolutas en
tanto que podemos conocer y formular exigencias intrínsecas del ser personal del hombre, como
principios que no abstraen las varias circunstancias históricas sino que las asumen en su raíz. En
esa misma medida no se puede decir que la individuación del bien y del mal en el caso singular
sería una tarea que el hombre realiza autónomamente a lo largo de la historia, de forma gradual,
78"¿Qué es la Sagrada Escritura sino una especie de carta de Dios omnipotente a su criatura?... Estudia, pues, por favor, las
palabras de tu Creador. Aprende lo que es el corazón de Dios penetrando en las palabras de ese Dios, para que anheles con
más ardor las realidades eternas y tu alma se encienda en deseos más vivos": San Gregorio Magno, Epístola ad Theodorum
medicum, V.31.
79Cfr. L. Elders, Historicité et morale en "Seminarium" 28 (1988), número especial dedicado a los problemas actuales de la
teología moral, pp. 433–455.
80En parte, ciertamente, como reacción –pero que se ha desorientado– frente a una concepción de las leyes divinas
que casi parecía identificarlas con su mera formulación escrita, como si fueran leyes externa a la persona: igual que
las leyes humanas, sólo que establecidas por Dios.
81"If man's beingg... is the basis for and the law of his becoming, and if we are now more sharply aware than ever of
the historicity of his being, we will be forced to take a long second look at those norms formerly proposed as
absolutely invariable"; R. McCormick, The Moral Theology of Vatican II, en "The Future of Ethics and Moral
Theology", Eds. Vrezine and McGlynn, 1968, pp.7–8.
82Sobre el tema, vide: R. García de Haro – I. De Celaya, La sabiduría moral cristiana, cit. pp. 32 y ss y 52 y ss.
30
en sucesivas aproximaciones, nunca definitivas y absolutas. Este planteamiento yerra en cuanto
induce a vaciar de significado la verdad de que Dios es el supremo legislador moral 83. Por otra
parte, no debe olvidarse –como veremos seguidamente– que la Sagrada Escritura exige ser
interpretada siempre desde la fe, en su armonía con la Tradición y las enseñanzas del Magisterio,
lo que –de hecho– proporciona un cuadro muy claro de lo que son sus directrices permanentes y
lo que, en cambio, constituyen indicaciones ligadas a un cierto momento histórico84.
La Tradición, que "trae su origen de los apóstoles" (es precisamente el fruto de la constante y
fiel transmisión de la predicación apostólica, que "expresada en los libros inspirados, se había de
conservar en sucesión ininterrumpida hasta el fin de los tiempos"), progresa en la Iglesia con la
asistencia del Espíritu Santo. En efecto, en virtud de esa asistencia, la Iglesia –al transmitir el
depósito de la fe– no sólo lo conserva sino que "crece en la inteligencia de los hechos y palabras
transmitidos", a través de su meditación, contemplación y puesta en práctica 86. Por eso mismo, la
Tradición se constituye y refleja "principalmente por obra de los santos", en quienes la Iglesia ha
reconocido una plena fidelidad al Evangelio87. testimonios privilegiados de la Tradición son los
Santos Padres.
En concreto, para el recto uso del Magisterio en materia moral, ha de tenerse en cuenta que
sus afirmaciones exigen la obediencia misma de la fe, cuando se trata de enseñanzas infalibles.
Conviene recordar que son tales no sólo las definidas como verdades de fe, por ejemplo, los
artículos de Trento sobre la justificación, que tocan las raíces de la vida moral, sino el íntegro
contenido del magisterio ordinario y universal, porque también se anuncia infaliblemente la
doctrina de Cristo cuando los obispos, "aún dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo
de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, exponen como definitivas una doctrina en
materia de fe y costumbres"95. Es más, el "Magisterio ordinario universal puede ser considerado
89Cfr. Pío IX, Enc.Qui pluribus 9–XI–1846, "Pii IX P.M. Acta", vol. 1 pp.9–10; S.Pío X, Enc.Singulari quadam, 24–
IX–1912, AAS 4 (1912), p.658; Pío X, Enc.Casti connubili, 31–XII–1930, AAS 22 (1930), pp. 589–581; Pío XII,
Alloc. Magnificate Dominum al Episcopado del mundo católico, 2– XI–1954, AAS 46 (1954), pp. 671–672; Juan
XXIII, Enc. Mater et Magistra, 15–V–1961, AAS 53 (1961) p.457.
90Cfr. Mt 28, 18–19
91Cfr. Mt 7,21
92Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 25–VII–1968, n.4. Sobre el tema véase T. López, "Fides et mores" en Trento, en
"Scripta Theologica" V (1973), pp. 175–221; D. McCarthy, The Theaching of the Church and Moral Theology, en la
obra colectiva dirigida por W. May, Principles of Catholic Moral Life, cit. pp. 45–71; J.M. Aubert, Le magistère
Moral de l'Eglise, en "La foi et les temps", jeuillet–août 1981, pp.311–333.
93J.L. Illanes, Continuidad y discontinuidad en el Magisterio sobre cuestiones morales. Trasfondo de un debate, en
"Persona, Verità e Morale", cit. p.266.
94J.L. Illanes, ibidem, p.267–268; cfr., también G. Grisez, Infability and Specific Moral Norms, en "The Thomist",
49 (1985), pp. 278 y ss.
95Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n.25, && 2–4.
32
como la expresión habitual de la infalibilidad de la Iglesia", es decir, el modo habitual en que
ejerce su "charisma veritatis certum" (Dei Verbum, n.8)96. De hecho, en él se contienen gran
parte de las enseñanzas morales de la Iglesia, tanto sobre los principios de la vida moral como
sobre las normas morales absolutas –negativas y pocas, pero decisivas– que ha puesto en duda el
disenso teológico (malicia intrínseca del aborto, la eutanasia, el adulterio, la contracepción)97. El
restante Magisterio auténtico –aunque no con la prerrogativa de la infabilidad– exige un
"religiosum animi obsequium"98. Esta "religiosa sumisión de la voluntad y de la inteligencia"
comporta, siempre que así resulte de las propias palabras e intenciones de la autoridad,
especialmente del Romano Pontífice, la obligación en conciencia de obedecer99.
Teología y Magisterio.
La teología moral, como ciencia de la fe –para no desvirtuarse en cuanto tal– ha de seguir las
enseñanzas del Magisterio, que es regla de la fe: "ha de nacer de una precisa actitud de fe, de un
activo ejercicio de la fe, que significa coloquio con el Verbo mismo de Dios, el maestro que
enseña y dicta ab intus"103. "La fe –había dicho Pablo VI– es más imprescindible al teólogo que
la agudeza de la mente"104. La necesidad de aplicar los principios y enseñanzas reveladas a los
problemas concretos de cada época no puede transformarse en una relativización de tales
enseñanzas. Al contrario, implica el deber de profundizar en ellas, para mostrar que son
razonables y llenas de humanidad, haciéndolas así más accesibles a los hombres del propio
tiempo. Sin fidelidad al Magisterio no puede haber verdadera teología, ni ésta ser una válida
guía para la vida cristiana105.
Al apartarse del Magisterio se pierde el contacto con la regla próxima y segura de la fe; no
hay ya ciencia de la fe, con su superior seguridad, sino mera opinión humana, "con la sola
certeza de las hipótesis, en torno a las que se puede disputar, pero sobre las cuales nadie se juega
la vida (...); y la moral entiende decir al hombre quién es, y qué cosa debe hacer para ser él
mismo, es decir aquello por lo que debe vivir y morir. No se muere por un mito siempre
susceptible de ser sustituido; si un mito, por cualquier causa crea dificultad, se le puede
reemplazar, elegir otro. Tampoco se puede vivir de hipótesis; porque la vida no es una hipótesis:
es una realidad eterna, a la que está ligada un destino eterno (...). Si para la teología, Iglesia y
autoridad son algo extraño a la ciencia, a la ciencia teológica, la Iglesia y la teología están ambas
en peligro"106. Por eso, la teología moral no puede edificarse ni progresar "sin una convencida
adhesión al Magisterio, que es la única guía auténtica del Pueblo de Dios"107.
Esto no significa, en absoluto, que la teología deba limitarse a exponer las verdades enseñadas
por el Magisterio: le compete desentrañar y explanar su contenido. Decía Santo Tomás: la
teología "debe enseñar cómo es, es decir, cómo podemos entender aquello que afirma la fe; de
otra manera, si se limitase a repetir lo que dicen las autoridades, certificaría que tal es la verdad,
pero no daría ciencia ni inteligencia, y la mente de los que escuchan saldría vacía"108. "Por su
propia naturaleza la fe interpela a la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre
su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de
hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cfr. Eph 3,19), sin
embargo invita a nuestra razón –don de Dios otorgado para captar la verdad– a entrar en su luz,
capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que
busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al Pueblo
de Dios, según el mandamiento del apóstol (cfr. 1 Pe. 3,15), a dar cuenta de su esperanza a
Hemos aludido más de una vez al problema del disenso teológico. Vamos ahora a puntualizar
la situación. Ante todo, observemos que se trata de una cuestión de recientes orígenes, y que se
relaciona principalmente con el valor del Magisterio ordinario y universal y del Magisterio
ordinario del Romano Pontífice.
Pío XII en la Encíclica Humani generis salió al paso de las primeras actitudes que venía a
minimizar el valor del Magisterio papal, sobre todo subrayando la importancia de las
Encíclicas111. Su intervención frenó las corrientes que tendían a atribuir al Magisterio no ex
cathedra del Papa y, en general, a todo Magisterio no infalible un simple valor ocasional;
quedaba, sin embargo, por fijar el preciso estatuto del Magisterio ordinario del Romano
pontífice y, de algún modo, por confirmar claramente la infabilidad del Magisterio ordinario y
universal, que el Vaticano I había establecido inicialmente.
El carácter infalible del magisterio ordinario y universal del Papa con los Obispos, también en
cuestiones morales, y concretamente en su enseñanza sobre el deber de respetar algunos
preceptos morales absolutos, era una convicción firme y común entre los teólogos antes y
después del Concilio hasta la publicación de la Humanae vitae (1968), sostenida explícitamente,
por ejemplo, por el mismo Rahner112. Esta común sentencia de los autores, se fundaba en una
109Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis sobre la vocación eclesial del teólogo cit., n.6.
110A del Portillo, Magisterio della Chiesa e Teologia Morales, en "Persona, Verità e Morale, cit. p.23.
111"Neque putandum est, ea quae in Encyclicis Litteris proponuntur, assensum per se non postulare, cun in iis
Pontifices supremam sui Magisterii potestamen non exerceant. Magisterio enim ordinario haec docentur, de quo
illud etiam valet: 'Qui vos audit, me audit' (Lc. 10,16); ac plerumque quaein Encyclicis litteris proponuntur et
incalcantur, iam aliunde ad doctrinam catholicam pertinent. Quodsi Summi Pontifices in actis suis de re hactenus
controversa data opera sententiam ferunt, omnibus patet rem illan, secundum mentem ac voluntatem eorundem
Pontificum, quaestionem liberae inter theologos disceptationis iam haberi non posse"; Enc, Humani generis 12–VIII–
1950, DS 2313/3885.
112"The Church teaches these commandments –the Ten Commandments– with divine authority, exactly as she
teaches the other 'truths of the faith', either through her 'ordinary' magisterium or through an act of her 'extraordinary'
magisterium ex cathedra definitions of the Pope or a general council, but also through her schools, sermons, and all
the other kinds of instructions. In the nature of the case this will be the normal way in which moral norms are taught,
and definitions by Pope or general council the exception; but it is binding on the faithful in conscience just as the
teaching through the extraordinary magisterium is... It is therefore quite untrue that only those moral norms for which
there is a solemn definition... are binding in the faith on the Christian as revealed by God... When the wole Church in
her everyday teaching does in fact teach a moral rule everywhere in the world as a commandment of God, she is
preserved from error by the assistance of the Holy Ghost, and this rule is therefore really the will of God and is
binding on the faithful in conscience": K. Rahner, Nature and Grace: Dilemmas in the Modern Church, Sheed &
Ward, London 1963, pp. 51–52.
35
larga e ininterrumpida tradición que, anclada y arrancando de la misma promulgación explícita
de la ley natural en los Diez Mandamientos proclamados en el monte Sinaí, se continúa en toda
la tradición catequética de la Iglesia y cristaliza en el uso del Catecismo Romano, Catecismo
para los Párrocos o Catecismo del Concilio de Trento113. Esta ininterrumpida tradición iba a ser
recogida por el Vaticano II, en el número 25 de la Lumen gentium114. Por eso, cuando se plantea
el problema del disenso en relación a la Humanae vitae, en principio no se duda de este punto ni
de la existencia de absolutos morales, sino sólo del carácter vinculante del Magisterio ordinario
del Romano Pontífice en relación a la declaración de la intrínseca malicia de toda forma de
contracepción, incluida la química (entonces en discusión, como veremos más adelante).
113Claramente lo expresan estas palabras de W. Way: "I believe –and so do other theologians– that the core of
Catholic moral teaching, as summarized by the precepts of the Decalogue (the Ten Commandments), precisely as
these precepts have been traditionally undertood within the Church, has been taught infallibly by the magisterium in
the day–to–day ordinary exercise of the authority divinely invested in it. We are not deliberately to kill innocent
human beings; we are not to fornicate, commit adultery, engage in sodomy; we are not to steal; we are not to perjure
ourselves. Note that I say that the core of Catholic moral teaching is summarizard in the precepts of the Decalogue as
these have traditionally understood within the Church. Thus, for example, the precept. 'Thou shall not commit
adultery', has tradtionally been understood unequivocally to exclude not only intercourse with sommeone other than
one's spouse (adultery), but all freely chosen genital activity outside the convenant of marriage. This was precisely
the way this precept of the Decalogue was understood by the Fathers of the Church, for example, St. Augustine, by
the medieval scholastics, and by all Catholic theologians until the mid 1960's. Thus, in discussing the sixth
commandment, Peter Lombard, whose Libri IV Sentetiarum was used as the basic text in Cathologic theology from
the middle of the twelfth century until the middle of the sixteenth century, stressed that this commandment required
one to forbear from all nonmarital genital activity. Lombard, together with all medieval theologians and, indeed, all
Catholic theologians until the very recent past, held that any sexual activity fully contrary to the purpose of marriage
and of the sexual differentiation of the species into male and female was gravely sinful as a violation of this precept
of the Decalogue. This is, in addition, the teaching found in the Riman Catechism, and the teaching of this catechism
on the precepts of the Decalogue is crucially important. The Roman Catechism, popularly known as The Catechism
of the Council of Trent, was mandated by Trent, was writeen primarily by St. Charles Borromeo, was published with
the authority of Pope St. Pius V in 1566, and was in use throughout the world until the middle of this century. It was
praised by many popes, who ordered that it be put into the hands of parish priests and used in the cathechetical
instruction of the faithful. In 1721 Pope Clement XIII published an encyclical, In Dominico Agro, devoted to this
catechism. In it he said that there was an obligation to use it throughout the universal Church as a means of'guarding
the deposit of faith'. He called it the printed form of'that teaching which is common doctrine in the Church'. Vatican
Council I said that as a result of this catechism 'the moral life of the Christian people was revitalized by the more
through instruction given to the faithful'. From all this, one can see the significance of the witness of this catechism
to truths both of faith and morals. It is a reputable witness to the orfinary, day–to–day teazhing of bishops throughout
the world in union with the Holy Father": W. May, An Introduction to Moral Theology cit. pp. 210–212.
114This teaching of the Roman Catechism was in no way changed by Vatican Council II. It was, indeed, firmly
reasserted. Recall that this Council, after affirming that matters of faith and morals can be taught infallibly in the
day–to–day exercise of the magisterial authority by bishops throughout the worl in union with the Pope, insisted that
this is even more the case when the bishops, assembled in an ecumenical council, act as teachers of the universal
Church and as judges on matters of faith and morals. In the light of this this clear teachind it is most important to
examine some key staments made by the Fathers of Vatican Council II about specific moral norms. An examination
of this kind shows, beyond the shadow of a doubt, that the bishops united at Vatican Council II under the keadership
of the pope unambiguosly insisted that certain specific norms proposed by the magisterium are to be held definitively
by the faithful. In doing so, they fulfilled the conditions set foth in Lumen gentium and noted already, under which
bishops can propose matters of faith and morals infallibly. For instance, after affirming the dignity of human persons
and of human life, they unequivocally brand as infamous numerous crimed against human persons and human life,
declaring that: 'the varieties of crime against life itself, such as murder, genocide, abortion, euthanasia, and willful
self– destruction; all violations of the integrity of the human persons such as mutilations, physical and mental torture,
undue psychological pressures; all offenses against human dignity, such as subhuman living conditions, arbitrary
imprisonment, deportation, slavery, prostitution, the selling of women and children, degrading working conditions
where men are treated as mere tools for profit rather than free and responsible persons; all these and their like are
criminal; the poison civilization; and they debase their perpetrator more than their victims and militate against the
honor of the Creator' (Gaudium et spes, n. 22). Some of the actions designated as criminal here are, it is true,
describe in morally evaluative language, such as 'murder', 'subhuman', 'arbitrary', and 'degrading'. As so described,
such actions are obviously immoral. Buth other actions unequivocally condemned as absolutely immoral in this
passage are described factually, without the use of morally evaluative language, e..q., abortion, euthanasia, willful
self–destruction (suicide), salvery, the selling of women and children. Specific moral norms proscribing such deeds
are absolute, exceptionless": W. May, An Introduction to Moral Theology cit., pp.212–213.
36
Precisar el estatuto del Magisterio no infalible fue precisamente la tarea del Vaticano II que,
según vimos, en la Constitución dogmática Lumen gentium, recogiendo toda la Tradición
anterior, declaró formalmente el carácter infalible del Magisterio ordinario y universal y enseñó
que al Magisterio ordinario del Romano Pontífice se le debe, en modo particular, el religioso
obsequio de la voluntad y de la inteligencia que se ha de prestar en general a la enseñanza de los
Obispos115. Durante la redacción del número 25 de la Lumen gentium algunos padres
preguntaron por qué requerir un asenso intelectual a enseñanzas que no eran infalibles y
sugirieron pedir sólo una actitud de respetuosa obediencia, pero dejando la libre posibilidad de
adherirse o no internamente a él. La Comisión Teológica del Concilio contestó que para la
cuestión del asenso interior "consuli debent probatae expositiones theologicae"116, y mantuvo
intacto el texto, que subraya la exigencia de un religioso obsequio tanto de la voluntad como de
la inteligencia.
Estamos ahora en condiciones de entrar en los orígenes concretos del disenso. Como William
Smith ha puntualizado, el disenso, tal como lo plantean, por ejemplo, Curran y sus seguidores, es
un problema de cosecha reciente: "un cuidadoso análisis de las enciclopedias y diccionarios en
uso no encuentra la voz disenso antes de 1972. Los manuales de teología corrientes de la época
(del Concilio) abordan sólo el tema de las posibles dificultades que, excepcionalmente, podría
encontrar algún individuo, que considerase no poder dar positivamente su asenso personal a una
enseñanza formal de la Iglesia; tal cuestión era tratada dentro del estudio general del Magisterio
de la Iglesia, al analizar el valor o estado de cada enseñanza y de su fuerza o no de obligar"117. El
Vaticano II, contra lo que han pretendido algunos, no dio ningún pie a cambiar este estado de
cosas. El único episodio que se relaciona con el tema es el antes aludido de la respuesta de
la comisión Teológica del Concilio a la pregunta formulada por tres obispos, acerca del sentido
del religiosum obsequium de la inteligencia y la voluntad, cuando una persona juzga que interne
assentire non posset ¿Qué debe hacer entonces? Hemos visto que la réplica fue clara: consultar
los tratados de teología probados, es decir seguros. Como observa W. Smith, "la cuestión
planteada a la Comisión se relaciona con la incapacidad negativa de un sujeto para dar su
positivo asenso...lo que nada tiene que ver con un derecho positivo al disenso" 118. Si se examinan
los "tratados probados" se descubre, como Grisez ha mostrado con detalle, que ninguno de ellos
autoriza el disenso del Magisterio; algunos hablan de la suspensión del asenso interno por parte
de personas de especial competencia en la materia objeto de duda, en el caso de que tengan
graves razones para actuar así; y señalan que, entonces, tales personas deben mantener silencio y
comunicar sus preocupaciones a la correspondiente autoridad magisterial (el Papa o los obispos).
Hablan no de disenso sino de suspensión del asenso lo cual es bien diferente119.
Se trata de algo tan evidente, que el mismo Curran lo ha reconocido, optando por sostener el
derecho al disenso no ya en el Concilio y la alusión de la Comisión Teológica a los manuales
115Hoc vero religiosum voluntatis et intellectus obsequium singulari ratione preaestandum est Romani Pontificis
aythentico magisterio, etiam cum non ex cathedra loquitur; ita nempe ut magisterium eius supremun reverenter
agnoscatur, et sententiis ab eo prolatis sincere adhereatur, iuxta mentem et voluntatem manifestatam ipsius, quae se
prodit praecipue sive indole documentorum, sive ex frequenti propositione eiusdem doctrinae, sive ex dicendi
ratione": Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n.25.
116Acta synodalia III, 8, n.159.
117W. Smith, The Question of Dissent in Moral Theology, in AA.VV., Persona Verità e Morale, cit., pp. 235–254, la
cita de pag. 233. Cfr. también, del mismo autor. Is Dissent Legitimate?, en "Social Justice Review" 77 (1986), pp.
164 y ss.
118W. Smith, The Question of Dissent in Moral Theology cit. p.235.
119Cfr. W. May, An Introduction to Moral Theology cit., p. 216; G. Grisez, The Way of the Lord Jesus, cit., vol.I,
pp.853, 867–69, 873 y ss.
37
tradicionales sino en base a lo que habría afirmado Newman en su Grammar of Assent 120.
Posición, comenta May, simplemente sorprendente, si uno recuerda lo que Newman escribía121.
En suma, "la pretensión de Curran y otros de que 'es enseñanza común de la Iglesia que los
católicos puedan disentir del magisterio auténtico cuando hay razones suficientes para ello' es
espúrea, y está avalada sólo por débiles y tendenciosos argumentos"122. Lo ha venido a
confirmar, como hemos visto, la reciente Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo de
1990, distinguiendo y tratando separadamente las dificultades que los teólogos pueden encontrar
ante algunas enseñanzas (nn.32–41). La Instrucción, reconociendo que es compatible con el
religioso obsequio el surgir personal de algunas dudas y dificultades, en cambio rechaza
claramente como incompatible con él, cualquier tipo de disenso, de suyo directamente contrario
a la vocación eclesial del teólogo.
Ya apuntamos que existe una estrecha relación entre ética y moral. La filosofía moral o ética
entra en la raíz de la moralidad, como la teología; no se satisface con una simple descripción o
encasillamiento de los hechos y normas morales, sino que aspira a aferrar sus últimos
fundamentos. De todos modos, la ética opera exclusivamente con los conocimientos accesibles a
la razón natural, y la certeza de sus afirmaciones descansa sobre la validez de sus premisas y el
rigor de sus argumentaciones. Por otra parte, sólo la teología, que opera desde la fe, puede dar
plena razón de las exigencias de las divinización del hombre y de la situación de su naturaleza
caída y redimida.
La vida moral cristiana arranca de la divinización del hombre por la gracia: que le convierte
en una "nueva criatura" (Gal 6,5); es recreado a una vida nueva y una nueva conducta moral.
Pero esta recreación no rechaza, sino que supone la dignidad natural del hombre hecho a imagen
del Creador: para vivir como hijo de Dios hay que llevar una conducta digna del hombre, aunque
lo primero esté muy por encima de lo segundo.
La participación de la vida divina por la gracia, que nos convierte en hijos de Dios, implica
que la vida moral cristiana posea principios y exigencias propias –cognoscibles en su totalidad
sólo por la Revelación– que nacen de la gracia. La ética cristiana supone un estilo de vida muy
superior al modelo ético humano más elevado; nos llama a imitar a Cristo, hasta identificarnos
con El, y así tener un trato de intimidad con las tres Personas Divinas. Es un nuevo modo de
vida, que exige una profunda conversión, fruto de la gracia que Dios otorga y de nuestra
correspondencia a ella; que entraña no sólo la repulsa del pecado sino una auténtica santificación
y renovación interior123.
A partir de los años 1970, se abrió un debate entre los teólogos sobre si existe o no una moral
específicamente cristiana124. La cuestión tenía, en realidad, precedentes más antiguos: en la
tendencia, a la que haremos precisa referencia al tratar de la historia de la teología moral, a
centrar la moral en –y aún casi a reducirla a– las obligaciones establecidas por la ley, su
determinación y modo de cumplirlas125. En efecto, si se pretende delimitar lo propio de la moral
cristiana en base, sobre todo, a la existencia de normas concretas de conducta obligatoria y
exclusivas de los cristianos, no son tantas las cuestiones –fundamentalmente, en relación con las
virtudes teologales y la recepción de los sacramentos– que le dan una fisonomía propia. Sin
embargo, cuando la moral cristiana se contempla en su integridad, en el conjunto de los aspectos
entrañados en la Revelación de Jesucristo –desde la concepción de la persona de que arranca y la
finalización de todas y cada una de las acciones implicada, pasando por los principios dinámicos
del obrar: gracia, virtudes, dones, etc.–, entonces, la misma duda sobre su especificidad resulta
peregrina.
Pero la polémica de los años 70 surgió también, y quizás aún más profundamente, de la
oposición de origen kantiano entre autonomía y teonomía (origen de las normas de conducta
en la misma condición del hombre, que sólo él debe descubrir y determinar, o en un mandato
externamente recibido de Dios y enseñado por la autoridad). Ante los no fáciles problemas de la
contracepción, el aborto, la eutanasia, etc. ¿había que continuar apelando a una ley divina –
natural o revelada– custodiada bajo la tutela teológica y eclesiástica? o ¿no convenía más bien
encontrarles solución en el interior del hombre, en su conciencia? Algunos pensaron que, con el
Concilio, había llegado el momento de esta segunda postura126. Tal planteamiento comporta, al
igual del anterior, una tendencia a reducir la moralidad al mandato de la ley y su obligación,
junto a una valoración inexacta de las relaciones entre naturaleza y gracia, que oscurece la
riqueza de la Revelación y su universalidad. Lo específico de la moral cristiana no implica una
normativa de los asuntos humanos ajena a la inmanencia de la persona, pero esto no se debe a
que no añada sustancialmente nada a cuanto la sola razón alcanza para resolverlos, sino a que lo
específico suyo es la novedad con que ilumina y hace posible la entera vocación del hombre, en
modo pleno para los creyentes e incoativamente para toda persona.
No se debe olvidar, en efecto, que los no cristianos que obran con buena voluntad reciben,
por caminos que no conocemos, la gracia divina y son capacitados para vivir las exigencias
propias de la dignidad de la persona humana y en cierta medida las correspondientes a la común
vocación de todos los hombres al fin sobrenatural127, por eso, la fuerza propia y renovadora de la
moral cristiana –proclamada por Cristo en la plenitud de los tiempos– de algún modo se dirige a
todos los hombres, aunque no alcanza a todos en igual manera, porque no todos poseen los
sacramentos ni la ayuda visible de la iglesia; es decir, no tienen la plenitud de los medios y de
124Cfr. un buen resumen en T. López–G. Aranda. Lo específico de la moral cristiana. Valoración de la literatura
sobre el tema, en "Scripta Theologica" 7 (1975). pp. 687 y ss. Vide también, F. Compagnoni, La specificità della
morale cristiana, Ed. Dehoniane, Bologna 1972.
125Asñi lo ha subrayado, Ph. Delhaye, Existe–t–il une morale spécifiquement chrétienne? La réponse de Vatican II,
en "Seminarium" 28 (1988), pp. 405–420.
126Cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana citp., pp. 140 y ss.
127Cfr. Concilio VaticanoII, Const. past. Gaudium et spes. n. 22 & 5.
39
deberes que dimanan de la Encarnación del Verbo, y de la continuidad viviente de su presencia
entre los hombres en y a través de la Iglesia que El fundó.
La conducta moral cristiana, por otra parte, asume todas las exigencias naturales de la
dignidad humana, cuyo respeto es necesario a todo hombre para su propia perfección temporal y
para salvarse. Son lo que tradicionalmente –sea en el magisterio, sea en los pensadores no
cristianos– se han llamado principios y exigencias de la ley moral natural, que corresponden a
los preceptos básicos del Decálogo (amor a Dios sobre todas las cosas, amor al prójimo, respeto
de la veracidad y de la justicia, etc.).
El vivir cristiano supone un modo de conducta divinizado, cuya expresión más típica son las
bienaventuranzas128; pero no es inhumano, ni se desentiende de lo terreno, sino que ayuda a
comprenderlo en su verdadero sentido y lo engrandece. Si un cristiano, por ejemplo, no cumple
todas las obligaciones temporales de su trabajo, no puede convertirlo en instrumento de
divinización y de corredención, no coopera por tanto a la consecratio mundi, exigida por su
participación en el sacerdocio de Cristo129. Y lo mismo puede decirse de sus obligaciones
sociales o familiares. Lo específico cristiano comprende, aunque no se limita a ser, la plenitud
del orden de la creación, a cuya realización se alude hablando de la ley natural.
Las dudas que tienen algunos en torno a la existencia de exigencias de ley natural, comunes a
todo hombre aunque no posea la fe, dependen en gran parte de una crisis intelectual sobre la raíz
misma de la dignidad de la persona. Aunque hoy se hable mucho de tal dignidad, alienta a
menudo una duda sutil pero profunda, que no era corriente desde que tuvo lugar la primera
difusión del cristianismo. En la época moderna, como sugestivamente dice Maritain, se han
producido tres choques intelectuales que, sea de manera consciente o no, han puesto en crisis la
confianza del hombre en su propia grandeza. El primero debido a la teoría darwinista del origen
animal del hombre; el segundo con el marxismo, que ha puesto en evidencia las subestructuras
económicas de algunas de nuestras ideas y reglas de conducta; el tercero ha sido el
descubrimiento del subconsciente por Freud130. Las tres perspectivas vienen a insinuar que la
conducta del hombre se explica por mecanismos materiales que, en definitiva, le privan de
aquella singular dignidad en que había confiado, y le había llevado a afirmar unas exigencias
éticas esenciales a todo hombre: sólo los descubrimientos de las ciencias positivas, como para
cualquier otro aspecto del universo, serían determinantes.
Estamos ahora en condiciones de precisar las relaciones entre teología moral y ética. La
teología moral es ciencia de la fe, mientras que la ética natural cuenta sólo con las fuerzas de la
razón. Aunque la teología comprenda y no pueda prescindir de las verdades éticas que alcanza la
razón, sin embargo nos da sobre ellas un conocimiento más perfecto y seguro que la ética.
Para que la ética preste su servicio a la moral basta que cumpla una condición: que sea
verdadera. La verdad ética es única, como única es la naturaleza con que ha sido creado el
hombre. Sin embargo, es posible –y de hecho así ha ocurrido– que la inteligencia humana haya
elaborado diversos sistemas éticos. Cuanto más se aproximen a la verdad –y siempre, se
entiende, que no la contradigan–, mayor servicio prestarán a la teología.
A propósito de la interrelación entre ética y teología moral interesa advertir otro punto: aún
en lo que su análisis de la conducta humana tiene de común, siguen en parte caminos diversos.
La ética filosófica arranca de la consideración de la criatura para remontarse a su fin en Dios;
integra la experiencia humana en una concepción de la persona, caracterizada por los límites con
que la inteligencia alcanza las realidades del espíritu. La teología, en cambio, ilumina esa
experiencia desde las verdades que Dios mismo ha revelado sobre el hombre: que es imagen e
hijo suyo, que goza de una libertad herida por el pecado pero rescatada por Cristo, cuál es su
destino eterno y qué debe hacer para salvarse. Es un peligro para la teología moral olvidar su
perspectiva propia, intentando asentar sus certezas por el mismo camino que la ética filosófica:
por ejemplo, pensar que los descubrimientos de las ciencias humanas sobre los
condicionamientos bio–psìquicos, sociológicos, económicos puedan poner en duda lo que la
Cuando la teología moral trata de las verdades que pertenecen al orden de la creación lo hace
siempre teniendo presente la entera Revelación: con la luz que ésta proyecta sobre la naturaleza
humana y en la unidad sin confusión entre naturaleza y gracia; sabiendo que todo hombre nace
con una naturaleza caída y está llamado a la vida de la gracia, y que ésta no se añade a la
naturaleza sino que la transforma intrínsecamente, aunque no está en ella comprendida
(manteniendo, por tanto, conciencia de la novedad que la vida de la gracia instaura en el ser y
obrar de la persona).
Sin descender a detalles, que excederían nuestro propósito, será útil hacer un recorrido para
contemplar –no tanto, pues, para retenerlos con el estudio– los momentos más significativos del
intellectus fidei sobre las verdades morales de la Revelación. Entre otras razones, porque
proporciona una perspectiva más rica y contribuye a evitar errores ya superados por la
experiencia precedente.
La realidad histórica de la Encarnación del Verbo posee tal relevancia que lleva a quienes la
han conocido a preocuparse, ante todo, de transmitir a otros esa verdad salvífica: "Dios ha
amado a los hombres: para ellos ha creado el mundo; les ha sometido todo cuanto existe en la
tierra; les ha dado la razón y la inteligencia; les ha permitido elevar la mirada hasta el cielo; los
ha creado a su imagen; les ha enviado su Hijo unigénito; les ha prometido el Reino de los Cielos,
que otorgará a quienes le hayan amado"142. No hay, en los inicios del cristianismo, una
preocupación por estructurar de modo sistemático los misterios revelados, absorbidos como
están sobre todo en hacer a otros partícipes de su riqueza. En los escritos de los Padres domina,
por eso, la predicación y la catequética sobre el trabajo más específico de construcción teológica,
aunque evidentemente ésta no falta, en esa catequesis, la exposición de las verdades morales
ocupa un lugar importante y se pueden encontrar todos los temas centrales de la moral
fundamental y especial.
Una primera característica de la moral en los Padres, puesto que la predicación toma con
frecuencia su punto de partida de la Escritura. es la riqueza y espontaneidad con que se nutre de
Ella. Los Padres son particularmente conscientes del carácter inspirado de la Biblia,
reconociendo a Dios como su autor principal: la fe con que leen el texto sagrado y procuran
ponerlo por obra les lleva a extraer en abundancia su fuerza directiva para la conducta humana.
En su empeño constante por penetrar en la inteligencia del don revelado, usan con gran
naturalidad de la filosofía de su tiempo, pero siempre luego de haberla contrastado y purificado
desde el superior conocimiento de la fe; el don sobrenatural se sabe tan rico que capacita para
140S. Pinckaers, La prière chrétienne, Edit. Universitaires Fribourh Suisse 1989, pp. 310–311.
141Cfr. S. Pinckaers, Réflexions pour une histoire de la thêologie morale, "Nova et Vetera (1977), pp. 50–61; La
thêologie morale à la periode de la grande scolastique. ibid., pp.118–131: La thêologie morale au déclin du Moyen–
Age: Le nominalosme, pp. 26987; Les sources de la moral chrétienne. (Sa méthode, son contenu, son histoire), cit.,
pp. 197–326; Ph. Delhaye, La morale des Pères en "Seminarium" 11 (1971), pp.623–637; C. Caffarra, Teología
morale (storia), cit. 997–115; A. Lanza–P. Palazzini, Principios de Teología Moral, Rialp, Madrid 1958, vol. I, pp.
38–85; V.J. Bourke, Histoire de la morale, París 1970; L. Vereecke, Histoire et morale, en "Studia Moralia". 12
(1974), pp.81–95; R. García de Haro, voz Teología Moral (Historia), en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid 1972.
142Epístola a Diogneto X, 2.
43
discernir sobre cualquier otra adquisición, con la seguridad de que nada cierto y valioso puede
hallarse en contra suyo.
Los Padres son verdaderos especialistas de la "vida espiritual, que comunican lo que han visto
y gustado en la contemplación de las cosas divinas; lo que han conocido por vía del amor, 'per
quaendam connaturalitatem', como diría Santo Tomás143. En su modo de expresarse es a menudo
perceptible el sabroso acento de los místicos, que deja traslucir una gran familiaridad con Dios.
Una experiencia vivida del misterio de Cristo y de la Iglesia y un contacto constante con todas
las genuinas fuentes de la vida teologal. Se puede decir que, en la línea del agustiniano
'intellectum valde ama'144, los Padres aprecian ciertamente la utilidad de la especulación, pero
saben que ella no basta. En el mismo esfuerzo intelectual para comprender la propia fe, practican
el amor, que haciendo amigo al que conoce con el conocido 145 llega a ser, por su misma
naturaleza, fuente de nuevo conocimiento. En efecto, 'ningún bien es perfectamente conocido si
no es perfectamente amado'146. (...) La actividad teológica permanece para nosotros actual.
Continúan siendo maestros para los teólogos"147.
En sus escritos, los Padres inculcan, como exigencia para todos los cristianos y no sólo para
algunos, el deber de llevar una vida santa, digna de hijos de Dios, destinados a unirse para
siempre a El. Una clara y fuerte exigencia que contrasta con la decadencia moral que les
circunda y en medio de la cual dan un audaz testimonio: "Cristo nos ha dejado para que
fuésemos como lámparas; para que nos convirtiéramos en maestros de los demás; para que
actuásemos como fermento; para que viviéramos como ángeles entre los hombres, como adultos
entre los niños, como espirituales entre gente solamente racional; para que fuésemos semilla;
para que produjésemos fruto. No sería necesario abrir la boca, si nuestra vida resplandeciera de
esta manera. Sobrarían las palabras si mostrásemos las obras. No habría un sólo pagano si
nosotros fuéramos verdaderos cristianos"148. Merecen destacarse por la especial abundancia y
riqueza de sus consideraciones morales los escritos de Clemente de Alejandría (150–210?)149,
San Basilio (329–379)150, San Juan Crisóstomo (340?–407)151 y San Ambrosio (339–397)152.
b) San Agustín.
Para San Agustín, que ha hallado la fe tras una búsqueda inquieta sobre el fin del hombre y su
felicidad, el conocimiento de Dios está inseparablemente unido al amor de caridad. La moral
cristiana es un vivir de las verdades profesadas por la fe, que dispone el alma para el
conocimiento y cumplida posesión de Aquél en quien ha comenzado a creer. Las realidades
temporales, aunque dotadas de un valor propio, sólo cobran su verdadero sentido como vías de
acceso a Dios. Tampoco el hombre debe buscar su finalidad en sí mismo; fuera de Dios nada se
debe amar como fin. Por eso, la ley invariable de la bondad de las cosas humanas se toma sólo y
siempre de la medida en que conducen a la unión con Dios. La actividad moral consiste en amar
bien, conforme al orden que la fe nos da a conocer: no amar lo que ha de rechazarse, ni dejar de
amar lo que debe ser amado, con una gradación tal que nada se ame más de lo debido ni menos
de lo que ha de ser amado.
En San Agustín, como en general en la enseñanza de los Padres, la moral cristiana no está
centrada primordialmente en la idea de obligación y de ley, aunque las comprenda y valore en su
importancia, sino sobre todo en el ideal de la perfección humana; más aún, de aquella perfección
por la que el hombre alcanza la salvación, la felicidad temporal y eterna. No comienza
casualmente así San Agustín su De moribus Ecclesiae Catholicae: "sin ninguna duda cada uno de
nosotros quiere ser feliz y no hay persona alguna que no esté de acuerdo con esta afirmación,
incluso antes de que sea hecha...Busquemos, pues, lo mejor para el hombre"155. La novedad
cristiana radica, precisamente, en ser capaz de liberar al hombre de la situación de esclavitud e
impotencia moral en que se encontraba, mediante la verdad y la gracia de Jesucristo, que le abre
al panorama de las bienaventuranzas.
153En este sentido, Th. Deman, Le traitement scientifique de la morale chrétienne selon Saint Agustin, Ed. Vrin,
Montréal–Paris 1957. Cfr. también, sobre el influjo de San Agustín en la teología moral; G. Armas, La moral de San
Agustín, Madrid 1954, especialmente pp.39–43, 286–303 y 314–323; G. Bonnet, Ethique et foi chrétienne dans la
pensée de Saint Augustin, en "Recherhes Augustiniennes" (1969), pp. 47–104.
154Entre las principales obras morales de San Agustín citaremos: The moribus Ecclesiae catholicae (ML 32, 1309–
1378), De libero arbitrio (ML 32, 1221–1310), De sermone Domini in monte (ML 34, 1120–1308), De Genesis ad
litteram (ML 34, 245–486), De natura boni (ML 42, 551– 578), In Ioannis evangelium tractatus (ML 35, 1379–1976),
De gratia Christi et de peccato originale (ML 44, 359– 410), Enchiridion (ML 40, 251–290). Su importancia ha sido
recordada nuevamente por la Carta apost. Augustinum Hipponensem del 28.VIII.1986.
155De moribus Ecclesiae catholicae cit., 1309.
45
Los siglos VI a X son una época poco activa en el campo de la construcción teológica; se
recopila y ordena fundamentalmente el trabajo de los Padres: las Etimologías de San Isidoro son
una obra representativa de estos siglos. Desde el punto de vista de la teología moral, la novedad
más importante es la aparición de los libri poenitentiales, cuya función es ayudar a los
confesores a fijar las penitencias aplicables en el sacramento de la Confesión; una función, por
tanto, pedagógica, que no pretende en absoluto, como ocurrirá en cambio en la casuística del
siglo XVII, conducir a una estructuración autónoma de la teología moral.
Dentro de la época, debe destacarse la obra de San León Magno (390?–461) 156 y San
Gregorio Magno (540–604)157. Especialmente este último tiene el mérito de incorporar junto a
la labor de San Agustín las adquisiciones más importantes de los padres orientales. Sus escritos
son fundamentalmente de temas morales158, donde a la hondura teológica se aúna una especial
insistencia en la práctica pastoral y ascética que supone la vida moral cristiana y, sobre todo, en
que lo decisivo es la acción del Espíritu. La doctrina –insiste San Gregorio– no fructifica en el
alma si faltan las disposiciones adecuadas del entendimiento y la voluntad, con las que el
hombre se abre a la moción del Espíritu Santo, que obra en los corazones: "porque si el Espíritu
Santo no asiste interiormente el corazón del que oye, de nada sirve la palabra del que enseña"159.
El personaje de esta época más digno de destacar por su servicio a la teología es, sin duda,
San Anselmo161. Como los Padres, San Anselmo sabe bien que la fe es un don sobrenatural, que
la razón no puede juzgar aunque se esfuerce por comprender con amor; precisamente a la verdad
revelada se accede por la gracia: la inteligencia –iluminada por la fe– y la voluntad –bajo el
impulso de la esperanza y la caridad– abren al hombre un mundo nuevo: la realidad creada y
redimida. Todo esfuerzo de comprensión intelectual de la verdad cristiana requiere por ende una
actitud amorosa del alma; "Idem est veritatem facere quod est bene facere (...); unde sequitur
quia rectitudinem facere est facere veritatem"162. Entre la verdad y el bien hay vínculos
estrechos: la especulación teológica tiene, en su punto de partida y en su final, una exigencia de
rectitud y, aún más, una razón de búsqueda amorosa; es un querer conocer más –fides quaerens
intellectum, según la expresión feliz que él acuñó– para amar mejor. En la teología de San
Anselmo, como en la de los grandes autores cristianos de la época, esta marcada unión entre
contemplación intelectual y búsqueda amorosa acentúa la dimensión moral del conocimiento
teológico; los análisis morales son abundantes y, como en los Padres, íntimamente unidos a todo
el trabajo teológico: no hay asomo de división entre moral y dogmática163.
I. DIVISION GENERAL
SECCION SEGUNDA
(Secunda secundae)
163Cfr. sobre el tema V. Mathieu, La fondazione della morale in Sant'Anselmo, en AA.VV., Anselmo d'Aosta figura
europeaa, "Convegno di Studi" (obra dirigida por I. Biffi–C. Marabelli), Jaca Book, Milano 1989, pp. 155–161.
47
I. LA VIRTUD DE LA FE: objeto, acto interior y exterior, en sí misma, sujeto, causa y
efectos. Los dones de entendimiento y ciencia. Pecados opuestos a la fe: infidelidad, herejía,
apostasía, blasfemia, ceguera del corazón. Los preceptos de la fe.
II. DE LAS GRACIAS GRATIS DADAS: profecía, rapto, don de lenguas, don de milagros.
El carácter unitario de la ciencia sagrada sigue en la edad de oro de la Escolástica (siglos XII
y XIII)164. Para San Alberto Magno165, San Buenaventura166 y Alejandro de Hales167, la teología
es un tratado de Dios, y del hombre y del mundo en cuanto creados por Dios y redimidos por
Cristo; no cabe entender quién es el hombre sin recurrir a Dios: la antropología cristiana es
teocéntrica. Las verdades reveladas son objeto de sabiduría, que es un conocimiento a la vez
altamente teorético y práctico; por eso, la teología expone las verdades reveladas de modo que
estimulen la fe y el amor, con sus frutos para la conducta: San Buenaventura no duda en afirmar,
164Vide, en general, para este período, O.Lottin, Psychologie et moral aux XIIe et XIII siècles, vols. I–V, J.
Duculot, Gembloux 1949–1957; M.D. Chenu, Introduction à l'étude de S. Thomas d'Aquin, Vrin, Paris 1965; B.
Haring – L. Vereecke, La théologie morale de Saint Thomas à Saint Alphonse de Liguori, en
"Nouv.Rev.Théologique" 77 (1955), pp.673–692.
165De bono sive de virtutibus, en la 'Summa de creaturis'; De natura boni; Super Ethica commentum et quaestiones;
Commentarii in IV Sententiarum; Super Dionysium De divinis nominibus. Vide Albert le Grand en "Dictionnaire de
Théologie Catholique", I. col. 666–674.
166Itineratium mentis in Deum; Commentario in IV Sententiarum.
167Summa theologiae; In IV Sententiarum; cfr.Alexandre de Halès, en D.T.C., cit. I.col. 772–785.
49
en el prólogo de su Comentario de las Sentencias, que "la teología no ha de servirnos sólo para
la contemplación, sino también para mejorarnos: ésta es su primera finalidad".
Santo Tomás de Aquino representa la cumbre de este período áureo de la ciencia teológica.
Su obra comporta un importante paso para la compresión de las relaciones entre fe y razón;
recalca la primacía de la verdad revelada, a la vez que potencia el rendimiento de la razón: las
realidades naturales, aunque de orden inferior, poseen una propia consistencia ontólogica, siendo
inteligebles como tales; precisamente es esta autonomía –no independencia– del orden de la
creación, lo que permite captar más hondamente el carácter gratuito del don sobrenatural y el
valor de la razón para penetrar en el conocimiento poseído por la fe. La gracia no destruye la
naturaleza, ni la deforma, antes la sana y perfecciona: la supone y la prosigue. La gracia no es
extrínseca a la naturaleza, porque Dios obra siempre desde el ser de la criatura, y entre creación
y recreación –pese a su diferencia metafísica– hay una continuidad168. Además, entre la vida
natural y la de la gracia existe una analogía, consecuencia de que ambas son esencial entre uno y
otro, entre el esse naturae y el esse gratiae 169. Por eso, la estructura de las realidades naturales
nos permite penetrar por analogía en las sobrenaturales.
Los temas básicos de la moral, en la Suma Teológica, forman la secunda pars: esto ha llevado
a identificar la moral de Santo Tomás con las cuestiones en ella tratadas; en realidad toda la
Suma Teológica es dogmática y moral; basta pensar que la estructura del ser creado y el
gobierno de las criaturas aparece en la prima pars o que los sacramentos se estudian en la tertia.
De aquí que, en la actual diversificación entre moral y dogmática, para ser fiel a la mente de
Santo Tomás, la moral ha de anclarse en toda la Suma Teológica. Con esta salvedad, cabe decir
que los grandes temas morales se encuentran en la secunda pars; que la I–II constituye una moral
fundamental, que arranca y se estructura en torno a la bienaventuranza, como fin último del
hombre y respuesta divina al deseo natural de felicidad –deseo del Bien Absoluto, de Dios–, que
El mismo ha sembrado en nuestro corazón, y que la II–II es una moral especial, que tiene por
esquema el de las virtudes teologales y cardinales y los dones del Espíritu Santo, con un
apéndice relativo a las principales obligaciones de "estado", tal como esta noción era entendida e
el Medioevo.
De forma semejante, en la Suma contra gentiles los temas morales aparecen desde la primera
página del libro I, pues Dios es el Creador del hombre, su último fin y causa ejemplar de todas
sus perfecciones (bondad, sabiduría, libertad, virtud, etc.); sin embargo, del bien y el mal
morales y sus principios se ocupa particularmente en los libros III y IV, mostrando la perfecta
armonía entre el orden de la Creación y de la Redención. En toda la obra teológica del Doctor
Communis, dogmática y moral se ofrecen en su unidad; y son muchos los escritos que dedica en
168"Creatione et recreatione operatur Deus, unde non est inconveniens, quod actio Dei in creatura pertingat ad
aliquem terminum in quem non se extendit natura: quia creatio et recreatio est quasi actio continua, reducta in unum
agens": Santo Tomás, In II Sent, d.18, q.2,1, ad 5.
169Cfr. Santo Tomás, In II Sent, d.26, q.1, 1. 1, ad 4.
50
concreto a cuestiones morales170. Queremos subrayar la importancia que revisten al efecto sus
Comentarios bíblicos171, tan ricos en un análisis de las verdades morales nutrido de la Sagrada
Escritura, según ha insistido precisamente el Vaticano II; puede afirmarse que constituyen un
verdadero modelo del uso de la Escritura en teología moral augurado por el Concilio172.
Entre los puntos más salientes de la síntesis moral de Santo Tomás, resaltaremos los
siguientes: la centralidad del último fin del hombre, que consiste en la eterna y sobrenatural
bienaventuranza, incoada ya en la tierra por el conocimiento y amor de Dios, que debe inspirar
todas sus obras; la profundidad con que la libertad se muestra como capacidad de glorificar a
Dios por el conocimiento y el amor, característica y privilegio del obrar humano y fruto de la
interacción de inteligencia y voluntad, que integra y pone a su servicio las pasiones; su análisis
de la moralidad de las acciones humanas, con la distinción entre los dos momentos del acto
interior y exterior de la voluntad, que permite subrayar la primacía de la interioridad en la
conducta moral, recalcando el papel esencial –junto al objeto– de la finalidad o intención; su
modo de resaltar el carácter intrínseco de la ley divina, tanto natural como sobrenatural, aunque
ésta sea además una ley exterior –la letra de la Sagrada Escritura–, y la consiguiente
inseparabilidad entre perfección y felicidad humanas, que no son sino dos modos de hablar del
cumplimiento del orden de la Providencia; su presentación de la conciencia como juicio de la
inteligencia, que precede y acompaña a todo acto libre y cuya rectitud exige, además de la
ciencia moral, la posesión de una voluntad recta, por obra de las virtudes morales; el modo en
que las virtudes –adquiridas e infusas– se muestran como elementos del organismo sobrenatural,
en su íntima unidad con los dones del Espíritu Santo.
Los siglos XIV y XV, junto a la continuación –sin particulares logros– de la escolástica,
contemplan la aparición de un nuevo modo de concebir la moral, en torno a la idea de
obligación.
Guillermo de Ockham, conforme a las tesis nominalistas, partiendo del hecho de que todo lo
real existe en lo singular, pasa –indebidamente– a la idea de que los universales no tienen más
que un valor nominal. En el campo de la moral, esto se reflejará en la consideración de cada acto
singular como una realidad a se, no susceptible de valoración por principios universales tomados
de las inclinaciones de la naturaleza y desligada de todo antecedente en las actitudes personales
del sujeto. Cada acto humano es como un punto independiente, una decisión de la voluntad que
se concibe como libre en cuanto capacidad de elegir entre contrarios al margen de toda otra
causa que no sea el mismo querer de la voluntad. Se introduce así la concepción de la libertad
como indiferencia de la voluntad: "llamo libertad a la potencia que poseo de producir
indiferentemente y de un modo contingente efectos distintos", de tal modo que produciendo unos
u otros nada cambie salvo el acto de esa potencia173. En el hombre, esta autonomía de la
voluntad no es absoluta, porque se encuentra sujeto a la voluntad superior de Dios, que le manda
al modo que lo hacen las autoridades humanas, es decir extrínsecamente. La moralidad se
170Así, De malo; De virtutibus; In decem libri ethicorum; In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta;
múltiples qq. de In IV Libris Sententiarum, etc.
171Super Epistolas S. Pauli Lectura; Super Evangelium S. Matthaei Lectura, Super Evangelium S. Ioannis Lectura;
In Psalmis davidicis.
172En este sentido, Ph.Delhaye, Les quatre forces de la vie morale d'aprés S. Paul et S. Thomas, en "Esprit et Vie",
94 (1984), n.1, pp.6–11.
173Quodl 1, q.16.
51
configura como la relación de la voluntad humana a la norma divina, dependiente del arbitrio
absoluto del Creador, que podría haber determinado que fueran buenas cosas que ahora son
malas, o viceversa. Para Ockham la voluntad divina es su nobilior potentia, determinante radical
de lo que es o no el bien de la criatura. Queda así truncada la armonía constitutiva entre la
bondad participada y Dios sumo Bien, causa de toda bondad; el orden creado no es reflejo del
orden divino ni, por tanto, hay un orden moral inmutable fundado sobre el ser mismo de las
cosas y, en última instancia, en el Ser divino: todo ser y todo deber ser dependen de una decisión
arbitraria de Dios. Con el deseo de subrayar la absoluta pujanza divina, se destituye de sentido
propio al orden de la creación.
Ockham dirá que un acto es bueno cuando la voluntad tiende a él porque lo manda la razón –
excluida cualquier inclinación interior–; una razón que no es ya capacidad de conocer el ser de
las cosas bajo la guía de los primeros principios y las inclinaciones naturales, sino capacidad de
medir el acto en relación a los mandatos de la ley o plan del arbitrio divino. Así entendida, la
razón es la norma próxima de la moral, cuya misión es aplicar la ley general y externa al caso
concreto. Para que un acto sea bueno deberá estar dictado por esa recta razón y querido en tanto
en cuanto es dictado por ella: "quia hoc est elicere conformiter rationi recta: velle dictatum a
ratione recta propter hoc quod es dictatum" (III Sent. q.12, DD). La bondad no se radica en el
amor del bien, sino en la obligación establecida y conocida: Ockham estructura así la primera
moral de obligación. En ella se puede vislumbrar un precedente del imperativo categórico
kantiano. En Ockham se fundará Lutero y, en última instancia –como hemos apuntado–,
coincide con la actitud de las modernas morales autónomas, que proclaman la conciencia a juez
supremo de la moralidad175.
174Cfr. A. Rodríguez Luño, Un 'etica senza Dio (Neo– utilitarismo & neo–contrattualismo9, en "Studi Cattolici" 350
(1990=, pp. 208–213.
175Cfr. S. Pinckaers, La théologie morale au déclin du Moyen Age, cit., pp. 211–220. En general, sobre la moral de
Ockham y su influjo vide: A. Garvens, Grundlagen der Ethik Wilhelms von Ockham, "Franziskanische Studien" 21
(1934) pp. 243–273; 360–408; L. Vereecke, L'obligation moral selon Guillaume d'Ockham, "Vie Spirituel, Suppl."
n.45 (1958), pp. 123–143.
52
f) La teología moral como ciencia independiente.
A comienzos del siglo XVI tiene lugar un renacimiento del trabajo teológico, que busca
inspirarse en Santo Tomás y del que puede considerarse especialmente representativa la Escuela
de Salamanca. Los temas morales ocupan un lugar importante, siendo de destacar los
comentarios a la "secunda pars" de Konrad Koellin, Francisco de Vitoria y el Cardenal
Cayetano. Merece también señalarse la obra de Gabriel Vázquez y Francisco Suárez176.
Esta teología, que se desarrolla sobre todo en las universidades, se caracteriza por un uso
creciente de los procedimientos racionales de la escolástica: se multiplican las cuestiones, las
divisiones, los argumentos y se difunde un vocabulario técnico especializado, con una creciente
abstracción y complejidad de los problemas y las soluciones. Semejante producción teológica,
fuertemente especulativa y de escuela, se separa poco a poco de lo que se llamará teología
mística y de las grandes corrientes de espiritualidad de la época. Merece, por eso, una particular
mención, en cuanto supera esta división y retorna a la unidad tradicional, San Francisco de
Sales: en su obra aparecen ligados el saber teológico y la experiencia espiritual, mostrando que
todo cristiano debe y puede adquirir sólida vida interior.
En la mayoría de los autores de la época, sin embargo, bajo el influjo del nominalismo y la
creciente difusión del modelo de Ockham, la moral tiende a ocuparse "esencialmente de los
preceptos, que fijan las obligaciones en los distintos sectores del obrar humano y se imponen
indistintamente a todos. Los consejos describirán un nivel suplementario de actos
supererogatorios, dejados a la libre iniciativa de cada uno, y de hecho reservados a una élite que
busca la perfección: será el terreno de la ascética y de la mística" 177. Al mismo tiempo, la moral
–reservada a quienes tienen acceso a la universidad–, se separará de la pastoral al alcance de
todos los sacerdotes: se diversificarán así el teólogo y el pastor de almas178.
En este ambiente tuvo lugar el nacimiento de la teología moral como disciplina autónoma.
Entre los sucesos que condicionaron su aparición, puede considerarse la nueva organización de
estudios de la Compañía de Jesús: establecía que los principios morales –teología moral
especulativa– se expusieran conforme al plan de la Suma Teológica; a la vez, disponía la
creación de una nueva disciplina –la teología moral práctica–, explicada por profesores distintos
y destinada a la solución de casos de conciencia, con la que abordaba la necesidad de formar a
los confesores179.
Los nuevos tratados de moral tienden a adoptar como introducción un estudio sobre la
conciencia y se desarrollan en función de las preguntas: ¿este penitente ha cometido pecado o
no? ¿cómo aconsejarle? Tal planteamiento llevará – a través del recurso al método casuístico– a
una clarificación de muchas cuestiones concretas e importantes, pero tendrá anejo en ocasiones
176Acerca de las diferencias entre el modo en que Santo Tomás y Suárez entienden la tradición, y la razón de por
qué el pensmaiento del Aquinate prosigue las tradiciones agustiniana y aristotélica, mientras el de Suárez pone las
bases al estilo de pensar inaugurado por Descartes, cfr. A. MacIntyre,, Three Rival Versions of Moral Enquiry cit.,
pp. 73 y ss.
177S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, cit., p. 334.
178Ibidem, pp. 334–336.
179Cfr. S. Pinckaers, La théologie morale à l'époque moderne, cit. pp. 273 y ss; C. Caffarra, Teología moral (Storia),
cit. col. 1103 y ss; A. Günthor, Chiamata e risposta (Una nuova Teología Morale). Vol. I: Morale generale, Ed.
Paoline, 3º edic. Roma, 1970, pp. 101 y ss; A. Franciszek Dziuba, Jan Azor Teologmoralista, Warszawa 1988.
53
el peligro de construir una moral de mínimos; peligro reforzado por el hecho de que la
exposición no se encuadra ya en torno al examen de la virtud, sino al de los preceptos y
obligaciones que de ellos dimanan. Quedan hasta cierto punto relegadas la contemplación del
crecimiento en la vida virtuosa y de la fuerza inspiradora de la fe sobre la conducta.
Por otra parte, al presentar la ley divina al modo de las leyes humanas, resaltando de la
enseñanza moral bíblica sobre todo y casi sólo los preceptos, se tendía a oscurecer su función
intrínseca y dinámica. El orden moral objetivo podría así aparecer casi como un mandato
extrínseco y coartante de la libertad; la conciencia será la norma próxima de la conducta, dotada
de una cierta autonomía respecto a la ley, o norma remota. La visión cristiana de la ley, principio
vital y guía divina hacia el último fin, tiende a desdibujarse.
Puede decirse que durante estos siglos la investigación teológica, en el terreno moral, se
desgasta parcialmente en la famosa controversia sobre los sistemas morales (tuciorismo,
probabiliorismo, probabilismo, equiprobabilismo, laxismo)180, una tarea salpicada de duras
polémicas, poco fructuosa, que los Papas (Alejandro VII, Inocencio XI y Alejandro VIII) se
vieron obligados a zanjar181.
180Cfr. sobre el tema, Th.Deman, Probabilisme, en DTC, XIII (1936), pp. 417–619.
181Cfr.D. Prümmer, Manuale Theologiae Moralis, t.1, 12º ed, Herder–Friburgo–Barcelona 1955, nn.337–352.
182B.V. Johnstone, The significance of the moral theology of St. Alphonsus; the redemptorist focus today, en
"Meeting of Redemptorist moralists, Aylmer, Québec, Canada/ 26–30 June 1989", Edit. Academiae Alphonsianae,
Roma 1990, pp. 77–97 (textos cit. en pp. 79 y 81).
54
alimenta la resolución de los problemas morales. Manteniendo pues, en gran parte, la orientación
de los manuales de la época, marca un paso de renovación positiva de la teología moral183.
El siglo XIX registra un nuevo renacer de la teología moral. Por una parte, un grupo de
teólogos dominicos (Merkelbach, Prümmer, etc.) inician la vuelta a Santo Tomás,
reintroduciendo –aunque todavía reducidos– los temas capitales de la moral fundamental; el plan
de la II–II de la Suma sirve también de esquema para desarrollar los casos morales basados en el
tratado de las virtudes. Sus obras representan por tanto, una vuelta hacia los trazos de la moral
perenne. Se trata de todos modos de un inicio, pues estos manuales de obediencia tomista siguen
estando bajo el influjo de la moral de obligación, de la que toman principalmente su
contenido184. No aparece todavía una verdadera reestructuración de la moral a partir de la
especulación de los Padres y de Santo Tomás.
Por esta época nacen también, en Alemania especialmente, otros intentos de renovación más
marcadamente pastorales, y con mayor originalidad en los planteamientos, que tienden a buscar
una idea central en torno a la cual quepa estructurar toda la moral. Así Sailer proyecta una
teología que gire alrededor del Sermón de la montaña; Hirscher, en torno a la instauración del
Reino de Dios; Schilling y Tillman, en torno a la idea de seguimiento e imitación de Cristo.
Ninguno de estos proyectos ha llegado a cuajar realmente y no han hecho sino subrayar la
necesidad de una renovación más ligada a la tradición patrística y a esas dos cumbres de la moral
que representan las obras de San Agustín y Santo Tomás.
El surgir de nuevos problema junto a las sentidas exigencias de renovación, cada vez más
innegables, han originado en la segunda mitad de nuestro siglo una serie de direcciones de
pensamiento que replantean, en modo más o menos radical, el modo de hacer teología de los
últimos siglos y, en modo particular, de conducir la ciencia moral. Un crecido número de autores
aportan consideraciones de gran interés y acierto – corrigiendo el legalismo de la moral los
últimos siglos–, que de hecho sirvieron de base a algunas de las tomas de postura del Concilio,
como por ejemplo la renovación bíblica de la moral o el prestar mayor atención a la persona y su
dignidad. Con el retorno a la Escritura, se ha subrayado también la unidad de la moral con la
dogmática y la espiritualidad, la necesidad de partir de una antropología bíblica (la creación del
hombre a imagen de Dios y elevado por la gracia a la condición de hijo Suyo, después caído y
redimido), de un mayor recurso a las enseñanzas de los Padres y del estudio directo de Santo
Tomás, de una más sólida fundación de bases metafísica de la moral, de la necesidad de
aprovechar los datos de las nuevas ciencias humanas para elaborar los juicios morales. Destacan,
entre ellos S. Pinckaers, C. Spicq, Ph. Delhaye185, O. Lottin y tantos otros186. Sin olvidar las
192Para una crítica del consecuencialismo cfr., J. Seifert, Absolute Moral Obligations towards Finite Goods as
Foundation of Intrinsically Right and Wrong Actions (A critique of consequentialist "Theological Ethics":
Destruction of Ethics through Moral Theology), "Rivista di Studi sulla persona e la famiglia: Anthropos" 1 (1985),
pp. 57–94.
193R. McCormick, Notes on Moral Theology; 1981, "Theological Studies" 43 (1982), p. 81 nota 33.
194R. McCormick, Ambiguity in Moral Choice, en "Doing Evil to Achieve Good", cit., p.41.
195Cfr., en este sentido, la crítica de D.Capone, La 'Teología Moralis' di S.Alfonso. Prudenzialità nella scienza
casistica per la prudenza nella coscienza, en "Studia Moralia" 25 (1987) pp. 27–77; vide, también, B.M. Kiely, The
impracticability of Proportionalism, en "Gregorianim" 66 (1985), pp. 655–686.
196J.R.Connery, Catholic Ethics: Has Norm For Rule Making Changed?, en "Theological Studies" (1981), p. 2325.
Cfr., también, G.Grisez, Catholic Moral Principles, cit., pp.141–171; Christian Moral Theology and
Consequentialism, en "Principles of Catholic Moral Life", cit., pp. 293–327; S.Pinckaers, La question des actes
intrinsèquement mauvais et le proportionalisme, "Revue Thomiste" 1982, pp. 181–212; y 1984, pp. 618–624, Juan
Pablo II, en relación con los presupuestos del consecuencialismo y el proporcionalismo, ha afirmado: "Sería un error
gravísimo concluir (ante las dificultades que algunos encuentran para vivirla) que la norma enseñada por la Iglesia es
en sí misma sólo un 'ideal' que ha de ser adaptado, proporcionado, graduado a las –se dice– concretas posibilidades
del hombre; según un 'balance de los varios bienes en cuestión' Pero ¿cuáles son las 'concretas posibilidades del
hombre'? ¿Y de qué hombre se habla? Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por
Cristo": Discurso 1–III–1984, n.4; y en la misma línea: "El bien/mal moral posee una específica originalidad respecto
a los demás bienes/males humanos. De ahí que reducir el bien/mal moral de nuestras acciones, relativas a las
criaturas, al intento de mejorar la realidad en sus contenidos no éticos equivale, a la postre, a destruir el concepto de
moralidad" (Discurso del 11–IV–1986, n.3.).
57
j) La renovación de la moral y el Concilio Vaticano II.
Cerramos este recorrido histórico con una referencia a las enseñanzas del Concilio Vaticano
II. Capitales desde tantos puntos de vista, lo son en modo particular para la teología moral, en
cuya renovación ha insistido tan expresamente, centrándola en una más directa fundación en la
Sagrada Escritura, que debe hacer que se aprecie mejor la excelencia de la vocación de los fieles
en Cristo, y generar abundantes frutos de santidad (Decr. Optatam totius, n.16). Así, la
renovación de la moral entronca con lo que ha sido el punto central de las enseñanzas
conciliares: la proclamación de la llamada universal a la santidad: "Todos los fieles de cualquier
condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados
por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto
el mismo Padre" (Const.dogm.Lumen gentium, n.11). Dos son pues los presupuestos –entre sí
inescindibles– de la renovación de la moral: una vuelta a sus fundamentos bíblicos y el ser
instrumento para promover frutos de santidad197.
En la Sagrada Escritura se funda la moral de santidad que el Concilio desea, y que a todos se
dirige, radicada en las fuerzas y exigencias vitales del bautismo; "los seguidores de Cristo,
llamados no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en
el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos" (Lumen gentium, n.40); de
modo que por el mismo Bautismo "todos los fieles son invitados y requeridos a buscar
incesantemente la santidad y la perfección en el propio estado" (ibid., 42). Algo que –ha querido
insistir el Magisterio– "no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del
misterio de la Iglesia198.
Por último, diremos que sus enseñanzas morales, que –como cualquiera de los Concilios–
aparecen entrelazadas con las dogmáticas, se concentran especialmente en la Const.past.
Gaudium et spes. En su parte primera trata los temas capitales de la moral fundamental
(naturaleza humana, sabiduría e inteligencia, libertad, conciencia, pecado, divinización del
hombre por la gracia, recto orden de la actividad humana, bien común, etc.); su parte segunda
viene a ser una moral especial, dedicada a las cuestiones éticas más urgentes en el mundo de hoy
(matrimonio y familia, cultura, orden económico, orden social e internacional).
Esta breve síntesis de las orientaciones dadas por el Concilio, ha de completarse con una
alusión a la labor magisterial realizada por los Papas Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que
199Decreto de Introducción de l Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Mons. Josemaría Escrivá
de Balaguer, Roma, 10–II–1981, & 2.
20049ª ed. Rialp, Madrid 1990; 1ª ed., C.I.D., Valencia 1939.
201Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos, sobre las virtudes heróicas del Siervo de Dios
Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, Roma 9–IV– 1990.
202Cfr. Congregación para la Educación Católica, Documento sobre la formación teológica de los futuros
sacerdotes, 22–II–1976.
203Conciclio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 35 y 40.
204Cfr. sobre el tema, R. García de Haro, Cristo y la sabiduría moral, en "Cristo, Hijo de Dios y Redentor del
hombre", Eunsa, Pamplona 1982, pp. 177–212.
59
han velado por su aplicación. De hecho, nunca en la historia precedente de la Iglesia el
Magisterio se había ocupado con tanto detenimiento y hondura de los fundamentos y los
conceptos básicos de la moral, aparte de su discernimiento sobre las cuestiones morales más
importantes hoy debatidas. Se puede decir realmente que todas las nociones base de la vida y la
experiencia moral (la libertad, la conciencia, la ley, el pecado, la virtud, el acto moral, etc.) han
sido objeto de claras y hondas enseñanzas, fundadas en la Escritura y en la Tradición, según las
directrices del Concilio. Presentadas, además, en unidad, desde una renovada compresión de la
verdad sobre la persona humana: tal como es, en todas sus dimensiones –con cuanto sobre ella
ha desvelado también la ciencia– y en su nativa vocación al amor –al don de sí. Quizá sea éste el
punto clave en la ansiada renovación: la fundación de un personalismo cristiano de honda
raigambre metafísica, donde la consideración de la persona como imagen de Dios–Amor que
debe ser amada por sí misma, desvela en toda su fuerza el carácter central del precepto del amor:
"sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser amada. Una afirmación de naturaleza
ontológica de la que emerge una afirmación de naturaleza ética. El amor es una exigencia
ontológica y ética de la persona. La persona debe ser amada, porque sólo el amor corresponde a
lo que es la persona. Así se explica el mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo
Testamento (cfr. Dt 6,5; Lev 19,18) y puesto por Cristo en el centro mismo del ethos
evangélico"205.
Nuestro título es muy amplio. No podemos, en pocas páginas, tratar convenientemente y con
detalle las relaciones entre la Escritura y la teología moral es fundamental; la Tradición va a la
para con la escritura, como la transmisión activa y la aplicación eficaz de su enseñanza en cada
época de la historia de la Iglesia; el Magisterio ejerce su función en nombre de la fe a partir de la
fe a partir de la Escritura y en sintonía con la Tradición. El asunto se plantea también en la
problemática actual: la reivindicación que hacen algunos de la autonomía de la moral respecto
del Magisterio proviene de una sobreestimación del papel de la razón que ha llevado consigo una
disminución de la utilización de la Escritura y una relativización del papel de la Tradición.
Sentadas así las cosas, es preferible abordar el tema centrando la atención en el primer
eslabón de la cadena: las relaciones entre la moral y la Escritura. El problema es de gran
envergadura. Diríamos de buena gana que versa sobre la puesta en marcha y la fructificación del
Concilio ha presentado la Santa Escritura como la fuente primera y el alma de la teología. Los
moralistas, entre otros, han sido invitados a "perfeccionar la teología moral mediante una
presentación... más nutrida de la doctrina de la Sagrada Escritura" (Decreto Optatam totius,
n.16). La recomendación parecía lógica a consecuencia de la renovación bíblica y parecía ser de
fácil realización: ¿no bastaba con suscitar una colaboración más estrecha y más continuada entre
los exegetas y los moralistas?
Ya en 1972, Pablo VI, en un discurso a los participantes en la XXII Semana Bíblica italiana,
insistía en la necesidad de una colaboración semejante y trazaba las líneas generales de esta
tarea, e indicaba cuál debía ser la tarea de cada uno según su especialidad y su metodología 206.
Sin embargo, la empresa encontró más dificultades de las previstas. Moralistas y exegetas habían
elaborado sus trabajos según su propia metodología, problemáticas particulares y lenguajes
técnicos diferentes que suponían un obstáculo a la comprensión y a los cambios de impresiones
entre los especialistas que ellos eran en el fondo. Incluso sus mismas relaciones estaban
impregnadas de una cierta desconfianza mutua. Los moralistas, por ejemplo, se preguntaban
acerca de lo que podían recibir de cierto y de sólido por parte de los exegetas, tan
frecuentemente en desacuerdo entre ellos. Es evidente que lo mismo podían recriminarles los
exegetas a los moralistas. Una problemática semejante separaba a los patrólogos de los
moralistas.
El problema no ataña sólo a los moralistas. Los mismos exegetas son más afectado de lo que
con frecuencia imaginan, ya que utilizan en sus trabajos categorías de orden moral que han
recibido de su ambiente o en el curso de sus estudios y que al parecerles evidentes por sí mismas
no se han preocupado en cada caso, de modo suficiente, de comprobar su concordancia con la
visión de la Escritura. Sus lecturas de los textos y sus juicios estarán influidos por la idea que
tengan de la moral. Además, si no se ponen en guardia, el uso de los métodos modernos les
predispone a separar el trabajo de la razón y la fe, lo que lleva consigo su contrapartida en sus
investigaciones.
Para concluir, en este debate, no hay que olvidarse del pueblo cristiano. Incluso aunque él no
entienda el lenguaje técnico y no pueda tomar parte en las discusiones reservadas a los teólogos
profesionales, puede verse muy afectado por el problema. Si la Escritura trae consigo una
enseñanza especifica sobre los problemas morales que nos encontramos en la vida, pasa a ser
indispensable entonces para el cristiano, como un libro de la vida, incluso aunque no haya que
esperar de ella soluciones ya hechas en cada caso. Por contra, si el Evangelio no contiene
doctrina moral propia y sólo anima, pierde mucho de su interés y apenas puede servir ya, a no
ser más que de libro de devoción para los que le tomen gusto. Pero entonces, ¿a dónde nos
tenemos que dirigir en busca de una doctrina moral? ¿Será a los moralistas, cuyo lenguaje es tan
a menudo complicado y sus opiniones tan diversas? Queda el Magisterio indudablemente; ¿pero
no deriva su autoridad del Evangelio? ¿No está también sometido al fuego cruzado de la crítica
por parte de numerosos moralistas, cada vez que defiende una postura?
62
Sean cuales sean estas dificultades, no deben desviarnos de la meta que nos propone el
Concilio y que nos parece vital para el futuro de la teología moral, y también para el conjunto
del pueblo cristiano: ¿Qué debemos hacer para restablecer las estrechas y constantes relaciones
entre la moral cristiana, tal como es enseñada y practicada, y la Escritura, especialmente el
Nuevo Testamento? Mejor aún: ¿ cómo podemos revalorizar en los textos de la Revelación
cristiana la enseñanza moral de Cristo -cual fuente de luz y de vida- para los problemas
pequeños y grandes que nos encontramos por nuestra conducta personal en la Iglesia y en el
mundo? En este esfuerzo por volver a la Escritura, no estaremos solos: caminaremos al
encuentro de la gran Tradición de los Padres, cuyo pensamiento moral, a diferencia de la
casuística, se alimentó constantemente de la meditación de la Escritura, leída y vivida en la
Iglesia. Podremos, al mismo tiempo, descubrir mejor cuál puede ser el papel positivo del
Magisterio en el terreno de la enseñanza de la moral cristiana.
En este capítulo, hemos elegido exponer algunos obstáculos de fondo que impiden nuestro
acceso a la Escritura, fundamentados sobre todo en categorías mentales que se nos han hecho
familiares y que tenemos en nuestra cabeza a modo de a priori o presupuestos, condicionando
nuestra elaboración de la moral, así como nuestra lectura de la Escritura. Controlar un trabajo tal
es difícil y se requiere audacia para emprenderlo. Se corre el riesgo de parecer iconoclasta al
querer cambiar los hábitos intelectuales. Pero el envite vale la pena; este esfuerzo crítico es la
condición sine qua non para restablecer un contacto directo y profundo entre la teología moral y
su fuente principal, la Palabra de Dios.
Es fácil constatar lo dicho, también para los no iniciados. Si investigamos la enseñanza moral
de san Pablo en la epístola a los Romanos, utilizando para ello la vieja Biblia de Crampon, la
encontramos dividida en dos partes: una, dogmática, que abarca los capítulos 1-11, y otra, moral,
que comprende los capítulos 12 al 15. Nos induce a pensar así que la materia moral se encuentra
toda ella en la segunda parte de la epístola y que la primera, con la exposición sobre la
63
justificación por la fe particularmente, no interesa al moralista, sino sólo al dogmático. Estas
divisiones se vuelven a encontrar en las epístolas a los Colosenses y a los Efesios. Lo que
subyace en tal planteamiento es la idea de muchos moralistas de que la fe, con el problema de la
justificación, depende del dogma, que esta virtud no interesa en moral a no ser por determinadas
obligaciones que impone. La moral puede, por tanto, constituirse y enseñarse sin hacer intervenir
a la fe a no ser a título de mención en algunas páginas. Sin embargo, la justicia según la Ley o
según la fe, tanto para san Pablo como para el judaísmo, es vital en moral. Santo Tomás, por su
parte, comenzará el tratado de las virtudes en la Secunda Pars hablando de la fe, después de
haber visto la justificación y la gracia al final de la Prima Secundae. Estos temas se sitúan así en
el corazón mismo de la parte moral de su Suma.
Volvamos a nuestra Biblia. A consecuencia de las críticas justificadas contra una separación
demasiado grande entre dogma y moral, los editores han abandonado, al menos formalmente, tal
división. La Biblia de Jerusalén ha sustituido, en la epístola a los Romanos y en las de la
cautividad, ambos títulos por los siguientes: "la salvación por la fe" y "parénesis". Este último
término ha hallado gracia entre los exegetas, con el grave inconveniente de hacer pensar que en
los capítulos 12 al 15 sólo estamos en presencia de exhortaciones y no ante una enseñanza
estrictamente moral. ¿Pero dónde está entonces, la moral de san Pablo, en el sentido en el que la
estamos entendiendo? La separación entre la ética y la parénesis tiene aquí efectos desastrosos,
ya que si esto es así, ¿no habría que concluir que san Pablo es un espiritualista o un místico, pero
no un moralista?
Estos son simples ejemplos que ponen el dedo en la llaga de un proceso intelectual profundo
y generalizado que ocurre en la lectura moral de la Escritura, también cuando se usa una Biblia
que no componga tales divisiones. De modo espontáneo, cuando vamos a leer, dividimos el texto
según las propias categorías: dogma, moral, parénesis, perteneciente a la fe, ámbito del
imperativo ético, etc. Al hacer esto, restringimos el campo de la moral y lo centramos sobre los
imperativos: pero con ello cada vez es más difícil captarlos en los textos de la Escritura, porque
san Pablo y los evangelistas no entendían de tales divisiones y empleaban raramente unas
fórmulas que corresponden a las categorías pos-nominalistas o pos-kantianas, propias de las
morales de obligación, y que queremos imponerles.
Ahí reside la raíz del problema: desde que a consecuencia del nominalismo la moral se
concentró en torno a la idea y al sentimiento de la obligación, el campo de interés de los
64
moralistas se limitó a las leyes y mandamientos que expresaban el imperativo moral surgido de
la pura voluntad divina. En consecuencia, los moralistas no se preocuparon ya apenas de la
Escritura, a no ser en sus textos imperativos, es decir, en el Decálogo, en la práctica interpretado
como un código de obligaciones, y en los textos de idéntica factura, que podían reconducir a
aquel. Así, dejaron de lado los libro sapienciales, considerados - sin embargo- morales por los
Padres y con ellos los pasajes del Nuevo Testamento de tipo sapiencial, como el Sermón de la
Montaña, así como los textos llamados parenéticos que no aciertan a entrar en el estricto marco
de los mandamientos. Viendo las cosas con sentido histórico y lógico parece natural que no sea
posible agrandar la comunicación entre la moral y la Escritura, en tanto permanezcamos en la
idea y en las categorías morales de la obligación.
La felicidad y la Salvación
La conversión de la que venimos hablando no es fácil, ya que exige que descendamos hasta
las raíces de nuestro pensamiento moral. Diciendo las cosas pronto, en los autores del Nuevo
Testamento en los que se cruzan las cultura judía y griega, el acceso a la moral lo constituye una
pregunta de doble filo, como una puerta de doble batiente: la de la salvación, según la
formulación judía, y la de la felicidad, situada en el origen mismo de la filosofía según san
Agustín. La moral es la respuesta dada por la Revelación a esta doble pregunta. Las categorías
de las que usaremos espontáneamente para esta respuesta serán las virtudes y los pecados, así
como la de los preceptos, entendidos como obras de la sabiduría divina. Tales son las sendas que
nos conducen hacia la salvación y la felicidad prometidas por Dios bajo el signo de la justicia y
de la sabiduría de Cristo, ya en acción en la vida de los fieles mediante la gracia del Espíritu
Santo.
El plano de la interioridad
Conviene señalar que estas categorías se sitúan en el Nuevo Testamento en un plano distinto
al de los imperativos obligatorios: no se imponen desde fuera, sino que nos sitúan en el corazón,
en el sentido evangélico, hacia donde convergen todas las líneas, es decir en el plano de esa
interioridad inteligente y dinámica, en ese secreto personal donde Dios encuentra al hombre por
su Palabra en la fe, las normas, los imperativos y el estudio de los actos singulares o de los
casos, no pueden dar cuenta en absoluto de una tal moral; ni tampoco pueden captarla en toda su
dimensión principal que es espiritual. Ahora bien, esta interioridad del "corazón" no está en
absoluto confinada; nos da acceso, de hecho, a unos horizontes más amplios en moral, que
coinciden con las mismas dimensiones de la Escritura y del hombre.
San Pablo, a su vez, vuelve a hablarnos de moral, incluso con abundancia. No separa el
dogma de la moral. En la epístola a los Romanos, la doctrina sobre la fe en Jesús crucificado y
sobre el Bautismo es la raíz misma de la que procede la doctrina de los capítulos 12 al 15. No
hay ninguna señal en él de una división entre ética y parénesis o espiritualidad; la hubiera
incluso rechazado. Aplicarle semejantes categorías es un puro anacronismo. ¿No es la vida
cristiana para él una vida según el Espíritu, y por tanto la más espiritual que cabe concebir? En
cuanto a la segunda parte de sus grandes epístolas, se refiere a su doctrina propiamente moral,
pero organizada en torno a lo que para él es lo esencial: las virtudes que conforman al cristiano
"según los sentimientos de Cristo Jesús", comenzando por la fe, comunicadora de la justicia y de
la sabiduría de Dios, de la que procede la caridad infundida por el Espíritu, sin olvidar la
esperanza, que orienta los deseos. los quereres y los actos hacia Cristo resucitado en la espera
vigilante de su venida.
Fe, esperanza y caridad ancladas en la persona de Cristo, tal será la cabeza cristiana del nuevo
organismo de las virtudes donde serán asumidas las virtudes humanas, pero enriquecidas e
interiormente transformadas por su vinculación a Cristo, según el precepto de la epístola a los
Filipenses: "Por lo demás, hermanos, atended a cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo,
de puro, de amable, de laudable, de virtuoso y de digno de alabanza; a eso estad atentos" (4,8).
Esto es lo que entenderán muy bien los Padres y los grandes teólogos, como santo Tomás,
que emprende un segundo comentario de san Pablo con vistas a la composición de la Secunda
Pars, en la que integra tan ampliamente las aportaciones suministradas por Aristóteles sobre las
virtudes y la tradición grecolatína, relacionándolas de manera viva con las virtudes teologales y
los dones del Espíritu Santo. Para el Doctor angélico, la lectura de la Escritura, en particular el
Sermón del Señor, y de san Pablo, así como de los Padres que expresan la Tradición de la
Iglesia, se asocia estrechamente al uso del Filósofo, dominándola.
En nuestra opinión, la categoría mental constituida por la división tanto entre ética y
parénesis, como entre moral y espiritualidad, o toda otra división de este género derivada de una
moral de la obligación o del imperativo, constituye, por tanto, un obstáculo grande al
restablecimiento de los lazos profundos entre la teología moral y la Escritura. Esto explica que
los moralistas de los últimos siglos y los mismos exegetas, con algunas pocas excepciones, se
hayan interesado poco en los escritos "parenéticos" de san Pablo y del Nuevo Testamento. El
resultado es paradójico y debería por lo menos hacer meditar: la reducción de la moral a las
obligaciones y a los imperativos conduce al final a la idea de que los autores del Nuevo
Testamento no tienen nada específico que aportarnos en el plano de las normas morales.
Tampoco se han molestado en averiguar si es así. Habiendo delimitado a Priori el campo de la
moral, se erigirá también en principio de interpretación de la Escritura la distinción entre ética y
66
parénesis207. Es fácil concluir, por tanto, que no hay moral específicamente cristiana o
evangélica, en el sentido estricto del término "moral". Se puede entonces construir, con toda
seguridad, una moral que quiere ser puramente racional, al abrigo de toda intervención de la
Revelación o del Magisterio. Pero, ¿cómo no pensar en la advertencia del Señor: no se desecha
la roca de la Palabra de Cristo para edificar, sobre el banco de arena de una razón siempre
obsesionada con el afán de autonomía y de crítica, una moral sin asidero firme, entregada al
vaivén de las ideas y a todos los remolinos de la historia?
Por tanto, la salud de la moral cristiana hoy consiste, a nuestro parecer, en una especie de
conversión intelectual, en un audaz abandono de las categorías y de los esquemas de
pensamiento construidos en la época de racionalismo, que constituyen, en el subconsciente de
nuestras mentes, una especie de filtro del que nos servimos para pasar por el tamiz de nuestra
crítica la misma Palabra de Dios, sin darnos cuenta de que al filtrar los textos que hemos
desmenuzado en pequeños trozos, dejamos escapar las perlas que llevan. La Palabra de Dios no
se deja capturar en la red de nuestras ideas y de nuestras categorías; nosotros somos los que, al
final, somos pescados y bien enredados, pues en nuestra pretensión de explicarlo todo
científicamente, nos volvemos incapaces de comprender incluso las cosas más simples,
accesibles a los pobres y a los humildes por la luz de la Revelación. Nuestra razón precisa de
tanta conversión como nuestro corazón, y ésta comienza por un acto de pobreza y desapego
necesario en el plano de las ideas para acoger la nueva luz que nos prodiga la fe.
Así, por ejemplo, simples fieles, al escuchar las explicaciones de san Juan Crisóstomo o de
san Agustín, podían acceder a las riquezas contenidas en los comentarios de la moral cristiana
propuestos por las grandes epístolas de san Pablo (Gal 5: el fruto del Espíritu; Rom 12-15: el
culto espiritual; Col 3-4: la vida escondida en Cristo; Eph 4-5: la vida en la unidad del Espíritu y
el Cuerpo de Cristo, etc.). Ellos se beneficiaban de un notable esfuerzo de formulación
catequética llevado a cabo por san Pablo y por las comunidades apostólicas: una enseñanza
mediante frases cortas, como compendios de doctrina, con ritmo y asonancias frecuentes, fáciles
de memorizar y de transmitir, destinadas a la meditación y su puesta en práctica, dando el
conjunto, con sus múltiples facetas, al menos una visión panorámica de la vida cristiana, a la que
unifican alrededor de las principales ideas, como la sabiduría y el ágape en la primera epístola a
los Corintios. En tales formulaciones se encuentran tesoros que no captamos y un campo
fecundo para la exégesis, descuidado, sólo porque pensamos que pertenece a la parénesis...
Otro gran obstáculo al pleno acceso de los moralistas a la Escritura reside en otra categoría
mental presente en muchos de ellos a modo de a priori metodológico: la división entre razón y
fe, lo humano y lo divino, lo racional y lo revelado, lo natural y lo sobrenatural, entendidos de
forma disyuntiva, como constituyendo ámbitos separados, opuestos, al menos teóricamente: lo
que pertenece a uno, por eso mismo, se entiende que es restado al otro. La resultante es un
método que, por principio, parte de lo racional, de lo humano, de lo natural, y no considera el
dato revelado o lo sobrenatural más que a modo de diferencia y de añadido, si es que no de
contrariedad.
207 . Schüller, B., "The debate on the specific Character of a Christian Ethic: some Remarks", en Curran. C.E.,
McCormick, R.A.M., Reading in Moral Theology, n.2, Ne York, 1980, pp. 207-233.
67
El método: partir de la razón y de la naturaleza
En moral, se partirá, por tanto, de los datos accesibles a la razón y constituidos en primer
lugar por el Decálogo entendido como la expresión de la ley natural. Sobre este fundamento, se
pensará poder elaborar una moral capaz de dirigirse e imponerse a todo hombre que sepa usar
convenientemente de la razón, según la visión humana heredada del Renacimiento. En esta
perspectiva teológica es en la que se ha fraguado la moral de los manuales a partir del siglo
XVII. Este método se encuentra de nuevo, pero más tajante aún, en los moralistas actuales que
critican la ley natural y las sustituyen por el trabajo de la razón filosófica y científica.
He aquí pues, cómo irán las cosas en teología moral. Aceptando que la moral tenga como
fundamento los mandamientos obligatorios reafirmados en el Decálogo, identificado con la ley
natural208, no se preguntará si hay preguntará si hay preceptos obligatorios, normas concretas, en
el Nuevo Testamento que sean distintas del Decálogo y de las leyes accesibles a la sola razón, y
que merecen, por tanto, ser consideradas como específicamente cristianas y en dependencia de
la fe. Tanto si es llevada a cabo por un moralista como si lo es por un exegeta, tal investigación
sólo da flacos resultados, por las razones apuntadas arriba. Esta constatación de que no hay
preceptos morales -y se concluye: moral- especialmente evangélicos, parece ser corroborada e
incluso fundada teóricamente en el mismo santo Tomás cuando al estudiar el contenido d e la
Nueva Ley y comparándola con la Antigua estima que la Nueva Ley no ha debido añadir ningún
precepto moral tocante a los actos externos, respecto a lo necesario para la virtud (cfr.
Ia.IIae.q.108,a.2) Tales son exactamente los preceptos del Decálogo.
208 En nuestra opinión este aparecer, esta interpretación del Decálogo como un código de obligaciones es restrictiva
en comparación con la Escritura así como en comparación con la ley natural, tal como la concibe santo Tomás, a
quien se acude para hacerla depender del Decálogo. Pero no podemos entrar aquí en detalles. Digamos simplemente,
que el Decálogo no puede entenderse al margen de la Alianza y de las promesas de la "buenaventuranzas", que
propone. Para Santo Tomás, la ley natural es obra de la sabiduría y no de una pura voluntad que obliga. Es dinámica,
en favor del crecimiento de la persona y no puramente limitadora de la libertad.
68
Parecería, pues, ser defendible a priori el principio, apoyado por el propio Santo Tomás, de
que la moral debe ser construida en primer lugar de acuerdo a la razón, clásicamente sobre el
fundamento del Decálogo, que proporciona los preceptos y los criterios de juicio esenciales, y
que no sea en absoluto necesario considerando las cosas con rigor- que el moralista en su
trabajo, en moral fundamental o en el estudio de los casos, se moleste en consultar el Evangelio.
Siguiendo el principio admitido, el mismo Evangelio le reconducirá al Decálogo, a la ley
natural, a la razón.
De esta suerte, los moralistas se han metido en un callejón sin salida, Hay que elegir: o una
moral esencialmente racional que podemos llamar autónoma, y que no necesita estrictamente del
Evangelio, o una moral que quiere devolver a la Revelación y a la fe el papel principal en la
moral cristiana lo que llamaremos hoy en día una moral o un ética de la fe, en oposición a la
moral autónoma. Pero ¿Cómo mostrar la contribución sustancial del Nuevo Testamento en el
terreno de los preceptos obligatorios? ¿Habrá que atacar da la razón, mostrar sus debilidades,
defender su incapacidad para elaborar los criterios y los juicios morales para hacer sitio a la
Revelación?210Sin embargo, al hacer esto, permaneceremos siempre sometidos a la dialéctica
disyuntiva: o la razón, o la fe; o la ley natural y la racionalidad o la Escritura y la Revelación de
Cristo.
La moral cristiana a nivel de las virtudes más que a nivel de las obligaciones.
No podemos escapar a esta gran dificultad sin llevar a cabo un cambio de dirección en lo que
mira al método y a la concepción de la moral. El comienzo de ello queda indicado por el mismo
texto de santo Tomás al que se recurre para fundamentar una moral natural o autónoma. El
Doctor Angélico afirma claramente que la Nueva Ley no ha añadido a la Antiguo preceptos
nuevos relativos a los actos exteriores, pero dicha afirmación la hace en el contexto de una moral
estructurada en torno a las virtudes , y no a las obligaciones, estando éstas colocadas al servicio
de las virtudes y teniendo como misión fijar el mínimum indispensable a la vida virtuosa. Las
relaciones entre los preceptos y las virtudes allí son tales que cuanto más crece la virtud tanto
En consecuencia, el plano de las virtudes, según santo Tomás, es donde hay que plantear el
asunto de lo que el Evangelio reporta a la moral, mejor que en el de las obligaciones y de las
normas exteriores. Si lo abordamos así, el Nuevo Testamento parece abrirse de golpe; nos da una
respuesta profusa que pronto la teología ha comentado y precisado con amplitud, y donde apenas
hay dificultades para percibir su especificidad moral. ¿Hay virtudes propiamente cristianas? Sí:
la de en Cristo crucificado, raíz de una nueva presentada en las bienaventuranzas, al comienzo
del Sermón de la Montaña, la caridad difundida en el corazón de los fieles por el Espíritu Santo.
Sin olvidar la humildad y la obediencia a ejemplo de Cristo, según el himno de la epístola a los
Filipenses, y tantas otras virtudes tan humanas, como el valor, la paciencia, el dominio de sí, la
castidad, confirmadas y transformadas por su vinculación interior con Cristo. Debemos observar
también que la lectura de la Escritura y la experiencia cristiana han provocado una modificación
profunda de la idea misma de virtud : ella no es ya la obra del solo esfuerzo humano como en los
filósofos, sino sobre todo de la gracia en las virtudes teologales e infusas que completan a los
dones del Espíritu Santo. La gracia es, por tanto, un elemento fundamental en una moral
cristiana de las virtudes alimentada por el Escritura.
Santo Tomás concentró todos estos elementos cristianos y sacados directamente de san Pablo
y de las Evangelios en su definición de la Nueva Ley, que constituye, para él, la cima y la
perfección aquí abajo de la ley moral: es la misma gracia del Espíritu Santo recibida por al fe en
Cristo y que obra por la caridad (y por todas las demás virtudes con los dones, tal como son
detallados en la Secunda Secundae). Esta definición, inspirada en San Pablo, con los
comentarios de san Agustín, se completa con la proposición y la explicación del texto específico
de la Nueva Ley, el Sermón de la Montaña que ocupa el lugar del Decálogo en la Antigua Ley.
No hay rechazo más manifiesto de la reducción de la moral cristiana al Decálogo en el espíritu
de santo Tomás y en línea directa con san Mateo.
Por desgracia el tratado de la Nueva Ley fue completamente olvidado poco después, por el
predominio de las morales de la obligación a las que es irreducible, como también el Sermón del
Señor. En todo caso, es un completo contrasentido concluir que, para santo Tomás, el Evangelio
no porta nada específico a la moral, ya que no impone preceptos obligatorios nuevos. Sería
tanto como decir que la Nueva Ley no pertenece a la moral, ya que el Doctor Angélico la
considera como la cima de toda legislación aquí abajo.
Santo Tomás nos muestra, pues, si le entendemos bien, una salida al punto muerto en que nos
hallamos: la teología moral puede encontrar el camino de la Escritura si lleva a cabo su
conversión y de nuevo camino resueltamente por el camino de las virtudes, entendiéndolas en
el sentido que dijimos, es decir, como renovadas por la gracia y perfeccionadas por los dones. El
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camino es directo y la señalización clara. Basta con plantear la cuestión de la moral en los
siguientes términos: ¿Qué virtudes nos muestra la Escritura? O Mejor: ¿De qué caminos hacia la
felicidad y la salvación nos habla el Evangelio, ya que tales son en realidad las virtudes?
¿Cuándo preguntamos así a la Escritura, los textos afluyen, desde el Génesis hasta el
Apocalipsis; el moralista no tiene más que beber en ellos y no habrá acabado jamás de aprender.
Cuando entendemos así las cosas nos sorprende que los moralista hagan todavía oídos sordos
a al Escritura, sabiendo, además, que es Palabra de Dios. Parece como si en el transcurso de los
siglos, se hubieran construido un ámbito particular, una especie de campo rodeado de una
empalizada constituida de conceptos y de divisiones a priori, de razonamientos y de teorías
sutilmente entrelazadas, con una técnica de especialista. Ahí reinan como amos. Nadie tiene
derecho de tratar de moral, si no acepta introducirse en el cercado, plegarse a sus reglas, meterse
en su lenguaje y en sus discusiones. Interrogados sobre la moral de la Escritura, exigen como
dignos profesores que ésta se presente en el recinto reservado tal como ellos lo han delimitado,
y que responda a las cuestiones imaginadas por ellos, como si tuviese que sufrir un examen. No
podemos extrañar demasiado si con esta manera de proceder, la respuesta obtenida es próxima
al cero. Si queremos que la Escritura nos responda, ¿no deberíamos más bien escuchar
mentalmente sus preguntas y aceptar haciendo caso a sus requerimientos, salir de nuestros
fortines intelectuales en los que nos atrincheramos en nombre de una determinada razón, para
osar correr de nuevo, con la inteligencia y con el corazón, la aventura de la fe en los amplios
horizontes que nos muestran la Palabra de Dios?
Esta es la razón por la que santo Tomás, en nuestro texto, coloca para la labor teológica en
primer lugar entre los argumentos de autoridad la Escritura, en el sentido epistémico del
71
término, es decir, en cuanto origen del saber, no sólo exterior, como son los libros, sino interior,
como es la luz que hace comprender. A continuación vienen las obras de los Padres que,
alimentadas de la Escritura, son expresión de la Tradición viva. Y es ahí, uniendo la Escritura y
los Padres, donde podemos colocar el Magisterio de la Iglesia. Finalmente, vienen los
argumentos y las verdades sacadas de los filósofos, elaborados con una razón abierta a la fe, para
servir a la luz divina de la que la teología es, según santo Tomás, una participación real y
progresiva.
Hay, pues, que atreverse como antaño a comenzar por la fe y por la Palabra de Dios en moral
si no queremos desvincularnos de la fuente misma de la teología.
La "gnosis" y la "epignosis"
La fecunda pobreza
Debemos, pues, los moralistas, comenzar por entregarnos a la Palabra de Cristo, pobre, como
lo exige la primera bienaventuranza, desnudos y despojados de nuestros conceptos y
argumentos, por muy consagrados que estén por el uso, sin temor a caer en lo irracional,
sabiendo más bien que alcanzaremos de esta forma la fuente superior de la inteligencia moral de
la que ha nacido la teología. De esta forma podremos volver a trabajar, hasta el más concreto de
los problemas, remodelando preguntas y respuestas, nuestras ideas y categorías, bajo esta luz que
renueva nuestra mirada y "lejos de destruirla, perfecciona nuestra naturaleza", es decir, nuestra
misma razón. En particular, no hay que albergar temor alguno de que la sabiduría surgida de la
fe haga temblar la ley natural sobre la que estaba edificada la moral católica. Bien al contrario,
ella reforzará sus fundamentos, mostrando que están en Dios, que ha hecho al hombre a su
imagen; mientras que, por contra, hoy vemos a la razón obsesionada por el afán de autonomía
72
demostrarse incapaz de fundamentar una ley semejante y de entregarse a su critica en nombre de
la ciencia.
La elección fundamental
Henos aquí colocados ante una elección metodológica fundamental: ¿De dónde hemos de
partir en moral, cuál será nuestra primera fuente de luz: la Escritura o la pura razón? ¿Nos
atrincheraremos en el trabajo de nuestra razón hasta imponer sus categorías y nuestra estrechez
de mente, creyendo que esta Palabra constituye para nuestra inteligencia una gran y profunda
luz, de la que la Escritura es el instrumento? Vale, también, para los moralistas, como principio
de método. esta oración de san Pablo: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones y,
arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender en unión con todos los santos, cuál sea
la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera
toda ciencia..." (Eph 3,17-19). La relación entre la Escritura y la moral depende de la respuesta
al problema planteado. La autoridad de la Tradición y el papel del Magisterio en moral dependen
también de esta respuesta. La Tradición está íntimamente ligada a la Escritura, en la que se
expresa y en la que se alimenta, en particular, para la moral, gracias a la experiencia del
Evangelio vivido en la Iglesia.
73
EL FIN ULTIMO DEL HOMBRE
La razón reconoce la voz de Dios que le indica que ha de "hacer el bien y evitar el mal". Ley
que resuena en la conciencia y que nos orienta hacia el bien verdadero pero que sólo puede ser
obedecida en el amor. El hombre herido en su naturaleza por el pecado original, está sujeto al
error e inclinado al mal "Concupiscencia". Se encuentra dividido en su interior, no hace el bien
que quiere, de ello que deja constancia San Pablo.
Aquí se puede apreciar el valor redentivo del Misterio Pascual de Cristo, puesto que para
realizar el bien, obedeciendo la Verdad, necesitamos la ayuda de Dios "todo lo puedo en Aquel
que me conforta". La adopción filial (como hijos de Dios) en la unión con Cristo el discípulo
alcanza la perfección de la Caridad, la santidad. Vida Moral, madurada en la gracia del
Espíritu Santo alcanza su plenitud en la gloria del Cielo. Allí seremos como El, porque le
veremos tal cual es. En otras palabras la Bienaventuranza, aparece como el llamado supremo de
nuestra propia naturaleza.
Esto es lo que expresa deseo de felicidad que en el corazón del hombre, Dios ha puesto. San
Agustín: "Tarde te amé..., nos hicistéis Señor para Ti..."214; Sólo Dios sacia (Sto, Tomás); Sólo
Dios basta (Sta. Teresa).
Esto, decíamos, es lo que expresa deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del
hombre, y que la tradición lo reconoce también en la voz de hombres y mujeres Santos: San
Agustín "Tarde te amé..., porque nos hicistéis Señor para Ti y mi alma estará inquieta hasta que
descanse en Ti"; "Sólo Dios sacia" dice Sto, Tomás; "Nada te turbe... sólo Dios basta" dirá Sta.
Teresa de Avila.
Los bienaventurados han descubierto la meta de la existencia humana, el fin último de los
actos humanos. Dios nos llama a su propia bienaventuranza, cada persona y al conjunto de la
Iglesia: Pueblo nuevo, pueblo de la Alianza Nueva y eterna sellada con la sangre de Jesucristo.
Las Bienaventuranzas prometidas nos colocan ante opciones morales decisivas con respecto a
los bienes de este mundo; purifican nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios sobre todas
las cosas. Y determina los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos en
conformidad a la Ley de Dios.
La ética de santo Tomás es en realidad una ética o una moral de la felicidad. Habría incluso
que decir que la Suma de santo Tomás toda entera nos expone una teología de bienaventuranza.
En efecto, las tres Partes de esta obra, la Prima Pars que trata de Dios de la Trinidad, de sus
obras y en especial de hombre, la Tertia Pars que habla de Cristo y de los sacramentos, y la
Secunda Pars, que puede ser denominada propiamente moral, se ordenan a la felicidad
consistente en la visión beatífica de Dios-Trinidad que es posible por Cristo. La cuestión de la
felicidad es, por tanto, central, incluso podríamos decir, universal, en la teología de santo
Tomás. Por tanto, me será preciso elegir uno u otro aspecto que me parezca más interesante en el
desarrollo de este tema.
Nos aplicaremos en primer lugar a demostrar cómo y por qué santo Tomás concede un lugar
de primer orden a la felicidad en su teología.
Que el tema de la felicidad ocupa un lugar de primer orden en el pensamiento de santo Tomás
es manifiesto con la simple lectura del esquema de la Secunda Pars, donde estudia en primer
lugar los elementos generales y fundamentales del obrar humano. La cosa sin embargo no es tan
evidente. En efecto, en su Comentario de las Sentencias, santo Tomás sólo había podido colocar
su primera redacción del tratado de la felicidad en la antepenúltima cuestión de esta obra, en el
libro IV, distinción 49, en el marco de los fines últimos. Cuando fue libre para idear el esquema
de su teología, santo Tomás invirtió por completo el orden impuesto por el Maestro de las
Sentencias, e hizo pasar al primer lugar el estudio de la felicidad. Para tener un punto de
referencia contemporáneo, observamos que la Suma de Alejandro de Hales no comprende el
tratado de la bienaventuranza. Es verdad que quedó inconclusa: pero en cualquier caso no
comenzaba por aquélla la parte moral, sino más bien por la consideración del mal, del pecado y
de la ley.
Colocados así al principio de la Secunda Pars, es evidente que las cuestiones acerca de la
felicidad no constituyen un preámbulo, como el pórtico o el mártex en una catedral, como
tampoco éste es el caso de las bienaventuranzas en el Sermón de la Montaña según san Mateo,
conforme a una comparación recomendada cuando se subrayó la presencia de esta parte del
Evangelio en la reflexión moral de santo Tomás, especialmente en su idea de la Nueva Ley. El
primer lugar de nuestro tratado no es sólo material, sino estructural. Santo Tomás nos da la
razón de ello en el prólogo de la cuestión 1: "Ex fine oportet accipere rationes eorum quae
ordinantur ad finem. Et quia ultimun finis humanae vitae ponitur esse beatitudo, oportet primum
considerare de ultimo fine in communi; deinde de beatitudine". ¿Por qué colocar la felicidad en
primer lugar? Porque ella es el fin último de la vida humana y porque del fin -y de aquél con
mayor motivo- se dan las razones, los principios, los criterios de ordenación y de juicio de todo
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lo que está ordenado a él, es decir, de todos los actos humanos de la vida del hombre. Esta visión
se confirma cuando vemos a santo Tomás definir un poco más adelante el acto voluntario por el
conocimiento del fin sumo en el hombre, a diferencia de los animales, y que le permite moverse
por sí mismo, con plena responsabilidad: "Cum homo maxime cognoscat finem sui operis et
moveat seipsum, in eius actibus macime voluntarium invenitur" (q.6, a.l).
El estudio de la felicidad no es, por tanto, sólo una primera parte de la moral, que uno se
quitaría de en medio para pasar a otra cosa. En la estructura de la ética o de la moral de santo
Tomás, es a la vez un pilar que sostiene y una divisoria de vertientes que domina todo el
edificio. Se puede comprobar con facilidad el predominio dado a la felicidad como fin último,
ya que entra como elemento determinante en la composición de todas las definiciones de los
principales elementos de la moral: el acto voluntario, los hábitos y las virtudes, en especial las
teologales, los pecados, sobre todo en su diferenciación en mortales y veniales, a ley en general
y por último en el estudio de la gracia, que no hay que olvidar en moral. De este modo, se
verifica plenamente lo que decíamos al comienzo: la moral de santo Tomás es una ética de la
felicidad como fin último de todo el obrar humano, como criterio superior de juicio moral.
En Aristóteles
Para Aristóteles, en el que santo Tomás se inspiró mucho, el asunto está bien claro: el primer
libro de la Etica a Nicómaco está consagrado al estudio del bien propio de la vida y de la
actividad humana, cuyo fin supremo es la felicidad. El último libro de la Etica acaba la
investigación proporcionando una respuesta al tema de la felicidad, que el hombre alcanza por la
actividad más perfecta de su facultad más alta, la contemplación. A todo lo largo de su obra,
santo Tomás intentó asumir e integrar en su teología las aportaciones de la doctrina aristotélica,
ya que el Estagirita constituye para él el primero y el mejor testigo filosófico de lo que es el
hombre. Esto es válido sobre todo en su estudio de la felicidad. El tratado de la felicidad
describirá también el comienzo y el fin de toda la vida moral y abocará, en su búsqueda, en la
visión de Dios, que es el acabamiento supremo de la contemplación cristiana.
Conviene decir algo cuanto antes sobre un hombre en el que no se piensa demasiado, cuya
obra es un verdadero cruce de caminos entre la filosofía griega y el pensamiento latino, y que
está en el origen de la tradición occidental: Cicerón. Santo Tomás le cita más bien poco y la
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senda que los conecta directa o indirectamente está poco clara. Pero, como hemos podido
constatarlo en varios puntos, el pensamiento de Cicerón a veces ofrece tales paralelismos con la
doctrina de santo Tomás que ha debido hacer algún trasvase importante de uno a otro. En
cualquier caso, Cicerón constituye para nosotros un buen testigo de la cultura antigua que estaba
en el subsuelo del pensamiento de los Padres y de la Edad Media. Ahora bien, al leer el
Definibus bonorum et malorum, que es como un tratado sobre el fin último de la vida humana, y
el De offociis, que detalla las tareas y los deberes, captamos las dos cuestiones, íntimamente
unidas por lo demás, que constituían el trasfondo común de la cultura filosófica antigua y se
situaban a la vez en el origen y por encima de todos los sistemas y discusiones entre
peripatéticos, estoicos, académicos, epicúreos y otros.
En primer lugar, se encuentra el famoso principio del sequi naturam, de la conformidad con
la naturaleza, que hay que evitar entenderlo absolutamente como si se tratase de una naturaleza
en sentido biológico, como sucede en nuestras discusiones morales actuales, ya que designa
directa y principalmente la naturaleza raciona, propia del hombre, caracterizada por la
inspiración al goce del bien, a la verdad y a la unión con los demás hombres. Toda la búsqueda
moral tiene como meta determinar lo que está conforme con la naturaleza humana: el placer, la
satisfacción de las necesidades, la virtud, etc. Las escuelas se distinguieron por dar respuesta
diferentes a la cuestión moral según sus diversas concepciones de la naturaleza humana; pero
todas se pronunciaron a favor del siqui naturam.
El segundo principio va parejo : toda la discusión moral gira en torno a la cuestión de la beata
vita: ¿En qué consiste la felicidad para el hombre y cuáles son las sendas que a ella conducen?
La felicidad es la primera aspiración de la naturaleza humana. Si seguimos la naturaleza, es para
alcanzar la felicidad. No cabe discusión sobre esto. Todas las divergencias nacen de la
elaboración de la respuesta a esta pregunta que la misma naturaleza le plantea al hombre.218
Volvemos a encontrar el sequi naturam en santo Tomás, como también en los Padres griegos
y latinos, incluso reforzado por la Revelación, ya que la naturaleza es obra directa de Dios
creador, tal como nos lo presenta el libro del Génesis, que obra mediante su Palabra y que
declara todas las cosas buenas, e incluso en extremo buenas cuando se trata del hombre. En
conformidad con la naturaleza, santo Tomás discierne la conformidad con Dios, con su
Sabiduría y con su Bondad. Será determinada por la ley natural, que es una participación activa
en la Ley divina eterna y que se concreta en las cinco grandes inclinaciones naturales del
hombre: al bien y a la felicidad, a la conservación y al desarrollo del ser y de la vida, a la
procreación, al conocimiento de la verdad, a la vida en sociedad. De donde conviene observar el
predominio de las inclinaciones especificas del hombre, según su naturaleza racional,
especialmente la inclinación al bonum, bien y felicidad al mismo tiempo (Cicerón señala como
meta a la filosofía: "ad bene beateque vivendum", De offociis, 1.II,c.II), que engloba todas las
218. Citemos simplemente, para ilustrar, este texto del De finibus: "Ex quo intelligi debet homini is esse in bonis
ultimum, secundum naturam vivere ex hominis natura undique perfecta, et ninil requirente" (1.V.IX).
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demás inclinaciones bajo la moción de la voluntad, y la inclinación a la verdad que llevará a
cabo la plenitud del bien, la felicidad, en la visión. Así pues, el sequi naturam nos lleva
directamente a la búsqueda de la felicidad. La felicidad del hombre será una participación en la
felicidad de Dios, y tendrá su inicio en la caridad definida como una amistad fundada en la
comunicación de la felicidad divina. El sequi naturam y la búsqueda de la felicidad están, pues,
íntimamente unidos en santo Tomás como también en la filosofía antigua; pero estos principios
tienen a partir de ahora su raíz en Dios mismo.
La doctrina acerca de las inclinaciones naturales en uno de esos lugares de donde los textos
de Cicerón (en el libro 1, capítulo IV del De officiis) y de santo Tomás (Ia-IIae, q.94, a.2) están
tan cerca uno del otro que no puede evitarse el pensar en una conexión histórica, sea cual sea la
elaboración personal que santo Tomás haga sufrir, como siempre, a la doctrina que recibe de la
tradición. Aristóteles es para ello una fuente común sobre todo en lo relativo a la inclinación a la
vida social manifestada por el lenguaje; pero sólo Cicerón expone ya, prácticamente, las cinco
inclinaciones que constituyen para él el honestum, la cualidad moral, y las comenta de una forma
que ilumina a veces la gran concisión de santo Tomás.
Añadiremos aquí una observación relativa a una diferencia muy importante que distingue a
los autores cristianos, san Agustín y santo Tomás entre otros, de los autores paganos a los que
recurren y comentan. De su idea de la finalidad y de la felicidad, el pensamiento cristiano es
netamente más objetivo. En efectivamente, el centro el pensamiento de los filosóficos paganos
residen en la actividad y la virtud del hombre, mientras que el centro del pensamiento cristiano
se traslada al objeto del amor y del deseo, o sea, de la Realidad divina cuando se trata del fin
último y de la felicidad. Como lo ha revelado Etienne Gilson219 Cicerón trata muy bien el punto
de vista de la filosofía antigua por su comparación con el arquero (De finibus bonorum et
malorum, 1.III.VI): "Supongamos que a un hombre se le propone alcanzar un cierto objetivo con
una jabalina o con una flecha de la misma forma que nosotros miramos al sumo bien: el hará
todo lo que podamos para alcanzar su meta como nosotros debemos hacer todo lo que podamos
para alcanzar la nuestra. Pero lo que para el tirador es el término supremo comparable a lo que
para nosotros es el soberano bien, es precisamente el haber hecho lo posible. en lo que mira a
golpear el objetivo previsto, será preferible sin duda, pero en esto no es lo que consiste el objeto
propio de la investigación (...illud autem, ut feriat quiasi seligendum, non expetendum)..
Para Cicerón, el finis bonorum es propiamente la virtud. Ahora, para los cristianos, lo más
importante es, el contrario, alcanzar la realidad el objeto que es la meta del amor y del obrar,
Dios, que atrae como fin y que hace feliz porque El es. Este cambio de perspectiva tiene su
contrapartida en la concepción de la virtud, cuyo origen principal lo constituye la gracia de Dios
y no sólo el esfuerzo del hombre. Esta modificación, sutil y profunda, está determinada por la
intervención de Dios en la historia del hombre por la revelación, que le da a Dios, si se nos
permite la expresión, un peso de realidad personal y de objetividad totalmente nuevo. La
continuidad entre el pensamiento filosófico y el pensamiento cristiano no se rompe por esta
causa, pero el primero va a sufrir una reinterpretación en profundidad en la teología. Lo que
importa aquí es subrayar la dimensión objetiva de la finalidad en la concepción d e la felicidad,
especialmente en santo Tomás. este por ejemplo, hará comenzar el tratado de la felicidad, no por
219L. Esprit de la philosophie medievale, París, 1944, pp.336 ss.Ver también a propósito de la concepción de la
finalidad y del amor en san Agustín: Holte, R., Béatitude et Sagesse, Saint Augustín et le probleme de la fin de
l'hombre dans la philosophie ancienne, París, 1962, pp. 258-259
79
la definición de su naturaleza, sino por la determinación de su objeto: ¿cuál es el bien que
responde al deseo natural de felicidad? Si la felicidad es fundamental en la morral para santo
Tomás, es finalmente a causa de su dimensión objetiva, porque ordena al hombre y lo abre al
Objeto divino.
Entre las fuentes utilizadas por santo Tomás para su reflexión sobre la felicidad, se encuentra
san Agustín que, por su parte, da también la primacía a la felicidad. Cuando se propone exponer
la doctrina moral dela Iglesia Católica, frente a los maniqueos, aborda de este modo el asunto:
"Busquemos, por tanto, racionalmente, de qué manera debe vivir el hombre. Todos queremos
vivir felices y en el género humano no hay nadie que no dé su asentamiento a esta propuesta
antes incluso de que se haya acabado de enunciar"220. Para él además, el deseo de la felicidad
está en el origen mismo de la búsqueda filosófica. La división de los sistemas provendrá de la
diversidad de respuestas a esta cuestión admitida por todos221.
Pero no podemos tratar de la relación entre san Agustín y santo Tomás sin hacer intervenir a
la Escritura, ya que ella es su fuente doctrinal principal. En efecto, es en la lectura misma del
Evangelio donde santo Tomás coincide con san Agustín y más precisamente en lo que se refiere
a nuestra cuestión, en su Comentario del Sermón de la Montaña que empieza con las
Bienaventuranzas. La predicación de san Agustín sobre el Sermón del Señor. como le gustaba
llamarlo, ha ejercido una enorme influencia en la Edad Media y, en particular, sobre santo
Tomás. Se puede demostrar que éste ha hecho una lectura personal de esta obra, que ha extraído
las intuiciones más profundas mejor que sus contemporáneos y que se ha esforzado en
integrarlas en la estructura misma de la Suma. Tal es el caso, por ejemplo, de la correlación
entre los dones del Espíritu Santo y las Bienaventuranzas con las virtudes que enseñan, que santo
Tomás ha recogido en su estudio de las siete virtudes principales a las que liga un don (o dos, en
el caso de la fe) y una Bienaventuranza, cada vez. No se pueden comprender ni explicar
convenientemente las correlaciones hechas por santo Tomás si no se tiene en cuenta su
vinculación con la obra de san Agustín222.
Pero volvamos de nuevo a la cuestión que nos interesa aquí. Al igual que san Agustín, santo
Tomás vio en las Bienaventuranzas evangélicas la respuesta misma de Cristo a la felicidad, tan
natural a todo hombre. Pero le va a dar un relieve particular a este asunto e incluso, a causa de
esto, se distanciará de la interpretación agustiniana de las Bienaventuranzas para hacer una
síntesis original. San Agustín entendía las Bienaventuranzas como la descripción del itinerario,
en siete etapas, que el cristiano debía recorrer en su vida desde el momento de su conversión,
desde la humildad recomendada por la primera Bienaventuranza de los pobres, hasta la visión de
Dios por los limpios de corazón y la sabiduría de los pacíficos. Su interpretación refleja con gran
exactitud su propio itinerario, narrado en las Confesiones. Ahora bien, desde su Comentario
sobre san Mateo y definitivamente en la Suma Teológica, en la cuestión 69 de la Prima
Secundae, santo Tomás modifica la perspectiva e interpreta las Bienaventuranzas como una
respuesta directa de Cristo a la cuestión de la felicidad donde, como Maestro de sabiduría, pasa
220 De moribus Ecclesiae catholicae. III. 4
221 Cfr. De Civitate Dei. 1. XIX, 1. pasaje en el que san Agustín utiliza explícitamente el De finibus bonorum et
malorum de Cicerón
222Cfr."Le Sermon sur la mantagne et la morale" en : Communio (francais). (nov. 1982) 85-92
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en primer lugar revista a las respuestas falsas o insuficientes dadas por los filósofos a esta gran
cuestión para conducir, por último, a sus discípulos hacia la respuesta plena. Hay que descartar
primero las respuestas que se obtienen de la vida "voluptuosa" procurada por las riquezas, los
honores y los placeres (las tres primeras Bienaventuranzas). Hay que superar después las
respuestas fundadas en la vida activa por las obras de la justicia y la liberalidad (4a y 5a
Bienaventuranzas). Las Bienaventuranzas 6a y 7a preparan en nosotros, por la pureza de corazón
y la paz, la vida contemplativa que esbozada aquí abajo terminará en la visión de Dios. El
Comentario sobre san Mateo estaba más dirigido hacia los filósofos y era más categórico que
ellos: todas las respuestas propuestas por los filósofos son reprobadas por el Señor por falsas o
insuficientes o, al menos, prematuras, como es la de Aristóteles, que coloca correctamente la
bienaventuranza en la vida contemplativa, pero en esta vida.
Sean cuales sean estas ligeras diferencias, los dos comentarios muestran que las
Bienaventuranzas evangélicas son, a los ojos de santo Tomás, una fuente principal de la doctrina
sobre la felicidad que da forma a toda la moral, como las Bienaventuranzas dominan el conjunto
del Sermón.
En esta nueva interpretación, santo Tomás no se separa, por lo demás, de san Agustín: no
hace sino tomar la idea agustiniana de la primacía de la felicidad para hacer de ella la clave de su
interpretación personal. Se toma una cierta libertad ante san Agustín en nombre de una idea
superior a la suya. Se ve, además, muy bien lo que le lleva a ello. Santo Tomás ha releído las
Bienaventuranzas en compañía de san Agustín, teniendo en mente la gran cuestión que preocupa
al hombre y que le arrastrará a la distinción de los diferentes géneros de vida en los hombres,
que no puede obtener su plena respuesta sino en Dios. conforme a la famosa frase de las
Confesiones: "Inquietum est cor nostrum donec requiescat in te". Así, la explicación de las
Bienaventuranzas evangélicas y el tratado de la felicidad en la Suma Teológica están
íntimamente ligados. No se pueden interpretar bien las cinco primeras cuestiones de la Prima
Secundae sin estudiar al mismo tiempo la cuestión 69 que trata de las Bienaventuranzas. Y
nosotros añadiremos: sin releer el tratado de la Nueva Ley, en particular la exposición del
Sermón de la Montaña que proporciona a esta Ley su texto y su expresión propia, como el
decálogo lo era de la Ley Antigua.
En su estudio de la materia de la Nueva Ley (q.108, a.3), santo Tomás recoge en una cita
explícita la idea primera que ha dirigido a san Agustín en su Comentario del Sermón: "Sicut ex
inducta auctoritate Augusti ni apparet, Sermo quem Dominus in Monte proposuit, totam
informationem Chiristianae vitae continet. In quo perfecte interiores motus hominis ordinantur".
El Sermón del Señor contiene todas las reglas de la vida cristiana y ordena a la perfección los
movimientos o actos interiores del hombre, mientras que el Decálogo no alcanza más que a los
actos exteriores. El Sermón debe, pues, estar presente, en el plano de los actos de la voluntad, en
toda la teología moral, como doctrina que goza de la misma autoridad del Señor. Ahora bien, el
primer acto, el más interior, está medida por las Bienaventuranzas: es el querer relativo a la
bienaventuranza como fin último el que va a determinar la orientación de todos los demás actos.
Santo Tomás así nos lo indica con una concisión casi excesiva: "Post declaratum beatitudinis
finem..., ordinat interiores hominis actus...". De esta forma, se establece con firmeza la ligazón
entre las Bienaventuranzas evangélicas y el tratado de la felicidad; en él encontramos incluso
respuesta a la felicidad, que rige la moral cristiana expuesta en el Sermón y en la Suma. La
Secunda Pars es para santo Tomás un comentario del Sermón del Señor, por ser la revelación de
81
la verdadera felicidad. Sin duda, no se trata de un comentario material, que siguiese al Sermón
paso a paso, como en las obras exegéticas de santo Tomás, sino un comentario cargado con toda
la reflexión y la experiencia de la tradición cristiana, que procede de una manera viva del
Sermón como la planta que surge de la semilla, sin que agote jamás su fuente vital.
82
LA LIBERTAD DEL HOMBRE
Libertad y Responsabilidad.
Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad
implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de
flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente
de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.
En la medida que hacemos más el bien, nos vamos haciendo más libres. No hay verdadera
libertad sino en el servicio del bien y la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un
abuso de la libertad y conduce a "la esclavitud del pecado"225.
La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida que son voluntarios. El
progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la
voluntad sobre los propios actos. La responsabilidad de una acción puede quedar disminuida o
incluso anulada por la ignorancia, la violencia, el temor y otros factores psíquicos o sociales.
Imputabilidad: "Acto directamente querido por autor". Así el Señor pregunta a Adán tras el
pecado en el Paraíso: ¿Qué has hecho?226. Igualmente a Caín227. Así también el profeta Natán
al Rey David, tras el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste228.
Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró.
Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo
esclavo del pecado. Así la historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y
opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia del mal uso de la libertad.
Amenazas que hoy se ciernen para la libertad: Hacer cualquier cosa; Sociedad: Gusto,
hedonismo, el utilitarismo, el positivismo.
Liberación y Salvación. Es lo que Cristo ha traído: Misterio Pascual de Cristo, por su Cruz
gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para los hombres. Los rescató del pecado que los tenía
sometidos a esclavitud, porque "Para ser libres nos rescató Cristo." 230; y "La verdad nos hace
libres"231; "Donde está el Espíritu, allí esta la libertad"232; "La libertad de los hijos de Dios "233.
"Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros los males, para que, bien dispuesto
nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad" 234.
SER Y LIBERTAD
1 La libertad descubierta
Por mucho que la filosofía moderna haya concluido -porque lo ha concluido ya- su
accidentado periplo en formas militantemente anticristianas, hay que afirmar que sus logros
reales, donde los haya, son cristianos. No sólo en el sentido de la conocida afirmación de San
230Gál 5, 1
231Jn 8, 32
2322 Co 3, 17
233Rom 8, 21
234MR, Coll. Dom. 32
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Justino, el gran apologista de la primitiva cristiandad, de que todo lo noblemente humano nos
pertenece, sino también en el sentido de una estricta consecuencialidad histórica y cultural. El
descubrimiento de la libertad como fundamento -especialmente con el cogito cartesiano- se
produjo en un ambiente cristiano, y en gracia a la fundamentación metafísica que aportó el
Cristianismo, sobre todo con la obra de Santo Tomás. Así se explica, por ejemplo, que en el
ámbito del pensamiento moderno haya sido el cristiano Kierkegaard el campeón de la libertad
como fundamento frente a las corrientes disolutorias de la izquierda y de la derecha hegelianas.
Y así se explica, también por ejemplo, que ese gran maestro de espiritualidad cristiana que ha
sido Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, tuviera como punto central de su vida y de su
fecunda acción pastoral el amor a la libertad, haciendo de esto el principal legado que, en lo
humano, quería dejar y dejó a los hijos de su espíritu.
"Según las declaraciones de Hegel, el concepto de una libertad universal radical, como
núcleo originario de la espiritualidad de todo hombre, ha encontrado en el mundo sólo con el
Cristianismo. Es ignorado por el mundo oriental, que reservaba la libertad al déspota, y ha
permanecido extraño el mismo mundo grecorromano que, aún teniendo conciencia de la libertad,
pensaba que sólo 'algunos hombres' son libres (como ciudadano ateniense, espartano, romano...)
y no el hombre como tal, es decir, todo hombre en virtud de su humanidad y no sólo en virtud
del censo, de la fuerza del carácter, de la cultura... o sea, en virtud de lo que Kierkegaard llama
la injusticia de las distinciones particulares en el banquete de la fortuna, del que nada queda
excluido el hombre común: es decir, un retorno al paganismo. Esta idea de la libertad ha entrado
en el mundo solamente con el cristianismo, según el cual el individuo (el Singular) como tal ha
sido creado a imagen de Dios y tiene valor infinito y está por eso destinado a tener una relación
directa con Dios como espíritu, de manera que 'el hombre esta destinado a suma libertad'.
Escribe Hegel aún: 'Ciertamente el sujeto era individuo libre, pero se sabía libre sólo como
ateniense, y otro tanto el ciudadano romano como ingenuus. Pero que el hombre fuese libre en sí
y por sí, según la propia subsistencia, que hubiese nacido libre como hombre, esto no lo
supieron ni Platón, ni Aristóteles, ni Cicerón, y no siquiera los juristas romanos, aunque sólo
este concepto sea la fuente del derecho. En el Cristianismo por primera vez el espíritu
individual personal es esencialmente de valor infinito, absoluto; Dios quiere que todos los
hombres se salven'. La característica fundamental, por tanto, del ser hombre es el ser libre, y la
historia de la humanidad es la fatigosa búsqueda del fundamento de esa libertad, y es búsqueda
no ha terminado todavía"235
Más de toda comprobación histórica o simplemente factual, se impone ahora una tarea
propiamente doctrinal: la fundamentación de la libertad como fundamento. No voy a abordar
aquí el tema de la gracia y de la liberación obrada por Jesucristo, Redentor y único Liberador del
hombre, del hombre que ahora si El es esclavo del pecado. Partiendo del principio clásico de que
la gracia no abroga ni violenta la naturaleza, pretendo esbozar los elementos metafísicos que
permiten afirmar que el hombre es un ser para la libertad, que el hombre es definitivamente
libertad; que la libertad es su propiedad y el elemento primordial y originario del ser del hombre,
mediante el cual la persona humana se pone como diferente -y no sólo como un "más" respecto
de la naturaleza. El problema de la libertad coincide con la esencia misma del hombre: la
libertad no es una simple propiedad de la voluntad humana, una característica de la volición;
sino que es característica trascendental del ser del hombre, es el núcleo mismo de toda acción
realmente humana y es lo que confiere humanidad a todos los actos del hombre, y a cualquiera
de las esferas sectoriales de su actividad: en la moral como en la cultura, en la ciencia, en la
técnica, en el arte, en la política.
235 C. FABRO, Riflessioni sulla libertà, Maggioli editore, Rimini 1983 pp.15-16
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2.- La fundamentación de la libertad.
La esencia es por su acto, la naturaleza por su operación, el ente por su acción: en sentido
de causa final y terminativamente eficiente. Es ésta una reiterada afirmación de Tomás de
Aquino, el descubridor de la noción metafísica capital de acto de ser, del ser como acto (en
oposición al formalismo escolástico del "ser en acto" y su heredero directo, el racionalismo
moderno que resuelve el ser en posibilidad). El ser como acto incluye la acción como su
esfloración definitiva, perfectiva y terminal. Y la acción humana -toda acción, a partir de un
determinado grado de perfección ontológica- es esencialmente libre, está sometida al querer
libre. El hombre tiene, por su voluntad libre, potestad sobre sus actos -poniéndolos o no- y sobre
la determinación o contenido de esos actos: entiendo porque quiero, y quiero porque quiero236 El
hombre es terminativamente hombre por su libertad, por su acción que es libre. He aquí "la
originalidad primaria de la libertad, como creatividad participada: acto puro de emergencia del
yo en la estructura existencial del sujeto como persona"237.Pero esto, que pertenece a la
experiencia y al conocimiento común más inmediato, ¿tiene una ulterior fundamentación
metafísica? Sí, en la filosofía creacionista, en la metafísica cristiana del ser, donde la libertad es
la explicación de la virtualidad del acto de ser. No, en las filosofías de la inmanencia, donde "la
esencia de la verdad es la libertad" (Heidegger)
Tanto desde la Revelación y la fe, como desde la metafísica natural, que llega a Dios como
Acto puro de ser, o coo Ipsum Esse Subsistns -Ser absoluto, simplismo y en plenitud o
totalidad-, la creación del universo se nos manifiesta como un acto trascendente de derivación
causal, que el Ser por esencia obra son absoluta libertad, dado el ser en participación, y así
haciendo ser a los seres. Y como los entes - que tienen el ser participado- nada pueden añadir al
Ser por esencia, se sigue que la participación, la posición del ser ex nibilo sui et subiecti por
Dios, la creación, es totalmente gratuita. Y una gratuidad que no es arbitrio, capricho o simple
azar -repungnando todo eso a la esencia divina-, no puede ser más que amor, ese amor que
Santo Tomás, siguiendo aquí a Aristóteles, define como querer para alguien: bonum velle alicui.
Dios crea por amor238
Dios obra por amor, pone el amor, y quiere sólo amor, correspondencia, reciprocidad,
amistad (habría,, pues, que revisar la tesis tradicional del fin de la creación, precisar mejor el
tema de la "gloria de Dios"). Y de ese amor de amistad sólo la libertad es capaz. Así, al Deus
caritas est del Evangelista San Juan241, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente
hombre, es amor. Y si o es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa. Pero
sólo se es amor si se quiere, si se quiere en libertad. De ahí que el hombre, por su operación, sea
causa sui, que es la definición aristotélica de la libertad, aunque allí no bien precisa aún.
"la voluntad es dueña de su acto, y en ella misma está el querer y el no querer. Lo que no
ocurriría si no tuviese la potestad de moverse a sí misma a querer" 242 . Y es en esta voluntad
libre donde se da la perfecta razón de casualidad porque es ella la que pone el fin de todo acto,
y el fin es causa causarum243 causa de la casualidad de todas las causas. Se hace imprescindible
investigar la naturaleza profunda de la actividad voluntaria, "bajo el aspecto -entrevisto por el
pensamiento antiguo (estoicos...) y afirmado por la Escritura- de que el hombre ha sido hecho a
imagen de Dios, y esta imagen se da sobre todo en la voluntad que es por excelencia causa sui en
nominativ, o sea, actividad originaria y originante" 244 Así lo afirma Santo Tomás, siguiendo al
Damasceno: el hombre, como imagen de Dios, es principio de sus obras, como libre, gozando de
arbitrio y potestad sobre sus obras245. Puesto el ser, creada la persona, la libertad se presenta en
él como "inicio' absoluto, como originalidad radical, como creatividad participada. En
consecuencia, el hombre se hace, se pone a sí mismo como hombre, cuando en uso de su libertad
ama a Dios sobre todas las cosas, cuando ama a Dios como Dios, cuando ama el Amor libre que
le hace ser como amor, libremente ama a Aquel que libremente le hace libre, capaz de amar,
cuando intencionalmente se identifica con su fin porque quiere, y es así lo que está hecho para
ser.
Todo efecto de casualidad genera dependencia (en toda relación afectiva y educativa esto
habría que tenerse muy en cuenta).Por eso sólo la Omnipotencia puede crear, de la nada poner
seres que son en sí mismos y de alguna manera por sí mismos, y no como algo del Ser que los
causa. Sólo la Omnipotencia puede crear seres libres, independientes en su hacer, causa sui. El
240 ID. ., De Ver. q.22,a.4.
241 I Io, 4,8
242 STO. TOMAS, S, Th.I,q.9,a.3.
243 ID., In Sent.d. 45,q.1,a.3
244 C. FRABRO, o.c.,p.72
245 STO. TOMAS, S. Th. I-II,prol
246 VII1 A 181, ed. cit.
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filósofo danés lo razona también mostrando que sólo la Omnipotencia puede dar sin perder, sin
necesidad de recuperarse luego con la propiedad de lo dado; por tanto realmente dando,
regalando, la teología católica ha sostenido siempre que la creación no origina e Dios relación
real a la criatura: en Dios es excedencia trascendente, no determinación ni previa ni consecuente.
Se entiende así también la afirmación de que el apostolado es sobreabundancia de "vida para
adentro"247 y el verdadero apostolado -toda atención de dar- no puede ser otra cosa: ni depender
ni generar dependencia. Así, sólo Dios puede libremente crear seres libres. Y sólo en la medida
en que se participa de la perfección divina se puede dar libertad.
Pero esa libertad creada no es una libertad errante. Siendo la libertad autodeterminación
radical, posición total del propio acto, sólo Dios, el Ser absoluto, es absolutamente libre, por
perfecta identidad de su ser y su actuar, sin que nada de lo que posee y le constituye le haya sido
determinado por otro248. En la criatura hay distinción real entre esencia y acto de ser, entre la
esencia y las potencias, entre el ente y su operación (aunque no distinción como entre cosa y
cosa, sino como entre componentes metafísicos de la misma totalidad unitaria). La libertad
creada necesita una causa final, un porqué, un sentido; no se basta a sí misma. Siendo efecto del
amor divino, se realiza plenamente amando el Amor que es su causa.
Esta elección del fin, este acto de amor electivo, y no simple aspiración a la felicidad o bien
en general, es lo que funda la moralidad del obrar humano, y la responsabilidad recae
plenamente en la voluntad: es una elección voluntaria de algo que no es uno mismo y ni
El primer mandamiento de la ley de Dios, de la Voluntad buena de Dios para sus criaturas
libres, y resumen de todos los demás es el de amar a Dios para sus criaturas libres, y resumen de
todos los demás es el de amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas 252 . Y a la
pregunta de si se puede mandar el amor, hay que responder que, en definitiva, es lo único que se
puede mandar. Lo otro se puede forzar; el amor, no. Y todo mandamiento -divino y humano-
presupone éste del amor total, que sólo Dios puede imponer, y se inscribe en él como
determinación particular; de lo contrario, ya no es legítimo mandato, sino simple coacción,
constricción y violencia (de ahí que el positivismo jurídico haya concluido identificado ley y
capacidad coactiva).
Dios da al hombre el dominio de sus actos, le hace dueño de sí: actus voluntatis est actus
hominis, quasi in eius potestate existens, dice Santo Tomás253 Dios nos hace libre, pero no nos
abandona a la deriva de la nada, sino que amorosamente nos requiere y solicita con el
mandamiento supremo: Amame con todo tu corazón, quiéreme del todo. Protestando
enérgicamente contra la identificación entre la libertad y libre arbitrio o libertad de elección,
Kierkegaard expone en su Diario254 esta tensión dialéctica de la libertad. El Cristianismo dice a
cada persona: tú debes escoger la única cosa necesaria, pero de manera que no lo pongas como
una elección. Hay que elegir a Dios por encima de la misma capacidad de elegir. El contenido de
la libertad profunda y radical es tal, que la verdad de la libertad de elección consiste en admitir
que no hay elección, y hacerlo libremente. La elección es ésta: que no hay elección. Ser
'espíritu" es esto. De manera que yo me pongo en libertad cuando se la entrego a Dios, y me
entrego a Dios en ella. Sólo entonces soy verdaderamente libre, con libertad divina.
Se ve qué lejos estamos aquí de la racionalista y moderna "libertad de indiferencia", que debía
llevar fatalmente a la resolución spinoziana de la libertad en le "necesidad conocida", que de un
modo u otro ha asumido ya todo el inmanentismo de derecha y de izquierda. Resolución que
procede del esencialismo de la Escolástica formalista, pero encuentra su definitiva expresión
metafísica en la duda radical del cogito vacío del pensamiento moderno257, y en la náusea del
existencialismo contemporáneo.
El intento cartesiano de reconstruir el universo sin Dios (al menos sin concederle fuerza
fundante en la razón teorética fue transfiriendo, en sucesivas radicalizaciones, la libertad
creadora divina a la libertad humana que se ejercita en la voluntad de pensar, y específicamente
en la voluntad de pensar así: una opción intelectual", como he tratado de exponer en otro lugar258
.
primero fue la concepción spinoziana de la libertad "necesidad conocida". Más tarde vino "la
reducción trascendental del ser a la libertad (en Fichte): 'ninguna naturaleza y ningún ser sino
mediante la voluntad, los productos de la voluntad son el verdadero ser'. Para Fichte el
verdadero comienzo, que debe ya sustituir al cogito abstracto, es la 'consciencia de la libertad',
que es el principio primero e inmediato del que procede el ser. El horizonte de la verdad está
aquí invertido"25 Un paso más en esa dirección lo da Schelling, que "en esto se inspira
expresamente también en Lutero y en Böhme, como Hegel, con un plexo que es místico-
teosófico y racional-filosófico a la vez; para Schelling, el acto, que es el fundamento de la vida
del hombre, es un acto eterno por medio del cual la vida de cada hombre se une al principio
256 Mt. 10,39
257 C. CARDONA, René Descartes: El discuro dl método, E.M.E.S.A., Madrid 175, pp.30-46
258 C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual
25 C.FABRO. , o.c., p. 20
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originario (Urgrund) de la creación"259 . Y aquí ya el equívoco entre la libertad creadora divina y
la libertad humana que origina los actos humanos es prácticamente total. El paso decisivo lo dará
Gehel, para quien "la libertad coincide con la Voluntad absoluta del espíritu absoluto y es en sí
determinada como Voluntad absoluta. Una libertad que quedase reservada, al individuo, como
persona singular, es tachada por Hegel de 'arbitrio, que es lo opuesto de la libertad (das Geneteil
der Friecheit), y constituye y coincide con la servidumbre misma del pecado (die Kenechtschaft
der Sunde): el pecado consiste en la actitud o pretensión del singular de ser y elegir por sí, de
contrastar el afirmarse del Espíritu Universal en la historia universal260 Aquí y a la persona, que
es justamente el término de la libertad creadora divina, queda disuelta en el devenir universal
abstracto de la razón abstracta.
"Esta reducción extrema del ser al conocer y del conocer al querer depende, como se ha dicho
ya, de la pretensión de la duda radical, es decir, de querer fundar el ser en el pensar sin
presupuestos, (Voraussetzungslosigkeit). Una pretensión en sí misma sin sentido y sin
posibilidad de éxito,, como está demostrado, con consecuencias trágicas de extravío total de la
vida y de la cultura, el desarrollo coherente del pensamiento contemporáneo, que ha resuelto
aquel cogito-volo en la dispersión al infinito del yo como posibilidad , es decir, sin meta por
recaer continuamente en el vacío de ser que lo constituye"261 Y así llegamos a la impresionante y
lúcida conclusión de Sartre: “Una libertad que se quiere libertad, es en efecto un ser-que-no-es-
lo-que-él-es, y que-es-lo-que-él-no-es el no ser lo-que-él-es. Escoge pues no retomarse, sino huir
de sí, no coincidir consigo, sino ser siempre a distancia de sí”. Aquí el círculo se ha cerrada. En
efecto, un ser creado (un ente)que quiere ser, o que ser, o que quiere no-ser:un suicidio
metafísico. Y esto tiene lógicamente sus repercusiones en la vida inmediata: son los suicidios
porque mi vida no tiene sentido.
Hay que desandar ese trágico camino, y recuperar la libertad como elección libre y amorosa
de Dios como principio y fin real de mi vida, que sin embargo se me propone como término de
una elección libre. Hay que decir al formalismo escolástico -padre natural de ese racional-
voluntarismo de la modernidad - que Dios no es 'indiferente" para la voluntad que puede pecar.
El sí o el no, proceden no del 'atnto da' (no siquiera subjetivo y errado, como concedían con
mejor voluntad que inteligencia los escolásticos que perdieron el acto de ser), sino de un amor
radical, que se mueve entre estos dos polos: Dios y yo , que son los 'bienes' que se ofrecen a mi
consideración intelectual, los dos “señores’ que se disputan la soberanía sobre mí, y a los que no
se puede servir simultáneamente262. Por eso, establece como propiamente humana, lo primero
que hay que hacer es asumir la responsabilidad de la libertad comporta -yo decido mi destino
eterno- y excluir la 'indiferencia estética" y la indolencia voluptuosa y cínica. Hay que querer
elegir, hay que querer, que es como se comienza a elegir bien: 'deseos de tener deseos", pedía un
santo de nuestro tiempo a las personas vacilantes. Hay que asumir el principio de no
contradicción (sin Aufhebung, sin superación noi síntesis hegeliana) en el comienzo de la vida
moral, o el momento de la "conversión" resolutiva: sí o no, sin mediación ni "vaya veremos más
adelante". Aquí la "conciliación de los extremos" o la morosidad temporal son ya la falsedad y
el mal, son la renuncia al sentido último de la libertad y el negarse como hombre. “La filosofía
moderna, por su parte, ha introducido la mediación de los opuestos y así no exige ninguna
elección absoluta, y ésta no existe, no hay ya tampoco ningún au-aut absoluto: la conclusión es
259 Ibid
260 Ibid., p.21.
261 Ibd., p. 53
262 Lc. 16,13.
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que en la esfera del pensamiento puro o del cogito no hay sitio para la libertad porque no hay
sitio para la moralidad.263
Pérdida la noción de acto de ser, y la complementaria de participación, por las que se llega al
Ser por esencia, y a la posición inequívoca de la trascendencia y de la creación ex nibilo, el
pensamiento moderno ha transferido la realidad de la persona, y así su verdad y su libertad, al
universal abstracto o al colectivo substantivados: el hombre se constituiría como hombre por su
relación a la Humanidad, a la Historia, al Mundo, al Progreso, a la Clase, al Estado. de manera
que la única realidad consiste sería la totalidad de las relaciones como "Sistema". Pero si la
persona (a imagen, resulta que desaparece, porque aquí solo uno de los dos términos es real, y
entonces ya no es real, sino de razón. Así venimos oscilando entre la negación del individuo
absorbido por el Sistema (idealista o materialista, tanto da), y la posición del individuo sin punto
de referencia alguno, en indiferencia anárquica, abandonado a desesperación de su finitud
constitutiva, sin causa ni sentido, como "pasión inútil" y "condenado a la libertad" (Sartre),
extinguiéndose en la fugacidad del curso temporal.
De este modo, la alternativa se pone entre el "Infinito fantástico" con la necesidad tiránica que
impone, y el "infinito empírico", a la deriva del acontecer y del gozar.' O una abstracción (o un
colectivo personalizado) asume las prerrogativas de Dios, pero ya sin amor y por tanto sin dar
libertad, según los postulados hegelianos de derecha y de izquierda; a se afirma frenéticamente
lo concreto pero disolviendo a la persona en lo factual, carente de Principio y de Fin, como
hacen el empirismo, el positivismo, el existencialismo y todos sus congéneres. Lo "infinito
imaginario" hace que todo sea necesario. Lo finito sin sentido hace que todo sea indiferente . Y
en uno y en otro caso, la libertad se queda sin objeto, abandonada a las leyes del devenir o de la
"Evolución" o al azar ciego, vacío y angustioso. Sin la persona -el subsistente real: por el acto de
ser que le hace ser, ser lo que es, y sobre todo ser lo que es- , no hay libertad, y todo es
necesario, Sin Dios, falta el origen y el fin, falta el amor, falta el punto de referencia, la
discriminación decisiva entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal; y todo es irrelevante.
Y oscilamos así entre el Estado policíaco y la demencia heroicanómona.
"La verdad os hará libre", dice Jesucristo264 La verdad funda la libertad, y por la libertad el
hombre accede a la verdad, a la Verdad de Dios y a la verdad de sí como hombre. En este
sentido hay que reconocer que la libertad es radical, constitutiva y originaria; pero la libertad
correlativa a la libertad divina de la creación, es la libertad del amor, la de la decisión suprema
hacia Dios.. Esta es la libertad fundante, que da sentido y validez a lo Heidegger llama las
"libertades ónticas" a las libertades fundadas o aplicaciones de la libertad, a la libertad de
elección en los ámbitos sectoriales de la existencia humana. De manera que la única forma seria
y defender a la persona humana en ellas, es constituida en libertad, es ponerla ante Dios
singularmente y para siempre, y ayudarle - hasta donde eso es posible a otro hombre - a ponerse
como hombre, in libertatem glorie filiorum Dei265 Logrado esto, el hombre es ya verdaderamente
libre. Y se enfrenta a los bienes finitos con pleno señorío de sus actos, sin que injusta
constricción alguna le pueda ya conmover (temo mucho que las "teologías de la liberación" no
Y ese hombre libre el que ama y tutela la libertad de los demás, de todos. Primero, la libertad
radical y profunda del ponerse en Dios, como ser libre, y luego todas las libertades aplicadas,
que participan graduadamente de obligación y de autoposición: de manera que lo más necesario
y lo que exige más libertad es lo más bueno y más divino; y se relegue así la coacción a los casos
en que el hombre no quiera vivir como hombre, y su negatividad incida en la libertad profunda
de los demás. Sé muy bien que eso es lo contrario de lo que se acostumbra en la vida social
contemporánea. Por eso urge la fundación teorética de la libertad, y su traducción en normas y
en conducta personal y social.
266 Io 8,44
93
CONCIENCIA MORAL
Normalmente se habla de perfección de una cosa cuando ésta consigue plenamente el fin a
que está destinada. En nuestro caso: "El fin de nuestra vida es servir al Señor, es cumplir en todo
la voluntad divina". Y la voluntad de Dios es la regla de todas nuestras acciones. Si queremos
vivir así hemos de tener la mirada fija en la voluntad de Dios.
La ley natural que Dios grabó en nuestros corazones267 y que nos manifestó cumplidamente
en la Sagrada escritura268 y sobre todo en su Hijo Jesucristo nuestro Maestro.269
54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el "corazón"
de la persona, o sea, en su conciencia moral: "En lo profundo de su conciencia - afirma el
Concilio Vaticano II-, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe
obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo
siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre
tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según
la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)".270
Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado
con la interpretación que viene reservada a la conciencia moral. En este sentido las tendencias
culturales recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de
modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación "creativa" de la conciencia moral, que se
aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
267 cf Rm 2, 14ss
268 Decálogo
269 cf DV 2a
270Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16
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general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar una impostación ordenada de su vida
personal y social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se
relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples
influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor
de la conciencia, que el Concilio mismo ha definido "el sagrario del hombre, en el que está solo
con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella". 271 Esta voz -se dice- induce al hombre no
tanto a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y
responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto
de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la
originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Esta, teniendo en cuenta las
circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general
y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley
moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o
incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la
conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con
esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones "pastorales" contrarias
a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica "creativa", según la cual la
conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo
particular.
El juicio de la conciencia.
57. El mismo texto de la Carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley
natural, indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación
específica con la ley: "Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las
prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos con ley; como quienes muestran tener la
realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios
contrapuestos que les acusan y también les defienden" (Rom 2, 14-15).
Según las palabras de san Pablo, la conciencia en cierto modo, pone al hombre ante la ley,
siendo ella misma “testigo" para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea,
de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la
intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su
271 Ibid.
95
testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia
respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre
consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer
modelo y fin último del hombre. "La conciencia -dice san Buenaventura- es como un heraldo de
Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido
de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de
que la conciencia tiene la fuerza de obligar".272 Se puede decir, pues, que la conciencia da
testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es
testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las
raíces de su alma, invitándolo "fortiter et suaviter" a la obediencia: "La conciencia moral no
encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a
la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia
moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre".273
59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de "testigo", sino que
manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata de "razonamientos"
que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rom 2, 15). El
término "razonamientos" evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio
moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos
humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del juicio
de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla
el apóstol Pablo en el mismo texto: Así será "en el día en que Dios juzgará las acciones secretas
de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús" (Rom 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre
debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a
una ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional
de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica
pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz
originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, la cual, como una
chispa indestructible ("scintilla animae"), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo,
mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral,
la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el
hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La
conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo
que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí
y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien
reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la
conciencia muestra "en última instancia" la conformidad de un comportamiento determinado
respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando "la
aplicación de la ley objetiva a un caso particular".274
272 In II Librum Sentent., dist. 39, a. 1, q. 3, concl.: Ed. Ad Claras Aquas, II, 907 b.
273 Discurso (Audiencia general, 17 agosto 1983), 2: Insegnamenti VI, 2 (1983), 256.
274 SUPREMA S. CONGRAGACION DEL SANTO OFICIO, Instrucción sobre la "ética de situación" Contra
doctrinam (2 febrero 1956): AAS 48 (1956), 144.
96
60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la
conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio.
Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un
determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima
de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus
juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y
expresar. Esta verdad está indicada por la "ley divina", norma universal y objetiva de la
moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley
natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, del cual la persona humana acepta el
atractivo y acoge los mandamientos: "La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y
exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente
un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de
sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento
humano".275
61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y
concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien
realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en
él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero
el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de
misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de
pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia
de Dios.
62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. "Sin
embargo, -dice el Concilio- muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia
invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no
se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia
se queda casi ciega".276 Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina
que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.
Ciertamente, para tener una "conciencia recta" (1 Tim 1, 5), el hombre debe buscar la verdad
y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar
"iluminada por el Espíritu Santo" (cf. Rom 9, 1), debe ser "pura" (2 Tim 1, 3), no debe "con
astucia falsear la palabra de Dios" sino "manifestar claramente la verdad" (cf. 2 Cor 4, 2). Por
275 Carta enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 43: AAS 78 (1986), 859; ef. CONC. ECUM. VAT. II,
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16; Declaración sobre la libertad religiosa
Dignitatis humanae, 3.
276 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
97
otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: "No os acomodéis al mundo
presente, antes bien tranformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom 12, 2).
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable -nos recuerda el Concilio- la
conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme
al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto
está llamado a buscar sinceramente.
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la
conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y del bien. Es análoga la
exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a
"transformarse renovando nuestra mente" (cf. Rom 12, 2). En realidad, el "corazón" convertido
al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto,
para poder "distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom 12,
2) sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es
Los cristianos tienen -como afirma el Concilio- en la Iglesia y en su Magisterio una gran
ayuda para la formación de la conciencia: "Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender
con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia
católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que
es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden
moral que fluyen de la misma naturaleza humana".280 Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se
pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia
no es nunca libertad "con respecto a" la verdad, sino siempre y solo "en" la verdad, sino también
porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta
las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La
Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí
y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no
desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en
las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.
"Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne" (Gál 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de
ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus
dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o
aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y
disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la verdad; en
última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de
algunas decisiones que dan "forma" a toda la vida moral de un hombre cual también podrán
situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre
persona y actos. Hablan de una "libertad fundamental", más profunda y diversa de la libertad de
elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos
humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una
"opción fundamenta", actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona
decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel
reflejo, sino en forma "transcendental" y "atemática". Los actos particulares derivados de esta
opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla,
serían solamente "signos" o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos -se dice- no es el
Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino
que son los bienes particulares (llamados también ""categoriales"). Ahora bien, según la opinión
de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la
De esta manera, se llega a introducir una distinción ente la opción fundamental y las
elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores
asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el "bien" y el "mal"
moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como "rectas"
o "equivocadas" las elecciones de comportamientos particulares "intramundanos", es decir,
referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los otros y con el mundo de las cosas.
De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos
niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y,
por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o
equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y
males "premorales" o "físicos", que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de
que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente físico, y no según los criterios
propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación
propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola -o atenuándola- a la
elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce
la específica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y se
compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia
de la fe (cf. Rom 16, 26), por la que "el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le
ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad".281 Esta fe, que actúa por la caridad
(cf. Gál 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su "corazón" (cf. Rom 10, 10), y desde
aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rom 8, 5-8; Gál 5,
22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula
fundamental: "Yo, el señor, soy tu Dios" (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las
múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de
totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al
mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Miq 6, 8). También la moral de la
Nueva Alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su "seguimiento" -al joven
le dice: "Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme" (Mt 19, 21)-; y el discípulo responde a esa
llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la
perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del
carácter radical e incondicionado de la elección que exige el Reino de Dios. La radicalidad de la
elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: "Quien quiera
salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8,
35).
La llamada de Jesús "ven y sígueme" marca la máxima exaltación posible de la libertad del
hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones
que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la
libertad humana en las palabras de san Pablo: "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad"
(Gál 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia : "Con tal de que no
toméis de esa libertad pretexto para la carne". En esta exhortación resuenan sus palabras
precedentes: "Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir
281 CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. CONC. ECUM. VAT. I,
Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 3: DS, 3008.
100
nuevamente bajo el yugo de la esclavitud" (Gál 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia,
pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto
de fe -en el sentido de una opción fundamental- que es disociado de la elección de los actos
particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la
opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula
profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el
hombre es capaz de orientar su vida y -con la ayuda de la gracia- tender a su fin siguiendo la
llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos
determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la
sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida
en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma
vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libre. Precisamente
por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en
elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.
68. Es necesario añadir todavía una importante consideración pastoral. En la lógica de las
teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría
permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus
elecciones y de sus actos concretos a las normas o reglas morales específicas. En virtud de una
opción primordial por la caridad, el hombre -según estas corrientes- podría mantenerse
moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, a pesar de que
algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los
mandamientos de Dios.
101
En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción
fundamental, según la cual se ha entregado "entera y libremente a Dios".282 Con cualquier
pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por
tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. Sant 2, 8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la
"gracia santificante", la "caridad" y la "bienaventuranza eterna". 283 "La gracia de la justificación
que se ha recibido -enseña el Concilio de Trento- no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual
se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal".284
69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a
algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los
pecados mortales y los pecados veniales; ellos subrayan que la oposición a la ley de Dios, que
causa la pérdida de la gracia santificante -y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la
condenación eterna-, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su
totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que
separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que viene realizado a
un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un
conocimiento sólo reflejo. En este sentido -añaden- es difícil, al menos psicológicamente,
aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y su Iglesia,
pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la
"materia" misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un
breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunicación con Dios y de
convertirse sucesivamente a El mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario -se
afirma- medir la gravedad del pecado desde el grado de compromiso de libertad de la persona
que realiza un acto, y no desde la materia de dicho acto.
La afirmación del Concilio de Trento no considera solamente la "materia grave" del pecado
mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el "pleno conocimiento y
consentimiento deliberado". Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica
pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un
pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien
lo comete. Por otra parte, "se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción
fundamental" -como hoy suele decir- contra Dios", concebido ya sea como explícito y formal
desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. "Se
282 CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. sobre la divina revelaciónDei Verbum, 5; cf. S. CONGREGACION
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana (29
diciembre 19745), 10: AAS 68 (1976), 88-90.
283 Cf. Exhort. ap. pos-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 218 - 223.
284 Ses VI,Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544; can. 19: DS, 1569.
285 Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221.
102
comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo elige,
por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido
un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda
la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede,
pues, ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy
complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen sobre la imputabilidad subjetiva
del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución
de una categoría teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de tal
modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado
mortal".286
IV EL ACTO MORAL
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y
profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente
mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar
espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a El, la perfección
feliz y plena.288
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del
hombre mismo que realiza esos actos.289 Estos no producen sólo un cambio en el estado de cosas
externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la
persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de
relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: "Todos los seres sugestivos al devenir no
permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante
un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es
nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como
es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros
somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra
elección, dándonos la forma que queremos".290
La ordenación radical del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda
voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar
humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o
aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena.291 El obrar es
moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin
último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en
su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero
bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a
nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien
supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la Revelación de Dios y a la fe, conoce la "novedad" que marca la
moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la
dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el
cristiano es "creatura nueva", hijo de Dios, mediante sus actos manifiesta su conformidad o
divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8,
29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna, a la
comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.292 Cristo "nos
forma según su imagen -dice san Cirilo de Alenjandría-, de modo que los rasgos de su naturaleza
divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y
virtuosa ... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando,
por las obras, nos manifestamos como hombres buenos".293
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de
la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y
bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: "Es necesario
que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual
reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal" (2 Cor 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la cualificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se
asegura esta ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente de la intención que sea
conforme al fin último, al bien supremo, o no depende también -y sobre todo- del objeto mismo
de los actos humanos?
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del
utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada
sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Ellos, con razón, se dan cuenta de la
necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para justificar las
exigencias y fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria
por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio,
accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias
del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes, particularmente en las
sociedades pluralísticas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar una semejante moral racional -a veces
llamada por esto "moral autónoma"-, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una
comprensión inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el
hecho que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que ella realiza: esas son
condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran
además en una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su
105
ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante
elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría
ni moralmente sometida a obligaciones determinadas, no vinculada por sus elecciones, a pesar de
no dejar de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este "teleologismo",
como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado -según
terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento- "consecuencialismo"
o "proporcionalismo". El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar
determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución
de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se
centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del "bien
más grande" o del "mal menos", que sean efectivamente posibles en una situación determinada.
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno
estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo
diferenciado: su "bondad" moral sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes
morales, y su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias
previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían
cualificados como "rectos" o "equivocados", sin que por esto sea posible valorar la voluntad de
la persona que los elige como moralmente "buena" o "mala". De este modo, un acto que,
oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-
morales, podría ser cualificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se
concentra, según una "responsable" ponderación de los bienes implicados en la acción concreta,
sobre el valor moral reputado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de
la acción, en base a la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría
al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad,
decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la
prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a
ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser
considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta
perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la
moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la
mentalidad científica, preocupada con razón de ordenar las actividades técnicas y económicas en
base al cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos. Ellas
106
pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y arbitraria, que
vendría a ser inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen
poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos
contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelarse a la
tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta última se ha desarrollado una
casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien,
es igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y,
por consiguiente, no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales negativos,
los cuales obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos
morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y
Señor.294 Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar
al prójimo como a sí mismo (cf. Rom 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre
todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y
el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza,
renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un honor para los
cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Act 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el
martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo
Testamento, reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto
particular contrario a la fe o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías
tienen en cuenta la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar
gran importancia ya sea a la intención -como Jesús insiste con particular fuerza en abierta
contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas
sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)-, ya sea a los bienes obtenidos y los males
evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad.
Pero la consideración de estas consecuencias -así como de las intenciones- no es suficiente para
valorar la cualidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los males,
previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la
elección de aquel comportamiento concreto es, "según su especie" o "en sí misma", moralmente
buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias
del acto que, aunque puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin
embargo, la especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades -o mejor dicho, la imposibilidad, de valorar
todas las consecuencias y todos los efectos buenos o malos -denominados pre-morales- de los
propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para
establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen
oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido
racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún
válido, de santo Tomás.295 Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo
294 Cf. CONC. ECUM. DE TRENTO, Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum tempore, can. 19: DS, 1569. Ver
también CLEMENTE XI, Const. Unigenitus Dei Filius ( 8 septiembre 1713) contra los errores de Pascasio Quesnel,
nn. 53-56: DS, 2453-2456
295 Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 18, a. 6.
107
especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el
objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme
con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y
nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Así pues, no
se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden
físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo
externo. El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer
de la persona que actúa. En este sentido como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, "hay
comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden
de la voluntad, es decir, un mal moral".296 "Sucede frecuentemente -afirma el Aquinate- que el
hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena
voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es
buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena
intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que
venga el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rom 3, 8)".297
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta
elección de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si
éste es o no es "ordenable" a Dios, a Aquel que "sólo es bueno", y así realiza la perfección de la
persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el
respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la
atención al objeto moral, no rechaza considerar la "teleología" interior del obrar, en cuanto
orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se
pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto
humano, bueno según su objeto, es "ordenable" también al fin último. El mismo acto alcanza
después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios
mediante la caridad. A este respecto, el Patrono de los moralistas y confesores enseña: "No basta
realizar obrar buenas, sino que preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y
perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios".298
El "mal intrínseco": no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rom 3, 8)
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y
proporcionalistas, según la cual sería imposible cualificar como moralmente mal según su
especie -su "objeto"- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados
prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual
decide sobre su "ordenabilidad" al bien y al fin último que es Dios. Tal "ordenabilidad" es
aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por
tanto, en sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son
exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los
"bienes para la persona" que se ponen al servicio del "bien de la persona", del bien que es ella
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran
como "no-ordenables" a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su
imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados
"intrínsecamente malos" ("intrinsece malum"): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su
objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias.
Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y,
sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que "existen actos que, por sí y en sí mismos,
independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su
objeto".300 El mismo Concilio vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana,
ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: "Todo lo que se opone a la vida, como los
homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio
voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las
torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a
la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, la esclavitud, la prostitución, la
trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los
obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables;
todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización
humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador".301
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante
las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: "En
verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover
un bien más grande, no es lícito, ni aún por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el
bien (cf. Rom 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de ala persona humana, aunque con ello se
quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social".302
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias
particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos
"irremediablemente" malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la
persona: "En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata
299 Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 100, a. 1.
300 Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221; cf. PABLO
VI, Alocución a los miembros de la Congregación del Santísimo Redentor (septiembre 1967): AAS 59 (1967), 962: "
Se debe evitar el inducir a los fieles a que piensen diferentemente, como si después del Concilio ya estuvieran
permitidos algunos comportamientos, que precedentemente la Iglesia había declarado intrínsecamente malos. ¿Quién
no ve que de ello se derivaría un deplorable relativismo moral, que llevaría fácilmente a discutir todo el patrimonio
de la doctrina de la Iglesia?".
301 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 27.
302 Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60 (1968), 490-491.
109
sunt) - dice san Agustín-, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes,
¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados
o -conclusión más absurda aúnque- serían pecados justificados?".303
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto
intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto "subjetivamente" honesto o justificable
como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona
humana", se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las
normas que prohíben tales actos y que obligan "semper et pro semper", o sea sin excepción
alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de
la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La cualidad
moral del obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia
y de amor. Por esto, -volvemos a decirlo-, hay que rechazar como errónea la opinión que
considera imposible cualificar moralmente como mala según su especie la elección deliberada de
alguno comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención por la cual la
elección es hecha o por la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las
personas interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad del obrar humano, sería
imposible afirmar un "orden moral objetivo"304 y establecer cualquier norma determinada, desde
el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad
humana y de la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
"En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se dicta a sí
mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
303 Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; cf. S. TOMAS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, IX, q. 7, a. 2;
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1753-1755.
304 CONC. ECUM. VAT. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae
110
corazón, llamándole siempre a amar el bien y a evitar el mal... El hombre tiene una ley inscrita
por Dios en su corazón... La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el
que sólo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella"305.
Dictamen de la Conciencia
La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona reconoce la cualidad moral
de un acto que piensa hacer, que está haciendo o ha hecho. Mediante el dictamen de su
conciencia el hombre percibe y reconoce los mandamientos de la ley de Dios. "La conciencia es
la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un
velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de
Cristo" 308.
Es preciso que uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su
conciencia. Exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con
frecuencia a prescindir de toda reflexión -movimientos y tendencias de la sociedad actual-,
examen o interiorización: "Retorna a tu conciencia, interrógala... retornad, hermanos, al
interior, y en todo lo que hagáis mirad al Testigo, Dios" 309. No te vayas fuera, en lo más
profundo de ti está la verdad.
305 GS 16
306 cf. Rom. 2, 14-16
307 cf Rm 1, 32
308 (Newman
309 (San Agustín
111
"Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra
conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" 310.
La Formación de la Conciencia.
Tarea indispensable formar una conciencia recta y veraz, capaz de formular sus juicios según
la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. Su educación es
indispensable a los seres humanos sometidos a las influencias negativas y tentados por el pecado
a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.
Es tarea de toda la vida, desde los primeros años el niño despierta al conocimiento y a la
práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la
virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de
culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas
humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.
Decidir en Conciencia.
Reglas: "Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien". La "regla de oro" :
"Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacedselos también vosotros" 312. La
caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: "Pecando así
contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia..., pecáis contra Cristo" 313."Lo bueno es... no
hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad" 314.
El juicio erróneo
La ignorancia invencible, el mal cometido no puede serle imputado. Pero no deja de ser un
mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral
de sus errores.
Entonces lo de que hemos hacer es seguir nuestra recta conciencia, haciendo lo que nos
enseñan los libros sagrados. Ejercitándonos en la práctica de todas las virtudes, siendo lo
esencial para ser perfectos es la caridad en ella encuentran su origen todas las virtudes317.
1. Introducción
Moralidad de los actos humanos: mucho se habla hoy día de nuestra sociedad de la moral, de
la verdad del bien, del mal, se reprueban actos como el terrorismo, el robo de la propiedad
ajena, etc. Pero se hace sin tener muy claro qué es exactamente lo que hace reprobables esos
actos.
Con ocasión del Catecismo de la Iglesia Católica los Mass Media han llamado la atención
sobre los "nuevos pecados", es decir, nuevos actos malos, tales como manejar a alta velocidad,
evadir impuestos, contaminar el ambiente, etc. Pero al comunicar estas noticias ¿tienen claro de
qué están hablando? ¿basta catalogar esos actos como "pecado" para que, por ese sólo hecho,
sean malos o sólo una declaración extrínseca la que los hace malos o hay algo intrínseco al acto
mismo que lo hace malo, independientemente de una declaración de la Iglesia?. Todo esto es del
dominio de una ciencia que se llama la Moral.
Hemos dicho en una primera aproximación que la moral es la ciencia que estudia los actos
humanos desde el punto de vista de su bondad o maldad. Pero los actos humanos son infinitos:
¿hay algún principio universal que permita catalogarlos?.
Por otro lado, cuando se habla de principios universales que permiten juzgar la moralidad de
los actos, viene a la mente la noción de ley. Pero hoy día hay una tendencia a rechazar todo
legalismo en materia moral como si fuera algo que restringe la libertad personal. Antes de
rechazar algo hay que saber con qué precisión ¿qué es? de lo contrario se es víctima de "lugares
comunes" y "modas", que nos hacen tener la ilusión de la libertad.
Más aún, ¿qué es la libertad?. Vivir en base a slogans lugares comunes y modas, cuya verdad
no se examina es depender de otro, de un sistema potente que forma la opinión pública.
Mantener una persona en el error es quitarle la libertad. La esclavitud como se practicó en la
historia, contra la cual todos hemos protestado, es mucho menos grave que la esclavitud del
error. Comprar un esclavo era limitar su libertad de movimiento, de decidir acerca de sus actos
externos; pero ese esclavo podía mantener íntegra su libertad . Hoy día la formación de la
opinión pública tiene un costo que se puede evaluar e influye sobre la formación de la
conciencia, es decir, sobre la libertad interior. Por eso los grandes grupos de poder se han dado
cuenta que si quieren dominar necesitan poseer los Medios de Comunicación: TV, periódicos,
radio, etc. contra esto resuena la sentencia de Cristo: "La verdad os hará libres"319.
318Ejemplo de la Ministra de salud en Italia, que recomienda la píldora RU3, y publicamente explicó sus motivos
para hacerse un aborto, considerándolo correcto pues tenía que concluir sus estudios.
319Jn. 8,32
114
En primer término vamos a estudiar los fundamentos filosóficos del acto moral. Para ello
debemos examinar antes qué es un acto a secas. Y lo hacemos desde el punto de vista de la razón
natural. El hombre es un ser racional y dotado de libertad. Por eso está obligado a usar la razón.
Veremos desde el punto de vista de la razón qué es un acto y luego veremos qué es un "acto
moral". Luego veremos si hay algún principio que permita juzgar la bondad o maldad de dichos
actos, es decir, si existe algún principio que unifique el estudio de la moral.
La moral, en general, es la ciencia que se refiere a la rectitud del obrar de lo seres racionales y
dicta los principios y normas que deben regir los actos de los hombres para que sean rectos.
Es evidente que el "acto" es el término de una operación y que la operación debe pertenecer a
un ser que opere. La operación del ser finito como tal no tiene subsistencia en sí; la operación es
algo a lo cual compete existir en otro como en su sujeto y se ajusta a él.
Si el operar corresponde al ser, es evidente que no se puede operar sino en cuanto se es, y no
se puede operar tal cosa sino en cuanto se es tal cosa. Este es un principio que rige todas las
ciencias y nuestro mismo modo espontáneo de vivir. ¿Qué ocurriría si de pronto las cosas se
pusieran a operar de modo arbitrario, es decir, no según lo que son? Que cuando plantamos un
bosque de pinos, salgan manzanos; etc. Precisamente podemos vivir en medio del universo
porque confiamos en que cada cosa opera según lo que es.
Hemos dicho que el "acto" es el término de una operación. Para responder qué es un acto,
debemos considerar los seres en cuanto a su movilidad. Es un hecho que los seres se mueven y
cambian. El movimiento puede ser considerado según una triple formalidad: movilidad,
actividad y tendencia. De cada una de estas consideraciones se deduce una respectiva estructura
del ser finito. Veremos aquí el movimiento desde el punto de vista de la tendencia.
Formalidad de la movilidad: Al considerar el ser como móvil, es decir, como sujeto del
movimiento, podemos distinguir en él dos elementos: uno que permanece idéntico en el
transcurso del movimiento y otro que cambia entre los términos del movimiento. Se debe
reconocer en tal móvil un modo sustancial y una pluralidad de modos accidentales320.
320Ejemplo de una persona que mira a su fotografía de hace muchos años; o casa pintada comparada a como era
antes: la misma casa con un cambio accidental.
321S. Th.
115
La naturaleza en cuanto principio que anuda y vincula los términos del movimiento, es
inmutable. A lo largo de la operación, la naturaleza sigue idéntica, estable, fija322. No hay
contradicción en decir que precisamente el principio del dinamismo sigue inmutable si se
considera qué es lo que se llamó naturaleza: sujeto determinado y determinable. Mediante el
dinamismo la naturaleza pasa de sujeto determinable en algún aspecto al mismo sujeto
determinado en dicho aspecto. Mediante su operación el sujeto pasa de sujeto en potencia de
alguna perfección al mismo sujeto en acto de dicha perfección. Con el dinamismo se realiza la
compleción o plenitud. Al término del movimiento la naturaleza sigue idéntica porque sigue
siendo el mismo sujeto determinado y determinable (ahora, al término del movimiento, con una
nueva determinación, pero siempre ulteriormente determinable) y por eso, nuevamente principio
de dinamismo y de ulterior perfección. Como se puede observar esta noción de naturaleza es lo
menos estática que se puede imaginar: es un sujeto siempre en movimiento hacia su compleción
y perfección.
Esto es lo que se ha confundido con la negación de una de una naturaleza inmutable en cuanto
tal. Es lo que hace el relativismo moral, que en su forma más extrema, niega la existencia de una
naturaleza humana inmutable como tal.
Volviendo a la consideración del movimiento debemos decir que todo movimiento lleva una
tendencia u ordenación de la cual no puede hallarse carente: de lo contrario, el movimiento no
es posible, siendo el movimiento precisamente la satisfacción de tal tendencia y no concluye
mientras no la alcanza. La plenitud o determinación que adquiere el sujeto y que da sentido al
dinamismo es lo que se llama fin. Para una naturaleza el fin es también rigurosamente inmutable
para cada movimiento o actividad. El fin es el término del dinamismo. A esta relación entre la
naturaleza inmutable de donde arranca el movimiento y el fin inmutable donde concluye es lo
que se llama "ley", la cual es también inmutable para cada par naturaleza-movimiento. Que en
determinada circunstancia la ley natural no sepa formularse, o no se descubra qué ley rige el
movimiento de tal ser, no quiere decir que dicha ley no exista: sólo quiere decir que aún no se
conoce.
Citar el caso de la ley de Arquímides: En el Libro 8vo. establece la ley del equilibrio de los
cuerpos flotantes. El origen de los principios de este tratado está en la anécdota siguiente. El rey
Hierón había ordenado a un joyero construir una corona de Oro. Sospechando el rey que en el
metal de la corona había aliado una cantidad de Plata, encargó a Arquímedes que sin deterioro
de la corona lo averiguara. Preocupado por este problema, Arquímedes encontró la solución
mientras se bañaba y entusiasmado, salió gritado desnudo por la calle: ¡Eureka! (Lo he
encontrado). Así formuló el principio que lleva su nombre: Todo cuerpo sumergido en un fluido
experimenta una fuerza vertical ascendente igual al peso del fluido que desaloja.
Esta anécdota revela cómo en la formulación de una ley universal exista también el principio
de la "inspiración", es decir, de una iluminación interior que permite encontrar la verdad.
Cuando esto ocurre el intelecto goza, goza con la verdad. ¡Cuánto más goza con las verdades
eternas! Por eso San Pablo afirma: "La caridad se alegra con la verdad"323.
322Un gato que persigue y come un ratón, pasa de gato hambriento a gato satisfecho; pero su naturaleza no se altera.
3231 Cor 13, 6
116
Hemos dicho que todo ser finito está afectado por el movimiento (cambio que transcurre en el
tiempo). Considerado el movimiento desde el punto de vista del móvil, hemos visto que el ser
finito se revela estructurado en sustancia y accidentes: el móvil se mantiene idéntico
sustancialmente y se modifica accidentalmente. Considerado el movimiento desde el punto de
vista de la tendencia de la cual no puede carecer, hemos visto que el ser finito se revela
estructurado en naturaleza y legalidad. El elemento principio de la tendencia (naturaleza) y la
relación que lo liga al fin que intenta con cada movimiento (legalidad) no sólo son intrínsecos al
sujeto tendencial sino además deben estar mutuamente referidos. Por tanto, si el ser finito se
revela como tendencial debe ser estructurado en naturaleza y legalidad. Cada naturaleza, cuando
intenta un fin a través del movimiento lo hace conforme a una ley. Es lo que se llama ley
natural.
Vista la estructura del ser finito a partir de la experiencia sensible se puede hacer una
afirmación universal: “Es necesario que todo agente obre para alcanzar un fin". Todo agente,
operando intenta algún fin.
El agente no opera sino en cierto sentido, es decir, hacia un determinado fin que intenta con
su acción. Si el agente no estuviera determinado a algún efecto, no podría obrar, porque no
habría razón para obrar esto más que lo otro. Si el agente produce determinado efecto, se
determinó a producirlo porque tal efecto tiene razón de fin y el fin atrae al agente.
Tal determinación a un efecto más que a otro ocurre en la naturaleza racional por el apetito
racional que se llama voluntad; en los demás seres tal determinación ocurre por una inclinación
natural que se llama apetito natural.
En los seres racionales y, en particular, en el hombre, está el libre arbitrio que es una
capacidad de la voluntad y la razón por la cual el hombre es dueño de sus actos y tiene
dominio sobre ellos. Por eso el hombre tiende a su fin moviéndose a sí mismo hacia dicho fin
con conocimiento previo del fin intentado por la voluntad. Todos los demás seres carentes de
conocimiento son movidos a su fin por otro, como la flecha por el arquero, o mediante una
inclinación natural inscrita en ellos por el Creador324.
Hay movimientos que el hombre puede dirigir a un fin, como en el caso de los seres
inanimados: p. ej. el hombre puede dirigir la flecha hacia el blanco, o el ácido Acetil salicílico
hacia la elaboración de comprimidos analgésicos de acuerdo a una formulación preconcebida.
Hay otros movimientos naturales que tienen una tendencia que no les ha sido impresa por el
hombre: no es por voluntad que los árboles crecen hacia arriba; no es por voluntad mía que los
cuerpos tienden hacia el centro de la tierra; no es por voluntad mía que el gato persigue al ratón.
Tantas veces los movimientos naturales tienden a un fin que es opuesto a la voluntad del
hombre: nadie quiere que el lobo se coma las ovejas (si yo tuviera un gran rebaño de ovejas y
dependiera de mi la tendencia del lobo, yo le quitaría esa tendencia; pero no depende de mi; esa
tendencia le ha sido impresa a su naturaleza por otra voluntad que no es la ni la de ningún
hombre). S. Tomás concluye: "Hay un ser inteligente, por el cual todas las cosas naturales se
ordenan a un fin; y a éste lo llamamos Dios".
Actos humanos se llama a los actos que son propios del hombre en cuanto tal, es decir,
aquellos actos de los cuales el hombre es dueño y señor. El hombre difiere de las criaturas
irracionales en cuanto el hombre es señor de sus propios actos y no está determinado a ellos. Yo
hace un momento salí hacia acá porque lo decidí yo; pero pude perfectamente irme al cine en
lugar de venir aquí. Para cada fin que el hombre se propone alcanzar, acomoda sus actos hasta
conseguirlo y entonces es el fin el que comanda la operación y la determina.
Obrar sin un fin determinado conocido e intentado no es propio del ser inteligente, no es
propio del ser racional: alguien que corre por la calle sin saber hacia dónde y sin un fin preciso
(podría ser para hacer ejercicio) adopta una actitud irracional. Esa actuación obedece a un
impulso natural irracional; pero no es un acto humano.
Hecha esta precisión, ya se entra en el campo de la moral que trata de los actos del hombre
en cuanto hombre. Hay acciones que son del hombre pero que no son propiamente humanas,
puesto que no son del hombre en cuanto hombre, como es el caso de los latidos del corazón o de
todas las acciones, del sistema nervioso Simpático y Para simpático y del metabolismo humanos;
estas acciones han sido ordenadas, no por la voluntad del hombre sino del Creador del hombre.
No es el hombre el que ordena los latidos del corazón y la circulación de la sangre o la digestión
de los alimentos: estas operaciones son naturales y están determinadas como lo están en los
animales. Estas acciones no son objeto de estudio de la moral. Es la fisiología o la medicina la
que estudia las leyes que rigen esos movimientos. Estas ciencias procuran conocerlos y
dominarlos325.
El hombre es el único ser de la experiencia sensible que tiene dominio sobre sus actos por la
razón y la voluntad; goza de libre arbitrio que es una capacidad de la razón y la voluntad. Son
propiamente humanas las acciones que proceden de la voluntad deliberada.
Esta es una observación fenomenológica que puede hacer cualquier niño y que ya hacían los
primitivos. ¿Cómo expresar el origen de esta diferencia del hombre respecto a todos los demás
seres? La Biblia con razón llama Dios al creador de todo y al que ha dado a todas las cosas su
inclinación natural, incluso al hombre. Pero el hombre tiene algo de esa capacidad de dirigir los
seres a un fin y de dirigirse a sí mismo a un fin: el hombre tiene algo de divino.
Dios da a las cosas el ser y les da su inclinación natural326: las tinieblas opuestas a la luz (los
primitivos tenían una idea errada de la tiniebla como una sustancia negra enemiga de la luz; no
sabían formular su naturaleza difícil formularla incluso hoy pero ya conocían su inclinación
natural opuesta a la luz.
325Entran también en el objeto del mandato de Dios: "Dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo...
326cf. Gen 1,3ss
118
En el libro del Génesis al decir: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza..." 327
Cambia completamente el género literario y el esquema fijo que traía el relato: a) se usa el plural
deliberativo: "Hagamos"; b) la expresión "imagen y semejanza" corresponde sólo al hombre; c)
"someted la tierra y dominad sobre los demás seres vivos".
El hombre fue modelado por Dios y posee el "aliento de Dios"328 como su principio vital.
Unico ser en que esto ocurre.
Para la fe estos relatos son inspirados; pero si nosotros no tuviéramos fe y analizáramos estos
relatos como meros textos arcaicos del hombre tendríamos que reconocer que expresan una
verdad: la particularidad del hombre en comparación con los demás seres y su irreductibilidad a
los demás seres.
La moral entonces -dijimos- trata de aquellas acciones de las cuales el hombre es dueño y
sobre las cuales tiene dominio. Pero, si el hombre es una naturaleza racional, como susceptible
de adquirir nuevas perfecciones, de perfeccionarse a través de su acción; el término o fin
intentado por él mismo con su dinamismo es su propia perfección y compleción.
-Podemos observar que es este el razonamiento que el Santo Padre tiene en mente en su
Encíclica Laborem exercens: "A menudo el hombre es tratado como un instrumento de
producción, mientras que él -en sí mismo, independientemente del trabajo que realiza- debería
ser tratado como su sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador"329.
Se sugiere así que el mayor valor del trabajo no se encuentra en el objeto producido, sino en
el hombre que trabaja, en su perfeccionamiento, que es inalienable. La tesis fundamental de la
Encíclica pontificia sobre el trabajo puede ser sintetizada así: la dimensión subjetiva del trabajo
(su resultado humano inmanente, es decir, la perfección del hombre a través de su actividad) es
preeminente sobre la dimensión objetiva (la cosa, el objeto producido).
Esta doctrina ha sido expresada también por el Concilio: "La actividad huamanga, así como
procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo
transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva
sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más
importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que
"es" que por lo que "tiene"330. Muchas veces repetimos esta última frase como un slogan (se trata
en este caso de un slogan bueno) pero sin saber bien cuál es su origen ni cuáles son sus
consecuencias.
Se ha hecho una diferencia entre el ser que se dirige por sí mismo al fin intentado por él
mismo y el ser que es dirigido a su fin mediante una inclinación intrínseca incluida en su
naturaleza por el Creador. Hay una diferencia entre el ser que actúa con voluntad deliberada y el
ser que actúa por mera inclinación natural. Veíamos que incluso los primitivos captaban esta
327Gen 1,26ss
328Gen 2,7
329n 7b
330GS 35
119
diferencia, y la ponían en el origen, es decir, en el acto creador del hombre y de las demás
naturalezas.
Para Santo Tomás de Aquino: "Los seres que gozan de razón se mueven a sí mismos hacia el
fin, porque tienen dominio de sus actos a través del libre arbitrio que es una facultad de la
voluntad y la razón. Los seres que carecen de razón, tienden a un fin por una inclinación
natural, como si fueran movidos por otro y no por sí mismos, pues no conocen el fin al que
tienden; por tanto, no pueden ordenar sus actos al fin, sino que son ordenados por otro"331.
Pero el hombre es también un ser finito sujeto de movimiento que opera hacia su
perfeccionamiento; es un sujeto determinado y determinable que hemos llamado, con la filosofía
escolástica, "naturaleza". El hombre responde a la noción de "naturaleza", de naturaleza
racional.
Antes de responder a esta interrogante, debe decirse que no hay contradicción alguna en
afirmar la existencia de una naturaleza libre. Si se vuelve a la definición de naturaleza -sujeto
determinado y determinable, sujeto del movimiento-, se concluiría que en nada afecta a tal
noción el hecho de que la determinación le venga de sí mismo, es decir, que el sujeto se
determine a sí mismo a tal o cual fin intentando por él. Es por tanto, perfectamente correcto
hablar de una naturaleza libre que se dirija por sí misma a su plenitud y compleción.
Si embargo, el hombre, en cuanto naturaleza, debe estar también sujeto a una legalidad. Debe
advertirse que la legalidad se dice de dos maneras: legalidad física (la de los seres naturales
irracionales) y legalidad moral. El ser natural irracional está físicamente legalizado y, por tanto,
determinado; el ser intencional está moralmente legalizado y es, por tanto, libre. A éste lo
gobierna una ley moral, no una ley física.
Para Santo Tomás "la voluntad no puede tender a nada sino por razón del bien. Pero, puesto
que el bien es múltiple, por eso no está determinada a una sola cosa"332. La voluntad tiene como
objeto propio el bien general y para ella este bien es una necesidad absoluta el desearlo. Los
bienes particulares pueden llegar a ser objeto de la voluntad en cuanto participan de la razón
universal de bien; pero en cuanto no realizan el bien universal, no determinan necesariamente a
la voluntad que puede deliberadamente determinarse a uno u otro bien particular.
Por tanto, se concluye que ningún agente puede obrar sino según su naturaleza y ningún
agente voluntario se dispensa de ser también un agente natural. Esta conclusión es muy
importante, pues si el hombre es un agente natural ordenado naturalmente al bien universal, tiene
que estar ordenado por el mismo que ordena todos los agentes naturales a sus respectivos fines:
Dios. Por lo tanto la actuación moral del hombre está regida por una ley que él mismo no se ha
dictado.
Es precisamente a esto a lo que se refiere el Concilio Vaticano II, cuando dice: "En lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí
mismo, pero a la cual debe obedecer..."333. Esa ley dice: Haz el bien, evita el mal.
Hemos dicho que los actos del hombre son humanos en cuanto proceden de la voluntad
deliberada, es decir, en cuanto el hombre los pone con intención. Pero al poner un acto
determinado, la voluntad intenta un fin, que es la perfección o el bien que tal acto trae a la
existencia. El principio que mueve al hombre a poner tal acto es el fin intentado, y también el
término en que concluye el acto es el fin alcanzado.
El fin intentado es lo que genera tal acto determinado, el fin intentado es lo que mueve al
hombre a poner este acto más que otro.
Aunque el fin venga a la existencia como término del acto, sin embargo, es principio del acto
en cuanto el fin es lo primero en la intención del agente y aquello que lo determina a tal acto
específico.
Es necesario hacer una distinción entre especie natural y especie moral de un acto. El mismo
acto no puede tener sino una sola especie natural que hace que el acto sea tal acto en lugar de
otro335. Correr tiene una especie natural distinta que caminar. Pero un mismo acto puede tener
diversas especies morales según sean diversos los fines intentados por la voluntad al ponerlo.
La especie natural le viene al acto de su fin próximo que es intrínseco al acto humano. El acto
puede llamarse tal en cuanto tiene ese fin próximo. Por ejemplo el acto de escribir tiene el único
fin próximo de fijar las ideas en el papel, de este fin recibe su especie natural. El acto de matar
es tal acto en cuanto tiene el único fin próximo de quitar la vida.
Pero el mismo acto puede tener muchos fines remostos intentados por la voluntad, de los
cuales uno es fin de otro. El fin próximo es intentado por la voluntad como tal específica al acto
humano del cual es principio y término; pero la voluntad intenta tal fin de otro. El fin próximo
es intentado por la voluntad y como tal específica moralmente el mismo acto humano.
El acto de correr recibe su especie natural, que lo hace ser tal acto y no otro, de su fin
próximo que es desplazarse velozmente usando las piernas. Pero puede ser moralmente bueno o
malo según el fin remoto que se proponga: si corro con el fin remoto malo de robar una joyería,
entones la especie moral del fin remoto se comunica al acto de correr y lo hace malo; si corro
con el fin de salvar una persona que está en peligro, entonces la especie moral de este fin, que es
buena, se comunica al acto de correr y lo hace bueno. Mientras al ladrón todos tratan de impedir
la carrera porque se considera mala, al salvavidas todos lo apuran porque su carrera se considera
de especie moral buena.
El mismo acto puede tener muchos fines remotos intentados por la voluntad, de los cuales
uno es fin de otro y los últimos comunican su especie moral a los intermedios. Por ejemplo el
acto humano de correr puede tener el fin de ganar una competencia, pero este fin puede tener el
fin ulterior de adquirir fama, con el fin de ganar mucho dinero, para poder humillar a todos mis
parientes pobres. La especie moral mala de este fin último se comunica a toda la serie y la hace
moralmente mala. En cambio, uno que corre para ganar la competencia, así adquirir fama y
ganar mucho dinero para darlo todo a una obra de caridad -la ciudad del niño, el hogar de
Cristo-, ha puesto toda una serie de actos buenos336.
Es necesario hacer otra precisión. Dijimos que un mismo acto "puede recibir" su especie
moral de un fin ulterior a su fin próximo; pero no que "siempre" reciba su especie moral de un
334Conclusión
335por ejejemplo: cantar, bailar, comer, dormir son actos con una propia especie natural.
336Ejemplo del diálogo de San Ignacio con San Francisco Javier: con la sucesiva pregunta "¿Y después?" lo va
llevando a precisar el fin último hacia el cual se dirige.
122
fin ulterior. Hay actos humanos que reciben su especie moral de su mismo fin próximo: tales
actos no pueden tener sino una sola moral que viene a coincidir con su especie natural. Un
ejemplo de tales actos es la mentira: su fin próximo comunica a tal acto su especie natural y su
especie moral. Tales actos no pueden cohonestarse por un fin ulterior honesto; son actos
intrínsecamente malos porque su fin próximo es malo. Por eso es que no se puede mentir para
obtener un fin bueno. No se puede poner un acto malo para que resulte algo bueno. De aquí se
obtiene el principio moral: "El fin no justifica los medios". Si el medio es moralmente malo, el
fin que se intenta, aunque se presente como bueno, es también malo337.
Para quien está al corriente de la problemática moral actual, y a tenor de lo que venimos
diciendo, se podrá dar cuenta que el Papa Pablo VI en su Encíclica Humanae vitae hace uso de
estos principios: "Si, en algunos casos, es lícito tolerar un mal menor con el fin de evitar un mal
mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni siquiera por razones gravísimas, hacer
el mal para que resulte el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado, y por tanto indigno de la persona humana, aunque sea con el
intento de salvaguardar o promover bienes individuales, familiares o sociales. Es, en efecto, un
error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo y por tanto intrínsecamente
no honesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda"338.
Cuando la voluntad un fin ulterior, quiere también todos los fines intermedios. Al querer un
fin malo, aunque sea el primer acto de la serie, con eso está contraviniendo el principio básico:
hacer el bien, evitar el mal. No puede ponerse un acto malo, ni intentar un fin intermedio malo,
aunque el fin remoto sea bueno.
Se ha dicho que todo fin tiene razón de bien y que la voluntad lo elige en vistas de un bien.
Esto es cierto aunque el fin remoto que se proponga no tenga más que apariencias de bien, es
decir, la voluntad tome como su bien algo que en realidad no lo es. Si el fin se elige por su razón
de bien y así atrae a la voluntad ¿cómo puede ser malo el fin para comunicar su maldad a los
actos que allí conducen? El mal es carencia de algo que es debido. El fin intermedio y el acto
especificado por él es malo porque carece de ordenamiento al fin del hombre como tal. De esa
manera un acto es moralmente malo aunque se ponga en vista a algún bien en algún aspecto.
Será bueno cuando se ordene al bien total del hombre; será malo cuando carezca de dicha
ordenación y será intrínsecamente malo cuando carezca de la ordenabilidad al bien total del
hombre, es decir, cuando ese acto no pueda ordenarse a dicho fin de ninguna manera.
7. Moral y Bienaventuranza.
El hombre como todo ser creado tiene una tendencia natural hacia el despliegue total de su
perfección esencial. Pero, a diferencia de lo seres irracionales, el hombre se mueve hacia su
perfección con dominio de sus actos, es decir, libremente; su actuación es, por tanto, actuación
moral. Ahora bien, la perfección total del hombre, es decir, la reducción completa al acto de
todas sus potencias se alcanza únicamente por la participación en conocimiento y amor del
objeto que es la perfección misma en todo aspecto y, por lo tanto, perfeccionante de todos los
demás seres: Dios. Tal objeto se da a sí mismo para ser poseído por el hombre como el acto que
actualiza toda perfección en el hombre. La posesión de tal objeto en conocimiento y amor por
337Por ej. si yo me quiero enriquecer para dar todo mi dinero a los pobres de Ruanda; pero lo hago falsificando una
sola vez la firma sobre un cheque, entonces todo es deshonesto. El fin de favorecer la Teletón no puede cohonestar la
falsificacióndel cheque.
338n. 14
123
parte del hombre se alcanza esencialmente por una operación que se llama la visión beatífica. El
fin último del hombre, con cuya obtención el hombre alcanza su perfección total es la posesión
del objeto perfección y perfeccionante que se da al hombre por la visión beatífica. Tal fin último
es lo que se llama la beatitud.
Por tanto, será moralmente buena toda actuación del hombre que intente como fin último la
beatitud, con intención al menos virtual; y será moralmente mala toda actuación que no la
intente ni siquiera virtualmente. entre intentar y no intentar no hay medio. Por lo tanto, toda
actuación del hombre es actuación moral buena o mala.
"Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios: el que ama ha nacido de Dios
y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor"339.
Esta es la norma moral suprema, sabiendo que el amor es un don de Dios. El amor verdadero,
el que se propone como un fin no un bien mío, sino un bien del otro, eso no es posible a las
fuerzas naturales del hombre.
La sanción moral es una experiencia de todo ser humano: ante diversas opciones verificamos
que siguiendo una línea de acción, la conciencia nos aprueba, nos sentimos bien, sentimos gozo
interior, es la recompensa por haber obrado el bien; siguiendo la línea de acción opuesta, la
conciencia nos reprueba, nos reprocha, se siente desazón, remordimiento, malestar, es la culpa
por haber obrado el mal. Sentimos haber obrado el bien cuando con nuestra acción nos
realizamos como personas, es decir, nos dirigimos a nuestro fin último.
La culpa suscita un temor, malestar y vergüenza ante la santidad de Dios: "Oyeron el ruido
del paso del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa y el hombre y su mujer
se ocultaron a la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín"342.
El hombre porque es criatura tiene una ley que no se ha dictado a sí mismo, sino que la
encuentra en el fondo de su conciencia. Ley moral. "En lo más profundo de su conciencia
3391Jn. 4,7-8
3401Jn. 5,3
341Gén. 4, 13
342Gén. 3, 8
124
descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe
obedecer..."343
Decir: "Yo no obedezco a ninguna ley: yo hago lo que quiero, y lo que hago, eso es bueno" ,
es lo mismo que decir: "Yo soy Dios, no soy creatura". Sólo Dios es autónomo. Las demás
creatura obedecen a una ley natural, incluido el hombre. La particularidad del hombre es que
puede desobedecer a la ley natural, pero entonces su conciencia lo reprueba.
Formación de la conciencia
A causa del pecado, la conciencia puede ser errónea. El pecado oscurece la inteligencia (lo
que ayer era claro, ahora es oscuro), debilita la voluntad, deja secuelas al mal (como en el caso
de quien ha sufrido un grave accidente).
"Haz el bien y evita el mal". Pero ¿qué cosa es el bien?. Observamos que diversas personas
llaman bien y mal diversas cosas. A causa del oscurecimiento de la inteligencia, el hombre no
sabe distinguir con nitidez el bien del mal, y a causa del debilitamiento de la voluntad no
siempre alcanza el bien conocido344.
¿Quién decide qué cosa es bien y qué cosa es mal? La Verdad. ¿Hay un criterio absoluto
de verdad? Un cristiano responde: Sí. La Palabra de Cristo. No es el hombre el que decide qué
cosa es bueno o malo. "Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal"345.
Es Dios quien decide qué cosa es bien y mal para el hombre. El fin del hombre es
sobrenatural, está por encima de sus fuerzas naturales, le es dado como un don gratuito, a pesar
de ser su fin propio. Es Dios quien decide qué cosa conduce al hombre a su fin último
sobrenatural, a la vida eterna. Dios lo ha revelado: los mandamientos como han sido
radicalizados por Cristo.
Nuestros actos son buenos o malos según que favorezcan el vigor de la vida eterna o lo
perjudiquen; este es el criterio de bondad o maldad; este es el criterio moral. El hombre no es
Dios. No posee la vida eterna por sí mismo, sino como un don. "¿Qué ha de hacer de bueno para
alcanzar la vida eterna?"346. Cumplir los mandamientos.
Conforme a esta ley hay que formar la conciencia, de manera que la conciencia nos remuerda
cuando faltamos a los mandamientos y nos apruebe cuando los cumplimos. La conciencia debe
der siempre seguida, pero la recta conciencia, es decir, formada según el Evangelio y la doctrina
de Cristo. Aquí entra la formación. Educar es formar la conciencia, de manera que llame bien al
Bien y mal al Mal.
343GS, 16
344Algunos consideran un bien difundir los preservativos para uso de las personas promiscuas a fin de evitar el Sida;
la Iglesia lo considera un método imoral, es decir, un mal. Por otro lado muchos jóvenes entenderán entonces que
cuplen con su responsabilidad moral por el solo hecho de utilizar un preservativo o un píldora anovulante (MJSP,
35b). Hay muchas personas que consideran un bien la ley de divorcio en Chile. Relaciones sexuales
prematrimoniales.
345Gen 3,5
346Mt 19,16s
125
Llamar bien al mal es pervertir la conciencia y este es el mal mayor del hombre. Un
formador que obra así o que llama neutro o indiferente lo que es malo y aparta al hombre de su
realización, le pone un obstáculo a la consecución de su fin último, en realidad, escandaliza. A
esto se refería Jesús al decir: "Ay del que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí;
más le valiera atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al fondo del mar".
La perversión de la conciencia.
Un hombre que habituado a obrar el mal acalla continuamente la conciencia termina por
corromperse; la conciencia no le reprocha más: perversión, es decir, cambio radical. La
conciencia se entenebrece por el hábito del pecado347.
Ni siquiera Dios puede perdonar al que no está arrepentido. En el sacramento del perdón, la
contrición es parte integrante del Sacramento, es necesaria para que el Sacramento exista, es
necesaria para el perdón. Al formador compete, por tanto, velar para que la conciencia de los
fieles esté bien formada.
Algunos puntos en que se observa deformación: a) confesión al menos una vez al año; b)
Contribución a la Iglesia; c) Santificación del día del Señor; d) Relaciones sexuales
prematrimoniales y ciertas manifestaciones de tipo sexual que de suyo disponen a la relación
sexual entre personas no casadas; e) Uso de medios anticonceptivos, etc.
Nosotros llamamos bien lo que Cristo llama bien y mal lo que Cristo llama mal y conforme a
eso formamos la conciencia. Por eso somos cristianos. Otras religiones y otras ideologías
forman la conciencia según otros criterios por ejemplo: para el Islam la poligamia no es un mal.
Si somos cristianos es porque creemos que la Verdad es Cristo.
La verdad es Cristo.
Verdad absoluta: "La fe es un don de Dios mismo, que viene al encuentro del hombre con la
palabra de la verdad absoluta; pero es, al mismo tiempo, la respuesta del hombre, que busca
sinceramente el encuentro con esa Verdad: el encuentro con Dios"349.
347GS16
348cf Jn 8
349Juan Pablo II la Misa celebrada en Brasilia, 15 oct. 1991.
350cf. MJSP 18
126
Si analizamos la realidad a la luz de las bienaventuranzas podemos concluir con la Encíclica
Veritatis Splendor que hay una grave crisis moral.
Y en la práctica podemos comprobar en muchas ocasiones una gran disociación entre las
exigencias de la vida cristiana y la vida de los hombres en nuestro tiempo. Recordemos que
Jesús dice: "Bienaventurados los puros de corazón" y en nuestra sociedad la mayoría de los
hombres y más de un tercio de las mujeres menores de 25 años tienen relaciones sexuales
prematrimoniales. Jesús dice "El que quiere ser mi discípulo que se niegue a sí mismo y tome
su cruz" y en nuestra sociedad se considera un bien el consumismo, el máximo goce del
momento, evitar todo sufrimiento, se busca apasionadamente el goce de los sentidos, etc.
Frente a esto el cristiano debería tener en cuenta lo que decía hace años un célebre autor: "No
hay nada tan bello, tan profundo, tan simpático, tan razonable, tan valiente y perfecto como
Cristo, y no sólo no hay nada, sino -lo digo con amor celoso- que no lo puede haber. Es más, si
alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y la verdad no estuviese realmente en
Cristo, preferiría estar con El más bien que con la verdad"351.
Esta verdad es la que nos enseña la Iglesia, pues ella es infalible cuando enseña en materia de
fe y de moral. "Los cristianos, en la formación de su conciencia deben prestar diligente atención
a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia.." 352. La infalibilidad de la enseñanza en la Iglesia353.
Alejarse de la enseñanza de la Iglesia en al formación de la conciencia es alejarse de Cristo, es
alejarse de la Verdad. Nuestra misión es formar la conciencia de manera que se reproduzca
Cristo mismo. Es esta la preocupación del Apóstol: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo
dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros"354.
La formación más eficaz es la vida misma del formador, que constituye esa pedagogía
invisible, tan apreciada en el ámbito pedagógico de cara a una formación integral.
Ciertamente, es necesaria una enseñanza como base de cualquier acción educativa. Pero no es
válida la tesis que sostiene que sólo basta con el conocimiento para cambiar la conducta de los
seres humanos, supuesto que de algún modo subyace en propuestas educativas actuales.
En los años sesenta, tal vez como consecuencia del desánimo y el escepticismo que respecto
de la educación produjeron las perturbaciones escolares de la década anterior, la atención de los
estudiosos se volvió en buena parte hacia un modo de educación que se situaba más allá de las
planificaciones y programas escolares, y se empezó a hablar de una pedagogía invisible que en
algunas ocasiones actúa totalmente fuera del marco de los criterios y métodos de la educación
institucionalizada, y en otras aparece implicada en ella y como sirviéndole de fondo.
351Dostoievski, 1884.
352Dignitatis Humanae, 14.
353LG 25
354Gal 4,19
127
característica de esta pedagogía visible es su sistematización como base para una programación
técnica de la actividad educativa; a ella responden las actividades docentes formales y
programadas. Pero junto a esa actividad sistemática y programada, actúan sobre el hombre
una multitud de estímulos tales como el talante personal del educador, su propia conducta,
las alusiones y juicios de valor sobre tales o cuales problemas de la vida, que constituyen esa
red de influencia invisible cuya realidad desborda el conocimiento preciso y la planificación
técnica, pero que poco a poco van calando en la mentalidad y en las actitudes del estudiante,
configurando sus intereses, sus ilusiones, sus frustraciones, sus propósitos, sus abandonos. Y
ésta es, precisamente, la actuación típica de la familia.
La prevención y remedio de los males del SIDA, de la droga, de la perversión del sexo no
serán eficaces, a menos que hombres y mujeres se beneficien de esa educación invisible,
predominantemente ética, único cimiento sólido para que no sean solamente las leyes
externas de prohibición, sino la convicción interior y los ideales de vida claramente conocidos
y aceptados los que eviten los riesgos que atacan a nuestra sociedad. Por ello la educación de
la sexualidad incluye necesariamente los valores morales y se ha de enmarcar en un concepto
claro del amor, que por encima de los elementos biológicos y sentimentales es también
operación de la voluntad.
Será siempre válida la exhortación de San Pablo: "Sed imitadores míos como yo lo soy de
Cristo"355. Distinto de los falsos maestros: no los imitéis. "Sed imitadores míos" 356. "El hombre
contemporáneo cree más a los que dan testimonio que a los que enseñan... Si cree a los que
enseñan es porque dan testimonio"357.
Para vivir los mandamientos, es preciso reconocer la única fuerza que fluye de la cruz de
Cristo y se nos aplica por medio de los sacramentos y de la oración continua. La tentación de la
comodidad, de hacer lo que nos agrada aunque sea contra la voluntad de Dios, acecha a todos.
Incluso Jesús fue tentado por el diablo. Resistió con la palabra de Dios. "Velad y orad para no
caer en la tentación. El espíritu está pronto pero la carne es débil". San Pablo para destacar la
necesidad de una fuerza salvífica que socorra al hombre y lo salve. Tres veces afirma San Pablo
que él es víctima de un poder que lo esclaviza y le da el nombre de "pecado"358.
Formar es, por tanto, enseñar a observar todo lo que Cristo nos ha mandado y además poner
en contacto vital con El, por medio de los sacramentos y la oración.
Libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre es,
padre de sus actos. Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de
conciencia, son calificados moralmente: buenos o malos.
- "No se puede justificar una acción mala por el hecho de que la intención sea buena"
(Sto. Tomás de Aquino). El fin no justifica los medios.
- El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las
circunstancias.
- Hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta
un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral. No está permitido hacer un mal para
obtener un bien.
El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las
circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea bueno como por
ejemplo: Orar, dar limosna "para ser visto por los hombres"
El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay
comportamientos concretos -la fornicación, el aborto, el divorcio- cuya elección es siempre
errada porque comporta un desorden de la voluntad es decir un mal moral. No está permitido
hacer un mal para obtener un bien.
Es un error juzgar la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los
inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que
son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y
de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la
blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está nunca permitido hacer el mal para
obtener un bien.
129
LAS PASIONES Y LA VIDA MORAL
El hombre se ordena a la bienaventuranza por medio de sus actos deliberados: Las pasiones o
sentimientos que experimenta pueden disponerla y contribuir a ello. Los sentimientos o pasiones
designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón
de lo que sentimos como bueno o como malo.
Las pasiones son componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el puente
entre la vida sensible y la vida espiritual. Nuestro Señor nos indica al corazón humano como
la fuente de donde brota el movimiento de las pasiones 359.
Las pasiones son muy numerosas. La más fundamental es el amor que la atracción del bien
despierta. El amor causa el deseo del bien ausente -del bien que no poseemos- y la esperanza de
obtenerlo. Este movimiento culmina en el placer y el gozo del bien alcanzado poseído. La
aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede sobrevenir. Este
movimiento culmina en la tristeza a causa del mal presente o en la ira que se opone a él.
Santo Tomás decía "Amar es desear el bien a alguien". Todos los otros afectos tienen su
fuerza en este movimiento original del corazón hacia el bien. San Agustín decía, sólo el bien es
amado. Por ello las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si el amor es bueno"
En cuanto son impulsos de la sensibilidad, no hay ni bien ni mal moral. Pero según dependen
o no de la razón y de la voluntad, hay en ellas bien o mal moral. Por ello pertenece a la
perfección del bien moral o humano el que las pasiones estén reguladas por la razón (Sto. Tomás
de Aquino).
En la vida cristiana, el Espíritu Santo realiza su obra movilizando todo el ser incluidos sus
dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y la pasión del Señor. Cuando se vive en
Cristo, los sentimientos humanos pueden alcanzar su consumación en la caridad y en la
bienaventuranza divina.
La perfección del bien moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su
voluntad, sino también por su apetito sensible, es decir, por su "corazón", como dice el salmista:
"Mi corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo"360.
359cf Mc 7, 21
360Sal. 84, 3
130
SINTESIS DOCTRINAL LAS VIRTUDES MORALES HUMANAS
SEGUN EL PENSAMIENTO DE SANTO TOMAS
Son las que perfeccionan al hombre en la práctica del bien moral proporcionado a su
naturaleza.
Pues se distinguen por su objeto, el número de las virtudes morales se multiplica según las
distintas clases de obras buenas -y dimensiones de la bondad de las obras- necesarias o
convenientes al hombre, es decir al proseguimiento de los bienes que integran su perfección
(generosidad, alegría, humildad, sencillez, paciencia, etc.). Desde muy antiguo, se vienen
agrupando en torno a cuatro de ellas -prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, que suelen
llamar cardinales, porque constituyen el equipo o gozne (cardo), alrededor del cual giran y se
desarrollan las demás. Santo Tomás pone la principal razón para destacar estas cuatro virtudes,
el que vengan a constituir como las condiciones o aspectos generales de todo recto obrar: no se
practica el bien sin la prudente discreción de lo que es grato a Dios; sin la imprescindible
rectitud del alma, propia de la justicia; sin vencer con fortaleza las dificultades, que a menudo se
oponen a la práctica del bien; en fin, sin la templanza que da medida y dominio en el uso de los
bienes y pasiones362.
Como se vio, esta división ofrece límites y algunos la acusan de poco bíblica. Sin duda,
como tal, tiene su origen en el pensamiento de algunos de los mejores filósofos paganos, como
Platón y Aristóteles. Pero este origen, tratándose de una verdad ética natural, no constituye un
desdoro sino más bien etiqueta de garantía. En cualquier caso, las cuatro aparecen de continuo
en la Escritura, y el libro de la Sabiduría las destaca conjuntamente: "si alguno ama ser justo, su
obras cobrarán gran vigor; aprenderá la sobriedad y la prudencia, la justicia y la fortaleza, a las
cuales nada hay demás útil en la vida de los hombres". La tradición patrística las incorporó
decididamente -baste pensar en los Comentarios Bíblicos de San Ambrosio- y en torno a ellas se
ha elaborado la sabiduría cristiana durante siglos.
No conviene, con todo, tomar de manera rígida este esquema y parece útil destacar junto a las
cuatro cardinales, algunas otras virtudes fundamentales en la tradición cristiana, como la
humildad, el amor natural a Dios (piedad) y al prójimo (que es asumido y perfeccionado por la
caridad), la laboriosidad y la penitencia. De ellas se puede decir igualmente que son dimensiones
de todo recto obrar, si ha de ser estable disposición: nadie acaba por atinar con la medida de la
prudencia o de la fortaleza si no es humilde, ni el trato con Dios o el servicio al prójimo son
posibles sin diligente laboriosidad; en fin, sin amor a Dios y al prójimo todas las virtudes
flaquean.
a) La humildad
Es la virtud que modera el afán de la propia excelencia y lleva a saber quiénes somos: "nos
ayuda a conocer simultáneamente nuestra miseria y nuestra grandeza"80. El Señor la encareció
especialmente, indicándonos que debíamos aprender de El, que era "manso y humilde de
corazón" (Mt 11, 29). De algún modo esta virtud, definida por Santa Teresa como andar en
verdad, se encuentra en la raíz de todas las virtudes del hombre, en cuanto criatura llamada al
conocimiento y el amor de Dios. Imagen de Dios-Amor, la más radical tendencia de la persona
es amar; pero el amor del hombre está afectado por una ambigüedad inseparable de su condición
de criatura: la posibilidad de desviarse hacia el amor desordenado de sí (lo vimos al tratar del
último fin). De ahí que el principio del bien querer, en todo hombre, sea el reconocerse indigente
y dependiente de su Creador, secundando así una natural inclinación ínsita en él por su misma
situación metafísica de criatura y el misterio de su ser; inclinación que el pecado original,
aunque de una parte viene a dificultar induciendo a la soberbia, de otra acentúa ante la inevitable
verificación de la propia impotencia. Es esa misma radical inclinación la que, hecha estable y
convertida en virtud (por el conocimiento de la propia miseria y de la grandeza y amor de Dios),
constituye la humildad. La conciencia de nuestra condición de criaturas, en que consiste
sustancialmente la humildad, es el principio de toda la vida moral. Si el hombre no se conoce no
toma la postura adecuada a quien es, y se le hace difícil acertar en cualquiera de las orientaciones
de su vida. Por eso, de la humildad penden su grandeza y sabiduría. “Donde hay humildad hay
sabiduría363, explica el libro de los Proverbios. Humildad es mirarnos como somos, sin
paliativos, con verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de
Dios: ésta es nuestra grandeza (...). Sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la
fuerza de atraer a nosotros la divina gracia"83. "Hijo, en tu actividad sé modesto y serás amado
por los hombres y grato a Dios. Cuando más grande seas, tanto más procura ser humilde, y así
encontrarás gracia ante el Señor, cuyo poder es grande y que en los humildes se glorifica" (Sir 3,
17-20). "La sabiduría del humilde, le permitirá sentarse entre los grandes" (Sir 11, 1).
A la humildad, de algún modo, siguen todas las virtudes, pero le son en particular
connaturales la paz y la alegría -"estad siempre alegres" (1 Thes 5, 16)84 y, aunque parezca
sorprendente, la magnanimidad, porque quien no confía en sí mismo sino en Dios, no teme
emprender ninguna empresa, por grande que le semeje, si sabe que Dios la quiere. Nada tiene
que ver, por tanto, con la humildad el encogimiento de ánimo, la pusilanimidad, el apocamiento,
la dejación de derechos, el no atreverse, etc.: precisamente cuando se sabe nada, y todo lo
atribuye a Dios, el cristiano descubre su verdadera potencia; su total necesidad de apoyarse en
Dios, en la oración y en los sacramentos, y capaz entonces de lo que humanamente parecía
imposible, llamado por la virtud divina a ser santo y a transformar el mundo: porque, según la
acuñada expresión paulina, cuando me siento débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 10).
Aunque Santo Tomás analice la humildad al tratar de la templanza y como parte de ella,
incorporándola así al esquema clásico de las virtudes cardinales, no duda sin embargo en
calificarla, junto con la fe, de fundamento de las demás: "El principio de la adquisición de las
virtudes se puede considerar doblemente. En cuanto a la remoción de lo que las impide: y, desde
El amor natural, sanado y asumido por la caridad, que no lo destruye sino que lo
perfecciona366, está en la raíz de todas las virtudes. Los mismos filósofos paganos vieron en el
amor de amistad una de las principales virtudes y consideraron la piedad como una amistad con
los dioses. Para los cristianos cultivar la amistad, en cuanto valor humano, es esencial, cabe decir
que constituye el cauce ordinario de la caridad, según Cristo mismo nos enseñó: vos autem dixi
amici (Jn 15, 15). En efecto, para hacer posible esa amistad con El -lo que requiere una cierta
proposición de igualdad-, Dios nos hizo gratuitamente partícipes de su vida íntima, hijos en el
Hijo, haciendo así posible y mostrando la entraña del amor cristiano al prójimo, marcado
igualmente por su carácter gratuito y transformante.
Siendo el hombre criatura e indigente, el amor de benevolencia o amistad tiene su más radical
origen en descubrir cuanto desea y le hace bien el ser amado por otros: nada mueve tanto a amar
como saberse amado, pensaba Santo Tomás y en el fondo todos estamos convencidos. El amor
c) La justicia y la solidaridad
En este sentido decía San Agustín: "¿Qué diré de la justicia que tiene por objeto a Dios? Lo
que afirma Nuestro Señor: no podéis servir a dos señores (Mt 8, 24); y la reprensión del Apóstol
367. JUAN PABLO II. Exhort. ap. Familiaris consortio, n. 11.
368.SANTO TOMAS, Summa theol., II-II, q.58, aa.5 y 6; I-II, q.109, a.3 q.100, a.6.
369. SANTO TOMAS, Summa theol. II-Ii, q.57, a.1, ad 3.
370. Ps 33, 30.
371. Is 3, 10.
372. Deut 32, 4.
134
a quienes sirven más bien a las criaturas que al Creador (cfr. Rom 1, 25), ¿no es lo mismo que lo
dicho con mucha antelación en el Viejo Testamento: al Señor Dios adorarás y a El sólo servirás?
(Dt 6, 13). ¿Qué necesidad hay de citar más, cuando todo está lleno de semejantes preceptos?
Esta es la regla de vida que la justicia prescribe al alma enamorada: que sirva de buena gana y
gustosamente al Dios de sus amores, que es Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz; y
gobierne todas las demás cosas, unas como sujetas a sí y otras como previendo que algún día lo
estarán. Esta regla de vida la confirma, como decimos, el testimonio de los dos Testamentos"373.
La justicia pone pues rectitud en la voluntad en nuestras relaciones con los demás, ante todo
en el trato con Dios y, como consecuencia, entre los hombres. A Dios le debemos un amor
eminente e ilimitado, adoración, obediencia, culto. A los otros hombres el respeto a su vida, a su
honor, a sus bienes.
Así entendida la justicia, se la denomina también justicia general, porque abarca la integridad
del trato con Dios y con los demás y comprende diversas partes: la religión, que nos lleva a
adorar a Dios y a darle el culto debido; la piedad, por la que damos honor y asistencia a los
padres y a la patria; la solidaridad, que nos lleva a reconocer en todos los hombres -y en los
grupos humanos- su condición de personas, con su singular e irrepetible dignidad; la justicia
particular (conmutativa o distributiva), por la que damos lo suyo a los demás hombres; la
obediencia, por la que realizamos los mandatos legítimos de los superiores: "recuérdales que
presten acatamiento a los gobernantes y a las autoridades, que les obedezcan, que estén
dispuestos a hacer el bien, sin injuriar a nadie ni provocar discordias, sino que sean modestos,
dando muestras de comprensión con todos los hombres" (Tit 3, 1-2); etc.
La virtud de la solidaridad -en algún modo raíz de todas las virtudes sociales- es hoy
particularmente importante, por la acrecida complejidad de las relaciones interhumanas, cuya
progresiva interdependencia en ámbitos cada vez más amplios y multiplicidad de aspectos y
sujetos interesados, junto a la difusión de estructuras injustas -leyes inmorales por diversas
razones, grupos de presión, etc.-, tiende no rara vez a despersonalizarlas. Por eso, es necesaria la
solidaridad que "nos ayuda a ver al otro -persona, pueblo o nación- no como un instrumento
cualquiera, para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y su resistencia física,
abandonándolo cuando ya no nos sirve, sino como un 'semejante', una 'ayuda' (cfr. Gen 2, 18-
20), a quien hacer partícipe, junto con nosotros, del banquete de la vida (...) La solidaridad es
indudablemente una virtud cristiana... A la luz de la fe tiende a superarse a sí misma, a revestir
las dimensiones específicamente cristianas de la gratuidad total, del perdón y de la
reconciliación. Entonces el prójimo no es ya sólo un ser humano con sus derechos y su
fundamental igualdad con nosotros, sino que se presenta como imagen viviente de Dios Padre,
rescatado por la sangre de Jesucristo y puesto bajo la acción del Espíritu Santo. Debe ser amado,
aun si es enemigo, con el mismo amor con que lo ama el Señor"374.
Se hace, por esto mismo, más patente que la justicia brota del amor al prójimo, y que todo
intento de separar sus mutuas exigencias es equívoco: "No existe distancia entre el amor al
prójimo y la voluntad de justicia. Al oponerlos entre sí, se desnaturalizan a la vez el amor y la
justicia. Además, el sentido de la misericordia completa el de la justicia, impidiéndole que se
encierre en el ciclo de la venganza"375. Más aún, la "justicia por si sola no es autosuficiente (...),
373. SAN AGUSTIN, De moribus Ecclesiae Catholicae cit., lib. I, cap. 25.
374. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nn. 39-40.
375. CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Inst. Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 57.
135
y torna hacia la propia negación y autoaniquilación si no se permite que entre a plasmar la vida
humana esa forma más profunda de relacionarse, constituida por el amor"376. En definitiva, la
justicia, no basta si no está informada por la caridad: "únicamente con la justicia no resolveréis
nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si
la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La
caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1 Jn 4, 16)".
d) La fortaleza
Es la virtud que nos vigoriza para practicar el bien, pese a las dificultades, con constancia y
paciencia. Por la fortaleza el hombre aprende a superar las contradicciones que aparecen en la
vida, y a no desanimarse ante los propios defectos, superando el temor al esfuerzo, los peligros y
dificultades que entraña la práctica del bien, perseverando con tenacidad para conseguir las
metas e ideales propuestos: aludiendo al fundamento de toda virtud en el amor de Dios, dice San
Gregorio que la fortaleza hace huius mundi aspera pro aeternis praemis amare, aprender a amar
las dificultades de este tiempo para ganar una eternidad con Dios.
Es una actitud de firmeza, que lleva a la persona a cumplir con su deber y hacer fe a sus
responsabilidades -en el trabajo, en el trato con los demás, en su lucha por acercarse a Dios- aun
cuando las dificultades parezcan hacerlo prácticamente imposible o excesivamente gravoso: "en
todo atribulados, pero no abandonados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no
abandonados; derribados, pero no aniquilados" (2 Cor 4, 8-9). Es superación -con la ayuda de la
gracia- de nuestra debilidad: "la virtud de la fortaleza requiere siempre una superación de la
debilidad humana y, sobre todo, del miedo. El hombre, en efecto, por naturaleza teme el peligro,
las molestias, los sufrimientos. Por ello, eso necesario buscar hombres valientes no solamente en
los campos de batalla, sino también en los pasillos de los hospitales o junto al lecho del dolor
(...) Deseo rendir homenaje a todos esos valientes desconocidos, a todos los que tienen el valor
de decir 'no' o 'sí' cuando esto cuesta, a todos los que dan así un testimonio singular de dignidad
humana y de profunda humanidad. Justamente porque son desconocidos merecen un homenaje y
una gratitud particular".
La virtud de la fortaleza tiene su cumbre en afrontar la muerte con valentía -el martirio es,
precisamente, un acto típico de la fortaleza cristiana- por amor de Dios y del prójimo: "De todo
lo que se posee en esta vida, es el cuerpo lo que más fuertemente encadena al hombre (...) Este
cuerpo teme toda clase de sacudidas y molestias, de trabajos y dolores, sin que el hombre
comprenda a veces que -si se sirve de él bien y con sabiduría- merecerá un día, sin molestia
alguna, por voluntad y ley divina, gozar de su resurrección y transformación gloriosas. En
cambio, si comprendiendo esto arde enteramente en amor de Dios, ni siquiera temerá la muerte
sino que llegará a desearla (...) ¿Qué fortaleza, decidme, puede igualarse a ésta? Pero ¿qué hay
de extraño, por otra parte, en que el amor de Dios, animando todas las partes del alma, resista al
tirano, al verdugo, al dolor, al cuerpo, al sexo...?.
Son partes o virtudes ajenas a la fortaleza la audacia, la paciencia, con la que "soportamos los
males con buen ánimo", la perseverancia, la serenidad, y la tan capital de la lealtad, por la que el
hombre no se aparta de sus empeños y promesas, de sus convicciones y deberes; etc. Es decir,
los diversos aspectos que comporta un amor efectivo del bien en este mundo, cara a Dios y a los
demás: es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según
La lealtad es una virtud muy elogiada por los cristianos, designada a menudo también como
fidelidad: "¡Qué hermosa es la fidelidad!: como brilla el oro ante los ojos del cuerpo, así brilla la
fidelidad ante los del corazón"377. Nuestro Señor es "un Dios fiel, que cumple sus pactos" (Dt
7,9) y "no puede negarse a sí mismo" (1 Tim 2, 13): y lo es hasta el extremo de un "amor que no
retrocede ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para agotar su fidelidad de Creador y Padre
respecto a los hombres creados a su imagen y desde el 'principio' elegidos, en este Hijo, para la
gracia y para la gloria"378. Por eso, "el varón fiel será muy alabado" (Prv 18, 20). Sin lealtad, sin
fidelidad a los propios compromisos, la vida social se derrumba: "presupuesto indispensable de
toda pacífica convivencia es la mutua confianza, la persuasión general de que todas las partes
deben ser fieles a la palabra empeñada". La lealtad es fruto y signo del amor verdadero: "Un
marido, un soldado, un administrador es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto
mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva
circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día.
Esa fidelidad delicada, operativa y constante -que es difícil, como difícil es toda aplicación de
principios a la mudable realidad de lo contingente- es por eso la mejor defensa contra la vejez de
espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental".
e) La templanza
Es la virtud que modera el amor a los bienes de la tierra y ayuda a poner el corazón en el
cielo, donde "están los verdaderos bienes" y donde "no llegan los ladrones ni roe la polilla": nos
promete, dice San Agustín, "la pureza e incorruptibilidad del amor que nos une a Dios". La
templanza es medida en el obrar y en el amor de las criaturas, es decir, "señorío. No todo lo que
experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se
puede se debe hacer". El hombre templado sabe prescindir de cuanto enturbia su amor a Dios y a
los demás, sacrificándose gustoso, "porque al vivir así -con sacrificio- se libra de muchas
esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios".
Los Padres descubrieron en la templanza, virtud ya aplaudida por los paganos, uno de los
caminos para despojarnos del hombre viejo, contemplando esta virtud en su dimensión cristiana:
"Nos amonesta San Pablo (cfr. Col 3, 9) que nos despojemos del hombre viejo y nos revistamos
del nuevo, y quiere que se entienda por hombre viejo a Adán prevaricador, y por el nuevo, al
Hijo de Dios, que para librarnos de él se revistió de la naturaleza humana en la encarnación.
Dice también el Apóstol: 'el primer hombre es terrestre, formado de la tierra; el segundo es
celestial. Como el primero es terrestre así son sus hijos; y como el segundo es celestial,
celestiales también sus hijos; como llevamos la imagen del hombre terrestre, llevemos también
la imagen del celestial' (1 Cor 15, 47); esto es despojarse del hombre viejo y revestirse del
nuevo. Esta es la función de la templanza: despojarnos del hombre viejo y renovarnos en Dios,
es decir, despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas y referir todo al amor
de las cosas invisibles (...) El hombre moderado encuentra en los dos Testamentos una regla de
vida, que le ayuda a comportarse ante esta multitud de bienes caducos y pasajeros, que le
envuelven y amenazan cegarle. Es la siguiente: no amar ninguno de esos bienes ni desearlo por
En la vida de Cristo es patente esta virtud, en su doble carácter de aprecio a los bienes de la
tierra y de libertad y señorío sobre ellos: le vemos asistir a banquetes y a bodas (cfr. Jn 2, 1-12;
Mt 9, 9-17; Lc 7, 36), pero también sin tiempo para comer (cfr. Mc 6,31) ni sitio donde reclinar
su cabeza (Mt 8, 20); admirando las bellezas de la creación, pero al mismo tiempo sirviéndose
de su aprecio para invitar a no crearse falsas preocupaciones por los bienes terrenos:
"contemplad los lirios, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, pero yo os digo que ni Salomón con
toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy
es y mañana se echa al horno, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así vosotros no
andéis afanados buscando qué comer o qué beber, y no os inquietéis. Por estas cosas se afanan
los paganos. Bien sabe vuestro Padre que necesitáis de ellas. Buscad más bien el Reino de Dios y
su justicia y todo eso se os dará por añadidura" (Lc 12, 27-31).
La templanza no entraña, pues desprecio por los bienes creados, sino conciencia de la
dignidad de la persona y de su cuerpo: "¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido
comprados a gran precio. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 19-20). En
definitiva, asegura al hombre el desarrollo de sus virtualidades personales, no ahogándolas
en falsos afanes: "Hombre moderado es el que es dueño de sí mismo, en quien las pasiones no
priman sobre la razón, ni sobre la voluntad, ni tampoco sobre el corazón. ¡El hombre que
sabe dominarse a sí mismo! Así nos damos cuenta del valor fundamental de la templanza,
indispensable para que el hombre 'sea plenamente hombre'. Basta mirar a alguno que arrastrado
por sus pasiones se convierte en víctima suya, renunciando hasta al uso de la razón (como el
alcoholizado o el drogado), y comprobamos con claridad que 'ser hombre' significa respetar la
propia dignidad y, por tanto, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza".
En nuestro mundo, tan dominado por el consumismo -con una oferta y una búsqueda
desenfrenada de comodidades y placeres, donde todo se tiende a medir en términos económicos-,
la templanza, con el cortejo de virtudes que la integran, resulta particularmente necesaria. De
otro modo, la persona corre el riesgo de aturdirse en un sinnúmero de pequeñas preocupaciones,
que le impiden gastarse en los grandes ideales y valores para que su corazón ha sido hecho.
Desde los instrumentos de trabajo a los modos de divertirse, han de estar regidos por esa regla de
vida que, enseña San Agustín, se encuentra en los dos Testamentos: "buscad lo que basta y no
queráis más. Lo demás es agobio, no alivio; apesadumbra, no levanta".
f) La laboriosidad
Es la virtud que "lleva a poner empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha
recibido de Dios (...). El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no es sólo oro, ¡es gloria de
Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina ni por ocupar las horas, sino como
138
fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra
-diligente- no evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar". Se trata
de una virtud humana central, aunque poco analizada en los tratados de moral de los últimos
siglos, en la medida misma que el trabajo humano no era siempre apreciado en su real condición
santificadora. Sin embargo, de acuerdo con la experiencia y en la enseñanza de la Sagrada
Escritura, el trabajo es una dimensión esencial de la existencia humana: "vosotros sabéis bien
que debéis imitarnos, porque entre vosotros no fuimos unos desordenados, ni comimos gratis el
pan de nadie, sino trabajando día y noche con cansancio y fatiga, para no ser gravoso a ninguno
(...); y cuando estábamos con vosotros os dábamos también esta norma: si alguno no quiere
trabajar, que no coma" (2 Thes 3, 7-8 y 10). Por eso, insiste el Magisterio: "La Iglesia está
convencida de que el trabajo es una dimensión fundamental de la existencia del hombre sobre la
tierra (...) Las diversas ciencias humanas lo confirman, pero la Iglesia arranca su convicción
sobre todo de la Palabra revelada de Dios (...). El hombre como imagen de Dios ha recibido el
mandato del Creador de subyugar y dominar la tierra. En el cumplimiento de tal mandato el
hombre, cada ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo (...). El trabajo es un
bien del hombre -un bien de su humanidad-, porque mediante el trabajo el hombre no sólo
transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo
como hombre". 128 La laboriosidad es una virtud, un modo importante de poner en práctica el
amor de Dios, porque El creó al hombre para que le glorificara también por el trabajo, y a través
del trabajo experimentara su comunión con los demás hombres y contribuyera a su bien.
g) La penitencia
Es la virtud que impulsa a dolerse de los propios pecados, principalmente en cuanto son
ofensa a Dios, y a hacer cuanto sea para removerlos379 y volver a la amistad divina. Virtud, sin
duda, muy necesaria al hombre que, de otra manera, ante la repetida experiencia de sus fracasos
morales, puede desesperar. La penitencia, como el perdón, eran casi desconocidos en la cultura
precristiana. El mundo antiguo tendió a considerar que la reacción apropiada para los que
infringen las reglas de la comunidad es la punición. La idea del amor por los pecadores, que da
sentido al perdón e invita al arrepentimiento y la penitencia, es una idea bíblica, sobre todo del
Nuevo Testamento, que supone un desarrollo ulterior y más rico de la noción de justicia -cuyas
exigencias el perdón no niega, sino que afirma en modo superior- por obra de la caridad131.
Pero la virtud de la penitencia supone también la percepción -con radical hondura y novedad- de
la espiritualidad del hombre y su relación con Dios; en virtud del amor paternal de Dios, el
Nos ocuparemos nuevamente de esta virtud tratando del arrepentimiento y el dolor por los
pecados. Ahora queremos señalar que un campo particularmente importante de la penitencia, sin
olvidar la mortificación corporal y de los sentidos, está en el cumplimiento de los propios
deberes; en tratar siempre con caridad a los demás, sacrificándose por sus necesidades y
sabiendo pasar por alto detalles que pueden ser molestos; en soportar las contrariedades de la
jornada; etc.
140
EL PECADO
La Misericordia y el Pecado.
San Pablo afirma, " Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" 384. Pero para hacer su
obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos "la justicia
de la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor"385.
Definición de Pecado
Es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para
con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la
naturaleza humana y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como "una palabra,
un acto o un deseo contrarios a la ley eterna" (Sn. Agustín. y Sto. Tomas).
El pecado es una ofensa a Dios "Contra tí..... " (sal 51,6). El pecado levanta contra Dios. El
Pecado Original (Gen 3,5), es una desobediencia contra Dios, el pecado es así "amor de sí hasta
el desprecio de Dios" (San Agustín). Por esta exaltación orgullosa de sí es diametralmente
opuesto a la obediencia de Cristo que realiza la salvación (Flp 2,6-9).
380cf. Lc 15
381Mt 1,21
382Mt. 26,28
3831 Jn 1, 8-9
384Rom 5, 20
385Rm 5, 20-21
141
En la Pasión la Misericordia de Cristo vence al pecado : Incredulidad, rechazo y burlas....
jefes y el pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de judas, negaciones de
Pedro; y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la misma hora de las tinieblas y del
príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la
fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.
La Diversidad de Pecados
Catálogos de Pecados, ejemplo: "Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones,
envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os
previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios (Ga 5, 19-21 y par.).
Habría muchos modos de distinguir los diversos pecados, sin embargo la Iglesia prefiere
referirse a ello según su gravedad.
Pecado Mortal: Destruye la caridad principio vital en el corazón del hombre por una falta
grave a la ley de Dios; aparte al hombre de Dios que es su fin último y su bienaventuranza,
prefiriendo un bien inferior.
El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una
nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza
ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación.
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: "Tener como objeto una
materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento
(RP 17).
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos de acuerdo a la respuesta que Jesús
da al joven rico del Evangelio. La gravedad podría ser mayor o menor, según la materia de la
cual se trate.
142
Pecado Venial: Cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley
moral, o cuando se desobedece en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero
consentimiento.
El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a los bienes creados;
impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral. El pecado
venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco al pecado
mortal. De suyo no rompe la alianza con Dios. "No priva de la gracia santificante, de la amistad
con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna.
Blasfemia contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca (Mc 3, 29). La misericordia de
Dios no tiene límites, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios
mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el
Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición
eterna.
La reiteración de pecados, incluso veniales engendra vicios entre los cuales se distinguen los
pecados capitales: soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.
El Pecado es personal, pero también tenemos responsabilidad en pecados cometidos por otros
cuando cooperamos, u omitimos una advertencia oportuna, o bien protegiendo a los que hacen el
mal. Complicidad en el mal, hace reinar entre los hombres la concupiscencia, la violencia y la
injusticia.
Será necesario entonces cultivar las disposiciones adecuadas para estar prevenidos: oración;
meditación de la Palabra de Dios; frecuente examen de conciencia; ejercitación en la práctica de
las virtudes; confesión frecuente; recurrir a la dirección espiritual; tener en mente la vida de los
santos y de los mártires; y sobre todo tener como centro el Santo Sacrificio de la Misa, que nos
asegura en la caridad.
143
LA COMUNIDAD HUMANA
A nuestras consideraciones acerca del hombre que es ser creado imagen de Dios, libre, ser
espiritual y corpóreo, debemos agregar otra característica que le es propia, sin la cual no podría
existir, el hombre es también un ser social.
1 La persona y la sociedad
La vocación humana tiene, entonces, un carácter comunitario. Todos los hombres son
llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la
fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (cf GS 24, 3). El
amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.
Cada comunidad se define por su fin y obedece en consecuencia a reglas específicas, pero "el
principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana"
(GS 25, 1).
la persona humana necesita de la vida social, es una exigencia de su propia naturaleza. Por el
intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre
desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación (cf GS 25, 1). Para alcanzar este objetivo
es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones
"materiales e instintivas" del ser del hombre "a las interiores y espirituales" (CA 36).
La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), lleva a considerar las personas como
puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que "Hacen prácticamente imposible una
conducta cristiana, conforme a los mandamientos de la Ley de Dios". Será indispensable la
144
necesidad de conversión interior y a la vez la preocupación constante por mejorar las
instituciones y condiciones de vida, a fin de que no sean éstas estímulo al pecado (cf LG 36).
Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían "reconocer el sendero a veces estrecho entre
la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava"
(CA 25). La caridad será el camino auténtico, representa el mayor mandamiento social. Respeta
al otro y sus derechos, exige la practica de la justicia y la realiza, e inspira una vida de entrega de
sí mismo: "Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará" (Lc 17, 33).
3 La justicia social386
386Encíclica Centesimus Annus
Con motivo de cumplirse los cien años de la promulgación de la Encíclica de León XIII, Renum novarum, SS Juan
Pablo II, ha querido conmemorar este magno acontecimiento con la promulgación de una nueva Encíclica social,
Centesimus Annus. En ella, propone el Papa, una "relectura" de la Encíclica leoniana, invitando a "echar una mirada
retrospectiva a su propio texto, para descubrir nuevamente la riqueza de los principios fundamentales formulados en
ella", e invita a mirar las cosas nuevas en las que nos hallamos inmersos,y en fin a mirar el futuro, cuando ya se
vislumbra el tercer milenio de la era cristiana, cargado de incógnitoas, pero también de promesas. Incógnitas y
promesas que interpelan nuestra imaginación y creatividad, a la vez que estimulan nuestra responsabilidad, como
díscipulos del único maestro, Cristo (Cf. Mt. 23,8).
"De este modo no sólo se confirmará el valor permanente de tales enseñanzas, sino que se manifestará también el
verdadero sentido de la tradición de la Iglesia, la cual, siempre viva y siempre vital edifica sobre el fundamento
puesto por nuestros padres en la fe y, singularmente, sobre el que ha sido "trasmitido por los Apóstoles a la Iglesia"
en nombre de Jesucristo, el fundamento que nadie puede sustituir (Cf. Cor 3,11)" (n.3. b).
Para su exposición el Papa se inspira en la imagen evangélica del "escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los
Cielos", del cual dice el Señor que "es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas" (Mt
13,52). Este tesoro es la gran corriente de la tradición de la Iglesia.
Finalmente señala que a partir del "Magisterio social" de la Iglesia ha surgido un gran movimiento para la defensa de
la persona humana y para la tutela de su dignidad.
El objetivo que se propone Juan Pablo II en Centesimus Annus es "poner en evidencia la fecundidad de los principios
expresados por Leon XIII, los cuales pertenecen al patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la
autoridad del Magisterioo... además proponer el análisis de algunos acontecimientos de la historia reciente", lo que
resulta insoslayablepara discernir las exigencias de la nueva evangelización. Sobre esto último, en todo caso, "no
pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito especifico del Magisterio" (Cf. n 3.d).
El contenido de la Encíclica es presentado en seis capítulos. En el primero se destacan las "rasgos características de
la Rerum novarum", el segundo describe el proceso histórico que, a partir de la Encíclica, conduce hacia las "cosas
nuevas" de hoy; en el tercero se hace una valoración de los principales acontecimientos ocurridos en el mundo en "el
año 1989"; el cuarto aborda el tema de "la propiedad privada y el destino universal de los bienes"; en el quinto se
analizan las relaciones entre "Estado y Cultura", y, finalmente, en el capítulo sexto, se afirma que "el hombre es el
camino de la Iglesia".
A continuación intentaremos presentar una síntesis de estos contenidos, que no pretenden otra cosa sino invitar a una
lectura y meditación sosegada de la nueva Encíclica.
CAPÍTULO I
A fines del siglo pasado la Iglesia se encontró ante el punto álgido de un proceso histórico fruto del conjunto de
cambios profundos operados en todo los órdenes, que trajeron consigo "una nueva concepción de la sociedad, del
Estado y, como consecuencia, de la autoridad".
En el campo económico donde confluían los descubrimientos científicos y sus aplicaciones, había aparecido una
nueva forma de propiedad, el capital y una nueva forma de trabajo, el trabajo asolariado, caracterizado por gravosos
145
Esta requiere en su base el reconocimiento de la dignidad de la persona humana. Por ello el
hombre es el camino de la Iglesia, y esta atención y responsabilidad hacia el hombre, se funda en
que "es la única criatura que Dios ha querido por si misma.." (Cf. n.53).
La Iglesia conoce "el sentido del hombre" gracias a la Revelación divina. Para conocerlo, al
hombre verdadero, al hombre integral, hay que conocer a Dios", decía Pablo VI. Por ello la
dimensión teológica se hace necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la
convivencia humana.
ritmos de producción, sin la debida consideración para con el sexo, la edad o la situación familiar, y determinado
únicamente por la eficiencia con vistas al incremento de los beneficios.
El trabajo se convertía así en mercancía, a merced de las leyes del mercado, sin tener en cuenta los mínimos
necesarios para el sustento de la persona y de su familia. A esta situación de injusticia se sumaba la inestabilidad
laboral y la falta de previsión social.
A raíz de esto aparece "la división de la sociedad en dos clases separadas por un profundo abismo". Paralelamente
"comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas veces violenta, otra concepción de la propiedad y de la vida
económica que implicaba una nueva organización política y social".
La Encíclica Rerum novarum aparece en el momento culminante de esta contraposición, que se veía agrabada por el
peligro de una revolución favorecida por las concepciones socialistas de la época. Con ella León XIII pretende
reaccionar frente a todos aquellos males que tienen su origen en "una libertad que, en la esfera de la actividad
económica y social, se separa de la verdad del hombre".
Las "cosas nuevas" de las que habla León XIII no eran todos positivas: "Despertada el ansia de novedades que desde
hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del campo
de la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto -dice él-, los adelantos de la industria y de las
profesiones, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patrones y
obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor
confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación moral, han
determinado el planteamiento del conflicto". Se trataba por tanto del conflicto entre el capital y el trabajo.
Ante estas controversias y tensiones el Papa vió, en razón de su ministerio apostólico, la necesidad de intervenir, para
restablecer la paz. El era consciente de que la paz se edifica sobre el fundamento de la justicia, por ello en la citada
Encíclica proclama las condiciones fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de entonces.
Con la Renum Novarum se hace patente que, para la Iglesia, enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su
misión evangelizadora y forma parte esencial del Mensaje Cristiano y Juan Pablo II, afirma que la "nueva
evangelización", debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que, al
igual que ayer sigue siendo idónea para dar respuesta a los grandes desafíos de la sociedad contemporánea. "Como
entonces hay que repetir que no hay verdadera solución para la "cuestión social" fuera del evangelio y que, por otra
parte, las "cosas nuevas" pueden hallar en él su propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral"(Cf. n. 5)
Juan Pablo II señala que la clave de lectura del texto leoniano es la dignidad del trabajador en cuanto tal y por eso
mismo, la dignidad del trabajo, definido como "la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida y en
concreto a su conservación". Esto significa que el trabajo es "personal", ya que "la fuerza activa es inherente a la
persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada". El trabajo pertenece, por tanto,
a la vocación de toda persona; es más, el hombre se expresa y se realiza mediante su actividadd laboral.
Otro principio importante que contienen aquel documento es el derecho a la "propiedad privada", que, por no
constituir un valor absoluto, ha de complementarse con el principio del "destino universal de los bienes de la tierra".
Para Juan Pablo II, estos principios invitan a superar "los obstáculos a la propiedad privada que se dan en tantos
lugares del mundo".
Pero la Rerum Novarum afirma también otros derechos igualmente propios del hombre e inalienables, a saber : el
derecho natural del hombre a formar asociaciones privadas; el derecho a la "limitación de horas de trabajo", al
legítimo descanso y a un trato diverso a los niños y a la mujeres en lo relativo al tipo de trabajo y a la duración del
mismo; el derecho al salario justo, del cual el Estado ha de ser gerente en razón de su rol subsidiario y custodio de los
derechos de las personas; además el derecho a cumplir libremente los propios deberes religiosos, que incluye la
necesidad del descanso festivo, para que el hombre eleve su pensamiento hacia los bienes de arriba y rinda el culto
debido a la majestad divina. En esta afirmación puede verse el germen del principio del derecho a la libertad
religiosa. Importante es también la concepción de la Rerum Novarum a cerca de las relaciones entre el Estado y los
ciudadanos, donde hace una crítica acertada y hasta clarividente del socialismo y del liberalismo, afirmando el deber
del Estado de tutelar especialmente los derechos de los más débiles y pobres. Así se establece ya el principio de la
solidaridad que Juan Pablo II ha afirmado en su encíclica Sollicitudo rei socialis.
La relectura de la Encíclica R.N., permite apreciar la constante preocupación y dedicación de la Iglesia por los
pobres, objeto de la predilección de Jesús. Es que lo que constituye la trama y en cierto modo la guía de la
Encíclica, y de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y de su valor
146
Finalmente la Iglesia cuando anuncia al hombre la salvación de Dios, cuando le ofrece y
comunica la vida divina mediante los sacramentos, cuando orienta su vida a través de los
mandamientos del amor a Dios y al prójimo, contribuye al enriquecimiento de su dignidad. Pero
la Iglesia, así como no puede abandonar nunca esta misión religiosa y trascendente en favor del
hombre, del mismo modo se da cuenta de que su obra encuentra en la actualidad dificultades y
obstáculos. Por ello debe seguir siendo "signo y salvaguardia del carácter trascendente de la
persona humana" (C.V. II, GS n 76).
único, porque como recuerda Juan Pablo II citando la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, "el
hombre... en la tierra es la sola criatura que Dios ha querido por sí misma", y en él ha impreso su imagen y
semejanza (Cf. Gen 1,26), confiriéndole una dignidad incomparable de la que proceden fundamentalmente todos sus
derechos .
CAPÍTULO II
Su Santidad nos advierte hoy, que la conmemoración de la Rerum Novarum no sería apropiada, sin echar una mirada
a la situación actual, ya que su marco histórico y las previsiones en el apuntadas se revelan sorprendentemente
justas, a la luz de cuanto sucedió después.
El Papa previó las concurrencias negativas (políticas, sociales y económicas) del socialismo, aunque percibiendo en
toda su crudeza la condición de los proletarios. León XIII pone de manifiesto que la naturaleza del socialismo de su
tiempo estaba en la supresión de la propiedad privada. Juan Pablo II en sus Encíclicas Laborem Excernses y
Sollicitudo rei socialis ahondando en esa reflexión, ha mostrado que "el error fundamental del socialismo es de
carácter antropológico", subordinando al individuo al funcionamiento del mecanismo económico-social, y que el
punto de partida de "esa errónea concepción de la persona humana y de la "subjetividad" de la sociedad" se encuentre
en el ateísmo. La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y consiguientemente, la induce a organizar el
orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona. En el ateísmo encuentran sus raíces tanto
la lucha de clases en sentido marxista como el militarismo que parten del desprecio de la persona humana (nn. 12-
14).
La Rerum Novarum se opone a la estatización de los medios de producción, pero también a una concepción del
Estado que lo hace totalmente prescindente de la economía. Este posee una legítima autonomía, pero al Estado le
corresponde determinar "el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las selecciones económicas y salvaguardar
así las condiciones fundamentales de una economía libre. Y en la defensa del trabajador. R.N. defiende el papel de
los Sindicatos, no solo como instrumento de negociación sino como "lugares" donde se expresa la personalidad de los
trabajadores desarrollando una auténtica "cultura del trabajo) (n.15).
Entre fines del siglo XIX y comienzo del XX hubo reformas importantes en favor de los derechos de los obreros, sin
embargo hay que reconocer que el anuncio profético de León XIII, no fue acogido plenamente por los hombres de su
tiempo.
En el fondo León XIII estaba señalando las consecuencias de un error de mayor alcance en el campo económico-
social. Es el error que consiste en una concepción de la libertad humana que la aparta de la obediencia de la verdad y,
por tanto, también del deber de respetar los derechos de los demás hombres. El contenido de la libertad se transforma
entonces en amor propio, con desprecio de Dios y del prójimo; amor que conduce al afianzamiento ilimitado del
propio interés y que no se deja limitar por ninguna obligación de justicia" ( n. 17).
Aquí se encuentran las causas de las guerras que sacudieron a Europa y al mundo entre 1914 y 1945, impulsados por
ideologías que se fundan sobre la violencia y la injusticia en vez de hacerlo sobre la verdad del hombre.
El Papa describe la situación del mundo desde 1945 adelante reconociendo la existencia de sociedades que hacen un
escuerzo por construirse como democracias inspiradas en la justicia social; otras que se oponen al marxismo con la
construcción de sistemas de "seguridad Nacional", otras que tienden a derrotar al marxismo en el terreno del puro
materialismo, las sociedades del bienestar o de consumo. Se va desarrollando un proceso de "descolonización" que
no deja de presentar graves problemas, y, por último, ha crecido una conciencia más viva por los derechos humanos
que ha sido reconocida y asumida en diversos documentos internacionales, elaborándose así como un nuevo "derecho
de gentes" al que la Santa Sede ha dado su aporte. Clave en esto ha sido la ONU, que, pese a todo, "no han logrado
poner en pié instrumentos eficaces para la solución de los conflictos internacionales como alternativa a la guerra.
CAPÍTULO III
A partir de la situación mundial descrita en el capítulo precedente y expuesta con amplitud en la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, se comprende el alcance inesperado y prometedor de los acontecimientos ocurridos en los últimos años,
cuya culminación se encuentra en los acontecimientos ocurridos el año 1989 en los Países de Europa central y
oriental, al igual que lo acontecido en otros contextos a saber: la caída de regímenes dictatoriales y opresores en
147
LA LEY MORAL
La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede definir, en el sentido bíblico, con una
instrucción paternal, una pedagogía de Dios. Prescribe al hombre los caminos, las reglas de
conducta que llevan a la bienaventuranza prometida; proscribe los caminos del mal que apartan
de Dios y de su amor. Es a la vez firme en sus preceptos y amable en sus promesas.
La ley moral supone el orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con miras
a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del creador. Toda ley tiene en la ley eterna su
Países de América Latina, Africa y Asia y el comienzo en otros de un proceso de transición hacia formas más justas y
de mayor participación.
Se reconoce aquí el aporte decisivo de la Iglesia con su con su compromiso en favor de la defensa y promoción de los
derechos del hombre. La Iglesia ha afirmado que todo hombre lleva dentro de sí la imagen de Dios, por ello merece
respeto. En esta afirmación se ha identificado con frecuencia la gran mayoría del pueblo, lo cual ha llevado a buscar
formas de lucha y soluciones políticas más respetuosas para con la dignidad de la persona humana. En definitiva se
trata de mostrar cómo los complejos problemas de los pueblos se pueden resolver por medio del diálogo y la
solidaridad, en vez de la lucha para destruir al adversario y en vez de la guerra.
Entre los numerosos factores de la caída de los regímenes opresores, se destaca en primer lugar, "la violación de los
derechos del trabajador", que los lleva finalmente a desautorizar la ideología, consiguiendo los cambios (V. gr. en
Polonia) a través de una lucha pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia. El segundo
factor de la crisis es la ineficiencia del sistema económico, lo que es una consecuencia de la violación de los
derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía. Se añade la dimensión
cultural y nacional. No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del sector de la
economía ni es posible definirlo simplemente tomando como base su pertenencia a una clase social. Al hombre se le
comprende de la manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la historia y las
actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir.
El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande : el misterio de
Dios.(n.24)
Pero la verdadera causa de las "novedades" recientemente ocurridas -nos dice el Papa-, reside en el vacío espiritual
provocado por el ateísmo, el cual ha dejado sin orientación a las jóvenes generaciones y en no pocos casos las ha
inducido, en la insoslayable búsqueda de la propia identidad y del sentido de la vida, a descubrir las raíces religiosas
de la cultura de sus Naciones y la persona misma de Cristo, como respuesta existencialmente adecuada al deseo de
bien, de verdad y de vida que hay en el corazón de todo hombre. Esta búsqueda ha sido confortada por el testimonio
de quienes, en circunstancias difíciles y en medio de la persecución, han permanecido fieles a Dios. ( Cf. 24).
En los acontecimientos de 1989 el Papa da un ejemplo de la voluntad de negociación y de espíritu evangélico, sin
embrago, el hombre creado para la libertad lleva en sí el pecado original. Creerse en posesión del secreto de una
organización social perfecta que haga imposible el mal es una utopía que conduce a males mayores. El orden social
será sólido cuando no oponga el interés individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los
modos de su fructuosa coordinación. En todo caso una sociedad política nunca podrá confundirse con el Reino de
Dios.
Los acontecimientos de 1989 han llevado "al encuentro entre la Iglesia y el Movimiento obrero, pero la crisis del
marxismo no ha eliminado las situaciones de injusticia y de opresión. Frente a ellas la Iglesia ofrece su doctrina
social y también su compromiso concreto de ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento. Hoy es claro que
la liberación de las opresiones no se alcanzará por un compromiso entre marxismo y cristianismo, sino por una
Teología de la liberación del hombre integral (n. 26).
El Papa aboga por la necesidad de crear o consolidar estructuras internacionales capaces de arbitrar en los conflictos
entre las Naciones; por la ayuda a la reestructuración moral y económica de los Países que han abandonado el
comunismo, sin frenar los esfuerzos por prestar apoyo y ayuda a los Países del Tercer Mundo; por el desarme.
El Papa afirma, finalmente, que el desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo
una dimensión humana integral, se trata "de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna", cuyo punto
culminante en el derecho-deber de buscar a Dios, conocerlo y vivir según tal convencimiento (n. 29).
CAPÍTULO IV
La Rerum novarum afirmaba a la propiedad privada, es derecho que la Iglesia sigue manteniendo. Al mismo
tiempo, la Iglesia enseña que la propiedad de los bienes no es un derecho absoluto, ya que en su naturaleza el derecho
humano lleva inscrita la propia limitación. Por ello con igual claridad se afirma que el uso de los bienes, confiado a
la propia libertad, está subordinado al destino primigenio y común de los bienes creados y también a la voluntad de
Jesucristo, expresada en el Evangelio. El Magisterio posterior recoge ampliamente estos criterios, así lo podemos ver
en el Concilio Vaticano II (G.S. n 69), en el Documento de Puebla y en las Encíclicas Laborem exercens y
148
verdad última y primera. La ley es declarada y establecida por la razón como una participación
en la providencia del Dios vivo, Creador y redentor de todos. "Esta ordenación de la razón es lo
que se llama la ley" (Sto. Tomás). "El hombre es el único entre todos los seres animados...
capaz de comprender y discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón,
en la sumisión al que le ha entregado todo" (Tertuliano).
Las expresiones de la ley moral son diversas, y todas están coordinadas entre sí: La ley
eterna, fuente en Dios de todas las leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la ley
antigua y la ley nueva o evangélica; finalmente, las leyes civiles y eclesiásticas. La ley moral en
Cristo reconoce su plenitud y unidad. Jesucristo en persona es el camino de la perfección. Es el
Sollicitudo rei socialis.
A través de todo este capítulo el Papa muestra los fundamentos del derecho de propiedad y del destino común de los
bienes y del sentido del trabajo para mostrar que en nuestro tiempo hay una nueva forma de propiedad que es "la del
conocimiento, de la técnica y del saber" (n.32), lo que hace que hoy día el factor decisivo en la producción es el
hombre mismo, su capacidad de conocimiento. Esto envuelve el peligro de nuevas formas de marginación: la de los
que no tienen posibilidad de adquirir los conocimientos básicos que les ayuden a expresar su creatividad y desarrollar
sus capacidades (n. 33).
Hay países (la mayoría del Tercer Mundo) en los que están vigente aún las reglas del capitalismo primitivo. La
solución no está en un la marginación sino en la posibilidad de un acceso equitativo al mercado internacional. El libre
mercado parece ser el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades
pero debe considerarse que hay numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado y que sin
embargo es deber de justicia satisfacer. La ley del mercado tampoco es absoluta (n. 34). Este debe ser controlado
oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado.
Se reconoce "la justa función de los beneficios", pero ellos no son el único índice de las condiciones de la empresa.
El Papa ve la finalidad de la empresa en su existencia misma" como comunidad de hombres que, de diversas
maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la
sociedad entera. " Así, no se puede afirmar" que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de
organización económica" (n. 35).
El Papa llama la atención una vez más sobre la necesidad de dar solución al problema de la deuda externa de los
Países más pobres y, en lo que se refiere a los desarrollados, sobre el fenómeno del consumismo (con sus
manifestaciones extremas de consumo de drogas y pornografía), la cuestión ecológica vinculada al consumismo (n.
38). La necesidad de defender la familia (n. 39).
En la defensa de estos valores se descubre un nuevo límite del mercado (n. 40)
El marxismo ha hecho un análisis falso de la alienación porque la hace depender únicamente de la esfera de las
relaciones de producción y propiedad (materialismo), pero la experiencia histórica de Occidente demuestra que la
alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia es una realidad. Es la concepción cristiana la
que nos dice donde está la alienación y donde la auténtica realización del hombre. El hombre se realiza
auténticamente mediante la propia donación libre, que es posible gracias a su esencial capacidad de trascendencia
porque está hecho para darse a otra o a otras personas y finalmente a Dios.
Finalmente en el n.42 vuelve al interrogante inicial. Ante el fracaso del marxismo, ¿se puede decir que el sistema
vencedor es el capitalismo?. Reconociendo la complejidad del problema, identifica las condiciones sobre las cuales
se puede responder afirmativamente en favor de una economía que habría que llamar mejor "la economía de
empresa”, “de mercado" o "libre", y que ha de estar encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es
ético y religioso.
En todo caso la Encíclica advierte que "la Iglesia no tiene modelos para proponer", pero ofrece, como orientación
ideal e indispensable, la propia doctrina social (n. 43).
CAPÍTULO V
En la Encíclica R.N. León XIII presenta por primera vez en la Iglesia, la organización de la sociedad democrática
estructurada en los tres poderes. El principio del "Estado de derecho". Frente al totalitarismo que se le opone (y que
nace de la negación de la verdad en sentido objetivo), la Iglesia aprecia el sistema democrático pero éste presupone el
conocimiento y la aceptación de la verdad y los verdaderos valores humanos. La verdad no es determinada por la
mayoría. La verdad última debe guiar y orientar la acción política. Una democracia sin valores se convierte con
facilidad en un totalitarismo visible o encubierto (n. 46). El predominio de la democracia debe consolidarse mediante
el reconocimiento explícito de los derechos humanos, a la vida (aborto), a vivir en una familia unida, etc. cuya fuente
y síntesis es, en cierto sentido, la libertad religiosa.
El Papa hace luego importante precisiones en cuanto al "papel del Estado en el sector de la economía" (n. 48). donde
hay situaciones en las que la caridad de la Iglesia siempre tendrá su campo de acción (n. 49); acerca del apoyo que el
Estado debe prestar a la familia; acerca de la importancia de la cultura para la vida de la Nación y de "la contribución
149
fin de la ley, porque sólo El enseña y da la justicia de Dios: "Porque el fin de la ley es Cristo
para justificación de todo creyente" (Rm 10, 4).
El hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador que le confiere el dominio de sus
actos y la capacidad de gobernarse con miras a la verdad y al bien. La ley natural expresa el
sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el
mal, la verdad y la mentira: "... esta ley está inscrita y grabada en el alma de todos y cada uno de
los hombres porque es la razón humana que ordena a hacer el bien y prohibe pecar..." (León
XIII). Para tener fuerza de ley debe obedecer a una razón más alta que nuestro espíritu y
libertad.
La ley "divina y natural" (GS 89, 1), muestra al hombre el camino que debe seguir para
practicar el bien y alcanzar su fin. Esta ley natural contiene las normas primeras y esenciales que
rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien,
así como el sentido del prójimo como igual a sí mismo. Los principales preceptos de esta ley
están expuestos en el Decálogo, los Diez Mandamientos. Se llama natural porque responde a la
naturaleza misma del hombre: "No es otra cosa que la luz de la inteligencia puesta en nosotros
por Dios; por ella conocemos lo que es preciso hacer y lo que ha de evitar. Esta luz o esta ley,
Dios la ha dado a la creación (Sto. Tomás).
La ley natural es: universal, inmutable, indispensable, cognoscible. A esta ley se deben
subordinar las leyes civiles que han de resguardar y promover la dignidad de la persona humana.
Sin embargo, esta ley no es percibida por todos de una manera clara e inmediata. En nuestra
condición actual indigente, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que
las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas "de todos y sin dificultad, con una firme
certeza y sin mezcla de error" (Pío XII, H. Generis). La ley natural proporciona a la ley revelada
y a la gracia un cimiento preparado por Dios y armonizado con la obra del Espíritu.
específica de la Iglesia en favor de la verdadera cultura" (n. 50) . Finalmente aborde el tema de la guerra, afirmando
una vez más con decisión que ha llegado el tiempo de dejar atrás las guerras, como fue dejado, hace tiempo, el
régimen de la venganza privada (n. 52).
CAPITULO VI
El título de este capítulo "el hombre es el camino de la Iglesia", hace justicia a su contenido que es de naturaleza
eminentemente antropológica de acuerdo a los principios de la divina revelación. La Iglesia aquí destaca que todos
los esfuerzos realizados en materia social no tienen otra finalidad sino "la atención y la responsabilidad hacia el
hombre, que .... es la única criatura que Dios ha querido por si misma.." (Cf. n.53).
Como se habrá podido observar la antropología atraviesa toda la Encíclica de Juan Pablo II, y la dignidad humana es
la principal clave de lectura, a la hora de abordar las grandes cuestiones tratadas.
Y es así porque la Iglesia conoce "el sentido del hombre" gracias a la Revelación divina. Para conocer al hombre, el
hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer a Dios", decía Pablo VI. Por ello la dimensión teológica se
hace necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia humana.
Finalmente la Iglesia cuando anuncia al hombre la salvación de Dios, cuando le ofrece y comunica la vida divina
mediante los sacramentos, cuando orienta su vida a través de los mandamientos del amor a Dios y al prójimo,
contribuye al enriquecimiento de la dignidad del hombre. Pero la Iglesia, así como no puede abandonar nunca esta
misión religiosa y trascendente en favor del hombre, del mismo modo se da cuenta de que su obra encuentra en la
actualidad dificultades y obstáculos. Por ello en vísperas del tercer milenio sigue siendo "signo y salvaguardia del
carácter trascendente de la persona humana" (C.V. II, GS n 76), y no cesa en su esfuerzo de convocar a todos los
hombres de buena voluntad a fin de que asuman conforme a su estado y condición esta custodia de lo humano.
A partir de lo expuesto se puede apreciar que esta mirada al pasado a la que nos invita el Papa en esta relectura de
Rerum novarum, se ordena sobre todo hacia el futuro, a preparar con la ayuda de Dios la llegada del tercer milenio
(Pbro. Luis Rifo Feliú).
150
La Ley Antigua
Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley,
preparando así la venida de Cristo. Los Diez Mandamientos resumen la ley de Dios, antigua y
son pronunciadas dentro de una teofanía (el Señor os habló cara a cara en la montaña...).
Pertenecen a la revelación que Dios hace de sí mismo y de su gloria... es don de Dios y de su
Santa voluntad. Los mandamientos reciben su plena significación al interior de la alianza.
Según la Biblia, el obrar moral del hombre adquiere todo su sentido en y por la Alianza. La
primera de las Diez palabras recuerda el amor primero de Dios hacia su pueblo. Yo soy el Señor
tu Dios que te sacó de Egipto, de la casa de servidumbre" (Ex 20, 2; Dt 5, 6). La existencia
moral es respuesta a la iniciativa amorosa de Dios. Por ello en los Diez Mandamientos
reconocemos los fundamentos de la vocación del hombre, forman una unidad indisociable.
Cada una de las Diez palabras remite a una de las demás y al conjunto; se condicionan
recíprocamente. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros (cf Stgo 2, 10-11).
Es finalmente luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los
caminos de Dios, y para protegerle contra el mal: "Dios escribió en las tablas de la Ley lo que
los hombres no leían en sus corazones" (San Agustín).
Según la tradición cristiana, la Ley santa, espiritual y buena es todavía imperfecta. Como un
maestro que enseña y muestra lo que se ha de hacer, pero no da la fuerza, la gracia del Espíritu
para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de
servidumbre. San Pablo dice que tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado,
que forma una "ley de concupiscencia" (Cf Rm 7) en el corazón del hombre. Sin embargo
constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al Pueblo elegido y a cada
cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador.
La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. "La Ley es profecía y pedagogía de las
realidades venideras" (San Ireneo). La Ley se completa mediante los Profetas y las enseñanzas
de los Sabios de la Biblia, que orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los cielos.
Ley del temor: esclavos; Recompensa temporal; pecado agobiante. En cambio la Ley de
Cristo: nos hace libres donde está el espíritu, allí está la libertad de hijos; Bienes celestiales (si
queréis entra en la vida); "mi yugo es llevadero y mi carga es ligera"; habéis recibido el
espíritu de hijos adoptivos (Sto. Tomás).
Es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa
particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por El
viene a ser la ley interior de la caridad: "Concertaré con la casa de Israel una alianza nueva...
pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi
pueblo"387.
Para entrar por esta senda es preciso contemplar a Jesús, especialmente el misterio de su
encarnación, por el cual se ha hecho niño, al hacerse Hombre. El acepta el camino escondido que
comienza en la humildad de la concepción en el seno materno. Ser hombre implica ser niño, que
es sinónimo de dependencia; necesidad de ayuda, de tener que recurrir a los demás. Jesús niño,
no sólo proviene de Dios, sino también de otros hombres. Ha recibido la vida, de la vida de otro
ser humano. Esto significa que incluso la forma de pensar y observar, la hechura de su alma, la
recibió Jesús de hombres que existieron antes que él, y en último término de su madre.
Jesús acogió la herencia de sus antepasados (Lc3,23), ha querido seguir el camino tortuoso
que desde María se remonta a Abraham y llega hasta Adán. Jesús ha querido cargar con el peso
de la Historia, la ha vivido, y sufrido, purificándola de todas sus negativas y errores, hasta el
puro <<Sí>>: <<Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, no ha sido Sí y No, antes ha sido Sí en
El>> (2Cor1,19). Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su Sí, en El.
Es el mismo Jesús quien da gran importancia en la vida del hombre, al hecho de ser niño. "En
verdad os digo, sino os convertis, y os hicieréis como niños, no entraréis en el Reino de los
Cielos"388. Para El la infancia no es una etapa transitoria en la vida del hombre. La realidad
original del hombre se realiza de tal modo en la niñez que quien ha perdido la esencia de la
infancia se ha perdido a sí mismo.
Para Jesús ser niño, es también ser pobre; "Bienaventurados los pobres porque vuestro es el
Reino de Dios..." 390, aquí los pobres ocupan el lugar de los niños. En la condición de pobre se
manifiesta con bastante claridad que quiere decir ser niños, el que no posee nada por sí mismo.
Todo lo que necesita para vivir lo recibe de los otros, y en esta, impotencia y desnudez es libre,
porque aún no ha desarrollado todavía actitudes que disfracen su realidad original.
388Mt 18, 3
389J. Jeremías, Neutestamentliche Theologie I (Gütersloh 1971) p 154
390Lc 6, 20
152
Riqueza y poder, son las dos grandes ambiciones del hombre, que se hace esclavo de sus
posesiones, y se le va el alma tras ellas. Aquel que en medio de las riquezas, no es capaz de
seguir siendo pobre en lo profundo de su ser, es decir, consciente de que el mundo está en manos
de Dios, ha perdido realmente aquella infancia sin la cual no es posible entrar en el Reino.
La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu
Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar
mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad 391, porque nos libera de las observancias
rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la
Caridad y nos hace pasar de la condición del siervo "que ignora lo que hace su señor", a la de
amigo de Cristo. "porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer" 392. o también a la
condición de heredero393. El hombre se dispone receptivamente ante esta Ley Nueva, es decir
como niño, como Hijo de Dios.
La ley del amor divino causa en el hombre la vida espiritual; permite el cumplimiento de los
mandamientos divinos. "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos"394; El amor defiende de las
adversidades "todo contribuye al bien de los que aman al Señor"; El amor conduce a la felicidad
el fiel se medirá por el amor. Además es causa: el perdón de los pecados; Ilumina el corazón;
Produce la perfecta alegría; "Quien permanece en el amor en mi permanece, y Dios en él" Los
adultos, felicidad; Reviste la gran dignidad el proceder. "No como siervos si no como
amigos"395.
Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia.
Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la ley nueva
consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican
vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno
(Hay aquí una configuración cristológica que es necesario mostrar en la actualidad con vigor).
Venimos aquí hermanos para encontrarnos con Dios, pero eso significa estar dispuestos a
escuchar su llamado a la conversión. Al estar delante de Dios no podemos menos que
reconocer nuestros pecados, con humildad para acudir al sacramento de la confesión con el
391(cf St 1, 25
392 (Jn 15, 15
393 (cf Ga 4, 1-7
394 (Jn 14, 15
395 (Juan 15
153
ánimo sincero de pedir perdón a Dios, y con la esperanza de recibir su gracia para poder
cambiar de vida. Reconciliados con Dios, podremos buscar la unión más íntima con El. Y vivir
así la Ley Nueva.
154
LA GRACIA
1. La Justificación
La gracia del Espíritu Santo tiene poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros
pecados y comunicarnos "la justicia de Dios por la fe en Jesucristo" (Rm 3, 22) y por el
Bautismo (cf Rm 6, 3-4). "Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con El...
Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios.
Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús"
(Rm 6, 8-11).
Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en
su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf
1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es El mismo (cf Jn 15, 1-4). Dimensión misionera.
La primera obra de la gracia del Espíritu Santo en nosotros es la conversión, que obra la
justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: "convertios porque el Reino
de Dios está cerca" (Mt 4, 17). Movido por la Gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del
pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. "La justificación entraña, por tanto, el
perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior" (C. Trento).
La justificación arranca al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su
corazón. La justificación es la prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga
el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana. Es
acogida de la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. Con la justificación son difundidas en
nuestros corazones la fe, la esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la
voluntad divina.
2. La Gracia
155
Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que
Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios 396, hijos adoptivos397,
partícipes de la naturaleza divina398, de la vida eterna399.
La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu
Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o
divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación 401:
"Por tanto el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo
proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo" 402.
La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a
su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo
libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el
corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo El puede
colmar. Las promesas de la vida eterna responden, por encima de toda esperanza, a esta
aspiración: "... el sábado de la vida eterna descansaremos en ti" (San Agustín).
La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica.
Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a
su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias Sacramentales, dones propios de los
396 (cf Jn 1, 12-18)
397 (cf Rm 8, 14-17)
398 (cf 2Pe 1, 3-4)
399 (cf Jn 17, 3)
400 (cf 1 Co 2, 7-9)
401cf Jn 4, 14; 7, 38-39
4022 Co 5, 17-18
156
distintos sacramentos. Además las gracias especiales o Carismas (don gratuito, beneficio)403: las
gracias de estado.
La gracia, siendo de orden sobrenatural, escapa a nuestro dominio y experiencia y sólo puede
ser conocida por la fe. Por ello no podemos fundarnos en nuestros sentimientos y obras para
deducir de ellos que estamos justificados y salvados (Trento). Sin embargo, según las palabras
del Señor" "Por sus frutos los conoceréis"404, la consideración de los beneficios de Dios en
nuestra vida y en la vida de los santos nos ofrece una garantía de que la gracia está actuando en
nosotros y nos estimula a una fe cada vez mayor y a una actitud de pobreza llena de confianza.
Finalmente debemos tener la firme certeza de que la caridad de Cristo es en nosotros la fuente
de todos nuestros méritos ante Dios. Sta. Teresita del Niño Jesús a decir: "... quiero trabajar
sólo por vuestro amor... En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos
vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen
manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la
posesión eterna de ti mismo..."
403cf 1 Co 12
404Mt 7, 20
157
LA UNIDAD DE LA IGLESIA COMO COMUNION DE FE Y DE VIDA
(ENCICLICAVERITATIS SPLENDOR)
Introducción:
A la hora de hacer una lectura eclesiológica de esta Encíclica nos podemos dar cuenta que
Juan Pablo II pone el acento en gran número de sus párrafos, y al inicio de su escrito, sobre una
nota esencial de la Iglesia que es «la unidad». Y esta unidad está también determinada por el
ámbito de la moral, porque en ella la unidad está dada por una «comunión de fe y de vida».
La nota de la unidad, es de carácter de fe, esto implica también que tal unidad se pierde si
existe en la vida de la Iglesia la dicotomía entre fe y vida o en palabras del Papa una «dicotomía
entre fe y moral... , ya que la fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un
compromiso coherente de vida... porque « Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque
afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse
conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de si mismo en la cruz (cf Flp 2,5-8).
Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf Ef 3,17), el discípulo se asemeja a su
Señor y se configura con El, lo cual es fruto de la Gracia, de la presencia operante del Espíritu
Santo en nosotros.
A través, de la vida moral la fe llega a ser «confesión», no sólo ante Dios, sino también ante
los hombres: se convierte en testimonio.» Y es por eso que al existir esta separación, hoy en
día «constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el
presente proceso del secularismo, en el cual muchos hombres piensan y viven «como si Dios
no existiera».
Para Juan Pablo II es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y
su fuerza de juicio ante la cultura dominante e invadiente...Urge recuperar y presentar una vez
más el verdadero rostro de la fe cristiana. La fe es una decisión que afecta a toda la
existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo,
Camino, Verdad y Vida (cf Jn 14,6) Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y
nos ayuda a vivir como él vivió (cf Gál 2,20), o sea, el mayor amor a Dios y a los
hermanos»(nº 88).
Siendo hoy para la Iglesia una de las preocupaciones pastorales más agudas, su
Santidad propone un análisis de la realidad que nos permite tomar conciencia de aquello
que afecta a la unidad, primero del hombre y, por ende, también al hombre creyente que
es la Iglesia.
158
«Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema
teológico particular y menos filosófico, sino que "para custodiar celosamente y explicar
fielmente" la Palabra de Dios, tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas
orientaciones del pensamiento teológico y de algunas afirmaciones filosóficas con la verdad
revelada. » ( n º 29).
I Parte
I.1. «La Unidad»
«Hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y
teorías, el Magisterio en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la Tradición de la Iglesia,
siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza para ayudar al
hombre en su camino hacia la libertad».
« En la catequesis moral de los Apóstoles hay una enseñanza ética con precisas normas de
comportamiento... los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los
orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos. Los primeros cristianos,
provenientes tanto del pueblo judío cómo de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no
sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la
Ley Nueva. En efecto la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que
actúa por la caridad» (Gál 5,6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida... Los Apóstoles
rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo
expresan y demuestran (cf. 1ª Jn 2,3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los pastores de la
Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquellos que eran instigadores de
divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos.» (nº 26).
«La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y cultural actual muestra
inmediatamente la urgencia de que precisamente sobre tal cuestión fundamental se desarrolla
una intensa acción pastoral por parte de la Iglesia misma: “La cultura contemporánea ha perdido
en gran parte este vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al
hombre a redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, por la
salvación del mundo. La pregunta de Pilato: «Qué es la verdad?», emerge también hoy desde la
triste complejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de donde viene ni adónde
va,. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones
160
de autodestrucción progresiva. .. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de
que sólo en la verdad puede encontrar la salvación...» (nº 84)
«...Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de apoyo –su " secrecto " formativo– no tanto
en los enunciados doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la
"mirada" fija en el Señor Jesús. Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la
respuesta al interrogante que atormenta hoy a tantos hombres...La Iglesia hace suya la conciencia
que el apóstol Pablo tenía de la misión recibida: «Me envió Cristo... a predicar el Evangelio. Y
no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo...» (1ª Cor 1,17) » (nº 85).
«La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a
afrontar desde su origen mismo... está contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la
razón misma de la existencia de la Iglesia:«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a
toda la creación» (Mc 16,15).
« En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita
en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo...El es quien suscita a los
profetas en la Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y
curaciones, produce obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna las
tareas de gobierno....y por esto perfecciona completamente por todas partes y en todo a la Iglesia
del Señor»
«En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir "la fe que
actúa por la caridad" y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender el puesto
que en la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la reflexión que la teología debe
desarrollar sobre la vida moral... » (nº108)
161
«El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de
importancia primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para la
sociedad y la cultura humana...» (nº 111)
«Por esto los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de la Iglesia,
tienen el deber de educar a los fieles este discernimiento moral, en el compromiso por el
verdadero bien y en el recurrir confiadamente a la gracia divina.» (nº 113).
« Jesucristo, ‘‘Luz de los pueblos’’, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él
para anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15). Así la Iglesia mientras mira
atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la
búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y
de su Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la conciencia de su deber permanente de
escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que
de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los
hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas»
(nº2).
«Los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos de
los fieles en este esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones
siempre nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino a todos los
hombres de buena voluntad. El Concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de
esa actitud de la Iglesia que, "experta en humanidad", se pone al servicio de cada hombre y de
todo el mundo.
La Iglesia sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre, implica a todos,
incluso a quienes no conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que
precisamente por la senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación como
lo ha recordado claramente el Concilio Vaticano II: «Los que sin culpa suya no conocen el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida,
con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su
conciencia, pueden conseguir la salvación eterna... La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero
que hay en ellos, como una preparación al Evangelio, y como un don de Aquel que ilumina a
todos los hombres que puedan tener finalmente vida» (nº 3)
Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo.
162
Nuestro común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como
Pastores y Obispos de la Iglesia, lo que los conduce por el camino de Dios, de la misma manera
como el Señor Jesús hizo un día con el joven del Evangelio. Respondiendo a su pregunta: «
¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?»
«En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los
elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral
necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas...Particularmente, con
esta encíclica se proponen valoraciones sobre algunas tendencias actuales en teología moral.»
(nº115)
« Siempre, pero sobre todo en los últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente
o junto con el Colegio Episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los
múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana... con la asistencia del Espíritu de verdad han
contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad
humana, de la familia, de la vida social, económica y política, comprometiéndose en la causa del
hombre.
Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la
Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica que
en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a
crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden
muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso
específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia.
«...Esta también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre
fe y moral, como si sólo en relación con la fe se deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su
unidad interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y
de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva o a la diversidad de
condiciones sociales y culturales». (nº4)
«Los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos de
los fieles en este esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones
siempre nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino a todos los
hombres de buena voluntad. El Concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de
esa actitud de la Iglesia que, "experta en humanidad", se pone al servicio de cada hombre y de
todo el mundo.
« Como Obispos, dice Juan Pablo II, tenemos el deber de vigilar para que la Palabra de Dios
sea enseñada fielmente... vigilar sobre la transmisión fiel de esta enseñanza moral y recurrir a las
medidas oportunas para que los fieles sean preservados de cualquier doctrina y teoría contraria a
ello. Todos somos ayudados en esta tarea por los teólogos, sin embargo, las opiniones teológicas
no constituyen la regla ni la norma de nuestra enseñanza.
Como Obispos tenemos la obligación grave de vigilar personalmente que la «sana doctrina»
(1Tim 1,10) de la fe y la moral sea enseñada en nuestras diócesis.» (nº116)
«Hermanos en el Episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y
peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de
aquella verdad que es Jesucristo mismo. En El, que es la Verdad (cf Jn 14,6) el hombre puede
mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la
libertad en la obediencia a la ley divina que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y
al prójimo» (nº83).
La Iglesia es santa405
Quizás nada escandaliza hoy en día más que afirmar que la Iglesia es santa. Sin embargo, es
el calificativo que más se aplicó a la Iglesia primitiva. San Ignacio de Antioquía en su carta a
los tralianos, designa así a la Iglesia; y muy pronto este calificativo pasó a los símbolos de la
Iglesia.
El concilio vaticano II ha afirmado que la Iglesia es indefectiblemente santa (LG 39). Pero,
¿cómo puede hacer semejante afirmación, cuando todos conocemos los defectos de la Iglesia y
de sus miembros? ¿Es posible mantener hoy en día que la Iglesia es santa? Todo depende de que
nos situemos en la perspectiva adecuada.
En efecto, si el concilio se atreve a hacer tal afirmación es porque sabe que Cristo se entregó
por su Iglesia, que la santifica perpetuamente por el don del Espíritu . "Cristo, el hijo de Dios,
quien con el Padre y el espíritu santo es "el único santo", amó a la Iglesia como a su esposa,
405 Y. CONGAR, oc.c., 472ss; K RAHNER, La Iglesia de los santos, ET III, Madrid 1967, 101-123; CH.
JOURNET, Du probleme de la sainteté de I'Eglise au probleme de la nature de I'Eglise, Nova et vetera 9 (1934) 27ss;
A. MICHEL, Sainteté, DThC 14 (1939) 841-870.
164
entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf Ef 5,25-26), la unió a sí como a su propio
cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para la gloria de Dios" (LG 39). Es por esto
por lo que los miembros de la Iglesia son llamados santos en el Nuevo Testamento (He 9,13;
1Cor 6,1;16,1).
Lo que ha sido realizado para nosotros en Cristo nos es comunicado por el espíritu a partir del
bautismo, de modo que los fieles de Cristo son nación santa, pueblo consagrado, y como tales
pueden ofrecer sacrificios espirituales, pues forman el pueblo santo.
Y bien; ¿esta santidad se refiere solamente al estadios final o escatológico, cuando Cristo
entregará todo definitivamente al Padre, una vez que se haya sometido todas las cosas? (1Cor
15,28), o ¿hay que decir que la Iglesia actual es santa? Efectivamente, si decimos que la Iglesia
actual es santificante, hemos de decir también que es santa porque posee los medios de la
santificación y al autor mismo seno, habría que decir que carece de tales medios. Así pues, la
Iglesia es santa, porque, santificada por Cristo produce así mismo santidad. Esto es lo que no se
puede negar; otra cosa es que todos sus miembros sean santos.
Que la Iglesia sea santificante se deduce del hecho de que es sacramento universal de
salvación (LG 48). La Iglesia es santificada por Cristo, y en él y por él, se convierte a su vez en
santificante: "todas las obras de la Iglesia tienden como a su fin a la santificación de los
hombres en Cristo y a la glorificación de Dios" (SC 10)
Hay que decir, por tanto, que esta Iglesia es santa. Es santa por palabra de dios, la palabra
conservada viva en su seno por la fuerza del Espíritu; es santa por los sacramentos de la fe y los
misterios jerárquicos406; es santa porque en ella habita el Espíritu Santo, que es el agente de la
santificación, el cual viene a ser como su alma. No quiere decir esto que el Espíritu Santo entre
en composición con la institución eclesial, sino que está íntimamente unido a ella como una
unión de alianza407. Además, el Espíritu se une a un cuerpo histórico y concreto cuyos miembros
están sujetos a debilidades y pecados. Por ello, recuerda Congar408, no todos los actos de la
institución eclesial son automáticamente actos del Espíritu Santo. "Entre este cuerpo que es la
Iglesia y su alma trascendente persiste una cierta tensión; la Iglesia debe tender a la fidelidad
total, y el Espíritu le incita a ello y le ayuda. Pero si el Espíritu Santo no entra, hablando
propiamente, en composición con la institución eclesial, sí la habita y la anima. Es realmente su
principio de existencia y de operación, cosa que no es en modo alguno para las realidades del
mundo, incluso si sucede que opere en ellas"409.
Es por ello la Iglesia de los santos, la Iglesia que no deja de producir santos y frutos de
santidad. Esta es su finalidad: suscitar santos. Y, de hecho, se han dado tantos y tales santos en
la Iglesia, propias no ha cesado (la Iglesia) y no cesa de suscitar, de educar, de alimentar
innumerables santos. La santidad católica es de tal forma resplandeciente que sigue siendo uno
de los motivos de credibilidad y uno de los argumentos apologéticos más poderosos", dice
Congar410 . Santos como Agustín, Benito, Tomás, Catalina de Siena, Francisco de Asis,
Domingo, Teresa, Juan de la Cruz, Ignacio, Francisco Javier, Teresita del Niño Jesús, son, entre
millares más, en su vida y su doctrina, inexplicables por causas puramente naturales. Lo cual no
significa que, fuera de los muros de la Iglesia, no se den signos de santidad; pero se puede decir
que el cristianismo aparece en la Iglesia católica como plenitud de la presencia santificadora de
Dios411.
406 Y. CONGAR, o.c., 479.
407 Ib, 480.
408 Ib
409 Ib
410 Ib, 481.
411 Ib, 490.
165
Podríamos recordar aquí las palabras de Lang, que no dejan de ser una constelación de
verdad: "La Iglesia católica ha puesto un dique al embrutecimiento de las costumbres, a la ruina
de la familia, a la anarquía religiosa y política. En muchos aspectos es el único freno que se
opone a la inmoralidad moderna. Defiende la santidad y la indisolubilidad del matrimonio y la
inviolabilidad de la vida; ha creado la ética del amor, del sufrimiento aceptado voluntariamente,
del servicio desinteresado, de la castidad matrimonial y virginal, a la que se ha asegurado un
extraordinario número de seguidores"412.
Pero, ¿no es también la Iglesia una Iglesia de pecadores? ¿No pertenecen también a la Iglesia
cantidad de pecadores que se encuentran en su seno? ¿No contradice este hecho la pretensión de
santidad?
Desde un principio, nos recuerda Congar 413, hubo en el seno de la Iglesia movimientos
elitistas, rigoristas, que pretendían hacer de ella una élite de santos y de doctores, excluyendo a
los pecadores. El movimiento montanista, al que perteneció Tertuliano, fue uno de ellos. San
Agustín, frente a los donatistas, que pretendían una Iglesia que tuviera sólo a santos, rechazó
semejante posición, recordando que actualmente la Iglesia no está en el tiempo de la siega, sino
en el de crecimiento. Por ello dice que la Iglesia encierra en su seno pecadores, pero pecadores
llamados a la conversión, porque es una Iglesia madre que posee los medios para su
arrepentimiento y salvación. Por eso la Iglesia no se avergüenza de tener pecadores en su seno,
toda vez que les exhorta y llama continuamente a la santidad. Es una Iglesia que acoge en su
seno a los pecadores, sufre y hace penitencia por ellos. Lo dice así Pablo VI: "La Iglesia es
santa, aún albergando en su seno a los pecadores, porque no tiene otra vida que la de la gracia:
es viviendo esa vida como sus miembros se santifican; y es sustrayéndose a esa misma vida
como caen en el pecado y en los desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es
por esto por lo que la Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas, que ella tiene poder de curar
en sus hijos en virtud de la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo" 414.
De Lubac había expresado esto exactamente al decir que la Iglesia es santa en cuanto
congregans, no en cuanto congregata 415. Es decir, si miramos a los elementos que constituyen a
la Iglesia en cuanto congregadora, es santa; no lo es, en la medida en que en su seno abarca a los
pecadores 416. Pero incluso podríamos decir que es santa a la hora de albergar en su seno a los
pecadores, pues lo hace no porque pacte con el pecado, sino en orden y con los medios
necesarios para su purificación. Sufre con los pecadores y hace penitencia con ellos.
De todo ello se deduce que la santidad en la Iglesia es también una tarea, y por ello la Iglesia
no se cansa de llamar a todos a la santidad: "todos los fieles cristianos, de cualquier condición y
SINTESIS: La vida en el Espíritu Santo realiza la vocación del hombre. Está hecha de
Caridad divina y solidaridad humana. Es concedida gratuitamente al hombre como una
Salvación.
167